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viernes, 29 de noviembre de 2019

QUINTEROS: INFORTUNIOS

INFORTUNIOS

Capítulo I
El temido anuncio al señor Philas Tinkrib 
  
Una noche de Abril de 1908

Calma, es el final de su tiempo, señor. Usted tendrá ahora un instante para que acuda a sus recuerdos, inexorablemente. Se verá niño, un pequeño, feliz, alejado de las deudas, de las obligaciones y todos esos percances en que ustedes los humanos caen mientras van creciendo. Conoce usted perfectamente las disposiciones vigentes a la hora del último adiós y, allí se habla de los recuerdos con cierta asiduidad, quizás sea para lograr el efecto nostálgico de una sonrisa en el rostro. Y hasta tiene la opción de evitar esos recuerdos tristes que lo hacen sentirse un grande culpable. Quizás se pueda apelar a pequeños artilugios para intentar cambiarlos y lograr establecer algunos episodios en beneficio propio o de alguna otra persona que haya sido perjudicada. En fin, sabe que eso ocurriría porque usted tuvo algo que ver, ya sea por impericia, ignorancia, o probablemente inducido por algún desacierto habitual. Pero sin lugar a dudas, acudirá siempre la imagen de su madre. Mírela como si fuese la gran figura protagonista de este final. Sentirá sus caricias, lo arrullará su voz, y algún otro acto relacionado con su crecimiento, donde se destacarán los juegos, las palizas correctivas y todas aquellas y pequeñas cosas fugaces, pues el instante se le acaba. Su padre aparece, digamos, como un segundo actor. Tal vez lo recuerde un poco más severo, más distante, consejero, pero el hombre habrá sido una especie de guía en su vida, le haya gustado o no. A veces aparecen algunos amigos importantes, esos compañeros de aventuras que tuvo, mucho antes que el resto de su familia. Y allí, de repente, el primer amor. Ese que es inolvidable y, luego todos los demás, incluso el más importante, el mejor, el único, que será el recuerdo que viene para acompañar su viaje con cierta dignidad.

Así será mientras empieza a sentir mi llegada, a sentir mi presencia, en la placidez de su sueño. Puede entonces aferrarse a su creencia religiosa, puede arrepentirse de algo, quizás pida perdón por ciertos, ¿pecados cometidos? Puede, hasta manifestar algún resentimiento o disconformidad, pero sucederá que ahí mismo y como buscando una respuesta, debo cubrirlo con este manto de oscuridad. Con la nada definitiva, con el fin. Todo en menos de este segundo fatal. Aquí estoy, vamos, este es el final de su tiempo, señor Philas Tinkrib.   


Capítulo II
La decisión de la señora Janna  
   
Al día siguiente. 
Philas, hombre, es hora de que te levantes. Vamos, recuerda lo bien que lo pasamos anoche, recuerda la hermosa cena con los niños. ¿Phil, qué sucede? Cariño, no me hagas esto, no por Dios. No me dejes sola ahora, no amor despierta, despierta por favor. Despierta, no te hagas el muerto. ¡Dios que no esté muerto mi Phil! ¡Maldita sea, esto no me puede pasar a mí, no por Dios! Phil, respira Philas Tinkrib, respira por favor. ¿Phil?

Hijo, levántate y vístete con la ropa del domingo, no, no vamos a la Iglesia hoy, vístete como le gustaba a tu padre verte. Anda, con la camisa blanca y el traje oscuro. Si ya sé que te ajusta un poco porque has crecido, pero no hay dinero para uno nuevo, menos ahora. Anda que yo visto a tu hermana, cuando estés listo trae el corbatín así te hago el nudo, debes verte impecable, anda, péinate bien, luce como un hombrecito, lustra tus zapatos, es señal de respeto. Apura el paso Niklaus, anda.

Hija, hijita arriba, a levantarse que vamos a vestirnos con alegría, nos pondremos el vestido de los domingos y una campera de lana por si hace frío, no, hoy no vamos a la escuela, a ver que te arreglo el cabello ¡Pero qué hermoso cabello lleno de rizos tiene mi Banjia! Ya está, bien. Ahora te sientas en la cama que te pongo los zapatitos nuevos.

Tomen toda la leche, coman mucho pan, les voy a contar algo que ha sucedido y quiero que lo tomen con calma. Es algo que aunque nos duela, aunque nos haga llorar, es algo que le sucede a todo el mundo, a todas las familias, hemos aprendido en la Iglesia sobre los designios del Señor ¿verdad? Bien, el Señor ha dispuesto que papá viaje al cielo. No, no lloren, por favor, no lloren, lo recordemos como anoche, cantando en esta mesa, abrazándolos como los abrazaba, besándolos tanto porque los amaba, como me amaba. 
Papá anoche murió, en calma, sonriendo. Papá ha muerto. Lo he vestido con su traje, lo he peinado y también lo afeité, se ve hermoso. ¡Miren! Sale el sol, ya amanece. 
Llevaré flores a la habitación.

Vamos a despedirlo niños, nos tomemos las manos y oremos por él. Bien, ahora buscaré el acordeón y le cantaremos la canción del Feliz Viaje. Le agradeceremos su paso por nuestra vida, para que él, desde el cielo nos vea unidos y felices siempre. Ya lo pueden besar en la frente. Hijo, lleva a tu hermana a la casa de la abuela y le cuentan lo sucedido a ella y a la tía. Ellas sabrán qué hacer, yo tengo que barrer y limpiar la casa. Habrá mucha gente aquí hoy. No lloren, acepten lo que dispuso el Señor.
Dios proveerá. Las veces que sea necesario, Dios proveerá.


Capítulo III
Una especie de suerte desdichada

Un día de Julio de 2019

Esta historia fue pasando de generación en generación, quién sabe cómo habrá sido la real vicisitud de aquel apellido desaparecido, pero pude saber que aquella señora que vendría a ser, una especie de tatarabuela mía, terminó solicitando un préstamo de dinero a un banco europeo, por aquellos años, y destinado a “necesidades varias producto del infortunio”. ¿Escuchó bien? En aquella época ellos le llamaban “infortunio”. Bien, sucede que en la Primera Guerra Mundial, su hijo es alistado como soldado de primera línea, y muere en un combate y con él, el apellido Tinkrib.

Me lo imagino a Niklaus Tinkrib caminando, hundiendo los zapatos con polainas en la nieve del frío invierno europeo, cargando su fusil en la espalda, el casco en su cabeza, la bufanda, el uniforme militar con capote, los correajes y una frazada encima y, de repente, una bala enemiga que atraviesa todas sus prendas, ingresa en su carne, rompe sus huesos, y escapa llevando su alma de diecisiete años en varios pedazos. Nunca rescataron su cuerpo que quedó para siempre en tierras extrañas. Murió todo el pelotón en la emboscada.

