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viernes, 25 de octubre de 2019

MATEO BOOZ: LOS INUNDADOS

I

Dolores Gaitán, nombrado comúnmente don Dolorcito tenía su rancho de tablas y latas en la Boca del Tigre, terreno abierto como un abanico a la entrada del puente carretero que, sobre el río Salado, enlaza a Santa Fe con las poblaciones de la otra orilla.
Subvenía don Dolorcito a las necesidades mínimas de su familia —una mujer y cuatro chiquilines— de modos distintos e intermitentes. Unas veces con el producido de la pesca que llevaba a algún puesto de mercado, otras trabajando a jornal en la carga o descarga de vapores y, más frecuentemente, sirviendo por días en la limpieza de alfombras, encerado de suelos y lavado de vidrios en algunas casas de familias antiguas, donde eran muy apreciados sus dotes para ese quehacer y muy conocida su inclinación a empinarse las botellas, si las hallaba a mano.
Pero sobre todas estas ocupaciones estimaba la de encargado de algún comité político de cualquier color, aunque preferentemente gubernista, porque en éstos había siempre más abundancia de recursos y probabilidad de cobrar puntualmente los emolumentos. ¡Lástima que esas boladas se ofrecieran a largos intervalos!
Doña Óptima, su cónyuge, cooperaba al bienestar de la familia, conchabándose, cuando aquél persistía mucho en la molicie, de cocinera suplenta en algunas casas conocidas. Vanagloriábase ella de que sus patronas la consideraran y hasta, sentadas en los patios, le dieran el palique que a una visita. Mirábasele allí como un sacaapuros para cuando la cocinera titular las dejaba plantadas y todo el gremio ensordecía al llamado que lanzaban desde el servicio doméstico de los diarios locales.
Esa situación especial se la conquistaba asegurando a las señoras que, para ayudarlas, debía descuidar a su prole y a su compañero de cadena. Y de noche salía de la casa con gordos envoltijos de condumios y golosinas para festín del rancho de la Boca del Tigre, amén de algún traje viejo del patrón para don Dolorcito y algunas ropitas de desecho para los vástagos.
El ejemplar matrimonio laboraba en perfecto ritmo con sus necesidades. Si estas necesidades estaban cubiertas, se entregaban ambos a su ocupación favorita: ella espulgaba prolijamente, en el umbral del rancho, las crenchas de algunos de sus hijos, mientras él, tumbado a la intemperie en la lona del catre, miraba los cambios de formación en el vuelo de los patos o la nube gris que le sugería la idea de un trapo para encerar aquel inmenso piso invertido.
Debemos insistir en que, aun amando la vida muelle, sólo cedían a los halagos de la ociosidad si tenían las ollas abastecidas y los descendientes algunas telas con qué cubrir lo indispensable de su desnudez.
En cierta ocasión los pibes contribuyeron con su grano de arena a la bienandanza común. Fue el año anterior, en que pasaron el puente para cazar chingolos en Santo Tomé con trampas de alambre. El padre teñía luego de amarillo a los cautivos y los enajenaba a precios altamente satisfactorios a los tripulantes de los transatlánticos surtos en el puerto. Y surcando después el océano, los compradores advertían que no era precisamente un canario ordinario. A industria tan lucrativa, debió don Dolorcito renunciar definitivamente. Ello aconteció al volver un día de los diques con dos dientes menos y la vestimenta más desordenada que la del pajarillo encerrado en la jaula.
Doña Óptima y don Dolorcito formaban una pareja acorde y en cierta manera feliz; y para suprimir esa restricción a su felicidad habría sido menester que las demandas del hogar no les impusieran en ningún caso la obligación de hombrear bolsas al uno y de trajinar a la otra en cocinas ajenas.

II
Las aguas del Salado comenzaron a hincharse y arrastrar consigo enormes camalotes con ponzoñosas alimañas del norte. El impetuoso caudal fue rebalsando su cauce hasta invadir las viviendas asentadas en los terrenos adyacentes. Y las alturas se poblaban de volátiles que huían con azoro al encontrar sumergidas las islas y anegados sus habituales dormideros.
En los moradores de los menguados rancheríos de la Boca del Tigre fue cundiendo la alarma. Es verdad que para alcanzar el río a ese paraje debía subir de un modo extraordinario. Pero esa contingencia correspondía a lo probable. Y, como es natural, no se hablaba allí sino de la creciente y de la resistencia del puente carretero y de los puentes ferroviarios a la acción destructora de las aguas. Los pesimistas pronosticaron horrendas catástrofes.
Una madrugada don Dolorcito observó, al abrir los ojos, que las patas del catre estaban en el agua. Chapaleando el barro de la habitación salió a la puerta y pudo comprobar que la Boca del Tigre caía también bajo el azote de la inundación.
—Bueno; hay que mudarse —pensó apresuradamente, mientras despertaba a su mujer y a sus herederos.
Doña Óptima aprobó:
—Sí; debés salir a buscarnos otra guarida, en lugar seguro. Mejor si es cerquita de San Francisco, que hasta allí no ha de alcanzar nunca el río, según no alcanzó ni en la inundación grande.
Don Dolorcito rumbeó para la ciudad.
A su regreso, la inundación sólo dejaba a la vista, en las zonas mas bajas de la Boca del Tigre, los techos de los ranchos y las copas de los árboles. El albergue de los Gaitán, construido en una jorobita del terreno, contenía en su interior una capa líquida de diez centímetros. Ya andaban canoas y carros transportando los miserables enseres de quienes procuraban escapar. Esta vez don Dolorcito hizo el trayecto en canoa, más curioso de los cacharros domésticos de todo uso flotantes en las aguas turbias, que impresionado por el cuadro de devastación ofrecido a sus ojos.
Doña Óptima lo recibió, movediza y rodeada de sus pergenios.
— ¿Dónde nos encontraste rancho? —inquirió la mujer.
— ¿Dónde?... En ninguna parte. También recorrí los conventillos, y no hay lugar para nosotros.
— ¿Y entonces?... ¿Pensarás dejarnos morir aquí, a todos, ahogados como vizcachas en su cueva?
Al parecer, eso pensaba don Dolorcito, en un trágico renunciamiento a toda idea de salvación, pues sentóse y con el agua a los tobillos, abarcó serenamente con la mirada el desolado paisaje circundante.
A las reclamaciones y prisas de doña Óptima, respondía él con breves frases saturadas de un fatalismo dichoso. No había que afligirse; lo más conveniente para todos era estarse quietos. Tenía la experiencia de la inundación del año cinco. Y doña Óptima confesándose que su marido siempre supo resolver las dificultades de la familia, algo beneficioso esperaba en medio de la zozobra.
Y cuando ya el agua les pasaba las rodillas vieron venir, bogando afanosamente, varias canoas ocupadas por soldados del Cuerpo de Bomberos, cuyos cascos de hule reflejaban la lumbrada solar.
La faz de don Dolorcito se animó con una sonrisa.
— ¿No decía yo?... No hay que ser zonzos ni precipitarse... Otros se encargarán de sacarnos de la apretura.
Provistos de adecuados materiales de salvataje, los bomberos embarcaron rápidamente a don Dolorcito y los suyos y luego al mobiliario que adornaba su casa. Y minutos más tarde un fastuoso camión oficial conducía a la familia de inundados a un furgón del Central Norte. En el trayecto saludó don Dolorcito con amplios ademanes a algunos conocidos. Los transeúntes de las calles asfaltadas sentían en su corazón un brote de sentimientos piadosos al paso de esos desventurados sin hogar.

