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viernes, 24 de septiembre de 2021

VICTORIA VARGAS PERALTILLA: EL INTÉRPRETE DE LA MUERTE

No sé dónde desperté o dónde vivo. Tengo un nombre en la mente y espero que sea el mío porque si no, ni siquiera eso sabré. Ignoro el cómo, por qué y dónde es que estoy caminando por estas calles siguiendo a un hombre que no conozco, pero que imito a la perfección sin desearlo. Mi cuerpo se mueve exactamente como él lo hace. Como si mil hilos conectados me movieran siguiendo la orden de alguien superior. Más que fuerza, lo que no tengo es conciencia para poder actuar por mí mismo. No tengo hambre o frío, no tengo calor o sueño, sólo unos pies que siguen un camino que no reconozco, un pasado que no recuerdo y la impotencia de no hacer más que seguir al hombre.

Siento transcurrir el tiempo de manera extraña, como si hubiera perdido su presencia, su color y hasta su esencia. Las personas a mi alrededor siguen sus pasos de lo más natural posible. A nadie parece extrañarle que una persona siga a otra imitándola perfectamente hasta el ángulo que se forma entre la distancia de una pierna con la otra.

Ha volteado un par de veces la cabeza hacia un lado. Supongo que para verificar la ausencia de autos al cruzar. Lo hace con tal precisión que la distancia constante que nos separa, encaja perfectamente con el tiempo que ambos necesitamos para cruzar. Ya son un par de veces que un auto pasa detrás de mí, en el instante justo, evitando cualquier accidente potencial de un sujeto como yo que camina por ahí sin control de sus movimientos.

Y con todos estos detalles que he podido percibir, también puedo imaginarme más o menos el rostro del hombre. Su perfil me revela que lleva unos anteojos grandes y oscuros. Es de tez morena, calvo y ligeramente alto. No es alguien imponente pero tampoco es modesto. Es como un gris colorido. Viste una camisa blanca, zapatos negros y un traje azul marino peculiarmente oscuro. He podido notar que, cuando el sol lo ilumina, el traje es claramente negro y al volver a la sombra vuelve a su color natural.

Desde hace dos cuadras que nuestra distancia se ha ido acortando. Antes estábamos a unos dos metros y medio, después a un metro y ahora estoy a unos cuatro pasos detrás de él.

Ha entrado repentinamente a una florería. Yo sigo siendo su reflejo obediente, uno que no protesta por el simple hecho de que no puede. Si él no habla, yo tampoco. Digo lo que él dice. Claro que no sé si el sonido que sale es el de su voz o el de la mía. Pero sin duda es un tono que seduce y asusta, es fiero y amigable, y en vez de atraparlo, el aire lo expande.

Atiende una mujer que obviamente ha sido golpeada por un novio o un marido abusivo y celoso. El insulso maquillaje puesto se ha ido con las lágrimas. Está tan sumergida en sus pensamientos, que demora en darse cuenta de nuestras presencias. Hace un intento rápido por limpiarse y se pone una gorra a modo de cubrir su rostro lo más que puede.

Él se queda mirando unas flores en particular. Ella pregunta si quiere un ramo simple o algún arreglo en especial. Como él no responde, ella le dice que tiene buen gusto, pues esas se las han traído en la mañana y, siendo otoño, están realmente relucientes. Aún se ven algunas gotas de rocío cayendo. De pronto él voltea en dirección a ella y obviamente, siguiendo al pie sus movimientos, yo también lo hago al unísono. Él le pregunta cómo se llaman. Responde que son unas “Purple Dream”.

Le insinúa que deben ser sus favoritas por el modo en que las nombra y ella le confirma. Me pregunto si no le parece extraño que yo siga sin decir nada, imitando exactamente lo que hace y dice. Estando ahí, parado detrás de él. Le dice un par de frases más sobre las flores mientras yo siento como mi boca se mueve acorde a la suya, aún sin poder distinguir cuál de los dos emite el sonido.

Cuando me doy cuenta, ha logrado hacerla sonreír. Me mira directamente y de algún modo se siente como si me confirmara lo que estuve pensando: no puede verme. ¿De qué sirve que lo imite?, soy sólo algo que está siempre detrás, sin el control para mover un dedo a voluntad. Entonces prefiero no pensar si estoy vivo o muerto, sólo seguiré dejándome llevar, esperando o tratando de romper estos hilos.

Le ha hecho un pequeño ramo de esas flores. Lo deja en el mostrador y se retira un momento a la parte más profunda de la tienda. Deja un billete y gira con dirección a la salida; yo lo sigo, naturalmente. La distancia se ha acortado dos pasos más sin darme cuenta y la visión que tengo ha cambiado: después de todo, yo soy más alto.

Siento algo en la mano, y como él no baja la mirada no puedo afirmar si es el ramo lo que percibo. Claro que es lo más probable. Estamos como envueltos en un mundillo propio, donde él parece no saber de mí, mientras que yo lo miro sin poder evitarlo.

Esta vez se detiene en un asilo de tamaño regular. Sube las escaleras como sabiendo exactamente a donde va y entra en una habitación que tiene la puerta abierta. Hay un anciano, con la espalda apoyada en la cabecera de la cama, mirando hacia el patio. Gira su rostro y gracias a ello puedo ver los recuerdos de una vida militar que parece más lejana de lo que en verdad es y que le pertenece al hombre que está echado. Sobresalen fotos y algunos reconocimientos; pero, más que nada: la imagen de éste y un niño, posiblemente su nieto.

Empieza a conversar con el anciano, y por estar pensando en la foto, no me percato que mi boca se mueve y que estamos parados a un costado de la cama. Nombran al joven que está en la parte de afuera recogiendo las hojas caídas como voluntario. Le comenta que el único que se acuerda de su existencia, es su nieto. Y que incluso hace labores como esas sin molestarse.

Se despide rápidamente y va directo donde el nieto. Le dice que hace bien en cuidar a su abuelo, que es una buena persona pero que algunas cosas son inevitables. El joven se extraña al no entender la referencia. Yo pienso que lo dice por su abuelo, siendo tan viejo podría estar cerca su muerte. Le preguntan de dónde conoce al anciano y él responde con algo más aún sin sentido: le asegura que lo acompañó en el campo de batalla.

Se va abruptamente sin darle tiempo a preguntar al nieto. Y al igual que éste yo me quedo con muchas dudas, pues él es más joven que el militar retirado. Además, su tono se escuchó muy serio.

Las calles parecen infinitas, pero voy al mismo ritmo que sus pasos. Y puede que hasta nuestros corazones vayan latiendo a la misma velocidad. Si es que el mío realmente aún puede hacerlo.

Esta vez se detiene en un funeral. Entra como si irrumpiera en una biblioteca: con los pasos suaves tratando de no hacer ruido, con la mirada fija y a la vez recorriendo el rostro de los presentes, con la sensación que no es su primera vez en ese lugar.

Entre tantos giros que ha dado su cabeza, he podido notar que los parientes del difunto están en la sala continua; entonces el cadáver debe estar en la puerta del fondo. Como me supongo, él va directo hacia allí. No puedo ver su rostro, así que no sé si está triste o serio.

Entra en la habitación y se acerca al ataúd abierto parcialmente. Inclina la cabeza y es cuando puedo observar el rostro del difunto. Entonces levanta lentamente su mano y se la pone en la frente del sujeto. Inmediatamente después que la roza, siento como entro en él. Por un segundo nos volvemos uno, y cuando separa su mano, salgo disparado de su cuerpo hacia atrás. Es tal el impacto que quedo en el suelo a un metro y medio de él.

Me siento algo mareado. De a pocos, cada músculo, fibra y huesos empiezan a moverse a voluntad, a conciencia. Son míos por entero y me obedecen a la perfección. Los hilos se han roto.

Mi vista tarda en aclararse y cuando por fin lo hace, puedo ver que él, al que he estado siguiendo, está enfrente de otro. Ambos se quedan mirándose, sin decir absolutamente nada. Él le hace una señal como indicándole que se dirija a determinado lugar. Y, extrañamente, le hace caso sin musitar nada. Mientras voy parándome, ese sujeto sigue directo no sin antes revelarme su rostro al pasar al lado mío.

No puedo equivocarme. Es sin duda el rostro del cadáver. Y más que eso, de algún modo tengo la certeza que es su alma; su cuerpo debe seguir echado pacíficamente en el ataúd.

Varias ideas pasan por mi mente pero sólo puedo pronunciar una. Le pregunto si estoy vivo. Y él me responde con un gesto: “Sí, sígueme”. Sale del lugar a paso rápido. Dudo, pero mi curiosidad y anhelos de saber son más fuertes que una conciencia recién recuperada.

