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viernes, 25 de septiembre de 2020

CHRISTIAN SOLANO: CUENTOS CORTOS


Casa

Cuando quise regresar a casa lo único que quería era volver a ti. Mi casa eras tú. No quería tener que recordar el día de tu cumpleaños o el de nuestro primer beso o nuestro primer aniversario; sólo quería despertar cada mañana con la certeza de empezar y terminar el día contigo. No quería tener que pagar el alquiler del departamento, ni la luz o el gas, sólo quería sentir que mi hogar estaba entre tus brazos. No quería viajar para tener que llamarte o recordarte, pensarte, sentirte. Tú eras mi ciudad, no deseaba irme. Tú eras mi memoria, mis recuerdos. Después de tantas mudanzas y tantos otros abrazos, tantos despertares, tantos primeros besos, tantas llamadas, no tiene ningún sentido venir a descubrir eso justo ahora, cuando «tú» ya me suena con tanto eco, como deshabitado, como sin mí.


A ciegas

Hoy le hice leer a mi esposa un verso de Sabina que encontré en mis apuntes: «Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño». Sabina no es santo de mi devoción, pero intentaba despertar algo en ella. Puso cara de asco y me dijo que no entendía. Además, preguntó, cómo se van a hacer daño si no pueden verse, pues. Le pedí que lo olvidase, que si un verso tiene que explicarse entonces no merece llamarse así. No hubo más poesía entre nosotros.


Pelo de gatito negro

Mi padre solía dormir abrazado a su gato negro cuando era niño. Con el tiempo desarrolló en la espalda una tumoración del tamaño de una naranja, debido al pelo del animal. Cuando se la extirparon le quedó una cicatriz de diecinueve centímetros.

Durante toda mi infancia no tuve mascotas, por eso, cuando mis hijas me pidieron un gatito para esta Navidad, no se me ocurrió mejor idea que invitar a papá a casa para que les contara aquella anécdota.

Primero se las contaré yo, pero si eso no las asusta tanto como para hacerlas cambiar de opinión, quizá sí lo hagan cuando vean aparecer a su abuelo, quien murió antes de que ellas nacieran.


Tiene derecho a guardar silencio

Que me dijera que había decidido divorciarse no me sorprendió tanto como sí el que me dejara a nuestro hijo. Habíamos hablado de separarnos, pero nunca habíamos decidido nada sobre el niño. Sólo atiné a pedirle que sea ella quien le dijera a nuestro hijo: no se le fuera a ocurrir a él que era yo quien lo separaba de su madre. Cuando con el tacto necesario intenté ponerlo al tanto, le dije que su mamá y yo nos separaríamos y que él vendría conmigo. Lo noté muy contrariado, parecía necesitar que su madre le confirmara lo que le estaba diciendo. Lo llevé con ella como habíamos quedado, pero no podía hablar. Su rostro se empequeñecía, como tratando de esconderse. Al cabo de buen rato de mirarnos a ambos, mi hijo aserió el gesto al preguntar: ¿Puedo llevarme mi pleisteishon? Lo abracé. Lloré. Él lloró conmigo. Ella observaba todo en silencio, a un costado. Le dije que lo mejor sería que comprásemos otro, que no debía preocuparse por nada, que yo lo amaba, que si estábamos juntos todo saldría bien y otras cosas como esa que ella decidió no decir.



Christian Solano
Escritor peruano Estudió Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado los libros Almanaque (2014) y Motivos de fuerza mayor (2015).

RODRIGO REY ROSA: LA NIÑA QUE NO TUVE


A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto –«con un margen de dos o tres semanas»– la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: «Me temo que no hay nada más que nosotros podamos ha­cer», le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.

Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.

La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.

–¿Cómo te sientes? –le pregunté, y le besé la frente.

–Mal –dijo, y agregó–: voy a morirme, ¿verdad? Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.

–No creo –le dije–. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.

–Yo también quiero sobrevivir –dijo con una seriedad conmovedora–. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.

Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.

–Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.

–¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos–. Eso sería en febrero.

Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.

Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que, al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.

–¿Adónde quieres ir? –me preguntó.

–A donde tú quieras –dijo inmediatamente:

–A un lugar al que nunca hayamos ido.

Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.

Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión se introdujo furtiva­mente en el corredor.

–Un drogadicto –dijo ella, y el hombre pudo oírla.

–Tal vez –dije.

En la calle, me recriminó:

–Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.

–Tal vez te oyó.

–Y qué, es la verdad.

–A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella, –Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo–:

–Supongo que no.

En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.

–¿Por qué no vamos a Times Square?

Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyere. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.

Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.

El cemento era tan duro en la calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.

En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.

Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.

Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.

Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:

–Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.

–Pero linda, hacía un día hermoso.

–Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?

Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.

–Claro, preciosa –dije después–. Perdona, pero nadie es perfecto –me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.

Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.

–Papi –me dijo–, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.

Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabella.

–Sí, mi niña –dije con una sonrisa confundida–, un día de éstos te lo explicaré.

–¿Me lo prometes?

Asentí con la cabeza.

–No –insistió–, quiero que lo digas. Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.

–¿Cuándo? –preguntó.

–Ya son la siete, cómo corre el tiempo –le dije–. Desde luego, hoy no.

Hizo una mueca.

–Sí –dijo–, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores. La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.

–La luz –dijo.

Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.


Rodrigo Rey Rosa
Mario Rodrigo Rey Rosa García Salas (Ciudad de Guatemala4 de noviembre de 1958) es un escritor y traductor guatemaltecoPremio Nacional de Literatura 2004.

MANUEL MUJICA LÁINEZ: NARCISO


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.

Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.

Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.

Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.

Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.

Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.

Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal. Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.



Manuel Mujica Láinez





SILVIO RODRÍGUEZ: POEMAS



Llover sobre mojado

Despierto en una erótica caricia
y sin amanecer me estoy quemando.
Ruego que antes del fin de la delicia
la luz me diga quién estoy amando.

Hago un café romántico o barroco,
recobro mi cabeza en agua fría,
y en el espejo veo el viejo loco
que cada día piensa que es su día,
que es su día.

Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.
Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.

Leo que hubo masacre y recompensa
que retocan la muerte, el egoísmo.
Reviso pues la fecha de la prensa
(me pareció que ayer decía lo mismo).