III
Y los desventurados sin hogar se advirtieron muy a sus anchas en el furgón, bastante más confortable, sin duda que el rancho de la Boca del Tigre. Enriquecieron además el círculo de sus amistades con los alojados en los vagones vecinos, sobre una vía muerta, frente a la avenida Alem.
Doña Óptima previno:
—Che, todo esto está muy lindo; pero recordá que no disponemos de un centavo para parar las ollas. Debés irte por ahí, en seguida, a trabajar y hacerte de unos pesos.
— ¡Somos inundados! —replicó don Dolorcito, engallando la cabeza.
Doña Óptima no entendió la salida de su esposo hasta que llegaron unos caballeros de la Comisión Popular Pro Inundados, precedidos de unas camionetas con ropas de abrigo y municiones de boca. En el vagón de los Gaitán descargaron abundantes alimentos, mientras don Dolorcito escogía para él y los suyos calcetines, camisetas, tricotas que los defenderían del frío de varios inviernos.
Y comenzó para la familia uno de los períodos de holgura más completos que hubieran conocido. No faltaban en el furgón subsistencias ni géneros para asegurar la bienandanza de los moradores. Los poderes públicos y el alto comercio, sensibles a tanto infortunio, procuraban mostrarse generosos con los pobres inundados. Los periodistas cooperaban a la formación de ese general estado de ánimo, disertando sobre los estragos del flagelo y las obligaciones propias de la solidaridad humana. Don Dolorcito, en rueda con los vecinos, leía, tomando mate y mordiendo galleras, esas elucubraciones que a todos, al lector y a los oyentes, enternecían y convencían de su desgracia y de la necesidad de ser socorridos.
Pero lo que a los cuitados principalmente interesaba eran las noticias y pronósticos relativos a la creciente. Y no costaba sorprender un aire de contrariedad en esas tertulias, si se anunciaba el descenso de las aguas del Alto Paraná y de consiguiente la inminencia del mismo fenómeno en Santa Fe.
En esas ocasiones don Dolorcito llevaba un poco de optimismo y calma a los espíritus atribulados) opinando, aunque con un gesto melancólico, que el azote continuaría, pues tras esa creciente excepcional vendría, para agravar la situación, la creciente periódica llamada del pejerrey.

IV
Al abrir la puerta corrediza del furgón y liberarse con un desperezo de la última modorra de la siesta, don Dolorcito afrontó a una comisión de señores que acudían a ofrecer ocupación a los pobres inundados. Los guinches estaban aparejados para llevar a las bodegas de los barcos un cargamento de rollizos, y de la campaña requerían brazos para las faenas de la agricultura.
Don Dolorcito rechazó la invitación con un continente altivo y desdeñoso:
— ¡Yo soy un inundado!
—Una razón más para que trabaje, ¡qué diablos! —replicó un caballero de facciones semíticas.
Don Dolorcito se encogió de hombros, sin dignarse contestar.
La comisión se marchó después, siendo fácil colegir por las actitudes el fracaso de la gestión. Todos los inundados aducían motivos para no agitarse.
El caballero de las facciones semíticas, disgustado, exclamaba levantando los brazos:
—Son una manga de holgazanes.
También doña Óptima juzgó oportuno invocar los afanes hogareños para desoír las solicitaciones de señoras copetudas, puestas en el terrible trance de hacerse la comida y las camas, pues la inundación provocaba una aguda crisis de domésticas.
Un día se les notificó que las raciones debían buscarla en el domicilio del presidente de la Comisión Popular.
—Es un abuso —protestó don Dolorcito, obligado ahora a acudir con su mujer y unas canastas en procura de los socorros que antes les llevaban en un furgón.
Pero mayor abuso fue el del Central Norte, al disponer que los inundados desocuparan los vagones, necesarios para la movilización de la cosecha.
Todos, con la sola excepción de la familia Gaitán, se trasladaron a los alojamientos habilitados por la Comisión Popular.
—No sea terco, don Dolorcito —le aconsejó un vecino—. Hay también otros lugares aceptables. Mi mujer y yo estamos ahora muy a nuestro gusto y muy independientes.
— ¿Dónde?
—En un calabozo de la comisaría 2a.
—Si se contentan con eso, mejor para ustedes. Yo conozco mi derecho y no me han de sacar así nomás del furgón, donde me siento cómodo.
Ese derecho lo conoció don Dolorcito por intermedio del procurador Canudas. EL profesional consultó una cochambrosa “colección de leyes usuales” y, señalando con la uña de luto ciertos artículos, le demostró cómo la justicia lo amparaba y cómo el Central Norte debía recurrir a fatigosos trámites y esperar el vencimiento de largos plazos antes de llegar al lanzamiento de los inquilinos del furgón.
Pero la empresa pareció olvidarse de sus huéspedes. El tiempo transcurría y bajo el cinc del furgón continuaban don Dolorcito y los suyos. El espíritu previsor del hombre había acumulado allí, merced a sus infatigables demandas a la Comisión Popular, copiosos bastimentos para la familia.

V
Al despertar una mañana, don Dolorcito observó que su vivienda trepidaba con extraño fragor. Y, entreabriendo la puerta, columbró un paisaje nuevo y mudable. Marchaban por pleno campo y pasaban velozmente los postes indicadores del kilometraje.
El hombre se notó perplejo y agobiado por su responsabilidad. Ni él ni el procurador Canudas barruntaron jamás esa contingencia. ¿Adónde pretendía desterrar la empresa a La desventurada familia de inundados? ¡Innoble represalia contra quienes no hacían más que acogerse a la protección de la ley!
Doña Óptima, despegando los párpados, se sentó en el filo del catre. Y, al enterarse de lo que acontecía, censuró en medio de un bostezo;
—Ya te dije que todo esto nos acarrearía algún trastorno.
Los hijos no participaron de Las inquietudes de sus mayores. La novedad de la casa rodante les brindaba una perspectiva fecunda en promesas. Y don Dolorcito debió repartir certeros coscorrones entre su descendencia para separarla del peligro de caer fuera del vehículo.
Y tras ese día vino otro día, y el furgón, enganchado a un tren de mercancías, cambió de panorama. Ahora las Llanuras cedían espacio a las sierras. Cruzaban la provincia de Córdoba, y ese espectáculo de pedregales ásperos, cielos límpidos y ríos someros, interesaron al pronto y cautivaron después a los Gaitán, que jamás se habían alejado más de una legua de su municipio. Finalmente el coche paró en Cosquín.
El jefe de la estación descorrió la puerta y, sorprendido, interrogó a sus inesperados ocupantes.
— ¿Quiénes son ustedes?
—Inundados —informó don Dolorcito.
— ¿De dónde vienen?
—De Santa Fe.
El funcionario ferroviario se desconcertaba. ¿Que hacer? Debía ser uno de esos vagones que, substraídos al contralor de las oficinas de tráficos, suelen andar de un lado a otro por las líneas, para quedar a veces olvidados en alguna vía muerta. Y dio aviso a la Superintendencia.
Ocho días demoraron en llegar las instrucciones: que uniera el furgón perdido al primer tren.
Y un mediodía don Dolorcito, paseando por las inmediaciones, notó con susto que su furgón se marchaba. Debió correr a la máxima velocidad de sus piernas para ser al fin acogido por los brazos redondos y cariñosos de doña Óptima y el júbilo de los vástagos.
Don Dolorcito formuló un cargo contra la deplorable organización de los servicios de transporte del país; y seguidamente se entregó a la contemplación de los jocundos cuadros que la naturaleza ha extendido a los costados de los rieles, en el trayecto a Capilla del Monte, para recreo de turistas y viajantes de comercio.
En Cruz del Eje otra locomotora se Llevó para San Juan al furgón de los inundados, y de allí hacia el lado de Bolivia. De la estación terminal pidieron órdenes y, previa la tramitación del respectivo expediente, el furgón volvió al punto de partida.