Banjia Tinkrib no tuvo mejor suerte, dos años después de la guerra, se casó con un comerciante español que la obligó a viajar con él, en viajes de negocios hacia aquí, a la Argentina, donde contrajo una enfermedad que en este momento no recuerdo, pero pudo dar a luz a dos niñas, antes de morir, una de ellas fue mi bisabuela Francisca, que falleció en la provincia de Buenos Aires y su hermana Paula que falleció en Montevideo, Uruguay.

Mi tatarabuela Janna y dos personas que la acompañaban, cayeron muertas en la puerta del ayuntamiento, cuando iba a pagar unos impuestos atrasados con dos cabras y un cordero que le arrebataron soldados alemanes, eso fue en la Segunda Guerra Mundial, algunos días antes de la audiencia judicial establecida, donde le rematarían sus tierras por deuda impaga. Algo que con la invasión extranjera y el estado de guerra no se iba a poder cumplimentar jamás. Parece que ella no lo sabía, esa supuesta superintendencia de la ciudad ya no existía.

Disculpe, vea usted de armar una historia con lo que le acabo de contar, porque tengo algo así como “una especie de suerte desdichada” con todo esto. La pobre de Janna, viuda, se endeuda, muere su hijo en la Primera Guerra, su hija se casa y se va lejos, muere aquí, en Argentina, tiene dos nietas que apenas pudo conocer y con las que mantenía un contacto muy distante, digamos, y finalmente ella muere con un grito desgarrador, en la Segunda Guerra y en el más absoluto y triste silencio que queda, después del ruido torpe de las ametralladoras.

Me dio un gusto enorme haberlo conocido en el supermercado, así, de pura casualidad. En la escuela nosotras lo habíamos sentido nombrar, y algo suyo habíamos leído. El relato de la chica que vuela ¿puede ser? Ahora cuando llegue a casa le contaré a mi marido, a mis hijos y a mi madre, que pude conocerlo, seguro que vendremos a visitarlo, cuídese señor.
Gracias por el café y la atención, muchas gracias.


Capítulo IV
Hans, el niño terrible

Un día de diciembre de 1944

Antes de morir, el cabo Hans Schlieffen, recordaría aquella diáfana tarde de septiembre de 1938, donde había participado del desfile de propaganda que organizó Fritz Wiedemann, ayudante de campo de Hitler, tras las divisiones motorizadas de Pomerania por las calles de Berlín. Alguien lo llamó, lo llevó hacia un costado del vestíbulo de la Cancillería, había una niña también, que temblaba de miedo. Les dieron chocolate y les entregaron un ramo de rosas. En menos de diez minutos debían aprender de memoria lo que debían decirle al Führer, al entregarle las flores. La niña no podía, tartamudeaba. Hans, el niño terrible, no.

¡Mein Führer! –Recordó Hans haberle dicho-. “Te conozco bien y te amo como a mi padre y como a mi madre. Siempre te escucharé, como si fueras mi padre, como si fueras mi madre. Y cuando sea mayor, te ayudaré como a mi padre, como a mi madre. Y estarás satisfecho de mí, como lo estarán mi padre y mi madre”. El Führer dejó las flores en una mesa cercana, sacudió con cierta ternura el cabello rubio y lacio de los niños, guardó las manos en los bolsillos y se retiró en silencio. Con ese recuerdo, Hans, el niño terrible, murió.

Sucedió que seis años después de aquella tarde, hambriento y en retirada junto a cientos de soldados, Hans mata a la señora Janna Wocraw viuda de Philas Tinkrib por resistirse a entregarle las cabras y el cordero que un empleado administrativo infiel le cobraba a modo de soborno. El oficial paracaidista Karl Schaub, a cargo del repliegue y veterano condecorado en la guerra de España, llama a Hans, le retira el arma, lo mira a los ojos y lo golpea en la cara. Un suboficial lo toma de la chaquetilla y lo sostiene, el oficial le arranca los atributos del uniforme y lo vuelve a golpear. Hans cae al piso, intenta levantarse, pero es derribado por un certero puntapié, su casco se desprende y rueda calle abajo. Hans llora y maldice.

Es abandonado junto al resto de los soldados heridos y mutilados que no podían avanzar. Para que sirva de escarmiento, ninguno de los oficiales y camaradas, ninguno de los soldados, que parecían extrañas siluetas con mochilas y armas que trotaban tristemente por las orillas del camino, podía mirarlos ni escuchar sus quejidos. A la salida del poblado, el resto de los soldados del maltrecho escuadrón del oficial Karl Schaub, cansados y sudorosos, dejaban las armas en el piso del camino, levantaban las manos, y se rendían incondicionalmente ante las tropas rusas, solicitando la respectiva clemencia, que para ese acto se indica.

En la ciudad, desde una ventana de un edificio cercano, asoma amenazante el cañón de un fusil, apunta al soldado que busca su casco, su cruz de hierro y los botones plateados sobre los escombros quietos de la calle. Un dedo índice tembloroso y mugriento, aprieta el gatillo. El percutor impacta sobre el fulminante del cartucho, la pólvora se quema y los gases impulsan el proyectil que mata al cabo Hans Schlieffen, apodado como “el niño terrible”.

Algunos pobladores, antes que lleguen los tanques y las tropas rusas, levantan el cuerpo sin vida de la anciana Janna y de sus vecinos acompañantes. Nadie recordaba la canción del “Feliz Viaje”, para cantarles en su despedida. La calle queda lentamente desierta. Un perro solitario, se acerca a oler el cuerpo tibio de Hans, y mancha sus patas en el charco de sangre.


Capítulo V
Más allá de la viña

Un día de agosto de 1930

Dos enfermeras, con mucho cuidado, la sentaron en la cama, corrieron las cortinas y abrieron la ventana desde donde podía ver los techos de las otras casas y algunos edificios. Entraba el ruido típico de las grandes ciudades y alguien, más abajo, quizás en alguna terraza, cantaba un tango de moda. Pusieron en su cama el desayuno, una de ellas le llevaba la comida a la boca, la otra, les contaba que su marido había estado en la noche anterior en el Teatro Nuevo de Buenos Aires, donde “Von Pepe”, o sea el general José Félix Uriburu, le habría manifestado al señor Lisandro De La Torre, que la “revolución” le ofrecía la Presidencia de la Nación o el Ministerio del Interior -según dijo mi querido marido-, y que don Lisandro le dijo que: “Votos sí, armas no, porque don Hipólito Yrigoyen ha llegado al poder por el voto popular y que por el voto popular debe irse”. ¿Qué me decís ché? -Que toda revolución es una mierda. -Le contesta la otra que levanta los utensilios y corre la mesita-. Terminan de acomodar la habitación, y se retiran hablando en voz baja por el pasillo. 
“La paciente Vania de la 311, está lista doctor”.

