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sábado, 4 de junio de 2022

ENTREVISTA A ALEJANDRA MÉNDEZ BUJONOK

 “Alejandra Méndez Bujonok y aquellos que se animaron a decir y hacer otra cosa”


Por Rolando Revagliatti

Alejandra Méndez Bujonok nació el 3 de enero de 1979 en la ciudad de San Cristóbal, provincia de Santa Fe, la Argentina, y reside en la ciudad de Rosario, en la misma provincia. Integra, entre otras, las antologías “Poesía y narrativa actual” (2005), “Cuentos de contadores, un viaje al fondo del océano” (2005), “Fin zona urbana” (2010), “20 años: XX Festival Internacional de Poesía de Rosario” (2012), “Sumergible II” (2013), “Abat-jour. Antología poético-nocturna” (2014), “La juntada” (2015), “Corte al bies” (2016), “Treinta y tantos” (en revista “Luvina” nº 85, Universidad de Guadalajara, México, 2016), “Antología federal de poesía” (2017), “Francotrinadores santafesinos” (2017). Poemario publicado: “Tarde abedul” (1ª edición en 2013 y 2ª edición en 2015).

1 — Me informé: así que nacida en la originariamente (1881) Colonia San Cristóbal.

AMB — Sí, también conocida como “la puerta del norte santafesino”. Mis abuelos paternos formaron parte de esa interesante y dura historia de la zona, porque trabajaron en La Forestal, cuyo casco central se encontraba en la Estancia San Cristóbal, que luego fue vendida a don Cristóbal Murrieta. Allí se conocieron y se casaron. Mi bisabuelo, José Laborde, fue el primer cartero de aquellos lugares; de hecho, figura su nombre en el único libro que existe de la historia oficial de San Cristóbal: su autor es Osvaldo Giussani. Nací un viernes a la noche. Mis padres, Emilia y Luciano, nacieron en el campo; él, en Aguará Grande, y ella, en la Colonia de Santa Elena; mi madre fue maestra, mipadre, colectivero. Tengo dos hermanos, Roberto, el mayor y Verónica, la menor. Mi  madre es una gran lectora y me permitió los primeros acercamientos a la biblioteca. Casi todos en mi familia se inclinaban al arte. Recuerdo a un tío abuelo que se llamaba Bautista tocando el acordeón en las fiestas; o a mi padre recitando algún verso de Argentino Luna en los fogones que se armaban: “El Malevo”, por ejemplo, lo sé de memoria, aún lo escucho en su voz. Y al final de su existencia, mi padre nos dejó su autobiografía que llamó “Reflejos de mi vida” y que tuve el honor de corregir. Ahora entiendo que era natural la circulación de la palabra artística, que mi relación con la poesía se dio también así, de manera natural. Me crié en una ciudad pequeña, donde se podría decir que nos conocíamos todos o casi todos, con lo bueno y lo malo que esto tiene. Hay algo de verdad en eso de “pueblo chico, infierno grande”, aunque también hay un cielo enorme y mucho verde, que hace que el espíritu de una niña de pueblo, sea diferente, sea amplio y simple. Mis amigos de la infancia siguen siendo mis amigos, aquellos mismos niños con los que enfrentábamos el temor desde el jardín de infantes hasta la osadía o las locuras de juventud. Evoco a las bestias de hierro, durmiendo en las vías, donde jugábamos en sus lomos, en sus adentros, en las largas siestas. Siendo el mismo lugar en que luego nos reuníamos para escuchar bandas de rock. Los trenes: un elemento importante de mi poesía. Fui una niña curiosa y mis padres me apoyaban siempre, en cada desafío que emprendía: bailé folclore, estudié guitarra y canto. También fui a cerámica y formaba parte del club de niños pintores. Pero padecí una infancia asmática, de internaciones y temporadas de encierro por mi enfermedad: eso desarrolló más aún el interés por las lecturas. Siempre conservé una inclinación, se podría decir, melancólica, de una pasividad notoria, quizá por el asma, donde alimentaba la contemplación; me recuerdo sentada en la vereda, mirando las estrellas, imaginando seres de otros planetas, mientras mis amiguitos del barrio jugaban a las escondidas o a la mancha. A veces pensaba en ellos y sus mundos, trataba de ver más allá, de comprender sus comportamientos. Sus voces aún me vienen, como dictándome poemas. Mis roles en los juegos eran bastantes específicos: ideaba el escenario para jugar a la casa, o a las maestras, dirigía los concursos de baile, presentaba a los cantantes, organizaba la comparsa del barrio y la radio. Hasta habíamos armado una orquesta desastrosa que impedía la siesta de los mayores. Coordinaba lo que sucedería, digamos. Le daba a cada uno su papel, sin ser la líder, era naturalmente lo que me salía bien. Es evidente que puede ser un precedente a mis trabajos de gestión, organizadora de eventos y de producción artística. Los hechos que me marcaron siguen siendo fuente de inspiración para crear, para sacar de ellos lo que se pueda, desde las discusiones de mis padres hasta los accidentes que la vida va poniendo ante los ojos. Un momento doloroso fue uno en donde a mi hermana casi la mata el perro de un vecino, un dogo. De ahí surge “Cicatriz” (poema de mi libro publicado). Sin dudas, los temores tempranos, las muertes tempranas, calan hondo en cada uno de nosotros. Las muertes de mis abuelas fueron muy significativas. Cuando murió Teresa, mi abuela paterna, yo tenía doce años; tuve la necesidad de escribir una poesía en que la despedía y dejársela en el ataúd; eso fue muy comentado por familiares y amigos, tanto en relación a mi actitud como al escrito. Hay en “Tarde abedul” una poesía que se llama “Caracola”, que la invoca a ella, nuevamente. Cuando murió Rosa, mi abuela materna, yo tenía veintiséis años; con ese desgarro que trae la pérdida, escribí “Mamoushka” y tiempo después apareció “Aljibe”, otra poesía que de alguna forma la recuerda. También han muerto algunos amigos, muy jóvenes. Entre lágrimas escribí, a mis dieciocho años, una poesía dedicada a Sebastián, quien se había suicidado. O el poema en el que aparece la noche trágica donde muere otro amigo (“patito”, le decíamos) en un accidente. Y luego, en 2012, la muerte de mi padre, a mis treinta y tres años. Recién ahora pude escribirlo, hay algo del orden de una voz que está apareciendo a modo de charlas, voces masculinas y cercanas a lo que fue la vida de mi padre, se me imponen y yo las sigo. Es uno de los poemarios que sacaré próximamente: “Charlas con Cuchúa”. Tengo tres libros inéditos, anteriores a este trabajo, que ya veremos, están esperando.

