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domingo, 19 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (32, 33 y 34)



32 "Quiero morir"
Una alegría elaborada en doce horas desapareció en un minuto, sin dejar rastros. Mis fuerzas se derrumbaron. De sistí de todas mis preocupaciones. Por primera vez en nueve días me acosté boca abajo, con la abrasada espalda expuesta al sol. Lo hice sin piedad por mi cuerpo. Sabía que de permanecer así antes del anochecer me habría asfixiado. Hay un instante en que ya no se siente dolor. La sensibilidad desaparece y la razón empieza a embotarse hasta cuando se pierde la noción del tiempo y del espacio. Boca abajo en la balsa, con los brazos apoyados en la borda y la barba apoyada en los brazos, sentí al principio los despiadados mordiscos del sol. Vi el aire poblado de puntos luminosos, durante varías horas. Por fin cerré los ojos, extenuado, pero entonces ya el sol no me ardía en el cuerpo. No sentía sed ni hambre. No sentía nada, aparte de una indiferencia general por la vida y la muerte. Pensé que me estaba muriendo. Y esa idea me llenó de una extraña y oscura esperanza. Cuando abrí los ojos estaba otra vez en Mobile. Hacía un calor asfixiante y había ido a una fiesta al aire libre, con otros compañeros del destructor y con el judío Massey Nasser, el dependiente del almacén de Mobile donde comprábamos ropa los marineros. Era el que me había dado las tarjetas. Durante los ocho meses en que el buque estuvo en reparación Massey Nasser se dedicó a atender a los marinos colombianos, y nosotros, en prueba de gratitud, no comprábamos en un almacén distinto al suyo. El hablaba el español correctamente, a pesar de que, según nos dijo, nunca había estado en un país de lengua castellana. Ese día, como casi todos los sábados, estábamos en ese café al aire libre donde solo había judíos y marineros colombianos. En una tarima de tabla bailaba la misma mujer de todos los sábados. Tenía el vientre desnudo y el rostro cubierto por un velo, como las bailarinas árabes de las películas. Nosotros, aplaudíamos y tomábamos cerveza enlatada. El más alegre de todos era Massey Nasser, el dependiente judío del almacén de Mobile, que nos vendió ropa fina y barata a todos los marineros colombianos. No sé cuánto tiempo estuve así, embotado, con la alucinación de la fiesta de Mobile. Sólo sé que de pronto di un salto en la balsa y estaba atardeciendo. Entonces vi, como a cinco metros de la balsa, una enorme tortuga amarilla con una cabeza atigrada y unos fijos e inexpresivos ojos como dos gigantescas bolas de cristal, que me miraban espantosamente. Al principio creí que era otra alucinación y me senté en la balsa, aterrorizado. El monstruoso animal, que medía como cuatro metros de la cabeza a la cola, se hundió cuando me vio mover, dejando un rastro de espuma. Yo no sabía si era realidad o fantasía. Y todavía no me atrevo a decir si era realidad o fantasía, a pesar de que durante breves minutos vi nadar aquella gigantesca tortuga amarilla delante de la balsa, llevando fuera del agua su espantosa y pintada cabeza de pesadilla. Sólo sé que -fuera realidad o fuera fantasía- habría bastado con que tocara la balsa para que la hubiera hecho girar varias veces sobre sí misma. La tremenda visión me hizo recobrar el miedo. Y en ese instante el miedo me reconfortó. Agarré el pedazo de remo, me senté en la balsa y me preparé para la lucha, con ese monstruo o con cualquier otro que tratara de voltear la balsa. Iban a ser las cinco. Puntuales, como siempre, los tiburones estaban saliendo del mar a la superficie. Miré al lado de la balsa donde anotaba los días y conté ocho rayas. Pero recordé que no había anotado la de aquel día. La marqué con las llaves, convencido de que sería la última, y sentía desesperación y rabia ante la certidumbre de que me resultaba más difícil morir que seguir viviendo. Esa mañana había decidido entre la vida y la muerte. Había escogido la muerte, y sin embargo seguía vivo, con el pedazo de remo en la mano, dispuesto a seguir luchando por la vida. A seguir luchando por lo único que ya no me importaba nada.