Me entrego preocupado a la lectura
del diario acontecer de nuestra trama
y sé, por la sección de la cultura,
que el pasado conquista nueva fama,
nueva fama.

Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.
Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.

Salgo y pregunto por un viejo amigo
de aquellos tiempos duramente humanos,
pero nos lo ha podrido el enemigo;
degollaron su alma en nuestras manos.

Absurdo suponer que el paraíso
es solo la igualdad las buenas leyes.
El sueño se hace a mano y sin permiso
arando el porvenir con viejos bueyes,
viejos bueyes

Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.
Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.

Un obrero me ve, me llama artista,
noblemente me suma su estatura
y por esa bondad mi corta vista
se alarga como sueño que madura.

Y así termina el día que relato
con un batir de ala en las cenizas.
Mañana volverá con nuevo impacto
el sol que me evapora y me da prisa,
me da prisa

Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.
Vaya forma de saber
que aun quiere llover
sobre mojado.




Causas y azares

Cuando Pedro salió a su ventana
no sabía —mi amor, no sabía—
que la luz de esa clara mañana
era luz de su último día.

Y las causas lo fueron cercando
cotidianas, invisibles.
Y el azar se le iba enredando
poderoso, invencible.

Cuando Juan regresaba a su lecho
no sabía —oh alma querida—
que en la noche lluviosa y sin techo
lo esperaba el amor de su vida.

Y las causas lo fueron cercando
cotidianas, invisibles.
Y el azar se le iba enredando
poderoso, invencible.

Cuando acabe este verso que canto
yo no sé —yo no sé, madre mía—
si me espera la paz o el espanto,
si el ahora o si el todavía.

Pues las causas me andan cercando
cotidianas, invisibles.
Y el azar se me viene enredando
poderoso, invencible.




Trovador antiguo


Sin brillantes conclusiones
Ni versículos de fuego;
Sin palabras que hagan juego
Con grandes decoraciones;
Sin humos o presunciones,
Más bien con talante exiguo
Me declaro trovador antiguo.

Soy de donde los patriotas
Daban nombres a las calles.
Soy de un río, soy de un valle
Y de una familia rota.
Soy de un pueblo en bancarrota,
De un San Antonio fiestero
Donde hoy sólo el viento sopla entero.

El nuevo trovador antiguo
Se acerca a la procesión.

Le dice adiós al mundo ambiguo
Y pone pie en el caracol.
Escena sucedida tanto,
Anónimo el compositor.

El horizonte es el espanto;
La miniatura, el amor.

También nací en Centrohabana,
Rumba de supervivencia,
Son de perdida inocencia
En clamor de pena urbana;
Venerable afrocubana
De existencia fabulosa,
Hembra sobrenatural y diosa.

Recorriendo sus esquinas
Vuelvo a sentir la fragancia
De una calle de mi infancia
Barrial y capitalina:
San Miguel, ángel en ruinas
De inmaculada bandera,
Luz vitral de mi canción primera.

El nuevo trovador antiguo
Se alinea con la procesión.

Le dice adiós al mundo ambiguo
Y pone pie en el caracol.

Escena sucedida tanto,
Anónimo el compositor.

El horizonte es el espanto;
La miniatura, el amor.

Ahora soy de la memoria,
Ahora pertenezco al viento;
Otro dirá en su momento
Si fui más pena que gloria.

Lo que fue nuevo es historia
Y lo que nace alza vuelo
Con el sueño de tocar el cielo.

Partero fui de un futuro
Escurridizo, inasible,
Seguramente posible
Si no le ponemos muros.

El amor es el más puro
Néctar contra la tristeza.

Bienvenida su naturaleza.

El nuevo trovador antiguo
Se alinea con la procesión.

Le dice adiós al mundo ambiguo
Y pone pie en el caracol.

Escena sucedida tanto,
Anónimo el compositor.

El horizonte es el espanto;
La miniatura, el amor.


Silvio Rodríguez
Silvio Rodríguez Domínguez (San Antonio de los Baños, 29 de noviembre de 1946) es un cantautor, guitarrista y poeta cubano, exponente característico de la música de su país surgida con la Revolución cubana, conocida como la Nueva Trova, que comparte con otros reconocidos cantautores tales como Pablo Milanés, Noel Nicola y Vicente Feliú.
Su infancia la vivió en la época de la transición del gobierno de Fulgencio Batista y el inicio de la Revolución cubana. Colaboró para esta última desde sus inicios, como educador, dibujante, escritor, compositor, militar y político. Su carrera musical la inició ejerciendo como conductor de televisión, para luego integrarse al Grupo de Experimentación Sonora, entidad dirigida por Leo Brouwer, y finalmente consolidándose como solista.
Con más de cuatro décadas de carrera musical, ha escrito al menos quinientas sesenta canciones y publicado una veintena de álbumes, siendo uno de los cantautores de mayor trascendencia internacional de habla hispana. Acabando el siglo XX, fue elegido en su país junto a Ernesto Lecuona como el mejor compositor cubano del siglo, mientras que a nivel internacional fue galardonado, junto a Joan Manuel Serrat, como el mejor cantautor hispanoamericano de la segunda mitad de siglo​ y en 1997 como Artista Unesco por la Paz.​ En el siglo XXI, por su parte, recibió el premio ALBA de 2010,​ además de recibir el grado de doctor Honoris Causa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú, la Universidad Veracruzana de México y la Universidad Nacional de Córdoba de Argentina.
De acuerdo con diversas clasificaciones musicales, entre los discos más relevantes del cantautor pueden mencionarse algunos de los primeros, tales como Días y flores (1975), Al final de este viaje (1978), Mujeres (1978), Rabo de nube (1980) y Unicornio (1982).

MÚSICA: CHICO BUARQUE


"Construcción"

Subido por: ItzayanaR
Canción
Construción / Diós Le Pague
Artista
Chico Buarque
Con licencia cedida a YouTube por
UMG (en nombre de Universal Music International Ltda.); UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM y 4 sociedades de derechos musicales



"Se eu soubesse"

Subido por: Chico Buarque Tema
Provided to YouTube by The Orchard Enterprises Se Eu Soubesse · Chico Buarque · Thais Gulin Chico ℗ 2011 Biscoito Fino Released on: 2011-08-02 Music Publisher: Marola Edições Auto-generated by YouTube.




