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viernes, 28 de febrero de 2014

CUANDO LOS PÁJAROS PEREGRINOS CAMBIAN SU RUMBO

                                                              
                                                                            I

    “Fué así  qué  todo comenzó señor escribidor, el circo entró por allá, por la calle del fondo. De allí mismo y de mañana temprano todos podíamos ver como iban ingresando al pueblo. Primero el señor Scattollini, con su saco rojo y sus botas de montar golpeando el látigo contra el suelo, levantando la tierra, atrás de él, venía toda una banda tocando marchas,  después los acróbatas, el mago, los payasos, las jaulas, los elefantes, un burro y los coloridos camarines. 
Entraron por allá, formando una fila cómica entre nosotros y el sol,  y con semejante barullo nos tuvimos que levantar despojándonos de nuestros sueños."

    Este recorte del "Crónicas Peremerimbianas," se cree que también fue escrito por Teófilo Cabanillas,  y hace referencia al famoso enano Didú, que llegó a ser uno de los dueños del circo de los magos, después de la muerte de su fundador Piero Scatollini, y antes de su huída por los montes en la recordada disputa por deudas con los árabes vendedores de telas.

    "Yo tenía que trabajar, pero le dije a mi mujer que se quedara en la cama, que solo era un circo más que llegaba al pueblo, no me hizo caso y salió como todo el mundo a la vereda, incluso con el pequeño Didú, descalzo.
Al final todos se alborotaron, nadie sabía nada que venía un circo y menos a esa hora en que recién sale el sol. Lo armaron lentamente, en el baldío al lado del río.
La primera noche ella no aguantó y fue a ver la función descalza, como le gustaba andar, y con su vestido de algodón. Dicen que estaba lleno, me contó el pequeño Didú, que a ella la hicieron participar porque pidieron una voluntaria y que se tenía que parar de espaldas a una tabla y que un tipo le tiraba cuchillos y que por suerte no le acertó ninguno, pero cree Didú que después se hizo la que se desmayaba y entonces el tipo la llevó a su camarín. A mi ella no me contó nada de eso porque yo estaba dormido cuando volvieron y ellos estaban dormidos cuando me fui a trabajar de nuevo al otro día. Solo por la tarde yo hablaba con Didú, porque ella se iba al circo, decía que la habían tomado como empleada de limpieza. Eso si me dijo, que limpiaría los camarines de los artistas y que por eso le pagarían bien, y que después se quedaría a la función como la voluntaria. Durante tres días más hizo de ayudante del lanzador de cuchillos, pero me dijo Didú, que se conchabó con el mago, parece ser, siempre según Didú, que el tipo hacía que la serruchaba y la partía al medio, entonces después de los aplausos, se desmayaba de nuevo para que el mago la llevara a su camarín. Yo hablé con ella, señor escribidor, le dije que no vaya más al circo, que se quede a cuidar a Didú y que la gente hablaba demasiado de sus desmayos seguidos como ayudante, ahora del domador el señor Piero Scattollini, que la tuvo toda la noche reanimándola porque vestida de india africana, dicen que la metió en la jaula con los tigres mostrando sus desnudeces, fíjese usted señor escribidor. Mis compañeros de trabajo se burlaban de mi, gracias al comportamiento de ella.
Pero dicen que fue el trapecista el que le enseñó a volar, practicó una noche entera con la piola entre las piernas y al final después de girar varias veces se soltaba y giraba en el aire sin caer, como pájaro que perdió el rumbo.
    La gente pagaba el doble para verla a ella, una mujer de nuestro pueblo haciendo ese espectáculo. Entonces no aguanté más, me enojé y fui a hablar con ella, porque por culpa del circo había abandonado a nuestro pequeño Didú que se acostaba solito y se levantaba solito. Le dije que por culpa del circo la gente inventaba habladurías y que se me reían en la cara, que si bien yo sabía que aquí hablan porque si y por demás, sino mire usted las cosas que decían de nuestro comandante, el Gran Coronel Don Juan Penerguido, que dicen que tenía cuatro mujeres a los ciento catorce años de edad.   
     Yo le decía que quedaba feo escuchar eso, y le pedí que no le diera motivos a nadie, además yo me levantaba temprano para ir a trabajar y que volvía cansado a la noche y que no encontraba nada listo para comer.
     Didú seguramente tampoco la pasaría bien, así es que yo le preparaba todo al pequeño para que comiera, se bañara  y se cambiara de ropa. Ella se me reía, señor escribidor, mientras yo enojado le decía de todo, se me reía y bailaba como las gitanas porque había aprendido eso también y los hombres del pueblo pagaban tres veces más para mirar sus carnes mientras bailaba. Bailaba y levantaba vuelo.
    Pensé en llevarme a Didú conmigo al trabajo, pero el pequeño me hizo saber que había visto llorar a un payaso y que se hicieron amigos, así es que se quedaría dos horas en el circo y que luego hablaría con su madre para que volviesen juntos.
    Siempre el circo estaba totalmente lleno, no entraba un alfiler en la carpa, me contaron después y que aún así, había una fila de tres cuadras por esta calle para una tercera función la noche en que dijeron que ella volaría entre las gentes y que haría un jueguito especial con el mono en el aire. Qué me dice.
     Pero la desgracia ocurrió tres días después, el fuego se inició cerca de los camarines y el viento lo fue llevando a las jaulas primero y a la gran carpa después, la gente se pisaba por salir, gritaban desesperados, hubo muchísimos heridos, pero no muertos porque la lona incendiada no cayó sobre la gente, fueron los animales sueltos que antes de escapar hacia el río, lastimaron a algunos de los milicos nuevos que habían llegado. No quedó nada.
    Hubiese visto usted, señor escribidor, cuando al día siguiente se fueron. Hubiese visto usted, sino hubiese tenido que estar  en los fusilamientos de los Barragán en Manvatará, lo poco que quedaba del circo de Piero Scattollini.
     Yo los miraba al salir de trabajar,  se iban con sus ropas llenas de barro y hollín. Se iban silbando, por la calle que va a la selva, un triste vals que se llama La niña que vino del sur ¿Conoce el vals? Las jaulas eran arrastradas vacías y todas quemadas, como un tren fantasmal. Lo que antes eran camarines, humeaban enganchados a los tractores. Y ella, mi mujer, la bella mamá de Didú también se fue, ella cerraba ese triste desfile, iba volando alrededor del burro. Ella sabrá porqué.
    Me dijeron que por la madrugada, antes de irse, una gitana puso la mano sobre la cabeza de mi pequeño Didú, señor escribidor, y que le dijo que a ésta,  a ésta se la iba a pagar.”

Señala que la nota corresponde a un relato de un tal Valdivia, que decía ser el padre del enanito Didú. Y agrega un dato curioso. Señala el cronista que la gitana aludida fue muerta con un cuchillo atravesado en su garganta, parece que al meterse en unos pastizales a hacer sus necesidades fisiológicas. Y además comenta que los nuevos milicos que ahora trataban de poner algo de orden en Peremerimbé, le ordenaron a Scattollini que se lleve el cadáver de la gitana asesinada y que nunca más vuelvan.
Apunta que la nueva guarnición militar enviada por el gobierno central,  se instala  donde era el complejo policial a cargo de un coronel de apellido Iparraguirre,  un teniente de apellido Sullivan, y nombra a los suboficiales Ordóñez, Crespo, Miranda y a un cabo nuevito, con cara de niño llamado Cipriano Tavares, que se hizo conocer rápido por su habilidad de cuchillero.

Todo esto es extraído de algunas pocas hojas sueltas del “Crónicas Peremerimbianas”

    "...Arnulfo Sepúlveda caminó por los cuartos, entró a la nave central de la iglesia, se persignó ante la Cruz y fue a abrir la puerta, el sol de la mañana entro en todo su esplendor, dejando su figura oscura como en un eclipse. El cura Arnulfo puso su mano a modo de visera y el cartero le entregó una carta y salió corriendo sin saludarlo hacia la plaza. Todo el pueblo estaba allá, entregado a los vicios de las ferias de juegos de apuestas y comidas bañadas en aceite que se entregaban envueltas en papel. La iglesia de la Señora de los Navegantes le pareció un inmenso barco abandonado, cuando cerró la puerta y para ocultarse del griterío y el desorden moral que ocurría  a pocos metros. Se sentó en el primer banco y abrió el sobre.
Pensaba mientras leía que había perdido una batalla más contra los herejes, él y los demás curas párrocos de la región Peremerimbina.
Se enteraba de las decisiones del gobierno de barrer con todo lo plantado y nacido en esa tierra de locos y de que los familiares del fusilado Elpidio Barragán se habían armado y atrincherado en las sierras, como temerarios bandidos.
Al ponerse de pié, sentía como temblaba todo su cuerpo, caminó hacia el altar y el haz de luz que entraba por una ventana, le mostraba visiblemente, el rostro de Cristo, resignado, aunque sin gestos de dolor dicen que dijo: Cristo, Cristo Señor mío. ¿Porque me has abandonado?
Afuera explotaba una batería de fuegos artificiales, las bombas de estruendo estallaban una tras otra y era esa la señal de que, prontamente, las mujeres vírgenes, empezarían a volar.
El cura Arnulfo Sepúlveda subió los treinta y nueve escalones hasta el carillón y golpeó con fuerza las campanas mientras que aturdido por la sonoridad miraba hacia la plaza colmada de vecinos infieles que adoraban incansablemente a estos magos taciturnos..."

