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viernes, 22 de mayo de 2020

TERESITA ZURITA COPERTUNO

Teresita Zurita Copertuno fue la primera femenina en suicidarse arrojándose al paso del tren en el valle de Imbuté, según consta en los libros de guardia de la Policía Local, Libro de actas número cinco, folios treinta y uno, treinta y dos y treinta y tres, de aquel año siniestro. 

La recordaba así su tía doña Ernestina Chacón viuda de De León, mujer que supo guardar durante todo el tiempo de requisa del gobierno Conservador, papeles relacionados a la historia de la zona de Peremerimbé y de los integrantes de la "Turma Sem Bandeiras" de don Teófilo Cabanillas, donde militaban casi todos sus parientes. 

Ella me contó algo parecido a lo que ya me había relatado el ex policía detective, don Ricardo Muñoz, que dijo haber tenido en la mira de su arma al auténtico Cipriano Tavares, pero que no lo pudo matar porque justo ladró un perro y él se dio vuelta y le mostró un estilete y que como dijo más adelante alguien más estaba en el lugar, que se le acercó lentamente y le apoyó el cañón de una pistola en la nuca y, que por eso se las tuvo que entregar y caer de rodillas implorando por su vida hasta que le arrebataron el arma reglamentaria y que pudo ver que le quitaban la munición, que la vaciaban totalmente y que se la devolvían desarmada en todas sus partes. Diez años de seguimiento de pistas falsas y verdaderas a lo largo y ancho de toda sudamérica perdidos por el ladrido de un perro vagabundo y callejero, y un puntapié certero de la mestiza Teresa Paniagua.

Y también dijo que "Por las sombras que alcanzaba a ver en el piso aseguraba que eran dos los hombres más la mujer de huesos duros que le había pegado en los testículos, los que estaban en el lugar" -repitió eso todas las veces que pudo, hasta su retiro obligatorio-. 

Pero siguiendo el relato de doña Ernestina, me voy a detener en sus palabras y copiarlas textualmente, ya que explica a través de este drama, cómo era aquella gente, de costumbres exóticas, y siempre sosteniéndose en su memoria prodigiosa.

Ella empezó contando la historia de la siguiente manera: 
Teresita de muy niña, se paraba en un cajón de frutas y miraba como su padre se afeitaba, le veía enjabonarse la cara y con asombro miraba como la navaja guiada por una mano experta, se deslizaba de abajo hacia arriba en el cuello y de arriba hacia abajo por la cara, con cierto cuidado y delicadeza entre la nariz y el labio. Ella reía y aplaudía cuando se rasuraba su padre.

Teresita desde el cajón de frutas saltaba y decía que quería volar como las mujeres de Peremerimbé y que a su padre, eso le causaba gracia, mientras la hacía girar a su alrededor tomándola de las manos, y hasta le decía que trepe a los fresnos y que se arroje a sus brazos, cosa que la niña hacía con cierta destreza, bajo la mirada comprensiva de Leonor, que le enseñaba a bailar y cantar las canciones de moda.

Teresita era siempre bañada y vestida como una princesa por su madre, Leonor Chacón, que murió días después de la tragedia de su hija y que a partir de allí, fue que algunos cobardes se fueron entregando a las autoridades, y a dar nombres de otros revoltosos escondidos, pues Tavares había vuelto por ellos, y estos traidores del Movimiento, se señalaban entre ellos como los posibles matadores de los soldados Colque y Lizarraga en mutuas acusaciones.

Pero volviendo a Teresita, le cuento que ella había quedado muda la noche que entraron a su casa Tavares y Jensen. Ese tal Tavares era un hombre común, sin rasgos particulares más que su sonrisa y su habilidad para el uso del cuchillo y Jensen era un rubio, de cabello largo que sacó a mi cuñado, don Jaime Zurita Copertuno de los pelos hacia afuera sin dejar de apuntar a mi afligida hermana.

Teresita quiso gritar como gritaba su madre -se pone a tejer con dos agujas mientras habla- pero no le salió más que el aire de sus pulmones, me dijo Leonor.

Me cuenta que Teresita hizo varios dibujos de lo que ella había visto esa noche, desde la puerta de su habitación, pues a partir del asesinato de su padre, nunca más volvió a hablar. 

Le quité la navaja de rasurar que usaba su padre, y que tenía en sus manos quietecitas, dormidas y la desperté a la mañana siguiente del funeral, ella abrió los ojos, le dije que se levante, pero no quiso. Te entiendo Teresita -le hablé despacio, pasandole mi mano por su largos cabellos negros- y la dejé sola para que suelte el llanto guardado. Mientras que mi pobre hermana Leonor, pensativa, miraba la mariposa negra posada en la luminaria del techo.

En los dibujos de Teresita, que deben estar por ahí guardados -dice señalando la casa- aparece un hombre delgado y rubio apuntando con un arma a su madre. En otro, dibuja a Tavares agachado sobre su padre, ella hace una gran mancha color rojiza sobre el piso, y en el siguiente dibuja al mismo hombre de sombrero, con una enorme mariposa nocturna en las manos y que hace como que se la entrega a ella, que resalta la sonrisa de éste como una enorme y grotesca medialuna. 

Tiempo después, Teresita dibuja el vuelo de aquella mariposa negra como una gran ave, negra y misteriosa y ella desde la puerta parece observarla, vestida con su ropita de día domingo y un hermoso sombrero de alas anchas y cintas. 