Francisco Buarque de Hollanda (Río de Janeiro, 19 de junio de 1944), más conocido como Chico Buarque, es un poeta, cantante, guitarrista, compositor, dramaturgo y novelista brasileño.

Se le conoce principalmente por sus canciones de refinada armonía, deudoras en parte de Antônio Carlos Jobim, y por sus letras, que oscilan entre una temática de carácter intimista, hasta cuestiones como la situación cultural, económica y social de Brasil. A lo largo de su vida ha ido alternando su carrera musical con la de novelista y dramaturgo. Sus tres últimas novelas, Budapeste (2005), Leite derramado (2009) y El hermano alemán (2016), han sido muy aclamadas y merecedoras del importante Premio Jabuti. También ha sido galardonado con el Premio Camões, entre otros premios literarios.




viernes, 18 de septiembre de 2020

EDUARDO GALEANO: PUNTOS DE VISTA


Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.
Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía.
Donde los hindúes ven una vaca sagrada, otros ven una gran hamburguesa.
Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno, Maimónides y Paracelso,
existía una enfermedad llamada indigestión, pero no existía una enfermedad llamada hambre.
Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona, el Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en invierno, era un hombre admirable:
-El Toto nunca tiene frío -decían.
El no decía nada. Frío tenia, pero no tenia abrigo.
Desde el punto de vista del búho, del murciélago, del bohemio y del ladrón, el crepúsculo es la hora del desayuno.
La lluvia es una maldición para el turista y una buena noticia para el campesino.
Desde el punto de vista del nativo, el pintoresco es el turista.
Desde el punto de vista de los indios de las islas del mar Caribe, Cristóbal Colon, con su sombrero de plumas y su capa de terciopelo rojo, era un papagayo de dimensiones jamás vistas.
Desde el punto de vista del oriente del mundo, el día del occidente es noche.
En la India, quienes llevan luto visten de blanco.
En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el color de la vida, y el blanco, color de los huesos, era el color de la muerte.
Según los viejos sabios de la región colombiana del Choco, Adán y Eva eran negros y negros eran sus hijos Caín y Abel. Cuando Caín mato a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias del señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedo hasta el fin de sus días. Los blancos somos, todos, hijos de Caín.
Si Eva hubiera escrito el Génesis ¿como seria la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominara. Que todas esas son puras mentiras que Adán contó a la prensa.
Si las Santas Apostolas hubieran escrito los Evangelios, ¿como seria la primera noche de la era cristiana?
San José, contarían las Apostolas, estaba de mal humor. El era el único que tenia cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús, recién nacido, resplandecía en su cuna de paja. Todos sonreían: la Virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el asno, los magos venidos del Oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén de Judea.
Todos sonreían, menos uno. San José, sombrío, murmuro:
-Yo quería una nena.
En la selva, ¿llaman ley de la ciudad a la costumbre de devorar al más débil?
Desde el punto de vista de un pueblo enfermo, ¿que significa la moneda sana?
La venta de armas es una buena noticia para la economía, pero no es tan buena para sus difuntos.
Desde el punto de vista del presidente Fujimori, esta muy bien asaltar al Poder Legislativo y al Poder Judicial, delitos que fueron premiados con su reelección, pero esta muy mal asaltar una embajada, delito que fue castigado con una aplaudida carnicería.


Eduardo Galeano
Eduardo Germán María Hughes Galeano, conocido como Eduardo Galeano,3 de septiembre de 1940 - 13 de abril de 2015, fue un periodista y escritor uruguayo, ganador del premio Stig Dagerman, considerado como uno de los más destacados autores de la literatura latinoamericana. Fuente: Wikipedia.

MIGUEL DELIBES: EL AMOR PROPIO DE JUANITO OSUNA


Eso sí, Juanito Osuna es amigo de sus amigos; créame, es un tipo estupendo. Le contaría de él y no acabaría. Juanito Osuna se entera en París de que uno está en un aprieto en Madrid y se coge el primer avión. Eso, fijo. Nada le digo en lo tocante a dinero. Ya de chico era igual. Mi amistad con Juanito Osuna viene desde que éramos así. Es un caso de voluntad este muchacho. ¿Qué? Sí, ahora andará por los cincuenta y uno. Es un tipo estupendo, Juanito. Y habrá usted notado que es fuerte. De muchacho ya era así. De un mamporro tumbaba al más guapo. ¡Qué manos! Son como mazas. Lo habrá usted advertido. En el Colegio, el profesor de gimnasia se sentía disminuido. Ejercicio que proponía, Juanito Osuna lo mejoraba. ¡Había que verle en las salidas de paralelas! Ahora ha engordado un poco, pero sigue fuerte el condenado. Se habrá usted fijado en las manos. Dan miedo. Eso sí, nunca las empleó con ventaja. Juanito tiene un exacto sentido de la justicia. Pero por encima de todo, incluso de la justicia, pone Juanito Osuna la amistad. Juanito Osuna se entera en París de que está usted en un aprieto en Madrid y se agarra, sin más, el primer avión. Yo con Juanito Osuna, qué le voy a decir, una amistad fraternal. Anduvimos juntos desde que nacimos. Juanito Osuna es hijo de uno de los más grandes terratenientes extremeños, don Donato Osuna. Ella era hija de la Marquesa de Encina; un Osuna con una Castro-Bembibre; dos fortunas. Ella era una mujer original, pero estaba completamente loca; le daba miedo dormirse; era capaz de traer en jaque a toda la casa con tal de no acostarse. Así ha salido Juanito.