Otra vez estoy caminando detrás de él, pero esta vez por decisión propia, con mis miembros moviéndose a voluntad y del modo que yo quiera. El tiempo me sigue pareciendo inconsistente: o pasa muy lento o muy rápido, mas no de manera natural. Me voy percatando, por algunos anuncios en la calle, que ha pasado un día desde que entramos en la florería. Lo sé por el calendario que vi a través de él cuando estuvimos ahí. Aún tiene el ramo de flores en la mano, pero no entiendo cómo hizo para que estén negras.

Entonces para súbitamente mis pensamientos. Me indica que mire al frente donde hay una ambulancia estacionada. Unos paramédicos están anotando los datos de la reciente muerte de un sujeto por un paro cardiaco. Al principio me sorprendo porque parece tan joven que nadie pensaría que esa fue la causa de su muerte, después entro en semi pánico emocional cuando reconozco su rostro. Es el nieto del abuelo militar.

El hombre al que sigo, levanta con suavidad su mano y la inclina levemente a un lado. El nieto se levanta, la ambulancia se cierra y se va. Éste permanece ahí, mirando directamente al hombre a mi costado, quien le indica que siga, y lo hace.

Ahora sí estoy completamente seguro que se trata de su alma. Estaba a punto de preguntarle pero empezó a caminar de nuevo. Algo en mí me dice que no es el momento, por lo que lo sigo. Otra vez, lo sigo.

Se detiene frente a un quiosco, y mira fijamente el titular de uno de los periódicos. Sé que lo hace para que yo me fije. Y por alguna razón no me sorprende lo que leo. El encabezado hace referencia al suicidio de una joven dama quien no soportó más los abusos de su pareja. Efectivamente, es la florista.

Él sigue caminando y esta vez entiendo la ruta. Está yendo hacia el cementerio. Al llegar encuentra al instante la tumba de la mujer. Se queda mirando el recordatorio en la lápida, e irónicamente coloca las flores “Purple Dream” que ella misma le dio. Y en el instante que éstas tocan la lápida, no sólo me doy cuenta que de negras regresan a ser moradas, sino que… ¿quién más guía a las almas al otro lado del río… a la otra vida? Debe ser la misma muerte a quien he estado siguiendo.

Él se para, voltea y me mira. Se quita los lentes y sus ojos son blancos en su totalidad. Es tan penetrante que me estremece un primer instante, luego me tranquiliza, y finalmente me da una sensación de paz y felicidad, una que esta entre lo melancólico y lo eufórico.

No dice una palabra, su rostro no enmarca algún gesto, pero de algún modo entiendo todo con tan sólo ver su mirada directamente.

Y es que sin duda él es la “muerte” misma. No sé por qué, al no poder hablar con sus clientes en espera, buscó la oportunidad de hacerlo antes que murieran. Desconozco el cómo y la razón de que me escogiera. Y algo me dice que lo he acompañado a otras muertes antes de que tome conciencia de que lo estaba siguiendo.

Ahora que entiendo que fui el intérprete de la muerte, sé que los hilos ya se han roto por completo. A través de mí, pudo al menos en esta oportunidad cumplir su deseo. Ahora estoy libre pero no recuerdo nada de mi vida anterior a esto. Él inclina la cabeza en modo de agradecimiento y se va. Esta vez no tengo el deseo de seguirlo y, aunque lo tenga, siento que ya no me dejará hacerlo. Es más, ni siquiera estoy seguro si podré seguir distinguiéndolo. Sea esta o no la última vez que pueda, me siento satisfecho con mi trabajo no deseado, el que al final de cuentas disfruté.

Me pregunto si yo pedí serlo o él simplemente me escogió, si acaso mi falta de memoria es una especie de pago, o sólo un requisito, o simplemente un efecto secundario. ¡Ah! Yo pensando que no me veían, cuando eran ellos los incapaces de ver a la muerte.

Victoria Vargas Peraltilla
Arequipa. 1996. Ha cursado estudios de Medicina en la Universidad Católica de Arequipa. En 2016 publicó el libro de cuentos Coleccionista de almas (Cascahuesos Editores, 2016). Su segundo libro de cuentos, El intérprete de la muerte (Surnumérica, 2018).

Fuente: El Buen Librero

ENTREVISTA A MAXIMILIANO J. BENÍTEZ

 Un hombre de otro tiempo

Por Miguel Esteban Torreblanca

Maximiliano J. Benítez nació en Buenos Aires, en 1976 y reside en Madrid desde mediados de los noventa. Cursó diversos estudios en el campo de la literatura (Centro Cultural Rojas. Buenos Aires), las artes plásticas (Escuela Garaycochea), y la música (Sindicato Argentino de Músicos). Fue, durante cuatro años, uno de los administradores de un espacio de arte en la red: La emboscada de los niños-búho; en el que, además de difundir su obra, se brindaba espacio y visibilidad a artistas plásticos, escritores y músicos de todo el mundo.

En la actualidad gestiona un blog personal: ernestocobos.blogspot.es además de colaborar en la revista digital Inmediaciones.org. Ha publicado dos novelas de corte autobiográfico: Las tinieblas del pensamiento (primera y segunda parte) y Un hombre de otro tiempo (Ediciones Camelot, 2018).

¿Cuándo le surgió la idea de escribir su novela?

—Supongo que cuando llevaba o recogía a mi hija del colegio y veía a tantos niños pegados a las pantallas de móviles de última generación.

¿Qué ventajas tiene una narración de este tipo?

—Me siento cómodo escribiendo en primera persona, si es que eso puede ser considerado una ventaja. Tengo mis dudas.

¿Cree que las sociedades están mejor preparadas para avanzar que para retroceder?

—Vivimos una época especialmente paradójica: avanzamos a toda prisa pero hacia el precipicio. Y al que crea que este es el mejor de los mundos posible, que se dé una vuelta por África, Asia o América a ver si continúa pensando lo mismo. Avanzamos, sí, pero con pies de cangrejo.

¿Cree que la tecnodependencia que ya emerge hoy puede tener consecuencias psicológicas graves en el futuro?

—Creo que el deterioro es tan evidente y tan contemporáneo que acabará arrancando de cuajo la poca humanidad que nos queda a golpe de selfies. Si cada época está marcada por una crisis, en este caso la del hombre cada vez más encapsulado, esa época acaba de empezar.

¿Cree que los gobiernos y las grandes corporaciones ocultan la mayor parte de los avances que utilizan para vigilar a la población y manipular el poder económico?

—Venimos a este mundo sin pedirlo y cuando comenzamos a soñar y a querer ser, nos dicen que únicamente vamos a convertirnos en engranajes. Que se lo pregunten a Julian Assange sino.

¿Eligió la editorial o le eligió ella a usted?

—Envié el manuscrito a varias editoriales. Unos meses más tarde, dos editoriales se pusieron en contacto y me decanté por Ediciones Camelot. Luego supe que se trataba de una editorial asturiana lo que me alegró mucho más todavía.

¿Uno escribe por necesidad o por inconsciencia?

—Siempre por necesidad. Que luego se libere o no el inconsciente es otra cosa.

¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

—De niño hacía comics, historietas. La primera fue, si no recuerdo mal, “La lámpara de Aladino”, con siete años. Los personajes eran los típicos palitos por brazos y piernas y un círculo por cabeza.

¿La mentira caracteriza nuestras relaciones personales?

—Quiero creer que no.

¿Son los escritores –poetas- unos fingidores, como decía Fernando Pessoa?

—Ante todo creo que los escritores, los poetas, son lectores voraces. Una finísima y permeable capa del yo les convierte en grandes sufridores, y, finalmente, acaba escribiendo. No veo a los escritores como “fingidores” sino más bien lo contrario: encarnan de tal manera lo que escriben que acaban padeciéndolo.

¿La novela actual va hacia géneros híbridos?

—Habría que hacer una simple diferenciación: Literatura-Narrativa comercial.

¿Cuántas voces utiliza en “Un hombre de otro tiempo"?

—La novela está escrita en primera persona.

¿A qué escritor, vivo o muerto, retarías a un duelo de espada en un molino al amanecer?

—A Sábato. Le diría: ¿nos suicidamos juntos, Ernesto? Y él respondería a modo de disculpa: Todavía no, tengo planes.

¿Si tuviera que definir con pocas palabras su último trabajo y convencer a los lectores de que es una buena e interesante lectura, con qué palabras lo harías?

—Les diría que, Un hombre de otro tiempo, es una metáfora de la soledad, del encapsulamiento de una sociedad que se pretende moderna y rutilante pero que en realidad está esclavizada a la tecnología y al consumismo más febril. Y luego, en plan vendedor de enciclopedias, les diría lo que un lector me comentó en su momento: “Tu novela parece la película Un día de furia, pero a la española”.