Entra el médico de turno y le pregunta: ¿Cómo realmente se escribe tu nombre Vania? Casi con el último aliento, ella le contesta. El médico acerca su oído para oírla mejor y lo escribe en un papel ¿Es así? ¿Banjia Tinkrib de Navarro Navas? Bien, bien, y tienes entonces treinta y un años de edad ¿Y recuerdas cuándo llegaste a la Argentina? Con una voz apenas audible dice “cuatro años”. ¿Sabes que esta enfermedad la tienes desde pequeña? Banjia mueve la cabeza negativamente, cierra los ojos y unas lágrimas caen por su rostro hasta la almohada. Parece dormida, el médico insiste, le toma la mano. ¿En qué país naciste Vania?

Manuel había aparecido en su vida, cuando ella estaba por cumplir veinte años. Llegó una mañana por la viña de su madre, para comprar la producción de esas uvas riquísimas, muy dulces. Antes, había comprado cebada, en el valle anterior. Su padre Francisco Navarro Navas y su madre Paula, medían el dinero que gastaban en sus viajes por toda Europa, como medían la calidad de los granos que importarían por tren hacia España y por barco a la Argentina, dónde estaban instalando su fábrica de productos alimenticios. Ella no dejaba de mirarlo. Manuel, de treinta y cuatro años, hacía de intérprete porque conocía cuatro idiomas. Era, aparte de buen comerciante, ingeniero agrónomo. Después de comer, salieron a caminar, lejos de la vista de todos. Recordaba eso, que Manuel la tomó de la cintura y le besó su boca fresca y ávida. Recordaba que sintió en ese momento, un deseo enorme y desconocido. Que Manuel, sabía de esas cosas del amor, que le buscó su cuello, que abrió el escote de su blusa y hundió su rostro en sus pechos pequeños, que siguió hasta abajo y sin decir ni una palabra, levantó su pollera, su enagua, y que la besó con cierta ternura entre sus piernas y que en la suavidad del heno, conoció a su único hombre. Y que al verlos, Janna supo que algo había ocurrido más allá de la viña. Algo que su hija, ya tenía la edad de conocer. Y recordaría que sólo dejó de tocar el acordeón que alegraba a las visitas con hermosas canciones, para oír que Manuel, le decía que quería casarse con ella. Que su madre asentía con la cabeza, que se puso de pie y los abrazó, y siguió con su música, esta vez caminando por la huerta, y que todos iban siguiendo a Janna, a través de la viña, cantando y bailando en el tibio atardecer. El médico la vio morir.


Capítulo VI
No hay pájaros en los árboles

Un día de diciembre de 1914

Había, en la juventud, un entusiasmo inusitado por incorporarse a las filas. Así se alistó Niklaus Tinkrib. Luego de la instrucción, recorrió doscientos kilómetros de marcha a través de camiones, de carros tirados por bestias y muy cerca siempre, de la cocina humeante de campaña. Conoció su nuevo destino. Su jefe arengaba a las tropas diciendo que: “Hemos traspasado la invisible frontera entre la paz y la guerra y estamos en la zona de guerra, aquí no hay hombres, no hay jóvenes ni hay niños, aquí hay soldados dispuestos a devolverle la paz a esta tierra”. ¡Bienvenidos! Y todos celebraron con gritos de júbilo las palabras del jefe.

Antes de las trincheras, camuflados entre un bosque de pinos, los artilleros descargaban la furia de sus cañones contra las posiciones enemigas, separadas por un pequeño valle sin arbustos y cubierto de nieve. Luego, para darle descanso al calentamiento de los cañones, seguían su ritmo enloquecedor las baterías de munición más liviana, siempre al mismo sector señalado por observadores con anteojos de campaña, apostados en las zonas altas.

Cuatro días después, cuando las nubes grises tapaban el cielo, el capitán llama al teniente, el teniente llama al sargento, y el sargento prepara un cabo de comunicaciones, un enfermero y seis soldados fusileros. Nadie más dispara, desde hace un día, del otro lado del valle.

"Sepa el señor jefe de Regimiento, que mis soldados no son más que pequeños campesinos, algunos son estudiantes del primer año de la Universidad, y no creo que el teniente y estos chicos, hayan tenido la fortuna de conocer y disfrutar de las mieles del amor con una mujer, pero sí saben usar las armas, tienen valor, entusiasmo, tienen dignidad. Por eso, ellos avanzarán mañana. Sólo resta desearles buena suerte".

Al amanecer, el viento húmedo y frío, golpea sus rostros. Avanzaban en columna, encorvados por el peso de su vestimenta, del arma y de sus correajes. Hundiendo los zapatos vendados en el fango del terreno. Soportando la borrasca. Lentamente, sin prisa, en calma, sin muestras de temor. El sargento abre camino, en su barba se agolpa el agua congelada, con la bayoneta golpea el piso buscando explosivos, el viento golpea el capote verde sobre sus muslos, lo invade el recuerdo de su mujer desnuda galopando sobre su cuerpo, y la ventisca parece traerle los lejanos quejidos de placer. Luego, tres fusileros y el enfermero con su mochila, le siguen. Cinco metros atrás, viene el teniente, que  lleva su pistola en la mano enguantada y, tras él, el comunicante y los otros tres fusileros. Uno de ellos tose, otro estornuda. Todos sienten las gotas frías del agua que resbala por sus cascos, que cae en el cuello y corre por la espalda. Faltan cien metros para cruzar. Algo frena la marcha del sargento. “No hay pájaros en los árboles”, alcanza a decir. Las bocas de las ametralladoras enemigas escupen su aliento de fuego. El soldado Niklaus Tinkrib apoya sus rodillas en la nieve, el fusil cae de sus manos, su rostro palidece, le duele el pecho, le arde la espalda, siente frío, tose y escupe sangre, abre la boca, busca respirar, pero cae y queda mirando al lejano cielo, con los ojos congelados.

"Hijo, nunca estarás mejor que en tu casa, trabajando en la viña, llevando el carruaje lleno de risas frescas, de chicas y de vino, cantando, cantando. ¿Cómo era hijo? Vamos canta".

