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viernes, 24 de abril de 2020

WALTER CAZENAVE: AGUA MÍA

“Desde que Ambrosio Castro, ‘el Asesino del Salado’, mató a tiros a tres hombres que accedieron al agua que consideraba suya, el lugar se conoce como ‘Aguada de los Difuntos’ ”


Diario La Capital, 1909




Aquí estoy, encepado, cagado a palos y dolorido. Sesenta leguas me trajeron los milicos montando un mancarrón, al paso, desmontando nomás para la necesidad y el campamento. Molidos tengo los huesos y la cara hinchada de unos sopapos cuando me agarraron…

Pero el agua es mía.

Allí, en medio del secadal está el pozo, mi pozo, que cavé a puro pico y pala en la certeza del agua dulce, que ahora seguirá fluyendo de los lloraderos del costado. Fueron muchos días, solito con mi alma, dándole a la pala y sacando tierra balde a balde, hasta la vez que sentí el frío en los pies descalzos y empezó a haber como un barrito, cada vez más chirle. Después el agua mía, todavía turbia pero con su promesa de claridad, dulzona en medio de la salazón de leguas a la redonda. Ahondé el pozo y brotó serena pero incontenible, cubriéndome los pies, los tobillos, las rodillas… reflejando la última claridad de la tarde que se iba fuera del pozo. La alumbraban esos reflejos. Yo la alumbré. Cuando la noche, con el estrellerío encima, afinando el oído sentía un canto de gotas, de chorrillos que le iban dando el nivel definitivo al jagüel. Al amanecer la luna alcanzó a reflejarse en el agua nueva; después, en el agua mía me espejé yo.

Armé una pelota y dejé que bebiera mi caballo hasta saciarse; como bebería después mi hacienda y mi gente, como bebería quien yo quisiera. Porque esta agua es mía.

No iría una semana desde que la alumbré cuando pasó lo temido. Tres eran, y un muchacho. Por el rumbo, llegaban de hacer la travesía y los animales -también traían unos perros- debían haber venteado mi agua, fresca de la mañana. Escuché sus gritos alegres cuando divisaron el jagüel y desmontaron. Disimulado como estaba entre unos jumes, no me habían visto. El tiro fue fácil; estaba cerca y habían entrado al limpión alrededor del pozo. Los asesté y elegí; el primero lo recibió con asombro, quiso decir algo y cayó con los brazos abiertos; los otros dos se advirtieron enseguida y buscaron montar pero ahí estuvo la ventaja del winchester: la repetición me permitió dispararles dos tiros a cada uno antes que pudieran jinetear. Al muchacho, que ya había vuelto grupas, lo dejé ir, por su inocencia. A dos o tres perros que quedaron venteando la muerte también les di lo suyo. Quedaron todos cara al cielo en el limpión donde estaba el agua mía.

No vino nadie más. A la oración arrejunté los cuerpos para darles tierra al día siguiente o tirarlos al río. Lejos, porque no quiero pudriciones ni hedores cerca del jagüel. Fue al volver a las casas que me tomaron los milicos, que estaban emboscados y no advertí ni en el llanto de la mujer, de puro confiado, nomás. Después codo con codo a Santa Isabel, y este viaje de sudor, cansancio y hambre hasta un calabozo de la capital, adónde estoy ahora. Esta cárcel maloliente y oscura, donde los doctores que me dicen “el loco del Salado”, me revisan cuerpo y seso y me registra un escribiente, que medio se impresiona cuando le cuento los detalles de cómo defendí el agua mía.



Walter Cazenave

Walter Héctor Cazenave

Nace en General Pico, La Pampa, el 2 de Diciembre de 1942. Allí se gradúa de maestro. De su labor narrativa se destacan Tres estampas de Guarín (1963), por el que recibe una mención en la Fiesta del Trigo de Eduardo Castex, La Pampa. En este evento recibe también mención por ¿De los de antes? (1965). La editorial porteña Omeba lo reconoce por Chicos del monte (1968). Además la Comisión Municipal de Cultura de Santa Rosa selecciona entre su obra La foto, Velita y El perdonador para integrar el volumen Nueve cuentistas pampeanos contemporáneos (1972). También se desempeña como profesor de Historia y Geografía. Algunas de sus obras: Victorica en su 90 aniversario; Álbum del centenario. Victorica 1882-1982; Ferrocarriles en La Pampa; Campo pampeano y Crónicas ranquelinas, estas tres últimas en colaboración. Actualmente reside en Santa Rosa y es editor de Caldenia, suplemento cultural del diario La Arena.
Fuente: Asquini, N. Sapegno, M. - tumacondo.wordpress.com - Foto: maracodigital

AMAHI MORI: DIBUJOS

Amahi Mori es una artista japonesa que trabaja exclusivamente con lápiz, acuarelas y papel para crear cuadros con un relato feminista donde rinde homenaje a la mujer y a la naturaleza. 