Y en el último dibujo, que le hace a las autoridades que la interrogaron, muestra muchas manchas que fueron analizadas por el equipo de médicos que mandó el gobierno.

Una mancha roja alargada, es su padre. Una mancha verde adentro de un cuadro, es su madre mirando y gritando por la ventana, una mancha rosa adentro de un rectángulo que simula una puerta es ella, parada observando todo. Y dibuja cuatro manchas negras, tres alargadas y una casi redonda, las que se entendieron que eran tres las personas que vinieron a matar a Zurita Copertuno, mientras que la otra, era el policía Ricardo Muñoz, que así lo admitió en el estudio médico posterior que le hicieron, cuando ya estaba instalada esa disciplina de interpretar las cosas que uno dice y piensa. Algunas pequeñas manchas más, como si fuesen estrellas había, lo que señalaba que el crimen fue de noche y arriba de todo, dibuja una extraña estrella negra. La mariposa, dijimos. Allí coincidimos todos.

—¿Es la mariposa que le regala Tavares antes de irse?
—Así es, eso mismo les dije a las autoridades cuando me llamaron como intérprete de mi sobrina, ya que mi hermana continuaba con su estado emocional alterado.

Teresita empezó a ir a la escuela y se entendía con los maestros y compañeros a través de pequeños dibujos, hasta que empezó a escribir.

Recuerda doña Ernestina que su hermana, la madre de Teresita, sufrió un ataque que la dejó postrada en cama hasta su muerte, fue un día en que viajaban ellas dos, en tren y que, entre las estaciones de Altos Moncadas y Manvatará, vieron entre el pasaje a Tavares, al gringo de pelo largo y a la Paniagua y que por eso Leonor pegó un grito y cayó desmayada y dicen que fue atendida por la presión alta y que dijo antes de morir que el agente detective Ricardo Muñoz tenía razón. Ella los había visto, todavía estaban vivos y persiguiendo a los Peremerimbinos que como su marido, Jaime Zurita Copertuno, habían emboscado y matado a los soldados del sargento Tavares en las cercanías de Naranjillos.

Mi hermana murió un sábado, preocupada porque su hija no la había visitado el último jueves. No sabía nada de lo ocurrido a su hija, nadie quiso contarle.

Teresita estaba por cumplir quince años de edad, estábamos listos para prepararle una hermosa fiesta todo el vecindario unido. Ella estudiaba por la mañana y los jueves a la tarde visitaba a su madre enferma en el hospital a la salida de la academia de piano de la señorita Beatriz Pereda, la misma de la casa acribillada, que venía desde la ciudad de Altos Moncadas. 

Si señor, la misma Beatriz Pereda que dijo que ella no sabía quién era Cipriano Tavares, que nunca había oído hablar de él.

En el último dibujo de Teresita, que encontraron al lado de las vías del ferrocarril, se ve claramente a una niña vestida de rosa, caminando pensativa, mientras que a su alrededor, parece que vuelan varias mariposas negras, y allá al fondo, perfectamente delineada, ella había dibujado la silueta oscura y amenazante, de la máquina de un tren. 

La misma máquina que la arrastró cien metros, dicen.


©Walter R. Quinteros
Cuaderno de las malas noticias / diceelwalter.blogspot.com


HORACIO QUIROGA: NUESTRO PRIMER CIGARRO

Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte.

Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Lucía decía a mamá:
–¡Qué extraño…! Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía, pues después de un rato contestó:
–Es cierto… ¿No sientes nada?
–No… Sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta especie hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. ¡Esta vez nuestra tía –¡casualmente nuestra tía!– enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso terrenal.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta, bien que las higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre un fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética privó siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando a medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a la par que científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fue el cañaveral. Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas oblicuas, varas atravesadas, varas dobladas hacia tierra.
Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo, y sentados con mi hermana en la sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había venido con Lucía de Buenos Aires.
Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuido sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.
–Te aseguro –decía él a mamá, señalándonos con el mentón– que desearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
–¡Déjalos! –respondía mamá, cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el artefacto.
Este artefacto consistía en un pipa que yo había fabricado con un trozo de caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro, y sentándonos entonces con las rodillas altas encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa más abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.
–¿Rico? –me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
–Rico –le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta, rechazando aquello. Su valor fue mayor que el mío.
–Es rico –dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a aquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho alabarle la nauseabunda fogata.
–¡Psht! –dije bruscamente, prestando oído–. Me parece el gargantilla del otro día… Debe de tener nido aquí…
María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos escudriñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente del tabaco sin que nuestro orgullo sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos levantado ya la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos quejamos a mamá.
–¡Bah!, no hagan caso –nos respondió mamá, sin oírnos casi–. Él es así.
–¡Es que nos va a pegar un día! –gimoteó María.
–Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? –añadió dirigiéndose a mí.
–Nada, mamá… ¡Pero yo no quiero que me toque! –objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
–¡Ah! Aquí está el buena pieza de tu Eduardo… ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás!
–Se quejan de que quieres pegarles.
–¿Yo? –exclamó el padrastrillo midiéndome–. No lo he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al respeto…
–Y harás bien –asintió mamá.
–¡Yo no quiero que me toque! –repetí enfurruñado y rojo–. ¡El no es papá!
–Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡déjenme tranquila! – concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
–¡Nadie me va a pegar a mí’ –asenté.
–¡No… Ni a mí tampoco! –apoyó ella, por la cuenta que le iba.
–¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con furibunda risa y marcha triunfal:
–¡Tío Alfonso… es un zonzo! ¡Tío Alfonso… es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, pero ya epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de papel de fumar fue colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento para contarlas. Sólo sé que el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.
–¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a acordar de mí!
–¡Alfonso!
–¿Qué? ¡No faltaba más que tú también…! ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo lo voy a hacer!
Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vio entonces y se lanzó sobre mí.
–¡Yo no hice nada! –grité.
–¡Espérate! –rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
–¡Alfonso, déjalo!
–¡Después te lo dejaré!
–¡Yo no quiero que me toque!
–¡Vamos, Alfonso! Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante yo salía como de una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió terriblemente nítida.
–¡No quiero que me toque! –grité aún.
–¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
–¡Me voy a tirar al pozo! –aullé para que mamá me oyera.
–¡Yo soy el que te va a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndome bajo la hojarasca.
Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo.
Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una lenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzó a buscarme.
Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres, conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era posible hacer para hallarme.
Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable olfato; pero aparte de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en consecuencia.
Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien claro. ¿Con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para evitar que él me pegara?
Pasaron diez minutos.
–¡Alfonso! –sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
–¿Mercedes? –respondió aquél tras una brusca sacudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.
–¿Y Eduardo? ¿Dónde está? –agregó avanzando.
–¡Aquí, conmigo! –contestó riendo–. Ya hemos hecho las paces.
Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien.
–¿No le pegaste, no? –insistió aún mamá.
–No. ¡Si fue una broma!
Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio, y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.
–¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!
Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme con vida aún…? El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe… Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes…
–¡Pobre, pobre madre! –repetía mi tía.
Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor, sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de venganza.
Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo enseguida la seguridad de una catástrofe.
–¡Eduardo, mi hijo! –clamó arrancándose de las manos de su hermana que pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.
–¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
–¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo. Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un espantoso alarido.
–¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo has muerto!
Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo la desesperación de mamá, puesto que yo –motivo de aquella– estaba en verdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera de los grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!
Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.
–¡Hum…! ¡Pegarme! –rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa bien guardada entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi seriedad a agotar la pipa.
El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el caño contraído y los dientes crispados sobre la boquilla.
Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo.
…Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.
–¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor que me has causado!
–¡Pero, vamos! –decíale mi tía mayor–. ¡No seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada!
–¡Ah! –repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro–. ¡Sí, ya pasó…! Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío…!
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo dejar para un momento de mayor calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente.
Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
–¿Qué merecerías que te hiciera? –me dijo con sibilante rencor–. ¡Lo que es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago continuaba todavía adherido a la garganta.
Sin embargo, le respondí:
–¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, ¿expresan acaso desesperado valor?
Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, después de mirarme fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco caída.
–Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio –murmuró.
–Creo lo mismo –le respondí.
Y me dormí.

Horacio Quiroga
Horacio Silvestre Quiroga Forteza
(Salto, Uruguay 31 de diciembre de 1878 - Buenos Aires, Argentina 19 febrero de 1937)