2 — ¿Y cómo se fue constituyendo la Alejandra lectora?

AMB — De a poco, casi azarosamente, como suceden las cosas que nos van formando. Cada libro que terminamos son constelaciones futuras, puertas de entradas a nuevos mundos. He leído La Biblia ilustrada para niños, por ejemplo, o la colección de la revista “Anteojito” de los clásicos de la literatura universal: “La Ilíada”, “El Quijote de la Mancha”, Antonio Machado, José Martí. Aquellos universos a los que volví una y otra vez con diferentes lecturas. En la adolescencia circulé por los surrealistas, que me dejaban alucinada: Guillaume Apollinaire, Paul Eluard, André Breton, Antonin Artaud, los argentinos Oliverio Girondo, Alejandra Pizarnik, Enrique Molina. Después, por la literatura italiana de posguerra, como Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo y Eugenio Montale. O el neorrealismo italiano con Cesare Pavese o Italo Calvino. También me acerqué al simbolismo con el gran Charles Baudelaire, o Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Paul Verlaine. Hasta que llegó el tiempo de la vanguardia latinoamericana con César Vallejo a la cabeza o Vicente Huidobro, luego. Es como que una o un poeta va llamando al otro, otra y así. Violeta Parra, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni (me retrotraigo al recreo del colegio secundario, leyéndolas. La bibliotecaria de la escuela era la escritora Nilda Moráz; ella notó mi interés, me ayudó en la búsqueda, me animó. Le estaré eternamente agradecida.). Hasta que los poetas de nuestro litoral, como Juan L. Ortiz, Beatriz Vallejos, Francisco Madariaga, Estela Figueroa, Aldo Oliva, terminaron de constituir mi identidad poética. Creo que, además, mi sangre, mezcla de polacos, rusos, franceses y españoles, me ha permitido una amplitud de registros de lecturas y de intereses. También me ha instado a estudiar e intentar traducir a escritores como Joseph Brodsky, Wislawa Szymborska o Czeslaw Milosz. Como lectores nos vamos constituyendo permanentemente, siempre hay algo por descubrir, algo que nos está esperando y que, al conocerlo, nos hará diferentes.


3 — Leés de todo.

AMB — Todo lo que puedo. Amo la filosofía y la historia. El género epistolar, las biografías y los diarios íntimos. Las revistas que me interesan, las colecciono; por ejemplo: “Sudestada”, “La Guacha”, “La Buhardilla”, “Diario de Poesía”, los suplementos de cultura de algunos periódicos, en fin, que también los guardo, me sirven como materiales de estudio para mis talleres literarios. Me entusiasman los poetas contemporáneos, porque, además, no en todos los casos, pero en su mayoría, hay un plus que es el de conocerlos, escuchar su voz y si el cosmos acompaña, conversar, tomar vino con ellos. Eso es lo más cercano al paraíso para mí (un paraíso borgeano, claro). Desde los más próximos, con los que comparto más el día a día, como Sonia Scarabelli, Vicky Lovell, Marta Ortiz o Leandro Llull, hasta aquellos compañeros estimados pero que viven más lejos, con los que intercambiamos correo; hoy la tecnología nos da esa posibilidad. Me estimulan los diálogos literarios con Franco Rivero, por ejemplo, o los audios de Whats App con amigos del exterior: como Gerardo Grande. Se aprende mucho, el intercambio, sea de la forma que sea, es un gran maestro. También me gusta hablar por teléfono fijo, con aquellos más renegados de la tecno y recibir aún por correo postal, los libros y las cartas de los poetas más románticos. Eso es muy bello. Vine a estudiar Psicología a Rosario en 1997 y entendí que éste sería mi lugar en el mundo, así que me quedé. A causa de esta carrera, creo que tengo una marcada inclinación de escucha psicoanalítica, aunque me he dado cuenta que esa agudeza de oído metafórico, viene de mucho antes, de la infancia. En lo que contribuyó mi paso por la facultad fue a aumentar la precisión y, claro, el bagaje de lecturas de cultura general, que despiertan para siempre, la curiosidad intelectual.

4 — Tu lugar en el mundo: rosarina, entonces, por adopción.