VI
Al cabo de dos meses, don Dolorcito y los suyos entraban en la estación de Santa Fe, llenos sus espíritus de las magníficas visiones de la excursión.
Entretanto, las aguas, volviendo a sus cauces, se habían retirado de la Boca del Tigre y cesado los auxilios a las pobres familias castigadas por la catástrofe. Se apoderó de don Dolorcito un desabrimiento que el procurador Canudas supo suavizar con estas consoladoras palabras:
—Ustedes saldrán del furgón, pero el ferrocarril deberá indemnizarles los perjuicios que les irroga la exigencia. Es lo justo.
Y, en efecto, los asesores de la empresa determinaron, para eludir un juicio, allanarse a la demanda, asignando a los inundados una cantidad de la cual el procurador Canudas adjudicóse, naturalmente, la parte del león.
Y los Gaitán, más lucios y pelechados, retornaron a su rancho de la Boca del Tigre luego de correr, en un espacio de cuatro meses, los tremendos azares propios de la calamidad pública, que tan hondamente había conmovido a los lectores de diarios.
Don Dolorcito y doña Óptima, reintegrados a su existencia ordinaria, añoran aquellos días fantásticos y consideran las probabilidades de alguna otra creciente de los ríos.



Mateo Booz
Miguel Ángel Correa, conocido como Mateo Booz (Rosario; 7 de agosto de 1881-16 de mayo de 1943), fue un escritor argentino. Comenzó sus estudios secundarios en un bachillerato, pero nunca se graduó. Aún muy joven intentó trabajar como comerciante, fracasando nuevamente. Luego de estas experiencias se inicia como periodista, llevado por el dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez, en el diario La República (Rosario). Este diario fue dirigido durante algunos años por Lisandro de la Torre.
Hacia 1911 se radica en la ciudad de Santa Fe. En 1920 deja el periodismo profesional y se dedica de lleno a la narración literaria (cuentos y novelas), convirtiéndose en uno de los más grandes cuentistas argentinos. En la capital de la provincia desempeña los siguientes cargos públicos: la subsecretaría del Ministerio de Gobierno (1933), la presidencia del Consejo de Educación (1933-34) y la dirección del Archivo de los Tribunales y de la Biblioteca y del Archivo Histórico (1936). Falleció el 16 de mayo de 1943. 
Fuente: Wikipedia / Isabel Bertero / Bajolaslilas / Foto: espaciosantafecino

FOTOGRAFÍAS: PANTA ASTIAZARÁN













Pantaleón Astiazarán 
(Uruguay, 1 de mayo de 1949), es un médico, deportista, karateca, buzo, marino, periodista y fotógrafo uruguayo. Conocido como Panta Aristazarán. Heredó su nombre de su abuelo que fue el médico y político Pantaleón Astiazarán. Estudió en la Facultad de Medicina de la Universidad de la República, se tituló de médico general. Mezcló sus estudios con su pasión por el buceo, realizando en París un curso de medicina submarina. Ganador rioplatense de karate, fue custodio de Liber Seregni (en el año 1971), luego retomó sus estudios de medicina. Trabajo para diferentes medios como el diario el El País y la revista Tres.
Editor fotográfico de AFP, ha realizado numerosa muestras colectivas e individuales. Fuente: pantafotos / Wikipedia /elhurgador

PABLO LOZANO: FERNANDA



Siempre sucede lo mismo y no tengo forma de evitarlo. Cada vez que una pelota comienza a rodar en cualquier potrero me acuerdo de Fernanda.
Jamás pude explicarme demasiado bien lo que producía en mí esa situación, ya que el golpe del recuerdo nítido y sin fisuras aparecía justo en esos momentos y en ese lugar, nunca en otros. A lo largo de los años, en otros acontecimientos de mi vida, no la recordaba ni por las tapas, pero allí, en medio de un potrero, en una cancha de barrio o en un estadio cualquiera, ella se me aparecería siempre, como de la nada, como convocada por no sé que extraños espíritus del corazón que no me permitían olvidarla a pesar del transcurso de los años.
Algo debió haber sucedido para que su recuerdo se metiera en mí, se hiciera imborrable luego de tanto tiempo y martillara constantemente como reclamando el final de un círculo que no pude cerrar.
Porque al fin y al cabo, la habré visto, con toda la furia, tres o cuatro veces. Hasta el día en que un tipo con apariencia de mastodonte nos encontró en una mesita del fondo de la confitería La Capital y, a través de un sutil mensaje que me comunicó por medios de sus inmensas manos alrededor de mi cuello, accedí a la sugerencia de dejar de verla para siempre.

*
—Che, Cabezón, el sábado nos juntamos en la canchita de la laguna. ¿Contamos con ustedes?-
—¿La laguna Don Tomás? ¿No hay algún lugar un poco mas lejos para armar el picado, Negro, o te crees que no tenemos nada que hacer?-
—Dale, dejá de boludear. Vos y todos esos vagos que te acompañan si no juegan un sábado se mueren de tristeza.
—Claro que vamos a ir, pero después no me vengas con que no hay lugar. Ya sabés que algunas veces nos ha pasado que algún matón del barrio se mete de prepo a jugar y quedamos de seña.-
—Grande Cabezón, dejate de rezongar y los espero a todos a la una y media en punto. .-

