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viernes, 17 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (3 y 4)

3  Mis últimos minutos a bordo del "Barco Lobo"
"Ya estamos en el golfo", me dijo uno de mis compañeros cuando me levanté a almorzar, el 26 de febrero. El día anterior había sentido un poco de temor por el tiempo del golfo de México. Pero el destructor, a pesar de que se movía un poco, se deslizaba con suavidad. Pensé con alegría que mis temores habían sido infundados y salí a cubierta. La silueta de la costa se había borrado. Sólo el mar verde y el cielo azul se extendían en torno a nosotros. Sin embargo, en la media cubierta, el cabo Miguel Ortega estaba sentado, pálido y desencajado, luchando con el mareo. Eso había empezado desde antes. Desde cuando todavía no habían desaparecido las luces de Mobile, y durante las últimas veinticuatro horas, el cabo Miguel Ortega no había podido mantenerse en pie, a pesar de que no era un novato en el mar. Miguel Ortega había estado en Corea, en la fragata "Almirante Padilla". Había viajado mucho y estaba familiarizado con el mar. Sin embargo, a pesar de que el golfo estaba tranquilo, fue preciso ayudarlo a moverse para que pudiera prestar la guardia. Parecía un agonizante. No toleraba ninguna clase de alimentos y sus compañeros de guardia lo sentábamos en la popa o en la media cubierta, hasta cuando se recibía la orden de trasladarlo al dormitorio. Entonces se tendía boca abajo en su litera, con la cabeza hacia afuera, esperando la vomitona.

Creo que fue Ramón Herrera quien me dijo, el 26 en la noche que la cosa se pondría dura en el Caribe. De acuerdo con nuestros cálculos, saldríamos del golfo de México después de la media noche. En mi puesto de guardia, frente a la torre de los torpedos, yo pensaba con optimismo en nuestra llegada a Cartagena. La noche era clara, y el cielo, alto y redondo, estaba lleno de estrellas. Desde cuando ingresé en la marina me aficioné a identificar las estrellas. Desde esa noche me di gusto, mientras el A. R. C. "Caldas" avanzaba serenamente hacia el Caribe. 

Creo que un viejo marinero que haya viajado por todo el mundo, puede saber en qué mar se encuentra por la manera de moverse el barco. La experiencia en ese mar donde hice mis primeras armas, me indicó que estábamos en el Caribe. Miré el reloj. Eran las doce y treinta minutos de la noche. Las doce y treinta y uno de la madrugada del 27 de febrero. Aunque el buque no se hubiera movido tanto, yo hubiera sabido que estábamos en el Caribe. Pero se movía. Yo, que nunca he sentido mareos, empecé a sentirme intranquilo. Sentí un extraño presentimiento. Y sin saber por qué, me acordé entonces del cabo Miguel Ortega, que estaba allá abajo, en su litera, echando el estómago por la boca. A las seis de la mañana el destructor se movía como un cascarón. Luis Rengifo estaba despierto, una litera debajo de la mía. -Gordo -me dijo-. ¿Todavía no te has mareado? 
Le dije que no. Pero le manifesté mis temores. Rengifo, que, como he dicho, era ingeniero, muy estudioso y buen marino, me hizo entonces una exposición de los motivos por los cuales no había el menor peligro de que al "Caldas" le ocurriera un accidente en el Caribe. "Es un barco lobo", me dijo. Y me recordó que durante la guerra, en esas mismas aguas, el destructor colombiano había hundido un submarino alemán. "Es un buque seguro", decía Luis Rengifo. Y yo, acostado en mi litera, sin poder dormir a causa de los movimientos de la nave, me sentía seguro con sus palabras. Pero el viento era cada vez más fuerte a babor, y yo me imaginaba cómo estaría el "Caldas" en medio de aquel tremendo oleaje. En ese momento me acordé de "El Motín del Caine". A pesar de que el tiempo no varió durante todo el día, la navegación era normal. Cuando prestaba la guardia me puse a hacer proyectos para cuando llegara a Cartagena. Le escribiría a Mary. Pensaba escribirle dos veces por semana, pues nunca he sido perezoso para escribir. Desde cuando ingresé en la marina, le he escrito todas las semanas a mi familia de Bogotá. Les he escrito a mis amigos del barrio Olaya cartas frecuentes y largas. De manera que le escribiría a Mary, pensé, y saqué en horas la cuenta del tiempo que nos faltaba para llegar a Cartagena: nos faltaban exactamente 24 horas. Aquella era mi penúltima guardia. Ramón Herrera me ayudó a arrastrar al cabo Miguel Ortega hacia su litera. Estaba cada vez peor. Desde cuando salimos de Mobile, tres días antes, no había probado alimentos. Casi no podía hablar y tenía el rostro verde y descompuesto.

