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viernes, 25 de febrero de 2022

ALEJO CARPENTIER: LOS FUGITIVOS


I
El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro —nunca le habían llamado sino Perro— estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omoplatos. Las sombras se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro. Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias. Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral, arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña. No eran los de la jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alubonadas que todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla, tina araña, que había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.

II
Por hábito, Cimarrón y Perro se despertaron cuando sonó la campana del ingenio. La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo con cuerpo, los enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se miraron largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaña, destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bordón armoriado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a sol sobre un fondo de mugidos y de relinchos, como indulgente aviso a los que dormían en altos lechos de caoba. Las gallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el meñique de la mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner. Un pavo real hacía la rueda sobre la casavivienda, encendiéndose con un grito, en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban su largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta, dejando un reguero de espuma entre las raíces de una ceiba. Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían sus cadenas, impacientes por ser sacados del batey. —¿Te vas conmigo? —preguntó Cimarrón. Perro lo siguió dócilmente. Allá abajo había demasiados látigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Ahora Perro estaba mucho más atento al olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de sus polainas de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa, a pesar del perfume que despedían sus encajes. El olor del cura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que hacía tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de la capilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de que los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantos soplos de fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro había cambiado de bando.

III
En los primeros días. Perro y Cimarrón echaron de menos la seguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciados por cubos, en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a los barracones, después del toque de oración o cuando se guardaban los tambores del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las mañanas, sin campanas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde el alba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas. El día en que se daba con el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y horas, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a garrotazos. Poco a poco Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en que habían comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, engullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana podría llover y que el agua de arriba correría entre las peñas para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro sabía comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de rojo. Además, como siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún nido de codorniz, de la incomprensible afición del amo por los langostinos que dormían a contracorriente a la salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca de caracoles petrificados. Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro comenzó a escarbar al pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas costillas tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con desabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar a cuatro patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada servían, y sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas... Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambos empezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba un carretero conocido, una beata vestida con el hábito de Nazareno o un punteador de guitarra, de esos que conocen al patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía permanecer varias horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea, mirando ese camino poco transitado, que una rana toro podía medir de un gran salto. Perro se distraía en esas esperas dispersando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejuelas. Un día que Cimarrón esperaba, así, algo que no llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Una volanta venía a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio. De pie sobre las varas, el calesero Gregorio hacía restallar el cuero, mientras el párroco agitaba la campanilla del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó al punto de la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatro patas, espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio a ladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquierda, delante, pasando y volviendo a pasar, enseñando los dientes al calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar por lo alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado. De pronto, quebró una vara, arrancando el tiro. Luego de aspaventarse como peleles, el párroco y el calesero se fueron de cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó de sangre. Cimarrón llegó corriendo. Blandía un bejuco para azocar a Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el gesto, sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance. Se apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de las altas botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco duros. Además, la campanilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquella noche, arropado en la sotana, Cimarrón se dio a soñar con placeres olvidados. Recordó los quinqués, llenos de insectos muertos, que tan tarde ardían en las últimas casas del pueblo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir el aguinaldo de Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. El negro, desde luego, había optado por las mujeres.

IV
La primavera los agarró a los dos al amanecer. Perro despertó con una tirantez insoportable entre las patas traseras y una mala expresión en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los colmillos una lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba solo. Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano un olor rastreable... Mataba insectos que siempre lo habían asqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entre sus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de exasperarse cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperaba como nunca había esperado. Pero aquel día nadie pasó por el camino. Al caer la noche, cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas sobre el campo, Cimarrón echó a andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió, desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando a los barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar, de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascos de caballo. Debían estarse haciendo las pastas de guayaba, ya que un interminable dulzor de mermelada era esparcido por el terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado, la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro. De pronto, una negra de la dotación atravesó el sendero de la herrería. Cimarrón se arrojó sobre ella, derribándola entre las albahacas. Una ancha mano ahogó los gritos. Perro avanzó, solo, hasta el lindero del batey. La perra inglesa adquirida por don Marcial en una exposición de París estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino, erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolvente que la inglesa olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón de Castilla. Cuando Perro regresó a la caverna, clareaba. Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana del párroco. Allá abajo, en el río, dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la corriente con sus saltos que abrían nubes de espuma entre los linos.

V
Cimarrón se hacía cada vez más imprudente. Rondaba ahora en torno a los caseríos, acechando, a cualquier hora, una lavandera solitaria o una santera que buscaba culantrillo, retamas o pitahayas para algún despojo. También, desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los duros del capellán en un parador del camino carretera, se hacía ávido de monedas. Más de una vez en los atajos se había llevado el cinturón de un guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una estaca. Perro lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía peor que antes, y más que nunca era necesario desquitarse con huevos de codorniz, de gallinuela o de garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se trepaba a un árbol. Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba cada vez más reacio a acercarse a los pueblos. Había demasiados niños que tiraban piedras, gente siempre dispuesta a dar patadas y, al oler su proximidad, todos los perros de los patios lanzaban gritos de guerra. Además, Cimarrón volvía esas noches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que Perro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia prudente. Así se fue viviendo hasta la noche en que Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el cuarto de una mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombres cautelosos, que llevaban mochas en claro. Al poco rato Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a correr al monte por la vereda de los cañaverales. Al día siguiente vio pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y los tobillos. Y lo conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando, que le daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y de malcriado.

VI
Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el valle, Perro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de él a veces, cuando aquel gran sol frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos reflejos sobre las plantas. Se habían terminado para él las hogueras que solían iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en el invierno que se aproximaba, ni habría ya quien le quitara el collar de púas de cobre, que tanto le molestaba para dormir —a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco—. Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, con los seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el maia entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no estaba allí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o de recoger manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando había agarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligaciones a que todo ser que depende de alguien se ve constreñido. Tampoco —salvo en casos de hambre extrema— podía atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves de agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada de los corrales aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había perdido todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotos casi inaccesibles al hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento mecía con ruidos de albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas, de esos que tan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están. Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, la lana apresaba guisazos que ya no tenían espinas. Con los aguinaldos volvió la primavera. Una tarde en que lo desvelaba un extraño desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa primera de su fuga al monte. También ahora caían ladridos de la montaña. Esta vez Perro agarró el rastro en firme, recobrándolo luego de pasar un arroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche siguió la huella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una quebrada. El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros. Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos, tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se cerraba el olor a hembra. Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo de rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo duro, que lo esperaba con los colmillos de fuera. El rastro moría a la sombra de su vientre.

