TRADUCTOR
viernes, 22 de mayo de 2020
TERESITA ZURITA COPERTUNO
HORACIO QUIROGA: NUESTRO PRIMER CIGARRO
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte.
VALENTÍN GRIGÓRIEVICH RASPUTÍN: MI MAMÁ SE FUE A ALGÚN LADO
ARTURO BAREA: EN LA SIERRA
Esto fue en el primer otoño de la guerra.
El muchacho -veinte años- era teniente; el padre, soldado, por no abandonar al hijo. En la Sierra dieron al hijo un balazo, y el padre le cogió a hombros. Le dieron un balazo de muerte. El padre ya no podía correr y se sentó con su carga al lado.
-Me muero, padre, me muero.
El padre le miró tranquilamente la herida mientras el enemigo se acercaba. Sacó la pistola y le mató.
A la mañana siguiente, fue a la cabeza de una descubierta y recobró el cadáver del hijo abandonado en mitad de las peñas. Lo condujo a la posición. Le envolvieron en una bandera tricolor y le enterraron.
Asistió el padre al entierro. Tenía la cabeza descubierta mientras tapaban al hijo con la tierra aterronada, dura de hielo.
La cabeza era calva, brillante, con un cerquillo de pelos canos alrededor. Con la misma pistola hizo saltar la tapadera brillante de la calva.
Quedó el cerquillo de pelo gris rodeando un agujero horrible de sangre y de sesos.
Le enterraron al lado del hijo.
El frío de la Sierra hacía llorar a los hombres.
Arturo Barea
Arturo Barea Ogazón. (Badajoz, 20 de septiembre de 1897 – Faringdon, 24 de diciembre de 1957). Escritor español autor de cuentos, novelas y ensayos y periodista y comunicador.
MÚSICA: AL BOWLLY
viernes, 15 de mayo de 2020
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: LOS CINCO CUENTOS CORTOS MÁS BELLOS DEL MUNDO
EDUARDO MALLEA: LA CONVERSACIÓN
Él no contestó, entraron en el bar. Él pidió un whisky con agua; ella pidió un whisky con agua. Él la miró; ella tenía un gorro de terciopelo negro apretándole la pequeña cabeza; sus ojos se abrían, oscuros, en una zona azul; ella se fijó en la corbata de él, roja, con las pintas blancas sucias, con el nudo mal hecho. Por el ventanal se veía el frente de una tintorería; al lado de la puerta de la tintorería jugaba un niño; la acera mostraba una gran boca por la que, inconcebible nacimiento, surgía el grueso tronco de un castaño; la calle era muy ancha. El mozo vino con la botella y dos vasos grandes y hielo:
—Cigarrillos —le dijo él— Máspero.
El mozo recibió la orden sin mover la cabeza, pasó la servilleta por la superficie manchada de la mesa, donde colocó después los vasos; en el salón casi todas las mesas estaban vacías; detrás de una kentia gigantesca escribía el patrón en las hojas de un bibliorato; en una mesa del extremo rincón hablaban dos hombres, las cabezas descubiertas, uno con bigote recortado y grueso, el otro rasurado, repugnante, calvo y amarillento; no se oía, en el salón, el vuelo de una mosca; el más joven de los dos hombres del extremo rincón hablaba precipitadamente, haciendo pausas bruscas; el patrón levantaba los ojos y lo miraba, escuchaba ese hablar rudo e irregular, luego volvía a hundirse en los números; eran las siete.
Él le sirvió whisky, cerca de dos centímetros, y luego le sirvió un poco de hielo, y agua; luego se sirvió a sí mismo y probó en seguida un trago corto y enérgico; prendió un cigarrillo y el cigarrillo le quedó colgando de un ángulo de la boca y tuvo que cerrar los ojos contra el humo, mirándola; ella tenía su vista fija en la criatura que jugaba junto a la tintorería; las letras de la tintorería eran plateadas y la T, que había sido una mayúscula pretenciosa, barroca, tenía sus dos extremos quebrados y en lugar del adorno quedaban dos manchas más claras que el fondo homogéneo de la tabla sobre la que muchos años habían acumulado su hollín; él tenía una voz autoritaria, viril, seca.
—Ya no te pones el traje blanco —dijo.
—No —dijo ella.
—Te quedaba mejor que eso —dijo él.
—Seguramente.
—Mucho mejor.
—Sí.
—Te has vuelto descuidada. Realmente te has vuelto descuidada.