¿Cuéntenos algún plan de tu futuro inmediato que aún no sepamos?

—Pues, tras casi dos años de trabajo, estoy a punto de publicar otra novela, de momento es lo único que puedo adelantar.

(Miguel Esteban Torreblanca / Todo Literatura)

ENTREVISTA A HUGO TOSCADARAY

 “Las palabras no son otra cosa que artefactos para alzar o derribar el poema”

Por Rolando Revagliatti

Hugo Toscadaray nació el 26 de agosto de 1957 en la ciudad de Buenos Aires, la Argentina, y alterna su residencia entre su ciudad natal y la ciudad de San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires. Integró los grupos literarios “El Taller del Sur – Resistencia Cultural”, “Tome y Traiga” y “La Sociedad de los Poetas Vivos”. Poemas suyos fueron incluidos, por ejemplo, en las antologías “Testigos de tormenta” (1995), “Cuerpo de abismo” (1999), “Poesía en tierra” (2004), “Canto a un prisionero (Antología de poetas americanos: Homenaje a los presos políticos en Turquía)” (2005). Obtuvo primeros premios en España y Brasil, y entre otras distinciones, la Mención de Honor del Premio Hispanoamericano del Diario “La Nación”, en 1998. Colaboró en las revistas argentinas “Amaru”, “La Carta de Oliver”, “El Aleph”; en “Babel” de Venezuela; en “Prometeo” de Colombia; en “El Lagarto Verde” de México, etc. Fue co-coordinador de dos cafés literarios en la década del noventa. Publicó los poemarios “10 Tangopoemas y 3” (1989), “La isla de la sirena de las escamas de fuego” (1995), “Naufragario” (1997), “Amantes zodiacales” (1999), “El nadador unánime” (2004), “La balada del pájaro tinto” (2005), “Los pasajeros de Renca” (2006), “Fuego negro” (2011).

1 — ¿Cómo has ido (y venido)? ¿Cómo vas?...

HT — Cuando cumplí cincuenta años me miré en el espejo, entonces vi señales que antes no estaban. Pero me dije: El tiempo no existe. Luego recibí un llamado por el que supe que un amigo muy querido había muerto. Pero me dije: El tiempo no existe. Después llegó mi pequeña hija casi hecha mujer. Pero me dije: El tiempo no existe. Finalmente giré la cabeza y vi que el camino hacia atrás era mucho pero mucho más largo que el que tenía por delante. Pero ya no me importó porque lo que había detrás era tan fuerte, tan poderoso, como aquello que aún estaba por venir. Como he manifestado en otras oportunidades, nací en el barrio de Villa Luro. Porteño por nacimiento y andanza, virginiano por naturaleza y cronopio por decantación mágica (o al menos es lo que me dijo Cortázar en el ‘84 tocándome el hombro). Mi infancia (sus increíbles tesoros) y mi barrio son mi andamiaje, mi única patria y mi bandera. Soy un muchacho triste que siempre anda contento. He vivido en muchos barrios de mi ciudad natal, pero he dormido en todos. También he vivido en el faldón del Cerro Uritorco entre hippies y alucinados. Y además en la ciudad capital de la provincia de San Luis donde conocí el insomnio y la desesperanza. He trabajado en el puerto de Buenos Aires muchos años junto a los barcos que alimentaron mi sed. Tengo un master en supervivencia y otro en soñar despierto. Fui publicista, vendedor de perfumes sofisticados, fundidor de iniciativas comerciales, burócrata y coordinador de talleres literarios, empezando por centros barriales, hasta la Universidad Nacional de San Luis. También ejerciendo el periodismo en diferentes espacios, como las llamadas, en su momento, FM Truchas o en la FM Universidad, y en distintas revistas y periódicos barriales. Hoy lo sigo haciendo en una radio cultural y en desperdigados impresos. Por definición callejera fui un atorrante desde la adolescencia, es decir, una especie de fauno que deambulaba por los bares en las noches de la gran ciudad, hasta que vino el fantasma del paso del tiempo y me anunció con su matraca el fin del recreo. Amigo fervoroso, bohemio incorregible, dionisíaco en las mesas e intrépido en los funerales; simpático a veces, cabrón muchas y melancólico siempre hasta la pesadilla. Olvidé cada fracaso para reincidir después en cada uno, tanto hasta lograr corporizar al dolor para que fuera mi amigo. Amo el rumor de los pájaros, la solemnidad de los escarabajos, la música del agua y los abrazos, la rebelión de los abrazos. Amo la lluvia, el perfume de las hojas quemadas en otoño y las tormentas. Amo la noche, los bodegones hundidos en la noche, los barcos y los puertos, las cocinas humeantes, las asambleas populares y el canto colectivo. No hablo del odio, el rostro aciago del amor, porque voto al amor y su faena; mas desprecio la injusticia y la violencia cotidiana de los poderosos sobre los que no tienen nada. Aborrezco además a los automóviles porque matan al hombre más que las fieras; a los teléfonos porque carecen de piel y de temblores y a los aviones porque despojaron del misterio a las enormes distancias. No creo en dios alguno, pero parafraseando a Robert Desnós “Tengo un profundo sentido de lo infinito, lo que me hace tan religioso como cualquiera”. Pienso, por otra parte, que sin misticismo no hay arte. Todo poeta es místico. Además de todo esto, voy enamorado.

2 — ¿Qué programas radiales estás conduciendo? ¿Qué te demanda cada uno en su producción?

HT — Cuatro son los programas a mi cargo en la FM Origen —Radio Cultural— 102.9: “Las Cosas y los Días”: periodístico de noticias, lunes a viernes de 11 a 13 horas; “Alrededor de la Medianoche”: dedicado al jazz, lunes, miércoles y viernes de 22 a 24 horas; “El Caballo en el Tejado”: dedicado a la poesía, martes de 22 a 24 horas; “Casa de Náufragos”: sobre el hombre y su entorno, jueves de 22 a 24 horas. Con relación a la producción de cada uno —porque soy el productor de mis propios programas—, lo que me demandan es tiempo, concentración y —lo que más me exijo— el buen gusto. Hay programas como el de 11 a 13, que me ocupa toda la mañana ya que debo levantarme muy muy temprano, leer las noticias, elegir las que me parecen relevantes pero que además se ocultan en los grandes medios, masticarlas, reflexionar sobre cada una y a partir de allí armar el discurso comunicacional. A todo eso debo agregar la elección de la música para cada una de esas noticias. El caso del programa de jazz es bien diferente porque lo que hago es elegir uno o dos intérpretes, buscar el material biográfico sobre cada uno y luego la mejor parte: seleccionar la música. En el caso del de poesía, el modus operandi es similar: opto por la obra de un poeta, selecciono el material para dos horas de programa y le sumo un intérprete para la música, generalmente instrumental, que acompañará los textos. Finalmente “Casa de Náufragos”, que es el que más disfruto y —por los muchos y diversos comentarios que recibo— el que más disfrutan los oyentes. Es un programa de tono intimista, lo que se denomina “un programa de autor”. En él tomo un tema diferente en cada entrega, que van desde La Soledad o La Infancia hasta La Guerra o Los Medios de Comunicación, desde El Vino o El Tabaco hasta La Democracia o La Explotación. Siempre es un tema central desde el cual expongo mis sentires y mirares. También es el programa que mayor producción requiere, ya que cuenta con unos veinte textos para cada noche de jueves y la particularidad del eclecticismo en la música; nunca repito un mismo género en cada emisión: hay un tango, una cueca, un landó peruano, música gitana, jazz, fado, chansón, en fin, trato de acompañar cada texto con lo que emotivamente me lleva a una música y muchas veces a una región particular. Como verás, Rolando, podríamos decir que es insalubre, pero eso sí: me mantiene despierto y muchas veces exultante.

3 — Siendo un veinteañero formaste parte de “El Taller del Sur — Resistencia Cultural”. ¿Con quiénes, cómo resistían en plena dictadura cívico-militar?