VALENTÍN GRIGÓRIEVICH RASPUTÍN: MI MAMÁ SE FUE A ALGÚN LADO


El niño abrió los ojos y vio una mosca que caminaba por el techo. Parpadeó y se quedó mirando adónde iba.
La mosca avanzaba irregularmente hacia la ventana. Correteaba sin detenerse y lo hacía rápidamente.
El niño pensó que iba por un camino trazado y esperó para ver si otra mosca la seguía, porque quería saber si realmente era un camino. Pero no había más moscas. A decir verdad, había, pero no andaban por el techo y el niño pronto perdió el interés por ellas. Se enderezó en la cama y gritó
-¡Mamá, ya desperté!
Nadie le contestó.
-¡Mamá! -llamó-. Soy yo. Ya desperté.
Silencio.
El niño esperó, pero el silencio seguía.
Entonces saltó de la cama y corrió descalzo a la sala de estar. Estaba vacía. Miró primero el sillón, luego la mesa y las repisas con sus filas de libros, pero no había nadie. Todo estaba simplemente en su lugar, ocupando un espacio.
El niño corrió precipitadamente a la cocina, después al cuarto de baño. Nadie estaba escondido ahí tampoco.
-¡Mamá! -gritó el niño.
Su grito se hundió en el silencio que inmediatamente se hizo más denso. El niño, desconcertado, corrió de nuevo a su habitación; las huellas de sus talones y de sus dedos desnudos se marcaban sobre el suelo pintado y, al enfriarse, se esfumaban y desaparecían.
-Mamá -dijo el niño con la mayor tranquilidad que pudo-, desperté y tú no estás.
Silencio.
-¿No estás, verdad? -preguntó.
Su rostro se contrajo mientras esperaba la respuesta; se volvió hacia todos lados, pero la respuesta no llegaba y el niño rompió a llorar.
Entre lágrimas, caminó hasta la puerta y empezó a tirar de ella. La puerta no cedía. Entonces la golpeó con la palma de la mano, luego la empujó con el pie desnudo, lastimándose, y su llanto creció con más fuerza.
Estaba de pie, en medio de la habitación y sus tibias y grandes lágrimas le rodaban por la cara y caían al suelo. Después, sin dejar de llorar, se sentó.
Todo a su alrededor permanecía en silencio.
Sentía que de pronto, a sus espaldas, se oirían pasos, pero nada sucedía y no podía recuperar la calma.
Permaneció así largo tiempo. ¿Cuánto? No lo sabía.
Finalmente se tumbó en el suelo y se puso a llorar. Estaba tan cansado que ya no se sentía a sí mismo y ni siquiera se daba cuenta de que estaba llorando. Su llanto era tan natural como su respiración y ya no estaba bajo su control. Al contrario, era más fuerte que él.
De repente, al niño le pareció que alguien estaba en la habitación.
De un salto se levantó y empezó a mirar a su alrededor. La sensación que lo había hecho ponerse de pie no cesaba y el niño corrió a la otra habitación, después a la cocina y al cuarto de baño. No había nadie.
Sollozando, regresó y se tapó los ojos con las manos. Lentamente empezó a retirárselas de los ojos y una vez más miró a su alrededor. Nada había cambiado en la habitación. El sillón estaba vacío, la mesa estaba sola, los libros aguardaban como siempre en las repisas, pero sus lomos de diferentes colores miraban tristemente y como a ciegas. El niño se quedó pensativo:
-No lloraré más -se dijo-. Mi mamá no tardará. Seré un buen niño.
Se fue a la cama y se enjugó el rostro lloroso con la colcha. Después, sin apresurarse, como si anduviera de paseo, recorrió el apartamento, examinando cosa por cosa. Una idea luminosa cruzó por su mente.
-Mamá-dijo a media voz-, quiero hacer pipí…
No era cierto, pero sabía que si su mamá estaba en la casa sólo así la haría acudir inmediatamente.
-Mamá- repitió.
Pero mamá no estaba en casa. Ahora lo había entendido definitivamente.
Tenía que hacer algo. “Me pondré a jugar. Mamá tiene que venir” -decidió-. Se fue al rincón en donde estaban todos sus juguetes y eligió la liebre. Era su preferida. Se le había caído una pata y, varias veces, papá le había prometido pegársela, pero él de ningún modo había consentido. Volver a tenerla con sus dos patas sería aceptar que ya no la quería porque se había quedado con una sola y la otra, además, andaba por ahí, en alguna parte y vivía ahora su propia vida.
-Juguemos, liebrecita -propuso el niño.
La liebre asintió en silencio.
-Tú estás enferma. Te duele una patita y ahora yo te voy a curar.
El niño acostó a la liebre en la cama, tomó un clavo y hundiéndolo en el vientre de la liebre, le inyectó.
La liebre estaba ya acostumbrada a las inyecciones y jamás se quejaba.
Como si hubiera recordado algo, el niño se puso pensativo. Después se alejó de la cama y miró hacia la sala. Todo estaba igual, y el silencio, como antes, se balanceaba de un rincón a otro en la habitación.
El niño suspiró, regresó a la cama y miró a la liebre. Estaba recostada tranquilamente sobre una almohada.
-No, así no -dijo el niño-. Ahora yo seré la liebre y tú el niño pequeño. Tú me curarás a mí.
Sentó la liebre en una silla y se acostó en la cama. Encogió una pierna y empezó a gemir.
Sentada en la silla, la liebre lo miraba sorprendida con sus grandes ojos azules.
-Yo soy la liebre, me duele una pierna -le explicó el niño.
La liebre callaba.
-Liebre -le preguntó él enseguida-, ¿adónde se fue mamá?
La liebre no contestó.
-No te duermas. Escucha, dilo: ¿Adónde se fue mamá? -demandó el niño y tomó a la liebre de un brazo. La liebre seguía callada.
El niño había olvidado que era él quien contestaba siempre por la liebre y que enseguida representaba el papel de los dos, y ahora, en serio, le exigía una respuesta. Había olvidado que la liebre era sólo un juguete como los otros, como sus cubos que se colocaban uno junto al otro sólo si alguien los ponía, como sus coches que caminaban sólo si alguien los movía, como sus animalitos de peluche que rugían y conversaban sólo si alguien rugía y contestaba por ellos.
Se había olvidado de todo.
-Habla, habla -exigía.
Y la liebre seguía callada.
El niño la arrojó al suelo, saltó de la cama y se fue sobre ella dándole de puntapiés.
La liebre rodaba por el suelo dando saltos y volteretas y el niño rodaba también, saltaba y daba vueltas alrededor de la liebre, repitiendo sin parar “habla, habla, habla.” Pero la liebre ni contestaba ni podía tampoco librarse de él porque sólo tenía una pata. De repente, el niño lo comprendió. Se detuvo y se quedó mirando cómo la liebre, apretando su cara contra el suelo, lloraba en silencio. Oyó su llanto. Se inclinó sobre la liebre y perplejo exclamó con todo el peso de su culpa:
-Mamá se fue a algún lado.
Y, en ese momento, al niño le pareció que alguien subía por la escalera.

Valentín G. Rasputín
(Валентин Григорьевич Распутин nacido 15 de marzo de 1937, aldea Ust-Udá, Oblast de Irkutsk, Siberia - Moscú 14 de marzo de 2015)

ARTURO BAREA: EN LA SIERRA

Esto fue en el primer otoño de la guerra.

El muchacho -veinte años- era teniente; el padre, soldado, por no abandonar al hijo. En la Sierra dieron al hijo un balazo, y el padre le cogió a hombros. Le dieron un balazo de muerte. El padre ya no podía correr y se sentó con su carga al lado.

-Me muero, padre, me muero.

El padre le miró tranquilamente la herida mientras el enemigo se acercaba. Sacó la pistola y le mató.