VII
Los jíbaros cazaban en bandada. Por ello buscaban las piezas grandes, de más carne y más huesos. Cuando daban con un venado, era tarea de días. Primero al acoso. Luego, si la bestia lograba salvar una barranca de un salto, el atajo. Luego, cuando una caverna venía en ayuda de la presa, el asedio. A pesar de herir y entornar, el animal moría siempre en dientes de la jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo aún, arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre fresca a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las raíces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros habían perdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertos de cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días del celo, los perros combatían entre sí, mientras las hembras esperaban, echadas, con sorprendente indiferencia, el resultado de la lucha. La campana del ingenio, cuyo diapasón era traído a veces por la brisa, no despertaba en el perro el menor recuerdo. Un día los jíbaros agarraron un rastro habitual en aquellas selvas de bejucos, de espinas, de plantas malvadas que envenenaban al herir. Olía a negro. Cautelosamente, los perros avanzaron por el desfiladero de los caracoles, donde se alzaba una piedra con cara de muerto. Los hombres suelen dejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es mejor cuidarse de ellos, porque son los animales más peligrosos, por ese andar sobre las patas traseras que les permite alargar sus gestos con palos y objetos. La jauría había dejado de ladrar. De pronto, el hombre apareció. Olía a negro. Unas cadenas rotas, que le colgaban de las muñecas, ritmaban su paso. Otros eslabones, más gruesos, sonaban bajo los flecos de su pantalón rayado. Perro reconoció a Cimarrón. —¡Perro! —alborozó el negro—. ¡Perro! Perro se le acercó lentamente. Le olió los pies, aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas en torno a él, moviendo la cola; cuándo era llamado, huía. Y cuando no era llamado, parecía buscar aquel sonido de voz humana, que había entendido un poco en otros tiempos, pero que ahora le sonaba tan raro, tan peligrosamente evocador de obediencias. Al fin, Cimarrón dio un paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó un extraño grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al cuello del negro. Había recordado, de súbito, una vieja consigna del mayoral del ingenio, el día que un esclavo huía al monte.

VIII
Como no olía a hembra y los tiempos eran apacibles, los jíbaros durmieron hasta el hartazgo durante dos días. Arriba, las auras pesaban sobre las ramas, esperando que la jauría se marchara, sin concluir el trabajo. Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa listada de Cimarrón. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez de los colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos rodaban en el polvo. Y volvían a empezar, con un harapo cada vez más menguado, mirándose a los ojos, las narices casi juntas. Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron en lo alto de las crestas arboladas. Durante muchos años los monteros evitaron de noche aquel atajo, dañado por huesos y cadenas.

Alejo Carpentier
Alejo Carpentier y Valmont (La Habana, Cuba, 26 de diciembre de 1904 - París, 25 de abril de 1980). Escritor cubano. Hijo de un arquitecto francés y una profesora rusa, inicia estudios de arquitectura en 1921, que abandona dos años más tarde, pasando a ejercer como periodista en la revistas Hispania, Social y Carteles, destacando también como musicólogo. En 1924 es nombrado redactor jefe de la revistaCarteles. Encarcelado en 1927 por su actividad política de oposición al dictador Machado, en 1928 abandona Cuba para establecerse en París. Allí se dedica a actividades relacionadas con la música, siendo corresponsal de diversas revistas culturales cubanas.Fuente: fierasysabandijas.galeon.com 

CARMEN MEMBRILLA OLEA: SIEMPRE PASA LA LLUVIA


Han pasado veinte años y yo jamás volví a ser el mismo.

Un día lluvioso siempre es sorprendente, anómalo y bello. El cielo lo tiñe todo de un gris nostálgico capaz de atravesarme el alma con sentimientos, deseos y recuerdos escondidos.

El agua cae entrecortada y en forma de miles de lágrimas me transmite la tristeza inevitable.

Aquél día llovía. Llegué del colegio empapado, esperando encontrar a mi madre en la cocina. Me estaría preparando una enorme rebanada de pan con mantequilla y azúcar. El vaso de leche humeante, ya estaría sobre la mesa y ella cantaría aquellos fantásticos boleros mientras recogía las migajas de la encimera y fregaba los utensilios que había utilizado para preparar mi merienda.

Su sonrisa y sus besos llenarían aquella tarde dulce de Cola Cao caliente, de deberes junto a la estufa. A veces yo miraría cómo ella distraídamente planchaba o cosía o leía una revista.

Quizá mi padre llegaría de viaje, por sorpresa, como siempre y la invitaría a salir a pasear bajo la lluvia.

Hubieran cogido un paraguas y hubieran salido a la calle agarrados del brazo, sonrientes.

Podría haber sido una tarde más.

Una tarde de agua sobre los colores del paraguas de mi madre que hacía juego con el arco iris.

Cubiertos de libertad hubieran avanzado en su camino disfrutando de “esa bendición del cielo”- como ella decía - , del placer de ir saltando los espejos del suelo.

Yo me hubiera quedado en casa, esperando, al menos hasta que anocheciera...

La lluvia caía incesante. Yo corría desesperado por llegar. Atravesé la puerta de entrada y los ojos de mi madre se clavaron en mí llenos de horror. Me quedé paralizado. Una vez más trataba de entender qué estaba pasando.

Mi padre apestaba a alcohol y gritaba insultos mientras le pegaba y la empujaba cada vez con más fuerza. Estaba sucio. Su aspecto siempre me parecía patético: las marcas de sudor en su camisa raída, la barba cerrada espesando su expresión terrorífica, sus ojos vidriosos perdidos en algún lugar maldito, su pelo grasiento y esos pantalones mal ajustados por debajo de su prominente barriga. Olía a su presencia. Era una mezcla de grasa de coche y humores corporales. Estaba como loco. Decía que mi madre era una puta, que ya sabía él a qué se dedicaba mientras estaba en la carretera “tirado como un perro”...

Entró en su dormitorio y sacó la escopeta de caza. Transcurrieron unos segundos en los que mi madre llorando me gritó que corriera. Yo no podía moverme, no podía llorar, no tenía fuerzas.

Disparó dos veces, muy cerca de ella. Apuntó al corazón. El corazón roto de mi madre sangraba mientras él cayó de rodillas sobre aquél charco rojo y espeso por el que se escapaba la vida de mi madre y mi propia vida. Sin embargo, yo seguía ahí, esperando que ella, como otras veces se levantara diciéndome que no pasaba nada, que era la hora de merendar.

Sus ojos se quedaron abiertos y en aquella expresión había algo de belleza y de paz.

Él cogió su escopeta de caza y fue una tarde de sangre, una tarde negra en la que todo se detuvo cuando mi madre cayó muerta como si de un castigo del cielo se tratara.

Mi madre traspasada por dos balas cruzó el umbral del más allá y toda su vida quedó convertida en un espejismo. Quizá viera una luz al final del túnel, una luz que, por fin, se extinguió.

Cargué sobre mi espalda la muerte de mi madre y he alimentado cada día el odio visceral que siento por mi padre desde que esto ocurrió.

Pero, cuando en un día de lluvia el sol se asoma entre las nubes, su poder es absoluto y la luz vuelve a traspasar mi vida recordándome que las gotas de agua son pasajeras.

Siempre pasa la lluvia.

Entretanto, el arco iris me hace esbozar una sonrisa. Su misterio hace que me sienta bien y detrás de mi ventana espero seguir aquí, al menos hasta que anochezca.

Carmen Membrilla Olea

JUAN CARLOS DÁVALOS: LA COLA DEL GATO


De las dos etapas que tuvo la vida de Don Roque Pérez, el protagonista, nos interesan los diez años de la primera, en la que se desempeñaba como dependiente de la tienda de Don Pepe Sarratea.

Cuando él era dependiente, dormía en la trastienda. El negocio de Sarratea ocupaba una vieja casucha que todavía existe en una esquina de la plaza. El dependiente barría la vereda todas las mañanas, plumereaba los estantes y aguardaba al patrón, que se presentaba a las ocho.

Sarratea despachaba personalmente detrás del mostrador, pero si había que bajar alguna pieza de un alto estante, colocaba la escalera y el dependiente se encaramaba por ella.

A las nueve de la noche, Sarratea despedía a sus contertulios del barrio; guardaba el dinero en el bolsillo y se marchaba a su casa

Entonces el dependiente trancaba las dos puertas de la tienda, rezaba su rosario y se metía en cama.