4  Empieza el baile
El baile empezó a las diez de la noche. Durante todo el día el "Caldas" se había movido, pero no tanto como en esa noche del 27 de febrero en que yo, desvelado en mi litera, pensaba con pavor en la gente que estaba de guardia en cubierta. Yo sabía que ninguno de los marineros que estaban allí, en sus literas, había podido conciliar el sueño. Un poco antes de las doce le dije a Luis Rengifo, mi vecino de abajo: -¿Todavía no te has mareado?
Como lo había supuesto, Luis Rengifo tampoco podía dormir. Pero a pesar del movimiento del barco, no había perdido el buen humor. Dijo: 
-Ya te dije que el día que yo me maree, ese día se marea el mar. Era una frase que repetía con frecuencia. Pero esa noche casi no tuvo tiempo de terminarla. He dicho que sentía inquietud. He dicho que sentía algo muy parecido al miedo. Pero no me cabe la menor duda de lo que sentí a la media noche del 27, cuando a través de los altoparlantes se dio una orden general: "Todo el personal pasarse al lado de babor". Yo sabía lo que significaba esa orden. El barco estaba escorando peligrosamente a estribor y se trataba de equilibrarlo con nuestro peso. Por primera vez, en dos años de navegación, tuve un verdadero miedo del mar. El viento silbaba, allá arriba, donde el personal de cubierta debía estar empapado y tiritando. Tan pronto como oí la orden salté de la tarima. Con mucha calma, Luis Rengifo se puso en pie y se fue a una de las tarimas de babor, que estaban desocupadas, porque pertenecían al personal de guardia. Agarrándome a las otras literas, traté de caminar, pero en ese instante me acordé de Miguel Ortega. 
No podía moverse. Cuando oyó la orden había tratado de levantarse, pero había caído nuevamente en su litera, vencido por el mareo y el agotamiento. Lo ayudé a incorporarse y lo coloqué en su litera de babor. Con la voz apagada me dijo que se sentía muy mal. -Vamos a conseguir que no hagas la guardia -le dije. 
Puede parecer un mal chiste, -pero si Miguel Ortega se hubiera quedado en su litera, ahora no estaría muerto. Sin haber dormido un minuto, a las 4 de la madrugada del 28 nos reunimos en popa seis de la guardia disponible. Entre ellos Ramón Herrera, mi compañero de todos los días. El suboficial de guardia era Guillermo Rozo. Aquella fue míúltima misión a bordo. Sabía que a las 2 de la tarde estaríamos en Cartagena. Pensaba dormir tan pronto como entregara la guardia, para poder divertirme esa noche en tierra firme, después de ocho meses de ausencia. A las 5.30 de la madrugada fui a pasar revista a los bajos fondos acompañado por un grumete. A las 7 relevamos los puestos de servicio efectivo para desayunar. A las 8 volvieron a relevarnos. Exactamente a esa hora entregué mi última guardia, sin novedad, a pesar de que la brisa arreciaba y de que las olas, cada vez más altas, reventaban en el puente y bañaban la cubierta. En popa estaba Ramón Herrera. Allí estaba también, como salvavidas de guardia, Luis Rengifo, con los auriculares puestos. En la media cubierta, recostado, agonizando con su eterno mareo, estaba el cabo Miguel Ortega. En ese lugar se sentía menos el movimiento. Conversé un momento con el marinero segundo Eduardo Castillo, almacenista, soltero, bogotano y muy reservado. No recuerdo de qué hablábamos. Sólo sé que desde ese instante no volvimos a vernos, hasta cuando se hundió en el mar, pocas horas después. Ramón Herrera estaba recogiendo unos cartones para cubrirse con ellos y tratar de dormir. Con el movimiento era imposible descansar en los dormitorios. Las olas, cada vez más fuertes y altas, estallaban en la cubierta. Entre las neveras, las lavadoras y las estufas, fuertemente aseguradas en la popa, Ramón Herrera y yo nos acostamos, bien ajustados, para evitar que nos arrastrara una ola. 
Tendido boca arriba yo contemplaba el cielo. Me sentía más tranquilo, acostado, con la seguridad de que dentro de pocas horas estaríamos en la bahía de Cartagena. No había tempestad; el día estaba perfectamente claro, la visibilidad era completa y el cielo estaba profundamente azul. Ahora ni siquiera me apretaban las botas, pues me las había cambiado por unos zapatos de caucho después de que entregué la guardia.


Gabriel García Márquez 
(Relato de un náufrago)

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