   Así es como consta en este escrito de las viejas "Crónicas Peremerimbinas" titulado "La última Misa del padre Arnulfo" y en este cuaderno que gentilmente me hizo llegar don Santos Poussin de un tal Benito Ponciano Márquez, muerto en Naranjillos, bajo las balas de los suboficiales Guillermo Jensen y Cipriano Tavares, alias "Cúter"

     Cuenta que ése día fatal, guardó en su morral la presa de pollo frito y ante el griterío de la gente corrió hacia la iglesia, dice que entró por la puerta lateral, que cruzó sin mirar hacia el altar y que dobló hacia la derecha y que por una puerta entreabierta empezó a subir los escalones y llegó a tiempo para ver al pequeño Didú sosteniendo la frágil figura del cura que sangraba por los oídos y la de una mujer, que aseguraba no conocerla por ser ésta rubia y de tener ojos claros y que para su asombro estaba totalmente desnuda, y que desde allá arriba, se lanzó al aire y andaba de árbol en árbol, paseando su bella desnudez entre risas, que sonaban como un canto alegre.
Dice que el tal Didú saltaba feliz en su pequeñez absoluta, como un muñeco de resortes y que a todos les señalaba el vuelo de la mujer blanca, mientras él con su cuchillo de comer, cortaba las sogas de las campanas y le aflojaba los dedos al cura.
Cuenta en sus "Relatos Laicos", un cuaderno de hojas amarillas por el tiempo y escritas con simple lápiz de grafito, que el obispo Miguel Mercedes Puja llegó tres días después, en el silencio de una madrugada lluviosa, casi en secreto, con una comitiva de cuatro hombres más entre ellos el cura Victorino Barboza, que quedaría sin mayores ceremonias y a partir de ése instante a cargo de la iglesia. Dice que se llevaron al cura Arnulfo en el tren de las tarde con todas sus pertenencias, algunos documentos relacionados con las actividades encomendadas y propias de la iglesia porque decían que los iban a estudiar y algunas otras cartas más que encontraron en su escritorio. Excepto las que él, Benito Ponciano Márquez guardó para mostrarle a sus primos, los Barragán Puebla.
Allí, en un párrafo aparte señala que con el fusilamiento de Elpidio Barragán, decide ponerse al lado de los anarquistas que no querían ninguna institución que no fuese por la de ellos elegidas.
    Cuenta además que esa misma noche, el Gobierno decidió intervenir el pequeño destacamento policial de apenas tres hombres, que fueron sustituidos de sus cargos por encontrarlos en la parranda, borrachos y mal vestidos, y que trajeron de nuevo un batallón de los mismos milicos de los fusilamientos de las revueltas anteriores, o sea el Cuarenta y seis de campaña,  pero que estos hombres venidos de Manvatará, a cargo del Oficial Iparraguirre, eran mas severos. Y que andaban casa por casa entregando unos bandos con las nuevas leyes, y que devolvían las mujeres a la casa donde pertenecían. Dice que por eso, esa noche no fue casi nadie al circo. Y que antes de instalarse en sus nuevas oficinas, Iparraguirre vestido de un elegante uniforme marrón clarito  y de altas botas lustradas, se llevó la sorpresa de su vida, pues ocurrió eso de la grande estampida de los animales del circo cuando sus soldados andaban de casa en casa.
    Según afirma más adelante, el león del circo entró por la puerta principal de las viejas dependencias y saltaba por todos lados, desparramando la tinta para escribir sobre los papeles con órdenes y bandos impuestos por la nueva ley, y que le rugía amenazante, sin darle tiempo a que desenfunde su pistola y que el pobre animal asustado pudo saltar por una de las ventanas hacia afuera. Dice que l
a cebra sudafricana desorientada hizo lo mismo, con cierta torpeza, entró despavorida pero fue muerta de tres balazos por el arma del entonces Coronel Iparraguirre.
    En su relato, Márquez amplía las notas describiendo el paisaje. Señala que el griterío de la gente era ensordecedor. Y que el oficial Iparraguirre Carlos Atanasio, sale a la oscura calle gritando las mismas obscenidades comunes a las que estábamos acostumbrados y que eran de nuestro uso común, normal y específico de nosotros los Peremerimbinos -frase que subraya dos veces- y que este coronel ordenaba que dejásemos de pronunciar.
    Relata que el coronel, pistola en mano, en la puerta tropezó con uno de sus suboficiales que estaba de guardia de cuarto, según decían las consignas que tenían asignadas y que éste, totalmente aterrorizado le mostraba las heridas propinadas por las garras del oso "Zonko" que se perdía en las sombras de la noche, mas allá de la esquina y que el coronel, entonces  vio el resplandor del incendio del circo, al final de la calle y a un elefante que pasaba ante sus narices con intenciones de llevarse todo por delante.
Gritaba, daba órdenes no sé a quién, todos corrían de un lado hacia otro y encima al cura Victorino Barboza se le daba por hacer sonar las campanas restauradas y llamar a misa.
Eran algo así como las diez de la noche. A eso de las diez de la noche.
    Hay una serie de frases que no se pueden leer. Parece que hacen alguna referencia al estado del tiempo, y un dato curioso.
    Señala que  observaba detenidamente al coronel, cuando ve que el pequeño Didú le tocaba el pantalón a Iparraguirre y que éste miró hacia abajo, le pareció que el tipo creía ver a un niño sonriente, que le daba la bienvenida, pero luego tuvo la certeza que el tipo alcanzó a darse cuenta que era un enano que pedaleaba una pequeña bicicleta entre los animales sueltos, y recién al otro día supo que el atrevido que lo había tocado era el pequeño Didú Valdivia, e
l hijo de la mujer que había aprendido a volar en el circo gracias al equilibrista ruso.
    En otra parte de su relato, señala que el cura Victorino abrió las puertas de la Iglesia de par en par, y que se paró en el umbral a contemplar el espectáculo bochornoso de infieles corriendo de un lado a otro entre distintos animales y que levantaba la Biblia en una de sus manos, mientras los soldados con  fusil y bayonetas caladas trasladaban baldes con agua hacia el circo y que el cabo llamado Cipriano Tavares le dijo que guarde eso, que al amecer todo iba a estar en calma y en orden.
    Escribe Benito Ponciano Márquez que se acercaba en silencio, a recoger sus cosas de la iglesia y que el cura Victorino lo miró y le pidió que encienda todas las luces, dice que le dijo. "Encienda usted todas las luces por favor. Enciéndalas a esta hora y hasta que esta gente se derive hacia Nuestro Señor, habrá Misa permanente, los hombres habrán de seguirme."
    Luego escribe que fue al joven cura don Victorino Barboza, a quién acudió Ernesto Valdivia, el padre de Didú.
    Contaba en sus "Relatos Laicos" que el tal Ernesto Valdivia, se le acercó al nuevo cura y le pidió por alguien que le acerque a Dios lo más rápido posible sus súplicas.
- Yo soy la palabra de Dios aquí- dice que le dijo Victorino, y que lo tomó del brazo y se lo llevó al confesionario por tres horas.
Hay un apellido subrayado dos veces en su cuaderno, Valdivia.


                                                                                  II
     Cuenta que Valdivia había llegado a Peremerimbé con el primer tren, y que murió vestido con uniforme de ferroviario, cuando los hombres grises ya habían terminado la construcción del dique y las aguas taparon la vieja ciudad. Cuando los árboles sedientos por la sequía de tres años, se suicidaron arrancando sus propias raíces y cuando los pájaros peregrinos cambiaron sus rumbos. Murió cuando un día creyó ver el féretro de un familiar navegando en las aguas y se arrojó con toda su enorme pena, para nunca más salir del fondo, diez años después de la noche en que visitó al cura Victorino. Agrega que de las vías hacia el oeste se había fundado la nueva ciudad pero que no respetaron el nombre original de la región y que el gobierno hizo cambiar los mapas y que ahora todo esta vasta provincia se llamaba Imbuté y que ante la aparición del primer féretro flotando en las aguas y golpeando su debilitada madera contra las paredes de cemento, nacen los anarquistas, de la mano de un tal Teófilo Cabanillas, los guapos Fontana y una tal Marcela Da Silva de la famosa "Turma sem Bandeiras." Dice que Valdivia ya era viejo para eso y que exclamaba en sus largas noches de borrachera, que Dios había puesto en su cama a la mamá del pequeño Didú. Que Didú era un niño enano, pero que él argumentaba que Dios los castigaba por los tremendos pecados de la madre y por su infeliz maniobra del cambio de señales que llevó al descarrilamiento del tren de cargas en el kilómetro cuarenta y ocho. Que fue Didú, cuando tenía entre quince y veinte años de edad, y que aparentaba de seis, el que prendió fuego al circo, después de soltar a todos los hambrientos animales, cuando sorprendió a su madre en caricias deshonestas, -según así expresaba- en uno de los carromatos del domador Piero Scattollini con la mujer barbuda. 
    Afirmaba -sigue el escrito- que Didú dormía por costumbre en el campanario de la Iglesia y fue uno de los primeros en darse cuenta que el Comandante Penerguido había muerto una madrugada. 
    También contaba que el niño, nunca había sido bautizado en una Iglesia Cristiana y que le quedó el nombre de Didú, porque ésa fue su primera palabra pronunciada. 
    Hay una parte que hace hincapié y desde donde creo, Benito Ponciano Márquez, expone textualmente el relato de Valdivia.
"...Mi pequeño había empezado a caminar, caminaba por el piso de ladrillos, como haciendo equilibrio, pero se lo notaba fuerte y decidido y bajo la acacia florecida del patio, se sentó a defecar. Sus heces eran cilindros sólidos que quedaron expuestos a las moscas y al sol y allí, como en un milagro repentino empezó a hablar, decía: didú, didú, didú."

                                                                              III

 Al día siguiente, Santos Poussin me alcanza unos recortes que estaban entre los papeles guardados por la viuda de De león y que aparentemente eran las cartas a las que hacía referencia  Benito Ponciano Márquez, más un artículo que seguramente era escrito por Cabanillas.