Una noche entre las noches, Roque Pérez, después de acostarse, dirigió la vista al techo de su rancho, y vio que colgaba una cola de gato por una rotura del cañito

El agujero quedaba perpendicularmente sobre su cabeza, y la cola de gato apuntaba naturalmente a su nariz

_ ¿Qué será eso? _pensó el dependiente… _ ¿Qué será….?

Apagó las velas y se durmió

Varias noches después del descubrimiento, Roque Pérez volvió a mirar la cola del gato.

Al cabo de una hora de contemplación pensaba

_ ¿Qué será esa cola…? Y se decía:_“ Mañana voy a poner la escalera para ver lo que es…" Y apagaba la vela y se dormía.

Todas las mañanas, al despertar, Roque Pérez se desperezaba y miraba la cola del gato

La miraba todas las noches al acostarse y siempre pensaba. “En uno de estos días voy a poner la escalera ".

Pero Roque Pérez era indolente, con esa profunda indolencia de los seres palúdicos

El habría tenido una idea: aquella cola de gato debía significar algo. Para saber qué era había tiempo.

Así pasaron dos años y pasaron cinco años; ¡y pasaron diez años…..!

El señor Sarratea murió de tabardillo; los herederos liquidaron el negocio, Pérez tuvo que abandonar la vieja casucha. Salió de allí con quinientos pesos de sueldos economizados y se contrató en la tienda de enfrente

Al poco tiempo de esto se alquiló la casa de Sarratea un boticario alemán que llegó a Salta con su mujer.

Lo primero que hizo el boticario, naturalmente, fue preocuparse por la limpieza del local, para instalar su botica.

Un día el boticario entró en la trastienda y al revisar las paredes y los techos, vio la cola del gato. El alemán llamó a su mujer y le mostró aquello. Pidieron prestada una escalera en la tienda de enfrente. Roque Pérez en persona, trajo la escalera. El boticario, ayudado por Pérez, la afianzó sobre un cajón para que alcanzase al techo y se trepó.

Mientras el pobre Pérez sostenía la escalera, el boticario, allí arriba, asió de la cola, y tiró y cayó al suelo una moneda de oro. Tiró más y cayeron algunos cascotes y varias monedas. Luego, metiendo el brazo en un agujero del techo, sacó un zurrón lleno de onzas de oro, y se lo arrojó a su mujer. Buscó más, y encontró otro zurrón, y cargando el pesado fardo, bajó al suelo.

_ Bueno _ dijo el alemán todo sofocado, entregándole a Pérez una monedita _ aquí tiene usted su propina y gracias por la escalera.

(de: Relatos y cuentos del norte Argentino)



Juan Carlos Dávalos
Escritor argentino nacido el 11 de enero de 1887 en Villa San Lorenzo, Provincia de Salta y fallecido el 6 de noviembre de 1959 en la Ciudad de Salta.
Fuente:blogdelagente.com/edithrodriguez - Foto: portaldesalta.gov.ar

EDUARDO GALEANO: CELEBRACIÓN DE LA FANTASÍA


Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.

Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo
-Y anda bien -le pregunté
-Atrasa un poco -reconoció


Eduardo Galeano

ENTREVISTA A HÉCTOR FREIRE

“Es como si solamente hubiésemos aprendido a olvidar”


Por Rolando Revagliatti

Héctor Freire nació el 10 de diciembre de 1953 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Es Profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Recibió el Premio y la Beca a la Investigación Literaria Ciclo 2003, otorgada por el Fondo Nacional de las Artes, por su proyecto “Poesía Buenos Aires (1980 / 1990)”. Ha sido fundador de la Primera Escuela Literaria del Teatro IFT (“Idisher Folks Teater”), jurado del Fondo Nacional de las Artes (género ensayo), jefe de redacción de la Revista de Poesía “Barataria”, así como de la Revista Cultural “La Pecera” (Mar del Plata) y director de la Revista de Cultura “Rizoma”. Forma parte del consejo de redacción de la Revista “Topía” (Psicoanálisis, Sociedad y Cultura), además de ser el responsable de la sección Arte y Cine. Lo es también de las secciones Arte y Erotismo de la revista virtual “El Psicoanalítico”. Es integrante fundador del Grupo de Investigación (filosofía, arte y psicoanálisis) Magma y secretario de la ONG del mismo nombre, y fue el compilador junto a Yago Franco y Miguel Loreti del volumen “Insignificancia y autonomía (debates a partir de Cornelius Castoriadis)”. Seleccionó y prologó la antología “El cine y la poesía argentina” (Ediciones en Danza, 2011). En el género ensayo publicó “Literatura y cine, uso del video en el aula” (en co-autoría con Maximiliano González Jewkes, 1997), “Sostiene Tabucchi (todo es una película)” (en co-autoría con Roberto Ferro, Maximiliano González Jewkes y Ana Paruolo, 2000), “De cine somos (críticas y miradas desde el arte)” (2007), “El cine en su laberinto: literatura, pintura y sociedad” (2009), “Cine en tiempos de insignificancia” (2013). Entre 1994-2014 formó parte del grupo de docentes-capacitadores del CEPA (Escuela de Capacitación Docente. Pedagogías de Anticipación), dependiente de la Secretaría de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Poemas de su autoría han sido incluidos en las antologías “De la utopía al compromiso” (1988), “La poesía del siglo XX en Argentina” (Colección Visor de Poesía, Madrid, España, 2010), “Muestra 18 poetas argentinos” (2014), “Muerte” (2015), “Poesía de pensamiento. Una antología de poesía argentina” (Editorial Endymion, Madrid, España, 2015). Publicó los poemarios “Quipus” (en co-autoría con Patricio Sabsay y Daniel Calmels, 1981), “Des-Nudos” (en co-autoría con Daniel Calmels, 1984), “Voces en el sueño de la piedra” (1991), “Poética del tiempo” (Grafiti, Montevideo, Uruguay,1997), “Motivos en color de perecer” (2003; Premio Fondo Nacional de las Artes), “Satori” (2010; con segunda edición, castellano-francés, en 2013).

1 — Uno de los tres narradores de la novela “La pista de hielo” de Roberto Bolaño, dice: “Las calles estaban luminosas, como las calles que uno identifica, a veces, con la infancia, y pese a que aquel fue un verano caluroso…” ¿Qué calles —o plazas o salas cinematográficas o…— identificás con tu infancia?