El colectivo de la 22 de Abril tenía la parada al fondo de la avenida España, frente a los portones de Vialidad Nacional. Lo tomábamos casi con asistencia perfecta todos los sábados por la tarde. La línea recorría las calles de la Villa Santillán y en casi todas las paradas había una canchita o un baldío. Así que desde arriba calculábamos la concurrencia y nos bajábamos en la cancha menos poblada. El chofer nos conocía de memoria y nosotros adivinábamos la cara de tuje que ponía al ver subir, como un manada de bisontes, corriendo y a los gritos, a cuatro o cinco tremendos grandulones de pantalón corto, con un olor rancio a aceite verde, cargados como camellos con bolsos, pelotas y una serie interminables de frascos de ungüentos para mitigar los golpes.
Hacía ya algunos sábados que accedíamos a las invitaciones del Negro, a pesar de que era un lugar que no me resultaba agradable, debido a que siempre aparecían grupos de otros barrios con ganas de ejercer su autoridad con métodos no convencionales.
El colectivo, después de hacer un recorrido casi interminable, al cabo de una hora, nos dejaba al fondo de la avenida, en la entrada al parque Don Tomás y desde allí caminamos unos cientos de metros hasta el lugar donde se improvisaba la cancha de fútbol.
La escena se repetía exactamente igual todos los fines de semana. En el descampado se armaba la canchita con los bolsos como arcos, a no ser que la divina providencia nos permitiera encontrar en las cercanías algunos palos de determinada altura que eran clavados a una distancia equidistante, atados con un hilo en los extremos que hacía de travesaño. Luego, con una bolsita de harina, se marcaban los límites con una línea despareja, esquivando arbustos y árboles pequeños, después se hacía lo propio con los rectángulos de las áreas penales y un punto inmenso en el centro del campo de juego.
Ese sábado, el campito estaba poblado de grupos de muchachos de distintas edades y como siempre ocurre en estos casos tratando de juntarse en dos grupos diferenciados. Ceremonia complicada si las había. El proceso consistía en la designación de dos elegidores, honor que generalmente recaía en los líderes del barrio que, luego de infinitos conciliábulos, procedían a la elección de la concurrencia. Selección que hacían por conocimiento de las cualidades del elegido o, en caso de ser un desconocido, una simple mirada de su indumentaria les permitía deducir a simple vista y a vuelo de pájaro las cualidades innatas del jugador y determinaban, a priori, sus posibles capacidades para integrar uno u otro equipo. La autoridad delegada en los elegidores era incuestionable, su simple mirada envestía al desconocido de un tinte de jugador de primera división o lo convertía en un tronco sin remedio.
Al vernos llegar el Negro pegó un grito de satisfacción. Estaba en medio de un grupo que, en una primera mirada, supusimos que eran el equipo que en su calidad de elegidor estaba armando. Llevaba la voz cantante debido a que vivía cerca de la laguna y ejercía una comprobada autoridad y ascendencia sobre la canchita y sobre todos los que pretendieran hacer uso de ella. Confieso que verlo al Negro haciendo de elegidor me tranquilizó, debido al hecho que jugar con extraños no era mi fuerte. Esta vez los desconocidos éramos nosotros y como la posibilidad de la roña y de las piñas era un hecho siempre latente en estos partidos de barrio, ser amigo del elegidor ya de por sí constituía una ventaja. Siempre fiel a mis principios de que la cobardía en un partido de fútbol no era un hecho que la sociedad, la justicia o Dios alguna vez te lo demanden.
Luego el sistema era siempre el mismo: los elegidores tratando de sacarse ventaja, procedían a la división de jugadores para cada lado, hecho muy estudiado, ya que una vez que se echaba a rodar la pelota no había vuelta atrás. A los conocidos se los disputaban como a una herencia y los nuevos sufrían la humillación de la indeferencia. Las discusiones se tornaban interminables tratando de demostrarse mutuamente las cualidades y defectos de los elegidos, conversaciones que por lo general subían de tono amenazando llegar a otros límites, por lo que los intentos de pelea comenzaban tempranamente, lo que hacía que la ceremonia de conformación de los equipos se constituía en un cometido pesado y se estiraba en el tiempo más de lo conveniente. Hasta que una voz sabia, que por gracia de Dios siempre aparecía, conminaba a terminar la tarea ya que el tiempo que se perdía en esos menesteres era el que se le quitaba al juego propiamente dicho y que si se estiraba demasiado la noche podía aguar la fiesta. Esta amenaza latente echaba un manto de razonabilidad en los elegidores, los hacía ceder, en parte, sus convicciones y a finalizar en forma apresurada la tarea.
Con nosotros no hubo demasiados inconvenientes ya que éramos casi desconocidos y por lo que parecía nuestros aspectos de futbolistas no despertaban demasiadas expectativas, así que dos para cada lado y a otra cosa mariposa.

Cuando la situación tendía a normalizarse, empezaban a acallarse las discusiones y cada jugador tomaba su ubicación en el sector del terreno que le había correspondido en suerte, el Negro, movido no se por que inspiración extraña, cometió el error histórico.
Por detrás de la línea de harina de unos de los laterales que daba a la entena de LU33 y debajo de unos tamariscos gigantes había un tipo grandote. Se adivinada a la distancia una espalda inmensa y unos brazos cuidadosamente trabajados, al que el Negro levantando la mano le gritó, sin siquiera consultar a nadie:
—¡Flaco!. ¿Querés jugar?-
Es el día de hoy que no entiendo porque el Negro se mandó semejante macana. ¿Qué fue lo que lo hizo hacerse el solidario justo en ese momento? ¿Que necesidad tenía? Si los equipos estaban ya conformados, todos tranquilos y las puteadas eran solo un recuerdo.
El tipo estaba dispuesto a mirar el partido debajo de los tamariscos con una piba de unos quince o dieciséis años o tal vez más, supuse que debería ser la hija o algo por el estilo.
—Claro - contestó, dando un grito.-……. Pero ella también juega.- agregó.

Los que habíamos prestado atención en las formas redonditas de la piba nos miramos extrañados ya que, de no ser una joda, la situación no se comprendía y el tipo por la facha, jodón, no me pareció.
—¿Qué?- dijo sorprendido el Negro.
—¿Sos sordo o te hacés? Te dije que ella también juega.- retrucó el mastodonte, alzando la voz.
—Pero flaco, como va jugar si es una mina-. dijo el Negro.
—Si yo dije que ella juega, ella juega. —gritó el tipo levantando los hombros, mostrando, deliberadamente, una imagen mucho más bestial de la que por naturaleza tenía.

Me pareció que el Negro ahí se dio cuenta de la situación. Sorprendido, buscó el apoyo y la complicidad de los demás y notó que por sobre el montón de guapos que hasta hacía instantes se prometían trompadas y venganzas en pos de sus ideales, flotaba ahora un manto de resignación y cobardía. Cuando se dio vuelta para mirarme me encontró justo con la mirada clavada en el suelo, atándome las zapatillas por cuarta vez.
Sin darle tiempo a reaccionar, con una concurrencia muda e indiferente, la misma que momentos antes, en la elección, eran capaces de enfrentar al ejército de Atila con un revolver a sebita, el grandote se metió a la cancha con la piba. Y dijo como dueño absoluto de la situación:
—Yo juego de este lado y vos, Fernanda, de aquel.-
Un silencio de cementerio sobrevoló la cancha y nadie se atrevió a decir palabra. El tipo se fue para lado del arco contrario y Fernanda se acercó para el lado mío.
Y unos momentos después me dí cuenta que Fernanda no iba a ser una mujer más para mí, cuando, en un momento sagrado, me miró fijo con unos profundos ojos azules y me hizo sentir que jamás había mirado así a ningún otro hombre y en un gesto de complicidad, que solo yo entendí, me convirtió en dueño absoluto del universo.
Así como así, con naturalidad, paró la pelota suavemente con su empeine derecho y me la tiró bombeada, chanchita, en una comba perfecta, por sobre la espalda del último defensor.