“Al Reverendo Sacerdote Don Arnulfo Sepúlveda.
Mi muy señor mío:
Usted sabe a lo largo de mis confesiones, que he vivido escapando del inaprensible secreto para solapar el equilibrio de mis pasiones.  No sé cuánto tiempo más podré soslayarlo, pero le repito que mi sangre ya hervía cuando las desnudaba, cuando les hacía el torniquete en el cuello, y ni que hablar cuando las violaba. Era ese el éxtasis total,  que llegaba con sus muertes. ¿Acaso la vida de una muchacha tenía otro significado?
De no ser así, mi propio placer se hubiese sentido enajenado, no conocía otra cosa, aunque, ¿sabe? La impunidad era el gran desafío, y  también formaba parte de mi placer, escapar y engañar a la Ley.
          Pero no es eso lo que quiero dejar plasmado en éstos renglones, sino algo muy extraño que me sucedió ésta  mañana,  por lo que creí oportuno escribirle.
          Estaba acostado en mi cama, en esta celda, por lo menos eso creí en un principio. Pero no era ni mi cama ni mi celda. De eso estuve seguro cuando advertí  dos puertas extrañas que me desconcertaron. Una de madera, la otra de piedra.
Intenté levantarme, no pude. Estaba como maniatado a la cama, ó a lo que me servía de cama. Confieso que empecé a inquietarme, a intranquilizarme, a desesperarme...hasta que en un instante de cordura logré poner mi mente en blanco, y gracias a ello  levemente comenzaron a fluir recuerdos casi difusos, que poco a poco se convirtieron en imágenes que alguna vez conocí. Eran mis víctimas, hermosas, fantasmales, y temibles, que brotaban desde lo más íntimo de mi ser, y se corporizaban en su propio limbo girando, riendo, llorando… hasta que comenzaron a danzar una sobrenatural danza macabra a mi alrededor. Con su febril contorneo, la puerta de madera cobró vida abriéndose de par en par, y las niñas, con una carcajada diabólica,  se abalanzaron hasta cruzarla, mutando  en horribles sujetos mutilados. En simultáneo, la puerta de piedra respondía con un crujido, y las carcajadas le contestaban  perpetuas maldiciones.
Los despojos humanos entonces, desfilaron hacia la puerta de piedra, recobrando al pasar, su hermosura. Las puertas, las niñas, reanudaron  ininterrumpidamente  éste perverso  ajetreo, hasta que un grito ensordeció el recinto y, por fortuna, desaparecieron. Ese grito señor mío, era mi grito, que colapsó cuando conocí éste infierno. El infierno que yo les provoqué, y al que seguramente, estoy condenado. Usted me habló de conciencia. Sé que no todas las personas que hablan del cielo, han de ir allí, pero mitigue usted con sus oraciones, mis acciones en vida, y no permita que mi alma se enlode en un lugar tan siniestro y cruel como el que he vivido. Aunque no lo merezca…
Elpidio Barragán Puebla.  Su oveja descarriada.”
Aquí voy a introducir  una parte de un artículo que creo está escrito por Teófilo Cabanillas.
(Elpidio Barragán, fue condenado y fusilado un día claro, luminoso, radiante. Él estaba sentado, atado a un poste grueso de eucalipto, se negó a que le tapasen los ojos y cualquier visita clerical, pues afirmaba que todo trato ya lo había hecho epistolarmente. Simplemente dirigió su mirada a los movimientos del sable del jefe del pelotón de fusileros. Entonces todos hicimos lo mismo y vimos como el sable se erguía sobre los atributos e insignias del suboficial, el brillo del sol destellaba en la hoja, en lo alto, hasta que cayó con fuerza y las detonaciones simultáneas perforaron el cuerpo del infeliz que, maniatado al poste,, cerró los ojos para siempre. Todos los testigos, nos retiramos en silencio.) 

Ahora incluyo esta otra carta

Iglesia de la Santa Aparecida.
Reverendo Párroco  Julián  Castillas de León
Querido Hermano en Cristo:
Por la presente acudo a tu digno intermedio para que asistas a los parientes del difunto Elpidio Barragán Puebla -fieles de tu parroquia-, que como es de público conocimiento, fue ejecutado por éste gobierno en cumplimiento de las leyes que rigen ésta nación.
En ésta escueta epístola, voy a tratar de narrarte cómo sucedieron los acontecimientos.
En mis continuas visitas al grupo carcelario fui informado que éste citado iba a ser ejecutado, expresándome las autoridades políticas sus deseos para que lo asistiese en sus últimos días, por lo que fui el receptor de su única petición:
Que Los  hermanos del difunto Elpidio Barragán,  muerto por las costumbres y leyes impuestas bajo este gobierno de Peremerimbé,  no le guarden rencor, y lo lleven pronto al olvido.
Es así que, en consecuencia con su requerimiento que acudo a ti, para que le hagas llegar estas palabras y culmines mi tarea que ha quedado incompleta, porque ocurrieron vicisitudes que escaparon a mi voluntad, porque no pude en tiempo y en forma, contestarle. Atribuyo en parte a los regímenes burocráticos carcelarios existentes, y a la huelga general de los empleados del correo Nacional.
Lamentablemente, también hube tomado conocimiento de la poca afición a la lectura y a escribir que esa familia dispensa.
Diles de mi parte, que nunca Elpidio pareció entender los excesos de sus actos, encontrándome ante un ser carente de afectos y viviendo una vida de sobresaltos y pasiones alejadas de la paz que pudo brindarle Nuestro Señor.
Diles que fue muerto bajo las balas de doce fusiles, que pusieron fin a sus días turbios que se había empeñado en vivir, llevando consigo todas las pasiones alejadas de la paz que pudo brindarle el refugio de la Fe en Nuestro Señor. Entiendo lo difícil de la misión que te encomiendo, y más aún cuando queremos hablar de un muerto que no puede explicar su vida, sabiendo que esa vida, no era la suya. Siempre he aplicado una máxima, la de no prometer, lo que no se puede dar.
Te he explicado que nada pude prometerle, pues no esperaron mi oportuna presencia para asistirlo en su final. Aunque luego, los asistentes se refirieron a qué murió con una extraña virtud. La de tener sus pensamientos alejados, como no entendiendo la situación, o como creyendo que había llegado el momento necesario para poner fin a su vida, que tituló de “oveja descarriada.”
Simplemente, había limitado mi humilde labor de sacerdote, a escuchar sus necesidades, para que, en la medida de lo posible, llegar a atendérselas. Y creo que en aquellos escasos momentos de comprensión, entendió la existencia de la conciencia, y de las virtudes del arrepentimiento.
Confío, querido Hermano Sacerdote, que el derrotero del camino que hemos elegido, te llevará a interpretar mis deseos de que esos parientes, conozcan cómo fue su atormentada vida, y finalmente, cómo murió. Aunque ellos hayan vivido indignados por la atroz conducta de Elpidio.
Yo le pediré en ruegos a Dios, que se abracen en la Fe, y que no tengan temor a continuar con sus labores cotidianas dentro de la Paz y de las bendiciones de Cristo.
Que sepan que aún recorriendo caminos diferentes, él pudo haber sido como ellos, trabajadores y honrados. Diles también que hay por aquí un licenciado llamado Don Eufrasio Sarmiento, quién le ayudó en la confección de la carta hacia mi persona, que me aclaró algunos conceptos, diciéndome que gracias a todos sus conocimientos adquiridos, pudo describirlo como una persona que nunca tenía idea cabal de sus actos, el cuadro descriptivo encajaba en el no entendimiento, en que no tomaba conciencia, que no sabía de afectos, de muy escaso razonamiento, que tenía escasez de discernimiento y que por ello era una persona carente de arrepentimientos.
Eso me ha llevado a interpretar una de sus frases.
“Si ése tal Cristo, murió clavado en una cruz, bien puedo yo morir atado a un palo.”
Eran éstos, uno de  sus escasos momentos de lucidez.
Dios te bendiga y que no tengas que atravesar por los pesares a que estoy sometido, en esta tierra de seres reacios e infieles.
Arnulfo Sepúlveda