A la mañana siguiente, fue a la cabeza de una descubierta y recobró el cadáver del hijo abandonado en mitad de las peñas. Lo condujo a la posición. Le envolvieron en una bandera tricolor y le enterraron.

Asistió el padre al entierro. Tenía la cabeza descubierta mientras tapaban al hijo con la tierra aterronada, dura de hielo.

La cabeza era calva, brillante, con un cerquillo de pelos canos alrededor. Con la misma pistola hizo saltar la tapadera brillante de la calva.

Quedó el cerquillo de pelo gris rodeando un agujero horrible de sangre y de sesos.

Le enterraron al lado del hijo.

El frío de la Sierra hacía llorar a los hombres.

Arturo Barea
Arturo Barea Ogazón. (Badajoz, 20 de septiembre de 1897 – Faringdon, 24 de diciembre de 1957). Escritor español autor de cuentos, novelas y ensayos y periodista y comunicador.

MÚSICA: AL BOWLLY



"Blue Moon"

Subido por: Alejandro Cúneo Escardo



"Over the Rainbow"

Subido por:LKayL 1
Al Bowlly sings his version of this classic song, written for the movie The Wizard of Oz,and originally recorded by Judy Garland. Lyrics by E.Y. Harburg. Recorded 21st December 1939 Orchestra directed by Ronnie Munroe HMV BD-808
Categoría
Música
Música en este vídeo
Canción
Over the Rainbow
Artista
Al Bowlly
Álbum
Heart & Soul
Con licencia cedida a YouTube por
WMG (en nombre de Turntable Recordings LTD); PEDL, SOLAR Music Rights Management, CMRRA, EMI Music Publishing y 3 sociedades de derechos musicales.


Fuente: YouTube


viernes, 15 de mayo de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: LOS CINCO CUENTOS CORTOS MÁS BELLOS DEL MUNDO

I
Un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: “¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?”.

II
Mary Jo, de dos años de edad, está aprendiendo a jugar en tinieblas, después de que sus padres, el señor y la señora May, se vieron obligados a escoger entre la vida de la pequeña o que quedara ciega para el resto de su vida. A la pequeña Mary Jo le sacaron ambos ojos en la Clínica Mayo, después de que seis eminentes especialistas dieron su diagnóstico: retinoblastoma. A los cuatro días después de operada, la pequeña dijo: “Mamá, no puedo despertarme… No puedo despertarme”.

III
Es el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde un décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.


IV
Dos exploradores lograron refugiarse en una cabaña abandonada, después de haber vivido tres angustiosos días extraviados en la nieve. Al cabo de otros tres días, uno de ellos murió. El sobreviviente excavó una fosa en la nieve, a unos cien metros de la cabaña, y sepultó el cadáver. Al día siguiente, sin embargo, al despertar de su primer sueño apacible, lo encontró otra vez dentro de la casa, muerto y petrificado por el hielo, pero sentado como un visitante formal frente a su cama. Lo sepultó de nuevo, tal vez en una tumba más distante, pero al despertar al día siguiente volvió a encontrarlo sentado frente a su cama. Entonces perdió la razón. Por el diario que había llevado hasta entonces se pudo conocer la verdad de su historia. Entre las muchas explicaciones que trataron de darse al enigma, una parecía ser la más verosímil: el sobreviviente se había sentido tan afectado por su soledad que él mismo desenterraba dormido el cadáver que enterraba despierto.


V
El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero, que solo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:

-Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.
“Los cinco cuentos cortos más bellos del mundo”
Conversaciones desde la Soledad, Bogotá, 2001



Gabriel García Márquez


Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, 6 de marzo de 1927 -Ciudad de México, 17 de abril de 2014 ), más conocido como Gabriel García Márquez, fue un escritor, novelista, cuentista, guionista, editor y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Fue conocido familiarmente y por sus amigos como Gabito (hipocorístico guajiro para Gabriel), o por su apócope Gabo desde que Eduardo Zalamea Borda, subdirector del diario El Espectador, comenzara a llamarlo así. Está relacionado de manera inherente con el realismo mágico y su obra más conocida, la novela Cien años de soledad, es considerada una de las más representativas de este movimiento literario e incluso se considera que por el éxito de la novela es que tal término se aplica a la literatura surgida a partir de los años sesenta en Latinoamérica.

EDUARDO MALLEA: LA CONVERSACIÓN

Él no contestó, entraron en el bar. Él pidió un whisky con agua; ella pidió un whisky con agua. Él la miró; ella tenía un gorro de terciopelo negro apretándole la pequeña cabeza; sus ojos se abrían, oscuros, en una zona azul; ella se fijó en la corbata de él, roja, con las pintas blancas sucias, con el nudo mal hecho. Por el ventanal se veía el frente de una tintorería; al lado de la puerta de la tintorería jugaba un niño; la acera mostraba una gran boca por la que, inconcebible nacimiento, surgía el grueso tronco de un castaño; la calle era muy ancha. El mozo vino con la botella y dos vasos grandes y hielo:

—Cigarrillos —le dijo él— Máspero.

El mozo recibió la orden sin mover la cabeza, pasó la servilleta por la superficie manchada de la mesa, donde colocó después los vasos; en el salón casi todas las mesas estaban vacías; detrás de una kentia gigantesca escribía el patrón en las hojas de un bibliorato; en una mesa del extremo rincón hablaban dos hombres, las cabezas descubiertas, uno con bigote recortado y grueso, el otro rasurado, repugnante, calvo y amarillento; no se oía, en el salón, el vuelo de una mosca; el más joven de los dos hombres del extremo rincón hablaba precipitadamente, haciendo pausas bruscas; el patrón levantaba los ojos y lo miraba, escuchaba ese hablar rudo e irregular, luego volvía a hundirse en los números; eran las siete.