Feliz viaje, feliz viaje, 
te deseamos hoy. 
Viaja en paz, viaja en paz, 
a reunirte con el Señor.
A reunirte con el Señor.


Walter Ricardo Quinteros
©2019- Infortunios
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MARGARITA GARCÍA ROBAYO: COSAS PEORES



Titi se llamaba Ernesto, como su tío materno, que hacía las veces de papá. El papá de Titi vivía en otra ciudad con su otra familia, pero iba a visitarlo cada quince días. No era una ciudad lejana. Quedaba a una hora en carro y su papá tenía un carro rapidísimo. Titi solía esperarlo sentado en la vereda de su casa, vestido con un jean oscuro y una camisa de manga larga, que le daba calor. A su mamá le gustaba vestirlo así cuando venía su papá. Desde la vereda, Titi podía oír el motor resonando cuadras antes de llegar; a los pocos segundos sonaba un chirrido y se levantaba una polvareda de tierra amarillenta que lo cubría todo.



En su cabeza –como solía explicárselo a sí mismo, o a veces a su tío Ernesto– a Titi le gustaba ver a su papá, pero en la vida real no la pasaba tan bien con él: no compartían muchas cosas. El papá de Titi, que se llamaba Daniel, era esencialmente un tipo atlético. Practicaba todo tipo de deportes y corría cada mañana con un grupo de personas que se inscribían en las maratones de aficionados que organizaban las marcas deportivas. Titi no había heredado ni uno solo de esos genes. Era un caso raro. Su mamá, que se llamaba Fanny, no era tan atlética como su papá, pero era una mujer espigada como una garza: así le decían las amigas del club de lectura, que se reunían los martes en su casa. Cada vez que le decían eso, ella miraba de reojo a Titi, que simulaba estar viendo televisión echado en el piso de la sala, panza arriba, como un pequeño mamut. Luego le indicaba a sus amigas, con señas, que por favor hablaran de otra cosa.

—Naciste así, mi amor, no hay nada que podamos hacer para remediarlo —le explicó su mamá la primera vez que Titi le preguntó por qué era tan pero tan gordo.
Titi había nacido con un sobrepeso poco común, y su condición, según los médicos, no supo tratarse desde temprano. Al principio, Fanny no veía mayor problema en que fuera un bebé gordo; al contrario, para ella era un síntoma de buena salud. Daniel, en cambio, insistió en que lo sometieran a una dieta, que consultaran a un especialista en nutrición.
—¿Quieres que le haga una liposucción? —decía Fanny—. ¿Quieres que tu hijo se parezca a la anoréxica de tu amante?
Para ese momento el papá de Titi ya vivía con su otra mujer. Ella sí era como él: atlética. También era mucho menor que Fanny y trabajaba en una multinacional, no en una biblioteca pública. Cuando Titi tenía cinco años, tuvo una hermanita que a los seis meses ganaba carreras de gateo en el nursery al que la llevaban; a los nueve meses caminó; a los catorce meses corría a la velocidad de una liebre cazadora. Al menos eso le contaba su papá, que había mandado a hacer camisetas con una foto de la nena empuñando un trofeo en forma de biberón, que decía: «Soy veloz». Cuando Titi se ponía la camiseta, la cara de su hermanita se ensanchaba hacia los lados. Pero no se la puso muchas veces. Faltó que Fanny la descubriera entre la ropa sucia para que empezara a usarla como trapo de limpiar.
Su papá dedicaba buena parte de las veladas que pasaban juntos a tratar de convencerlo de que practicara algún deporte o de que, al menos, cada mañana le diera una vuelta caminando a la manzana de su casa.
—El primer día camina hasta la esquina y vuelve. Después súmale la cuadra siguiente, y así, cada día te vas poniendo nuevas metas.
Titi lo escuchaba atento, mirándolo de frente, mientras succionaba el sorbete de su jugo de frutas sin azúcar, que era lo único que le permitía tomar su papá cuando salía con él.
—¿Lo vas a hacer, hijito? —le preguntaba al final, con una cara de desolación que hacía que Titi asintiera enérgico, aunque sabía que nunca haría cosa semejante; no podía hacerlo por lo de su insuficiencia respiratoria. Le parecía extraño que su papá no supiera eso, pero tampoco tenía ganas de explicárselo.

Hubo una época en que las compañeras de colegio de Titi se dedicaron a rondarlo sigilosas: se le iban acercando de a poquito y, de buenas a primeras, le pinchaban la barriga con lápices de punta afilada para ver si se desinflaba. A veces le sacaban sangre, y eso era grave porque Titi tenía problemas de coagulación. Entonces corría hasta la enfermería, con dificultad, para que lo curaran y llamaran a su mamá o a su tío. Los niños le hacían otras bromas: le llenaban el pupitre con restos de comida. En general lo hacían el viernes, al final del día, y cuando Titi llegaba el lunes se encontraba con una nube de abejas y moscas sobrevolando su puesto, embutido de comida podrida. Por eso ya no dejaba los libros ni los cuadernos. Cargaba con todo, todos los días, a pesar de que le hacía doler la espalda. Por suerte, su tío Ernesto lo llevaba cada mañana y lo buscaba cada tarde, y lo ayudaba con la mochila. Pero en el colegio se lo veía andar por ahí, con la cara mantecosa de sudor y su bulto de libros a cuestas como un gran caparazón. Algunas maestras lo invitaban a merendar con ellas; entonces Titi podía descargarse y sentarse un rato a descansar. Titi siempre quiso a sus maestras, aunque no entendía por qué ellas no podían hacer que sus compañeros dejaran de molestarlo.