HT — Yo militaba en una organización de izquierda (lo hice desde el 74, en la secundaria, hasta iniciado el nuevo siglo) y estaba de novio con la que fue mi primera pareja. Ella es pintora y vivía en Sarandí-Avellaneda. Nos movíamos en ese entorno de artistas y bohemios. En el 79 decidimos estar en la calle con lo que cada uno hacía, de ese modo tomábamos, por ejemplo, el Parque Domínico y montábamos la muestra de pintores y la lectura de poemas, habitualmente parados en los viejos bancos de mármol del parque. A veces alguien cantaba y otras, alguien bailaba. Esto lo hacíamos itinerante, mudábamos la muestra cada domingo. Cuando aparecían “caras extrañas”, nos íbamos. Te debo los nombres, alguien podría ofenderse con estos recuerdos, es gente que dejé de ver hace mil años. Lo que podría agregar es que hacia el final de esta etapa y por contactos surgidos de ella, comencé a frecuentar las oficinas de la Editorial Botella al Mar. Allí conocí y confraternicé hasta su fallecimiento con Arturo Cuadrado; y con Francisco Madariaga, Élida Manselli, Alejandrina Devescovi, Irene Marks, Francisco Squeo Acuña, Carmen Bruna, Horacio Laitano, Eduardo Biravent, Carlos Giovanolla (quien publicó mi primer poemario en su Editorial El Cañón Oxidado), y otros cuyos nombres ahora se me escapan. El caso es que los jueves a la tarde/noche en la oficina de la calle Viamonte se armaban unas reuniones formidables en las que las conversaciones y la risa eran el centro.

4 — Pocos años después, durante el gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín, integraste “Tome y Traiga”, el grupo multicultural dirigido por los poetas Armando Tejada Gómez (1929-1992), Héctor Negro (1934-2015) y Hamlet Lima Quintana (1923-2002). ¿Cómo eran ellos entonces, de quién te sentías más próximo, con qué palabras los evocarías?

HT — El “Tome y Traiga” duró poco, una pena, era un buen proyecto. Nos juntábamos al inicio en el sótano de “LiberArte” y al fin terminamos en el sótano de una pizzería en Villa Crespo, que se inundaba con las lluvias porque estaba a la altura del arroyo Maldonado, sobre la Avenida Juan B. Justo. Probablemente lo más significativo de esa experiencia para algunos de nosotros haya sido que funcionó como embrión de lo que muy poco después fue la conformación de La Sociedad de los Poetas Vivos. En el “Tome y Traiga” nunca sacamos la cuenta real del número de artistas y escritores, pero éramos un montón. Había de todo, poetas, narradores, músicos, bailarines, plásticos. En fin, era una movida que iniciaron quienes nombrabas, tipos con un prestigio bien ganado como poetas, pero también como militantes del campo popular. Tanto Armando Tejada como Héctor Negro fueron siempre generosos y abiertos conmigo. Con Armando discutíamos bastante, “sin perder jamás la ternura”, pero bastante. Era habitual que reclamara de mí un “compromiso con la poesía popular” —cosa que invariablemente yo desestimaba— y enfatizaba, además: “Dejá el surrealismo porque eso distrae”. Cuando terminaban esas pequeñas trifulcas, me abrazaba y me repetía que “a pesar de todo” le gustaban mis poemas. Discutíamos, sí, pero también nos reíamos mucho. Con Negro fortalecimos la relación con el paso del tiempo. Tuvimos encuentros con más frecuencia en los últimos años que al inicio. Con quien siempre me sentí más hermanado fue con Hamlet. Creo que tiene que ver con el simple hecho de que Hamlet andaba más por el centro, por los bares que yo frecuenté casi toda mi vida y era muy común, casi cotidiano juntarnos alrededor de una ginebra y quedarnos hasta el amanecer hablando de las cosas de la vida, como hacen los amigos.

5 — Como Lima Quintana, Tejada Gómez y Héctor Negro, también poemas de tu autoría fueron musicalizados, en tu caso por Carlos Andreoli, por Moncho Mierez. ¿Nos contás sobre esta arista?

HT — Sí, y también por Hugo Pardo y por Juan Carlos Muñiz. Yo no soy letrista, siempre lo puntualizo, soy un poeta que algunas veces escribe un poema para ser cantado. Y eso es todo. No conozco las reglas de la letrística ni me desvela conocerlas. Desde la infancia he tenido una asombrosa facilidad para la rima. En mi casa natal se escuchaban canciones todo el día y deduzco que mi oreja se acostumbró a eso. Para mí escribir una letra es un recreo; lo lúdico, me distrae, y especialmente me saca de ese lugar fangoso del poema. Obviamente que este comentario no va en detrimento de los letristas entre quienes tengo amigos entrañables, ni debo aclararlo, pero escribir la letra de una canción no me quita el sueño. El poema sí me quita el sueño.

6 — Aunque probablemente no te has esmerado en difundirlos, tenés tu experiencia como bloguero: ¿cuántos blogs tuviste, tenés, con qué perfil cada uno?

HT — ¡Ah! Los blogs, claro, nunca lo menciono ni hago hincapié porque seguramente me resulta algo natural. Un blog para mí es como sentarme con amigos a beber algo y contarles qué poetas me gustan. Tengo uno de poesía contemporánea: El Naufragario. Otro de poesía argentina: Las Cosas y el Delirio. Otro de poesía del mundo: Infierno Alegre. Y otro en el que voy desde poemas más extensos hasta ensayos o crítica poética: La Nube Centrífuga. Pero hay más: uno con poemas míos que muy raramente expongo; otro con textos de mi programa radial: Casa de Náufragos; y otro muy querido: Andanzas y Abismos de Monsieur Saralegui, en el que aparece toda mi veta callejera, toda la cosa del barrio, en fin, el humor que me ha salvado la vida infinidad de veces.

7 — ¿Observaciones, anécdotas originadas en encuentros de poetas en los que hayas participado?

HT — Concurrí a encuentros de poetas desde muy temprano. En Capilla del Monte, Chilecito, Monteros, Luján de Cuyo, Rosario, Gualeguay, Santa Fe, Mendoza, San Juan, Neuquén, distintas ciudades del interior de la provincia de Buenos Aires: desde hace más de treinta años que ando con la mochila llena de gente. En las anécdotas no voy a detenerme porque podría llenar un libro con ellas. Pero puedo contar una a modo de ejemplo: El primer encuentro nacional de poetas al que es invitada La Sociedad de los Poetas Vivos se realizó en Luján de Cuyo, provincia de Mendoza, en 1991. Hacia allí partimos Marcos Silber, Carlos Carbone, Jorge Propato y yo. Eugenio Mandrini, que es como decir “mi padre”, siempre reacio a viajar lejos, se quedó en Buenos Aires, y en Mendoza nos esperaba el otro integrante del grupo, Carlos Levy (años después, ya en este nuevo siglo, se sumó Santiago Espel). La cosa es que cuando el micro —en el que viajaban cuatro monjas y siete gendarmes, detalle que nos llevó a bromear todo el trayecto— efectuó la primera parada en Pergamino, pedimos papas fritas. Nos trajeron un paquete de papas saladas y no hubo modo de que el mozo entendiera que era otra cosa lo que habíamos pedido. En la segunda parada, en Villa María, sucedió exactamente lo mismo: un calco. Cuando llegamos a la terminal de Mendoza, ya desesperados por una fuente de papas fritas, nos metimos en el primer comedero que encontramos. Pedimos una fuente de papas fritas y nos trajeron un paquete de papas saladas. Fue una larga semana sin esas papas y nuestro deseo había cobrado ribetes de desproporciones, se convirtió en un tema central. El último día, parados frente a la combi que nos llevaría a Mendoza, nos llamó la atención que Marcos —el más puntual de nosotros— no apareciera. Minutos después hizo Marcos su entrada épica: portaba una enorme bolsa con papas fritas después de convencer al dueño de una rotisería que las hiciera cuando el hombre ya estaba cerrando su negocio. Nunca sabremos cuánto le costó esa fritanga. Pienso que los encuentros sirven para eso, para encontrarse con seres con los que uno termina hermanado y también, vale decirlo, con desencuentros con otros seres. A mí personalmente (y eso que soy de Buenos Aires y uno erróneamente da por sentado que en Buenos Aires estamos todos) me ha servido para conocer en otros sitios gente maravillosa, a la que quisiera ver más seguido. En resumen, los encuentros sirven para escuchar y conocer otras voces, otros tonos bien diferentes al de uno y entre sí, pero fundamentalmente para entrelazar afectos que han de ser, muchas veces, indestructibles.

8 — Hay un Toscadaray dramaturgo. De refilón he sabido que una pieza tuya se titula “Paradero Singapur”. Contanos, Hugo, sobre ella, si se estrenó, de qué trata, y eventualmente sobre otras que pudieras haber escrito.

HT — ¡Uh, bueno! Durante mi residencia en el barrio de San Telmo (casi dos décadas) me relacioné con personas de teatro vinculadas al Teatro Escuela. Cuando supieron que escribía, uno me pidió un monólogo para presentar en clase. Ése gustó y llegó otro pedido. Y luego otro. Así es como empecé a escribir monólogos. Hasta que una muy querida amiga con un cargo en el Instituto Nacional de Cine y muy conectada con ese ambiente, me preguntó si me animaba a escribir una obra de teatro. Yo era joven e inconsciente y le dije que sí. La obra en cuestión se llamó “Paradero Singapur”. En el fondo no era otra cosa que un pariente de “Esperando a Godot”, pero estaba bien y le gustó al productor cuyo nombre —gracias a los dioses— he olvidado. El productor en cuestión un día desapareció con el original (era el único ejemplar, porque en esos tiempos era caro hacer cien fotocopias), y por más que con mi amiga lo buscamos, el tipo y la carpeta se hicieron humo. Es el motivo por el cual no quise escribir nunca más teatro. Seguramente el espíritu de Moliere debe estar muy agradecido.