Ella miró el rostro del hombre, las dos arrugas que caían a pico sobre el ángulo de la boca pálida y fuerte; vio la corbata, desprolijamente hecha, las manchas que la cubrían en diagonal, como salpicaduras.
—Sí —dijo.
—¿Quieres hacerte ropa?
—Más adelante —dijo ella.
—El eterno “más adelante” —dijo él—. Ya ni siquiera vivimos. No vivimos el momento que pasa. Todo es “más adelante”.
Ella no dijo nada; el sabor del whisky era agradable, fresco y con cierto amargor apenas sensible; el salón servía de refugio a la huida final de la tarde; entró un hombre vestido con traje de brin blanco y una camisa oscura y un pañuelo de puntas castaño saliéndole por el bolsillo del saco; miró a su alrededor y fue a sentarse al lado del mostrador y el patrón levantó los ojos y lo miró y el mozo vino y pasó la servilleta sobre la mesa y escuchó lo que el hombre pedía y luego lo repitió en voz alta; el hombre de la mesa lejana que oía al que hablaba volublemente volvió unos ojos lentos y pesados hacia el cliente que acababa de entrar; un gato soñoliento estaba tendido sobre la trunca balaustrada de roble negro que separaba dos sectores del salón, a partir de la vidriera donde se leía, al revés, la inscripción: “Café de la Legalidad”; ella pensó: ¿por qué se llamará café de la Legalidad? Una vez había visto, en el puerto, una barca que se llamaba Causalidad; ¿qué quería decir Causalidad, por qué había pensado el patrón en la palabra Causalidad, qué podía saber de Causalidad un navegante gris a menos de ser un hombre de ciertas lecturas venido a menos?; tal vez tuviera que ver con ese mismo desastre la palabra Causalidad; o sencillamente habría querido poner Casualidad —es decir, podía ser lo contrario, esa palabra, puesta allí por ignorancia o por un asomo de conocimiento—; junto a la tintorería, las puertas ya cerradas pero los escaparates mostrando el acumulamiento ordenado de carátulas grises, blancas, amarillas, con cabezas de intelectuales fotográficos y avisos escritos en grandes letras negras.
—Este no es un buen whisky —dijo él.
—¿No es? —preguntó ella.
—Tiene un gusto raro.
Ella no le tomaba ningún gusto raro; verdad que había tomado whisky tan pocas veces; él tampoco tomaba mucho; algunas veces, al volver a casa cansado, cinco dedos, antes de comer; otros alcoholes tomaba, con preferencia, pero nunca solo sino con amigos, al mediodía; pero no se podía deber a eso, a tan poca cosa, aquel color verdoso que le bajaba de la frente, por la cara ósea, magra, hasta el mentón; no era un color enfermizo pero tampoco eso puede indicar salud; ninguno de los remedios habituales había podido transformar el tono mate que tendía algunas veces hacia lo ligeramente cárdeno.
Le preguntó él:
—¿Qué me miras?
—Nada —dijo ella.
—Al fin ¿vamos a ir o no, mañana, a lo de Leites?…
—Sí —dijo ella—, por supuesto, si quieres. ¿No les hemos dicho que íbamos a ir?
—No tiene nada que ver —dijo él.
—Ya sé que no tiene nada que ver; pero en caso de no ir habría que avisar ya.
—Está bien. Iremos.
Hubo una pausa.
—¿Por qué dices, así, que iremos?—preguntó ella.
—¿Cómo “así”?
—Sí, con un aire resignado. Como si no te gustara ir.
—No es de las cosas que más me entusiasman, ir.
Hubo una pausa.
—Sí. Siempre dices eso. Y sin embargo, cuando estás allí…
—Cuando estoy ahí, ¿qué? —dijo él.
—Cuando estás allí parece que te gustara y que te gustara de un modo especial…
—No entiendo —dijo él.
—Que te gustara de un modo especial. Que la conversación con Ema te fuera una especie de respiración, algo refrescante, porque cambias…
—No seas tonta.
—Cambias —dijo ella—. Creo que cambias. O no sé. En cambio, no lo niegues, por verlo a él no darías un paso.
—Es un hombre insignificante y gris, pero al que debo cosas —dijo él.
—Sí. En cambio, no sé, me parece que dos palabras de Ema te levantaran, te hicieran bien.
—No seas tonta —dijo él—. También me aburre.
—¿Por qué pretender que te aburre? ¿Por qué decir lo contrario de lo que realmente es?