Pablo Lozano
El escritor nacido en Santa Rosa, La Pampa, Pablo Lozano, quizá por su pasado de futbolista, se le ha animado a esta temática abordándola desde sus más distintas aristas.
El cuento que presentamos, “Fernanda”, fue premiado por la municipalidad de Rosario en el concurso “Cuentos de deportes 2” y publicado por la editorial Homo Sapiens.
Posteriormente fue incluido en una antología de autores pampeanos en el libro “Mujer” publicado por la Secretaría de la Mujer de la provincia de La Pampa. En él, el autor trata de contar una pequeña historia de amor (como tantas en la literatura) pero que se desarrolla en una cancha de fútbol, hecho que fue evaluado convenientemente por los jurados de dicho concurso. El autor ha publicado diversos cuentos de fútbol y de temática urbana, generalmente con el telón de fondo de la geografía pampeana. Asimismo su novela “Tumba se sal” resultó ganadora del primer concurso internacional de novela corta de la editorial porteña “Ediciones Mis Escritos”.
Pablo Lozano hace la salvedad que determinados nombres y pequeños hechos fueron modificados del texto original a los efectos de no identificar situaciones y personajes que se puedan sentir aludidos. Fuente: Región Empres Periodística

TRUMAN CAPOTE: LA FORMA DE LAS COSAS





Una mujer menuda, blanca, el pelo con permanente, recorrió balanceándose el pasillo del vagón restaurante y se acomodó en un asiento al lado de una ventanilla. Terminó de escribir a lápiz su pedido y dirigió una mirada miope, a través de la mesa, a un infante de marina de mejillas coloradas y a una chica con la cara en forma de corazón. De un golpe de vista vio un anillo de oro en el dedo de la chica y una cinta de tela roja enroscada en el pelo y decidió que era una chica ordinaria; mentalmente la etiquetó como esposa de guerra. Con una débil sonrisa la invitó a conversar. La chica sonrió a su vez:

-Ha tenido suerte de venir tan pronto porque está llenísimo. No hemos podido almorzar porque había soldados rusos comiendo… o algo así. Debería haberlos visto, parecían Boris Karloff, ¡se lo juro! 

La voz sonaba como el silbido de una tetera y hacía que la mujer carraspease. 

-Sí, en serio -dijo-. Antes de este viaje nunca pensé que hubiese tantos en el mundo, soldados, me refiero. No te das cuenta hasta que subes a un tren. No paro de preguntarme, ¿de dónde han salido? 

-De las oficinas de reclutamiento -dijo la chica, y se rió como una tonta.

Su marido se ruborizó, disculpándose. 

-¿Va hasta final de trayecto, señora? 

-Se supone, pero este tren es lento como… como… 

-¡Una tortuga! -exclamó la chica, y añadió, sin resuello-: Puf, no se imagina lo emocionada que estoy. Llevo todo el día pegada al paisaje. En Arkansas, de donde soy, todo es más bien llano, así que me da un escalofrío por todo el cuerpo cuando veo esas montañas -y volviéndose hacia su marido-: Cariño, ¿crees que estamos en Carolina? 

Él miró por la ventana, en cuyo cristal se espesaba el crepúsculo. Se juntaba aprisa la luz azul y las jorobas de las colinas se mezclaban y devolvían ecos. Desvió la mirada hacia el comedor iluminado. 

-Debe de ser Virginia -conjeturó, y se encogió de hombros. De improviso, desde los vagones de tercera, un soldado se les acercó dando bandazos y se desplomó sobre el asiento libre de la mesa como una muñeca de trapo. Era un hombre bajo y el uniforme se le desbordaba en pliegues arrugados. Su cara, flaca y de facciones afiladas, formaba un pálido contraste con la del infante de marina, y su pelo negro, cortado al rape, brillaba a la luz como una gorra de piel de foca. Sus ojos cansados escrutaron nebulosamente a los tres ocupantes de la mesa como si hubiera un biombo entre ellos, y con un gesto nervioso se tiró de los dos galones que llevaba cosidos en la manga. 

La mujer se removió, incómoda, y se apretó más contra la ventanilla. Con semblante pensativo lo etiquetó de borracho, y al ver que la chica arrugaba la nariz supo que compartía su veredicto. 

Mientras el negro con delantal blanco descargaba su bandeja, el cabo dijo: 

-Lo que yo quiero es café, una cafetera grande y un tazón doble de crema. 

La chica hundió el tenedor en el pollo con bechamel. 

-¿No te parece carísimo todo lo que sirven aquí, querido? 

Y entonces empezó. La cabeza del cabo empezó a balancearse con sacudidas cortas e incontrolables. Hizo una pausa y la cabeza se le quedó grotescamente inclinada hacia delante; una convulsión muscular le impulsó el cuello hacia un costado. La boca se le estiró de un modo horrible y se le tensaron las venas del cuello. 

-Oh, Dios mío -exclamó la chica, y la mujer soltó el cuchillo de la mantequilla y automáticamente se protegió los ojos con una mano sensible. El infante de marina miró con aire ausente durante un momento y luego, reponiéndose enseguida, sacó un paquete de tabaco. 

-Toma, chico -dijo-. Mejor que fumes uno. 

-Por favor, gracias… muy amable -murmuró el soldado, y después estampó contra la mesa un puño con los nudillos blancos. Temblaron los cubiertos de plata, el agua desbordó de los vasos. 

Un silencio se prolongó en el aire y una carcajada lejana se esparció por el vagón, cortada en rebanadas iguales. 

La chica, entonces, consciente de la atención, se alisó un mechón de pelo detrás de la oreja. La mujer levantó la mirada y se mordió el labio cuando vio que el cabo trataba de encender el cigarrillo. 

-Déjeme -se ofreció ella. 

La mano le temblaba tanto que la primera cerilla se apagó. Cuando el segundo intento tuvo éxito esbozó una sonrisa forzada. Al cabo de un rato, él se sosegó. 

-Estoy tan avergonzado… Perdóneme, por favor. 

-Oh, lo comprendemos -dijo la mujer-. Lo comprendemos perfectamente. 

-¿Le ha dolido? -preguntó la chica. 

-No, no duele. 

-Estaba asustada porque pensé que dolía. Lo parece, desde luego. ¿No es como una especie de hipo? 

Dio un respingo súbito, como si alguien le hubiese dado una patada. 

El cabo recorrió con el dedo el borde de la mesa y poco después dijo: 

-Estaba bien hasta que subí al tren. Me dijeron que estaría bien. Me dijeron: «Estás bien, soldado». Pero es la emoción, saber que ya estás en tu país y libre y que la maldita espera ha terminado. 

Se frotó un ojo. 

-Lo siento -dijo. 

El camarero depositó el café y la mujer trató de ayudarle. Él le apartó la mano, con un pequeño empujón irritado. 

-No haga eso, por favor. ¡Sé hacerlo yo! 

Confundida por el sofocón, la mujer se volvió hacia la ventanilla y vio su cara reflejada en ella. Estaba serena y le sorprendió, porque sentía una irrealidad vertiginosa, como si se columpiase entre dos puntos de sueño. Encauzando sus pensamientos hacia otro sitio, siguió el trayecto solemne del tenedor del soldado desde el plato hasta la boca. La chica comía ahora con voracidad, pero a la mujer se le estaba enfriando la comida. 

Entonces empezó otra vez, aunque no fue tan violento como antes. En el resplandor crudo del foco de un tren que se acercaba, se tornó borroso el reflejo de la cara, y la mujer suspiró. 

