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viernes, 29 de octubre de 2021

ENTREVISTA A MARCELA PREDIERI

¿Desde dónde se ejerce la función de escribir?

Por Rolando Revagliatti 

Marcela Predieri nació el 9 de junio de 1960 en Buenos Aires, capital de la República Argentina, y desde 1991 reside en la bonaerense ciudad de Mar del Plata. Desde 2006 coordina libros colectivos de cuentos y poemas, tal como lo hizo con la novela experimental “Puzzle”, concebida entre once narradores. Además de integrar los equipos de diversas revistas, dirigió dos: “La Mazmorra” y “La Avispa”. Desde el 2000 organiza el Café Cultural “De la Palabra” y está al frente de la Colección De la Palabra, con más de setenta títulos, muchos de los cuales ha prologado. También De la Palabra se denominan sus grupos de estudio y creación literaria. Entre otros, en reconocimiento a su aporte a las Letras Marplatenses, obtuvo el Premio Lobo de Mar a la Cultura 2004, otorgado por la Fundación Toledo. Fue vice-presidenta de la Sociedad Argentina de Escritores, filial Atlántica, en 1994 y 1995. Participó en festivales y congresos no sólo nacionales, sino también en Lima, Perú, 2008, abordando la temática Arte y Salud Mental; en Bucaramanga, Colombia, 2009, exponiendo sobre Identidad Literaria Argentina; en Oaxaca, México, 2010, dictando el seminario Teoría del Cuento Argentino. Publicó los poemarios “Sangre de amarras”, “Invierta un hijo”, “La pancarta”, “Los andamiajes del miedo” y “Ébano”.

1 — En tanto involucrada orgánicamente con la salud mental desde tu lugar de escritora, comparto con vos un fragmento del ensayo “Antonin Artaud, el enemigo de la sociedad” del poeta argentino Aldo Pellegrini (1903-1973): “La locura representa una ruptura total del molde que se denomina mentalidad del hombre normal, y por ello no sólo prescinde de todas las normas convencionales, sino que vive directamente en el mundo de la imaginación. De ahí el estrecho contacto de la locura con la poesía. Pero lo que el poeta se limita a volcar en el verbo, el loco lo vive integralmente.”

MP — Hasta que me radiqué en Mar del Plata sabía sobre este tema tanto como la mayoría, o sea muy poco, y tenía una visión absolutamente romántica sobre su relación con el arte. Uno de mis primeros trabajos acá fue la de encargarme de las reseñas bibliográficas para el diario “La Capital”. Me hacían llegar entre ocho y diez libros por mes para leer y comentar. Una tarde, entre ellos llegaron tres de un poeta local a quien no conocía ni había sentido antes nombrar. Los leí y cosa extraña —ya que en estos casos debía elegir sólo uno—, en lugar de escribir la reseña solicité encarar una nota sobre el conjunto. ¡Tanto me habían impactado! Se trataba de tres poemarios de Jorge Lemoine escritos a finales de los ‘80. Para la misma época, allá por los ‘90, conocí al poeta René Villar. Fascinada como buena poeta con Artaud, me encontraba de pronto con que Mar del Plata tenía sus propios Artaud, pero era casi imposible dialogar con ellos, trabajar y hasta a veces, tratar… Sin embargo, esos “locos” tenían dosis de talento admirables. No sabía qué hacer, así que me obsesioné con el tema de arte y salud mental. Leí, estudié, hice seminarios, trabajé —durante diez años— en La Rada, un centro de arte y salud, donde recibía, además de gente que quería pulir o desarrollar su estilo en mis talleres literarios, a personas con padecimiento mental, adictos y alcohólicos en recuperación, la mayoría de las veces derivados por sus psicólogos o psiquiatras. Tiempo después coordiné junto con la licenciada Karina Krol el taller interdisciplinario Markas, para personas con angustias y depresiones leves, y más tarde el taller Palabra Clara en la clínica psiquiátrica Clara del Mar, donde trabajé casi tres años. Quienes eran dados de alta asistían luego a los talleres (sin que nadie supiera de sus patologías), a veces con AT —acompañantes terapéuticos que se hacían pasar por alumnos—, y encontraban en De la Palabra un lugar donde eran considerados como escritores y no como pacientes. ¿Por qué lo hice? Porque creo en el poder sanador del arte. Recuerdo el caso de un paciente que vivía enfrascado en sus cuadernos, a tal punto que había creado un idioma propio que incorporaba a sus trabajos; en general, a casi ninguno de los talleristas internados les interesaba comunicarse con el otro, pero éste era un caso extremo. No obstante, a los pocos meses de asistir al grupo empezó a poner entre paréntesis la traducción de esas frases en su extraño idioma y, al año, lo había dejado de lado. Sí, el arte sana, no la patología, pero sí el alma, el dolor y el aislamiento con que conviven quienes la padecen. Por eso trabajamos en La Rada con la emisora La Colifata en una jornada de tres días a principios del 2000, y tiempo después ese mismo proyecto radial lo encaramos junto a los chicos de radio La Azotea, para que se trasmitiera desde la clínica Clara del Mar para toda la ciudad. Los llevábamos al Café “De la Palabra” cada mes, con el enorme esfuerzo de acompañantes terapéuticos y psicólogos (a razón de uno cada cuatro pacientes), quienes desarrollaban esta labor en forma voluntaria en grupos de a veinte o treinta. No eran presentados como pacientes sino como talleristas o poetas invitados. Algunos, lo sé, se preguntaban: “De dónde saca Marcela a toda esa gente” o cuchicheaban acerca del ambiente “enrarecido” del bar… y dejaron de acompañarnos. Por la misma razón los publicamos en “La Avispa”, porque los internos en clínicas psiquiátricas siguen estando excluidos, hoy como siglos atrás, y hay entre ellos muchos artistas que necesitan y merecen ser escuchados. La creación artística les da esa posibilidad. Vos citás: “lo que el poeta se limita a volcar en el verbo, el loco lo vive integralmente.” Fijate en esto: es también el caso de Jacobo Fijman, y aunque él no se reconociera como enfermo mental, en su poema “Canto del cisne” del libro “Molino rojo”, define a la demencia en un sentido total como “El camino más alto y más desierto”. En el volumen “Conversaciones con Enrique Pichon-Rivière sobre el arte y la locura”, de Vicente Zito Lema, Pichon dice algo que creo todos compartimos: “Es la poesía la que muestra como ningún otro medio, la débil línea entre el cielo y el infierno, la vida y la muerte, la salud y la demencia, pero no hay que olvidar lo que escribió Chesterton: ‘El loco lo pierde todo menos la razón’”. Por eso me gustaría también hacer una breve referencia a la literatura de hoy. Es fácil ver cómo la literatura, desde los ‘90, describe no al individuo enfermo sino a toda la sociedad enferma y lo hace precisamente con una escritura “enferma”. La literatura de hoy, igual que en la época de las vanguardias, mata lo consagrado, busca otra cosa. Exige otro lenguaje, uno que refleje que todo está fuera de los límites (y eso es locura), ese lenguaje es fragmentario; como escribió Diana Bellessi: “hoy se da la astillación del lenguaje porque lo que se astilla es el hombre y la sociedad”. Ambos parecen estar al borde… y, qué coincidencia, hay una patología que aparece por asociación sonoro-semántica: el border. Un borderline presenta los siguientes síntomas que, no me van a poder negar son los de nuestra sociedad toda: inestabilidad afectiva, episodios de intensa irritabilidad o ansiedad, ira y dificultades para controlarla, sentimientos de vacío, impulsividad, alteración de la autoimagen, estrés elevado. Y ahora presten atención a esto: la literatura puede también “tener misión” de borde… precisamente para evitar su caída. Tanto la locura como la literatura se transforman en un acto de resistencia, y en algo liberador. Por último: ya no sólo a los locos o a los creadores, sino a todos, la realidad nos resulta insoportable; por eso aparece con increíble fuerza un nuevo arte, esta nueva literatura que como decía Albert Camus: “existe para no morir de verdad”.