                                                                           IV

Como en aquellos momentos tristes en que te sientes solo y decides esperar. Así amigo, mirábamos aquel cortejo fúnebre, allá en San Vicente. -me cuenta Rolando Espina, un vecino de la localidad que está a cuatrocientos kilómetros al norte-.
-Eran los cuatro hermanos varones y todos solteros de Arnulfo Sepúlveda, los que iban cargando el féretro de quien fuera el cura de Peremerimbé. El pueblo que murió bajo el agua. Ellos dicen que el cura Arnulfo murió con un gesto de asombro en su rostro, como si hubiese descubierto cuán largo y extraño era el camino que recorrería su alma, o como si hubiese recuperado un racimo de sus nociones, de sus recuerdos, o quizás el segundo final de su vida, fue un dictamen sobre sus atropellados pecados -me contaba en un tono de voz convencido, seguro-. Indudablemente algo debió haber visto o soñado, porque su dedo índice se irguió amenazante, decían, señalando hacia la única ventana por donde penetraba la luz del sol –sostenía sus palabras tomando un trago de cerveza en cada pausa–. Sus hermanos contaron que debieron quebrárselo para poder cerrar el cajón, antes que las moscas atraídas por el olor invadieran la habitación, antes que vistiesen de luto, antes que crucen por las calles del pueblo bajo el cruel sol de Diciembre y antes que nosotros, los parroquianos del bar, caminemos acompañando el rezo de los cuatro octogenarios hermanos Sepúlveda, que iban levantando la tierra liviana de las calles por la falta de lluvias –adopta una posición más erguida en la silla-. Después que cubrieron con tierra el féretro un poco estropeado por algunas caídas y nosotros nos despojáramos de nuestros  sombreros para rezar en el cementerio –señalaba con la mano en alto un supuesto camino hacia el cementerio, allá en San Vicente-. Y también me dijeron que la gente decía que mucho tiempo antes que aquel pueblo, mi querido San Vicente, tuviese sus calles definidas y de que por allí fundaran la primera escuela, y que aún antes mismo que nacieran sus otros hermanos, Arnulfo fue enviado a la Congregación de la gran ciudad. Sus padres lo hicieron porque decían que se bebía la misma agua que los animales, y que un grupo de mercaderes de baratijas lo entregó allá con una carta dirigida al obispo que se llamaba Eleazar Bustamante, y que entre otras cosas esta familia le pedía que "Quitara por bondad, el señor representante de nuestro Dios por estos pagos, el mismísimo diablo que tiene esta criatura dentro."
    Se decía en el pueblo que muchas veces, cuando el empleado de correos llegaba al pueblo, dicen que decían, se dirigía a la casa de los Sepúlveda con noticias escritas que el mismo les leía, y agregaba noticias de la gran ciudad, para aliviar la aflicción de Doña Inés Encarnación Flores, su madre y madre a la vez de cuatro varones más, que dicen que ella decía que eran todos igualitos a Sepúlveda padre, señalando  el cabello oscuro y duro de cada uno y dando muestras de una indefinida resignación por no haber parido una hembra para que la ayude en los menesteres de la casa y enseñarle el oficio de mujer para resolver con altura los problemas que se presentan en los hogares y que solo una mujer sabe resolver, dicen que decía, mientras apaleaba a los otros que iban creciendo sin la presencia del padre. Y que mucho antes que Peremerimbé fuese ahogada por los hombres grises que levantaron un dique para contener las aguas para hacer un lago que tenga los canales de riego y una usina para la electricidad de los gringos, y que trasladaran el pueblo allá en el alto. Mucho antes de eso, Sepúlveda padre se resistió al avance de esa cosa llamada progreso y de esas otras cosas llamadas democracia capitalista y progresista y se alistó en las filas del Comandante Juan Penerguido y de su esbelta señora Doña Carlota. Y que fue uno de los Sargentos que trasladaron el cuerpo, desde el gallinero donde cayó muerto su jefe, una húmeda madrugada, a doscientos treinta kilómetros de aquí. Dicen que fue uno de los que le limpiaron el cuerpo lleno de bosta de gallinas y  uno de los que lo vistieron de gala para que le rindan homenaje con todos los honores hasta su tumba. Y que en los posteriores combates con las fuerzas oficialistas,  recibió un tiro por la espalda que le hizo decir que su hijo el cura iba a ser un hombre santo por su consagración al Cielo infinito, desde donde todos venimos. Decía eso hasta morir desangrado, dicen –Rolando Espina vuelve a tomar, sin perder posturas ni dignidad, y agregaba que-. Todo eso y muchas cosas más me dijeron los que habían escuchado aquellas historias. Y que dicen ellos mismos que dijeron que nadie deje de contarlas porque el que no tiene historias para contar es un carajo que no ha nacido.
(Junto al señor Espina algunos parroquianos tomaban un frasco de ginebra, como si fuese agua fresca.)
- Hasta Cañizares y el dibujante paraguayo Sanchez Artiaga recrearon toda la historia de los Peremerimbinos y el gobierno se las incautó y le quemó todo -agregaban los que se fueron arrimando para intervenir en la conversación- Y dicen que Arnulfo dejó de ser cura el día que se volvió loco porque cuando subió al campanario de su iglesia en Peremerimbé, encontró a una mujer desnuda que lo invitaba a volar, como aquella del circo del pequeño Didú, que aún merodeaba por el pueblo, y que tuvieron que cortar las sogas de las campanas para que deje de tañerlas y agarrarlo de sus pelos oscuros y duros y llevarlo para el hospicio de los locos antes que el nuevo obispo, don Mercedes Puga se entere que había vuelto a beber la misma agua de los animales, como se decía.
- Y anduvieron contando que sus hermanos lo retiraron una madrugada, a punta de pistolas de uso militar y que dicen que se lo llevaron semidesnudo arrastrándolo por el barro de la lluvia de tres días sin parar y que se lo llevaron de vuelta a San Vicente. Sesenta años después que sus padres lo entregaran a los viejos mercachifles y veinte años después que el sargento Cipriano Tavarez, al que todos llamaban "Cúter," se le diera por  iniciar la gran matanza de los insurgentes, patoteros y mantenidos allá en Naranjillos.
- En ese mismo pueblo de mierda. 
- Casi todos venimos de allí a vivir a Altos Moncadas.
- Aquí mismo, donde ahora nos trajeron este circo para que todos veamos que hay una mujer que vuela. Como la de esta foto, vea usted, una mujer que vuela.
 (Ellos me muestran un afiche del circo.) 
Hay allí una leyenda interesante, escrita en letras góticas:
"El circo llega cuando los pájaros peregrinos cambian su rumbo."

                                                                            FIN




Tiene derecho de autor
Copyright 2013
Capítulo correspondiente al libro "CÚTER"
Autor: José Antonio Ibarrechea
http://diceelwalter.blogspot.com
"PASEN Y VEAN"
diceelwalter@gmail.com
Walter Ricardo Quinteros

TE LLAMARÁS MARION

Yo viví en una antigua casa de estilo colonial, cuyos moradores modificaron para convertirla en un prestigioso negocio de antigüedades y rarezas donde la mercadería se expuso abarrotada en mesas y estantes sin clasificar.
Durante el día, y para  dar lugar al recorrido constante de curiosos clientes y turistas, que entraban y salían, se ocupaba  la vereda angosta y concurrida, de una calle con adoquines centenarios.
En la esquina, mientras el semáforo lo permitía, una pareja de malabaristas mostraba sus destrezas a los conductores de los autos; al frente, un músico vestido de Mozart tocaba su flauta dulce  y en la plazoleta, completando éste pintoresco lugar, una pareja salpicada por la nostalgia, desplegaba su sensualidad, bailando un tango.
Pero volvamos a mi hábitat.  El anticuario, el dueño de la casa,  me había asignado un espacio reducido, casi insignificante, si lo comparaba  con el que ocupaban los otros personajes que me rodeaban.
Claro, ellos alguna vez habían frecuentado una  parte de la alta sociedad, por eso la preferencia, su orgullo, su mirada altiva…
Una tarde, en la que estaba muy entretenido contando a las personas que usaban sombrero, entró alguien medio escandaloso por su manera de vestir, pero tenía la bonhomía que tienen las personas llenas de cicatrices, y la mirada de las personas que están bajo una tenue llovizna.
 Me gustó, la verdad que me gustó. El aire bohemio que lo envolvía me trajo remembranzas, hasta  diría que nos elegimos, porque vino directamente hacia mí,  entonces sentí el calor de sus grandes manos, y escuché su voz susurrante diciéndome al oído: “Te llamarás Marion”.
(Nunca se dio cuenta de que yo lo miraba, nunca vio el saludo cómplice que nos hicimos con el vendedor)
Mi nuevo hogar consistía en un frío y oscuro departamento que ni balcón tenía.
Mis compañeros, además de Tentempié, así le decían los del barrio, fueron Escapulípides, un hermoso gato peludo blanco, y Vozarrón, que más que loro, parecía un diccionario andante.
Tentempié, que el mismo día que lo conocí, tenía un estado deplorable, ese viernes, comparándolo,  amaneció peor,  en una queja constante, y repetía sin cesar que todo le daba vueltas. Todo, desde los sesos hasta los recuerdos, desde los ojos, hasta lo que no quería ver.
Por eso cuando lo vi tirado en la cama, hecho una piltrafa total, decidí decirle “hola”. Sí, le dirigí la palabra aunque no creí que me entendiera. Sin embargo me sorprendió, porque me miró con cara interrogante. Entonces volví a decirle “hola”. Ésta vez su cara interrogante cambió por una de asombro, y, en el mientras tanto de querer levantarse, balbuceó frases inentendibles, revoleó almohadas, tiró el velador, se cayó al piso el control remoto de la televisión, y, el celular que estaba sobre la mesita de luz, terminó al lado mío. Es decir, a tres pasos de él. (sus pasos eran largos, porque él era flaco y desgarbado)
Pero luego el confundido fui yo. Luego de unos instantes, calculé que por su borrachera, él entendía que le hablaba su padre, porque balbuceaba, “si papá, sí papá”. Hasta unos lagrimones le vi…y así volvió a quedarse dormido.
Al día siguiente, al levantarse, y ya sin rastros de alcohol, se paró justo al lado mío y me dijo: “juro no probar jamás una copa de vino”, y sin esperar que le contestara, dio un portazo y se fue. Se fue, pero al rato volvió. Y volvió a pararse al lado mío y me preguntó: ¿Es cierto o solo eres parte de mis pesadillas?
Me quedé mudo, pero él tampoco esperó que le contestara. Me tomó por el brazo, caminamos muchas cuadras y se detuvo al lado de un cafecito de la peatonal. Allí, bajo la pérgola,  comenzamos a entendernos, él cantaba, yo bailaba,  él me animaba y yo saltaba. En unos minutos la gente, aún las de paso apurado se detuvo a contemplar nuestro espectáculo espontáneo y nos vivaron y nos aplaudieron…
Algunas monedas cayeron en su gorra.
A partir de ese momento se produjo un vínculo increíble, porque nos conocimos, nos escuchamos, nos comprendimos. Tanto que nos hicimos amigos inseparables, tanto que desde el lugar que me toca vivir, apenas me doy cuenta que soy simplemente, una pequeña marioneta.








Al. Ibarguren.
aliciauv@yahoo.com.ar
copyright 2014
Imagen: José Luis García Montalvo

viernes, 21 de febrero de 2014

HAI LA SA

Canción de los pescadores de la India





Intérprete: LAYA PROYECT
Tema: Hai Sa La
Gentileza YouTube
Earth Sync Records

DESPUÉS DE LOS SUEÑOS SERENOS Y TRISTES

   
                                                                                I
    Papel y lápiz -dicen que pedía a cada momento-, quiero trabajar para que mi pueblo recupere los sueños serenos y tristes  de nuestros abuelos Peremerimbinos. Dicen que decía y que que se sentaba a escribir donde sea, a la hora que sea hasta quedarse dormido, y que cada vez que soñaba, al despertar tapaba uno de los frascos de medicina que estaban en las mesas de luz para que el sueño quede atrapado.
    Teófilo Cabanillas había nacido en Pueblo Saucedo, cuando todavía no se hablaba de trenes ni de industrializaciones regionales. Eran los tiempos en que las viudas tomaban los fusiles de sus hombres muertos y luchaban por la independencia de Peremerimbé. Su padre, el teniente Temístocles Cabanillas fue abatido en la batalla de Las Playas. Su madre, doña Julie Smith, hija de misioneros gringos, fue la costurera de cientos y cientos de uniformes destinados a ser perforados por la metrallas.  En los tiempos de la precaria paz, podía ver algunas pequeñas empresas que subían a los montes en busca de minerales para la fabricación de armas y municiones, y que traían consigo algunas máquinas asombrosas que perforaban las rocas y tenían hombres sudorosos y ambiciosos que tomaban mucho alcohol. 
Todo esto se hacía con las correspondientes autorizaciones del comandante Don Juan Penerguido, ilustre gobernador de Peremerimbé, Región que nacía en las montañas nevadas, que pasaba por las sierras del Indio muerto y desembocaba en los valles que llegaban al mar, tierra fértil como esa no se podía encontrar, decían los manuales escolares que estudiaba en la escuela. 
    Dicen que Teo, era el niño que les acercaba pan para venderles y que se entusiasmaba con las aventuras que aquellos mineros le contaban en algún momento de descanso. Dicen que estudiaba las semillas de las legumbres y hortalizas y que aprendió las distintas razas del ganado que pastaban. Dicen que fue creciendo entre libros y que cuando fue citado a la milicia, abordó un barco de otra bandera y sustrajo con sus compañeros, todos los elementos de meteorología modernos y que por eso el Comandante lo mandó a estudiar y fue el primer director del Establecimiento  Meteorológico Peremerimbiano.
    Dicen todos que Teófilo Cabanillas, nunca se quedó quieto y que eso de andar averiguando cosas que se le ocurrían a Dios y a la naturaleza por aquellos días, lo aburría. Entonces con papel y lápiz en la mano, cambió las planillas de informes diarios de los pluviómetros y otros artilugios atmosféricos para dedicarse a relatar la historia de su tierra y fascinar al pueblo con cuentos sobre aquellas máquinas asombrosas que empezaban a reemplazar al hombre y a los animales.