AMB — Lo que me hace verla siempre con ojos de viajera, pero no con los de ciertos turistas, de esos pasatistas, sino de aquellos viajeros comprometidos y siempre atentos. A veces, necesito extrañarla un poco, así que me alejo unos días, viajo a otros destinos, para volver al encuentro cual amante fiel. Convivo con mi pareja, Gabriel, quien también escribe y es fotógrafo, y con mis perritos salchichas, Frida y León. Escribo desde los doce años y desde muy joven empecé a organizar diferentes encuentros en relación a lo literario en Rosario, donde encontré los espacios propicios para desarrollarme. Gracias al poeta Hugo Diz coordiné por primera vez un ciclo de lecturas: “Poesía en los Bares”, auspiciado por la Secretaría de Cultura y Educación de la ciudad de Rosario. Fue la puerta de entrada para seguir gestionando otros. Uno de ellos, “Poetas del Tercer Mundo”, por donde pasaron las primeras ediciones de las trasnoches del Festival Internacional de Poesía de Rosario (2010-2011). Al irme dando a conocer fui invitada a leer en distintos espacios literarios de esta ciudad y de localidades de otras provincias del país, así como también en Uruguay, Chile y Brasil. Y aunque no me fue posible concurrir, me invitaron a Colombia, Cuba, México y España. Me he formado con poetas como Concepción Bertone: el coordinado por ella fue mi primer taller de poesía. Con Sonia Scarabelli actualmente corrijo mis textos. Concurrí a clínicas de poesía presenciales que han dictado Damián Ríos, Diana Bellessi, Mario Ortiz, Irene Gruss, Osvaldo Bossi y Alicia Genovese, entre otros. Pero sobre todo me he formado y lo sigo haciendo, de manera autodidacta, con las lecturas de maestros que no tendré el gusto de conocer, y otros que tal vez pueda conocer algún día. Me pasaron cosas mágicas en relación a esto: te cuento: le acerqué un poema mío a Ernesto Cardenal, él me miró a los ojos y me tocó las manos mientras me decía: “Nunca abandones este oficio”. O cuando tuve la oportunidad de charlar con poetas como Juan Carlos Bustriazo Ortiz, Diana Bellessi, Leopoldo “Teuco” Castilla, Circe Maia, Jorge Leonidas Escudero o Juan Gelman. Para mí eso no tiene precio, es de un valor incalculable, es ser una afortunada. El arte me atraviesa, no concibo la vida sin el arte. En la actualidad me formo en pintura y hago talleres de canto. Trabajo como directora y guionista de un documental sobre poetas rosarinos, soy la responsable de las lecturas mensuales en la Biblioteca Argentina de Rosario, invitando a poetas de todo el país. Y coordino mis propios talleres literarios. Podría decirte que soy una persona realizada, que amo hacer lo que hago y que no podría no hacerlo. A veces postergo mi obra, para darle lugar a la difusión de la obra de los otros, pero me siento plena en esa tarea. Me levanto cada día pensando en la creación artística y me acuesto dispuesta a soñar con ella, en cualquier área y en cualquier rol.

5 — Psicología, psicoanálisis, agudeza de oído metafórico, precisión… Y poesía.

AMB — Durante mucho tiempo pensé a estas dos pasiones por separado. Creía que no tenían relación y me planteaba esos problemas existenciales, en dónde poner el foco de atención, digamos. Sin embargo, luego lo entendí; la herramienta fundamental en ambas, es la palabra, el trabajo con la palabra. De allí la importancia del oído en el poema y en el diván. Antonio Machado decía algo muy bello en relación al silencio: “Para conocer es muy importante escuchar, y luego, seguir escuchando”. Creo en esto, que es un más allá de títulos o diplomas. Si se ejerce o no determinada profesión. Lo sabio es aprender y seguir aprendiendo, hagas lo que hagas en tu vida siempre hay algo que te será dado si estás atento y dispuesto. Además, poseo una paciencia constante, no tengo ningún apuro para nada (eso es muy exasperante para algunas personas); pero no me preocupa el paso del tiempo, o las carreras en ese sentido. Por lo tanto, no me preocupa editar desesperadamente; si en algún momento siento que se tiene que editar, lo hago y es una fiesta de verdad, no una obligación.

6 — Nos adelantaste sobre qué gira uno de tus próximos poemarios. ¿Y los otros tres?

AMB — Es difícil hablar sobre esto, porque los libros de poesía se van armando de manera misteriosa, de la misma manera que vemos nacer un poema. No tengo un tema específico a tratar. Son como piezas de un rompecabezas que van encajando hasta formar la imagen final, y cuando se logra verlo desde arriba, en su totalidad, aparece el sentido o el nombre que puede invocar algo del orden del sentido. En “Rapsodia de los descontentos”, que es el más antiguo cronológicamente, hay un tono grave, es como una música dolorida, son poemas escritos en un momento muy duro de mi vida. Tienen así, algunas referencias a la realidad individual que es al mismo tiempo una realidad social. Pero manteniendo algo de la voz de “Tarde abedul”. Luego vino “Cantos repentinos”, donde pienso y celebro a las mujeres de mi vida. El tono aquí es más armónico y espontáneo. Hay una alegría que se adhiere a la reflexión, como cuando se va silbando por las mañanas. Y con “El gusano en la tanza y otros desvelos” (título provisorio) aparecen pensamientos más extendidos, algo así como trazos de incesantes movimientos en contradicción; es más filosófico, si se quiere, y hay una búsqueda de expansión de los versos, se alargan, la respiración es otra. Y de alguna manera, va dando lugar a la voz que está apareciendo en ese último libro que te comentaba que estoy terminando.

7 — Guionista y directora de un documental sobre poetas rosarinos. Así, rosarinos: ¿no, santafesinos?...

AMB — Sí, rosarinos. En Rosario hay una vastedad de voces y estéticas que han sido formadores de nuevas voces y estéticas. Hay tradición, hay escuelas. Además, cuando se piensa en estos proyectos, se piensa en lo que no hay, en lo que está faltando; y el registro audiovisual en el momento en que nos surgió la idea, brillaba por su ausencia. Sería interesante, por supuesto, extenderse a Santa Fe o a la región del litoral, pero, en primer lugar, el concepto es otro, y, en segundo lugar, en este tipo de trabajos de producción independiente, se complica si no hay suficientes recursos. De hecho, se interrumpió un tiempo, ahora estamos retomando las actividades fílmicas y de edición, para ir dándole forma lentamente: en algún momento verán la luz.

8 — ¿Leíste públicamente tu poesía en San Cristóbal?

AMB — Sí, por primera vez en 2016, en el marco del Ciclo “Historias de Poetas Santafesinos”, organizado por Yamil Dora. Fue una gran emoción volver a mi pueblo, a la Biblioteca San Martín. Ver en el público a mis amigos, a mis familiares y a mis primeras maestras, a la profe de lengua y literatura del secundario y a casi todos los poetas de mi pueblo (de quienes aprendí mucho). Me sentí acompañada, celebrada.