HF — Creo que la infancia junto al lenguaje son “la patria” del poeta. Y teniendo en cuenta que la infancia es hiperbólica y exagerada, ya que está atravesada por la memoria, me hace acordar a la metáfora que utilizaba Federico Fellini al respecto, y que para él es fundamental en el proceso creador de un artista: la figura de un inmenso transatlántico sumergido en la oscuridad del fondo del mar. Que de vez en cuando manda alguna lucecita a la superficie. No es casual que ese inmenso transatlántico aparezca muchísimos años después en su famoso film “Amarcord” (que en dialecto quiere decir “yo me acuerdo”). Muchos de mis poemas surgen de esas “epifanías” provenientes de la lejana y a la vez próxima infancia. El barrio, las calles que rodean al Parque Lezama, el patio de la casa grande con sus helechos y jazmines, y en especial la presencia de mi abuela materna, aparecen a menudo en mis textos. Además, fue mi abuela la que me regaló mi primera máquina de escribir. En este sentido, la poesía como la infancia, tienen una cualidad estática y estética propia. Su presente es la extensión del pasado, de la memoria. Sin tiempo, me sigo preguntando ¿qué fue de las caricias de mi madre?, de la dulce música de las siestas en verano? Es como si solamente hubiésemos aprendido a olvidar. Sin embargo, es extraño que esas imágenes sigan habitando el recuerdo: lo imposible es cierto. Así es el recuerdo: “olvido habitado”. Un espectáculo que aparta lo físico de lo real. El resultado, simulacro y representación: poesía. ¿El lugar donde se guarda lo que fuimos? ¿Lo que alguna vez fue nuestro? Y entonces ese barco del que hablaba Fellini, hoy navega a través de los poemas, por los rincones de la vieja casa, perdido y sin tripulantes, alterando el equilibrio interior de nuestros sueños. Ajeno a la velocidad de la vida actual, se siente protegido en su viaje doméstico hacia ninguna parte, porque lo esencial es navegar, seguir escribiendo. Las mismas habitaciones, los mismos seres, las mismas puertas que dan a distintos puertos. La prisa en el retraso que persiste: nunca ha llegado, porque nunca ha partido. ¿O es que sólo se viaja para regresar? Éxodo, destierro, exilio. Infancia-Poesía: movilidad en la fijeza. Entonces ese barco, vuelve exótico lo que nos es más familiar. Hay un poema de mi libro “Poética del tiempo”, llamado “Nocturno”, que en los versos finales sintetiza esta idea: Ahora los sentimientos y los sueños/ de los días nuestros llegan al antiguo patio/ como húmedos pasos para recordarnos/ que no sabíamos, ni sabemos aún qué decir/ acerca de la muerte. “—¿Dónde estábamos?—” Preguntó mi hermano/ que todavía no había nacido./ “—En ninguna parte—”, contestó la abuela/ que ya había muerto,/ pasando una ramita de albahaca fresca/ sobre los ojos secos de los helechos. El recuerdo torna circular al tiempo, la infancia no es el pasado, sino su interpretación. La captura de esos instantes luminosos plasmados en la escritura poética, es lo que dura. Y ésta, creo, es la “lógica” de la poesía y su relación con mi infancia: en la superficie de su profundidad, el tiempo se hace humano. Un raro instante de emoción que huye. En ese sentido, la poesía entre lo que huye, permanece. Y donde lo insólito, lo extraño nace de lo común. La infancia, la poesía, concentra así lo eterno en lo fugaz. Madura la mirada: da peso a la levedad y gravedad a lo pequeño. Confronta y a la vez desliza una intuición: no juzga, trata de comprender. Trata de “cazar fantasmas” con palabras. La poesía quizás, no sea más que la mirada de ese niño solo, sobrepasado por lo que le rodea. En cuanto a mi primera experiencia cinematográfica: recuerdo dos, la “local”, cuando íbamos con los amigos del barrio a ver los sábados o los domingos a la tarde, dos o tres films seguidos. Varios géneros por el mismo precio: westerns, aventuras, de terror (los cuentos de Edgar Allan Poe llevados al cine). Y la otra experiencia inolvidable e irrepetible, cuando mi padre me llevó por primera vez al centro, la sala Gran Rex, el Metro, el cine Ópera, y las salas de la calle Lavalle. ¡¡¡Qué maravilla!!!, haber visto en pantalla gigante “Lawrence de Arabia” del director David Lean, “Espartaco”, del genial Stanley Kubrick, y más adelante en la escuela secundaria, guiados por la profesora de inglés, “2001, Odisea del espacio”, del mismo director. Film que transformó el marco de referencia de un género —la ciencia ficción— que se convertiría en uno de los pilares de la industria durante las siguientes décadas. Pero toda esa cuestión la entendí muchos años después, cuando me dediqué a estudiar e investigar historia y crítica de cine. Sin embargo, todavía hoy, en los distintos cursos de cine que dicto, nos sigue sorprendiendo: el célebre y enigmático símbolo del monolito, el prólogo del film con el mono arrojando el hueso que se transformará en segundos en una nave espacial. Quizá una de las escenas más logradas y sintéticas de la historia del cine. Lamentablemente, hoy hay en el cine una masiva industrialización de la visión, en detrimento de la construcción de una mirada. En el cine actual (el de los efectos especiales) no hay tiempo para el suspenso, en él solo puede haber sorpresa. Se privilegia el accidente en lugar de la substancia duradera del mensaje. Esas experiencias, fueron como trazar un círculo poético que produce tranquilidad ante la inmensidad de lo desconocido. Esa sensación que todavía sigo sintiendo, como un estado de ánimo luminoso, cada vez que vuelvo a ver los films de Fellini o Kurosawa. También al releer un poema de Fernando Pessoa, de César Vallejo, o de algún cuento de Borges.

2 — ¿Cómo fueron tus inicios literarios? ¿Quiénes fueron tus referentes poéticos del país y del extranjero?

HF — Fueron muy dispersos. Creo que todo empezó cuando me recibí en la secundaria. Y gracias a una profesora de Literatura, que daba unas charlas sobre arte, poesía, cine, teatro, los días sábados a la tarde en una institución. Esos cruces de disciplinas, con sus consecuentes relaciones, dejaron huellas. Luego vinieron los talleres literarios, en especial el de una poeta y traductora argentina, lamentablemente olvidada o no reconocida como se merece. Me refiero a Elizabeth Azcona Cranwell, traductora, por ejemplo, de la obra de Dylan Thomas. Con ella, además de trabajar nuestros textos, fuimos conociendo a poetas como Antonin Artaud, y a sus amigas, Alejandra Pizarnik y Olga Orozco. Solía visitarnos de vez en cuando Alberto Girri. Un libro de Elizabeth, “De los opuestos”, publicado por Editorial Sudamericana, con comentario de Jorge Luis Borges, me había impresionado mucho. Recuerdo dos poemas del libro: “La mudez del poeta” (dedicado a Rimbaud) y “Las voces que destruyen”. Y que según Borges parecen dictados por dos pasiones: “la de sentir y la de comprender lo sentido”. Esas marcas las reconozco hoy en mi poesía. Luego vinieron las reuniones informales con poetas amigos, Patricio Sabsay, Daniel Calmels, con quienes fundé la Primera Escuela Literaria del Teatro IFT. Mucha lectura autodidacta a la par de los estudios universitarios en la Facultad de Letras de la UBA. Otro poeta importante para mí fue el contacto y la lectura de la obra de Joaquín Giannuzzi. Y a través del traductor y poeta Lysandro Galtier (también injustamente olvidado, sobre todo por el grupo de traductores locales), conocí a los poetas griegos contemporáneos: Odysséas Elytis, Constantino Cavafis, Yorgos Seferis. Traducidos del francés por Galtier, como así también la obra de Henri Michaux, de Saint-John Perse. Y muy especialmente los poemas del lituano Oscar Vladislas de Lubicz Milosz [1877- 1939]: cómo no recordar su monumental “El cántico del conocimiento”. Y esos versos que dicen: “sóplame la palabra envuelta de sol, / la palabra grávida de cólera de este peligroso tiempo.” Después, y gracias a mis precarios estudios de italiano en la Dante, disfruté de los poetas italianos Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Giuseppe Ungaretti, Dino Campana, Umberto Saba, Cesare Pavese, y de toda la obra de Pier Paolo Pasolini, quizás el último artista renacentista que dio Italia. Admiro mucho su obra que abarca casi todas las artes: poesía-cine-teatro-pintura-ensayo-novela, además de su compromiso y militancia política. Incluso le he dedicado varios poemas. Otro italiano notable es Italo Calvino. Su obra también es monumental, y si bien no se lo ubica como poeta, su bellísimo libro “Las ciudades invisibles”, es poesía de gran nivel. Todos ellos, junto a T. S. Eliot, Pessoa y Vallejo (la lista sería muy larga), fueron un eficaz estímulo a la imaginación. Aprendí que la poesía es una espinosa rosa que crece en el centro del jardín de las vanidades. Escribir poesía es descubrir. La poesía como “duración inmóvil”: gradual acumulación de pequeñeces visuales. Un detalle tras otro, ya que en los detalles se detiene el tiempo. Un intento por agotar todo lo que se expresa por la inmovilidad y el silencio. Poemas como sitios en el tiempo. Pensamientos que son instante y memoria. Su sola existencia es un acto íntimo y sencillo. La evidencia de las preguntas antes que la pertinencia de las respuestas.