    Por decreto del comandante, fue tomado como empleado jerárquico de la primera editorial Peremerimbiana llamada "La Patria Justa."
    Este resumen que transcribo a continuación, son recortes obtenidos de los desaparecidos medios de comunicación de aquella época. Los títulos empleados en sus notas eran algo así:
“La última cena del Comandante Penerguido, consistió en dos chorizos hervidos en salsa de tomate, con cebollas, dos dientes de ajo y pimientos." 
    Mezcló todo con los porotos y se tomó dos grandes tazas de café. Esa tarde había cruzado la plaza que lleva su nombre, desde la Iglesia Nuestra Señora de Los Navegantes, donde habló con el cura párroco Arnulfo Sepúlveda y de allí hasta la oficina del correo,  donde envió la carta al gobierno central, aceptando las coparticipaciones de impuestos, la libre navegación por los ríos, Imbuté, Galpo y Naranjillos y el tránsito por los caminos barrosos y hediondos de su rica y fuertemente custodiada región. 
    Me afirmaba Eduviges una de sus cuatro mujeres, que el comandante ya estaba cansado de tantos conflictos territoriales por culpa de la riqueza de su tierra. Carlota, en cambio, quería la total independencia de la tierra que va desde la gran sierra del Indio muerto Mapuyo, hasta la cuenca del Imbuté. Ella, Carlota, había quedado viuda dos veces antes de ser la dueña de la cama del comandante todos los fines de semana, y que por ende, se convertía en su mujer favorita.
    El relato sigue diciendo que: 
Las otras dos señoras, guardaban luto y un apagado silencio, el silencio que guardan las combatientes enamoradas.
    Esta parte del relato es muy interesante. 
Al funeral del comandante no faltó nadie. Ni siquiera sus acérrimos enemigos políticos, ni los torpes funcionarios del gobierno central que tropezaron con el hombre más hábil, que hayan encontrado. Algunos querían certificar con sus ojos que la gran noticia era cierta. Otros, pensaban en la modificación inmediata de las leyes para adueñarse de la aduana del puerto de Peremerimbé y hasta erradicar las malas costumbres. La guardia personal del comandante, diseñó un estratégico candado que controlaba todo movimiento de los visitantes. Incluso la custodia del Presidente fue relevada y los otros miembros del Gobierno debieron contentarse con formar parte en la larga fila de ciudadanos comunes, que lloraban casi desconsoladamente ante lo incierto de su porvenir.
    La consigna a victorear por la muchedumbre era ¡La tierra es nuestra! ¡La tierra es nuestra!
Los puños se crispaban y elevaban al cielo y se volvían mansas manos que hacían la señal de la Cruz, al pasar al lado del inmenso féretro.
    Señala el cronista que:
Asombrado, el Gabinete Nacional, pergeñaba en silencio cómo sería el trato ante tanta multitud, fuertemente armada y leal al pensamiento del viejo guerrero, y que seguramente de ahora en más ya no considerarían a doña Carlota como una enemiga. Habían encontrado en fugaces reuniones que a ella le gustaba más el dinero que la bandera tricolor de su tierra. 
    Y un detalle importante que no figura en ningún capítulo de nuestra rica historia. 
"Las escaramuzas propiciadas por la Guardia Nacional para invadir, fueron ferozmente aplacadas por el organizado ejército Peremerembino, que expuso los cuerpos de los enemigos colgados de los árboles, a lo largo de la línea de divisa."  Afirma que nadie durmió en aquellas noches de velorio y que las cuatro viudas permanecieron de pié al lado del cajón lustroso. Que estando ellas, juntas al féretro, no aceptaron las condolencias del Presidente don Arturo Benavente, ni de ninguno de sus séquitos de Ministros encartonados, que según cuenta después, ellos se retiraron en el barco de la madrugada atacados de un fuerte dolor en el hígado. y en estado nauseoso.
    Más adelante hace referencia a un personaje llamado “el pequeño Didú.”
Dice que estuvo siempre a su lado, que le alcanzaba las mejores noticias que él luego redactaba y que ese niño enano de unos siete u ocho años andaba sonriendo y corriendo entre el gentío, mientras él, aprovechaba para ir hasta el telégrafo. 
Fue la única fuente directa de información, no dejaron entrar a ningún otro periodista. Algunos atribuyeron su suerte, al favoritismo que tenía por la causa. Señala que ya se habían marchado todas las autoridades vecinas a la región, cuando se dispuso el entierro del comandante por el Notario del Pueblo rebelde. Dice que se necesitaron doce soldados para levantar el cajón, colocarlo sobre el digno carro fúnebre y este necesitó de cuatro bueyes fuertes para que lo llevaran hacia el Campo Santo de los Guerreros.  
    Casi poéticamente define aquel momento. 
“A pesar del llanto de miles y miles de hombres y mujeres, todos combatientes y trabajadores de la tierra y manufacturas, se podía percibir el lamento del hierro de las ruedas sobre los adoquines, y cada pisada de los bueyes en su lastimoso andar, como un lejano eco que solo nos dejará una serena melancolía, difícil de olvidar.”
    En otra de sus notas titula: 
"Alcira, una de sus cuatro mujeres convivientes, me dijo que lo vio morir."
Ella me dijo mientras le pasaba jabón blanco a las ollas, que el comandante se levantó, como todos los días, a eso de las cuatro de la mañana, que ella ya le estaba preparando su desayuno con café, un poco de leche, dos bifes de hígado acebollado y una sopa, por si se quedaba con hambre, para que unte el pan. Cuenta que ella se secaba las manos con el delantal mientras le señalaba el recorrido que hizo el comandante después del desayuno, rumbo al patio. 
Salió por aquí -me dijo señalándome la puerta del fondo-,  se acercó a la higuera y la orinó. Mientras se acomodaba el pantalón eructaba y siguió caminando hasta la puerta del gallinero. La luna le iluminaba su larga cabellera blanca. Yo le dije que estaba fresco, que entrara, pero él siguió allí hasta que los gallos empezaran a cantar, entonces cayó. De repente cayó. 
Cayó de espaldas. Fue un golpe seco, toda su humanidad cayó contra las bostas de las gallinas.
    Agrega que su nuevo amigo el pequeño niño enano llamado Didú, le había contado que él estaba durmiendo bajo el carillón de la Iglesia porque el padre Arnulfo Sepúlveda le había dado permiso y que se despertó con el movimiento de las campanas. Dice que le dijo que parecía un lejano temblor de tierra. Algunas personas más le contaron que el soplido del impacto arrastró el polvo de la tierra, abrió algunas puertas, sacudió ventanas, se cayeron hojas, se despertaron pájaros, aturdieron oídos, movían cortinas, desperezaron amantes, hicieron ladrar a perros guardianes, y sonaron las alarmas de combate. Y luego el silencio.

¿Mi señor, mi señor, está usted bien? -Me dijo la señora Alcira que lo llamaba, toda temerosa y llorando antes que las otras llegaran-.
    Finalmente el joven periodista Teófilo Cabanillas, cierra el artículo con un recuerdo del Comandante Penerguido en una de sus conversaciones con él.
Yo recuerdo una frase del comandante Don Juan Penerguido, Caudillo jefe de la región de Peremerimbé, que anoté en mi libreta viajera. "Aunque suene a espanto, todo se va muriendo, anote jovencito, todo se está muriendo.”

    Dicen que Cabanillas nunca contrajo matrimonio, pues afirmaba que las mujeres volaban, "Las mujeres levantan vuelo en cualquier momento, sin importarles el estado del tiempo, ni del cuerpo, ni del alma. Yo las he visto volar en Peremerimbé."
   Dicen que en ciertas ocasiones  asistía a parturientas cuando el médico peregrino no estaba en el día ni en la hora indicada del acontecimiento. 
- Era más bien de estatura baja, de casi un metro sesenta y cinco centímetros de altura, de piel trigueña, y con varios kilos de más de acuerdo con los índices deseables, y que al momento de morir ya estaba totalmente calvo - señala una foto borrosa de Teófilo Cabanillas el señor  Santos Poussin-.
Sus ideales lo llevaron a la tumba -dice Hipólito Huaman, mientras apagaba con la suela de sus zapatos, la colilla del cigarrillo-.
     Dicen que era temeroso de Dios y sus designios y que usaba ropa clara para llegar uniformado al cielo.

                                                                           
                                                                                II

"Que pongan un arma en mis manos, que la pongan ahora mismo” habría ordenado el Caudillo de la Sierra del Indio Muerto, Don Teófilo Cabanillas, que era periodista, escritor, historiador y hasta médico no recibido de parturientas que atendía con una dedicación y esmero ejemplar vea usted, señor periodista, y resulta ser que un exaltado que huía despavorido por allí le alcanzó un Marling cuarenta y cuatro y medio –contaba Santos Poussin, hijo de Europeos que estaba instalado en la mesa del bar de don Escolástico Funes, bebiendo y hablando sin parar, como beben los hombres que alguna vez estuvieron en la región de los Peremerimbinos-. Sepa usted que cuando me hice de los recortes de esta historia que le voy a contar yo tendría entre trece o catorce años y que mi padre era el proveedor de insumos para la edición semanal de un periódico llamado “Crónicas Peremerimbianas” que el Gobierno Conservador de aquellas épocas mando a destruir. Quemaron todo, y hasta a las mismas cenizas les volvieron a prender fuego. Pero antes que la memoria me juegue algunas de las malas y me deje corriendo atrás del carro, le voy a relatar, aunque no se muy bien en qué grado de veracidad, usted recibirá este comentario. Pero sin más documentos que mi memoria, sin más artilugios que la verdad del recuerdo, y con otra copa de pisco fuerte, le cuento todito, mi estimado amigo periodista -algunos comensales curiosos se arrimaron a la mesa-.