2 — Es a la autora de un libro cuyo título es “Invierta un hijo” a quien le transcribo un segundo fragmento del citado ensayo de Pellegrini: “El nacimiento es una sorpresa terriblemente dolorosa de la que nunca llega el hombre a reponerse. Estamos marcados a perpetuidad por la sorpresa del nacimiento. Pero además el nacimiento es un proceso que no llega a complementarse en el curso de la vida, por más prolongada que ésta sea. El hombre no acaba de nacer, y lo sorprende la muerte sin haber podido completar el nacimiento.”

MP — No sé si hablar del poemario “Invierta un hijo”, que no es otra cosa que el diario de un soldado de todas las guerras, o de la novela en la que estoy trabajando ahora: “De crecer y otras muertes prematuras”. La muerte te sorprende, claro que sí. Podría contestarte con un poema de otro libro, “Los andamiajes del miedo”, poema titulado “Dejar de ser”: “Quieta divisoria conduce a la caída / Desciendo / a inhalar hondo / mi propia gestación // Todo es silencio / y un jadeo inútil / que profundiza la asimetría de los cuerpos // Cada porción de piel construye el infinito // Los límites se expanden / como si huyeran / avergonzados / del residuo que dejan en el otro // Mueca innominada / ‘Salir requiere mil disfraces’”. La frase encomillada es de Antonio Aliberti. Todo artista, y en especial los poetas, buscamos siempre entender las cosas, la vida, en definitiva, por eso escribimos. Pensá en la palabra alumbramiento, de eso se trata nacer, pensá en dar a luz… un hijo o un poema… No hacemos otra cosa que intentar poner las cosas en claro. Y no sale. Eso no provoca que deje de intentarlo, aunque sea vanidad, como dice Eclesiastés: “correr tras el viento”. Tengo otro poema que hace intertexto con eso; tiene como título “Correr antes de la muerte”, porque no quiero vivir un abecedario incapaz de pronunciar mi nombre. Hay quienes dicen que hay más tiempo que vida. A mí no me asustaría tener menos tiempo si la intensidad de lo vivido lo hubiese ya colmado, pero me queda mucho por vivir todavía. Eso es descuido: creer que tenemos todo el tiempo del mundo.

3 — ¿Y “La Avispa”?...

MP — “La Avispa” nació el 13 de junio —día del escritor— de 2000, con el nº 0 como un pliego de encuentro que ofrecía a grupos, instituciones y autores independientes la posibilidad de funcionar como lazo que los contactara de alguna manera (para esa época yo había contabilizado unos veinte grupos que se caracterizaban por organizar sus actos siempre el mismo día y a la misma hora, ja ja). Los invitamos entonces a acercarnos textos, para hacer difusión sobre todo de nuevos autores, gacetillas para que dejaran de superponer actividades, y les ofrecimos una página institucional; nosotros publicaríamos mil ejemplares de distribución gratuita. La sorpresa fue enorme: las entidades nos enviaban textos del presidente o del vice, edad promedio 83; las actividades seguían superponiéndose, para que llegaran a tiempo a la fecha de cierre con sus páginas había que correrlos o hacer diez llamados telefónicos…, pero los autores independientes y jóvenes enviaban cada vez más material. Como repartíamos la revista (en formato diario con cuatro pliegos ya) en bares, salas de espera y centros culturales, la gente empezó a pasarla de mano en mano, y como los miembros del staff solíamos y solemos viajar bastante a encuentros o congresos literarios, en poco tiempo se conoció afuera de Mar del Plata. Entonces la echamos a volar. O, dicho de otra manera, dijimos basta de hacer beneficencia con instituciones que no quieren abrirse; nosotros sí queremos. Cuando pensamos el nombre no fue el insecto lo que nos sedujo, sino la imagen del avispero: apenas sujeto por arriba y una gran boca hacia abajo que crece y crece; había que volver a eso: yo la dirigía, un grupo pequeño la integraba y estábamos abiertos a recibir autores nuevos de todas las estéticas. Así “La Avispa” empezó a crecer y a crecer; pasamos del formato diario o pliego al cuadernillo 14 x 20, si mal no recuerdo, en el nº 17, que fue cuando apareció también la versión digital y se fundaron nuevas secciones no literarias. Fue incorporando colaboradores de casi todas las provincias argentinas y también de España y Latinoamérica (he viajado para presentarla a Chile, Colombia, Uruguay, México y Cuba); hay muchos escritores que piensan como nosotros con respecto a los lazos, la apertura, el laburo en red. Y no sólo escritores; por eso, además de literatura —cuentos, poemas, ensayos y reseñas bibliográficas— la revista fue habilitando secciones sobre cine, teatro, plástica, música, humor y dos que quiero particularmente: la infantil y la de opinión: “dar la cara”. Estuve a cargo de la dirección hasta el nº 55 a fin del 2012. Prosiguió Gustavo Olaiz, desde Mar del Plata; con la vice-dirección a cargo de Cristina Mendiry, en Buenos Aires.

4 — Y la treintañera, a la que había visto una vez, un sábado por la tarde, como invitada, en un Grupo de Reflexión sobre la Escritura al que yo concurría regularmente, ahí nomás, poco después, se radica en la urbe turística más poblada de la Argentina. ¿Qué te decidió a ese cambio? Sé que sos ingeniera naval: ¿llegaste a ejercer?

MP — Cuenta mi madre que me trajo a veranear por primera vez a Mar del Plata cuando tenía apenas meses; desde entonces vinimos cada verano. Tenía once años cuando mis padres compraron un departamento, eso extendió mis estadías en la ciudad; veníamos apenas terminadas las clases —30 de noviembre en aquella época sin paros de maestros— y regresábamos el día anterior al inicio del ciclo —¡5 de marzo!, estaba prohibido llevarse materias, no convenía tampoco—. Ya adolescente empezaron las escapadas de fin de semana y, en la época de facultad, ya que la mencionás, nada impedía continuar con la playa. Debo haber estudiado media carrera en el espigón de la ya desaparecida Playa de los Ingleses o en las rocas de Playa Chica (había que buscar lugares sin ruido, alejados del tumulto). Me casé muy joven con un marino mercante que también amaba esta ciudad, soñábamos con “algún día venir a vivir a Mardel”, así que una vez recibida comenzamos a pasar sus licencias acá, o sea, casi seis meses al año en forma alternada. Luego vinieron mis dos hijos —los criamos tan nómades como nosotros—, pero cuando la mayor estaba por comenzar la primaria tuvimos que fijar un lugar de residencia definitivo. Sin lugar a dudas ese lugar era Mar del Plata. Con respecto a mi profesión: ya radicada acá y sin familiares que me cubrieran las horas de trabajo en astillero (nunca quise dejar a mis hijos en otras manos), ni siquiera intenté salir a buscar trabajo —ya lo haría después, pensé— y abrí el primer taller literario “De la Palabra”, en mi casa. Casi no había nada de eso acá, así que creció y creció y creció: seis talleres semanales, la colección de autores marplatenses del mismo nombre, el café literario, la revista, seminarios, viajes a encuentros o congresos nacionales e internacionales… Mis chicos crecieron y cuando me pregunté quién era, qué era, qué quería hacer con mi vida y me respondí, yo también crecí. Ahora considero a la ingeniería como un pecado de juventud que volvería a cometer, pero se dio así. Muchas veces me preguntan sobre este tema, pero no me explayo tanto; les pregunto: “Vos sos médico y jugás tenis… ¿Y si hubieras tenido un excelente drive? ¿Y si hubieras empezado a ganar torneos y torneos, no habrías tomado la decisión que yo tomé?” Como respuesta: simplemente se ríen.