Nacida en la prefectura de Saitama que se encuentra en la isla de Honshū, Japón, estudió y se graduó en las universidades de Kyushu Sangyo en el 2011 y en la School of Art Zokei University en 2012, y es a partir de entonces cuando realiza diversas exposiciones y exhibiciones principalmente en Tokio que es donde reside en la actualidad.


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©Amahi Mori
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©Amahi Mori
Ya comentaba hace poco en nuestro blog hermano Cóctel Demente mi fascinación particular por el dibujo a lápiz y grafito cuando compartimos el arte de Harry Michalakeas. Hoy volvemos a reclamar el reconocimiento a esta noble técnica que, si bien es la base en la mayoría de las obras artísticas que compartimos ya sean tradicionales o digitales, es una técnica que siempre ha estado considerada como el hermano pequeño del grueso de las artes, un puesto tal vez algo injusto y que no se corresponde con el sentimiento y la capacidad de expresión que genera.

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©Amahi Mori
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©Amahi Mori
El trabajo de Amahi Mori, como ya hemos comentado, se centra en dos puntos claves: la belleza femenina y la naturaleza. La primera se basa sobre todo en el la expresión corporal, ya que aunque podemos ver el rostro de muchos de sus personajes de forma parcial o recubiertos por flores y mariposas, Amahi centra sus dibujos en el cuerpo, en el movimiento y la forma, así como en las manos, posiblemente una de las partes más difíciles de dibujar. Por otro lado la naturaleza está presente tanto de forma individual en flores, troncos de árbol y mariposas, como acompañando sus personajes femeninos. Amahi cuenta que eligió el lápiz para poder expresar la suavidad de la piel humana.
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©Amahi Mori
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©Amahi Mori
Sensualidad y sensibilidad van implícitas en sus dibujos, Los cuerpos se muestran desnudos excepto por la presencia de los elementos de la naturaleza que ya hemos citado, excluyendo totalmente la presencia de elementos artificiales. Amahiutiliza en exclusiva el blanco y negro y una gran variedad de escalas de grises con diferentes opacidades, quiere que el espectador sienta los colores a través de dichas variedades de tonos grises conseguidos con el lápiz y algunas acuarelas, la brillantez de la piel, las luces y las sombras de las flores y la variedad de colores en dichas escalas de grises. Luz y sombras se convierten así en el hilo conductor de su obra.
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©Amahi Mori
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©Amahi Mori
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©Amahi Mori
En cuanto a la técnica sus dibujos hiperrealistas con toques surrealistas son casi perfectos, con un gran nivel de detalle y una excelente combinación de poses que imprimen vida y movimiento a sus personajes femeninos. Talento y belleza a partes iguales dan como resultado una obra que inunda los sentidos, que comunica sentimientos y sensaciones diversas, ocupando todo el espacio sensorial. Amahinos envuelve con delicadeza en sus escalas de grises para dar color al conjunto sin necesidad de artificios.

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©Amahi Mori
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©Amahi Mori
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©Amahi Mori
El trabajo de Amahi Mori se puede seguir tanto en su web, como en su página de InstagramFacebook y Twitter

Amahi Mori
Fuente: www.enkil.org - uno de los nuestros, blog creado por Enkil, Barcelona.