- Decía mi padre cuando llegaba a casa y después de lavarse las manos en el lavatorio de la galería, que Cabanillas había sido un buen hombre, que se lo veía tranquilo con su traje de color blanco tiza y un moño austeramente negro en el cuello de la camisa, que se lo veía, caminar de aquí para allá, porque la tecnología avanzaba y que cada vez había más periódicos afines al gobierno y que ninguno relataba las viejas historias de la ciudad de Peremerimbé, que yacía bajo el agua del enorme dique que atrapó sin misericordia al río Imbuté. Ya no había próceres, ni poetas, trataban de borrar todo vestigio de aquel pueblo heroico, quitándolo de la memoria de los últimos sobrevivientes, como si nunca hubiese existido. Hasta que un día, Teófilo Cabanillas explotó en una furia incontenible. Decía mi padre que decían que fue cuando se asomó a ver la espuma de uno de los dos vertederos para las usinas eléctricas y que vieron en el agua flotar un féretro que había emergido y que uno de los allí presentes gritó exasperado ¡Cielo Santo, Cielo Santo es el cajón del abuelo Juan Bautista! Y que el pobre desgraciado se arrojó a las aguas vestido con uniforme de ferroviario y que murió ahogado y destrozado por el caudal, solamente por tratar de recuperar el cajón. Los diarios que estaban apareciendo, destacaron que se trató de un suicidio de un loco que veía visiones como todo Peremerimbino.

- Ser, o tener los ideales que tenía esa gente, lo señalaba como a un revolucionario, un contrabandista, una persona deshonesta, ilegal y hasta hijo de mala madre, señor -señaló un tercero, desde otra silla en la mesa cercana a la puerta y levantándose se arrimó a nosotros-. 
- Mi nombre es Ernesto Serna, soy un granjero nacido en las cercanías de Naranjillos pero aquí todos me conocen por “el Chungo Serna” y quiero agregar que dicen que, sencillamente hablaban de que aquella gente sufría el síndrome del desarraigo o algo parecido y que por ello alucinaban, pero mi abuelo nos contaba que efectivamente vieron salir a flote varios féretros, del lago Imbuté. No tuvieron piedad ni con los muertos.
- Eso también contaba, mi padre –Agregaba Poussin-. Y eso hizo que Teófilo Cabanillas, alzara primero su voz en algunas de las plazas, pidiendo la reivindicación del pensamiento y todos los derechos de los descendientes Peremerimbinos. Luego intentó abrir nuevamente algo parecido al “Crónicas Peremerimbianas” y que finalmente, con el odio metido en la sangre, se le acercaron varios idealistas, delincuentes, gente que no tenía nada qué hacer y se fueron sumando a lo que se llamó “A Turma sem bandeiras.” Un nombre que les puso Marcela da Silva, una de las mujeres de los Fontana, que era de piel bien oscura y que finalmente se volvió a su tierra porque quería aprender a pilotear aviones para repartir periódicos desde el aire, por toda esta Sudamérica. Cosas que se les ocurrían a algunas mujeres, que querían volar. 
- Contaban además que los tipos se fueron armando lentamente y como en lo que dura un bostezo, aparecieron los delitos. Muy pero muy lejos del pensamiento de Don Teófilo.
    Hubo un brazo armado, donde andaban metidos los hermanos Fontana, que desvirtuó aquella lucha ejemplar del uso de la palabra como fundamento que exponía Cabanillas. Siempre aferrado a la historia. Y fue allí, en Naranjillos donde se hicieron fuertes. 
- Naranjillos era un caserío que albergó a los Peremerimbinos caídos en desgracia. Pero ya no figura ni en los mapas escolares.
- Dicen que la gente los quería, porque algunos repartían algo de lo que robaban por aquí y por la capital, y que el gobierno mandó al Ejército porque ya era insostenible esa avalancha de secuestradores, asesinos y delincuentes escondidos bajo los ideales justos y muy bien fundamentados del reconocimiento al pueblo originario Peremerimbino. 
- De sus logros como comunidad, de su enseñanza, de sus labores. Pero parece que los tipos se fueron volviendo locos.
- Yo diría, que algunos se fueron enriqueciendo aprovechando la flaqueza intelectual de sus “camaradas” –agrega Moncho Páez, pidiendo permiso para intervenir y continuó así-. Dicen que había de todo. Fíjese el caso de la Cachita, este es un hecho que muy pocos saben pues sistemáticamente se fue eliminando todo vestigio documental. Pero La Cachita, era una mujer que tenía dos o tres hijos de distintos padres y que dicen que estaba instalada en la casa de citas de las mujeres solidarias de Naranjillos, llamada la casa de citas “Rosa Blanca”. 
-Que dicen que dicen, permiso amigo, no se trataba únicamente de putas –acota en un tono de voz grave, Santos Poussin-.
- Así es, cualquier dama que precisaba de dinero, se instalaba en un cuarto por un módico alquiler, decían eso, parece que primero Teófilo conoció a La Cachita en ése lugar, la sacó de esa casa a ella y a sus hijos, la ubicó en su pequeña casita cerca del embarcadero que había en Naranjillos y dicen que un día, cuando volvió de la Sierra, la encontró de nuevo en la Rosa Blanca, y con una fila de hombres pescadores olorosos esperándola, con el boleto del “pase” en la mano -sostenía Moncho Páez-.
- Así es, él había viajado a las poblaciones de la Sierra, donde había llevado manuales explicativos de lo que fue el Imperio Peremerimbino para ser repartido entre alumnos, y decían que en algunos establecimientos tuvieron que entregarlo por la fuerza, porque los docentes no querían saber nada con ellos, por orden del gobierno.
- La cuestión es que agarró sus cosas, y se instaló en la parte de atrás del “Crónicas”, Y largó a la Cachita al mundo desde donde ella venía, ya estaba cansado.
- La tal Cachita, en su vuelo, se quedó finalmente con todos los bienes del finado Cabanillas, y posiblemente haya estado juramentando amor a cada cliente que entraba.
- Dicen que ella murió con un cuchillo atravesado en la garganta, desnuda, en el invierno siguiente, igual que los otros guerrilleros Peremerimbinos, igual que la gitana que amenazó al pequeño Didú. 
- Y dicen que dos de los matadores de Cúter, hace veinte años, eran hijos de ella. Los pobres diablos murieron de muerte natural en prisión ¿usted cree?
- Recuerdo que contaba mi tío, con asombro que la casita de Cabanillas era un hermoso cuarto con cocina y baño y que tenía un amplio ventanal desde donde se divisaba el puente angosto que volaron los milicos,  justo atrás de la Imprenta y “oficina” de los rebeldes –dice el Chungo, que agrega-. Me contaban unos tíos, entre ellos mi padrino, señor periodista, que entre la furia de palabras que usaba Cabanillas en sus arengas, metió su “Oda a las putas.” Algo así como la letra de un tango, no sé si me entiende, oda a las putas, todo un cabrón don Teófilo Cabanillas, me lo imagino pues no me acuerdo bien de él, yo era muy chico, pero era algo así:

¡Oh glorioso pueblo Peremerimbino!
Dignos dueños de la tierra,
qué va desde el inmenso mar,
hasta las montañas nevadas del Indio Muerto.
Bravo Cacique Mapuyo.
Soberano aliado en las lides
de nuestro Comandante,
el bravo Coronel Don Juan Penerguido.
Ante ustedes pido.
¡La gloria en las batallas!
¡Y el coraje de las putas
En que he nacido!