Cuando Titi cumplió doce años dejó de usar jeans. La talla de niño grande o adulto pequeño no le quedaba, y la de adulto medio le daba vergüenza. «¿Vergüenza con quién?», chillaba Fanny, y Titi miraba a la vendedora de la tienda y alzaba los hombros. Optaron por las sudaderas de algodón. Por esa época su tío Ernesto dijo que ya era hora de que le dieran un poco más de independencia: a los doce años todos los muchachitos iban y venían del colegio en bicicleta o en bus. El mismo Titi, con su permiso, ya había salido solo algunas veces. Fanny se opuso. Primero, Titi no cabía en los asientos de los buses y la gente, en vez de ser comprensiva y solidaria, lo empujaba brusca, haciendo que el muchachito se replegara como un bulto hediondo en el escalón del fondo, donde no podía ver bien la parada de su casa y terminaba pasándose. Eso a Titi no le parecía particularmente malo: sentado allí podía mirarle los calzones a las señoras que iban de falda y eso le gustaba. Segundo, la bicicleta de Titi era demasiado aparatosa y nunca había aprendido a manejarla bien. Se podía caer y raspar y, Dios no lo quisiera –decía Fanny con el mentón tembloroso–, desangrarse antes de que llegara una ambulancia.
No se volvió a mencionar el tema.
—¿Cómo estuvo tu día, campeón?
Últimamente su tío le decía campeón, y eso a Titi no le gustaba. Estaba claro que él no era ni sería nunca campeón de nada, y le parecía una grosería que alguien le dijera eso. Titi alzaba los hombros y le gruñía a su tío algo incomprensible como única respuesta.
—Es la adolescencia —le decía Fanny a su hermano cuando él le venía con que Titi se estaba portando raro: hosco e introvertido. A Fanny le molestaba la atención excesiva que algunas personas ponían en las deficiencias de su hijo, como si todo lo que hacía o dejaba de hacer tuviera que ver con su peso. Y no, se decía Fanny, había cosas que no. Ernesto no insistía, pero se quedaba incómodo y molesto porque, a medida que crecía, Titi se iba haciendo una persona más ausente. Se pasaba horas con los ojos enterrados en un jueguito electrónico que consistía en cazar personas con una red inmensa que se autogeneraba a partir de los gargajos que lanzaba el jugador: un muñeco diseñado por Titi, a imagen y semejanza del propio Titi.

—Su condición le impide socializar normalmente; pasa más tiempo en la enfermería que en el salón de clases.
La profesora hablaba de un modo que a Fanny le pareció absolutamente impostado:
—No será para tanto —dijo.
Daniel, que estaba a su lado, la miró como si recién la descubriera.
Para ese momento Titi tenía catorce años, pesaba ciento nueve kilos y le habían descubierto una nueva afección: era alérgico. No era alérgico a tal o cual cosa, era simplemente alérgico. Cada tanto le aparecían unas protuberancias en la piel que le picaban horriblemente y solo podían controlarse con una inyección carísima.
—¿Y usted qué nos recomienda, señorita? —dijo Daniel, frunciendo el entrecejo, mirando a la profesora con un gesto que intentaba aparentar preocupación pero que, Fanny sabía, era lascivia pura y dura.
—Yo diría que necesita un colegio especial —dijo la profesora, y Fanny sintió como un puñetazo en la cara. Miró a Daniel, que estaba pensativo: su frente atravesada por tres líneas rectas y profundas. Imaginó que él imaginaba cosas que podría hacerle a la profesora con la lengua. El hombre estaba obsesionado con la lengua; habían pasado años, pero ella bien que se acordaba. Fanny se levantó de la silla y respiró hondo, se presionó el entrecejo con el dedo índice y lo movió en forma circular.
—¿Se siente bien, señora? —dijo la profesora.
—Lo que está diciendo es inaceptable —contestó ella—. ¿Sabe que la puedo denunciar por discriminación? No puede ser que no quieran a Titi en este colegio solo por ser gordo.
—No es eso, Fanny, es que… —Daniel empezó a hablar, pero Fanny agarró su cartera y salió del salón, del colegio, de la cuadra, del barrio y llegó caminando hasta su casa.
Esta vez Ernesto la apoyó:
—De ninguna manera.
Titi estaba presente:
—Quiero ir a un colegio especial —dijo, sin apartar los ojos de su jueguito electrónico.
Fanny lo miró, deshecha:
—Pero, no eres «especial».
Los hombros, que solía mantener erguidos y rectos como una percha de ropa, se le vinieron abajo. Ernesto miró el piso. Titi pinchó el botón de shoot y mató a tres. Alzó la cara y le dijo a su madre:
—Entonces no quiero ir a ningún colegio.

—Su chico no es especial —dijo el director del colegio especial y Fanny empuñó las manos.
—Claro que es especial, ¿no lo vio bien? Le puedo recitar durante horas todas las enfermedades de las que sufre por culpa de la obesidad. O quizá es al revés: la obesidad es un síntoma más de las múltiples deficiencias de su organismo. Aunque eso nunca lo sabremos.
Ese día Titi iba vestido con un conjunto gris de pantalones tipo bombacho y camisa muy ancha de algodón; su mamá se lo había mandado a hacer con una modista del barrio. Era un pequeño Buda. Fanny pensó que exagerando su gordura, lo tomarían más en serio. Titi esperaba afuera de la oficina del director con su tío Ernesto, que elogiaba los espacios amplios del colegio y los jardines frondosos y el laboratorio de química con esos pequeños fetos en formol, mientras Titi alcanzaba la última etapa de su juego. Cuando estaba en esas, Titi parecía en trance: las pupilas sobredilatadas, los vasos inyectándole sangre en la córnea amarillenta y el resto de la cara distendida; la quijada se le aflojaba y dejaba caer lo que tuviera en la boca. Baba, mayormente.
—Vámonos.
Fanny salió de la Dirección con paso decidido y Ernesto se levantó de un salto:
—¿Y? ¿Cuándo empieza las clases?
—Nunca.

A los dieciséis solo podía usar kimonos. Su obesidad, habían descubierto, era progresiva y, a estas alturas, incontrolable. Con el tiempo se irían deteriorando, primero, sus funciones motrices, y después, los órganos internos. Era difícil predecir a qué velocidad. Por el momento lo más complicado era caminar, así que decidieron limitárselo al máximo. Una enfermera lo asistía de nueve a cinco, cuando llegaba Fanny del trabajo y la relevaba. De todas formas, Titi no hacía mucho más que jugar en la computadora –que habían colocado en una mesita auxiliar enfrente de la cama y tenía controles–, comer lo poco que su dieta le permitía –granos, sopas y papillas– y caminar hasta el baño.
—¿Cómo está mi príncipe valiente? —Cuando Fanny llegaba a la casa lo primero que hacía era ir al cuarto de Titi; siempre lo encontraba en la misma posición: con el cuerpo encorvado, la boca abierta y los ojos fijos en la computadora—. ¿La pasaste bien hoy?
—Genial, mamá, tuve un día fabuloso —le contestaba, amargo.
—¿Quieres jugar al Monopolio?
—No.
—¿Al parqués?
—No.
Titi había avanzado mucho en su juego de video. Se había conseguido un programa que le permitió modificar el diseño inicial: ahora el Titi virtual no lanzaba gargajos, sino que cargaba un arma que disparaba pequeñas cabezas de niños que, cuando impactaban en el objetivo, estallaban. La ciudad en la que se movía estaba hecha de escombros y restos de personas. La calle principal estaba asfaltada de huesos que, al pisarlos, craqueaban.
—¿A los naipes?
—…
A las nueve en punto lo llamaba su papá. Se veían poco: Daniel estaba muy ocupado en el trabajo. Era un trabajo nuevo que consistía, según le contaba a Titi, en gritarle a mucha gente inútil.
—Me gustaría que me contaras algo, hijo.
—No tengo nada que contarte.
Titi trataba de no perder la paciencia ni la concentración en el juego porque a esa hora era cuando mejor le iba. Por la mañana se levantaba de mal humor; después de almorzar tenía sueño; después de la siesta hacía calor. Nada de eso ayudaba a mejorar su ranking. Por la tarde llegaba su madre con su algarabía, después se aparecía su tío con su cara lamentable y, cuando por fin se iban todos, lo llamaba su papá. Titi todo lo que quería, por una vez en el día, era empuñar el control y disparar cabecitas.