9 — ¿Dónde fue tu encuentro con el pampeano Juan Carlos Bustriazo Ortiz (1929-2010)?

AMB — En Rosario, en el marco del Festival Internacional de Poesía de Rosario, en 2008. Yo estaba por esos tiempos trabajando en el stand de la Editorial Ciudad Gótica. Y lo escuchaba por primera vez. Cuando se acercó a la feria de editoriales, lo saludé, le expresé mi admiración y mi cariño, le acerqué su “Herejía bermeja”, lo firmó y charlamos un rato. Le comenté que también escribía, así que hablamos de eso, de la pasión en común, y me dijo frases hermosas que guardé en mi diario.

10 — José Tcherkaski puntualizó en su libro “Rebeldes exquisitos” (Inteatro, editorial del Instituto Nacional del Teatro, Buenos Aires, 2009), que con Alberto Ure (1940-2017) “aprendí a entreleer los textos. A desconfiar de las palabras.” ¿Desconfiás de las palabras?

AMB — No, yo no desconfío de las palabras, desconfío del uso de las palabras, en todo caso. Siempre el texto tiene su intertexto. Estoy de acuerdo con que hay que aprender a leer en entrelíneas, de otro modo no sería posible la poesía. Pero ¿desconfiar de las palabras? No, las palabras son maravillosas, cada una con su peso, con su textura, con su acento, su ritmo, su historia, sus contextos, sus destinos, sus bagajes, sus devenires. Eso sí, hay que adentrarse en ellas, estudiarlas, conocerlas.

11 — ¿Qué autores del género narrativo te resultan paradigmáticos, y por qué?

AMB — Hay muchos. Un paradigma, para mí, es Virginia Woolf, de impresionante sensibilidad; expone sus ideas de avanzada para su época, con una fuerza desgarrada y desgarradora. Otro paradigma indiscutible es James Joyce, por su revolución absoluta en la lengua. No sólo por sus escenarios o sus procedimientos, sino también por su mirada singular del ser humano. Nunca más se puede ser la misma, luego de su lectura. Doris Lessing, con su gran capacidad de trasmitir de manera exquisita, y desde la experiencia autobiográfica, sus pensamientos pacifistas, feministas, comunistas. Volver a su lectura, resulta necesario siempre. Y Samuel Beckett. Se puede hablar tanto de este talentoso de originales formas, donde el mundo es mirado desde un nihilismo existencialista que me rompió la cabeza.

12 — ¿“Consagrar la vida”, “Embargarse por la emoción”, “Ser un predestinado”, “Salvar el pellejo” o “Poner el hombro”?

AMB — Yo diría más que embargarse, embarcarse en la emoción y en el intelecto; agregaría, que indefectiblemente es poner el hombro, a veces más hacia un lado, a veces más hacia el otro, y a veces se conjugan varias aristas armónicamente. Nadie se salva el pellejo con nada, y creer en lo predestinado es un pensamiento mágico que no compro.

13 — ¿Te “pesan”, te “han pesado” tus referentes poéticos en la concepción de tu obra?

AMB — No, al contrario, eran, son y serán el alimento del que me nutro. Claro que los excesos son delicados y constantemente hay que trabajar en ello. Los maestros son muchos y siempre se puede aprender de los compañeros.

14 — Transcribo una frase del editorial del nº 8, 2005, de la Revista de Poesía “La Guillotina”, de Buenos Aires: “Trabajar por la poesía es una ardua y no pocas veces ingrata tarea: que lo digan si no los coordinadores de cafés literarios.” ¿Con cuáles aspectos ingratos te fuiste topando?

AMB — Ardua, sí, ingrata no, al menos para mí; de haber resultado una ingrata tarea, hubiera preferido no hacerla, ya que nadie me obligó. Los aspectos más ingratos con los que una puede toparse son aquellos con los que podés chocarte haciendo lo que hagas en la vida. En la organización de eventos literarios: lidiar con los egos, las personalidades, los problemas de cartel (como las vedettes), ciertos conflictos humanos, nada de otro mundo. Después, tenemos las cuestiones económicas, políticas e institucionales: depende de dónde se realicen las actividades. Siempre se está negociando, pidiendo, esperando cosas para mejorar los espacios en la cultura y tal vez nunca llegan: eso sí es ingrato. Con el tiempo se empieza a entender el juego y vas surfeando un poco mejor esas olas.

15 — ¿Tendrás algún episodio desopilante o desconcertante del que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?

AMB — Sí, puedo tener unos cuantos episodios, y de todo tipo, de los que he sido protagonista o testigo. Pero, justamente, una de las cualidades que debe tener una gestora cultural, es el cuidado a sus invitados. Trato de ser lo más discreta posible, por lo tanto, no los contaré. En cuanto a la producción cultural, por ejemplo, algo feo que me pasó y que a varios compañeros míos les ha pasado, es que te roban los proyectos: vos vas con tu carpetita, haciendo todo lo que se debe hacer, y pensando que te van a dar una mano, que les interesa sumar, y en realidad lo cajonean y después un día, si están faltos de ideas: voilà! Lo hacen suyo y le ponen el sellito.

16 — ¿Implementás un determinado método de corrección de tus textos o han ido variando?

AMB — Los métodos van cambiando, así como nosotros, como nuestras poesías. Acepto las críticas, escucho sugerencias y después tomo decisiones. Podo bastante los textos, pero igual, aquellos a los que no les encuentro la vuelta, que no me convencen, los dejo reposar, el tiempo que necesiten, tal vez meses o años, no los apuro ni los fuerzo.

17 — “Los cuatro fantásticos” es el título de una película estadounidense dirigida por Josh Trank. ¿A qué cuatro personalidades revolucionarias en algún sentido les cabría semejante calificación, y por qué?