3 — ¿Qué films ubicarías en lo más alto del podio?

HF — Pregunta difícil de contestar, ya que son muchísimos. Voy a tratar de ser lo más objetivo posible, en cuanto a la importancia y permanencia en el tiempo. Su pertinencia técnica y sus innovaciones en el discurso cinematográfico. Y por supuesto, mi gusto personal. Podríamos utilizar el criterio que despliega Italo Calvino, en cuanto a los clásicos en literatura, en su “Por qué leer los clásicos”, o sea aquellas obras que soportan el paso del tiempo. Dispositivo que tomaré de prestado, aplicable también a las obras cinematográficas y sus respectivos directores. Films de los cuales se dice: * “Estoy volviendo a ver, y nunca estoy viendo”: “El ciudadano”, de Orson Welles. * “Toda relectura de un film clásico es en realidad una lectura de descubrimiento como la primera”: “Vértigo”, de Alfred Hitchcock. * “Un film clásico es un film que nunca termina de decir lo que tiene que decir”: “Ocho ½”, de Federico Fellini. * “Un film clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima”: “El acorazado Potemkin”, de Serguéi Eisenstein; “El gabinete del doctor Caligari”, de Robert Wiene; “Metrópolis”, de Fritz Lang. * “Un film clásico es el que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”: “Ran”, de Akira Kurosawa; “El padrino”, de Francis Ford Coppola; “Blade Runner”, de Ridley Scott; “Taxi driver”, de Martin Scorsese. * “Clásico es un film que se configure como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”: “El sacrificio”, de Andréi Tarkovski; “El séptimo sello”, de Ingmar Bergman. Dentro de la historia del cine argentino: “Invasión”, de Hugo Santiago; “Últimos días de la víctima”, de Adolfo Aristarain; “Apenas un delincuente”, de Hugo Fregonese; “Las aguas bajan turbias”, de Hugo del Carril; “El dependiente”, de Leonardo Favio; “Un oso rojo”, de Adrián Caetano; “La casa del ángel”, de Leopoldo Torre Nilsson.

4 — Fuiste guionista televisivo, columnista en programas radiales, y conducís tu propia propuesta radial.

HF — Sí, en ATC: para el programa televisivo “DNI”, fui autor del ciclo “Escritores Argentinos del Siglo XIX”. Se proyectó también en varios países de Latinoamérica. Los guiones fueron sobre las figuras y las obras de Esteban Echeverría (1805-1851), Juana Manuela Gorriti (1818-1892), Roberto Payró (1867-1928), Ricardo Rojas (1882-1957) y Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Mi actividad radial empezó en Radio Palermo como columnista de cine. Después lo fui en Radio América, junto a Daniel Chiron y Vicente Battista. Y desde hace ya varios años soy el conductor del programa Ciudad Cultural, junto a Mario Hernández y Ana Laura Xiques. Se emite todos los jueves de 19 a 20 horas por FM La Boca. Recibimos y hacemos entrevistas a cineastas, dramaturgos, poetas y políticos. Comentamos la agenda cultural de la semana. Además, realizamos programas culturales especiales, por los que fuimos varias veces premiados. Por ejemplo, los dedicados a Julio Cortázar, Leonardo Favio, Gabriel García Márquez y José María Arguedas.

5 — ¿Kafka, Arlt, Borges y Cortázar van al cine?...

HF — Estos nombres responden a ciclos realizados en distintas instituciones. Y en especial, a los cursos dictados en Capacitación Docente, en la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y en el Centro Cultural del Teatro General San Martín. Además de pequeños ensayos que fueron publicados en revistas argentinas y del exterior. Básicamente responden al interés por investigar los cruces entre literatura y cine. Y cómo escritores tan emblemáticos e importantes, se interesaron por el cine. Y cómo el cine llevó a la pantalla en numerosas adaptaciones, homenajes, parodias, transposiciones, sus cuentos o novelas. En el caso de Borges o Roberto Arlt, es aún más complejo: ya que ambos escribieron textos, guiones, sobre el fenómeno cinematográfico. Borges concibió, por ejemplo, el guion de “Invasión” de Hugo Santiago, además de participar en el film de René Mugica, “Hombre de la esquina rosada”, sobre el cuento del mismo Borges. Y “Los orilleros” y “El paraíso de los creyentes”, en colaboración con Adolfo Bioy Casares. Arlt publicó varios artículos sobre el cine en el diario “El Mundo”, recopilados en el volumen “Notas sobre el cinematógrafo”. En ellos abordó de modo sintético el tema de los nuevos medios y géneros comunicacionales: la radio, el periodismo, el cine. El caso de Kafka y el cine, como no podía ser de otro modo, es bastante paradojal: apasionado espectador de los primeros films mudos, manifestaba en sus cartas y diarios, su desconfianza y crítica sobre este nuevo arte. Que es la suma de todas las artes, y en su origen, a diferencia de las otras, nació siendo vanguardia. No un punto de llegada, sino de partida. De ahí la frase sostenida por Jean-Luc Godart y Pasolini: “El futuro del cine está en su pasado”. En la recuperación de su aspecto pictórico y poético, más que narrativo o prosaico.

6 — ¿Qué cursos y seminarios de capacitación para docentes dictaste en CEPA?

HF — Muchos cursos y ciclos durante más de diez años ininterrumpidos. Dos cursos por cuatrimestre destinado a maestros, profesores de literatura, historia, historia del arte. El objetivo al principio, y a partir de la publicación del libro “Literatura y cine (uso del video en el aula)”, era generar la alternativa de intentar la introducción del lenguaje cinematográfico a través de la proyección de films en el ámbito educativo. Sin embargo, el cine en el aula no pretende ser ninguna opción definitiva, sino un complemento auxiliar didáctico, una herramienta necesaria y actual. Por medio de algunos elementos para una didáctica más integral, dinámica y expandida. Otra idea central es la de la recuperación de la capacidad de asombro, y del placer de la lectura, así como señalar los vasos comunicantes entre los distintos lenguajes. En resumidas cuentas, los cursos y seminarios trataban de una actividad didáctica que estimulaba, junto con la adquisición de un complejo aparato técnico-conceptual, la puesta en práctica de una facultad de relación crítica. También señalar la presencia de una verdadera “alfabetización audiovisual”, basada en el análisis del lenguaje del cine y su relación con las otras disciplinas y artes. Algunos de los cursos que dicté, y que más satisfacciones me dieron y me siguen dando son, entre otros: “Estéticas en el cine”, “Las vanguardias y el cine”, “Literatura y cine”, “Historia del cine argentino”, “Cine y poesía”, “Pintura y cine”, “La cuestión de los géneros”, “Cuentos de Borges y Cortázar llevados al cine”, “Nuevo cine argentino”, “Roberto Arlt y Manuel Puig van al cine”, “Grandes directores”. El cine, es evidente, no constituye únicamente un medio de entretenimiento. En una época en la que el desarrollo de las comunicaciones nos satura de información, llegando, en ocasiones, a generar desconcierto, el cine se nos ofrece para el desarrollo social e individual.