9 — Un domingo por la tarde, mateando en mi casa con cuatro personas más, algo nos empezaste a contar sobre una novela que te gustaría escribir, sobre personajes de ella de los que te valés para expresar ciertas ideas y opiniones y aspiraciones. Ahora tenés todo el espacio para pormenorizar sobre esa novela y sus personajes.

HT — Sí, recuerdo la charla. Aquí valdría una introducción. Tengo una teoría sobre mí mismo y es la siguiente: de pibe yo quería ser músico, mis padres me mandaron al conservatorio y era muy bueno en solfeo y teoría, pero mis manitas no obedecían y aunque incursioné en alguna banda barrial de rocanrol, desistí. Derrotado por mi torpeza decidí que debía ser pintor, amo la pintura. Mi ex mujer es pintora y además nieta de Miguel Diomede, uno de los padres del impresionismo argentino, pero mi torpeza de nuevo me indicó que no me alcanzaba con los parentescos prestados y me decidí por la escritura. Comencé con la narrativa, relatos fantásticos y siempre breves. Algunos llegaron a publicarse en revistas literarias, de esas barriales. Pero si tenía que extender el relato lo dejaba a medio hacer. Me agotaba. Así descubrí que lo mío era la poesía. O como decía un narrador chileno amigo mío: la poesía es fácil porque hay que escribir poquito. Es decir: llegué a la poesía de la mano del puro fracaso, fue mi último recurso. Ahora en serio: creo que soy poeta porque pasé por todas esas disyuntivas sin las cuales no hubiera encontrado mi propia voz, pero fundamentalmente lo soy porque la palabra es lo que mejor me define. Lo de la novela —y lo anterior venía a cuento— es una idea de muchos años que nunca termino de comenzar por el esfuerzo que —descuento— me implicaría. Los personajes son los mismos que aparecen en uno de los blogs que ya mencioné: Andanzas y Abismos de Monsieur Saralegui. Y ellos son personajes que me acompañan desde hace décadas, personajes que he utilizado no sólo en la escritura de relatos, no sólo en las redes sociales, sino también en uno de mis programas de radio. Monsieur Saralegui, don Lupercio, Joe Cannabis, Nina Molotov, el viejo Torrejona o el ñato Partagás, entre otros, son personajes que se desenvuelven en un mundo de conversaciones bizantinas, divagaciones variadas y acciones bizarras. Tengo muchos capítulos por terminar y lo más importante: tengo el inicio, el nudo y el remate, es decir: una historia que contar. Pero por todo lo que enumero antes, me da fiaca. Quizá algún día pueda sentarme y terminarla. Ya que lo pedís, Rolando, y como muestra, dejo aquí uno de los breves diálogos que se dan entre capítulo y capítulo: “¡Vamos a armar un poco de bardo, hablemos de arte! Dijo en alta voz Monsieur Saralegui mirando de reojo a don Lupercio y a Joe Cannabis que se apoderaban sin disimulo de unos bocadillos vascos rellenos de anchoas y se servían sin detención un borgoña bien grueso que estaban sobre el mostrador del bar Los Bizantinos, valiéndose de que el viejo Torrejona —agachado y sin poder verlos— acomodaba sus célebres almorranas. ¡Ojo, lo van a destronar, Saralegui! Gritó el japonés Brailowsky mientras aprovechando la distracción del adversario “repatriaba” en el tablero un alfil que le habían comido 5 minutos antes.
— Le cuento, don Lupercio, que, en el locutorio de las hermanitas Molotov, Cannabis y yo escuchamos a uno diciendo que es poeta o algo así y el tipo gritaba en la cabina que no lo inviten a lecturas ni encuentros ni festivales de poesía porque “él está en el futuro”. Qué paparulo ¿no? ¡Si está en el futuro cómo lo van a invitar ahora! ¿Usted qué piensa?
— No le puedo decir nada, Saralegui, yo miro una botella estacionada y me da vértigo.
¿Quién era el poeta?
— No sé, no lo conocemos, don Lupercio. Usted sabe que yo me la paso leyendo y leo y leo tanto poeta minimalista, tanto fen shui, tanto sushi, tanto poema bambú y no me lo creo. Qué se yo, no sé si será amarretismo expresivo o pura moda o las dos cosas juntas. No hay extrañeza, no hay revelación, no hay impulso. Pienso en los poetas que me acercaron a la poesía y me entra una tristeza que ni le cuento. Y claro, a esta época le conviene que los poetas sean unos dormidos, no vaya que se les dé por romper algo. 
¿Y usted qué me dice de este tópico, don Lupercio?
— Lo que yo puedo decirle es esto, Cannabis: la heladera Siam 90 fue lo más bendito que este país nos ha dado.
— Cambiando de tema, hace tiempo le quiero hacer una pregunta: ¿Usted alguna vez tuvo automóvil, don Lupercio?
— ¡Pero no, Saralegui, si yo siempre viví en Villa Luro!”

10 — ¿Qué es lo que más te ha importado —por así decir— y te importa de la poesía?

HT — Lo que más me ha importado siempre es la poesía (quienes me conocen lo saben y algunos hasta lo han sufrido), pero la poesía en su estado vital, algo de ella que no se momifica en la escritura, sino que se continúa y extiende: las impresiones, las emociones, los gestos, lo sutil y lo espeso, lo que flota o se arrastra. Lo que rechaza o abraza. Los datos, los números, lo probatorio de los objetos siempre han sido para mí un obstáculo o una prueba por demás insuficiente de lo inatrapable. Es decir, descarto, me quedo al fin con lo que más me interesa: la búsqueda de la trasparencia.

11 — Rozás el tema de que no poseés ni un ejemplar de algunos libros de tu autoría.

HT — Soy un tipo sumamente descuidado en estas cuestiones, y a tal punto lo soy que, en efecto, ni siquiera he guardado para mi biblioteca un ejemplar de cada uno de mis libros (ni qué hablar de revistas y artículos en diarios). Como ejemplo de esto creo que es significativo que jamás guardé ni diplomas ni objetos ni premios que fui desperdigando en las manos de las personas que quiero. Es decir, que hay libros míos que yo no tengo, con excepción de “Tangopoemas” y “Naufragario”, porque mis viejos conservaron un ejemplar de cada uno, y de “Fuego negro” porque es el más cercano en el tiempo y mezquiné los últimos ejemplares.

12 — ¿Thelonious Monk (1917-1982), Ella Fitzgerald (1917-1996), Django Reinhardt (1910-1953), Nina Simone (1933-2003), Enrique “Mono” Villegas (1913-1986) o Billie Holiday (1915-1959)?...

HT — Al “Mono” Villegas tuve la suerte de escucharlo muchas veces en vivo y el mejor de esos recuerdos fue durante un ciclo que hizo Manolo Juárez con diferentes pianistas. Una noche compartieron el escenario, la música y los chistes dos tipos geniales, uno era el “Mono”, el otro, el “Cuchi” Leguizamón. Aquello fue de antología. Con respecto a las cantantes tengo una particular debilidad por el estilo desgarrado de Billie Holiday y gran admiración por la capacidad de la Fitzgerald —como de Sarah Vaughan—, especialmente cuando encaran el scat. Pero mi cantante de jazz preferida es Carmen McRae porque al escucharla a ella sola, las escucho a todas. De Django Reinhardt puedo decir que la mixtura entre su enorme talento y su historia personal, es decir: las dificultades que limitaban su expresión, lo convirtieron en un músico indispensable, aunque —debo ser sincero— el hot jazz no es de mi preferencia. Ahora, si de todos los admirados músicos e intérpretes que mencionás debo elegir a uno para hablar de jazz, sin pestañear lo elijo a Monk. Porque Monk define el espíritu de lo que en mí sucede frente a la magia de la improvisación y especialmente en el bebop, que es —dentro de mi canal emotivo— el jazz por excelencia. Estos locos que un día inventaron una música para que los blancos no se la robaran como había sucedido con el swing, entraron en mi adolescencia con una coctelera de fuego. Bird, Dizzy, Monk, Bud Powell, Mingus y algunos otros me señalaron los caminos de la rebelión del espíritu, como lo hicieron casi al mismo tiempo los poetas surrealistas. Gracias a esa etapa entre los catorce y los diecisiete años aprendí que en el espacio entre mi cabeza y mi corazón cabía todo lo que podía imaginar y también lo que aún no había imaginado. Al fin y al cabo, fue Monk quien dijo: “Hay luz porque siempre es de noche”. Ahí está el poema.