Él le sirvió whisky, cerca de dos centímetros, y luego le sirvió un poco de hielo, y agua; luego se sirvió a sí mismo y probó en seguida un trago corto y enérgico; prendió un cigarrillo y el cigarrillo le quedó colgando de un ángulo de la boca y tuvo que cerrar los ojos contra el humo, mirándola; ella tenía su vista fija en la criatura que jugaba junto a la tintorería; las letras de la tintorería eran plateadas y la T, que había sido una mayúscula pretenciosa, barroca, tenía sus dos extremos quebrados y en lugar del adorno quedaban dos manchas más claras que el fondo homogéneo de la tabla sobre la que muchos años habían acumulado su hollín; él tenía una voz autoritaria, viril, seca.

—Ya no te pones el traje blanco —dijo.

—No —dijo ella.

—Te quedaba mejor que eso —dijo él.

—Seguramente.

—Mucho mejor.

—Sí.

—Te has vuelto descuidada. Realmente te has vuelto descuidada.

Ella miró el rostro del hombre, las dos arrugas que caían a pico sobre el ángulo de la boca pálida y fuerte; vio la corbata, desprolijamente hecha, las manchas que la cubrían en diagonal, como salpicaduras.

—Sí —dijo.

—¿Quieres hacerte ropa?

—Más adelante —dijo ella.

—El eterno “más adelante” —dijo él—. Ya ni siquiera vivimos. No vivimos el momento que pasa. Todo es “más adelante”.

Ella no dijo nada; el sabor del whisky era agradable, fresco y con cierto amargor apenas sensible; el salón servía de refugio a la huida final de la tarde; entró un hombre vestido con traje de brin blanco y una camisa oscura y un pañuelo de puntas castaño saliéndole por el bolsillo del saco; miró a su alrededor y fue a sentarse al lado del mostrador y el patrón levantó los ojos y lo miró y el mozo vino y pasó la servilleta sobre la mesa y escuchó lo que el hombre pedía y luego lo repitió en voz alta; el hombre de la mesa lejana que oía al que hablaba volublemente volvió unos ojos lentos y pesados hacia el cliente que acababa de entrar; un gato soñoliento estaba tendido sobre la trunca balaustrada de roble negro que separaba dos sectores del salón, a partir de la vidriera donde se leía, al revés, la inscripción: “Café de la Legalidad”; ella pensó: ¿por qué se llamará café de la Legalidad? Una vez había visto, en el puerto, una barca que se llamaba Causalidad; ¿qué quería decir Causalidad, por qué había pensado el patrón en la palabra Causalidad, qué podía saber de Causalidad un navegante gris a menos de ser un hombre de ciertas lecturas venido a menos?; tal vez tuviera que ver con ese mismo desastre la palabra Causalidad; o sencillamente habría querido poner Casualidad —es decir, podía ser lo contrario, esa palabra, puesta allí por ignorancia o por un asomo de conocimiento—; junto a la tintorería, las puertas ya cerradas pero los escaparates mostrando el acumulamiento ordenado de carátulas grises, blancas, amarillas, con cabezas de intelectuales fotográficos y avisos escritos en grandes letras negras.

—Este no es un buen whisky —dijo él.

—¿No es? —preguntó ella.

—Tiene un gusto raro.

Ella no le tomaba ningún gusto raro; verdad que había tomado whisky tan pocas veces; él tampoco tomaba mucho; algunas veces, al volver a casa cansado, cinco dedos, antes de comer; otros alcoholes tomaba, con preferencia, pero nunca solo sino con amigos, al mediodía; pero no se podía deber a eso, a tan poca cosa, aquel color verdoso que le bajaba de la frente, por la cara ósea, magra, hasta el mentón; no era un color enfermizo pero tampoco eso puede indicar salud; ninguno de los remedios habituales había podido transformar el tono mate que tendía algunas veces hacia lo ligeramente cárdeno.

Le preguntó él:

—¿Qué me miras?

—Nada —dijo ella.

—Al fin ¿vamos a ir o no, mañana, a lo de Leites?…

—Sí —dijo ella—, por supuesto, si quieres. ¿No les hemos dicho que íbamos a ir?

—No tiene nada que ver —dijo él.

—Ya sé que no tiene nada que ver; pero en caso de no ir habría que avisar ya.

—Está bien. Iremos.

Hubo una pausa.

—¿Por qué dices, así, que iremos?—preguntó ella.

—¿Cómo “así”?

—Sí, con un aire resignado. Como si no te gustara ir.

—No es de las cosas que más me entusiasman, ir.

Hubo una pausa.

—Sí. Siempre dices eso. Y sin embargo, cuando estás allí…

—Cuando estoy ahí, ¿qué? —dijo él.

—Cuando estás allí parece que te gustara y que te gustara de un modo especial…

—No entiendo —dijo él.

—Que te gustara de un modo especial. Que la conversación con Ema te fuera una especie de respiración, algo refrescante, porque cambias…

—No seas tonta.

—Cambias —dijo ella—. Creo que cambias. O no sé. En cambio, no lo niegues, por verlo a él no darías un paso.

—Es un hombre insignificante y gris, pero al que debo cosas —dijo él.