7 — ¿Cómo fue aquella experiencia tuya en 2008, como docente invitado por dos universidades de México, dictando el seminario “Vida actual, el avance de la insignificancia y la violencia institucional. Insignificancia, tedio y violencia desde el cine”?

HF — Enriquecedora y estimulante. México es un país maravilloso, a pesar de los problemas de violencia y narcotráfico. En realidad, fuimos invitados por la UNAM a participar de un congreso internacional, por profesores que un año antes habían participado del Primer Congreso Internacional sobre Cornelius Castoriadis, organizado por la ONG Magma. Quedaron muy interesados por la obra de Castoriadis, que abarca filosofía, arte, psicoanálisis, economía, política. Y en especial por la cuestión del “Avance de la insignificancia”. Fueron varios días en el Distrito Federal, donde presentamos varios trabajos y ponencias. Mis aportes fueron desde el cine. Mejor dicho, cómo utilizar el cine como herramienta de estudio e investigación sobre distintas temáticas, como la violencia, la problemática del tedio en relación al trabajo, y el avance de la insignificancia en la actual sociedad del espectáculo. A propósito, la Editorial Biblos nos publicó “Insignificancia y autonomía (debates a partir de Cornelius Castoriadis)”. El volumen recopila varios textos que fueron presentados y debatidos en distintos congresos. Sobre la imposibilidad de la pertenencia a un colectivo. El fenómeno del avance de la insignificancia, y que se encuentra habitado por una subjetividad leve, superficial. Mi texto giró en torno a la “creación artística en tiempos de insignificancia”.

8 — “Satori” (poemas sobre pintores y películas) fue presentado en la Feria del Libro de París (2013-2014).

HF — Sí, la segunda edición: incluye poemas sobre pinturas de Van Gogh, M. C. Escher, Roberto Aizenberg, Fernando Fader, Claude Monet, Caravaggio, Johannes Vermeer, J. M. W. Turner. Y sobre films de Kurosawa, Theo Angelopoulos, Antonioni, entre otros. Fue traducido al francés por Cristina Madero y Pablo Urquiza, publicado en edición bilingüe por Reflet de Lettres y Abra Pampa Éditions. “Satori” resultó el disparador para escribir el ensayo preliminar y la antología “El cine y la poesía argentina”. Poesía y cine, cine y poesía, dialogan a lo largo de un siglo, dentro del amplio y rico mapa de la poesía nacional. En una relación casi no investigada en nuestro país. Cuarenta y dos poetas y más de sesenta poemas, algunos de ellos conocidos y otros no difundidos como se merecen. De hecho, creo, ésta es la primera antología de poesía argentina relacionada con el cine. También incluyo al final del volumen, una pequeña muestra llamada “Voces en off”: voces (poemas) de grandes directores de cine que además fueron y son poetas: Luis Buñuel, Jean Cocteau, Manoel de Oliveira, Federico Fellini, Jean Luc Godard, Peter Greenaway, Yasujiro Ozu, Pier Paolo Pasolini, Andréi Tarkovski y Leopoldo Torre Nilsson.

9 — Fuiste incluido en “Poesía de pensamiento. Una antología de poesía argentina”.

HF — Con selección y estudio preliminar a cargo del poeta Osvaldo Picardo. Una excepción dentro del mapa de la poesía argentina actual, donde lo que prima es la poesía-espectáculo. La iniciativa “propone reflexionar acerca de una constante transversal que hasta entonces parecía velada debajo de etiquetas generacionales, con que neobarrocos y objetivistas hegemonizaron la visibilidad del reducido sistema poético argentino.” Es una antología federal conformada por poetas que nacidos entre 1948 y 1979, han ido elaborando una obra poética en la que es posible verificar esa relación con las proteicas formas que la poesía puede ofrecer cuando se acerca a un máximo de conciencia.

10 — Pronto aparecerá tu poemario inédito “La amenaza de lo breve”. El título es un hallazgo.

HF — Responde a la temática del paso del tiempo, y muy especialmente a la problemática de la vejez. Y es el título de uno de los poemas que componen el libro. La estructura total está dividida en cuatro partes, donde los paisajes, las ciudades con sus lugares que los hacen únicos, los museos, las gentes, en definitiva, las distintas culturas que me impresionaron, y que fui recogiendo a partir de mis últimos viajes por Italia (Roma-Sicilia-Ravena), Turquía y África. La luz y el tiempo, “ese agobio de la lucidez”, son los ejes centrales. Y que se cierra con un largo poema en prosa, a modo de apéndice reflexivo: “Notas sobre un poema de Paul Celan”. A propósito de la problemática de la vejez, se publicó en la Revista Topía un “ensayito”: “La vejez en el cine”, cuyo disparador o “botón de arranque” fueron tres frases poético-reflexivas que tienen mucho que ver con la “atmosfera” de “La amenaza de lo breve”. La primera es del poeta italiano Giacomo Leopardi: “Murió el supremo engaño/ de creerme yo eterno.” La segunda es del pensador, también italiano, Norberto Bobbio, que pertenece a su ya clásico libro “De Senectute”: “Respeta la vida quien respeta la muerte. Toma en serio la muerte quien toma en serio la vida, esa vida, mi vida, la única vida que me ha sido concedida, aunque no sepa por quién e ignore por qué. Tomar en serio la vida significa aceptar firme y rigurosamente, lo más serenamente posible, su finitud.” Y la tercera es de Oscar Wilde: “La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que una vez fue joven.”

11 — ¿Tenés ya completamente reunido el material para ese otro volumen que prevés: “Cine gay y otros ensayos”? ¿Nos podrías aportar precisiones?