5 — Entiendo que el poeta Enrique Blanchard (1953-1999) —quien también participara como invitado un sábado por la tarde en el grupo de reflexión—, editor de tus dos primeros poemarios, ha sido alguien significativo en tu formación. ¿Nos hablarías de él? Es lamentable que el autor de “El locutor físico” y “Retrato de antifaz” no tenga casi difusión en la Red.

MP — Toda mi formación la hice en talleres literarios. ¿Cuántos?: todos los que pude; eso es lo que hizo que pueda compartir en los talleres lo que aprendí: todas las escuelas, todas las tendencias y estilos, diversas maneras de coordinar; hubo una época en la que hacía tres por semana. Hasta que di con otro… parnasiano lo voy a llamar, o mallarmeliano, y todo lo que significó el movimiento nuevo-milenista, o como lo denominan algunos, malditismo rioplatense. Sí, Blanchard fue decisivo en mi carrera literaria, un verdadero impacto. Un tipo trabajador, generoso y obsesivo en todo —eso quiere decir no sólo corrección de estilo sino también en lo que él llamaba la formación responsable del escritor de la modernidad—, siempre nos trató no como discípulos sino como escritores —lo que intento ahora yo hacer en los grupos “De la Palabra”—. No sé si no está difundido en internet, en realidad hay grupos en Facebook y la gente que estuvo a su lado se sigue reuniendo, escribiendo y promoviendo su obra; yo soy una de ellas.

6 — Tu función en “Puzzle” amerita que nos describas la novela, des a conocer a sus autores y nos trasmitas cómo fue concebida y gestada.

MP — “Puzzle” fue publicada como novela experimental en 2004 —un juego para nosotros: once narradores que nos integramos en un seudónimo, Armand Piece—, luego se habló de novela sinfónica, una denominación demasiado rimbombante. Armand Piece es, en realidad, el seudónimo utilizado por un grupo de once narradores de Mar del Plata y la ciudad de Miramar, para configurar esta novela experimental: Mónica Aramendi, Vilma Brugueras, Élida Correia, Edith Ruz de Colombo, Alejandro Gómez, Verónica González, Nancy Lucotti, Paula Marrafini, Guillermina Sánchez Magariños, Juan Mauricio Torres y yo. Surgió como desafío después de haber analizado y discutido la conferencia “Qué es un autor”, presentada por Michel Foucault a la Sociedad Francesa de Filosofía en 1969. En dicha conferencia se partía de una formulación de Samuel Beckett: “Qué importa quién habla” y por qué la presencia o desaparición del autor se había convertido en tema dominante para la crítica. “La obra que tenía el deber de traer la inmortalidad —afirmaba Foucault— recibe ahora el derecho de matar, de ser asesina de su autor”. Nos gustó la idea y de ella nació la propuesta: escribir una novela experimental (no con múltiples narradores sino con múltiples escritores, lo que nos conduciría por consiguiente hacia una enmarañada selva con saltos cualitativos, variadas posiciones de autor, distintos puntos de vista, desiguales tonos discursivos, secuencias contradictorias, diferentes tiempos narrativos). ¿Inmanejable? Eso parecía, pero teníamos frente a nosotros la frase de Goethe, “Cualquier cosa que puedas o sueñes hacer, empiézala”, y nos lanzamos a la aventura entre lícita y blasfema de abordarla; total, no tendría reglas ni autor, de manera que tampoco habría trasgresión y, por lo tanto, nunca castigo. Si como dijo Foucault: “La escritura se despliega como un juego que infaliblemente va siempre más allá de sus reglas”, nosotros ya estábamos jugando, y la desaparición del nombre propio o de las marcas individuales no era en absoluto trascendente. Este sacrificio sería, para cada uno de los miembros del grupo, voluntario. Teníamos el punto de partida y no una sino once voluntades dispuestas a regir, ordenar, dar forma a los distintos personajes, adecuarlos a las situaciones creadas, y por supuesto, el regreso al origen (reunión semanal, café, mate o whisky mediante) como punto de confluencia en donde las contradicciones podían discutirse y resolverse. El puzzle se fue troquelando, esto nos llevó un año y medio de trabajo; entonces descubrimos que la pregunta no es quién escribe la obra sino desde dónde se ejerce esta función. La respuesta: desde las distintas capas discursivas que conforman el cuerpo textual de la novela. Fue así como cada uno de los once escritores fue perdiendo su identidad de troquel y adaptándose a la trama que exigía la ficción, borrándose en beneficio del carácter cada vez más sólido de este rompecabezas. Es verdad, por momentos pensamos que sería imposible; tuvimos muchas páginas de descarte y días de desánimo, pero también períodos increíblemente fecundos, de trabajo tan intenso que sentíamos que literalmente se nos rompería la cabeza. En realidad, la novela es bastante mala; lo maravilloso y enriquecedor fue la experiencia. Primero elegimos el género: sería un policial porque lo consideramos más fácil de tramar; después, cada uno de los autores (menos yo que oficiaría de comodín o DT) eligió un personaje que escribiría en primera persona. Nos reuniríamos una vez a la semana, el orden de lectura sería el de llegada y eso condicionaba el argumento, los restantes debían ajustarse a los cambios y elementos introducidos por el anterior. Era muy gracioso, porque si te llegaban a matar en alguna de esas semanas, quedabas fuera del proyecto (ahora en serio: igualmente se leía todo y si la segunda o tercera propuesta era mejor, se hacían los ajustes necesarios). Así la novela fue avanzando hasta ponerle el punto final. El problema fue lo que vino después: tardamos mucho en corregirla y darle su forma definitiva. Por ejemplo, se eligieron a los tres autores que tenían un tono más neutro y pasaron a fundirse para narrar en tercera persona; había incongruencias: en página 4 alguien vivía en Libertad y la Costa y en la página 76 iba al bar a la vuelta de su casa, en Luro y Salta… Y aunque todos los autores se esforzaron mucho por diferenciar las voces de los personajes, por último, se eligió incorporar elementos de la “concreta” para ayudar al lector. Tendrías que verlo: hay un falopero tartamudo que tiene lagunas; desde lo visual sus páginas no tienen puntuación sino espacios más largos o más cortos o no los tiene en absoluto. El policía escribe en Courier New, las cartas están en manuscrita… ¿Me explico? Por último, como coordinadora del grupo hice ajustes, escribí rellenos, incorporé nexos, barajé capítulos… La presentación fue en un teatro. Cada uno vestido de su personaje e interpretándolo; a mí me tocó algo así como un mago fantasma que se metía por aquí y por allá, varita mágica en mano. Pero te decía lo de la experiencia: todos crecimos. Era necesario tirar por tierra el ego del escritor y escribir casi desde el anonimato. Lo importante era la obra. Si bien al final explico quiénes participaron, en ningún lugar dice Fulano escribió esta parte, Zutano esta otra, o yo aquella de más allá. Eso es humildad. O una verdadera locura.