MIGUEL BRAVO VADILLO: CUENTAS CLARAS

El jurado declaró al acusado culpable, y el juez lo condenó a morir en el toro mecánico. La madre del condenado, furiosa y doliente, dijo que aquello no era justo, que su hijo era un hombre bueno y temeroso de Dios, así que era indudable que el jurado había cometido un error y el juicio debía repetirse. El marido, por su parte, trataba de consolarla con buenas palabras. Pero ella le dijo que cómo se atrevía a pedirle calma en un momento así, y que si para eso traían hijos a este mundo. Nadie tiene derecho a quitar la vida a nadie, continuó diciendo; ni siquiera un juez, por mucho que sepa de leyes. También dijo que no podía creer que él pensara que su hijo fuese culpable de ningún crimen, y añadió que estaba segura de que él sabía, tan bien como ella que lo había parido, que su hijo era inocente. El marido le dijo que sí, que él creía en la inocencia de su hijo, pero no en la de ellos, que eran sus padres. Fueron ellos, y no el juez, quienes al darle la vida lo condenaron a su vez a muerte; porque solo quien nace puede morir. La mujer dijo entonces que ya estaba harta, y más que harta, de él y de todas sus tonterías. Le dijo, además, que ella no había condenado a su hijo a nada, pero que a él le daba igual lo que pudiera pasarle porque nunca lo quiso lo suficiente. Ella sabía muy bien que nunca lo quiso, insistió. Y el marido dijo que él quería a su hijo tanto como ella o incluso más aún; pero que hubiesen hecho mejor en no tenerlo, y que fue ella y solo ella quien se empeñó en ser madre. Y añadió que las mujeres solo pensaban en parir y llenar el mundo de hijos que luego solo habrán de servir para darles disgustos, pero que eso es algo que no les importaba; porque, en el fondo, a las mujeres les encanta sufrir por las personas a las que quieren. Pero que ya que quiso parir, continuó diciendo, haría mejor ahora en dedicarse a sufrir en silencio. Y ella dijo que su hijo le había dado muchas alegrías en esta vida, pero que él, su marido, siempre había tenido celos de él y que por eso nunca lo quiso, porque no soportaba que le prestara más atención a su hijo que a él mismo. Entonces él dijo que si solo iba a decir tonterías por el estilo haría mejor en callarse de una vez por todas. Y ella contestó que no le apetecía callarse, que tenía la boca para hablar si le daba la real gana. Entonces el marido dijo que de acuerdo, que si se ponía en ese plan él le diría toda la verdad, y nada más que la verdad, sobre aquel asunto. Y ella preguntó que cuál era, según él, la verdad sobre aquel asunto. Y él dijo que la verdad era que tener hijos es un acto de puro egoísmo. La gente cree que es al revés, continuó diciendo, pero se equivocan: el instinto materno no es un instinto generoso, sino egoísta; como todos los instintos. Y dijo también que las mujeres no pensaban en el bien de sus hijos cuando decidían ser madres, porque si lo hicieran no traerían hijos a este podrido mundo (eso dijo: «podrido mundo»); que solo pensaban en ellas mismas, en su propia felicidad y en satisfacer ese diabólico instinto suyo: el peor de los instintos, según su parecer, del mismo modo que procrear es el peor de los delitos. Y aclaró que ya Calderón dijo que el delito mayor del hombre es haber nacido, pero que había una cosa que Calderón no sabía, y era que el delito no puede cometerlo quien nace, porque a nadie se le pregunta si quiere nacer o no; sino que el delito, el verdadero delito, lo cometen los padres cuando traen hijos a este mundo corrupto y desalmado (eso dijo: «corrupto y desalmado»), porque ellos sí pudieron evitarlo y no lo hicieron. Son ellos, los padres, quienes cometen el crimen por el que, tarde o temprano, habrán de pagar sus hijos. Y terminó diciendo que su hijo pagaba ahora con su vida el crimen que ellos habían cometido al tenerlo; y también ellos mismos pagaban su falta con la muerte del hijo. Así que todo estaba pagado y más que pagado, por activa y por pasiva. Y ella, que llevaba un rato mirándolo con mucha seriedad y sin decir palabra, dijo al fin que el mayor delito que ella había cometido fue el de escogerlo para que fuese el padre de su hijo. Y ya no volvió a dirigirle la palabra nunca más durante el resto de su vida. Así que cada vez que él hablaba con ella, era como si hablara solo


Miguel Bravo Vadillo

(Badajoz, 1971) se prodiga en diversos campos de la escritura: poemas, cuentos, microrrelatos, reseñas cinematográficas y literarias… Algunos de sus poemas y cuentos han sido publicados en la colección El vuelo de la palabra, que edita el Ayuntamiento de Badajoz. (Narrativa Breve)
Foto: Red Mariposa

ZBIGNIEW HERBERT: INFORME DE LA CIUDAD SITIADA



Demasiado viejo para llevar las armas y luchar como los otros, fui designado como un favor para el mediocre papel de cronista registro -sin saber para quién- los acontecimientos del asedio debo ser exacto mas no sé cuándo comenzó la invasión hace doscientos años en diciembre septiembre(*) quizá ayer al amanecer todos padecen aquí del deterioro de la noción del tiempo nos quedó sólo el lugar el apego al lugar aún poseemos las ruinas de los templos los espectros de jardines y casas si perdemos nuestras ruinas nada nos quedará escribo tal como sé en el ritmo de semanas inconclusas
lunes: almacenes vacíos la rata ha devenido moneda corriente
martes: alcalde asesinado por agentes desconocidos
miércoles: conversaciones sobre el armisticio el enemigo confinó a los legados ignoramos dónde se encuentran esto es el lugar de su suplicio
jueves: tras una turbulenta asamblea se rechaza por mayoría de votos la propuesta de los comerciantes de especias de rendición incondicional
viernes: comienza la peste
sábado: se ha suicidado un desconocido inflexible defensor
domingo: no hay agua rechazamos un ataque en la puerta este llamada Puerta de la Alianza lo sé todo esto es monótono a nadie puede conmover, evito comentarios, a las emociones las mantengo a raya, escribo sobre hechos aparentemente sólo ellos son valorados en los mercados foráneos pero con cierto orgullo deseo informar al mundo que gracias a la guerra hemos criado una nueva variedad de niños a nuestros niños no les gustan los cuentos juegan a matar despiertos y dormidos sueñan con la sopa el pan los huesos exactamente como los perros y los gatos.