    Algunos hombres presentes alrededor de la mesa parecían elaborar una sonrisa. Otros, bajaban la cabeza, como en señal de respeto.
- Hasta que de repente, un día fueron avisados que andaban unos tipos del Ejército dando vueltas por el monte, y salieron a enfrentarlos, dicen que decían y sin el conocimiento de don Teófilo Cabanillas, que de eso de combatir no entendía nada.
- Y dicen que fue uno de los Fontana el que mandó a emboscarlos y  liquidarlos.
- Gran error, se metieron con el brazo armado del Gobierno.
- Por culpa de eso, nuestros abuelos perdieron sus tierras.
- Allí nace el mito del tal sargento Tavares, “el llamado Cúter” que era un tipo más loco que estos locos y que a los tiros entró y liquidó a unos veinte, entre ellos algunos familiares nuestros, junto a su compañero, que era un tipo rubio que se llevó a la Teresa de los cabellos arrastrándola hasta el río, dijeron.
- La Teresa Paniagua era la enfermera que estaba de turno en la Unidad Auxiliadora Primaria, pues en el caserío no había ni hospital, ni curas ni policías adscriptos, según argumentaban los regionalistas y mucho menos íbamos a saber nosotros que solo éramos niños campesinos. Desconocíamos eso, totalmente.
- Nos contaban que se la llevaron para el río, después volaron el puente y nunca más nadie los vio. A ninguno. Si hubiesen dejado que vuelen el puente, no pasaba más nada, aseguraban. 
- Pero parece que los emboscaron y ellos reaccionaron así.
- Se le entendía poco a la Teresa, dicen, porque solo hablaba en Guaraní. Pero que escribía muy bien en Castellano, decían eso los testigos ¿verdad, señores?
Todos afirmaban moviendo la cabeza.
- Después se supo que el gringo rubio era un cabo primero llamado Guillermo Jensen. De acuerdo a las noticias, que decían que el Ejército los había dado por desaparecidos y muertos a los dos suboficiales y hasta negaban aquel enfrentamiento.
- Quedan muy pocas personas que hayan estado en esa parte de Naranjillos a la hora del tiroteo y de la masacre, ya son muy viejos, y de eso no prefieren hablar.
- Pero casi con certeza, todos recuerdan la mañana en que el poeta Cabanillas salió corriendo y se paró en medio de la calle escandalosa por el tiroteo y con el aire caliente por el tufo a pólvora y sangre, y que gritaba en pleno descontrol que le pongan un arma en sus manos, un arma que no sabía usar y que en el medio del fuego cruzado por el milico gringo y los llamados guerrilleros Peremerimbinos que estaban sorprendidos por la fiereza de esos dos militares malucos, que entraron a los tiros.
- Sucedió que en pocos segundos, según me contaron, vieron que de repente los dos quedaron frente a frente, midiéndose, Tavares, que iba derechito a buscarlo y Cabanillas que parecía no entender que estaba frente a la muerte misma. Sorprendido, como si hubiese visto un fantasma errante. A eso lo contaba mi padre. Que leyó las “Crónicas de los que quedamos.” Antes de la requisa y quema.
- Hay un relato de uno de los Fontana que lo debe tener doña Irene de De León, la viuda de Epifanio De León, que murió con un cúter en la garganta, seis años después, y que dice algo así como que Cabanillas levantó las manos y que el sargento, mesmo assim, le disparó sin piedad, ennobleciendo la actitud de uno y tirando a la mierda la del sargento del Ejército Nacional.
- Pero hay otro relato, el común que contaron quienes huyeron a salvar sus vidas y que, efectivamente, se ponen de acuerdo en que Cabanillas pedía un arma a los gritos, que decía que pongan un arma en sus manos, ¡ahora mismo carajo! dicen que gritaba y que le alcanzaron un rifle Marling.
- Con certeza no sabemos quién fue, y que cuando cargó un cartucho en la recámara se dio cuenta que tenía al sargento de frente, que el tipo tenía la cara pintada con barro y una pistola de uso reglamentario en su mano derecha y que le apuntaba pero que le dio tiempo al loco Cabanillas a que le apunte y le tire, y que Cabanillas, que estaba nervioso, erró el disparo y que lo último que entonces vio, seguramente, parece que fueron los dientes sonrientes del sargento, a través del barro en la cara, y que debe haber sentido el tufo maloliente de ese uniforme transpirado, orinado y manchado en sangre. 
- La bala le entró por el pecho a Cabanillas y dice por ahí mi tío uno de los que estaban escondidos, que el balazo lo tiró tres metros para atrás, lejos de su blanco sombrero que rodaba por la tierra de la calle.
- Hay quienes contaban que antes de morir, después de fallar su disparo contra el después famoso sargento Cúter, que don Teófilo Cabanillas de más o menos unos sesenta y pico de años, le pidió un segundo y definitivo tiro. Y que el sargento se agachó, sacó de su bota embarrada y llena de estiércol de las vacas un cuchillo fino, de los llamados cúter y que se lo clavó en la garganta. Como si nada.
- Todo eso en medio de un tiroteo, dicen que dijeron los que allí estuvieron y que ya nadie se acuerda quién lo dijo.
- Pero conste que todos nosotros, señor periodista, éramos muy chicos cuando todo aquello ocurrió, espero que comprenda.
- Disculpe usted, que no seamos tan precisos, pasaron cincuenta años de aquello. En un pueblo que no era el nuestro.
- Tal vez sea, porque como decía Cabanillas, ya estemos todos serenos y tristes.

                                                                                 
                                                                               III

    Yo estaba allí, tenía veintisiete años, lo recuerdo porque cumplí mis años un día antes de aquel tiroteo y con mi esposa y mis dos hijos, fuimos en la barcaza de los bananeros, los hermanos Virasolo, a pescar. Uno de ellos murió, creo que Agustín, aunque no tenía nada que ver con los de la turma de la Da Silva y del Macho Fonseca y don Cabanillas, simplemente se asomó por la ventana y el gringo le tiró. -Me decía el tío del Chungo Serna, don Servando. de setenta y ocho de edad-. Casi todos éramos parientes y vivíamos de las frutas y verduras que vendíamos al mercado. En aquella época era así, usted, sembraba, cosechaba y cargaba las barcazas, o los camiones que cruzaban el puente y tomaban el desvío para Naranjillos. Lo hacíamos por un buen precio. Les cargabamos todo lo que se podía y ellos se iban, a nosotros nos alcanzaba para vivir bien. Sabíamos distribuir las cosas, porque nuestros padres que venían de la zona de Peremerimbé, sabían trabajar así y así nos enseñaron. Decían que éramos locos. - Hace una pausa. cierra los ojos y pasa su mano por su cabeza calva. Mira por la ventana y me parece que la luz que le da en la cara, le da un aire de hombre santo. - Lo único que había era un negocio grande donde todos nos reuníamos en el salón para ver cine. El camión con las películas pasaba una vez al mes, estábamos bien.
    Mi sobrino "el Chungo" tendría unos diez o doce años, y algo debe haber visto porque protegimos a los niños tirándolos abajo de las camas, pero algunos no hacían caso. Murieron cuatro mujeres y quince hombres. Entre ellos Cabanillas, dos de los Fonseca, Céspedes, el que cantaba boleros, Vargas, que era mi cuñado y algunos más. Pero usted debe comprenderme, no me es fácil a esta edad. Cuando vino hace un tiempo atrás, otro periodista, que no recuerdo cómo se llama, un tal... Castro, creo, el escribió todo lo que le dije y me dio el papel para que lo guarde, no se llevó nada de lo que le dije, a menos que haya tenido una memoria prodigiosa, me dio la sensación de que se iba algo decepcionado conmigo. Es lo mismo que le conté a un juez que vino y anduvo por aquí. Pero no se preocupe que me lo se todo de memoria  -Giró la cabeza, dejó de mirar hacia afuera y me miró fijamente-. No se cuánto tiempo me queda de vida, pero quisiera morir sin sufrir el dolor de un balazo, y ver que mi sangre se esparce en la tierra. Como murieron ellos, esa mañana. Yo vi morir primero a uno de los Fonseca, a Fonseca el macho, que recibió un balazo en el vientre, se torció para adelante, abría los ojos bien grandes mientras caía de rodillas y miraba sus manos ensangrentadas, se quejaba del dolor y sus lamentos espantosos tapaban el sonido del vuelo de las aves, que asustadas, volaban desordenadas buscando lugares seguros. Así eran sus ayes, tapaban los ladridos de los perros, el escándalo de los puercos y de las gallinas, el ruido de los motores y las radios encendidas, y lo dejaron así, gritando mientras se desangraba y eso asustó a los otros que no tuvieron reflejos para ordenarse y el que se asomaba, moría porque el gringo tenía muy buena puntería, hacía ráfagas cortas con su ametralladora y después con un fusil y después con una pistola. Tenía más puntería que el sargento, que tiraba por más tiempo y rompía todo a balazos. Estaban parados uno al lado del otro, como que si algo les pasaba, morían juntos. Yo los vi. Eran el diablo en persona. Andaban juntos, y fueron a buscarlo a Cabanillas y Cabanillas salió pidiendo un arma, con su traje blanco y su sombrero de ala ancha en medio de la humareda de pólvora quemada y el griterío ensordecedor y allí se separaron los dos, cuando lo vieron a Cabanillas, el sargento tiro el arma vacía y saco una pistola Colt de su cartuchera y caminó hacia él. En cambio el gringo agarró a la enfermera de los pelos y la tiró a la calle y le pisaba la cabeza con sus botas llenas de barro y cargaba nuevamente el arma y seguía tirando. Y es ahí donde mata al segundo de los Fonseca, que había llegado hasta el techo de la estafeta de correos para apuntarles. También mata al perro de Juárez, que le ladraba insensible a los tiros y le destrozó el hocico. El perro tiritaba, se sacudía hasta que quedó quieto, cerca del macho Fonseca que se arrastraba por la calle gritando. Ese gringo era un loco de mierda.
    En cambio el otro, el que tenía la cara pintada con barro, y las insignias de sargento, parecía querer morir, no le importaba nada. Recuerdo que abrí la puerta gritando para que paren con eso, yo gritaba ¡basta, basta ya hombres! Yo gritaba por el llanto de mis niños y por la pobre enfermera que en cada soplido levantaba la tierra de la calle. Fue un acto suicida el mío. El gringo no me vio, pero el sargento si, entonces me apuntó y me tiró y la bala me debe haber pasado cerca. Me quedé paralizado levantando mis manos y entonces me dejó y se enfrentó con Cabanillas, Yo caí arrodillado y así me quedé, mirando todo.
    Claro que recuerdo quién le alcanzó el rifle a don Cabanillas, fue la loca de la Oscara Barragán, la Cachita. Ella le dijo algo que no entendí, no me acuerdo y se escapó por la callecita para el monte, con sus hijos. Ella no lo vio morir, yo si.
    Supimos los nombres de los milicos mucho tiempo después, en los comentarios ante el Juez y por las noticias que llegaron que decían que el Ejército Nacional los había dado por desaparecidos. Pero que quede claro que fue Cabanillas quien tiró primero. El sargento se reía y disparó el arma después, y el tiro le dió en el pecho, a Cabanillas que caminaba hacia atrás y cayó, hizo un intento por levantarse mientras el milico se le acercaba. Ahí es donde aparece el resto de los que murieron, esa pausa le dio tiempo al rubio para soltar a la Teresa Paniagua y volver a cargar el arma, no dejo a nadie en la calle. A mi parece que seguía sin verme yo me quedé tirado en el piso, boca abajo, pero ya no escuchaba nada, todo era como un sueño que transcurría lentamente. Los vidrios de las ventanas se despedazaban, las ramas se quebraban, el viento arremolinaba la tierra y el humo de la pólvora quemada y el matador de Cabanillas pasaba sonriendo como si nada ocurriera hasta las ventanas del salón comunal y de su morral sacó explosivos, encendió la mecha y se fueron. Exactamente por dónde entraron, se llevaron a la Teresa tirándola de los pelos. Solo en una cuadra hicieron eso. Yo me arrastré hasta la puerta de casa y la explosión me empujó hacia adentro, estuve por eso casi dos meses sordo. No estaban todos muertos, los heridos quedaron allí, muriéndose lentamente hasta que al otro día llegó el Ejército. Nosotros los abandonamos porque pensamos que ahora entrarían los otros soldados, Mi mujer, Herminia, nos sacó a los niños, y a mi, y nos llevó hacia el monte. El Puente estalló, casi al mismo tiempo.
    Yo creo que ni siquiera el finado Cabanillas vio el rostro de su matador. Cuando a mi me tiró vi a un tipo con la cara llena de barro, tenía un sombrero de lona que le daba sombra en la cara, daba miedo verlo. El otro era un gringo lampiño bien rubio. Con el tiempo se consiguieron algunas fotos de ellos. Todos reconocimos al gringo Jensen, que tenía los atributos de cabo primero del ejército, el otro era imposible.
    Quiero que sepa señor periodista, que nadie se la creyó, a esa cosa que anduvieron publicando por todos lados que habían desaparecido estos milicos y la Teresa en la explosión del puente. Ni que él famoso Cúter haya sido asesinado de treinta y seis balazos en Altos Moncadas. Aparte, durante veinte años después de lo de Naranjillos y veinte años después de lo de Altos Moncadas, siguen persiguiéndonos, siguen asesinándonos. 
    El gobierno nos fue reasignando lugares a los pocos que nos presentamos a recuperar nuestra tierra. A la semana no quedaba ni una casa en pié. Borraron Naranjillos de los mapas. Igual que a Peremerimbé. Ahora están sacando petróleo, donde mis padres y yo plantábamos zapallos.
    Teresita Paniagua era la enfermera que teníamos, una negra que hablaba en guaraní, cantaba en guaraní pero que escribía en castellano. vivía con sus padres por la misma calle pero más al fondo. Sus padres murieron de tristeza, ella era soltera y su sueño era vivir en la capital para estudiar medicina. Una negra jovencita, habrá tenido veinte años o menos quizás. Nadie se tomó el trabajo de contar algo sobre su vida, creo que la tomaron por traidora. Aunque yo conté lo contrario, decían que ella se fue con ellos y que debió resistirse. Yo dije que cómo podía resistirse una joven menuda y frágil con un loco que mató a veinte guerrilleros de la Turma sem bandeiras.
     Recuerdo a mi cuñado José Atilio Vargas, que empuñaba el fusil que le habían dado los Fonseca, estaba agazapado tirándole a los milicos desde adentro de su casa, cuando me vio tirado en el piso y el zonzo saltó la ventana y venía corriendo hacia donde yo estaba acostado. No se de dónde sacó un puñal el sargento y se lo tiró, se lo clavó en la espalda y cuando estaba el el suelo, su cuerpo era sacudido por otra ráfaga de ametralladora del gringo. Fue al que más tirotearon.
    Otra cosa que recuerdo fue cuando volvió la Marcela Da Silva, la que era amante o esposa de Javier Fonseca. Eran aquellos días en que andábamos con los papeles reclamando el pago de nuestra tierra. Yo la reconocí en la fila de la procuraduría, pero no la saludé. Pensaba que ella y los Fonseca habían armado a nuestros amigos para defender "la causa" que Teófilo Cabanillas se empeñaba en pelear desde sus papeles y lápices. Recuerdo que cuando ella llegó a la ventanilla la detuvieron, se la llevaron para adentro y nunca más supe de ella.
    Ya no tengo miedo, estamos en las manos de Dios. Herminia y yo estamos en las manos de Dios. La muerte me vio y pasó de largo, se fue por la calle del embarcadero llevándose diecinueve almas, a eso de las nueve de la mañana de un día domingo, en que había amanecido con un poco de viento, pero con una calma extrema, transparente, como anunciando algo. Una mañana serena y triste.