13 — El vino y la ginebra son un par de bebidas alcohólicas que ya han sido nombradas. Y un poemario tuyo que permanece inédito se titula “El whisky desnudo”. ¿Nos contás de ese whisky, de esa desnudez? ¿Otros libros tenés ya cerrados y a la espera de difusión?

HT — Bueno, si vamos a tocar este punto, antes debo decir que mi libro “Naufragario”, publicado en el 97, es un largo trayecto no sólo por los puertos, no sólo por las diferentes partes del cuerpo femenino sino, además, un largo recorrido por todas las bebidas alcohólicas que conozco. Ahora bien, “El whisky desnudo”, que no refiere ya a alcoholes sino a la condición humana, es una sucesión de poemas muy breves y forma parte de un libro aún inédito que consta de seis poemarios. Mientras espero de alguna editorial la absolución para este libro, sigo trabajando en otros dos flancos: uno es “Elogios”, al que estoy dejando escanciar ya que, si la palabra es tirana conmigo, no lo soy menos con ella cuando dejo en un cajón poemas para que se aburran y entiendan que si quieren volver a salir al recreo tendrán que hacerlo con los bracitos abiertos. Y otro muy reciente que nace de una estadía durante el verano con mi compañera, la poeta Laura Ponce, en la selva misionera, en el llamado “corredor verde de la selva paranaense”. Una experiencia —para mí— de gran conmoción, en el medio de la nada o, mejor dicho, justo en el centro del todo.

14 — ¿Cuáles son tus preferencias en el terreno de la narrativa en castellano y tus autores favoritos?

HT — A ver. Nací en una casa en la cual mi padre leía el diario todos los días y mi madre coleccionaba recetarios de cocina, pero era una casa sin libros. Aprendí a leer de las revistas de historietas, cuando comencé la primaria lo hacía de corrido. Mis padres, por suerte, notaron por un lado que mi tempranísima verborragia respondía a alguna cosa extraña que me llevaba a degustar y repetir ciertas palabras como si fueran chocolates, y por el otro advirtieron mi avidez por encerrarme a leer. Fue así que compraron la colección Robin Hood y una enciclopedia en tres tomos que devoré en el trascurso de esos primeros años. Y esos eran los únicos libros que había en mi casa. Al cumplir doce años recibí un regalo que me llevó a descubrir que había “otra” literatura, un libro de cuentos de Julio Cortázar: “Todos los fuegos el fuego”, que leí y releí hasta que alguien se dio cuenta que debía ampliar mi biblioteca. Aquí me detengo y hago una observación: estamos hablando de la década del ‘60, pleno auge de la literatura latinoamericana o el “Boom”, como se lo llamaba entonces. Esto significa que de Cortázar pasé a Gabriel García Márquez y de ahí a Alejo Carpentier, Manuel Scorza, Augusto Roa Bastos, y aquí me detengo para no seguir una lista de nombres esperables. Pero esos mismos nombres —su escritura—, como es de suponer, me llevaron al otro lado del océano, a otros mundos posibles y también hacia el propio territorio, hacia adentro. Y así me enamoré de la escritura de Leopoldo Marechal, quien también me llevó a otros territorios. Y Borges, el narrador, que llegó para quedarse. Luego aparecieron Haroldo Conti, Daniel Moyano, Juan José Saer. Más cerca en el tiempo, Andrés Rivera o Ricardo Piglia. En fin, diré una obviedad: quien ama leer tiene muchos súper héroes.

15 — ¿A dónde pudieran llevarte los vocablos “crudívoro”, “razonable”, “provecta”, “inercial” y “estaca”?

HT — No necesariamente todas las palabras me llevan a un lugar en particular y cuando una palabra me traslada es desde el sonido, no desde el sentido. En más de una ocasión he planteado que las palabras no son otra cosa que artefactos, artefactos para alzar o derribar el poema. Elijo cada palabra por el sentido de lo que se quiere significar, pero no es eso lo que la sostiene dentro del poema sino su resonancia. La suma de palabras —sonidos— hacen al ritmo y el ritmo es primordial para que el poema cobre vuelo o se derrumbe. Si además agrego que la búsqueda de la transparencia es para mí sustancial en un poema, difícilmente tropiece con palabras que yo sienta que lo enlodan o al menos trato de evitarlo. Aquí agregaría que esos artefactos, las palabras, conllevan en algunos casos elementos que podría llamar cósmicos o directamente mágicos y que —por destino ya del mundo espiritual, ya del inconsciente, nunca sabré la procedencia— me disparan hacia territorios inesperados. Pero, insisto, eso ocurre con algunas palabras, no con todas y no siempre.

16 — ¿Causas perdidas?: tuyas o no únicamente tuyas.

HT — ¡Quienes me conocen bien sostienen que yo mismo soy una causa perdida! Ahora, en serio, hoy no visualizo causas perdidas en lo personal. Quizá en lo colectivo, seguramente, y digo quizá porque en algún punto no las siento perdidas sino en estado de permanente espera, en constante vigilia. Aquello a lo que algunos llaman utopía, eso que me sigue desvelando —hoy con menos energía en el cuerpo que ayer, pero con la misma convicción— y que continúa siendo para mí primordial, es decir, la búsqueda del camino hacia un porvenir humano verdaderamente justo, equitativo, libre, solidario.

17 — ¿Acordarías con la poeta Patricia Díaz Bialet en que, de las corrientes poéticas del siglo XX, las más interesantes son “el creacionismo y el surrealismo”?

HT — Adhiero plenamente, claro. Son vanguardias, además, que estuvieron hermanadas en algún punto: de un lado, el creacionismo exponía la idea de una creación pura, producto de la invención y de alcanzar la belleza a través de la imagen. Del otro, el surrealismo proponía por medio del azar o la escritura automática, lo onírico y el humor, privilegiando el lugar del inconsciente como disparador y alejado de lo racional, también alcanzar la belleza a través de la imagen. Pero el surrealismo hizo un aporte fundamental, fue más allá. En el surrealismo lo más importante, lo más vanguardista, no fueron sus “técnicas” o aquello que Bretón convirtió en “escuela”, sino el hecho de quitar la divinidad del centro y en su lugar poner al hombre. El surrealismo encarna “una concepción total del hombre y del universo”, como decía Enrique Molina. Y eso fue lo revolucionario.

18 — El silencio, la gravitación de los gestos, la oscuridad, las sorpresas, la desolación, el fervor, la intemperancia: ¿cómo te resultan? ¿Cómo reordenarías con algún criterio, orientación o sentido?

HT — El silencio, como lo sorprendente, son aspectos cardinales, la combinación de ambos me impulsa a la escritura y refuerza lo místico que hay en mí. Hasta diría que no me imagino sin ellos. El fervor es una característica importante en mi poesía del mismo modo que lo es en mi forma de ver el mundo y de transitarlo. No la oscuridad, pero sí la penumbra es una vieja y querida compañera por la que me siento abrigado siempre. La gravitación de los gestos, para alguien tan detallista como lo soy, tienen un componente principal a la hora de conectarme tanto con la escritura como con el entorno. El sentimiento de desolación y del que soy totalmente consciente porque la vida me ha enseñado a reconocerlo bien, me arrastra a la tristeza, motivo por el cual trato de apartarlo, aunque inútilmente muchas veces. En cuanto a la intemperancia, la dejo para el final porque me reconozco (y se me reconoce en el ámbito de lo íntimo) como una persona intolerante y lo soy, pero sólo frente a las cosas que —según mi visión— atentan contra lo humano.

19 — ¿Qué significa para vos —y elijo aquel cuyo título me entusiasma— tu libro “El nadador unánime”?