Juanito Osuna lo que quiera de generosidad y corrección, pero está completamente loco. Es una pena que no se quede usted más tiempo; le conocería bien. Esto de hoy no ha sido más que una muestra. Pero Juanito las gasta así. Cuando la guerra lo pasó mal. Salvó la piel gracias al hijo de un criado a quien don Donato Osuna hizo operar por su cuenta en la mejor clínica de Madrid. Créame, los Osuna nunca miraron el dinero. Si usted saca una conversación en que se roce el dinero delante de Juanito Osuna, le dirá que es una ordinariez. Pero en la guerra lo pasó mal. Tuvo mala suerte, le requisaron los dos coches y él anduvo movilizado. Mal. Pasó muchas privaciones. ¿Eh? Sí, creo que en Sanidad, pero de soldado raso, no se vaya usted a pensar. Imagínese a un Osuna con el caqui, un despropósito. Lo pasó mal; verdaderamente mal. Pero él es fuerte. Ya ve, a los cincuenta y uno continúa haciendo gimnasia sueca todas las mañanas. Juanito Osuna es un caso de voluntad. Y es fuerte. ¿Ha reparado usted en sus manos? La escopeta entre ellas parece una estilográfica. Y tira bien, el condenado. No voy a negar la evidencia. En Mérida yo le he visto, no es que hable por hablar, que lo he visto yo, hacer treinta pichones sin cero a treinta metros. No creo que esta marca la mejore Teba siquiera. Claro que un día es un día. Yo, en una ocasión, sin homologación, hice treinta y dos. Esto no quiere decir nada. Juanito Osuna es un gran tirador, pero el amor propio le perjudica. Desde luego, Juanito es un tipo estupendo, pero está completamente loco. El mes pasado asistió a veintidós cacerías, algunas distanciadas entre sí más de doscientos kilómetros. ¿Cómo? Sí, naturalmente, un Mercedes de aquí hasta allá. El Mercedes anda mucho. Pero de todos modos veintidós batidas en treinta días es un disparate. Fallan los nervios, se altera el pulso… Siento que no se quede usted más tiempo, le conocería bien. Por otro lado, es como un muchacho. De que ve venir la barra de perdices, antes de matar la primera, se pone temblón como un novato. En el tiro le pasa igual. Luego coge el tranquillo y un pájaro detrás de otro… Tira bien, desde luego. Ahora, eso de que sea la primera escopeta de la provincia… Pero, además, lo que yo digo, esto de tirar mejor o peor, no tiene importancia. Lo importante, creo yo, es salir al campo y tomar el aire. Bueno, pues a Juanito Osuna no le vaya usted con ésas. Ya le vio hoy. Y le anticipo que Juanito es un amigo como no habrá otro. A Juanito Osuna le dicen en París que usted anda en un aprieto en Madrid y se agarra el primer avión aunque tenga que maniatar a la azafata. Es un gran muchacho. Ahora, el amor propio le ciega. Ya le vio usted hoy. No quiere enterarse de que a mí el matar o no matar me trae sin cuidado. Bueno, pues habrá que oírle ahora en el Club. Julia, le digo a este señor que habrá que oír a Juanito Osuna ahora en el Club. No quiera usted saber. Ya le oyó en el bar. «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» ¿Le oía usted? Bueno. Bien. Otra vez será al revés. Y con más frecuencia de lo que él quisiera: lo de hoy no es normal. Y no es que yo presuma de tirador, la verdad. Ahora, modestia aparte, yo, en batida, mato todo lo que entre para matarse. Pero no hago de esto una cuestión de amor propio. Yebes me elogió una vez en el ABC. Bueno, no me han salido plumas por ello. A propósito del artículo de Yebes, tenía usted que haber visto a Juanito Osuna cuando se lo dieron a leer en una batida al día siguiente. Ji, ji, ji. Se puso loco. No había quien le contuviera. Yo no lo tomaba en serio. A mí, el matar o no matar, me trae sin cuidado, ya me conoce usted. Pero empezaron todos con el pitorreo y él acabó por decirme que cada uno teníamos una escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. ¡Buen muchacho Juanito! Lástima que esté completamente loco. Usted le ha visto esta tarde. Julia, este señor te puede decir el plan de Juanito esta tarde: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A voces por las calles. Y voy y le digo: «Estos días traerán otros», y él, entonces, que el día que yo le echaba mano era por una perdiz o dos, mientras que él hoy me había más que doblado la cifra. Ya ves, como si esto para mí fuera una cuestión vital. ¡Con su pan se lo coma! A mí, la verdad, no me da frío ni calor, pero me fastidia que se ponga en ese plan delante de los batidores y toda la ralea. Para qué voy a darle más vueltas, Julia, como el día de las pitorras. ¿Te acuerdas del día de las pitorras en la sierra? Pues el mismo plan. Ahora, no se vaya usted a pensar que yo no estime a Juanito Osuna. No hay en Extremadura un tipo mejor que él. ¿Eh? ¿Cómo? Sí, creo que ocho. ¿Son ocho o nueve, Julia? Ocho, ocho tiene, tres varones y cinco muchachas. Eso. Y con los chicos no quiera usted saber. A usted, ¿qué le decía? ¿Qué le decía, eh? Que los picadillos con los muchachos eran fingidos, ¿verdad? Eso dice a todo el que llega. Julia, ¿oyes? Que los picadillos con los muchachos son de mentirijillas. Mire, yo he visto a Juanito Osuna, y de esto no hará más de dos temporadas, ponerse temblón porque Jorgito le sacó dos piezas en la primera batida. ¿Qué le parece? Jorgito es el mayor de la serie. Es un buen rapaz, pero está completamente loco. Ahora anda metido en un estudio sobre la justicia o la injusticia del latifundio. Ya ve usted qué le irá a él que el latifundio sea justo o no lo sea. Es un tímido, eso le pasa. Eso sí, orgullo y amor propio como su padre; si va a cazar es para ser el primero. Y usted ha visto cómo han rodado hoy las cosas. Yo no creo que sea inmodesto si digo que he matado todo lo que podía matarse. ¿Podría decir Juanito Osuna lo mismo? La primera batida todavía. Ahí la perdiz, usted lo vio, entró repartida. Tiramos todos. Bueno, pues Juanito se apuntó diez y yo nueve. Luego, ya lo vio usted. De punta, volviendo el cerro, y cargando aire. Es un puesto de castigo, ése. Si no disparo la escopeta, ¿cómo voy a matar? Eso no es posible. Pero no le vaya usted con razones a Juanito Osuna. Usted le oyó esta tarde como un energúmeno: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A estas horas toda la ciudad andará en lenguas. ¡Y todavía pretendía que fuera con él al Club! Tú sabes, Julia, lo que es Juanito en el Club el día que cobra más que yo. Oye, Julia, por favor, dile a este señor cómo se puso Juanito el día de las pitorras. Créame, el día que mata se pone inaguantable. Y es el cochino amor propio. Porque a mí, si acepto una batida, es por tomar el aire y aguantar en forma. Matar o no matar es secundario. Si se mata, bien. Si no se mata, también. Pero él… Habrá que oírle ahora. Me juego la cabeza a que toda la ciudad está enterada a estas horas de que me ha doblado los pájaros. ¡Figúrese qué tontería! Cincuenta y un años y es como un muchacho. Y en la tercera batida ya lo vio usted. La del canchal, quiero decir. Bueno. Empecemos porque un cancho pelado no es un puesto envidiable. O asomas y te ven o no asomas y no la ves. Así y todo, usted lo presenció, derribé cinco. Pero perdices redondas como hay que matarlas. Bueno, salgo con Carmelo y no tropezamos más que tres. Las otras dos habían volado. Lo que pasa es que los secretarios de Pepe Vega, ya le ha conocido usted, el otorrinolaringólogo, andaban más despabilados. La caza es así.