—¿Es definitivo? —la voz de Daniel estaba quebrada.
—El médico habló de un tratamiento alternativo, algo experimental que hacen en Estados Unidos…
Fanny lloraba, hablaba en susurros desde el teléfono de la cocina, mientras vigilaba el pasillo con el rabillo del ojo, como si existiera la posibilidad de que Titi se levantara de la cama para espiarla.
—Si hay que llevarlo hasta allá, lo llevamos hasta allá. —A veces Daniel adoptaba unos aires optimistas que Fanny detestaba—. ¿Te dijo el doctor cuánto costaría todo el tratamiento?
—No.
—¿Va a parar el deterioro?
—No.
—¿Entonces?
—Puede alargar… —Fanny se ahogaba.
—¿Puede qué?
Fanny colgó. Abrió el grifo, se lavó la cara. Fue hasta el cuarto de Titi y entró.

—No —dijo Titi, sin dejarla terminar.
—Pero, mi amor, es un tratamiento sencillo, muy fiable. Podrías hacer tantas cosas que…
Titi ni la miraba, no notaba la gravedad de su voz, estaba entregado a la pantalla. Y a la tos. Era un nuevo síntoma de su insuficiencia respiratoria: uno de los más peligrosos, porque si tosía con flema podía ahogarse. Por eso era mejor que permaneciera sentado.
El aire del cuarto estaba tan cargado de olores que Fanny se mareó. Se sentó en una esquinita de la cama, lloró en silencio y entrelazó las manos. En la computadora vio la cara del muñeco, igual a la de Titi, pero llena de cicatrices. Los pies eran los de un palmípedo; las manos, garras; y tenía tetas largas, lengüetas que le llegaban a las rodillas.
—Tú no tienes tetas, Titi —le dijo, en un tono que parecía más el de una pregunta que el de una afirmación.

—¿Titi tiene tetas? —le preguntó Fanny a Ernesto, mientras tomaban una infusión digestiva, después de la comida, varias noches después.
—¿Qué?
—Me parece que él cree que tiene tetas.
—No tiene tetas.
—Eso mismo digo yo.
Los dos sorbieron sus pocillos. Los dos pensaron que no había mucho más que decir al respecto. No era algo que pudiera debatirse: Titi tiene tetas, ¿sí o no? No. Eso habían dicho, y eso era. Punto.

—Quiero cagar —dijo Titi.
Desde hacía unos meses lo asistía un enfermero fortachón, porque la enfermera de antes ya no podía con su peso.
—¿Qué dices? —preguntó el enfermero, acercando su oreja a la boca de Titi, cuya voz se había debilitado. O no exactamente: la enfermedad hacía que el cuerpo aumentara de peso, pero algunos de los órganos internos mantenían su tamaño y resultaban insuficientes. En una radiografía era posible ver cómo sus cuerdas vocales se perdían dentro de la inmensidad de su aparato fonador: «Tiene la caja de resonancia de un elefante, pero con la capacidad de un mosquito», algo así había explicado Fanny alguna vez.
El enfermero lo sentó en el inodoro, entrecerró la puerta y esperó afuera.
—Ya —dijo Titi al rato, y el enfermero fue por él.
Por esa época se aburrió del juego; ya no podía mover los pulgares con tanta facilidad. Además, le dijo una tarde al enfermero, ya había superado todos los rankings posibles. Había llegado a jugar en línea con otros jugadores y también los venció. Fueron pocos: su juego estaba tan «customizado» que a nadie le parecía tan atractivo como a él. Hasta que ni siquiera a él. Un día el Titi virtual se dejó matar por unos niños voladores que disparaban ácido por el ombligo y no se volvió a regenerar. Ese mismo día descubrió la ventana.
—Quiero salir.
—¿Qué dices?
Cuando consiguió entender lo que Titi le decía, el enfermero se quedó mudo. Al cabo de un rato dijo:
—Lo consultaré con tu mamá.
Fanny pensó que Titi no toleraría la lástima de los vecinos. Y ella tampoco. Pensó que era mejor no inventar complicaciones que no tenía, que eso era lo que la vida les había puesto y que las cosas estaban bien. Relativamente bien. Y que peor sería… Tantas cosas. Había cosas peores.
Después miró los ojos expectantes de su hijo y dijo:
—Pienso que es una gran idea.
—Yo también —dijo Ernesto. El enfermero asintió.
Tardaron tres días en organizar la salida. Fue un viernes a eso de las once de la mañana en una silla de ruedas que el enfermero consiguió prestada; lo llevaron a un parque cercano, en un horario no muy concurrido. Al cabo de una semana se convirtió en rutina. Daniel pidió vacaciones y pasaba a buscarlos: iban Ernesto, el enfermero y Titi adelante. Cuando llegaban al parque lo bajaban de la silla, lo sentaban en el pasto, la espalda contra un banco de piedra. Si Fanny se hubiese enterado, a lo mejor habría suspendido los paseos por el tema de la alergia; pero ninguno le dijo nada a Fanny. Los tres hombres se sentaban cerca de Titi, custodiándolo de los perros y los niños y las pelotas voladoras. Tomaban cerveza, le daban sorbitos; hacían chistes, hablaban de mujeres: amenazaban a Titi con llevarlo a un burdel. Se reían. Titi asentía, decía pocas cosas, se sonreía más por ellos que por él. Después decía: «Me duele la espalda», y lo ayudaban a acostarse boca arriba: la cabeza elevada sobre un almohadón, por si tosía con flema. Ahí dejaba de oírlos. Se dedicaba a mirar las nubes, arrastrándose lentísimas: se preguntaba si iban o venían. Hacia dónde. Pasaban horas, pasaban días, pasaban nubes y Titi deseaba que alguna se detuviera y se derramara furiosa sobre él. Hasta arrasarlo, hasta que no quedara nada.