                                                                               IV

    Decía madama Leopoldina que cuando llegaba a su casa de citas el señor Teófilo Cabanillas, el lugar se llenaba de un aire "espeso de sabiduría y cultruroso" como cada uno de los músculos del señor de las letras, mientras suspiraba y volvía a sentarse a las anchas en su poltrona, para contar el dinero obtenido por aquel momento de amor fingido -me contaban ellas-.
    Leopoldina no sólo sabía tratar con amor y ternura a sus hombres, clientes y amigos. Era a la vez complaciente y sabía escucharlos, antes, durante y después del acto amoroso, ya que ellos se despachaban ante ella como en un confesionario, sumergidos en el medio de sus enormes y redondos pechos -afirmaban-. 
    Hombres venidos del lejano territorio de Peremerimbé, locos sedientos en reconquistar sus tierras por medio de la lucha armada y el uso de las palabras nostálgicas. Hombres abatidos por haber sido desterrados cruelmente por las decisiones del Gobierno. Hasta hombres Peremerimbinos traidores a la causa. Hombres Peremerimbinos porque si, y que navegaban en las aguas de los olvidos. Hombres Conservadores fieles al entonces presidente Benavídez. Hombres civiles y uniformados y en razón de tres o cuatro por noche, fueron los que lloraron, rieron, besaron, se babearon y se estremecieron en sus tetas totalmente exhaustos. Y solo ella conocía cómo se desahogaban en el impulso atroz que tenían por compartir sus sueños y sus secretos.
"Teófilo escribirá sobre la felicidad. Dirá este fin de semana en su artículo semanal que la felicidad es un mundo raro. Es tan loco y tan lindo mi Teo..." Dicen que decía.
"Corre Maruca, avisa a Benito Ponciano Márquez que fusilarán a todos los Barragán, me lo dijo el capitán Cepeda.." Dicen que así avisaba.
"Compren ahora los zapallos y calabazas de los Ponce Agudo, guarden sus semillas y siembren ustedes mismas en su casas, porque dice el viejo Serna que van a experimentar un producto químico que los hará mas rentable a partir del año que viene, en sociedad con los gringos Collman..." Dicen que alertaba.   
    La menor de los Barragán era la Oscara, conocida como La Cachita, que por toda ocurrencia se le presentó una buena tarde a la madama Leopoldina pidiéndole trabajo porque cuentan que le dijo que los locos de sus hermanos se habían metido en eso de la política siguiendo a un tal Teófilo Cabanillas, al Macho Fonseca, Céspedes, Vargas  y la Turma sem Bandeiras de la loca Marcela Da Silva y que le dijo que ella sola no podía con todos los quehaceres de una casa, que había mandado a sus hijos a que aprendan el arte de robar sin que nadie se de cuenta y que venía a esta casa la llamada "Rosa Blanca" por dos motivos.
    Cuentan que las dos estaban sentadas frente a frente y que la madama Leopoldina mandó a la putilín Martinica a que trajera algo fuerte para tomar diciéndole uno pa' mí y otrito pa`ella y que las dos se miraban sin pronunciar palabra alguna hasta que llegaron las copas en una fina bandeja de plata con una rosa tallada al centro, y que las dos se las tomaron de un trago en un mismo movimiento de manos y de brazos, y que las dos dejaron la copa vacía al mismo tiempo sobre la bandeja. Laura fue la que esta vez retiró las copas vacías y sin que la madama se lo pida las dejó solas y corrió las amplias cortinas para cerrar la sala y con una clara seña llamo a las demás a espiar y escuchar atrás de las telas coloridas y gruesas que supo dejar un mercader árabe, a cambio de llevarse a Purita Ibáñez Nazca, niña de catorce años que hacía sus primeros pasos en eso de vender amor en finos retazos. 
    Coinciden todas en sus relatos que madama Leopoldina solo le dijo que  hablara de una vez y que La Cachita se puso de pie delante de la madama y que se fue desvistiendo mientras le decía que el primer motivo era demostrarle que ella le haría el amor a los hombres mejor que cualquiera de la putas permanentes y de las que se las daban de puta y le alquilaban piezas por necesidad. Y que el segundo motivo era llevarla a cualquier cama o ahí mismo si ella quería para que sepa que nunca nadie le acariciaría sus enormes pechos como ella.
    Fue así, que a partir de aquella tarde durmieron por un prolongado tiempo juntas y cuentan que el hombre que las separó definitivamente fue el escritor don Teófilo Cabanillas que un buen día decidió llevarse a La Cachita con él y educar a sus hijos ladronzuelos.
    Algunas adjudican a que por rencor, haya sido Leopoldina la que tenía al tanto al Ejército Nacional de los movimientos de la Turma sem Bandeiras y el Movimiento Peremerimbino, pues haciendo memoria recuerdan que una mañana al despertar dijo que le había dado a ése sargento lo que nunca a nadie le había dado. "Ya no queda nada de mi cuerpo para que rompan los gusanos... valió la pena" -dicen que dijo-.
    Aseguran que de a poco se fue volviendo loca la madama Leopoldina.
Dicen que colgó un cartel en la puerta de su habitación que hizo hacer por un fileteador argentino que acertó a pasar por este lugar en una lujosa moto y con las alforjas llenas de pinturas y pinceles que rezaba "Oficina de Soluciones Rápidas y Efectivas" y que empezó a atender de uno, de a dos y hasta de tres hombres por vez y que un buen día las llamó a todas a la hora del desayuno y que les dijo que no se olviden de usar mucho jabón antes y después de "eso" y que como toda dama, "nosotras debíamos higienizar también al señor cliente," recuerden -dicen que dijo- donde están las toallas y los papeles higiénicos y que cada mes, el doctor Denis Maturano tenía la obligación de los controles sanitarios de los genitales, de acuerdo a las leyes vigentes así establecidas por el gobierno central. Siempre recordaba eso, y nos leía algunas frases sueltas de libros que le supo regalar el ahora finado Teófilo Cabanillas, muerto por el sargento Cipriano Tavárez, conocido como "Cúter" en el combate de Pueblo Naranjillos. 
    La última frase que ella leyó antes de pegarse un tiro delante de todas nosotras, sus "lindas putitas o putilinas" como nos llamaba,  fue la de un filósofo romano llamado Tácito que decía; 
"Tiempos de rara felicidad, aquellos en los cuales se puede sentir lo que se desea y es lícito decirlo."
Ellas me contaron esto, en un tono sereno y triste.

                                                                                  FIN


Tiene derecho de autor
Copyright 2013
Capítulo correspondiente al libro "CÚTER"
Autor: José Antonio Ibarrechea
http://diceelwalter.blogspot.com
"PASEN Y VEAN"
diceelwalter@gmail.com
Walter Ricardo Quinteros