Este Pepe Vega es un médico estupendo, pero como cazador es un chambón. No creo que en ninguna batida haya hecho más de diez. Y hoy va y me saca siete pájaros. ¿Vamos a decir por eso que Pepito Vega las sujeta mejor que yo? Le digo a este señor de Pepito, Julia. Pepito Vega es un buen muchacho, pero está completamente loco. Si no tuviera usted tanta prisa le conocería a fondo. Y le advierto que Pepito Vega, donde le ve usted con esa apariencia de truhán, es de una de las mejores familias de por aquí. Veguita, padre, tenía título. ¿Qué título tenía el padre de Pepito, Julia? No recuerdo ahora. Lo cierto es que este chico ha derrochado en whisky tres dehesas de más de tres mil fanegas cada una; bueno, pues Pepito Vega tiene ese récord. Y hablando de whisky, Juanito Osuna tampoco se queda atrás. Es una esponja. Juanito bebe como un cosaco. Eso sí, jamás le he visto dar un traspiés. Juanito Osuna tiene una naturaleza envidiable. Es fuerte como un toro. .¿Ha reparado usted en sus manos? Son como palas; pero tenga por seguro que nunca las empleó con ventaja. ¡Habrá que verle ahora pavoneándose en el Club! Usted le oyó esta tarde, en el bar: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» Yo no es que vaya a discutirle que tire bien. Discutir eso sería tonto. Ahora, cuando Yebes dijo lo que dijo en ABC tendría algún fundamento, creo yo. Yebes conoce el paño y nunca habla a humo de pajas. Y Yebes estuvo precisamente en la batida de Granadilla, con Teba y toda la pesca. Aquel día las cosas rodaron bien y quedé a dos pájaros de Teba. Usted ha visto tirar a Teba, supongo. Julia, este señor no vio tirar nunca a Teba. Es un espectáculo, créame. A uno le entra la barra y se pone temblón. Teba, no. Teba sujeta dos pájaros por delante y dos por detrás, como mínimo. Si le dijera que hay quien asiste a una batida con Teba y no tira sólo por el placer de verle tirar a él. Bueno, pues Yebes asistió a la batida de Granadilla y me sacó en el ABC. A Juanito Osuna le mostraron el recorte en la cacería siguiente y le llevaban los demonios. Cómo andarían las cosas, que terminó diciéndome que cada uno teníamos una escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. Juanito es un gran muchacho, pero está completamente loco. ¿No es cierto, Julia, que Juanito Osuna está completamente loco? Ya le vio usted hoy. A voces por las calles. En cambio, cuando yo quedo por delante, se amurria como si tuviera encima una desgracia. ¿Eh, cómo dice? ¿Cazando? Toda la vida. Juanito Osuna no hizo otra cosa en su vida que pegar tiros. En la guerra lo pasó mal. Le requisaron los dos coches y le movilizaron. ¿Cómo? Julia, ¿fue en Sanidad o en Intendencia donde anduvo Juanito durante la guerra? Bueno, es igual. El caso es que lo movilizaron. Pasó una mala temporada. Pero fuera de eso no ha hecho otra cosa que pegar tiros. Ahora que recuerdo, Juanito tenía un tío general. Un tipo pintoresco. No era mala persona, pero estaba completamente loco. Anduvo por la parte de Don Benito. Contaban que dormía con las condecoraciones prendidas en la colcha. Un tipo divertido… Sí, era un tipo divertido el general aquel. Yo no sé qué fue de él. Seguramente murió. No me acuerdo ni de su nombre. A Juanito le ayudó mucho aquella temporada. Todos, en realidad, han ayudado siempre a Juanito. Puede decirse que es un muchacho mal criado. Todo el mundo, desde chico, a reírle las gracias. De ahí, seguramente, su amor propio. Usted le vio esta tarde. Era como para matarle o dejarle. ¡Y aún tenía la pretensión, el botarate, de que fuésemos con él al Club! Es una pena que usted no se quede más tiempo. Llegaría a conocerle. ¡Si le pudiéramos ver ahora por una rendija! ¿Eh, Julia? Digo que si pudiéramos ver a Juanito Osuna por una rendija ahora, en el Club. Estará imposible. Se habrá sacudido media docena de whiskys y sus cuarenta y siete perdices se las habrá refrotado cuarenta y siete veces por la nariz a la concurrencia. Y lo malo es que, detrás, irán las veintitrés mías. Sus cuarenta y siete pájaros sin los veintitrés míos no tienen ningún valor para él. Habrá que oírle. Y usted ha sido testigo. A mí, si me quitan la primera batida, la cuarta y la sexta, prácticamente no he disparado la escopeta. He matado lo matable; lo que entraba para matarse. Nada más. Y, además, lo he matado como había que matarlo. ¿Reparó usted en la segunda batida aquellas tres que le cayeron a Juanito alicortas? Eso no es matar. Matar es hacer una bola con la perdiz. Perdiz que no suelta plumas en el aire no es perdiz matada. La perdiz alicorta se ha encontrado un perdigón. Eso es todo. Pero eso no es matar. Bueno, pues me juego la cabeza a que a Juanito le han cobrado hoy sus secretarios más de una docena de piezas alicortas. ¿Qué te parece, Julia? Más de una docena, alicortas. Así. Si se las restas le quedan treinta y cinco.