Al atardecer me gusta deambular por los confines de la Ciudad a lo largo de las fronteras de nuestra libertad incierta miro desde lo alto el hormigueo de los ejércitos sus luces escucho el tronar de los tambores los alaridos bárbaros en verdad es inconcebible que la Ciudad todavía se defienda el asedio continúa los enemigos deben ser reemplazados nada les une excepto el anhelo de nuestra destrucción godos tártaros suecos huestes del César regimientos de la Transfiguración del Señor quién los enumerará los colores de los estandartes cambian como el bosque en el horizonte desde el delicado amarillo de aves en primavera a través del verde del rojo hasta el negro invernal así al atardecer liberado de los hechos puedo pensar en asuntos antiguos lejanos por ejemplo en nuestros aliados de ultramar lo sé su compasión es sincera envían harinas sacos de ánimo grasa y buenos consejos ignoran incluso que nos traicionaron sus padres nuestros ex-aliados desde los tiempos de la segunda Apocalípsis sus hijos no tienen culpa merecen gratitud así que les estamos agradecidos no sufrieron un asedio largo como una eternidad a quienes alcanzó la desdicha están siempre solos los defensores del Dalai-Lama kurdos montañeses afganos ahora cuando escribo estas palabras los partidarios del pacto conquistaron cierta ventaja sobre la fracción de los intransigentes habituales las oscilaciones de ánimo los destinos aún se sopesan los cementerios crecen disminuye el número de los defensores pero la defensa perdura y perdurará hasta el final y si cae la Ciudad y uno solo sobrevive él portará consigo la Ciudad por los caminos del exilio él será la Ciudad miramos en el rostro del hambre el rostro del fuego el rostro de la muerte y el peor de todos -el rostro de la traición- y sólo nuestros sueños no fueron humillados


(*)La noche del 13 de Diciembre de 1981 fue decretado en todo el país el estado de guerra, el movimiento democrático «Solidaridad», el primer sindicato independiente en un país socialista, fue disuelto y declarados ilegales todos los acuerdos firmados entre el sindicato y el gobierno. A la declaración del estado de guerra siguió una represión generalizada. En Septiembre de 1939, por otra parte, dio comienzo, como es sabido, la segunda guerra mundial. (Xaverio Ballester)


Zbigniew Herbert 
Leópolis, Ucrania, 29 de octubre 1924 – Varsovia, 28 de julio 1998 Poeta y dramaturgo polaco cuya producción, moderna y humanista, lo sitúa entre los grandes de la literatura contemporánea polaca junto a sus compatriotas Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska. De profunda formación humanística, ejerció diversas actividades dentro y fuera de Polonia, pero se mantuvo apartado de la vida pública hasta 1953, momento a partir del cual se dedicó a la literatura en exclusiva.
Fuente: biografíasyvidas- Foto: biografiasyvidas 

VENTURA GARCÍA CALDERÓN: YACU - MAMA



En una choza amazónica, a orillas del sonoro Ucayali, rodeado de espesa vegetación, Jenaro Valdivián vio con sorpresa que las provisiones y las balas se acababan. ¿Cómo dejar solo a su hijo de siete años? Pensó en Yacu - Mama. Junto al río silbo largo rato. Un remolino pareció responderle, pero la querida boa no quiso moverse. Para consuelo y paz dióle al partir una vela y un cartucho de hormigas tostadas que son golosinas de los niños salvajes a su pequeño hijo diciéndole que no salga y que ya regresaba.

Ya lejos y al zanjar un árbol de caucho le pareció advertir que el tigre le estaba espiando en la espesura.

En canoa, río abajo, Jenaro pensó que era preferible no alejarse mucho.
El niño devoró las hormigas tostadas y la sed comenzaba atormentarle y sacudió la puerta enérgicamente. Quería salir al río a bañarse en el remanso de la orilla como los niños del país; pero Jenaro Valdivián había asegurado la cancela de cañas con la caparazón de una inmensa tortuga muerta.
El Hércules de siete años gritó en lenguaje conivo:
- “¡Yacu-Mama, Yacu - Mama!”
Poco a poco el cuerpo de la boa fue surgiendo en la orilla con un suave remolino de hojas.
El niño batió palmas y gritó alborozado cuando la espléndida bestia vino a su llamado retozando como un perro doméstico pues es en realidad el can y la criada de los niños salvajes.