AMB — Qué difícil, porque respeto mucho a la revolución; para mí, revolucionarios son Juana Azurduy, el Subcomandante Marcos, Camilo Cienfuegos, Rosa Luxemburgo, José Martí, Adelita [Adela Velarde Pérez, 1900-1971], el Che Guevara, Emma Goldman. También desde otra connotación de la palabra, puedo ubicar ahí a Mijaíl Bakunin, Sigmund Freud, Karl Marx, Pablo Picasso, en fin, personalidades que rompieron con lo establecido, que se animaron a decir y hacer otra cosa. Si tengo que pensar en los que revolucionaron en la poesía y en mí, desde la poesía, me vienen a la cabeza: Vicente Huidobro, Delmira Agustini, César Vallejo y Alfonsina Storni. Todos de sentir en alto vuelo, todos latinoamericanos, todos idealistas.

18 — De las siguientes citas, ¿con cuál o cuáles (más) te quedás?: Roberto Juarroz (1925-1995): “La poesía es el último recurso contra la incomunicación, pero también frente a los excesos y las deformaciones de la comunicación.” María Zambrano (1904-1991): “...he tenido el proyecto de buscar los lugares decisivos del pensamiento filosófico, encontrando que la mayor parte de ellos eran revelaciones poéticas. Y al encontrar y consumirme en los lugares decisivos de la poesía me encontraba con la filosofía.” Gaston Bachelard (1884-1962): “La imagen, en su simplicidad, no necesita un saber. Es propiedad de una conciencia ingenua. La imagen es antes que el pensamiento. En los poemas se manifiestan fuerzas que no pasan por los circuitos de un saber. En poesía, el no-saber es una condición primera.”

AMB — Elijo la de María Zambrano. Sintetiza, de algún modo, a las otras dos citas. Ella, en “Filosofía y poesía”, cuando se pregunta por el nacer del pensamiento y habla de la admiración, y de ahí llega a la multiplicidad del desprendimiento de las maravillas que se generan en torno a la existencia, dice que al igual que la vida, esa admiración es infinita, insaciable. Así entendemos cómo el “Mito de la caverna” origina tanto a la filosofía como a la poesía, por un elemento central: La revelación. Y le da una vuelta más en torno a la poesía; afirma que en ese primer momento de asombro (del pensamiento), no hay dudas de que en el poeta se prolonga, pero no es que no pueda salir de ahí: “La poesía tiene también su vuelo; tiene también su unidad, su trasmundo. De no tener vuelo el poeta, no habría poesía, no habría palabra. Toda palabra requiere un alejamiento de la realidad a la que se refiere; toda palabra es también, una liberación de quien la dice.”

Alejandra Méndez Bujonok selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

Caracola

Tenían quietudes azules/ sus ojos
Cantábrica profundidad/ marítima su alma
Inaccesa/ toda alma todo cielo toda vida/
Caracola en movimiento.
Tenían la ductilidad de los vientos/ sus vientos.
Me miraba su historia – abuela – como queriendo
Salirse de usted.
De niña entendí/ solo viéndola mirar/ que todo
Es un acantilado lejano.

(de “Tarde abedul”)


Hoy la sombra se desliza con la fresca,
es mediodía y un círculo imperfecto
brota ante mí sobre la mesa
a través de las ramas del naranjo
y rezo desde el silencio:
luz del día, oye a tu hijo
que escapa del descontento.
Ella viene con su ramito de tomillo
mezclando los aires al pasar
los olores que respiro,
su ser en forma,
viene y me toca su perfume
en breve instante el alma.
Me dejo dormir en el lomo del árbol conocido.
Hay una confianza desigual en la siesta,
todo parece entrar en este tiempo sin tiempo,
en esta especie de agujero sin fondo.
El que estuvo preso sabe que la cárcel
existe primero en nosotros.
Las paredes pueden ser fronteras
o mares o costas.

(del poemario inédito “Charlas con Cuchúa”)


Te pregunto por la memoria,
¡qué extraño gato zigzagueante!
Decime cómo veías vos nuestras cosas,
pequeñas o grandes cosas, eso depende.
¿Recordás la tarde que matamos al bayo
por pura picardía nomás? Me persigue todavía.
Pienso al trote en su caída, su pelaje, su temple,
el porte, el pecho de ancho río.
Ahí su centro, su gravedad, su brillo extremo.
Yo amaba acariciarle el anca.
Dicen que para cinchar un ancla del Titanic
llevaron 20 shire. ¡Qué animalidad,
esa fuerza delantera y esa cosa sobre el mar!

(del poemario inédito “Charlas con Cuchúa”)


Parecía de otro mundo el recuerdo.
Nos vestíamos y andábamos por la quinta,
por la escuela, rodeados de más niños de ese otro mundo,
de sus campos o sus caballos crecientes de luna llena.
El bayo cayó al pozo como si fuera un rollo de seda.
Él murió con el sabio don del país que entiende su devenir.
Sus ojos nos miraban ya desde otro lugar
consolándonos.

(del poemario inédito “Charlas con Cuchúa”)