33 La raíz misteriosa
En medio de aquel sol metálico, de aquella desesperación, de aquella sed que por primera vez empezaba a ser insoportable, me sucedió una cosa increíble: en el centro de la balsa, enredada entre los cabos de la malla, había una raíz roja, como esas raíces que machacan en Boyacá para hacer color, y cuyo nombre no recuerdo. No sé desde cuándo estaba allí. Durante mis nueve días en el mar no había visto una brizna de hierba en la superficie. Y, sin embargo, sin que supiera cómo, aquella raíz estaba allí, enredada en los cabos de la malla, como otro anuncio inequívoco de la tierra que no veía por ningún lado. Tenía como 30 centímetros de longitud. Hambriento, pero ya sin fuerzas para pensar en mi hambre, mordí despreocupadamente la raíz. Me supo a sangre. Soltaba un aceite espeso y dulce que me refrescó la garganta. Pensé que tenía sabor de veneno. Pero seguí comiendo, devorando el pedazo de palo retorcido, hasta cuando no quedó ni una astilla. Cuando terminé de comer no me sentí más aliviado. Se me ocurrió que aquello era una rama de olivo, porque me acordé de la historia sagrada: cuando Noé echó a volar la paloma el animal regresó al arca con una rama de olivo, señal de que el agua había vuelto a desocupar la tierra. Yo pensaba que la rama de olivo de la paloma era como aquella con que acababa de distraer mi hambre de nueve días. Puede esperarse un año en el mar, pero hay un día en que ya es imposible soportar una hora más. El día anterior había pensado que amanecería en tierra firme. Habían transcurrido 24 horas y sólo seguía viendo agua y cielo. Ya no esperaba nada. Era mi novena noche en el mar. "Nueve noches de muerto", pensé con terror, seguro de que a esa hora mi casa del barrio Olaya, en Bogotá, estaba llena de amigos de la familia. Era la última noche de mis velaciones. Mañana desarmarían el altar y poco a poco se irían acostumbrando a mi muerte. Nunca hasta esa noche había perdido una remota esperanza de que alguien se acordara de mí y tratara de rescatarme. Pero cuando recordé que aquella debía ser para mi familia la novena noche de mi muerte, la última de mis velaciones, me sentí completamente olvidado en el mar. Y pensé que nada mejor podía ocurrirme que morir. Me acosté en el fondo de la balsa. Quise decir en voz alta: "Ya no me levanto más". Pero la voz se me apagó en la garganta. Me acordé del colegio. Me llevé a la boca la medalla de la Virgen del Carmen y me puse a rezar mentalmente, como suponía que a esa hora lo estaba haciendo mí familia en mi casa. Entonces me sentí bien, porque sabía que me estaba muriendo. 