HG — “El nadador unánime” es una serie de poemas breves, un recorrido por una parte sustancial de mi infancia y un homenaje a mis abuelos maternos. Mis abuelos vascos tenían un pequeño tambo en las afueras del pueblo y muy cerca del río en San Antonio de Areco, a 100 kilómetros de Buenos Aires. En las vacaciones de verano me quedaba con ellos, ya que mi padre atendía su negocio y mi madre y mi hermana regresaban con él a la capital. También las vacaciones de invierno y los fines de semana largo eran en Areco. Para un pibe urbano como yo, aquel era un mundo de fantasía. Esos altos montes, la vastedad de la llanura, los pájaros, los insectos (que me siguen maravillando), los animales de granja y los otros, ese río (en el que aprendí a nadar) y su paisaje; en fin, todo un concierto de asombros. Y ese mundo diferente que me rodeaba presidido por mis abuelos, mis dos más grandes y amados fantasmas. Antes de pasar a lo central de tu pregunta quisiera detenerme en otro asunto: No puedo hablar por todos, claro, sólo hablo de mí y de lo que a mí me pasa. La poesía siempre responde, en primera instancia, a una lógica de las emociones. Entre los pasos inevitables que me llevan finalmente al poema, es decir: la contemplación, la revelación y la aproximación, pasos en donde siempre está presente lo inasible de la belleza, es el niño que vive en mí —el niño como representación de lo instintivo o su rostro más salvaje— quien late, intuye y me empuja a la escritura. Luego el adulto es quién corrige, porque es el adulto el que sabe, el que razona, el que intelectualiza. Pero al poema lo hace el niño, siempre, porque es el niño, aún frente a las cosas más triviales de lo cotidiano, quien avista, se conmociona y traduce a través de la palabra hecha imagen. Volviendo a “El nadador unánime”, en un momento que no puedo precisar surgieron estos textos que conformaron el poemario. Fue una irrupción vertiginosa, como suele sucederme, escrito en unas pocas semanas en un estado de inquietud ensoñada que generalmente saca de sus casillas a mi entorno. Y también como suele sucederme, así como la escritura nace intempestivamente, la corrección fue de una lentitud embalsamante. En mi poesía la presencia de la naturaleza es una constante, un elemento permanente en mi discurso poético, pero no lo transcendental; en este poemario sí lo es y para responder en concreto a tu pregunta diría que “El nadador unánime” es para mí el intento de atrapar la felicidad de aquel mundo perdido. Aunque si lo pienso bien, esa persecución está en toda mi poesía porque, al fin y al cabo, como diría Molina —y lo sigo citando—, la poesía es “el demonio de la insatisfacción permanente”.

20 — Santiago Espel, en su “Notas sobre la poesía” se formula las preguntas que ahora te transfiero: ¿Dónde refleja el poema su época? ¿En el tratamiento del lenguaje o en los temas que aborda?

HT — En ese sentido puedo pensar que el poema refleja su época en ambos planos, podemos encontrar muchas muestras de ello; pero creo que más allá de los sucesos que, parafraseando a Marx, son cíclicos, lo que definitivamente determina la época en el poema es el lenguaje. No obstante, pienso que la buena poesía es atemporal. Voy a ese tipo de ejemplos antipáticos, extremos e inútiles: ¿Podemos imaginar la irrupción del movimiento piquetero del siglo XX descripto en el lenguaje de Quevedo o de Góngora? Al menos nos haría gracia. Trataré de dar otro ejemplo, pero en la dirección que intento responder y para ello regreso a Enrique Molina, para mí quizá el mayor poeta que ha dado nuestro país. Creo y pienso y siento que la mejor poesía es lárica y es lírica. Lo lírico en Molina es claro, está dado por el uso de sus imágenes sorprendentes y la conmoción que de ellas se desprende. En cuanto a lo lárico, Molina no se detiene nunca en una geografía, su lugar es el mundo. ¿Y esto qué tiene que ver con la pregunta? Pues que en la poesía de Molina no hay temas que se vinculen con un tiempo en particular, con sucesos fidedignos, con aspectos de la realidad histórica. La época, el tiempo, para Molina es el de la poesía y lo que lo hace un contemporáneo es justamente su lenguaje.

Hugo Toscadaray selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

SOBRE LOS OBJETOS HALLADOS EN LA COSTA
he aquí el zapato negro del negro pájaro de Kansas.
en él se pueden oír:
- el abrir y cerrar de los párpados del encantador de serpientes
- el dedo del jardinero batiendo la casa de los escarabajos
- la rodadura final en los durísimos labios de un viejo
y cansado trompetista
- el jadeo de una vendedora de cosméticos en la mente
de un hombre desesperado
- el roce de los dedos acariciando la copa en un pub
solitario de la calle 52
- el mortal jaque de un blues clavándose en la ojera
del amante
- el rugido de un cádillac de piernas afiladas demoliendo
la torre del bebop
hoy el zapato negro
es un animal delicado de cabellos de sal
flotando sobre la arena
con la arrogancia de una cama de bronce.

(de “La isla de la sirena de las escamas de fuego”)

TRAMO CUARTO:
EL ÍNDICO MIRA CON SU OJO DE TRASATLÁNTICO
QUE SE DESLIZA POR UN SILENCIO DE ALGAS.
dice que debo lavar mis ojos en abu qutub
para poder tocar su cuerpo.
la sulamita dice estas y muchas otras cosas.
la sulamita es pequeña /
pequeña ante el desierto pero
es grande / grande la sombra que delatan sus axilas
y fresca y dulce
como duraznos bañados en negro vino grueso.
y su vientre /
su vientre es un oasis.
es abu qutub ella cuando hace alivio en mí
cuando hay su sombra en mí
cuando me moja.

(de “Naufragario”)

ADÁN Y EVA ENTRE EL CASTIGO Y EL ÉXTASIS
Con la palabra y su filosa piedra construí un hueco donde durmieran.
Con estrellas innumerables les fabriqué un techo para el amor.
Para que se soltaran puse al mar y su fragancia de sal y puse al viento.
Plantas y animales fueron para que ambos crecieran en los otros.
Y los dos así me pagan probando la esfera deleznable del deseo.
Así me han postergado por adorar a venus
después de prodigarme en ofrendarlos.
Sabiendo que jamás tocaré cuerpo de mujer ni hombre.
Sabiendo que jamás nadie ha de tocarme.
Burlándose de mí entre susurros.
Diciendo al señalarme:
padre dios el eunuco.

(de “Amantes zodiacales”)

LOS DÍAS MUERTOS
Escribo que te amo mientras bebo el secreto licor del desvarío.

Escribo bajo el peso suspendido de tu ausencia
—escorpión alado y mudo—
Escribo que te amo en la noche anegada y afirmo:
Tengo corazón que tiembla y suda
como un caballo rojo.
¡Oh corazón mío!
¡Caballo palpitante y mojado!
¡Matungo de nubada enrojecida!
Le haré una pampa, con éste, tu silencio
escribiendo que te amo,
inclinado y solo,
semejante a un puño hundido en la noche anegada.

(de “La balada del pájaro tinto”)

POEMA PRIMERO
Durante la estación de los pájaros que estallan, cuando la creciente sacuda la paz del río y el
cielo, todo, brame como un animal herido o madera del monte astillada por el peso del viento que allí se detiene un breve instante. Cuando las flores silvestres y las plantas del trópico entrelazadas rocen a los colibríes machos y a las ranas bombinas de vientre de fuego. Digo, cuando todo esto ocurra: Allí me veréis, desnudo e intacto como un cazador olímpico.

(de “Los pasajeros de Renca”)

PAGODAS
Yukio Mishima ingresó en el pabellón dorado
buscando la huella del samurái perdido.
Yukio Mishima solía decir que añoraba el pasado porque amaba el futuro.
Él sabía —o al menos presentía— que esa huella
lo llevaría hasta la barba misma de las tradiciones más puras
que su gente dolorosamente había olvidado.
Yukio Mishima comprendía o se esforzaba por imaginar
que con esa búsqueda su pueblo recobraría la felicidad.
Yukio Mishima —ahora el poeta Yukio Mishima—
ingresó en el pabellón dorado buscando la huella del samurái perdido
y encontró la rebelión y mudó en harakiri.

(de “Elogios” - Inédito)

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

ENTREVISTA A MARÍA CRISTINA FERNÁNDEZ

 Soy una agradecida de la vida, por los dos hijos que tengo

Por Walter R. Quinteros

Sepan amigos lectores, que la niña María Cristina Hernández, hija de padre maquinista del ferrocarril conocido como "el canario" Hernández, y de madre modista, nació en la calle Mitre 613 de Cruz del Eje, en el año 1951 y que, en el año 1953, se paró como una bailarina de ballet y empezó a bailarlo. Me cuenta que así, con tan solo dos años, llegó la música a su vida.

¿Cómo fue eso?

—Creo que por mis abuelos, que habían llegado de Almería, España y escuchaban música clásica, tangos y valses vieneses. Era una casa donde se respiraba música y yo sin saber nada de nada, empecé a bailar. Hacía los pasos de ballet.

¿Y cómo llega el piano a tu vida?

—De una intensa, sana y feliz infancia en la lomita y la calle Mitre, donde jugaba mezclada con los varones a la pelota, pasé a conocer el instrumento que marcaría mi vida profesional. A los seis años, nos mudamos a la calle Alvear. Al frente, estaba el conservatorio Beethoven que lo dirigía la señora Simes. Ahí conocí el piano. El piano, a lo largo de mi vida, fue mi amante silencioso, es mi amante de toda la vida, es el ser que me contiene, que me lleva a dimensiones desconocidas, con él pude descargar toda mi soledad de niña sin hermanos y así me recibí, a los dieciséis años. Se creó entonces el Conservatorio de Música Luis Gianneo en Cruz del Eje, fue el 11 de junio de 1966 por iniciativa del Dr. Illia. Me inscribí como si nada supiese, y me recibí abanderada en el 74. También gané la medalla de oro por mérito, por mi amor incondicional a la música.