—No tengo por qué decir lo contrario de lo que realmente es. Eres terca. Me aburre Leites y me aburre Ema y me aburre todo lo que los rodea y las cosas que tocan.
—Te fastidia todo lo que los rodea. Pero por otra cosa—dijo ella.
—¿Por qué otra cosa?
—Porque no puedes soportar la idea de esa cosa grotesca que es Ema unida a un hombre tan inferior, tan trivial.
—Pero es absurdo lo que dices. ¿Qué se te ha metido en la cabeza? Cada cual crea relaciones en la medida de su propia exigencia. Si Ema vive con Leites no será por una imposición divina, por una ley fatal, sino tranquilamente porque no ve más allá de él.
—Te es difícil concebir que no vea más allá de él.
—Por Dios, basta, no seas ridícula.
Hubo otra pausa. El hombre del traje blanco salió del bar…
—No soy ridícula —dijo ella.
Habría querido agregar algo más, decir algo más significativo que echara una luz sobre todas esas frases vagas que cambiaban; pero no dijo nada; volvió a mirar las letras de la palabra Tintorería; el patrón llamó al mozo y le dio una orden en voz baja y el mozo fue y habló con uno de los dos clientes que ocupaban la mesa extrema del salón; ella sorbió la última gota del aguardiente ámbar.
—En el fondo, Ema es una mujer bastante conforme con su suerte —dijo él.
Ella no contestó nada.
—Una mujer fría de corazón —dijo él.
Ella no contestó nada.
—¿No crees? —dijo él.
—Tal vez —dijo ella.
—Y a ti, a veces, te da por decir cosas tan absolutamente fantásticas.
Ella no dijo nada.
—¿Qué crees que me puede interesar en Ema? ¿Qué es lo que crees?
—Pero, ¿para qué volver sobre lo mismo? —dijo ella—. Es una cosa que he dicho al pasar. Sencillamente al pasar.
Los dos permanecieron callados; él la miraba, ella miraba hacia fuera, la calle que iba llenándose, muy lentamente, de oscuridad, la calle donde la noche entraba en turno; el pavimento que, de blanco, estaba ya gris, que iba a estar pronto negro, con cierto reflejo azul mar brillando sobre su superficie; pasaban automóviles, raudos, alguno que otro ómnibus, cargado; de pronto se oía una campanilla extraña; ¿de dónde era esa campanilla?; la voz de un chico se oyó, lejana, voceando los diarios de la tarde, la quinta edición, que aparecía; el hombre pidió otro whisky para él; ella no tomaba nunca más de una pequeña porción; el mozo volvió la espalda a la mesa y gritó el pedido con la misma voz estentórea y enfática con que había hecho los otros pedidos y con que se dan el gusto de ser autoritarios estos subordinados de un patrón tiránico; el hombre golpeó la vidriera y el chico que pasaba corriendo con la carga de diarios oliendo a tinta entró en el salón y el hombre compró un diario y lo desplegó y se puso a leer los títulos; ella se fijó en dos o tres fotografías que había en la página postrera, una joven de la aristocracia que se casaba y un fabricante de automóviles británicos que acababa de llegar a la Argentina en gira comercial; el gato se había levantado sobre la balaustrada y jugaba con la pata en un tiesto de flores, moviendo los tallos de las flores viejas y escuálidas; ella preguntó al hombre si había alguna novedad importante y el hombre vaciló antes de contestar y después dijo:
—La eterna cosa. No se entienden los rusos con los alemanes. No se entienden los alemanes con los franceses. No se entienden los franceses con los ingleses. Nadie se entiende. Tampoco se entiende nada. Todo parece que de un momento a otro se va a ir al diablo. O que las cosas van a durar así: todo el mundo sin entenderse, y el planeta andando.
El hombre movió el periódico hacia uno de los flancos, llenó la copa con un poco de whisky y después le echó un terrón de hielo y después agua.
—Es mejor no revolverlo. Los que saben tomarlo dicen que es mejor no revolverlo.
—¿Habrá guerra, crees? —le preguntó ella.
—¿Quién puede decir sí, quién puede decir no? Ni ellos mismos, yo creo. Ni ellos mismos.
—Duraría dos semanas la guerra, con todos esos inventos…
—La otra también, la otra también dijeron que iba a durar dos semanas.
