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viernes, 3 de abril de 2020

VIRGILIO PIÑERA: LA CARNE

Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales. Solo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó –como se dice– por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo.
Sentose a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta; era el vecino que venía a desahogarse… Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo quedaba explicado. A su vez, el vecino deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra para volver al poco rato con el alcalde del pueblo. Este expresó a Ansaldo su vivo deseo de que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, “una demostración práctica a las masas”. Una vez allí hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos diose cada uno a rebanar dos filetes de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar descripciones. Por lo demás, se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien libras, y descontando vísceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete.
Pronto se vio a señoras que hablaban de las ventajas que reportaba la idea del señor Ansaldo. Por ejemplo, las que ya habían devorado sus senos no se veían obligadas a cubrir de telas su caja torácica, y sus vestidos concluían poco más arriba del ombligo. Y algunas, no todas, no hablaban ya, pues habían engullido su lengua, que dicho sea de paso, es un manjar de monarcas. En la calle tenían lugar las más deliciosas escenas: así, dos señoras que hacía muchísimo tiempo no se veían no pudieron besarse; habían usado sus labios en la confección de unas frituras de gran éxito. Y el alcaide del penal no pudo firmar la sentencia de muerte de un condenado porque se había comido las yemas de los dedos, que, según los buenos gourmets (y el alcaide lo era) ha dado origen a esa frase tan llevada y traída de “chuparse la yema de los dedos”.
Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y esta contestó que no era posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones inocentes que no interrumpían de ningún modo la consumación, por parte del pueblo, de su propia carne.
Uno de los sucesos más pintorescos de aquella agradable jornada fue la disección del último pedazo de carne del bailarín del pueblo. Este, por respeto a su arte, había dejado para lo último los bellos dedos de sus pies. Sus convecinos advirtieron que desde hacía varios días se mostraba vivamente inquieto. Ya solo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo. Entonces invitó a sus amigos a presenciar la operación. En medio de un sanguinolento silencio cortó su porción postrera, y sin pasarla por el fuego la dejó caer en el hueco de lo que había sido en otro tiempo su hermosa boca. Entonces todos los presentes se pusieron repentinamente serios.
Pero se iba viviendo, y era lo importante, ¿Y si acaso…? ¿Sería por eso que las zapatillas del bailarín se encontraban ahora en una de las salas del Museo de los Recuerdos Ilustres? Solo se sabe que uno de los hombres más obesos del pueblo (pesaba doscientos kilos) gastó toda su reserva de carne disponible en el breve espacio de 15 días (era extremadamente goloso, y por otra parte, su organismo exigía grandes cantidades). Después ya nadie pudo verlo jamás. Evidentemente se ocultaba… Pero no solo se ocultaba él, sino que otros muchos comenzaban a adoptar idéntico comportamiento. De esta suerte, una mañana, la señora Orfila, al preguntar a su hijo –que se devoraba el lóbulo izquierdo de la oreja– dónde había guardado no sé qué cosa, no obtuvo respuesta alguna. Y no valieron súplicas ni amenazas. Llamado el perito en desaparecidos solo pudo dar con un breve montón de excrementos en el sitio donde la señora Orfila juraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el momento de ser interrogado por ella. Pero estas ligeras alteraciones no minaban en absoluto la alegría de aquellos habitantes. ¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia? El grave problema del orden público creado por la falta de carne, ¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa, y solo era un colofón que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado.



Virgilio Piñera

Nació el 4 de agosto de 1912 en Cárdenas, provincia de Matanzas, Cuba. Cursó sus primeros estudios en esa ciudad, pero en 1925 se trasladó con su familia a Camagüey, donde hizo el bachillerato. En 1938 se instaló en La Habana, en cuya universidad se doctoró en Filosofía y Letras en 1940. Ya el año anterior había empezado a publicar, sobre todo poemas, en la revista Espuela de plata, predecesora de Orígenes, en la que coincidió con José Lezama Lima. En 1941 vio la luz su primer poemario, Las furias, y ese mismo año escribió también la que es quizá su obra teatral más importante, Electra Garrigó, que se estrenó en La Habana, ocho años después, y constituyó uno de los grandes hitos del teatro cubano, y para muchos críticos, como Rine Leal o Raquel Carrió, el verdadero comienzo del teatro cubano moderno.
En 1942 fundó la efímera revista Poeta, de la que fue director. Al año siguiente publicó el extenso poema La isla en peso, una de las cumbres de la poesía cubana, que en su momento fue, sin embargo, objetado por grandes poetas como Gastón Baquero o Eliseo Diego y críticos como Cintio Vitier. Cuando en 1944 Lezama y Rodríguez Feo fundaron la revista Orígenes, Piñera formó parte del plantel inicial de colaboradores, a pesar de que mantenía importantes discrepancias estéticas con el grupo de poetas de la revista (su estilo antibarroco contrastaba con el estilo barroco y ornamental de Lezama). Allí publicó poesía y un excelente ensayo: "El secreto de Kafka". Preparó, asimismo, un número sobre literatura argentina. En febrero de 1946 viajó a Buenos Aires, donde residió, con algunas interrupciones, hasta 1958. Allí trabajó como funcionario del consulado de su país, como corrector de pruebas y como traductor. En la capital argentina hizo amistad con el escritor polaco Witold Gombrowicz, y formó parte del equipo de traductores que llevaron a cabo la versión castellana de Ferdydurke. También conoció a Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Graziella Peyrou y a José Bianco, quien prologó su volumen de cuentos El que vino a salvarme, publicado por la Editorial Sudamericana. Continuó colaborando con Orígenes con cuentos, ensayos y reseñas críticas. En 1948 se estrenó en La Habana Electra Garrigó, mal acogida por la crítica. Por entonces escribió otras obras teatrales: Jesús y Falsa alarma, obra considerada una de las primeras muestras de teatro del absurdo, anterior incluso a La cantante calva de Eugène Ionesco. En 1952 publicó su primera novela, La carne de René. En 1955, tras el final de Orígenes, marcado por una agria disputa entre Lezama Lima y Rodríguez Feo, fundó con este último la revista Ciclón, de gran importancia en la historia de la literatura cubana. Por entonces colaboró también con la revista argentina Sur y con las francesas Lettres Nouvelles y Les Temps Modernes. En 1958 abandonó Argentina y se instaló definitivamente en Cuba, donde viviría hasta su muerte. Tras el triunfo de la Revolución Cubana, Piñera colaboró en el periódico Revolución y en su suplemento Lunes de Revolución. En 1960 reestrenó Electra Garrigó y publicó su Teatro completo. En 1968 recibió el Premio Casa de las Américas de teatro por Dos viejos pánicos, obra que no fue estrenada en Cuba hasta principios de los años noventa. A partir de 1971 Piñera sufrió un fuerte ostracismo por parte del gobierno y de las instituciones culturales oficiales cubanas, en gran parte debido a una radical diferencia ideológica y a su condición sexual, ya que nunca ocultó su homosexualidad. Falleció el 18 de octubre de 1979, tres años después que Lezama Lima, con quien se reconcilió en sus últimos años. Sus restos fueron sepultados en el cementerio de su natal Cárdenas.
Wikipedia / Foto: airenuestro



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