Añade a las veintitrés mías las dos del tercer ojeo, el del canchal, usted las recuerda, más las siete u ocho que entre Pepito Vega y Floro Gilsanz me han quitado a izquierda y derecha y las tres perdidas en las dos últimas batidas y me salen treinta y seis, una más que Juanito Osuna. Esta es la realidad. Usted es testigo. Parto de la base de que a mí matar más o menos no me importa. Yo salgo al campo a respirar. Pero lo que es de justicia es de justicia y usted lo ha visto. Es una lástima que no se quede más tiempo. Si se quedara podría asistir a la revancha. Ya me gustaría que viera usted a Juanito Osuna en un día de vacas flacas. Se encoge como un perro apaleado. Entonces es la mala suerte, o que no ha tirado, o que la batida estaba mal organizada. Él siempre encuentra disculpas. ¿Eh, Julia? Le digo de Juanito que cuando no mata, siempre hay una razón. No se me olvidará nunca el día de las tórtolas en el Cornadillo. Ji, ji, ji. Y ese día no podrá decir. Tiramos el mismo número de cartuchos. Bueno, pues cincuenta por treinta y seis. Ahí no hay vuelta de hoja. Y es que la caza es así. Que él mate hoy más que yo no quiere decir nada. Ya ve, Yebes en Granadilla nos vio a él y a mí. Bueno, pues en el ABC sólo me mentó a mí. Y no es que yo vaya a pensar que soy por eso mejor tirador que él. No. La caza es eso. Y hoy yo y mañana tú. Prácticamente, yo no he tirado hoy en tres batidas. De punta y cargando aire, no se puede pensar en matar. Usted lo ha visto, y si le pone un promedio de ocho perdices por batida, pues ya estoy a su altura. Y no hay más. O me quita usted de al lado a Pepito Vega y Floro Gilsanz, que se apuntaban las mías, y son una pila de perdices más. Florito Gilsanz ya sabe usted quién es, ese grueso de las alpargatas. Bueno, pues este muchacho no pega ordinariamente un baúl y hoy, ya lo ha visto usted, veinte perdices. Casi las mías. El bueno de Florito… Es pena que usted tenga que marchar mañana. De Florito Gilsanz podríamos hablar toda una noche. Es un tipo. Tiene una dehesa,El Chorlito, de la parte de la Sierra, que es la más bonita de Extremadura. Me gustaría que asistiera usted a esa batida. Alfonso XIII corrió los jabalíes una vez, allí, de noche. Eran unas cazatas aquellas como para romperse la crisma. Pero le decía de Florito… Florito Gilsanz, metido en juerga, es lo más salado que usted puede imaginar. Oye, Julia, Florito, digo. Para que usted se dé cuenta, Florito, una vez caldeado, rompe los frascos del whisky y se pasea descalzo sobre los cascotes como si tal cosa. Es como un faquir. Ni sangra, ni se araña, ni nada. Este muchacho podría muy bien ganarse la vida en el circo. Un buen tipo, Florito. Lástima que esté completamente loco. Es de los que andan siempre con las pastillas y eso. El bueno de Florito Gilsanz. Bueno, ya no sé adonde íbamos a parar. ¿Qué es lo que yo iba a decir, Julia? ¡Ah! Bueno, eso, Florito Gilsanz es un excelente muchacho, como le digo, pero de caza, cero. El va al campo a comer y a beber y a reír un rato con los amigos. Lo demás le importa un rábano. Bueno, pues hoy, usted lo vio, veinte perdices. Más o menos, las mías. ¿Qué quiere decir eso? Sencillamente que Florito tuvo el santo de cara y yo le tuve de espaldas. Pero váyale usted a Juanito Osuna con estas historias. «¡Cuarenta y siete perdices contra veintitrés, Paquito!» Usted le oyó. Como un energúmeno. Oye, Julia, que no es que lo diga yo, pero me gustaría que hubieras visto a Juanito, como un loco, a veces, por las calles. Eso mismo, su histeria, le demuestra a usted que no está acostumbrado a esta ventaja. Lo que siento es que se marche usted sin ver la otra cara de la luna. Me gustaría que viese a Juanito Osuna en barrena. Pero, por otra parte, este pique no conduce a nada. A mí me trae sin cuidado una perdiz más o una perdiz menos, ya lo sabe usted. Pero él… Julia, ¿cómo es Juanito para esto de la caza? ¡Díselo, anda! Y figúrese usted si hay cosas importantes en la vida. Bueno, pues no; para Juanito Osuna, la caza lo primero. Y todo el día de Dios incordiando y liando. La de hoy ha sido buena, pero me gustaría que le hubiera visto el día de las pitorras, en la Sierra. ¡Dios del cielo! Y no se piense usted que con hoy se acabe. Hasta la próxima batida tendremos murga. ¡Y no quiero decirle si en la próxima tengo la suerte de hoy y Juanito vuelve a quedar por delante! Espero que Dios no lo permita. Julia, le digo a este señor que qué sería de mí si en la próxima batida vuelvo a tener el santo de espaldas. Eso sería horrible. ¿Miraba usted a la niña? Sí, a la que pone la mesa, digo. Le parece una mujer, ¿verdad? Pues catorce años. Aquí las muchachas son así. Es la hija del pastor que anda en el chozo. Buena persona, pero un animal de bellota. Anastasio, digo, Julia, ¿eh? Un tipo serio, previsor, pero le escarba usted un poco… y loco de remate. ¿Qué dirá que hace con la lana de sus ovejas? ¿Eh, Julia? La lana de sus ovejas, digo. ¡La guarda! ¿Y sabe usted para qué? Para hacer el colchón de las muchachas el día que se casen. Esa, la niña, es la mayor. ¡Hágase cargo! Las otras van detrás y tiene cuatro. Aquí la gente es así. Julia se empeña en dialogar con ellos, pero es mejor dejarles. Y le prevengo que Juanito Osuna si en vez de nacer donde ha nacido nace en otro medio, hubiera sido lo mismo, como éstos. ¡Igual! Ya le ha visto usted hoy con las perdices. Volvemos a Juanito, Julia. ¿Cenar? Cuando quieras. Vamos a cenar si a usted no le importa. Estará usted cansado, claro. No estando acostumbrado, el campo aplana. Pase, pase. Pues del bueno de Juanito Osuna le estaría hablando una vida y no acabaría. Y amigo lo es de los de verdad, eso que conste. A Juanito le dicen en París que uno anda en Madrid en un aprieto y se agarra el primer avión aunque tenga que amenazar al piloto. ¿Eh, Julia? Juanito, digo. Siente, siéntese. Juanito Osuna, defectos aparte, y todos tenemos defectos, es un tipo estupendo; lástima que esté completamente loco.