HF — Relacionar la homosexualidad y el cine, o sea las historias que éste ha representado en torno a las relaciones amorosas entre personas del mismo sexo, ha pasado a ser después de más de un siglo de historia, un clásico del “séptimo arte”. Un buen número de directores así lo demuestra: Luchino Visconti, Bernardo Bertolucci, Pasolini, Reiner Werner Fassbinder, Derek Jarman, Almodóvar, nombres entre muchos otros, que no ofrecen ninguna duda en cuanto a la calidad de sus discursos visuales, y que no sólo han creado ficciones emblemáticas, sino que han profundizado en la temática de la homosexualidad desde múltiples y variadas perspectivas. Ante tal propuesta, surge una pregunta obligada: ¿Existe un género cinematográfico (como lo son el policial, el western, la ciencia ficción), que se pueda denominar “gay”? Si entendemos el concepto de género, no sólo como un emergente pretensioso- estandarizado de la industria del cine para dirigir y facilitar las elecciones del público, por un tipo de cine clasificado de antemano. Y recuperamos la noción de “género” desde su etimología: (genus-generis) el término contiene dos elementos esenciales: lo específico de una serie, rasgos comunes dentro de un conjunto más amplio. Y la diferencia con otros conjuntos que no lo comparten. Categorías organizadas de acuerdo a ciertas temáticas, formas narrativas, estrategias de composición y producción, estilos determinados. Sin olvidar, la relación con las tradiciones culturales, los cambios sociales. Y fundamentalmente la relación con lo ideológico, en un momento determinado del proceso histórico. En este sentido, muchos críticos no contestarían tan rápidamente con un rotundo no. Ya que lo evidente después de más de un siglo de cine, es que sí existe un gran número de films que han elegido como núcleo central de la trama el tema de la homosexualidad, y que además dan cuenta, para un mayor conocimiento, de las estrechas relaciones que siempre han unido y unen el cine con dicha temática. Y acercarse a la homosexualidad, a través del cine es, cuanto menos, una interesante perspectiva de lectura. Si hacemos un “paneo general” de la historia, nos encontraremos con la primera sorpresa: es una de las más variadas, sugerentes y ricas filmografías que existen. El cine de temática gay abarca como un abanico, un “menú de opciones” más que amplio: del drama a la comedia, de la tragedia al policial, de la obra de arte y la biografía a la historia del poder y la denuncia social. De autores no tan conocidos a “grandes” directores, de vanguardistas a clásicos. Un recorrido laberíntico por historias apasionantes, formas de narrar y maneras diferentes de contemplar el ejercicio de una mirada tolerante y de respeto hacia otras elecciones sexuales y culturales. Siguiendo este itinerario, el cine gay, comprendería todos aquellos films cuyo argumento principal, cuya trama central, se basa en una historia —en el entorno y de la clase que sea— vivida por homosexuales, y en la que la homosexualidad sea la razón fundamental de las vivencias, actitudes y reacciones de los personajes del film. Muchos otros films, no considerados dentro de este “género gay”, serían todos aquellos en los que aparece alguna consideración a la cuestión homosexual, pero en forma aleatoria o como subtrama. En estos films, la homosexualidad funcionaría como complemento del desarrollo del guion, a veces muy importante, pero nunca determinante. Como ocurre en tantos films cuyo argumento se desarrolla, por ejemplo, en ámbitos carcelarios. O los que se refieren a formas de vida colectivas o comunidades como cuarteles, conventos o campos de concentración, frecuentemente relacionados con sistemas totalitarios. Además, el volumen incluye, entre otros capítulos: “El cine y el mal”, “Las madres en el cine”, “El cine y la primera guerra mundial”, “El cine y la vejez”, “Los nuevos muros en el cine”, “A propósito de Shakespeare, hablemos de Kurosawa”.

12 — Acaso el primer diario íntimo de escritor haya sido el de Stendhal, en 1801, a sus dieciocho años. Otros: Gustave Flaubert, Henry James, Paul Valéry, Witold Gombrowicz. Entre nosotros: Abelardo Castillo, Alejandra Pizarnik, Bioy Casares, César Aira, Ricardo Piglia. ¿Qué te provocan, cuáles te atrajeron más y cuáles menos?

HF — En realidad, y sinceramente, no leo ni me interesan demasiado los diarios íntimos. Y que al ser publicados —por lo general después de muertos los autores; y muchas veces sin su consentimiento— y leídos posteriormente, dejan de ser íntimos, privados, para transformarse en públicos. Si bien conforman la obra total del autor, en gran parte de los casos es poco lo que aportan. En numerosas ocasiones son un negocio post mortem de las editoriales. Por supuesto hay excepciones, que son de estimable ayuda para los críticos e investigadores. Además, considero que habría que leerlos después de acceder a la obra del autor, y nunca antes, para no condicionar ni dirigir la lectura. Desde ya que estos comentarios son una opinión muy personal. Sin embargo, reconozco que estos “diarios de escritores”, para un amplio público es estimulante. Algunos de los que leí y me despertaron cierta “curiosidad morbosa” fueron los de Katherine Mansfield, los de Franz Kafka, traducidos por Juan Rodolfo Wilcock, los de Virginia Woolf, Cesare Pavese y Goethe. Me aburrí con los “Fragmentos de un diario” de Ricardo Piglia y con los “Diarios” de Alejandra Pizarnik, publicados por Lumen en 2010.

13 — ¿Habrás escuchado poemas fónicos o presenciado espectáculos teatrales con textos poéticos? ¿Qué opinás de esas experiencias?

HF — Por lo general no me convencen. Salvo raras excepciones, como por ejemplo un unipersonal sobre los poemas de García Lorca (“Un poeta en Nueva York”), muy bien actuado, y donde los poemas adquirían una “carnadura”, una voz y una intensificación dramática notables. Otros “espectáculos teatrales con textos poéticos” me resultaron simplemente descriptivos y tediosos. Hay un exceso de espectáculo sin para qué. Una especie de pérdida del aura del texto poético que resulta proporcional a la vacuidad de la mirada y de la escucha. Para decirlo con palabras sencillas y claras: “mucho humo y poco fuego”.

14 — ¿Cómo ordenás tu biblioteca? ¿Están todos tus libros en un mismo ambiente? ¿Te desprendés de los que no te interesan, vendiéndolos o canjeándolos?

HF —Vivo en una casa bastante grande, junto a mi esposa, y hasta hace un año con nuestro gato Horus. Por lo tanto, tengo mucho lugar para la biblioteca principal, que se fue armando a lo largo de las décadas. No suelo desprenderme, ni vender, ni canjear los libros. Los amo demasiado, y creo que ellos nos eligen a nosotros, y no nosotros a ellos. Mi biblioteca es un verdadero “caos ordenado”, o un “cosmos caótico”, que posee un cierto orden que sólo yo entiendo. Ya que poseo —según mis amigos— una memoria visual notable, los ubico y encuentro según tamaño, forma o color. Dentro de este “laberinto manierista”, conviven libros leídos más de una vez, los de consulta esporádica, los de consulta permanente, los obligatorios que sirvieron para terminar la carrera de letras, junto a los que aún no fueron leídos, y que no sé si leeré alguna vez (y que a menudo me sorprenden, ya que no sé cómo llegaron ahí, por y para qué los adquirí). Además, creo que independientemente de mí, por una cuestión del azar, muchos terminan juntos y dialogan entre sí. Entablan afinidades electivas y selectivas, que suelen dejarnos al margen, y que no dependen de nuestra voluntad. En este sentido, mi biblioteca es como el arte: inefable, paradojal y contradictorio.

15 — Por muy sincero que uno pretenda ser, ¿hay cosas que uno debe guardarse para sí?

HF — Por supuesto. A propósito, recordemos los geniales versos del genial Fernando Pessoa:

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que en verdad siente.
Y, en el dolor que han leído,
A leer sus lectores vienen,
No los dos que él ha tenido,
Sino sólo el que no tienen…

16 — ¿Qué es para vos la contemporaneidad?