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

PEDRO ORGAMBIDE: EL SALUDO


Ha sido una gran función la de esta noche. Los espectadores aplauden de pie y esperan el saludo de La Diva. Pero ella no sale aún. Algún crítico mal intencionado piensa que La Diva se hace rogar, que administra, con astucia, el fervor del público. Puede que sea así, pero yo no soy nadie para revelar esos secretos. Mi patrona, que otros llaman la Diva, sabe muy bien que no lo haré. En todos estos años que estuve a su servicio, nadie obtuvo de mí una infidencia, un comentario que pudiera afectar a la señora. Al contrario, muchas veces hice un discreto mutis, por decir así, para ocultar o disimular una situación embarazosa. “Esta mosquita muerta lo ve todo, lo sabe todo”, suele decir mi patrona. Y es así, realmente: he visto cosas por las que pagarían buen dinero esas revistas de chismes en las que a veces sale la foto de la señora, acompañada por el caballero o el jovencito de turno. Sólo yo sé que esas minucias poco tienen que ver con ella. A ella, lo que en verdad le importa es el aplauso del público. No, no sale todavía. Ella no es como esas jovencitas, como esas actrices novatas que apenas cae el telón, corren desbocadas hasta el proscenio, para mendigar el aplauso. De ningún modo. Ella suele esperar entre bambalinas, dejar que el aplauso crezca en forma considerable, antes de caminar hacia la gente que le arroja flores y la llama diosa. Sólo entonces mueve levemente la cabeza, como negando el mérito a la estruendosa realidad. Con modestia, debe admitir que el éxito es suyo. Puede permitirse entonces una sonrisa, un ademán gracioso, algún saltito que insinúa un deseo de regresar al camarín. Pero el público es tirano, el público exige otro saludo. Y bien, no hay que negárselo. Es entonces cuando La Diva arroja un beso al aire. El público se agita, grita, patalea. Entonces ella lleva su mano al pecho, hacia el corazón y llora. “un momento así vale la pena”, le oí decir muchas veces a mi patrona. Por ese momento, ella pasa horas haciendo gimnasia, pedaleando en la bicicleta fija, cubriéndose la cara con horribles mascarillas y cosméticos. Pero eso el público no lo sabe, es un secreto entre ella y yo. Nunca diré que vi su rostro envejecido, sus arrugas, el tic que afea su boca. No, no lo haré. Tampoco diré que se babea por las noches, que tose en la oscuridad y maldice su suerte. No quiero llevar agua al molino de sus enemigos, Dios no lo permita. Pero hay que reconocer que no siempre saluda con dignidad. Yo la he visto empujar al primer actor de la compañía, para que trastabille delante de los espectadores. También he visto como “tapaba” a la dama joven, poniéndose delante de la muchacha, como distraída. No, no me engaño. Así no saludan los grandes del teatro. Ellos saludan muy sobrios, con la ostentosa dignidad de parecer humildes. Pero yo no soy quién para juzgarla. En estos años la vi luchar por el aplauso, firmar contratos abusivos, soportar los chistes de ignotos productores, sólo para obtener ese premio que necesita como el aire. Porque después de meses de ensayo, de debatirse frente al espejo, de abandonar a su último amante, de aprender un texto que en realidad detesta, ella va a salir a saludar al público. Y la van a aplaudir. Y eso es lo único que importa. Ella quedará suspendida en el tiempo, oyendo el aplauso, las voces que repiten su nombre. Lástima que hoy no será así. Lástima su mal trato, la fea costumbre de insultarme. Aunque yo se lo había perdonado todo, en verdad. Porque yo la admiraba, igual que esa gente que ahora implora su presencia en el escenario, esas mujeres y esos hombres de pie, ansiosos, impacientes por ver a La Diva. Lástima. Porque ella no debió levantarme la mano, ni decirme bruta, ignorante, ladrona. No, eso estuvo mal. Si me puse el vestido de marquesa, el que ella usa en la obra, fue solo para imitarla, sin mala intención. Es lo que hice durante todas las noches, cuando ella se cambiaba y se ponía la bata de seda, para saludar y recibir los aplausos. No sabía que se iba a enojar tanto. Pero, ¿por qué me amenazó con esa tijera que ahora está clavada en su corazón? Con el vestido de marquesa y el antifaz ya soy igual a ella. Oigo el rumor de los aplausos. Es algo verdaderamente hermoso. Es hora de salir, de saludar al público. Ellos están allí, llamándome, gritándome divina, diosa. Hago una reverencia, arrojo un beso al aire y los saludo, fatigada y feliz.

Pedro Orgambide

JOSÉ B. ADOLPH: NOSOTROS NO


Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.

Todos los altavoces del mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los boletines destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegré, naturalmente, en un primer instante.

¡Cuánto habíamos esperado este día!

Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.

Una sola inyección, cada cien años.

Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóvenes serían inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya a organizar el envío, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.

Todos serían inmortales.

Menos nosotros, los mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.

Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho animales de otra especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían inmortales. Dueños del universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.

Nosotros, no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última generación mortal. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba, por última vez, sobre la faz de la tierra.

Nosotros, no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.

Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección, una ceremonia -que nosotros ya no veríamos- cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro. ¡Ahora cuánto nos costaría dejar la tierra! ¡Cómo nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuántas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!

Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, decidió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recientemente a amar y a comprender a los inmortales.

Porque ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.

Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que implorarán la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.

Nosotros, no.

José B. Adolph

JAMES THURBER: LA ÚLTIMA FLOR


La duodécima guerra mundial, como todo el mundo sabe, trajo el hundimiento de la civilización. Pueblos, ciudades y capitales desaparecieron de la faz de la tierra. Hombres, mujeres y niños quedaron situados debajo de las especies más ínfimas. Libros, pinturas y música desaparecieron, y las personas sólo sabían sentarse, inactivos, en círculos.

Pasaron años y más años. Los chicos y las chicas crecieron mirándose estúpidamente extrañados: el amor había huido de la tierra. Un día, una chica que no había visto nunca una flor, se encontró con la última flor que nacía en este mundo. Y corrió a decir a las gentes que se moría la última flor. Sólo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por casualidad.

El chico y la chica se encargaron, los dos, de cuidar la flor. Y la flor comenzó a revivir. Un día una abeja vino a visitar a la flor. Después vino un colibrí.

Pronto fueron dos flores; después cuatro… y después muchas, muchas. Los bosques y selvas reverdecieron. Y la chica comenzó a preocuparse de su figura y el chico descubrió que le gustaba acariciarla. El amor había vuelto al mundo.

Sus hijos fueron creciendo sanos y fuertes y aprendieron a reír y a correr.

Poniendo piedra sobre piedra, el chico descubrió que podrían hacer un refugio. Muy deprisa toda la gente se puso a hacer casas. Pueblos, ciudades y capitales surgieron en la tierra. De nuevo los cantos volvieron a extenderse por todo el mundo.

Se volvieron a ver trovadores y juglares, sastres y zapateros, pintores y poetas, soldados, lugartenientes y capitanes, generales, mariscales y libertadores. La gente escogía vivir aquí o allí.