Él estaba jurando en voz baja y sonaba más como si rezase. Se agarró como un poseso los lados de la cabeza entre el fuerte torno de las manos. 

-Oye, chico, más vale que te vea un médico -sugirió el infante de marina. 

La mujer estiró una mano y la apoyó en el brazo levantado del cabo. 

-¿Puedo hacer algo? -dijo. 

-Lo que hacían para que parase era mirarme a los ojos… se me pasa si miro a los ojos de alguien. 

Ella inclinó la cara hacia él. 

-Así -dijo él, y se calmó al instante-, así, ya. Es usted un encanto. 

-¿Dónde fue? -dijo ella. 

Él frunció el ceño y dijo: 

-Hubo cantidad de sitios… son mis nervios. Están destrozados. 

-¿Y adónde va ahora? 

-A Virginia. 

-Allí está su casa, ¿no? 

-Sí, allí está. 

La mujer sintió un dolor en los dedos y aflojó de repente la presión intensa sobre el brazo del cabo. 

-Allí está su casa y tiene que recordar que lo demás no es importante. 

-Usted sí que sabe -susurró él-. La quiero. La quiero porque es muy tonta y muy inocente y porque nunca conocerá nada más que lo que ve en las películas. La quiero porque estamos en Virginia y casi he llegado a casa. 

La mujer apartó la mirada bruscamente. Una tirantez ofendida se engastó en el silencio. 

-¿O sea que piensa que eso es todo? -dijo él. Se inclinó sobre la mesa y se pasó la mano por la cara, soñoliento-. Hay eso, pero también hay dignidad. Y cuando pasa delante de gente que conozco de siempre, ¿entonces qué? ¿Cree que quiero sentarme a la mesa con ellos o con alguien como usted y producirles náuseas? ¿Cree que quiero asustar a una niña como esta de aquí y meterle ideas en la cabeza sobre su hombre? He esperado meses, y me dicen que estoy bien pero la primera vez… 

Se detuvo y arqueó las cejas. 

La mujer deslizó dos billetes encima de su cuenta y empujó hacia atrás su silla. 

-¿Me deja pasar, por favor? -dijo. 

El cabo se levantó y se quedó de pie, mirando el plato intacto de la mujer. 

-Cómase eso, maldita sea -dijo-. ¡Tiene que comérselo! 

Y luego, sin mirar atrás, desapareció en dirección a los vagones. 

La mujer pagó el café.


Truman Capote
Truman Streckfus Persons.  Escritor estadounidense. Truman Capote. Nació el 30 de septiembre de 1924 en Nueva Orleans, Louisiana. Su infancia transcurrió en las granjas del mítico sur estadounidense. Según confesión propia, comenzó a escribir para paliar el aislamiento en el que transcurrió aquel tiempo.Cursó estudios en el Trinity School y la St John's Academy de Nueva York. Cuando su madre se casó por segunda vez con Joseph García Capote, abandonó sus apellidos Streckfus Persons y tomó el de ese hombre. Con 17 años era un periodista consumado asegurándose un empleo en la exclusiva revista 'The New Yorker'. A los 21 abandona la redacción y publica un relato "Miriam" en la revista 'Mademoiselle' que es distinguido con el Premio O'Henry. La crítica, que le aplaude sin reservas, le considera un discípulo de Poe y habla de su estilo como "gótico introspectivo". Con 23 años se edita su primera obra, Otras voces, otros ámbitos (1948) que fue una de las primeras novelas que plantearon abiertamente el tema de la homosexualidad. Otros de sus escritos son: Un árbol de noche y otros cuentos (1949), El arpa de hierba(1951), Se oyen las musas (1956) y Desayuno en Tiffany's (1958). Su novela más famosa es A sangre fría (1966), que narra el asesinato de los cuatro miembros de una familia de Garden City, Kansas; fue llevada a las pantallas en el año 1967 por Richard Brooks. Vendió más de trescientos mil ejemplares y estuvo en la lista de los libros más vendidos del New York Times durante treinta y siete semanas. Tras pasar el resto de los años 40 viajando por los países ribereños del Mediterráneo, en la década de los 50 Capote reanuda su actividad periodística como entrevistador de la revista 'Playboy'. Autor de los ensayos titulados Música para camaleones (1980) y del guion para el musical Casa de las flores (1954). También colaboró en la escenografía de la película La burla del diablo (1954). Truman Capote falleció el 25 de agosto de 1984 en Los Ángeles. 

MARÍA TERESA ANDRUETTO: POEMAS



El paraíso es un árbol

De chica imaginaba el paraíso

como un árbol más grande que los reales,

con sus flores lilas, allá arriba. Melia

azedarach, cinamomo, agriaz,

había muchos en mi pueblo, enhebrábamos

collares con los estigmas de sus flores

y hacíamos tortitas con bumbulas amarillas.

Lila de Persia, orgullo de la India

con frutos purgantes, abortivos. Frente a la escuela,

había un patio repleto de esos árboles,

una mañana corrió entre los niños la noticia

y cruzamos hacia el cerco de ligustros

intentando ver la cuerda, el sitio oscuro,

hasta que la maestra nos devolvió a los gritos

al mástil, el himno, la bandera. Cuando voy

a la casa de mi madre, veo esos árboles

de frutos venenosos, vuelvo al vecino

que perdió una noche su sentido de vivir

y se colgó en el patio de la casa

esquina, la que tenía un bar

y un almacén.



Balidos

Balaban las madres

bajo los nubarrones de la víspera,

dóciles, fáciles de guiar. También

yo entré al corral. Ellas desconcertadas,

él con su ojo de águila. Lo vi manotear

a tontas y a locas. Le tocó a la cara

mocha, con algo de corriedale.

Un manotazo al cuero, a la enrulada

lana un manotazo. Después fue

atarle nomás las patas y colgarla

para que desangre. Prepará el mate,

dijo, y yo me distraje para no verla

cabeza abajo, la sangre en tierra,

la baba colgando, los perros

disputándose las tripas, bajo

el agudo balido de las madres.



Sólo escucho a la niña

Aprendí mucho de ellas, dice mi hija

por teléfono y comienza a nombrar

a abuelas, madres, tías… en la casa

que queda al pie del cerro, me enseñaron

a bordar, pirograbar, a hacer flores

de papel para los muertos. Me contaron

historias de mujeres, amores de ellas

mismas: alguien le decía mi tusquita,

otro entró a la historia del boxeo,

un cantor cantaba soy del treinta,

un gringo que pasaba por los campos,

una de ellas sedujo a un hombre joven,

otra se olvidó un día del marido,

y otra… las nombro como un mantra,

dice, Francisca, Cleofé, Petrona, Arcadia.

Laureana, Gregoria, Gioconda,

Juana, brotan sus nombres en el teléfono,

mientras la niña tapa con balbuceos

su voz de madre. Y entonces ya no escucho

sino a esa niña que habla con la fuerza

de lo que nace, como debe ser.