Marcela Predieri selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

Repensado

Ahí está Eva
hueca del aliento
de la deidad
Ante su muerta nonata
el hombre acaricia
harto
sus ojos
zarcillos de la desnudez

Viendo tender a su Hijo los brazos
en cruz llora el Fiel
su omnisapiencia

Lo cercano ha pasado en el futuro
Sin pudor de tempestades
la parra hincha sus pulmones
y Eva se levanta

Un río de manzanas
desterradas para siempre
bautiza de semen
la sangre de sus muslos

(de “La pancarta”)


La viuda negra

Mis amantes saben que para escribir
me hace falta su ausencia

Por eso se conjuran en aquelarre
solícitos me dejan sola
por piedad
y desde el rincón de las sombras
como un voyeur
me espían

Murmuran:
Marcela está creando
se muere
pero les gusta cómo escribo
y consienten
que acabe con la pena entre los muslos
sobre la cama revuelta

Ellos necesitan que escupa metáforas con olor a vino
desean mi lengua amoratada

Tal vez sea tiempo de invitar a la poesía a casa
reconocer mi necedad de araña
obstinada en bordar sólo suicidios sobre la tela
y clavarle los colmillos al recuerdo
después de la cópula

(de la Antología “Mar del Plata en boca de todos”, 2011)


La noche de la caridad

Estoy fumando un cigarrillo
en el umbral de una casa que no es mía
mientras miro al helicóptero
que patrulla las calles a mil dólares la hora

Me pregunto si habrá visto
sin muletas
vagar a la ciudad bajo la mugre
o mis ganas de abrazar a un hombre
que no es éste
que acaba de morir de frío a mi costado

La calma aúlla
No bastan manos en rosario
para acunar locas y perros

Me descalzo el pucho y la cojera
Esta noche seré infiel
En mí
la jauría de todos los hombres
babeará revolución

(de la Antología “Sobre rieles”, 2009)


Desaparecido

Todavía sangra entre las baldosas 

la mano del último gesto
esa historia cotidiana
de espanto y levadura
un olor quizás ajeno
a la nariz de la tarde

Mientras hombres en fardo
abotonan insignias en fiesta de tenazas
el sol recuesta su cansancio
cara al pueblo
(hay algo absurdo
en los nudillos apretados de los débiles)

Hermano intacto:
tu nombre aún late
bajo el cobijo de la ausencia

(de “Los andamiajes del miedo”)

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

ALEJANDRA COSTAMAGNA: YO, CLAUDIO

Le pidió que la acompañara, pero no le dijo adónde. Se juntaron en la esquina de Morandé con Alameda, en una de las entradas de la farmacia. Era domingo.
—¿Adónde vamos? —preguntó él.
—¿Quieres acompañarme? —respondió ella.
Subieron a una micro que cruzó Alameda y tomó Nataniel. La micro iba casi vacía. Sólo viajaba una mujer en el primer asiento. Tenía unas venas gruesas y moradas en los brazos: parecían alambres incrustados bajo su piel. Claudia avanzó hasta el fondo.
—¡Ven! —le gritó desde allá.
La micro saltaba como una coctelera. Bajaron a la altura del hospital El Llano. Claudio la siguió con pasos decididos hasta el hospital.
—¿Qué pasa? —le preguntó en la entrada.
—Nada, es mi mamá —dijo Claudia.
—¿No era que estaba muerta?
Ella levantó los hombros y soltó una palabra que más pareció un soplido:
—Quizás.
—¿Quizá qué? —preguntó él.
—Quizás está muerta.

A Claudia la había conocido días atrás en el cine. Se sentaron en asientos contiguos. Daban Alien. El regreso. Ella se reía mucho. Él no sabía de qué se reía; para él la película no era graciosa. Cuando encendieron las luces, le preguntó cómo se llamaba.
—Claudia. ¿Y tú?
—Oh, yo también —se sorprendió él.
—¿Tú también te llamas Claudia?
—No, yo Claudio.
—Hay una pizzería que se llama así —comentó ella—: Yo, Claudio.
—¿En serio?
—Sí, pero nunca he ido.
Claudia dijo que trabajaba en el cine: era la boletera. Veía metros y metros de cintas. Le gustaban sobre todo las de ciencia ficción. Podía ver una película veinte, treinta o hasta cuarenta veces. Alien. El regreso, por ejemplo, la había visto veintiocho veces.
—Para mí —dijo mientras se levantaba de la butaca— ver cine es mucho más importante que estudiar, porque una siempre aprende cosas.
—¿Y qué has aprendido de Alien? —quiso saber él.
—Bah, eso es obvio: que no se puede confiar en nadie del más allá.
—¿Y se puede confiar en alguien del más acá?
—Mmm… —balbuceó Claudia. Y zanjó—: Tienes razón, lo que te enseña Alien es que no se puede confiar en nada ni en nadie.
Esa noche fueron al restaurante Marco Polo. Más que un restaurante, un boliche con olor a papas fritas. Ella pidió una malta con huevo; él, una malta sola. Hacía calor, a pesar de la hora. Claudia habló sintéticamente de su familia: su padre era electricista de un circo colombiano y no vivía en Santiago; su madre estaba muerta; no tenía hermanos.
—¿Y con quién vives? —preguntó él.
—Con mi tía —dijo ella. Y miró la hora. Y se tuvieron que ir, porque la tía era estricta como un milico, según contó Claudia esa noche.
Cinco días después la muchacha lo llamó por teléfono. Le dijo “Hola, soy Claudia, la del cine, ¿te acuerdas?”. Claudio no tenía mucho que hacer. En febrero nunca tenía mucho que hacer. Que lo dijera Paulina, si no. Paulina había sido su mujer hasta el año anterior. Al final se había aburrido de lo que llamaba el “estado fatal” de ocio de Claudio. Pero él no se consideraba ningún ocioso. Era ayudante de dentista, y ayudaba con muchísimo afán a sacar muelas, poner tapaduras, hacer puentes, limpiar bocas que mejor ni se abrieran. El problema, según él, era que a la gente ya no le importaban los dientes. O no pagaban por ellos. O no al menos con los dentistas que lo contrataban a él como ayudante. Y peor en febrero. Era así: había temporadas y temporadas para el trabajador dental. Naturalmente, eso Paulina nunca lo entendió.
El día de la llamada telefónica, Claudio pasó a buscar a Claudia al cine. Ella había vuelto a ver Alien. El regreso. Con ésta sumaba treinta y cuatro veces. Apenas lo saludó, dijo:
—Lo de Alien no tiene nada que ver con la confianza, ¿sabes?
—¿Ah no? —preguntó él.
—No, pues… lo que Alien te enseña en realidad es que el bien está detrás del mal. Que nadie está libre, ¿entiendes?
—Ajá —mintió Claudio—. ¿Por qué no tomamos algo?
Y salieron del cine. Se metieron a un boliche luminoso de la calle Puente. Dos maltas con huevo para ella, tres schop negros para él. Claudia habló de una película japonesa que había visto meses atrás. La protagonista era una japonesita con cara de muñeca rusa, según ella, que tomaba una pastilla para ir al futuro y se equivocaba y llegaba al pasado. En realidad llegaba a un momento en que aún no existía el mundo. Entonces la japonesa se sentaba en una roca (“que era raro que existiera porque el mundo todavía no existía”, opinó Claudia) y se ponía a pensar en lo terrible que era la nada. Claudio no supo en qué terminaba la película, porque de golpe ella dijo: “Sorry, estoy súper mareada”, y empezó a reírse. Claudio tuvo la impresión de que esa risa era igual a la de Paulina, su exmujer: carcajadas agudas, semejantes al sonido de una ocarina. Al rato, Claudia dejó de reírse y él la fue a dejar al departamento de la tía. Vivía en la calle Catedral, cerca de Matucana. Al despedirse, trató de besarla en la boca. Ella lo separó con un movimiento brusco.
—Hey, hey, tranquiléin John Wein —le dijo.