Pero entonces, los que vivían en los valles se lamentaban por no haber elegido las montañas. Y a los que habían escogido las montañas, les apenaba no vivir en los valles…

Invocando a Dios, los libertadores enardecían ese descontento. Y enseguida el mundo estuvo nuevamente en guerra. Esta vez la destrucción fue tan completa que nada sobrevivió en el mundo.

Sólo quedó un hombre… una mujer… y una flor.

James Thurber

DAMIÁN HUERGO: MI ABUELO, PAPÁ Y YO NOS HEMOS QUERIDO EN SILENCIO


Hay que llevar botas largas, dijo mi abuelo. Botas largas y de cuero. De cuero fuerte, subrayó con una voz carrasposa.

Una voz que arrancaba trémula y se endurecía a medida que sumaba palabras. Los tobillos no tienen que quedar libres, continuó.

Tampoco los tenemos que cubrir con medias finitas, de esas que usan ahora los maricones. El pasto está alto. Hasta las rodillas nos llega. Yo había dejado dos cabritas, pero con el hambre que hay se ve que fueron a parar a alguna parrilla. Tenemos que ir con cuidado. Lo que no se puede ver lo tenemos que escuchar. Se mueven despacio, aunque los mordiscos los dan rápido. Son bravas. Ayer vi una del tamaño de un brazo, dijo acomodándose en el sillón marrón.

Me pasó entre las piernas. Yo me quedé quieto como un árbol.

Lo que me falta, a esta altura, es que me mate una víbora.

Mi viejo me miró y torció la boca debajo de los bigotes de la barba negra y canosa. Apenas movió los labios. Fue una sonrisa pequeña, de esas que se hacen cuando jugás al póker. Una especie de engaño confesamente artificia l, que expone la ambigüedad que, de tan tramposa y espontánea, parece cierta. Luego mi viejo apoyó las manos en las piernas de mi abuelo que ya no servían para mantenerlo en pie. Mirándolo a los ojos, dijo: vamos a tener que ir, entonces.

Hacía al menos un mes que mi abuelo venía contando esa historia. Apenas entrábamos a su casa, mi abuela nos advertía “otra vez se despertó hablando de los campos y las víboras”. Lo escuchábamos contar los sueños como si hablara de su jornada laboral. Decía que en total eran más de diez hectáreas. Decía que las había comprado por dos mangos durante el rodrigazo. Decía que le hubiese gustado armar una ladrillera. Decía que nunca había pagado un impuesto. Decía que no tenía ningún título de propiedad. Decía que no quedaban lejos. Decía que estaban en la provincia de Buenos Aires. Decía que eran suyas. Decía que quería que sean nuestras.

Me cuesta recordar en qué período del Alzheimer fue que empezó con el tema de los campos. En total estuvo diez años enfermo, desde que terminé la primaria hasta cuando me fui a estudiar a La Plata. Yo lo visitaba todos los días, de lunes a viernes.

Mi viejo, que vivía en otra casa, con puntualidad suiza me pasaba a buscar a las cinco de la tarde por el club, la casa de mis primos, las canchitas de la iglesia o por donde estuviera. Me subía al auto en el asiento del acompañante y salíamos derecho para lo de mis abuelos.

La casa donde mi viejo nació, se crió y vio envejecer a sus padres es lo más parecido a un hogar que compartí con él. Era una zona neutra y familiar donde armamos una cotidianidad propia; diferente a las intimidades ensambladas en que derivó el boom de los divorcios alfonsinistas. En ese entonces, él vivía con su mujer, las hijas de ella y mis dos hermanos menores, con los que –en ese momento– sólo compartíamos padre. Yo vivía con mi hermana, mi vieja, las temporadas intermitentes de su novio y las pesadillas continuas y adictivas de mi hermano mayor. Escombros de familias tipos que se reciclaban para construir los modelos familiares de la postmodernidad.

En la puerta de la casa de mis abuelos, un sábado a la mañana del primer otoño del nuevo siglo, mi viejo estacionó el Ford 14000 verde que usaba para trabajar. Lo habíamos decidido la noche anterior, después de que mi abuelo volviera a insistir con los campos.

Cargamos tres pares de botas altas y duras, dos machetes collins, una pasta frola de membrillo que preparó mi abuela y el equipo de mates. En la parte de atrás del camión había un volquete vacío y abollado. Sobre un fondo rojo descascarado, en letras blancas se leía “Volquetes Huergo & hijos”.

Mi viejo agarró a mi abuelo por debajo de los brazos y, mientras yo le sostenía las piernas de papel, dijo: vamos papi, a la cuenta de uno, dos y tresss. En dos movimientos lo apoyamos en la punta del asiento triple del Ford. Yo entré por el lado del conductor y me senté en el medio, rozando con las rodillas la palanca de cambio.

Mi viejo le dio un beso a mi abuela, que seguía de pie en la vereda, y subió al camión. La puerta de chapa hizo un golpe secó cuando la cerró –con fuerza– para que no quede entreabierta. Mi abuelo bajó la ventanilla y sacó la mano. Hizo un movimiento. A la distancia podía leerse como un saludo o como una indicación a mi abuela para que fuera hacia adentro. Mi viejo puso primera. Mirando hacia adelante, dijo: para donde vos digas.

Mi abuelo nació en Logroño, España. Como tantos, vino a la Argentina antes de aprender a caminar. Su familia era un hermano, su madre y su padre. Del resto nunca supimos. Su pasado parecía no haber existido. Las pocas palabras que soltaba eran para hablar del día a día y del acopio para el mañana.

Algunos decían que vinieron a Argentina porque su madre estaba loca.

Otros decían que su padre era un desertor de la Guerra Civil. Otros decían que nunca se tendría que haber ido de España donde con su madre volvían cada vez que ahorraban para pagar el barco.