—Sí. En cambio, no sé, me parece que dos palabras de Ema te levantaran, te hicieran bien.

—No seas tonta —dijo él—. También me aburre.

—¿Por qué pretender que te aburre? ¿Por qué decir lo contrario de lo que realmente es?

—No tengo por qué decir lo contrario de lo que realmente es. Eres terca. Me aburre Leites y me aburre Ema y me aburre todo lo que los rodea y las cosas que tocan.

—Te fastidia todo lo que los rodea. Pero por otra cosa—dijo ella.

—¿Por qué otra cosa?

—Porque no puedes soportar la idea de esa cosa grotesca que es Ema unida a un hombre tan inferior, tan trivial.

—Pero es absurdo lo que dices. ¿Qué se te ha metido en la cabeza? Cada cual crea relaciones en la medida de su propia exigencia. Si Ema vive con Leites no será por una imposición divina, por una ley fatal, sino tranquilamente porque no ve más allá de él.

—Te es difícil concebir que no vea más allá de él.

—Por Dios, basta, no seas ridícula.

Hubo otra pausa. El hombre del traje blanco salió del bar…

—No soy ridícula —dijo ella.

Habría querido agregar algo más, decir algo más significativo que echara una luz sobre todas esas frases vagas que cambiaban; pero no dijo nada; volvió a mirar las letras de la palabra Tintorería; el patrón llamó al mozo y le dio una orden en voz baja y el mozo fue y habló con uno de los dos clientes que ocupaban la mesa extrema del salón; ella sorbió la última gota del aguardiente ámbar.

—En el fondo, Ema es una mujer bastante conforme con su suerte —dijo él.

Ella no contestó nada.

—Una mujer fría de corazón —dijo él.

Ella no contestó nada.

—¿No crees? —dijo él.

—Tal vez —dijo ella.

—Y a ti, a veces, te da por decir cosas tan absolutamente fantásticas.

Ella no dijo nada.

—¿Qué crees que me puede interesar en Ema? ¿Qué es lo que crees?

—Pero, ¿para qué volver sobre lo mismo? —dijo ella—. Es una cosa que he dicho al pasar. Sencillamente al pasar.

Los dos permanecieron callados; él la miraba, ella miraba hacia fuera, la calle que iba llenándose, muy lentamente, de oscuridad, la calle donde la noche entraba en turno; el pavimento que, de blanco, estaba ya gris, que iba a estar pronto negro, con cierto reflejo azul mar brillando sobre su superficie; pasaban automóviles, raudos, alguno que otro ómnibus, cargado; de pronto se oía una campanilla extraña; ¿de dónde era esa campanilla?; la voz de un chico se oyó, lejana, voceando los diarios de la tarde, la quinta edición, que aparecía; el hombre pidió otro whisky para él; ella no tomaba nunca más de una pequeña porción; el mozo volvió la espalda a la mesa y gritó el pedido con la misma voz estentórea y enfática con que había hecho los otros pedidos y con que se dan el gusto de ser autoritarios estos subordinados de un patrón tiránico; el hombre golpeó la vidriera y el chico que pasaba corriendo con la carga de diarios oliendo a tinta entró en el salón y el hombre compró un diario y lo desplegó y se puso a leer los títulos; ella se fijó en dos o tres fotografías que había en la página postrera, una joven de la aristocracia que se casaba y un fabricante de automóviles británicos que acababa de llegar a la Argentina en gira comercial; el gato se había levantado sobre la balaustrada y jugaba con la pata en un tiesto de flores, moviendo los tallos de las flores viejas y escuálidas; ella preguntó al hombre si había alguna novedad importante y el hombre vaciló antes de contestar y después dijo:

—La eterna cosa. No se entienden los rusos con los alemanes. No se entienden los alemanes con los franceses. No se entienden los franceses con los ingleses. Nadie se entiende. Tampoco se entiende nada. Todo parece que de un momento a otro se va a ir al diablo. O que las cosas van a durar así: todo el mundo sin entenderse, y el planeta andando.

El hombre movió el periódico hacia uno de los flancos, llenó la copa con un poco de whisky y después le echó un terrón de hielo y después agua.

—Es mejor no revolverlo. Los que saben tomarlo dicen que es mejor no revolverlo.

—¿Habrá guerra, crees? —le preguntó ella.

—¿Quién puede decir sí, quién puede decir no? Ni ellos mismos, yo creo. Ni ellos mismos.

—Duraría dos semanas la guerra, con todos esos inventos…

—La otra también, la otra también dijeron que iba a durar dos semanas.

—Era distinto…

—Era lo mismo. Siempre es lo mismo. ¿Detendrían al hombre unos gramos más de sangre, unos millares más de sacrificados? Es como la plata del avaro. Nada sacia el amor de la plata por la plata. Ninguna cantidad de odio saciará el odio del hombre por el hombre.

—Nadie tiene ganas de ser masacrado —dijo ella—. Eso es más fuerte que todos los odios.

—¿Qué? —dijo él—. Una ceguera general todo lo nubla. En la guerra la atroz plenitud de matar es más grande que el pavor de morir.

Ella calló; pensó en aquello, iba a contestar, pero no dijo nada; pensó que no valía la pena; una joven de cabeza canosa, envuelta en un guardapolvo gris, había salido a la acera de enfrente y con ayuda de un hierro largo bajaba las cortinas metálicas de la tintorería, que cayeron con seco estrépito; la luz eléctrica era muy débil en la calle y el tránsito se había hecho ahora ralo, pero seguía pasando gente con intermitencias.