HF — Esta es una pregunta muy interesante y pertinente para los tiempos que corren. En mi libro “De cine somos (críticas y miradas desde el arte)”, hay un capítulo, “El cine dromocrático. Ante la globalización estética”, donde trato de problematizar esta cuestión, al proponer la recuperación del cine de autor, contraponiendo actualidad versus contemporaneidad. Para no caer en una visión meramente apocalíptica o nostalgiosa, convendría recordar aquella frase de Antonio Gramsci, repetida hasta el cansancio por Pasolini ante situaciones como la que nos ocupa: “Seguir luchando con el pesimismo del pensamiento y con el optimismo de la voluntad”. La recuperación del cine de autor amerita una aclaración: una cuestión es la actualidad y otra la contemporaneidad. La actualidad es el cine “del día”, lo efímero, un cine hijo de la moda, y que podríamos llamar, utilizando una metáfora “gastronómica”: cine hamburguesa, tan instantáneo como fugaz, films que como las hamburguesas están producidos industrialmente no para ser “saboreados”, sino para ser “tragados”. En estos “menús cinematográficos”, como los que ofrece la cadena McDonald´s, no hay muchas opciones, y sus productos son iguales en todo el mundo. Es más, no ofrecen ninguna resistencia, incluso como si se tratara de una regresión infantil, son tragados con la sola ayuda de las manos, sin la necesidad de cubiertos. Y en el menor tiempo posible. Estos films se consumen en el presente, con la misma rapidez que una hamburguesa. En oposición, el cine de autor, tiene que ver con la contemporaneidad, entendida como lo que resiste y dura. Films que se “anclan” en el pasado, no reniegan de la historia ni del sujeto, y se proyectan hacia el futuro. En este sentido Welles, Fellini, Visconti, Sergei Eisenstein, Coppola, etc., no son actuales, sí contemporáneos. Para Francois Truffaut, el cine de autor se asemejaría a la persona que lo hiciese, no tanto a través del contenido autobiográfico como merced a su estilo, que impregna el film con la personalidad de su director. Estos directores intrínsecamente “fuertes”, exhiben con el paso del tiempo una “personalidad” estilística y temática reconocible que los hace contemporáneos, únicos e irrepetibles, incluso algunos de ellos, como Hitchcock, mostraron autonomía dentro del marco de los estudios de Hollywood. Dicho en términos sartrianos, el cine de autor se esfuerza por alcanzar la “autenticidad” bajo la “mirada castradora del sistema de los grandes estudios”. En última instancia, más que una teoría que recupere al autor, es sobre todo una perspectiva metodológica, y una verdadera “política de los autores”, que une el “que” y el “cómo” en una proclama personal. En la que el director se arriesga y lucha contra la homogeneidad estética, contra la estandarización de un sistema establecido, sometido a rígidas jerarquías de producción. Resistiendo y gozando del control artístico sobre sus propias producciones. En síntesis, y rescatando la opinión de Andrew Sarris: “La forma en que un film se presenta y progresa debe estar relacionada con la forma en que el director piensa y siente”. Asimismo, Sarris proponía tres criterios cuestionados por muchos críticos, para reconocer a un autor, que creo, merecen ser repensados: 1) la competencia técnica; 2) una personalidad, un estilo reconocible; y 3) un significado interno surgido de la tensión entre su personalidad y el material. En cierta forma la recuperación del cine de autor, frente a la globalización estética imperante, se relaciona muy directamente con la idea de Italo Calvino, expuesta anteriormente, a propósito de una obra clásica, contemporánea: “Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.”

17 — ¿Sabías que Stephen King —no sé dónde— sentenció “Escribir es humano y corregir es divino”? A ver…, ¿improvisarías algo alrededor de dicha sentencia?

HF —Yo invertiría los términos de la frase de Stephen King, que escribió una novela admirable, “El resplandor”, llevada al cine por Stanley Kubrick: Escribir es divino y corregir es humano.

Héctor Freire selecciona poemas de su autoría (el primero, de “Motivos en color de perecer” y los demás de “Satori”) para acompañar esta entrevista:

OBSTINACIÓN POR EL REPOSO

“Pero la Belleza se muestra y no se dice.”
Roland Barthes

La cortina de árboles que el invierno desnuda
crea en el encuadre una identidad
más “rigurosa” que “natural”:
sutil camafeo óptico que no está presente
en lo que la mirada construye,
sino en lo que ésta rechaza.

Sin embargo, esa masa vegetal
desea lo que representa:
cierta austeridad neutral
que hace de la simple y fina imagen
el signo de un paisaje más complejo.

Sin duda, el prado, los árboles y los animales
no suman más que una pequeña parte de mi deseo,
dicen ese tiempo difícil: el presente
como una memoria confusa.

Sin obligación de exactitud esa fotografía
en su obstinación por el reposo
me ensancha, me exagera.

DIÁFANO E INSONDABLE *

El íntimo silencio precipita en dilatada
eternidad sobre la tarde, un estanque que
se muestra apacible e impenetrable
como roca de agua. La vieja esfinge
“que no se ve sino a sí misma”.

Ante el roce del viento entre las ramas secas,
los simulados árboles “muestran”
las paradojas de la luz y se traicionan a sí mismos: 
pronto caerá el día tras las sombras de las hojas.

Y un claro resplandor se esparcirá más allá
de la opaca mansedumbre de las copas.

En luminosa tensión, las nubes tejen
una red para cazar pájaros.
—¡Qué despacio se apaga el sol a la distancia!—

En alguno de sus posibles sueños
yace un verano perdido,
uno de esos que los frutos atesoran
para saborear en el futuro.

Sin embargo, en ese “paisaje demorado”
todo llega demasiado tarde.

Mientras tanto, los días se suceden vacíos,
y el viento desprende un perfume a nada.

Y nada se mueve.

* El estanque viejo (1917), Fernando Fader.


LA APARIENCIA DEL DEVENIR *

La belleza de ese árbol, aislado por el efecto de la luz
tiene algo de ruina de piedra, de fósil florecido:
dicho paisaje estimula una relación con el tiempo,
crea una mirada y resta ambigüedad a la vista.

En la humildad de ese “acto”, la emergencia de lo visible
es condensación de lo que huye,
un instante en devenir interno.

“La política” de la luz radica en la sensualidad de los detalles,
actúa lo inaparente silenciado. Y presenta su paradojal evidencia:
nadie recuerda que es ella la que nos hace ver.

* Melocotonero en flor (1888), Vincent Van Gogh

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

viernes, 18 de febrero de 2022

ROBERTO ARLT: EL CAZADOR DE ORQUÍDEAS

Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.

Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.

Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.

Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.

Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.

Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de “orquídea del azafrán”. No sé qué incidentes tuvo con un nativo -los mexicanos son gente violenta-, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: “No juzguéis si no quieres ser juzgado”.

Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.

Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.

Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.

Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro -y éste me seducía muy particularmente- en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.

-¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!

¿Quién diablos me llamaba?

Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del “fondak” frontero:

-Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.

Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:

-Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.

Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó:

-Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.

El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:

-A ti puedo confiarme -miró en derredor cautelosamente-. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros.

-¿Y dónde descubrió ese prodigio?

-A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.

-¿Y por qué no la cazó él?

El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:

-Te diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra…

– El primo Guillermo masculló:

-¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?

-¿Y qué piensas hacer tú? -intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.

-Contrataré a dos indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.

Taman, el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:

-Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.

Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:

TAMAN. – Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.

GUILLERMO. – Únicamente le pegaré cuando haga falta.

TAMAN. – Pero ni con el puño ni con el bastón.

GUILLERMo. – Pero sí podré utilizar una vara flexible.

TAMAN. – Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.

GUILLERMO. – Sí.

TAMAN. – Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.

GUILLERMO. – Sí; menos cuando esté de guardia.

TAMAN. – No serás con él cruel ni autoritario.

GUILLERMO. (impaciente). – ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!

TAMAN. – Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.

Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.

Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.

Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.

Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.

Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.

El “Ojo de Alá”, como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!…

Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.

El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.

Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao.

Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.

Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo…, ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!

Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.

Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:

-Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.

Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.

-Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.

Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.

Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.

Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia.

Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.

Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.

-Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.

Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.

Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo:

-¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?

Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:

-¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!

-¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?

-¿Cómete esa orquídea, he dicho!

-Entendámonos, Taman: tu querido sobrino…

-¡Vas a comerte esa orquídea, perro!

El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:

-Escúchame, honorable hermano mío…

Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.

-Taman, piensa…

-¡Come! -ladró Taman.

Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor.

Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.

Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde “se comió su fortuna”.

Roberto Arlt