¿Tus estudios?

—El Primario lo hice en la Escuela Sarmiento, la mejor escuela que había junto con la Jujuy, pero en 6to grado, pasé al Colegio de las Hermanas para adaptarme y lógicamente allí hice el Secundario, después hice un año de profesorado de Letras, pero tuve que dejarlo, tenía que elegir y elegí la música.

Y sepan amigos lectores, que ya convertida en toda una señorita, María Cristina inicia sus trabajos como profesora de música. Con el título obtenido de Superior de Música, al que muy pocos acceden. Enseña en San Carlos Minas y contrae matrimonio en su Cruz del Eje, en marzo del 76.

Y llegan los hijos a tu vida...

—Si, Pablo Gabriel llega el 9 de mayo del 80, yo ya estaba trabajando en el Conservatorio, mi marido no quería que trabaje en San Carlos, y es cierto, no era agradable, a la vuelta teníamos que hacer dedo y no sabíamos si íbamos a llegar bien. Pero ocurría algo gracioso, yo, la profesora de música, era más chica que los alumnos, a ellos les enseñé a tocar instrumentos y formé un coro leyendo música. Eso era mi amor por la música, trabajé siempre con mucho amor.

Y Pablo Gabriel hoy, ¿Qué profesión tiene?

—Te cuento, a sus quince años pensé en que se despeje un poco y busque una profesión, y no se me ocurrió mejor idea que salir a correr con él, vivíamos en la calle Almirante Brown, salimos juntos, yo hice solo dos cuadras, en cambio él, él no se detuvo más... Y ahora tiene 41 años, es profesor de Educación Física, hizo un año de Fisioterapia. Es coach profesional, fue juez olímpico en Buenos Aires. Pablo tuvo entrenadores importantes de Córdoba, y luego cuando comenzaron sus estudios fue perfeccionándose, en silencio, digamos. Cursó en la Escuela de Ciencias Médicas y otras instituciones importantes donde se dedicó a estudiar a la discapacidad. Eso es lo más bello que una persona pueda hacer.

Yo tenía un programa de noticias en una radio local, cuando él fue entrevistado junto a una niña que se había consagrado campeona, pero no recuerdo bien...

—Si, se trata de Catherine, que tiene parálisis cerebral y que apenas camina. Un día Pablo la ve y la lleva al polideportivo, con todas las dificultades que eso representa. Veinte días después, la hizo competir, la hizo campeona. Cathy fue campeona nacional olímpica, y también en el torneo Evita. Y Pablo... Pablo cumplió su sueño.

La puerta que le abriste a Pablo fue llevarlo a correr...

—Y como te dije, no se detuvo más, sigue corriendo atrás de sus sueños. Aunque nunca obtuvo reconocimiento, mucho menos de las autoridades municipales, para ellos, este profesor orgullo mío, especializado en capacidades diferentes, era solo un becario. Para ellos era un simple changarín. Nunca fue reconocido y lo dejaron sin trabajo en plena pandemia.

He escrito tanto sobre la falta de políticas y la escasez de ideas de este desgobierno municipal que no me sorprende para nada María Cristina, pero creo que Pablo no se quedó solo en eso...

—Pablo es también un copista, vos le mostrás un cuadro y te lo dibuja igual, un gran dibujante, podría haber sido un copista profesional, y hasta quiso ser oficial de la Fuerza Aérea, pero no pudo ingresar. Te puedo asegurar que nunca, nunca, me voy a arrepentir de haberlo llevado a correr.

—¿Qué me dices de Marcelo?

—La vida de Marcelo fue, es y será el piano, comenzó a los cinco añitos, sentado en el piano y leyendo canciones infantiles. Las leía... Y bueno, tiene esa parte asombrosa de inteligencia, tal es así, que a los siete años tomó junto a su hermano de diez, la Primera Comunión. Veamos, su primer concierto lo da a los siete años, a los ocho interviene en un concurso internacional de niños y jóvenes, a los diez años gana su primer premio...

Sepan amigos lectores, que estoy frente a María Cristina Hernández de Balat, aquella niña que correteaba por la calle Mitre, que se sentó por primera vez en un piano en la calle Alvear, que se casó con su título de profesora de música, que como toda madre, buscó el porvenir de sus hijos, que ahora es una abuela agradecida de la vida, compinche de su marido y, que en cada respuesta, recorre el paisaje de su vida con detalles asombrosos, una mamá que se explaya con destacados detalles y circunstancias al hablar de sus hijos, lejos de presumir o alardear su cualidad. Conmovedora. Y pone tanta pasión en su relato, que no esquiva los momentos ingratos vividos. Diáfana, sencilla, con una humildad prodigiosa.

Contame, ¿cómo se llevaban Pablo y Marcelo?

—Estaban juntos, compartían sus cosas, jugaban, vos fijate que cuando Marcelo tenía 10 años, unos periodistas querían hacerle un reportaje y él andaba correteando con el hermano, y recién había terminado de tocar el piano... Ellos tenían eso y eran muy obedientes, la hora de meterse en cama era a las diez de la noche, a las diez, ya estaban en cama.

¿Quiénes fueron Pía Sebastiani y Martha Argerich en la vida de Marcelo?

—Tendría que empezar por Antonio de Raco, él fue el primero que me pide a Marcelo por considerarlo un niño genio. Pía, lo descubre en un concurso, hablamos y me lo pide, entonces con Marcelo íbamos y veníamos de Buenos Aires, gracias a una beca conseguida por ella, digamos que Pía fue su brújula. Gracias a eso se especializó en Barroco, y estudió inglés británico. Tanto lo acompañó, que hasta fue su testigo de casamiento por el Civil. Y en España la maestra rusa Galina Eguizárova en la escuela superior de música Reina Sofía, donde estuvo cuatro años. Y bueno sobre Martha Argerich, te puedo decir que es su madrina musical. Pía me pidió que me quede en Buenos Aires y que de clases en el Conservatorio Beethoven. No, no podía, pues tenía que abandonar mi otro hijo.

Sepan amigos lectores, que cuando a una mujer le brillan los ojos, es porque algún milagro está por suceder. Y ése milagro sucedió cuando me dijo que le brotó un orgullo inmenso cuando Pablo con su esfuerzo, con su voluntad, con su hombría de bien, con su trabajo, pudo hacer que niños con capacidades diferentes compitan en juegos paralímpicos y, que los ganen. Que le brotó un inmenso orgullo cuando le escuchó decir a la gran Pía Sebastiani, al presentar a su hijo Marcelo en el Conservatorio Beethoven de Buenos Aires: "Él es mi alumno genio de Cruz del Eje".

Les repito algo amigos lectores, esta encantadora señora, se llama María Cristina Hernández de Balat, es una mamá cruzdelejeña, orgullosa de sus dos hijos genios que nos representan a todos nosotros. Vamos, todos juntos conmigo y de pie, aplaudamos a esta mamá.

Personas nombradas en esta entrevista:

Antonio de Raco (21 de agosto de 1915, Cittanova, Reggio, Calabria,Italia-Buenos Aires, 9 de enero de 2010) fue un pianista y pedagogo argentino.​

Olimpia Ana Pía Sebastiani, conocida artísticamente como Pía Sebastiani (Buenos Aires, 27 de febrero de 1925 - 26 de julio de 2015), fue una pianista, profesora y compositora argentina.

Galina Eguiazárova (Rusia, 1936) es una pianista y pedagoga musical rusa.

María Martha Argerich (Buenos Aires, 5 de junio de 1941) es una pianista argentina, considerada una de los mayores exponentes de su generación y la posguerra. Especialmente célebre por sus interpretaciones de Frédéric Chopin, Franz Liszt, Johann Sebastian Bach, Robert Schumann, Maurice Ravel, Serguéi Prokófiev y Serguéi Rajmáninov.

Bonus track:
Hacer click en el link para escuchar el programa destinado a homenajear al gran pianista argentino Marcelo Balat. Música de Debussy, Schumann y Ginastera. Conducción: Antonio Formaro y Juan Roleri, por Radio Nacional Clásica:

https://ar.radiocut.fm/audiocut/enbyn-2021-entrevista-a-marcelo balat/#.YODJc_CgOyg.gmail:

(Walter R. Quinteros / La Gaceta Liberal / https://quienesyporque.blogspot.com)