De un coletazo la bestia ramponte disparó la concha de la puerta y entró meneándose con garbo de bailarina campa.
Jenarito gritó riendo: - “¡Upa!” Era preciso tener oídos de boa para percibir el tal estruendo el leve rasguño de unas garras.

El tigre de la selva entró de un salto, se agazapó batiéndose rabiosamente los ijares con la cola nerviosa. Como una madre bárbara, la boa preservó primero al niño derribándole delicadamente en un rincón polvoriento de la cabaña. Cuando, seis horas más tarde, volvió Jenaro Valdivián y comprendió de una mirada lo pasado, abrazó al chiquillo alborozadamente; pero en seguida, acariciando con la mano las fauces muertas de su boa familiar, de su riada bárbara murmuraba y gemía con la extraña ternura: “¡Yacu Mama, pobre Yacu - Mama!” 



Ventura García Calderón

Nació en París Francia en 1887. Fue hijo del presidente de la república Francisco García Calderón.
Desde muy pequeño escribía poesía. Estudio en el colegio los sagrados corazones (lima)
Estudio en las facultades de letras y ciencias políticas y derecho de la universidad nacional mayor de san marcos.
Desde muy joven empezó en la vida diplomática en París (Francia) y Londres (Inglaterra).
Fue presidente de la delegación peruana ante la sociedad de las naciones unidas.
Fue plenipotenciario en brasil y Bélgica.
En 1954, fue delegado permanente ante la UNESCO.
En 1954, fue candidato al premio Nóbel de literatura.
En 1959 falleció este notable escritor que embelleció las letras peruanas.
Fuente: es.diarioinca.com - cuentosdedoncoco.com - Foto: wikipedia.com


MÚSICA: BOB MARLEY


 "Waiting In Vain"



Subido pro: ElBabuSama
Artista
Bob Marley & The Wailers
Writers
Bob Marley
Con licencia cedida a YouTube por
UMG (en nombre de Island Records); AMRA, UMPI, LatinAutor, Kobalt Music Publishing y 11 sociedades de derechos musicales



"Three Little Birds"

Subido por: Bob Marley Tema
℗ An Island Records Release; ℗ 1977 UMG Recordings, Inc. Released on: 1977-01-03 Producer: Bob Marley & The Wailers Studio Personnel, Mixer, Associated Performer, Fender Bass, Guitar, Percussion: Aston Barrett Studio Personnel, Mixer: Chris Blackwell Studio Personnel, Mixer: Karl Pitterson Associated Performer, Vocals: Bob Marley Associated Performer, Drums, Percussion: Carlton Barrett Associated Performer, Keyboards, Percussion, Background Vocalist: Tyrone Downie Associated Performer, Percussion: Alvin "Seeco" Patterson Associated Performer, Guitar: Julian Marvin Associated Performer, Background Vocalist: I Threes Composer Lyricist: Bob Marley Auto-generated by YouTube.



Fuente: YouTube

domingo, 19 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (42, 43, 44 y 45)