Miguel Delibes
(Valladolid, 17 de octubre de 1920 - Valladolid, 12 de marzo de 2010). Novelista español. Doctor en Derecho y catedrático de Historia del Comercio y periodista. 
Su sostenida labor como novelista se inicia dentro de una concepción tradicional con La sombra del ciprés es alargada, que obtiene el Premio Nadal en 1948.
Publica posteriormente Aún es de día (1949), El camino (1950), Mi idolatrado hijo Sisí (1953), La hoja roja (1959) y Las ratas (1962), entre otras obras. En 1966 publica Cinco horas con Mario y en 1975 Las guerras de nuestros antepasados; ambas son adaptadas al teatro en 1979 y 1990, respectivamente. Los santos inocentes ve la luz en 1981 (y es posteriormente llevada al cine por Mario Camus); más adelante publica Señora de rojo sobre fondo gris (1991) y Coto de caza (1992), entre otras. Su producción revela una clara fidelidad a su entorno, a Valladolid y al campo castellano, y entraña la observación directa de tipos y situaciones desde la óptica de un católico liberal. La visión crítica -que aumenta progresivamente a medida que avanza su carrera- alude sobre todo a los excesos y violencias de la vida urbana.

ERNST HEMINGWAY: EL FIN DE ALGO


Antes, Horton Bay era un pueblo de madereros y leñadores. Ninguno de sus habitantes estaba libre del ruido de las grandes máquinas de un aserradero que había junto al lago. Pero un año se acabaron los troncos para aserrar. Entonces, las goletas de los madereros anclaron en la bahía y cargaron y se llevaron toda la madera amontonada en el patio. Desmantelaron el aserradero de toda la maquinaria transportable, que los mismos hombres que habían trabajado allí embarcaron en una de las goletas. La embarcación se alejó por el lago llevando las dos grandes sierras, el aparato que arrojaba los troncos contra las sierras circulares giratorias y todas las ruedas, correas y herramientas que cabían en ese enorme cargamento de madera. La bodega abierta estaba tapada con lona y de un modo hermético. Una vez henchidas las velas, el barco empezó a navegar por el lago, llevándose todo lo que había hecho del aserradero, un aserradero, y de Horton Bay, un pueblo.

Las casas de un piso, la cantina, el almacén de la compañía, las oficinas del aserradero y el mismo aserradero quedaron desiertos en medio de la pantanosa pradera cubierta de serrín que se extendía a la orilla del lago.

Diez años más tarde no quedaba nada del aserradero, excepto los cimientos de piedra caliza que Nick y Marjorie vieron a través del bosque renacido, mientras remaban a lo largo de la costa. Estaban pescando en bote al borde del banco que partía repentinamente desde los bajíos arenosos hacia las negras aguas de doce pies de profundidad. Se dirigían al lugar más apropiado para colocar los sedales nocturnos que atraían a las truchas arcoiris.

-He aquí nuestra vieja ruina, Nick -dijo Marjorie.

Mientras remaba, Nick miró hacia las piedras blancas que se veían entre los árboles verdes.

-Allí está -expresó.

-¿Te acuerdas cuando estaba el aserradero? -preguntó Marjorie.

-Sí, me acuerdo.

-Parece más bien un castillo -opinó la muchacha.

Nick no dijo nada. Remaron hasta perder de vista los restos del aserradero, siguiendo la costa. Luego, Nick atravesó la bahía.

-No están picando -dijo.

-No -respondió Marjorie, absorta en la caña mientras remaban. No se distraía ni siquiera al hablar. Le gustaba pescar. Le gustaba mucho pescar con Nick.

Cerca del bote, una trucha enorme sacudió la superficie del agua. Nick remó fuerte con un solo remo, haciendo girar el bote para que el anzuelo pasase por donde se hallaba la trucha. Cuando asomó su espinazo, los peces que usaba como cebo saltaron en forma salvaje. Se desparramaron por la superficie como un puñado de municiones arrojadas al agua. Del otro lado de la embarcación saltó otra trucha, en busca del preciado alimento.

-Están comiendo -indicó Marjorie.

-Pero no van a picar -dijo Nick.

Volvió a dar la vuelta con el bote pasando entre los hambrientos peces, y se dirigió a la costa. Marjorie no recogió el sedal hasta que llegaron a la orilla.

Detuvieron la embarcación en la playa y Nick sacó un balde con percas vivas que nadaban en el agua del recipiente. Después cogió tres con las manos y les cortó la cabeza y las peló, mientras Marjorie introducía las manos en el balde. Finalmente sacó una perca y empezó a hacer lo mismo que Nick. Nick miró el pez de Marjorie.

-No es necesario arrancarle la aleta ventral -dijo-. Lo mismo sirve como cebo, pero es mejor que la tenga.

Enganchó las colas de las percas peladas en los dos anzuelos del sedal de cada caña. Había dos anzuelos colocados en una guía para cada caña. Marjorie, por su parte, remó hacia el banco arenoso. Sostenía el hilo entre los dientes y miraba a Nick, que estaba con la caña en la playa, mientras el sedal se desenrollaba.

-Ya está bien -gritó.

-¿Lo suelto? -dijo Marjorie, con el sedal en la mano.

-Claro. Suéltalo.

Marjorie dejó caer el hilo y miró cómo los cebos penetraban en el agua.

Luego volvió con el bote y se llevó el segundo sedal de la misma manera. A cada oportunidad, Nick colocó una pesada tabla haciendo cruz con el extremo de la caña para que no se moviera, y un trozo de madera más pequeño para formar el ángulo. Después devanó el sedal con lentitud hasta dejarlo tirante y establecer una línea recta desde donde el anzuelo descansaba sobre el fondo arenoso, y por último aseguró el carrete regulador. De este modo cuando alguna trucha se acercaba a comer, el hilo daba un tirón y el ruido del trinquete fijo indicaba su presencia.