Sin embargo, de ese palabrerío no hay nada cierto o, mejor dicho, nada que se pueda afirmar. La vida de mi abuelo, el relato que nos contaron, empezó cuando pudo comprar el primer camión volcador. Sus viajes desde Longchamps al Mercado del Abasto para llevar sandías de su cosecha; los madrugonazos en el puerto para cargar arena; su ayuda con los materiales para levantar las primeras casas de Glew; su rutina laboral de domingo a domingo fueron nuestros cuentos de hadas. También los que escuchó mi viejo.

A los dieciocho años, luego de dos temporadas en el infierno de la colimba pre setenta y seis , mi abuelo le prestó a mi viejo la plata para comprar su propio camión. A la misma edad, una tarde que me pasó a buscar por el campo de deportes de camioneros, donde entrenaba con la séptima de Los Andes, le dije que me había anotado en la Universidad para estudiar Letras. No me dijo qué es eso, para qué sirve o de qué vas a vivir. Tampoco me dijo que le hubiese gustado que agarrara el volante de los volquetes ni que –si seguía estudiando– probara algo con más salida.

Sólo me felicitó. Y, como si supiera de formalismo ruso o de postestructuralismo, me dijo “vas a tener que leer un montón”. Tres años después cambié de carrera y de ciudad.

Pasé a estudiar Sociología en Buenos Aires.

La justificación del enroque que le di a mi viejo fue honesta, la misma que me di a mí mismo. Su respuesta, seca y falazmente desinteresada, fue “cambiá las veces que quieras, pero no dejes”.

Mi abuelo había pedido que apagáramos la radio con un gesto de la mano. Sólo escuchábamos el motor del Ford y el viento de los autos 0 km que pasaban por los costados. Llevaba una manta marrón que le cubría desde las piernas hasta el cuello. Sus ojos iban pegados a la ventanilla. En los campos bonaerenses las plantaciones de soja empezaban, de a poco, a amontonar vacas y caballos en corrales chicos o bajo carteles de Celusal o Coca-Cola.

–Frená acá –dijo de golpe.

Mi viejo estacionó en la banquina, frente a una tranquera de madera curtida. Bajamos todos del camión, menos mi abuelo, que prefirió quedarse en la cabina con la puerta abierta. Agarramos las botas de cuero y las llevamos colgadas del hombro. Caminamos hasta la tranquera. Subimos a una madera que sobresalía. Ambos, con las manos de visera sobre los ojos, intentamos ver algún movimiento humano.

–No veo ninguna víbora –dijo mi viejo. Me tocó los rulos y volvimos al camión. Antes de cerrar la puerta del lado donde estaba mi abuelo, le preguntó: –¿Estás seguro que es acá?

–Creo que más adelante -dijo.

Como un gigante torpe, a los tumbos, el Ford se sumó a la ruta. Las cadenas del equipo golpearon contra el volquete. El ruido hizo vibrar la cabina y movió la manta marrón que sostenía mi abuelo.

Se lo notaba cansado, con los ojos a media asta.

Mi viejo siguió manejando sin abrir la boca, como cuando lo acompañaba los viernes a hacer cobranzas a Capital después del colegio. Para pasar la tarde, en esos días, me llevaba algún libro con los cuentos de Lovecraft o algo de Bradbury.

También leía el diario del día que –siempre– estaba desparramado en el asiento de atrás. Empezaba por la sección Deportes y terminaba en Política. Mi viejo bajaba a las obras y yo lo esperaba en el auto, siempre mal estacionado, cuidando de que no lo llevara la grúa. A la vuelta, como pago por el trabajo, parábamos en una librería de Adrogué y me compraba el clásico que le pidiera. Si volvíamos después de las ocho de la noche podía duplicar. La primera vez que me habilitó el aumento de sueldo, me llevé Matadero 5 de Vonnegut y Chistes para desorientar a la poesía de Nicanor Parra.

Todavía en ruta, por la ventanilla del Ford, entró el olor a carne asándose en las parrillas de Dolores.

–Me parece que es acá –dijo mi viejo.

Acercó la trompa del camión al estacionamiento. Después cargó a mi abuelo a caballito. Al trote lo llevó hasta una mesa al costado de la ruta. Pedimos una parrillada completa, un vino tinto y un sifón de soda.

Mi abuelo no dejó achura por probar.

Cuando terminó, apoyó la manta en una silla vacía y esperó a que el sol le entibiara las piernas.

Después, mi viejo preguntó: –¿Seguimos?

Mi abuelo no dijo ni sí ni no. Movió la cabeza esperando a que tomáramos la decisión. Cuando lo subimos al camión, volvió a taparse con la manta.

–Vamos a casa –dijo en un tono casi inaudible.

Mi viejo sonrió y me pasó las llaves.

–Manejá vos –dijo.

El viaje de vuelta fue en un silencio absoluto. Sólo se escuchaba el ronroneo del motor del Ford. En el último tramo, cuando pasamos Brandsen, ambos se quedaron dormidos. Yo me pregunté si tendrían conciencia del recuerdo que estaban construyendo.

Supuse que no. Tanto mi viejo como mi abuelo pertenecen a ese estilo de paternidad que desconoce de divanes y reflexiones. Paternidades no programáticas, que se hacen presente en las urgencias, apagando incendios.

Paternidades que actúan como pueden, de un modo rústico y fraternal, tosco y libertario. Al fin y al cabo, una paternidad como muchas que se acumulan y como otras que vendrán. Una paternidad llena de diagnósticos errados, de abrazos partidos, de amor torpe, descuidadamente puro.

Cuando llegamos a la casa de mis abuelos ambos seguían durmiendo. Estacioné con el motor apagado, para que el cambio de sonido no los alterare.

El doberman de mis abuelos empezó a ladrar. Ellos parecían no escucharlo.

Dejé pasar unos minutos, mientras acomodaba los machetes que no habían cortado yuyos ni cabezas de víboras. Yo también estaba cansado. Saqué la llave y cerré los ojos. En el hombro derecho sentí el calor de mi viejo. Del mismo modo, pensé, que mi viejo sentiría el de su padre en el otro costado.

Damián Huergo