La tercera vez que se vieron fue cuando ella le pidió que la acompañara. Se juntaron en Morandé, en la entrada norte de la farmacia, subieron a la micro, llegaron al hospital: y ahí estaban ahora. En la recepción Claudia preguntó por Sonia Vera Castro. “Está en la sala catorce”, le informaron. Caminaron en silencio hasta el ascensor.
—Entonces no estaba muerta —dijo él.
—Parece que no —respondió ella.
Bajaron del ascensor, recorrieron varios pasillos que eran como laberintos y llegaron a la sala indicada. Claudio le preguntó si prefería entrar sola. “No, por favor”, le pidió la muchacha. Como si en vez de hacerle una pregunta, él la hubiera amenazado. La mujer que buscaba Claudia estaba al fondo. Avanzaron hacia ella. Claudio la miró y pensó en una gallina sin plumas. Volcada sobre unas sábanas lilas, medio destapada, con el cuello lánguido hacia un lado y el estómago hinchado. Tenía los ojos abiertos, pero parecía que no estuviera del todo viva. La muchacha le agarró una mano y la dejó caer como una hoja sobre el colchón.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Claudio.
Ella levantó los hombros y miró a la mujer.
—Quién sabe —respondió.
—¿Tú no lo sabes? —insistió él.
—No, no tengo idea.
Se quedaron callados hasta que la enferma empezó a hacer unos ruidos guturales, con la boca muy abierta. Claudio le observó la dentadura: una hilera de dientes color crema, en muy mal estado. Trabajo arduo, pensó sin voluntad. Claudia intentaba descifrar aquellos ruidos. Él no sabía bien qué hacer. Miró hacia el velador común y vio un diario medio arrugado. El titular decía: “Román es el único culpable”. Iba a agarrar el diario, pero en ese instante ella le pidió que la dejara sola. Por favor. Y que le cuidara el bolso.
Claudio salió de la sala con el bolso en la mano. Se sentó en un banquito de madera. Se preguntó qué estaría ocurriendo allá dentro. Quizá la mujer se había puesto a hablar, ahora que estaban a solas. Quizá Claudia veía esta escena como una película; aprendía quizá qué lecciones de esa función privada. Claudio miró el bolso. Sabía tan poco de ella, pensó, y sin embargo tenía la impresión de conocerla hacía siglos. Dudó antes de hacerlo, pero al final lo hizo: descorrió el cierre del bolso y vio una libretita gris. La sacó. Se fijó que la caligrafía era redonda, como de niño. Abrió una página cualquiera. Decía: “Todas las películas del mes eran de terror atómico”. Más adelante escribía: “Película 1/terror atómico”, y se largaba a contar la historia de un hombre que entraba a un túnel y no podía salir. De a poco iba acostumbrándose a la vida del túnel, y plantaba frutas y verduras, y hacía un jardín, y luego vendía sus productos frescos y orgánicos a los viajantes, que eran muchos y muy acaudalados, y al final se hacía rico y nunca más salía del túnel, aunque ciertas mañanas, ya de viejo, el hombre amanecía como descompuesto y sin voluntad. Ahí terminaba la historia. Claudio supuso que no era una película real. Tampoco le pareció que fuera de terror atómico. A menos que Claudia entendiera algo distinto por terror atómico. De golpe temió que ella volviera y lo pillara metido en sus cosas. Guardó la libretita, cerró el bolso; esperó. Claudia regresó a la media hora.
—Se murió —dijo.
—¿Tu mamá? —preguntó él.
—No era mi mamá.
Entonces Claudia habló. Dijo que le habían dicho que su madre estaba viva. Se lo había dicho su tía esa mañana. Según ella, además de estricta, la tía era una mentirosa compulsiva. Dijo Claudia que dijo la tía que alguien dijo que habían encontrado a una mujer de nombre Sonia Vera Castro por ahí; que le habían avisado que ahora estaba en ese hospital, y alguien debía reconocerla. La tía sugirió, le dijo Claudia a Claudio, que debía ser su hija quien lo hiciera. Claudia no supo entonces qué pensar. No recordaba haber visto a su madre ni en fotografías. Si quiso ir al hospital, admitió mientras se alejaban de la sala catorce, fue por curiosidad. Pero al ver a esa mujer supo de inmediato que no podía ser su madre.
—No era mi mamá —insistió—. Estoy segura. Mi mamá se debería parecer a mí, ¿no?… Ella no se parecía en nada, en nada de nada.
Él creyó que debía responder algo.
—Eso es verdad —dijo.
Salieron del hospital y caminaron hasta el paradero de micros. Claudio tuvo la impresión de que a ella se le habían achicado los ojos: tenía cara de japonesa, la muchacha; recién entonces Claudio se dio cuenta. Podía pasar por hija de japoneses si se lo proponía. Por hija de japoneses con cara de muñeca rusa. Le preguntó si estaba triste. “Quién sabe”, dijo ella. Después encogió aún más los ojos, hasta que los cerró del todo. Emitió una especie de soplido por la nariz, dejó el bolso a un lado y se echó en el banquito del paradero, como una lagartija. Eran las seis de la tarde, casi no había gente en la calle.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.
—No sé —respondió Claudia.
Luego pareció quedarse dormida. Claudio tuvo ganas, después se le quitaron, de agarrar el bolso y ojear la libretita. En vez de eso, se puso a mirar los brazos delgados de la muchacha. Se acordó de las venas gordas y moradas de la mujer de la micro. Pensó en los brazos como palillos de la mujer del hospital. Pensó en los dientes de la mujer que acaso era la madre de Claudia; en su boca. Miró la boca de Claudia y concluyó que no era tan distinta a la de su madre, si es que era su madre. Y volvió a mirar la boca de Claudia, y entonces imaginó que de un minuto a otro iba a abrir esa boca y él iba a diagnosticar cuatro dientes picados y las encías inflamadas, y acto seguido iba a besar esas encías hinchadas como bolsitas de agua y esos dientes uno por uno, los picados y los sanos, y al final la boca entera de la muchacha tendida aquella tarde en el paradero de micros de la Gran Avenida. Pero ella no abría la boca. Y él no dejaba de mirarla.
Recordó en ese instante la llamada de Claudia, esa mañana. Enseguida le vino a la memoria otra llamada. Y otra y otra y otra: Paulina, su madre, el ortodoncista, un paciente, el portero del edificio. De pronto se le ocurrió que todas sus llamadas telefónicas eran parte de una película. Claudia emitió un soplido suave. Él aprovechó para darle unos golpecitos en la espalda.
—Oye, Claudia…
—¿Qué pasa, qué pasa? —reaccionó ella.
—Nada, que podríamos movernos.
La muchacha abrió grandes los ojos, inmensos de un minuto a otro, y dijo:
—Hey, relax, Max.
A él le pareció que los ojos le habían crecido como una nube atómica. Claudia bostezó, se arregló el pelo con las manos y le pidió que la acompañara.
—¿Adónde?
Pero ella no quiso decirle adónde.