—Era distinto…
—Era lo mismo. Siempre es lo mismo. ¿Detendrían al hombre unos gramos más de sangre, unos millares más de sacrificados? Es como la plata del avaro. Nada sacia el amor de la plata por la plata. Ninguna cantidad de odio saciará el odio del hombre por el hombre.
—Nadie tiene ganas de ser masacrado —dijo ella—. Eso es más fuerte que todos los odios.
—¿Qué? —dijo él—. Una ceguera general todo lo nubla. En la guerra la atroz plenitud de matar es más grande que el pavor de morir.
Ella calló; pensó en aquello, iba a contestar, pero no dijo nada; pensó que no valía la pena; una joven de cabeza canosa, envuelta en un guardapolvo gris, había salido a la acera de enfrente y con ayuda de un hierro largo bajaba las cortinas metálicas de la tintorería, que cayeron con seco estrépito; la luz eléctrica era muy débil en la calle y el tránsito se había hecho ahora ralo, pero seguía pasando gente con intermitencias.
—Me das rabia cada vez que tocas el asunto de Ema —dijo él.
Ella no dijo nada. Él tenía ganas de seguir hablando.
—Las mujeres deberían callarse a veces —dijo.
Ella no dijo nada; el hombre rasurado de piel amarillenta se despidió de su amigo y caminó por entre las mesas y salió del bar; el propietario levantó los ojos hacia él y luego los volvió a bajar.
—¿Quieres ir a alguna parte a comer? —preguntó él, con agriedad.
—No sé —dijo ella—, como quieras.
Cuando hubo pasado un momento, ella dijo:
—Si uno pudiera dar a su vida un fin.
Seguía él callado.
Estuvieron allí un rato más y luego salieron; echaron a andar por esas calles donde rodaban la soledad, la pobreza y el templado aire nocturno; parecía haberse establecido entre los dos una atmósfera, una temperatura que no tenía nada que ver con el clima de la calle; caminaron unas pocas cuadras, hasta el barrio céntrico donde ardían los arcos galvánicos, y entraron en el restaurante.
¡Qué risas, estrépito, hablar de gentes! Sostenía la orquesta de diez hombres su extraño ritmo; comieron en silencio; de vez en cuando cruzaba entre los dos una pregunta, una réplica; no pidieron nada después del pavo frío; más que la fruta, el café; la orquesta solo se imponía pequeñas pausas.
Cuando salieron, cuando los recibió nuevamente el aire nocturno, la ciudad, caminaron un poco a la deriva entre las luces de los cinematógrafos. Él estaba distraído, exacerbado, y ella miraba los carteles rosa y amarillo; habría deseado decir muchas cosas, pero no valía la pena, callaba.
—Volvamos a casa —dijo él—. No hay ninguna parte adonde ir.
—Volvamos —dijo ella—. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?
Eduardo Mallea
MARÍA LUISA BOMBAL: LO SECRETO
Sé muchas cosas que nadie sabe.
Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.
Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.
Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.
Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…
Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.
Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.
Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.
Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.
Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba… algo así como un mensaje.
¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?
No lo sé.
Por mi parte debo confesar que lo entendí.
Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído…
—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas…
Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.
Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.
Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.
Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla.
Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.
El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo.
Sin embargo había aún peor:
Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.
—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora…
Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.
Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.
Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.
Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor soplo de viento.
—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.
La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano.
La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.
Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero. . .
—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante.
Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.
—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.
“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.
—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?
—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.
Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.
—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. . .
—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.
Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.
“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.
“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.
—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…
Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.
—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…
—¿Qué clase de bichos?
—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme…
—Ja. Y tú asustado, ¿eh?
—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .
El terrible no contesta.
Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.
A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.
—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.
Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.
—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar… sin embargo, nunca te oí blasfemar.
Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.
—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?
—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…
—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.
Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.
María Luisa Bombal Anthes
(Viña del Mar, 8 de junio de 1910 - Santiago, 6 de mayo de 1980) fue una escritora chilena, condecorada con el Premio Ricardo Latcham en 1974, con el Premio Academia Chilena de la Lengua en 1976 y el Premio Joaquín Edwards Bello en 1978. Aunque muchos intelectuales del país pedían que María Luisa recibiese el Premio Nacional de Literatura, éste nunca le fue concedido.
Su obra, relativamente breve en extensión, se centra en personajes femeninos y su mundo interno, con el cual escapan de la realidad. Destacó, además, por no vincularse a ninguna corriente de la época, alejándose conscientemente de Las vanguardias y el Criollismo. Sus obras más conocidas son las novelas La última niebla y La amortajada, y el cuento El árbol.