Margarita García Robayo


Margarita García Robayo nació en Cartagena, Colombia, en 1980. Vive en Buenos Aires.

En Colombia fue columnista de cine y Coordinadora de Proyectos de la Fundación Gabriel García Márquez.
En Argentina trabajó para Clarín, donde creó el blog Sudaquia: historias de América Latina que ganó diversos premios y reconocimientos. Los textos de Sudaquia fueron reproducidos en medios como El País de España, El Espectador de Colombia y Le Monde. Para el diario Crítica de la Argentina escribió la columna La ciudad de la furia, y para la Revista C el folletín dominical Mi vida y yo, bajo el seudónimo de Carolina Balducci.
Como autora ha escrito libros de relatos: Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza, Las personas normales son muy raras y Orquídeas y las novelas Hasta que pase un huracán y Lo que no aprendí. Participó en la antología de Las mejores crónicas de la revista Soho y en Región: cuento político latinoamericano.
En el 2013 la Fundación Han Nefkens y la Universidad Pompeu Fabra la distinguieron con una beca de creación literaria.
Ganó el Premio literario Casa de las Américas 2014 por el libro Cosas peores. Actualmente es la Directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez.

JUAN SOLÁ: CAERSE MUERTA



Podría construir una casa con todo el barro que pisé y aún así, no tenía dónde caerme muerta. Para la gente, la gente común y corriente, tener una casa es muy importante. Las personas como yo no piensan en comprarse casas, antes que nada porque sabemos que jamás podríamos, pero un poco también porque sentimos que las casas asfixian. Sucede que nuestras primeras casas, suelen ser cárceles.



Delgada línea entre plan B y deseo consuelo, las personas como yo comenzamos a soñar con viajar. Viajar mucho, siempre yéndonos, como negando la redondez del mundo y navegando al este en línea recta, para abrazarnos con el sol que viene de frente como se abrazan los amantes que corren a encontrarse después de una pausa. Andando como si con andar, alcanzara para ser libre. Acumulando inexorablemente souvenirs de todo lo que en el camino va atravesándonos, como atraviesa el mediodía las cortinas finitas de las ventanas de barrio, como atraviesan los gritos las paredes de las casas de las vecinas que suben el volumen del televisor mientras otra se muere en el departamento de al lado.

Viajamos, andamos, pero al fin del día acabamos sintiendo alguna angustia por todas las cosas que vamos juntando por el camino. La mochila empieza a pesar cada vez más, y es como si a una le pesara la vida. Ahí es cuando regresa el deseo, siempre intermitente, de habitar un nido. Late poderoso, murmura al oído las bondades del refugio, acaso hace trampa y nos obliga a cerrar los ojos y recordar la canción de la lluvia sobre la chapa o el sonido de la escoba contra las baldosas irregulares de un patiecito lleno de macetas. Regresa a nuestros pensamientos como regresan cada verano las garzas a bañarse en los ríos de los fondos de las casas que hay por allá, de donde yo vengo, y despierta la voluntad de la quietud, ese stop necesario en cada escape nómade.

Pienso en las primeras comunidades sedentarias, en dos mujeres lavándose en el río y admirando los frutales. Una mujer le dice a la otra aquí tenemos todo lo que necesitamos, sin sospechar que aún así, las hijas de las nietas de sus nietas decidirán partir de todos modos, porque de qué sirve la fruta si el estómago es un páramo. De qué sirve el río, si no puede lavarle las penas a todas las que en él se bañan. 

Por favor, que alguien me explique por qué cuesta tanto caerse muerta.


Juan Solá
Nació en La Paz, Entre Ríos, en enero de 1989. Es narrador y editor del sello Árbol Gordo. Publicó las novelas Naranjo en flúo (Sudestada, 2019), La Chaco (Hojas del Sur) y Ñeri (Hojas del sur), y los libros de relatos Microalmas (Sudestada) y épicaurbana (Sudestada).
Fuente: epicaurbana



MAURO GIANMARIA: POEMAS


Los niños

Deja que los niños jueguen
Que cultiven sus fantasías
Sus mentes son templos sagrados
No les metas porquerías

Fíjate cómo te miran
Pues quieren ser como vos
Nunca los desilusiones
Son una imagen de Dios

No contamines sus vidas
Con tus fracasos y errores
Que ellos sean distintos
Que ellos sean mejores

No están aquí para ser
Eso que tú no has podido
Déjalos que vuelen
Y que hagan su propio nido

Aprende de sus ilusiones
Aunque parezcan utopías
Su magia nos hace falta
Y también su alegría



Un regalo para Joselo


La piel se le puso oscura
De tanto andar en el fango
Porque si hay algo que sobra
En la villa, es el barro
Mientras los grandes discuten
Si hay o no hay trabajo
La infancia de Joselito
Se va pasando...se va acabando

Ya van tres navidades
Que no encuentra regalos
El sabe que no es de Dios
Sino culpa de hombres malos
Porque puede comprender
Como niño y como humano
Que todo es una promesa
Seguida de un desengaño

Le exigen que trabaje
Pero tiene once años
_yo a tu edad lustraba botas,
Le dice un viejo del barrio
Y el mira en un celular
Que un tío le ha prestado
Un camioncito que quiere
Y cuesta quinientos mangos

Tal vez se acuerden los reyes
Piensa Joselo, este año
Y el cinco de enero a la noche
Les puso el agua y el pasto
Ya tenía casi todo
Le faltaban los zapatos
Pero eso no pudo ser
Porque él camina descalzo

Y sus ojos otra vez
Se contuvieron de llanto
Lo que sólo entiende un adulto
Él de niño lo va mamando
Porque tiene que explicarse
Sin mucha teoría en mano
Que los reyes otra vez
Se le pasaron de largo

La injusticia es injusta
En cualquier ser humano
Más cuando es con un niño
La injusticia es un pecado
Un juguete no es vida
Tampoco un par de zapatos
Pero nunca debería faltarle
A cada chico un regalo



Más primavera

Cuando el sol aún es joven
Y el día es una promesa
Mientras un coro de plumas
Baja de la arboleda
Mis ojos se abren despacio
Y veo desde la pieza
El pan que brilla en el campo
Pero aún es planta y tierra
Cuando abro la ventana
El aire fresco me pega
El cielo amenaza lluvia
Con brisa y nubes que juegan
La primavera es un vicio
Yo soy adicto a su juerga
Mi mirada es como un preso
Condenado a la belleza
El follaje, las naranjas
El camino a la tranquera
La primavera en el campo
Siempre es más primavera



Mauro Giammaria
Nació el tres de febrero de 1971 en Laguna Larga, Córdoba. A los cuatro años se mudó a la ciudad de Oncativo donde reside actualmente.
Desde chico cultivó el gusto por las poesías rimadas (forma en la que generalmente escribe). Hace unos años comenzó a escribir poemas.
Le gustan los poemas cortos, generalmente con rima consonante y escribir sobre temas varios. Tiene  1.600 poesías escritas.