Alejandra Costamagna
Nacida en 1970, estudió literatura y periodismo, fue elogiada por el mismísimo Roberto Bolaño y ha publicado crónicas, novelas y cuentos. Entre otros, fue ganadora del Premio Anna Seghers en 2018 y finalista del Premio Herralde con la novela El sistema del tacto.
Este cuento se ha publicado dentro del libro Animales domésticos (2011) y como ebook independiente; en 2017 apareció en la Revista de la Universidad.
(Las Historias)

ENTREVISTA A CARINA SEDEVICH

 El arte es mucho más que conocimiento y ejercicio

Carina Sedevich nació el 29 de junio de 1972 en Santa Fe de la Vera Cruz, capital de la provincia de Santa Fe, Argentina, y reside en la ciudad de Villa María, provincia de Córdoba. Desde 2003 es Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional de Villa María. Es especialista en Semiótica, maestra en Ceremonial por el Centro de Altos Estudios en Ceremonial y profesora de Yoga Integral por la Alianza Cordobesa de Yoga. Cursa el instructorado en Técnicas de Meditación en la Escuela de Yoga Clásico y Científico de Córdoba. Participó en festivales de poesía en su país, Uruguay y Venezuela. Entre otros, ha sido incluida en los volúmenes “Antología Concurso Internacional de Poesía ‘José Pedroni’” (1996), “Antología Concurso de Poesía Universidad Nacional de Río Cuarto” (1998), “Muchachas punk vs. Poetas clásicos” (2012). Publicó entre 1998 y 2016 los poemarios “La violencia de los nombres”, “Nosotros No”, “Cosas dentro de otra cosa”, “Como segando un cariño oscuro”, “Incombustible”, “Escribió Dickinson”, “Klimt”, “Gibraltar” y “Un cardo ruso”.

1 — Comencemos con el esbozo de un relato de vida, Carina: la tuya.

CS — Nací casi a la medianoche de un jueves. Llovía y hacía mucho frío. Mi mamá estuvo en trabajo de parto por más de veinticuatro horas. Parece que mi cabeza era enorme y que me resistía a abandonar el útero. Mi papá me cuenta que el médico, un francés desalineado, no se sacó la bufanda durante todo el proceso y en un momento dado, cuando la cosa se puso especialmente complicada, se arrodilló en el piso de mosaicos helados para rezar. Fui la primera de cuatro hermanos. Mi mamá asegura que al año y medio hablaba perfectamente y que a los tres sabía qué era el desamor. El primer grado de la escuela primaria lo cursé en tres provincias: durante 1978 me mudé con mis padres y hermanos desde Mendoza, donde estábamos viviendo, a Río Negro, y luego regresamos a Santa Fe. En mi ciudad natal cursé hasta cuarto grado y después, en Villa María, hice quinto en una escuela y sexto y séptimo en otra. Quizás estas mudanzas contribuyeran a que muy pronto comenzara a comprender el carácter contingente de la existencia y a forjar una personalidad afirmada en mi interioridad por sobre el contexto circunstancial o la pertenencia a grupos de cualquier índole. No recuerdo con alegría mi paso por las instituciones escolares. Adoraba leer y escribir, pero no disfrutaba estar entre la gente: el contacto con mis compañeros me resultaba traumático y sentía que mis docentes me defraudaban. También sufría la imposición de permanecer en determinados espacios durante horarios establecidos y tener que realizar tareas que no estimulaban mi creatividad ni alimentaban mi espíritu. Para mí fueron tormentos la escuela primaria y la secundaria. Las instancias posteriores —educación terciaria, universitaria, posgrados— las transité apelando a un enfoque más pragmático —es decir, enfocada en el fin último: obtener la certificación— y aprovechando al máximo toda flexibilidad en materia de cursado. Siempre estudié mucho y tuve las mejores notas —recibí, por ejemplo, una distinción por ser la egresada con el promedio más alto de mi colación de grado— pero me incomoda hasta el día de hoy estar atada a horarios, actividades o espacios por pura burocracia institucional. Mi hijo Francisco nació cuando yo tenía dieciocho años: vino al mundo durante la siesta del domingo 21 de abril de 1991, en medio de, quizás, una de las más difíciles etapas de mi existencia. Apoyada por mis padres y mis hermanos, que cuidaban de mi hijo, poco a poco retomé los estudios y comencé a trabajar. Fueron años duros, atravesados por momentos complejos. En 1998 apareció mi primera publicación de poesía, editada por el poeta Alejandro Schmidt para su colección Plaquetas del Herrero. Mi plaqueta se llamó “Una nube decapitada y grave”: esa era una de las líneas del primer poema. Estimulada porque a Alejandro le hubieran gustado mis poemas y también por el hecho de haber sido elegida en un par de concursos para integrar antologías, ese mismo año autoedité mi primer libro: “La violencia de los nombres”. En este punto debo aclarar que no empecé a escribir poesía a los veintiséis años: estimo que escribo desde los ocho, al menos. En el 2000 autoedité dos libros más: “Nosotros No” y “Cosas dentro de otra cosa”. Todavía me gustan mis primeras publicaciones —algunos versos más, algunos menos, por supuesto—. Volví a publicar recién en 2012. Durante esos doce años en que no publiqué hice otras cosas: estudié y trabajé, viví en pareja, perdí dos embarazos. Más allá de eso, aunque escribí poco, nunca dejé de escribir. A fines de 2011 terminó mi relación de pareja. Me mudé una vez más —me mudé muchas veces a lo largo de mi vida, por lo menos veinte— y escribí un libro muy doloroso, al que puse por título “Como segando un cariño oscuro”. Empezó para mí una etapa nueva, en la que escribir y publicar se volvieron cuestiones importantes, que me salvaban de la tristeza. La respuesta de los lectores, los colegas, las editoriales, era muy buena, muy alentadora. Sentía que tenía sentido. Escribí y publiqué bastante desde 2012 hasta hoy. Algunos poemarios fueron editados en España, también. Tradujeron poemas míos al italiano, al portugués, al mallorquín. Difundieron parte de mi obra en revistas de países de Europa y de Latinoamérica. Participé en festivales. En el transcurso de esos años, asimismo, algunos músicos compusieron canciones con mis poemas, otros me invitaron a sumarme a shows musicales con mi poesía, varios periodistas y escritores comentaron mis libros o me entrevistaron. También hubo artistas plásticos y audiovisuales que se inspiraron en mis poemas. Estoy muy agradecida por la ocurrencia de todas esas cosas maravillosas. Ahora vivo sola, con mi gata Mimí, que me acompaña desde 2009. Trato de dedicar tiempo a las cuestiones que me hacen feliz, además de escribir: practicar yoga, cuidar de mi sobrina más pequeña, investigar sobre alimentación, preparar mis alimentos. Soy vegetariana desde hace veinticuatro años y me interesa la medicina oriental. Sé que soy una persona sana, pero a lo largo de mi vida padecí algunas afecciones —anorexia, depresión, ataques de pánico— que me llevaron a interesarme por la profunda conexión que existe entre organismo y espíritu. Hoy puedo decir con alegría que, después de mucho dolor y aprendizaje, transito cada día como si fuera el primero y el último de mi existencia: eso me permite estar en paz.

2 — ¿Qué añadirías sobre tus poemas musicalizados y tus incursiones en shows?