42 El cuento del fakir
Es largo y difícil el camino del lugar en que me encontraron hasta Mulatos. Me acostaron en una hamaca colgada de dos largos palos. Dos hombres en cada extremo de cada uno de los palos me condujeron por un largo, estrecho y retorcido camino iluminado por las lámparas. Íbamos al aire libre, pero hacía tanto calor como en un cuarto cerrado, a causa de las lámparas. Los ocho hombres se turnaban cada media hora. Entonces me daban un poco de agua y pedacitos de galleta de soda. Yo hubiera querido saber hacia dónde me llevaban, qué pensaban hacer conmigo. Pero allí se hablaba de todo. Todo el mundo hablaba, menos yo. El inspector, que dirigía la multitud, no permitía que nadie se me acercara para hablarme. Se oían gritos, órdenes, comentarios a larga distancia. Cuando llegamos a la larga callecita de Mulatos la policía no dio abasto para contener la multitud. Eran como las ocho de la mañana. Mulatos es un caserío de pescadores, donde no hay oficina telegráfica. La población más cercana es San Juan de Urabá, a donde dos veces por semana llega una avioneta procedente de Montería. Cuando llegamos al caserío pensé que había llegado a alguna parte. Pensé que tendría noticias de mi familia. Pero en Mulatos estaba apenas a mitad del camino. Me instalaron en una casa y todo el pueblo hizo cola para verme. Yo me acordaba de un fakir que vi hace dos años en Bogotá, por cincuenta centavos. Era preciso hacer una larga cola de varias horas para ver al fakir. Uno avanzaba apenas medio metro cada cuarto de hora. Cuando se llegaba a la pieza en que estaba el fakir, metido en una urna de vidrio, ya no se deseaba ver a nadie. Se deseaba salir de eso cuanto antes para mover las piernas, para respirar aire puro. La única diferencia entre el fakir y yo era que el fakir estaba dentro de una urna de cristal. El fakir tenía nueve días sin comer. Yo tenía diez en el mar y uno acostado en una cama, en un dormitorio de Mulatos. Yo veía pasar rostros frente a mí. Rostros blancos y negros, en una fila interminable. El calor era terrible. Y yo me sentía entonces lo suficientemente repuesto como para tener un poco de sentido del humor y pensar que alguien pudiera estar en la puerta vendiendo entradas para ver al náufrago. En la misma hamaca en que me llevaron a Mulatos me llevaron a San Juan de Urabá. Pero la muchedumbre que me acompañaba se había multiplicado. No iban menos de 600 hombres. Iban, además, mujeres, niños y animales. Algunos hicieron el viaje en burro. Pero la generalidad lo hizo a pie. Fue un viaje de casi todo un día. Llevado por aquella multitud, por los 600 hombres que se turnaron a lo largo del camino, yo sentía que iba recobrando mis fuerzas paulatinamente. Creo que Mulatos quedó desocupado. Desde las primeras horas de la mañana el motor eléctrico estuvo funcionando y el receptor de radio invadiendo el caserío con su música. Aquello era como una feria. Y yo, el centro y la razón de la feria, seguía tumbado en la cama, mientras el pueblo entero desfilaba para conocerme. Fue esa misma multitud la que no se resignó a dejarme partir solo, sino que se fue a San Juan de Urabá, en una larga caravana que ocupaba todo el ancho de aquel camino tortuoso. Durante el viaje yo sentía hambre y sed. Los pedacitos de galleta de soda, los insignificantes sorbos de agua, me habían restablecido, pero al mismo tiempo me habían exaltado la sed y el hambre. La entrada a San Juan me hizo recordar las fiestas de los pueblos. Todos los habitantes de la pequeña y pintoresca población, barrida por los vientos del mar, salieron a mí encuentro. Ya se habían tomado medidas para evitar a los curiosos. La policía logró detener la multitud que se agolpaba en las calles para verme. Ese fue el final de mi viaje. El doctor Humberto Gómez, el primer médico que me hizo un examen detenido, me dio la gran noticia. No me la dio antes de terminar el examen, pues quería estar seguro de que estaba en condiciones de resistirla. Dándome una palmadita en la mejilla, sonriendo amablemente, me dijo: -La avioneta está lista para llevarlo a Cartagena. Allí lo está esperando su familia. 

43 Mi heroísmo consistió en no dejarme morir
Nunca creí que un hombre se convirtiera en héroe por estar diez días en una balsa, soportando el hambre y la sed. Yo no podía hacer otra cosa. Si la balsa hubiera sido una balsa dotada con agua, galletas empacadas a presión, brújula e instrumentos de pesca, seguramente estaría tan vivo como lo estoy ahora. Pero habría una diferencia: no habría sido tratado como un héroe. De manera que el heroísmo, en mi caso, consiste exclusivamente en no haberme dejado morir de hambre y de sed durante diez días. Yo no hice ningún esfuerzo por ser héroe. Todos mis esfuerzos fueron por salvarme. Pero como la salvación vino envuelta en una aureola, premiada con el título de héroe como un bombón con sorpresa, no me queda otro recurso que soportar la salvación, como había venido, con heroísmo y todo. Se me pregunta cómo se siente un héroe. Nunca sé qué responder. Por mi parte, yo me siento lo mismo que antes. No he cambiado ni por dentro ni por fuera. Las quemaduras del sol han dejado de dolerme. La herida de la rodilla se ha cicatrizado. Soy otra vez Luis Alejandro Velasco. Y con eso me basta. Quien ha cambiado es la gente. Mis amigos son ahora más amigos que antes. Y me imagino también que mis enemigos son más enemigos, aunque no creo tenerlos. Cuando alguien me reconoce en la calle se queda mirándome como a un animal raro. Por eso visto de civil, hasta cuando a la gente se le olvide que estuve diez días sin comer ni beber en una balsa. La primera sensación que se tiene, cuando se empieza a ser una persona importante, es la sensación de que durante todo el día y toda la noche, en cualquier circunstancia, a la gente le gusta que uno le hable de uno mismo. Me di cuenta de eso en el Hospital Naval de Cartagena, donde pusieron un guardia para que nadie hablara conmigo. A los tres días me sentía completamente restablecido, pero no podía salir del hospital. Sabía que cuando me dieran de alta tendría que contarle el cuento a todo el mundo, porque, según me decían los guardias, habían llegado a la ciudad periodistas de todo el país para hacerme reportajes y tomarme fotografías. Uno de ellos, con un impresionante bigote de 20 centímetros de largo, me tomó más de 50 fotografías, pero no se le permitió que me preguntara nada relacionado con mí aventura. Otro, más audaz, se disfrazó de médico burló la guardia y penetró en mi habitación. Obtuvo una resonante y merecida victoria, pero pasó un mal rato.