—Me das rabia cada vez que tocas el asunto de Ema —dijo él.

Ella no dijo nada. Él tenía ganas de seguir hablando.

—Las mujeres deberían callarse a veces —dijo.

Ella no dijo nada; el hombre rasurado de piel amarillenta se despidió de su amigo y caminó por entre las mesas y salió del bar; el propietario levantó los ojos hacia él y luego los volvió a bajar.

—¿Quieres ir a alguna parte a comer? —preguntó él, con agriedad.

—No sé —dijo ella—, como quieras.

Cuando hubo pasado un momento, ella dijo:

—Si uno pudiera dar a su vida un fin.

Seguía él callado.

Estuvieron allí un rato más y luego salieron; echaron a andar por esas calles donde rodaban la soledad, la pobreza y el templado aire nocturno; parecía haberse establecido entre los dos una atmósfera, una temperatura que no tenía nada que ver con el clima de la calle; caminaron unas pocas cuadras, hasta el barrio céntrico donde ardían los arcos galvánicos, y entraron en el restaurante.

¡Qué risas, estrépito, hablar de gentes! Sostenía la orquesta de diez hombres su extraño ritmo; comieron en silencio; de vez en cuando cruzaba entre los dos una pregunta, una réplica; no pidieron nada después del pavo frío; más que la fruta, el café; la orquesta solo se imponía pequeñas pausas.

Cuando salieron, cuando los recibió nuevamente el aire nocturno, la ciudad, caminaron un poco a la deriva entre las luces de los cinematógrafos. Él estaba distraído, exacerbado, y ella miraba los carteles rosa y amarillo; habría deseado decir muchas cosas, pero no valía la pena, callaba.

—Volvamos a casa —dijo él—. No hay ninguna parte adonde ir.

—Volvamos —dijo ella—. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?


Eduardo Mallea


Eduardo Alberto Mallea (Bahía Blanca; 14 de agosto de 1903 - Buenos Aires; 12 de noviembre de 1982) fue un escritor y diplomático argentino. En 1916 la familia se trasladó a Buenos Aires, donde Eduardo escribe sus primeros relatos y publica en 1920 el primer cuento La Amazona. Tres años después, el diario La Nación le publicó Sonata de soledad. En 1926 aparecerán los Cuentos para una inglesa desesperada y un año después abandona los estudios de abogacía, ingresando a la redacción de La Nación, donde sería por muchos años el director del suplemento literario. La Revista de Occidente le publica en 1932 la novela La angustia. En 1936 se edita La ciudad junto al río inmóvil y en 1937 la editorial Sur publica en Buenos Aires su obra más importante como ensayo interpretativo de la realidad social y espiritual del país: Historia de una pasión argentina [véase el estudio de Alberto Fernando Roldán, “Eduardo Mallea y su visión del nuevo hombre argentino”]. En 1940 se publica la novela La bahía de silencio y un año después sale a la luz otra obra suya con el bíblico título: Todo verdor perecerá. En 1941 se publica su libro de ensayos El sayal y la púrpura. A modo de síntesis de las influencias de escritores como los mencionados, Myron Lichtblau escribió: “Debió sentir cierta afinidad con aquellos escritores que trataron de utilizar el fenómeno del lenguaje no sólo como medio de comunicación o adorno descriptivo, sino como una fuerza vital y creadora que pudiera integrarse funcionalmente con la materia tratada”. Mallea fue invitado a pronunciar conferencias en muchos centros académicos del mundo tales como las universidades de Princeton y Yale y la Academia Goethe de San Pablo. En su honor existe el premio Eduardo Mallea.


MARÍA LUISA BOMBAL: LO SECRETO

Sé muchas cosas que nadie sabe.

Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.

Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.

Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.

Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…

Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.

Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.

Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.

Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.

Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba… algo así como un mensaje.

¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?

No lo sé.

Por mi parte debo confesar que lo entendí.

Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído…

—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas…

Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.

Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.

Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.

Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla.

Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.

El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo.

Sin embargo había aún peor:

Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.

—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora…

Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.

Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.

Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.

Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor soplo de viento.

—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.

La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano.

La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.

Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero. . .

—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante.

Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.

—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.

“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.

—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?

—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.

Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.

—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. . .

—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.

Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.

“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.

“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.

—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…

Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.

—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…

—¿Qué clase de bichos?

—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme…

—Ja. Y tú asustado, ¿eh?

—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .

El terrible no contesta.

Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.

A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.

—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.

Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.

—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar… sin embargo, nunca te oí blasfemar.

Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.

—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?

—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…

—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.

Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.



María Luisa Bombal Anthes 

(Viña del Mar, 8 de junio de 1910 - Santiago, 6 de mayo de 1980)​ fue una escritora chilena, condecorada con el Premio Ricardo Latcham en 1974, con el Premio Academia Chilena de la Lengua en 1976 y el Premio Joaquín Edwards Bello en 1978. Aunque muchos intelectuales del país pedían que María Luisa recibiese el Premio Nacional de Literatura, éste nunca le fue concedido.

Su obra, relativamente breve en extensión, se centra en personajes femeninos y su mundo interno, con el cual escapan de la realidad. Destacó, además, por no vincularse a ninguna corriente de la época, alejándose conscientemente de Las vanguardias y el Criollismo. Sus obras más conocidas son las novelas La última niebla y La amortajada, y el cuento El árbol.