CS — El contacto con la música me fascina porque es un lenguaje técnicamente desconocido para mí. Las cosas hermosas lo son más si conservan algo de misterio. Por eso no me interesa saber cómo funciona una melodía o diseccionar un poema. Para poder crear hay que conservar una mirada fresca sobre las cuestiones de este mundo. Asomarme a un lenguaje que no manejo, entregarme a él y disfrutarlo plenamente, hace que recuerde que el arte es mucho más que conocimiento o ejercicio. El arte es revelación de la vida en verdad y en belleza, como afirmó Ernesto Sábato hablando de poesía.

3 — ¿Cómo es Villa María, su vida social, cultural…?

CS — Es una ciudad tranquila, no muy grande. Soy agradecida y debo decir que a mí me ha tratado bien. De todas formas, no soy la persona más indicada para juzgarla. En principio, porque siento que no soy de aquí ni soy de allá. En segundo lugar, porque de la vida social participo muy poco, lo imprescindible. Suelo pensar que me daría lo mismo residir en cualquier otro sitio. A veces me complacería tener acceso a cines a los que trajeran las películas que prefiero, que no son las más comerciales, o a ámbitos más diversos para escuchar música en vivo o para comer. Otras veces me agradaría tener más cerca las montañas o el mar. Esas cosas. Pero siempre me las arreglo con lo que tengo a mano. No necesito estímulos extraordinarios ni demasiada compañía, en general, para estar a gusto y en paz. Diría que más bien todo lo contrario.

4 — ¿Prevés para pronto la aparición de algún otro poemario?

CS — En breve se publicarán mis dos libros más recientes: “Cuadernos de Lolog”, por Postales Japonesas Editora, y “Lavar a la madre”, por Editorial Buena Vista. También estoy incluida en la antología “Atlas de poesía argentina”, que presentará en junio la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata (EDULP). Y, además, una editorial de Brasil me pidió mi libro “Un cardo ruso” para editarlo en ese país traducido al portugués.

5 — ¿“Estamos listos”, “Estamos a mano”, “Estamos muertos”, “Estamos hechos”, “Estamos hartos”, “Estamos enteros” u “Hoy estamos, mañana no estamos”?...

CS — Hoy estamos, mañana no estamos. El presente es lo único que existe. Y cómo estamos es harina de otro costal. Una harina que molemos nosotros mismos cada día.

6 — “Me gusta el escritor desarrapado”, declaró el escritor español Enrique Vila-Matas: “Marguerite Duras o Roberto Bolaño, por ejemplo.” ¿Tenés a quién calificar así?

CS — Leí con entusiasmo a Marguerite Duras en otras épocas. Admiro su originalidad como escritora, seguramente muy vinculada a las particularidades de su experiencia existencial y de su sensibilidad. No sé si desarrapados o no: considero que una expresión artística debe tener belleza, sentido y humanidad, y plasmar todo eso mediante una singularidad que no sea impostada. Es un equilibrio delicado que, sencillamente, ocurre o no ocurre.

7 — ¿Cuándo no hay que llamar, en poesía, “a las cosas por su nombre”?

CS — En principio, debo decir que considero que la capacidad de expresarse artísticamente es un don: se tiene o no. Después, lo que un artista hace durante toda la vida es trabajar su voz, su estilo. Trabajar en lo que tiene para decir y en cómo. Crear y crearse a sí mismo como artista en ese trabajo. En ese camino y visto desde esa perspectiva, las cosas pueden decirse de maneras muy diversas. No creo en las recetas para escribir. Ni que haya palabras o formas que no deban usarse —aunque tenga, por supuesto, mis preferencias al respecto—. El arte se consigue o no, como un milagro. Como un prodigio se acerca uno, o no se acerca nunca, a esa expresión singular de belleza, sentido y humanidad.

8 — ¿Qué dirías que te pasó cuando finalmente no te pasó lo que, en alguna ocasión, deseabas que te pasara?...

CS — Creo que nada “le pasa” a uno. Los hechos no suceden por casualidad, sino porque estuvimos actuando, consciente o inconscientemente, para que fuera así. Lo que ocurre puede parecernos inesperado, pero es sin duda lo que en el fondo esperábamos que sucediera, aunque no fuésemos del todo conscientes de eso. A veces es difícil asumir lo que uno está haciendo cada día de su vida. Es complejo aprender a verse con lucidez. Puede sonar superficial o vacuo, pero me parece que cada uno está donde ha decidido, con mayor o menor consciencia, estar.

9 — ¿Qué calle, qué recorrido de calles, qué pequeña zona transitada en tu infancia y/o en tu adolescencia, y/o en otras etapas de tu vida recordás con mayor nostalgia o cariño, y por qué?...

CS — Ser melancólico —y yo he sido melancólica casi toda mi vida— es garantía de infelicidad: vivir en el pasado, es decir, fuera del presente, no puede traer a nuestro espíritu otra cosa que no sea tristeza. Si bien tengo buenos recuerdos, considero que todo tiempo presente es el mejor.

10 — ¿Incursionaste en la narrativa, en la dramaturgia o en el ensayo?

CS — Leí cuentos y novelas ávidamente durante mi infancia y mi adolescencia. Sin embargo, intentar escribir algo así como un cuento o llevar siquiera un diario me mataba de aburrimiento. Ensayos tuve que consumir y escribir como parte de mi carrera académica: pura actividad intelectual, nada de magia. En cuanto a la dramaturgia, cuando era niña disfrutaba de inventar guiones de historias y actuarlos con una amiga. También me divirtió, ya adulta, frecuentar un taller de teatro durante algunos meses. Pero la diversión se terminaba para mí cuando se acababa la improvisación: prefiero, en la expresión histriónica, lo lúdico y lo espontáneo.

11 — ¿Me equivoco si se me da por imaginar que suscribirás en su totalidad estas afirmaciones de Raúl Gustavo Aguirre?: “El ejercicio de la poesía se tratará de una tragedia, y para colmo, de una tragedia solitaria: mal leídos y peor comprendidos, todos los verdaderos poetas, a pesar de las apariencias, son (desde el punto de vista del público) póstumos. La ventura del poeta es otra: consiste en realizarse en su supremo acto de comunicación (que es siempre un don, una entrega de sí mismo a los otros), realizarse en el acto supremo del poema. Y allí termina lo principal. El resto es circunstancia, azar, ruido o silencio de la Feria, y nada más. Literatura: el resto es literatura...”

CS — El poema es comunión: interpelar a otro o sentirse interpelado por otro a través del arte genera una conexión profunda, maravillosa. Uno lee o escribe para tocar el alma, la propia y la del otro. Por eso es imprescindible ser uno mismo al crear, no mentirse, no impostarse. No concibo la creación si no es desde la propia singularidad y la propia verdad. Tampoco reniego de la soledad del que escribe: como somos únicos, en el fondo todos estamos solos. Es más, a veces la comprensión del mundo y de la vida nos es posible sólo cuando conseguimos aceptar la soledad. Es desde esa consciencia de nuestra soledad esencial que podemos interpelar a otros seres humanos.

12 — Cualidades: ¿en qué orden?: el valor, la bondad, la inteligencia, el humor.

CS — Ninguna alcanza por sí sola. Sólo adquirir consciencia de las fluctuaciones de esas cualidades en nuestro espíritu puede ayudarnos a tratar de ser mejores. Si tengo que elegir me inclinaría por la humildad y la capacidad de dar y recibir amor.

13 — ¿Qué talento podés haber sospechado que tendrías y no te empeñaste en desarrollar?