44 Historia de un reportaje
A mi habitación sólo podían entrar mi padre, los guardias, los médicos y los enfermeros del Hospital Naval. Un día entró un médico que no había visto nunca. Muy joven, con su bata blanca, anteojos y fonendoscopio colgado del cuello. Entró intempestivamente, sin decir nada. El suboficial de la guardia lo miró perplejo. Le pidió que se identificara. El joven médico se registró todos los bolsillos, se ofuscó un poco y dijo que había olvidado sus papeles. Entonces, el suboficial, de guardia le advirtió que no podría conversar conmigo sin un permiso especial del director del establecimiento. De manera que ambos se fueron donde el director. Diez minutos después regresaron a mi pieza. El suboficial de guardia entró delante y me hizo una advertencia: -Le dieron permiso para que lo examine durante quince minutos. Es un siquiatra de Bogotá, pero a mí me parece que es un reportero disfrazado. -¿Por qué le parece? -le pregunté. -Porque está muy asustado. Además, los siquiatras no usan fonendoscopio. Sin embargo, había conversado durante quince minutos con el director del Hospital. Habían hablado de medicina, de psiquiatría. Hablaron en términos médicos, muy complicados, y rápidamente se pusieron de acuerdo. Por eso le dieron permiso para hablar conmigo durante quince minutos. No sé si fue por la advertencia del suboficial, pero cuando el joven médico entró de nuevo a mi pieza ya no me pareció un médico. Tampoco me pareció un reportero, aunque hasta ese momento yo no había visto nunca un reportero. Me pareció un cura disfrazado de médico. Creo que no sabía cómo empezar. Pero lo que realmente ocurría era que estaba pensando en la manera de alejar al suboficial de la guardia. -Hágame el favor de conseguirme un papel -le dijo. El debió pensar que el suboficial de guardia iría a buscar el papel a la oficina. Pero tenía orden de no dejarme solo. Así que no fue a buscar el papel, sino que salió al corredor y gritó: -Oiga, traiga en seguida papel de escribir. Un momento después vino el papel de escribir. Habían transcurrido más de cinco minutos y el médico no me había hecho todavía ninguna pregunta. Sólo cuando llegó el papel comenzó el examen. Me entregó el papel y me pidió que dibujara un buque. Yo dibujé el buque. Luego me pidió que firmara el dibujo, y lo hice. Después me pidió que dibujara una casa de campo. Yo dibujé una casa lo mejor que pude, con una mata de plátano al lado. Me pidió que la firmara. Entonces fue cuando yo me convencí de que era un reportero disfrazado. Pero él insistió en que era médico. Cuando acabé de dibujar, examinó los papeles, dijo algunas palabras confusas y comenzó a hacerme preguntas sobre mi aventura. El suboficial de guardia intervino para recordar que no se permitía aquella clase de preguntas. Entonces me examinó el cuerpo, como lo hacen los médicos. Tenía las manos heladas. Si el suboficial de guardia se las hubiera tocado lo habría echado de la pieza. Pero yo no dije nada, pues su nerviosismo y la posibilidad de que fuera un reportero me producían una gran simpatía. Antes de que se cumplieran los quince minutos del permiso salió disparado con los dibujos. ¡La que se armó al día siguiente! Los dibujos aparecieron en la primera página de "El Tiempo", con flechas y letreros. "Aquí iba yo", decía un letrero, con una flecha que señalaba el puente del buque. Era un error, porque yo no iba en el puente, sino en la popa. Pero los dibujos eran míos. Me dijeron que rectificara. Que podía demandarlo. Me pareció absurdo. Yo sentía una gran admiración por un reportero que se disfrazaba de médico para poder entrar en un hospital militar. Si él hubiera encontrado la manera de hacerme saber que era un reportero yo habría sabido cómo alejar al suboficial de guardia. Porque la verdad es que ese día yo ya tenía permiso para contar la historia.