34 Al décimo día, otra alucinación: la tierra
Mi novena noche fue la más larga de todas. Me había acostado en la balsa y las olas se rompían suavemente contra la borda. Pero no era dueño de mis sentidos. Y en cada ola que estallaba junto a mi cabeza yo sentía repetirse la catástrofe. Se dice que los moribundos "salen a recorrer sus pasos". Algo de eso me ocurrió en aquella noche de recapitulación. Yo estaba otra vez en el destructor, acostado entre las neveras y las estufas, en la popa, con Ramón Herrera, y viendo a Luis Rengifo en la guardia, en una febril recapitulación del mediodía del 28 de febrero. Cada vez que la ola se rompía contra la borda yo sentía que se rodaba la carga, que me iba al fondo del agua y que nadaba hacia arriba, tratando de alcanzar la superficie. Minuto a minuto, mis nueve días de soledad, angustia, hambre y sed en el mar se repetían entonces, nítidamente, como en una pantalla cinematográfica. Primero la caída. Después mis compañeros, gritando en torno a la balsa; después el hambre, la sed, los tiburones y los recuerdos de Mobile pasando en una sucesión de imágenes. Tomaba precauciones para no caer. Me veía otra vez en la popa del destructor, tratando de amarrarme para que no me arrastrara la ola. Me amarraba con tanta fuerza que me dolían las muñecas, los tobillos y sobre todo la rodilla derecha. Pero a pesar de los cabos sólidamente atados, la ola venía siempre y me arrastraba al fondo del mar. Cuando recobraba la lucidez estaba nadando hacia arriba. Asfixiándome. Días antes había pensado amarrarme a la balsa. Aquella noche debía hacerlo, pero no tenía fuerzas para incorporarme y buscar los cabos del enjaretado. No podía pensar. Por primera vez en nueve días no me daba cuenta de mi situación. En el estado en que me encontraba, hay que considerar como un milagro que aquella noche no me arrastraran las olas al fondo del mar. No habría visto. Tenía la realidad confundida en las alucinaciones. Sí una ola hubiera volteado la balsa, tal vez yo habría pensado que era otra alucinación, habría sentido que caía otra vez del destructor -como lo sentí tantas veces aquella noche- y en un segundo habría caído al fondo a alimentar los tiburones que durante nueve días habían esperado pacientemente junto a la borda. Pero de nuevo esa noche me protegió mi buena suerte. Estuve sin sentido, recapitulando minuto a minuto mis nueve días de soledad y ahora veo que iba tan seguro como sí hubiera estado amarrado a la borda. Al amanecer, el viento se volvió helado. Tenía fiebre, Mi cuerpo ardiente se estremeció, penetrado hasta los huesos por el escalofrío. La rodilla derecha empezó a dolerme. Lasal del mar la había mantenido seca, pero continuaba viva, como el primer día. Siempre me había cuidado de no lastimarla. Pero esa noche, acostado boca abajo, llevaba la rodilla apoyada contra el piso de la balsa, y la herida me palpitaba dolorosamente. Ahora tengo razones para pensar que la herida me salvó la vida. Como entre nieblas. comencé a percibir el dolor. Estaba dándome cuenta de mi cuerpo. Sentí el viento helado contra mi rostro febril. Ahora sé que durante varias horas estuve diciendo un sartal de cosas confusas, hablando con mis compañeros, tomando helados con Mary Address en un lugar donde había una música estridente. Después de muchas horas incontables sentí que me estallaba la cabeza. Las sienes me palpitaban y me dolían los huesos. Sentía la rodilla en carne viva, paralizada por la hinchazón. Era como sí la rodilla fuera más grande, mucho más grande que mi cuerpo. Me di cuenta de que estaba en la balsa cuando empezó a amanecer. Pero entonces no sabía cuánto tiempo llevaba en esa situación. Recordé, haciendo un esfuerzo supremo, que había trazado nuevas rayas en la borda. Pero no recordaba cuándo había trazado la última. Me parecía que había transcurrido mucho tiempo desde aquella tarde en que me comí una raíz que encontré enredada en los cabos de la malla. ¿Había sido un sueño? Aún tenía en la boca un sabor dulce y espeso, pero cuando hacía una recapitulación de mis alimentos no me acordaba de ella. No me había reconfortado. Me la había comido entera, pero sentía el estómago vacío. Estaba sin fuerzas. ¿Cuántos días habían pasado desde entonces? Sabía que estaba, amaneciendo, pero no habría podido saber cuántas noches había estado exhausto en el fondo de la balsa, esperando una muerte que parecía más esquiva que la tierra. El cielo se puso rojo, como al atardecer. Y ese fue otro factor de confusión: entonces no supe si era un nuevo día o un nuevo atardecer.

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)


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