Al principio, Marjorie avanzó lentamente para no mover el sedal, pero una vez que estuvo fuera de esa zona, remó con rapidez hacia la playa, acompañada por pequeñas olas. La muchacha salió del bote y Nick lo arrastró por la arena.

-¿Qué te pasa, Nick? -preguntó Marjorie.

-No sé -contestó este mientras juntaba leña para el fuego.

Encendieron el fuego con la madera que el agua había llevado a la costa. Marjorie fue al bote en busca de una manta. La brisa nocturna impulsaba el humo hacia el lugar, por lo que extendió la manta entre el fuego y el lago.

Después se sentó sobre la manta, de espaldas al fuego, y esperó a Nick. Éste volvió enseguida y se sentó a su lado. Detrás de ellos estaba el bosque renacido, en el promontorio, y enfrente, la bahía con la desembocadura del arroyo de Hortons. La oscuridad no era completa. La luz de la fogata iluminaba el agua. Ambos pudieron ver las dos cañas de pescar de acero, inclinadas sobre el lago. El fuego provocaba destellos en los carretes.

Marjorie abrió la cesta de la cena.

-No tengo ganas de comer -dijo Nick.

-Vamos, Nick. Come.

-Bueno.

Comieron sin decir nada, observando las dos cañas y el fuego reflejado en el agua.

-Esta noche va a haber luna -expresó Nick, que miraba hacia el otro lado de la bahía. Las colinas se recortaban ya contra el cielo. Se dio cuenta de que la luna estaba ya por asomarse, más allá de las colinas.

-Ya lo sé -dijo Marjorie con alegría.

-Tú lo sabes todo.

-¡Oh! ¡Cállate, Nick! Te lo ruego. ¡No seas así, por favor!

-No puedo evitarlo. Tú tienes la culpa. Lo sabes todo. Ese es el problema, y también lo sabes.

Marjorie no dijo nada.

-Te lo enseñado todo -continuó Nick-. No lo niegues. ¿Qué es lo que no sabes, entonces?

-¡Oh! ¡Cállate! Ahí viene la luna.

Se quedaron sentados sobre la manta, sin tocarse, observando cómo aparecía la luna.

-No tienes por qué decir tonterías -protestó Marjorie-. ¿Qué te ocurre en realidad?

-No sé.

-Por supuesto que lo sabes

-No. No sé.

-Anda. Dilo.

Nick miró la luna, que se empinaba encima de las colinas.

-Ya no me divierte esto.

Tenía miedo de mirar a la muchacha, pero la miró. Marjorie le daba la espalda. Siguió mirándola.

-Ya no me divierte. Nada. En absoluto.

Ella no dijo nada. Nick continuó:

-Me encuentro como si todo se hubiera ido al demonio en mi alma. No sé, Marge. No sé qué decir.

Todavía miraba la espalda de la mujer.

-¿Ya no te divierte el amor? -preguntó Marjorie.

-No.

Marjorie se puso de pie. Nick permaneció sentado, con la cabeza entre las manos.

-Voy a usar el bote -le dijo Marjorie-. Tú puedes volver a pie por el promontorio.


-Bueno -dijo Nick-. Espera, que iré a desatracar el bote.


-No hace falta -cuando dijo esto, Marjorie estaba ya dentro de la embarcación, en el agua, bajo la luz de la luna.

Nick regresó y se acostó boca abajo, sobre la manta junto al fuego. Oyó el rítmico movimiento de los remos, mientras Marjorie se alejaba.

Permaneció allí largo rato. Estaba acostado cuando Bill apareció en el claro después de atravesar el bosque. Sintió que el recién llegado se acercaba al fuego. Pero Bill no lo tocó.

-¿Salió todo bien con ella? -preguntó Bill.

-Sí -contestó Nick sin abandonar su posición, con la cara pegada a la manta.

-¿Hubo una escena?

-No, no hubo ninguna escena.

-¿Cómo te sientes?

-¡Oh! ¡Vete, Bill! Vete por un rato.

Bill eligió un sándwich de la cesta y fue a echar un vistazo a las cañas.



Ernst Hemingway
(Ernest Miller Hemingway; Oak Park, 1899 - Ketchum, 1961) Narrador estadounidense cuya obra, considerada ya clásica en la literatura del siglo XX, ha ejercido una notable influencia tanto por la sobriedad de su estilo como por los elementos trágicos y el retrato de una época que representa. Recibió el premio Nobel en 1954.


CIRO ALEGRÍA: NAVIDAD EN LOS ANDES

Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.

Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos¹. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevose un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:

-¿Cómo dices que bien?

-Si hemos llegao bien, todo ha estao bien -fue su apreciación.

El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.

Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.

Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado.

Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.

En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso:

-José, pero si tú eres ateo…

-Déjame, déjame, Herminia -replicaba mi padre con buen humor- no me recuerdes eso ahora y… a los chicos les gusta la Navidad…

Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.

Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar… Cierta vez, un indio regalome un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.

Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas “pastoras”, banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.

El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.

Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.

Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.

De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las “pastoras” entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:

En el portal de Belén
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que está en la cuna.

Niñito, por qué has nacido
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar…

Súbitamente las “pastoras” irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.

Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los “viejos”. Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los “viejos” lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche.

La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada “pastora” iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.

-Señora Santa Ana,
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
-No llore por una,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos.

La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las “pastoras” cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la “pastora” más pequeña de la banda. Cantaba:

A mi niño Manuelito
todas le trae un don.
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.

La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.

Las “pastoras” íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.

Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las “pastoras” también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente pedíase a las “pastoras” de mejor voz que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria.

La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.


Ciro Alegría

Ciro Alegría Bazán, más conocido como Ciro Alegría (SartimbambaLa Libertad4 de noviembre de 1909​ ChaclacayoLima17 de febrero de 1967) fue un escritor, político y periodista peruano. Es uno de los máximos representantes de la narrativa indigenista, marcada por la creciente conciencia sobre el problema de la opresión indígena y por el afán de dar a conocer esta situación, cuyas obras representativas son las llamadas “novelas de la tierra”. En ese sentido es autor de las siguientes novelasLa serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1939) y El mundo es ancho y ajeno (1941), su obra cumbre y una de las novelas más notables de la literatura hispanoamericana, con numerosas ediciones y traducida a muchos idiomas.