CARINA SEDEVICH: POEMAS

Enciendo la lámpara
de sal de la montaña
junto a mi cama.
Me suelto el pelo
recordando las canas invisibles.
Me acuesto entre las sábanas de hilo
con la bata dorada de la China.
Debajo mi piel blanca no desea
ni en sus botones rosados
ni en sus lunares pálidos.
Sobre la almohada se escuchan mis anillos
porque está fresco, quizás,
y se afinaron mis dedos.
El oro, la plata, la amatista.
Afuera la noche se ha espesado
porque terminó la luna llena.
Empieza el mes que precede al invierno.
Qué ligera que soy sin tus deseos.
Qué dulce corre el alma
en mi esqueleto.
Qué cierta es esta cara y estos flancos
qué ciertos que son,
qué delicados.
Me admira mi gata, blanca y parda,
y yo la admiro a ella en su silencio.
Hasta el perfume rojo de las flores
tengo.
Qué ligera que soy sin mis deseos.
(De Escribió Dickinson)

Canción de cuna

[para Isabella]
Escuché los latidos en el vientre de mi hermana.
Fueron corcheas, apenas: do, do, do.
Afuera ya se dormían los tordos entre los álamos.
Dormía el calor de mayo. Pero nuestra sangre no.
Un silencio rodó lento, como ruedan los destinos.
Rodó como rueda un canto: sol, sol, sol.

Amor

De una materia turbia y demorada
son los días.
La ternura es posible
y la tristeza
un pan administrado con justicia.

Acuarela

Hay un ardor brevísimo, fatuo,
ante la pena.
La gota de vino se desliza,
enturbia el cristal.
Luego se seca.
De agua son los frutos
del invierno.
De agua
son los años por venir.


Carina Sedevich

Nació en Santa Fe en 1972 y vive desde su infancia en Villa María, Córdoba, Argentina. Es autora de los libros La violencia de los nombres (Ediciones Fe de Ratas, Santa Fe, 1998), Nosotros No (Lítote Ediciones, Santa Fe, 2000), Cosas dentro de otra cosa (Lítote Ediciones, Santa Fe, 2000), Como segando un cariño oscuro (Llanto de Mudo Ediciones, Córdoba, Argentina y Ediciones Niña Bonita, Zaragoza, España, 2012), Incombustible (Alción Editora, Córdoba, Argentina y Ediciones Karakarton, Mallorca, España, 2013), Escribió Dickinson (Alción Editora, Córdoba, 2014), Klimt (Suburbia Ediciones, Gijón, España y Club Hem Editores, La Plata, Argentina, 2015), Gibraltar (Dínamo Poético Editorial, Córdoba, 2015), Un cardo ruso (Alción Editora, Córdoba, 2016), Cuadernos de Lolog (Postales Japonesas Editora, Córdoba, 2017) y Lavar a la madre (Editorial Buena Vista, Córdoba, 2017). Parte de su obra ha sido editada en antologías y publicaciones literarias de diversos países de Europa y Latinoamérica y traducida al italiano, al portugués y al mallorquín. Es licenciada en comunicación, especialista en semiótica, maestra en ceremonial, profesora de yoga y meditación. Fuente:vallejoandcompany



MÚSICA: LAYA PROJECT


EARTH SYNC RECORDS: THE MAKING OF LAYA PROJECT

                 
"Parte 1"




"Parte 2"





Laya Project es un documental de música mundial producido por EarthSync , una compañía de producción audiovisual de música mundial con sede en el sur de la India . El proyecto es un "tributo musical personal y colectivo a la capacidad de recuperación del espíritu humano", y está dedicado a los sobrevivientes del tsunami asiático del 26 de diciembre de 2004. Un equipo de ingenieros de sonido y camarógrafos realizó un viaje de dos años a través de seis países, incluidos India , Indonesia , Sri Lanka , Tailandia , Maldivas y Myanmar , y grabó imágenes de películas y música con los músicos locales. El material fue masterizado en el estudio Clementine en Chennai . La película fue dirigida por Harold Monfils. La música fue producida por Patrick Sebag.
Laya Project ganó varios premios (Premio Founder's Choice en el Festival Internacional de Cine y Video Independiente de Nueva York , Premio a la Mejor Película en el Festival de Cine de Byron Bay , Premio Especial de Elección del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Zanzíbar en Tanzania y Premio del Público en el Festival de Cine Imaginaria en Italia ) y se proyecta en festivales internacionales de cine en lugares como Los Ángeles , San Petersburgo , Tel Aviv , Mumbai y Kuala Lumpur . También se ha transmitido en todo el mundo en el National Geographic Channel .
Productor Ejecutivo - Sastry Karra
Productores - Sonya Mazumdar y Joanne de Rozario
Director de cine - Harold Monfils
Director musical - Patrick Sebag
Diseño de sonido, música y grabación - Yotam Agam
Edición y postproducción - Arturo Calvete, Henrik Sikstrom, Jose Garrido
Productor de línea e investigación - Ernest Hariyanto
Fotografía fija - Timur Angin
Diseño de escenario y luces - Jackie Shemesh
Director de fotografía - Cheong Yuk Hoy, Agung Dewantoro
Mezclado y masterizado en Clementine Studios, India


Un viaje visual musical. Grabado y filmado en el lugar, que resucita a la música popular antigua y olvidada de Sri Lanka, Tailandia, Indonesia, Maldivas, India y Myanmar. 

La experiencia es traída a la vida para un público contemporáneo a través de una orquestación minimalista de las olas y las corrientes electrónicas modernas, preservando así la integridad de la música. Los músicos provienen principalmente de las comunidades costeras, pueblos y aldeas prácticamente aniquiladas del mapa del mundo por el tsunami del 26 de diciembre de 2004. La belleza se encuentra en su pureza y sencillez, un punto de vista sin prejuicios. Para el equipo internacional que se reunieron, Laya Project es un tributo personal y colectivo a la resistencia del espíritu humano.- 

Harold Monfils