María teresa Andruetto

Nació en Arroyo Cabral, Provincia de Córdoba (Argentina), el 26 de enero de 1954, hija de inmigrantes italianos (piamonteses). Pasó su infancia en la localidad de Oliva, Córdoba.
Es la primera escritora argentina y en lengua española en ganar el premio Hans Christian Andersen (2012). Se licenció en Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Buenos Aires en 1975.
Cofundadora de CEDILIJ, donde trabajó durante una década como parte del equipo docente y ejecutivo.
Su narrativa ha sido editada en alemán, gallego, italiano, portugués, turco y chino, y continúa traduciéndose.
Sus poemas figuran en revistas y antologías nacionales, francesas, italianas, portuguesas, norteamericanas y lituanas.
Su obra se estudia en universidades americanas y europeas, y se realizaron a partir de ella libros objeto, cortometrajes, espectáculos poético-musicales, coreografías, espectáculos de narración oral escénica y adaptaciones teatrales. Desde hace treinta años trabaja en la formación de lectores, por lo que visita escuelas, profesorados y universidades y es habitual conferencista sobre literatura en general, literatura destinada a niños y jóvenes y construcción de hábitos lectores.
Su interés en la obra de otros escritores ha dado por resultado, entre otros, la traducción de poemas y cuentos de la escritora ítalo-brasileña Marina Colasanti (Ruta de colisión, Ediciones del copista, 2004; Un amigo para siempre, Calibroscopio, 2011), Ribak, Reedson, Rivera, Conversaciones con Andrés Rivera (Ediciones de la Flor, 2011) y la selección de poemas, introducción y entrevistas a la poesía de la poeta uruguaya Circe Maia (La pesadora de perlas, Viento de fondo, 2013).
Codirige la colección Narradoras Argentinas en la Editorial Universitaria de Villa María, EDUVIM (www.narradorasargentina.com.ar) en el deseo de rescatar y visibilizar la obra de escritoras argentinas ya desaparecidas que publicaron entre los años cincuenta y primeros noventa.
Está casada y tiene dos hijas. Vive actualmente en un paraje de las sierras de Córdoba en pleno contacto con la naturaleza.
Fuente: cervantesvirtual / eternacadencia /

MÚSICA: JORGE CAFRUNE


"La cautiva"
Subido por: Terek Kernkraft
Con licencia cedida a YouTube por: SME (en nombre de Columbia); LatinAutor, LatinAutor - SonyATV, UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM, Rumblefish (Publishing) y 4 sociedades de derechos musicales





"Luna cautiva"

Subido por: Alberto Clérici

Con licencia cedida a YouTube por
SME (en nombre de Columbia); LatinAutor - Warner Chappell, LatinAutor, UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM, Warner Chappell, PEDL y 5 sociedades de derechos musicales





Jorge Cafrune
Jorge Antonio Cafrune (El Carmen, provincia de Jujuy, 8 de agosto de 1937 - Benavidez, provincia de Buenos Aires, Argentina, 1 de febrero de 1978), el Turco, fue uno de los cantantes folclóricos argentinos más populares de su tiempo, además de un incansable investigador, recopilador y difusor de la cultura nativa. Padre de Yamila Cafrune, Victoria Cafrune, Zorayda Delfina Cafrune, Eva Encarnación Cafrune, Facundo Cafrune y Macarena Cafrune.
Jorge Antonio Cafrune Herrera nació en el seno de una familia argentina jujeña de típicas costumbres gauchescas y antepasados de orígenes árabes, en la que sus abuelos paternos y maternos eran inmigrantes provenientes de Siria y el Líbano. Sus padres fueron José Jorge Cafrune y Matilde Argentina Herrera. Recibió el apodo de «el Turco» tal y como llamaban a su padre, un popular gaucho de la región que cantaba bagualas y supo protagonizar duros duelos criollos. Nació en la finca «La Matilde» de El Sunchal, cerca de El Carmen, provincia de Jujuy. Cursó sus estudios secundarios en San Salvador de Jujuy mientras tomaba clases de guitarra con Nicolás Lamadrid. Luego se trasladó con toda su familia a Salta, y allí conoció a Luis Alberto Valdez, Tomás Campos y Gilberto Vaca, con quienes formó su primer grupo: Las Voces del Huayra. Con esta formación grabó en 1957 su primer disco de acetato, en la compañía discográfica salteña «H. y R.». En esa época fueron «descubiertos» por Ariel Ramírez, quien los convocó para acompañarlo en una gira por Mar del Plata y varias provincias. Luego Cafrune y Valdez fueron convocados al servicio militar obligatorio y el grupo alternó su formación original con reemplazos de José Eduardo Sauad y Luis Adolfo Rodríguez. Estos nuevos integrantes formarían parte de la formación que ese mismo año grabó un disco de 12 temas para el sello Columbia. Más tarde serían convocados para grabar un segundo disco para la misma compañía, pero desacuerdos entre los integrantes llevaron finalmente a la disolución del grupo. Ante una nueva convocatoria de Ramírez, Cafrune junto a Tomás Campos, Gilberto Vaca y Javier Pantaleón, forman un nuevo grupo, «Los cantores del Alba» . Luego de esa presentación, Cafrune decide continuar su camino en solitario y abandona el nuevo grupo. En esta nueva etapa debutó en 1960 en el Centro Argentino de la ciudad de Salta para emprender inmediatamente después una larga gira que lo llevaría por las provincias de Chaco, Corrientes, Entre Ríos y Buenos Aires. Ante una tibia recepción en la Capital argentina, donde no consiguió lugar ni en radio ni televisión, decidió continuar la gira por Uruguay y Brasil. En el primero lograría su debut televisivo, en el Canal 4 del país oriental.
En 1962 regresa a Capital y contacta a Jaime Dávalos, que tenía un programa de televisión. Este le dice que debería probar suerte en el Festival de Cosquín. Cafrune viaja a la ciudad cordobesa y consigue un lugar para actuar fuera de cartel, consagrándose por elección del público como primera revelación. Luego vendría el primer disco en solitario y la consagración definitiva con nuevas presentaciones en radio, televisión y teatros, además de largas giras en las que siempre prefería los pueblos pequeños a las grandes ciudades. Fue en uno de esos pueblitos, Huanguelén, en la provincia de Buenos Aires, donde conoció y promovió a un joven cantor llamado José Larralde. En este período también siguió presentándose cada año en Cosquín y allí, en 1965, sin conocimiento de la organización presentó a una cantante tucumana llamada Mercedes Sosa. En 1967 presenta la gira «De a caballo por mi Patria», en homenaje al Chacho Peñaloza. En esta gira Cafrune recorrió el país al estilo de los viejos gauchos, llevando su arte y su mensaje a todos los rincones. Sus objetivos también incluían captar los paisajes a través de la fotografía y la filmación de cortometrajes televisivos, además de la recopilación de datos sobre las formas de vida, costumbres, cultura y tradición de las diversas regiones. La gira fue ruinosa para su economía, pero fue un gran éxito si se tienen en cuenta los verdaderos objetivos que se habían propuesto. Entre 1972 y 1974, Jorge Cafrune formó un dúo con el niño Marito (1960-) con quien grabó discos e hizo varias giras por el país, España y Francia. Al finalizar esta gira, Cafrune fue convocado para integrar unas comitivas artísticas argentinas que visitaron los Estados Unidos y España. El éxito en la península Ibérica fue fabuloso, y Cafrune llegó a radicarse allí por varios años, formando familia con Lourdes López Garzón. Su retorno al país fue en 1977, cuando falleció su padre.  El 31 de enero de 1978, a modo de homenaje a José de San Martín, Cafrune emprendió una travesía a caballo para llevar desde Plaza de Mayo hasta Yapeyú, lugar de nacimiento del libertador, un cofre con tierra de Boulogne-sur-Mer, lugar de su fallecimiento. Esa noche, a poco de salir, fue embestido a la altura de Benavídez por una camioneta Rastrojero conducida por un joven de 19 o 20 años. Cafrune falleció ese mismo día a la medianoche. 
Fuente: Wikipedia / YouTube / Foto: quepasaweb

viernes, 18 de octubre de 2019

JORGE LUIS BORGES: UNDR



Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus (1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo once. Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión española no es literal, pero es digna de fe.