CS — Tengo facilidad para los idiomas, pero siempre me pareció aburrido estudiarlos en una academia, fuera del contexto del uso cotidiano. Hubiera querido aprenderlos como aprendí el castellano: escuchando, hablando, inmersa en situaciones existenciales reales. No tuve esa oportunidad hasta el momento. Estudié algunos idiomas cuando fue preciso por distintos motivos: inglés, portugués, francés. También soy bastante histriónica. Me gusta entretener y divertir a la gente en las reuniones, actúo espontáneamente. Disfruto frente al micrófono o sobre el escenario.

14 — ¿Cuál considerás tu mayor extravagancia?

CS — Un amigo mío, escritor, solía definirme como “un espíritu libre”. Tal vez mi extravagancia sea el ejercicio persistente de la libertad, para mí misma y para con los otros. Respetar y promover la libertad de quienes me rodean es también ser libre.

15 — ¿Qué esperás y qué no esperás de tus amigos?

CS — Casi no tengo amigos ni amigas. No espero nada de ellos y me gusta pensar que ellos no esperan nada de mí. De ese modo todo lo que podamos recibir el uno del otro resulta una sorpresa. Siempre confío en que sea una sorpresa agradable, pero estoy preparada para lo desagradable, también.

16 — ¿Cuál ha sido tu recorrido en el específico área de la docencia? ¿En qué instituciones?

CS — Nunca fue mi vocación dar clases. Lo hice en la universidad durante unos años porque me ofrecieron el trabajo y el dinero me venía bien. Me di cuenta de que como docente lo pasaba mal porque carecía de fe: fe en la disciplina que dictaba y en la institución. Eso provocaba que tampoco tuviera ninguna confianza en el proceso de enseñar y de aprender. Lo terminé de comprender cuando tuve la oportunidad de dar una clase de yoga: me sentí muy bien, porque sí creo en la disciplina y en quienes la practicamos. De todas formas, tampoco es mi objetivo enseñar yoga: estudié y sigo estudiando con la intención de mejorar mi práctica diaria.

17 — ¿Cuál de tus poemarios considerás que más te conforma y por qué?


CS — No lo sé. No es algo que me interese analizar. En lo más reciente suelo reconocerme más, pero no reniego de lo publicado —por más que, si me enfrentan a un libro viejo, pueda avergonzarme de una palabra, de un verso o de todo un poema—. El arrepentimiento es el más inútil de los sentimientos. Procuro confiar en mi criterio, en mi intuición, en mi trabajo: selecciono y corrijo intensamente antes de publicar. Es mucho más lo que he desechado que lo he publicado. Tampoco invierto tiempo en revisar lo ya publicado: ya no soy la misma, no soy la que escribió ayer. Vivo y escribo hoy.

18 — Rodolfo Walsh infería que “la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.” ¿Qué es para vos, entre otras cosas, la literatura?

CS — La palabra literatura remite para mí a una asignatura académica: no me habla de poesía. Por eso no me interesa gran cosa el concepto de “literatura” ni las obras literarias que no son poesía. La poesía entró en mi vida espontáneamente, se me reveló, me deslumbró. Eso no me pasó nunca con otro tipo de escritura literaria. Creo que lo que es capaz de tocarnos de esa manera es arte, el resto no.

19 — ¿Cómo procediste en la concepción de ese poemario que lleva por título el apellido del pintor austríaco Gustav Klimt (1862-1918)?

CS — Procuro que cada uno de mis libros constituya realmente una obra, es decir, que guarde coherencia semántica y estilística. Suelo ordenar los poemas en capítulos, atendiendo a los matices que en ese sentido van apareciendo: cada sección tiene su propio clima, su color particular. Y el título de los libros es siempre un verso o el fragmento de un verso que, además de gustarme y parecerme atractivo para el lector, condensa, de alguna manera, el espíritu del libro. “Klimt” no habla del pintor: se refiere en un poema a uno de sus cuadros. La conexión que guarda el título con los diferentes componentes de la obra es múltiple, difícil de explicar: prefiero que cada lector la conciba por sí mismo.

Carina Sedevich selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

Oración para la piedra de la mesa

Piedra de la mesa
con salteadas estrellas
de mica de los ríos
bajo el sol:
consuélame.

Piedra de la mesa
que mi alma
repasa
como frente a un espejo:
¿hay consuelo?

Piedra de la mesa
más pacífica
que el río y que los árboles:
acógeme.

Piedra turbia
sobre la que escribo una palabra
sin sujetarme, aún,
a tu silencio.

Piedra dulce
en la que se fijan
las piedras de mis ojos
como anclas.

El viento se mueve.

Mi corazón se mueve
pero ansía ser como la piedra
constelada
que sostiene mis brazos
mientras mis brazos
sostienen mi frente.


Piedra de la mesa

perfumada en verano
por partículas de sal.
Demasiado dura
para estar con otros.
Demasiado vieja
para no callar.


Piedra de la mesa
dulce como un muerto:
hace mucho tiempo
no miro mis manos.


Piedra de la mesa:
olvida mis palabras.
Seres amados:
olviden mis palabras.
Campanas de la catedral:
escriban
sobre mis palabras.
Caireles de la florería:
eleven sus palabras
por mi niña.

—Pájaros:
busquen el agua.
Es domingo.—

(de “Lavar a la madre”)


La eufórica luz de los membrillos

1

Alcancé tu mano por primera vez
como una niña
tocaría un membrillo entre las ramas.
Cítrica, cruda,
era la ofrenda de tu mano muda.

2

Porque esa noche pude tocar tu mano
hoy que vuelve la escarcha
yo me amparo
en la eufórica luz de los membrillos.

3

Quiero abrazar un arpa y que sus cuerdas
dejen caer las voces de los pájaros
que merodean el árbol de membrillos.

4

—Y si un membrillo por azar se cae
podré mirarlo como miré tu mano:
aquella dulce materia sobrehumana.—

5

Existe una manera limpia
en cada gesto de tus manos finas.
Miro con pena como el aire oxida
la carne dura del membrillo roto.

6

Tarde de octubre. Fascinada
—bajo el lapacho que arrasó el granizo—
en una oración por el membrillo
repito el fragor del amarillo.

(de “Un cardo ruso”)


En una película oriental
los muertos eligen un recuerdo
para vivir en él como un insecto
inmóvil en un ápice de ámbar.

Buscan momentos sin exaltaciones
en los que no pudieron vislumbrar
resabios de pasado o porvenir.

Al fin,
prefieren recordarse solos.

(de “Un cardo ruso”)


Unas láminas de sarro se desprenden
y golpean las paredes de mi jarra.

Pienso en brillantes filamentos de mica
ocultos en la arena de los ríos.

Pienso en las mangas mojadas
que los poetas chinos
prefieren nombrar para no hablar
de sus lágrimas.

(de “Gibraltar”)


El olvido es un fruto que requiere trabajo.

Casi siempre tardío, pero rara vez dulce.
No es uva ni es la parra donde pende el racimo.

No es como la sombra que daría la parra
ni como sus raíces contraídas y bruscas.

Se parece a la piedra del cantero y la fuente
que apisona la parra, que la ordena y la ciñe.


Hay que hacer saltar el olvido de un golpe
como a una piedra caliza en la cantera.

Que se entibie en la mano que quiera tallarla.
Sea opaca a los ojos. Sea venérea y ajena.

Una piedra tan blanca es casi como un niño.  
Casi un sacramento para mí.

Inclino mis huesos como panes ácimos
sobre cunas que guardan el amor ajeno.

Qué fue de la ternura que pude sentir.
La siento en la garganta bajar como una hostia.

(de “Gibraltar”)

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.