Escribe Adán de Bremen:

«…De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo, más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio. Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores, barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de peones.»

«Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló, después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.»


«A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del Asia. El hombre dijo:
—Soy de estirpe de Skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.

El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey. Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles mi espada, pero me dejé conducir.

Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados. Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era un simple artesano y que no la sabía.

En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé. Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie. Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún. Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.

La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie. Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: ‘Ahora no quiere decir nada’.

Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con asombro que la luz estaba declinando.

Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:
—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de Skalds. En tu ditirambo apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que es la Palabra.
Le respondí:
—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.
Vaciló unos instantes y contestó:
—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo. Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.

Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra. Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria. Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé. Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la revelación.

Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.
Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey. Me replicó:
—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.

Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me interrogó:
—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
La pregunta me tomó de sorpresa.
—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no comprendo me alejó del canto y del arpa.
—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.
Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.
—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
—Todo —le contesté.
—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.
—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido.


Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 1899 - Ginebra, Suiza, 1986) 
Escritor argentino considerado una de las grandes figuras de la literatura en lengua española del siglo XX. Cultivador de variados géneros, que a menudo fusionó deliberadamente, Jorge Luis Borges ocupa un puesto excepcional en la historia de la literatura por sus relatos breves. Aunque las ficciones de Borges recorren el conocimiento humano, en ellas está casi ausente la condición humana de carne y hueso; su mundo narrativo proviene de su biblioteca personal, de su lectura de los libros, y a ese mundo libresco e intelectual lo equilibran los argumentos bellamente construidos, simétricos y especulares, así como una prosa de aparente desnudez, pero cargada de sentido y de enorme capacidad de sugerencia. (biografíasy vidas.com)
Fuente: Alberto Chimal / Las Historias / Foto: Archivo

EUGENIO MANDRINI: POEMAS


EN EL OJO DE LOS CRÉDULOS

Soy el mago.
Soy lo imposible.
El trébol que detiene el salto del suicida.
Un fósforo del que brota un jardín por cada sombra rota.
Un ahogado que emerge del mar y danza triunfal sobre
el oleaje.
Una ventana por la que pasa una visión del paraíso cuyo
fulgor no cabe en el sueño.
Un espejo donde la sorpresa admira sus dilatados ojos.
Una luz, en fin, en el ceniciento hastío.
Soy el mago.
Puedo llegar a engañar el tacto de los ciegos
esconder la botella de pavor que sorbe la muerte
hacer parpadear un ojo de Dios o conmover su lejanía
inmutable.
Soy lo imposible, ya lo dije.
Como el viento que viene de las hendijas de la
antigüedad y cruza sin opacar el aire
o los deseos alcanzados y en una ráfaga perdidos
o el estallido de un hombre y una mujer entre
las herrumbres de la noche:
soy también el instante.
Soy el mago.
Fugaz como la felicidad de pronto desaparezco.
De pronto, también, si el ojo de los crédulos me llama
regreso
con resplandores de tigres de papel
y otras brevedades de la luz
donde empiezo a no saber quien soy.



AQUELLO

Estoy entre los que buscamos Aquello.
No somos muchos. Apenas unas almas ávidas
andando por los infiernos de esta tierra
que sin embargo va perdiendo la luz.
Estoy entre los que buscamos Aquello
que suele aparecer tras el torbellino de las visiones
o en los destellos de ciertos libros
de cólera y espuma: un lugar secreto imaginado
donde el tiempo aún no gastó sus primeros días.
Estoy entre los que buscamos Aquello.
No somos muchos y estamos locos (dicen)
Porque sólo a los muertos les está dado entrar
a la dimensión de los grandes sueños,
tercamente locos (dicen) por querer saciar la sed
en la lengua de la verdad dado que ella es piedra muda.
Estoy entre los que buscamos Aquello.
A veces alguno lo augura y canta,
canta un himno todavía no escrito que habla
de hacer azul la sombra, olvido el llanto, sin trémolo
la jaula, inaudible la palabra vana,
hasta que una gota de penumbra apaga
el júbilo y los ojos.
Estoy entre los que buscamos Aquello,
que para algunos es la atracción del abismo,
para otros el único lugar bajo el sol
que ya no arde como entonces, y
para los que miran con un ojo ciego
y el otro desmesurado, la belleza que huye
y que no tiene fin.
Estoy entre los que buscamos Aquello.


LA ALMOHADA

En mi almohada hay un tigre.
Me lava la cabeza con su aliento de fósforo,
me cuenta la selva en el oído, el matorral
donde acechan las voces del terror o el susurro, el
arte del sigilo que apaga el gemir
de las hojas secas.
En mi almohada hay un tigre.
El resplandor donde los ciegos tambalean.
La sangre de la luz que envidia el fuego.
Si duerme —raras noches—
lo hace con la cola enroscada en mi cuello
como un látigo que espera.
Si está alerta —tantas noches—
me habla. Me dice: —Escribe,
con el asombro del color que soy
con el hambre de las entrañas que soy
con el brillo de oscuridad de la mirada que soy.
En mi almohada hay un tigre.
Todo tigre es un poema feroz.








Eugenio Mandrini 
Nació el 16 de diciembre de 1936 en Buenos Aires, donde reside, capital de la República Argentina. Ha sido fundador e integrante de la “Sociedad de los Poetas Vivos” y co-director de la revista “Buenos Aires Tango y lo Demás”. Es Académico Titular de la “Academia Nacional del Tango”. En distintos géneros literarios recibió distinciones: destacamos el Primer Premio Municipal de Poesía (2008/2009). Colaboró con las revistas “Fin de Siglo”, “Puro Cuento”, “Ñ” y “Crisis”, entre muchas otras. Fue incluido en las antologías “Antes que el viento se apague”, “Testigos de tormenta”, “Cuerpo de abismo”, “Galería de hiperbreves”, “Tiros libres”, “Velas al viento”, “La nave de los locos”, etc. Ha compilado y prologado la antología “Los poetas del tango” (2000). Es guionista de historietas. Publicó en 1987 el volumen “Criaturas de los bosques de papel”, poemas y cuentos; “Discépolo, la desesperación y Dios”, ensayo, 1998; “Las otras criaturas”, microficción, España, 2014; “La vida repentina” (selección de textos de “Criaturas de los bosques de papel”), 2015. Sus poemarios son “Campo de apariciones” (1993), “Párpados para el ojo que sale de mí” (1999), “Conejos en la nieve” (2009), “Con voz de perro lunar” (2014).
Fuente: Eurasia / Rolando Revagliatti / Foto: Sur y Sur