45 El negocio del cuento
La aventura del reportero disfrazado de médico me proporcionó una idea muy clara del interés que los periódicos tenían en la historia de mis diez días en el mar. Era un interés de todo el mundo. Mis propios compañeros me pidieron que la contara muchas veces. Cuando vine a Bogotá, ya casi completamente restablecido, me di cuenta de que mi vida había cambiado. Me recibieron con todos los honores en el aeródromo. El presidente de la república me impuso una condecoración. Me felicitó por mi hazaña. Desde ese día supe que seguiría en la armada, pero ahora con el grado de cadete. Además, había algo con lo cual no contaba: las propuestas de las agencias de publicidad. Yo estaba muy agradecido de mi reloj, que marchó con precisión durante mi odisea. Pero no creí que aquello le sirviera para nada a los fabricantes de relojes. Sin embargo, me dieron $ 500 y un reloj nuevo. Por haber masticado cierta marca de chicles y decirlo en un anuncio, me dieron $ 1.000. Quiso la suerte que los fabricantes de mis zapatos, por decirlo en otro anuncio, me dieran dos mil pesos. Para que permitiera transmitir mi historia por radio me dieron cinco mil. Nunca creí que fuera buen negocio vivir diez días de hambre y de sed en el mar. Pero lo es: hasta ahora he recibido casi diez mil pesos. Sin embargo, no volvería a repetir la aventura por un millón. Mi vida de héroe no tiene nada de particular. Me levanto a las 10 de la mañana. Voy a un café a conversar con mis amigos, o a alguna de las agencias de publicidad que están elaborando anuncios con base en mi aventura. Casi todos los días voy al cine. Y siempre acompañado. Pero el nombre de la acompañante es lo único que no puedo revelar, porque pertenece a la reserva del sumario. Todos los días recibo cartas de todas partes. Cartas de gente desconocida. De Pereira, firmado con las iniciales J. V. C., recibí un extenso poema, con balsas y gaviotas, Mary Address, quien ordenó una misa por el descanso de mi alma cuando me encontraba a la deriva en el Caribe, me escribe con frecuencia. Me mandó un retrato con dedicatoria que ya conocen los lectores. He contado mi historia en la televisión y a través de un programa de radio. Además, se la he contado a mis amigos. Se la conté a una anciana viuda que tiene un voluminoso álbum de fotografías y que me invitó a su casa. Algunas personas me dicen que esta historia es una invención fantástica. Yo les pregunto: Entonces, ¿qué hice durante mis diez días en el mar?

Fin

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (38, 39, 40 y 41)



38  Las huellas del hombre
En tierra, la primera impresión que se experimenta es la del silencio. Antes de que uno se dé cuenta de nada está sumergido en un gran silencio. Un momento después, remoto y triste, se percibe el golpe de las olas contra la costa. Y luego, el murmullo de la brisa entre las palmas de los cocoteros infunde la sensación de que se está en tierra firme. Y la sensación de que uno se ha salvado, aunque no sepa en qué lugar del mundo se encuentra. Otra vez en posesión de mis sentidos, acostado en la playa, me puse a examinar el paraje. Era una naturaleza brutal. Instintivamente busqué las huellas del hombre. Había una cerca de alambre de púas como a veinte metros del lugar en que me encontraba. Había un camino estrecho y torcido con huellas de animales. Y junto al camino había cáscaras de cocos despedazados. El más insignificante rastro de la presencia humana tuvo para mí en aquel instante el significado de una revelación, Desmedidamente alegre, apoyé la mejilla contra la arena tibia y me puse a esperar. Esperé durante diez minutos, aproximadamente. Poco a poco iba recobrando las fuerzas. Eran más de las seis y el sol había salido por completo. Junto al camino, entre las cáscaras destrozadas, había varios cocos enteros. Me arrastré hacia ellos, me recosté contra un tronco y presioné el fruto liso e impenetrable entre mis rodillas. Como cinco días antes había hecho con el pescado, busqué ansiosamente las partes blandas. A cada vuelta que le daba al coco sentía batirse el agua en su interior. Aquel sonido gutural y profundo me revolvía la sed. El estómago me dolía, la herida de la rodilla estaba sangrando y mis dedos, en carne viva, palpitaban con un dolor lento y profundo. Durante mis diez días en el mar no tuve en ningún momento la sensación de que me volvería loco. La tuve por primera vez esa mañana, cuando daba vuelta al coco buscando un punto por donde penetrarlo, y sentía batirse entre mis manos el agua fresca, limpia e inalcanzable. Un coco tiene tres ojos, arriba, ordenados, en triángulo. Pero hay que pelarlo con un machete para encontrarlos. Yo sólo disponía de mis llaves. Inútilmente insistí varias veces, tratando de penetrar la áspera y sólida corteza con las llaves. Por fin, me declaré vencido, arrojé el coco con rabia, oyendo rebotar el agua en su interior. Mi última esperanza era el camino. Allí, a mi lado, las cáscaras desmigajadas me indicaban que alguien debía venir a tumbar cocos. Los restos demostraban que alguien venía todos los días, subía a los cocoteros y luego se dedicaba a pelar los cocos. Aquello demostraba, además, que estaba cerca de un lugar habitado, pues nadie recorre una distancia considerable sólo por llevar una carga de cocos.
Yo pensaba estas cosas, recostado en un tronco, cuando oí -muy distante- el ladrido de un perro. Me puse en guardia. Alerté los sentidos. Un instante después, oí claramente el tintineo de algo metálico que se acercaba por el camino. Era una muchacha negra, increíblemente delgada, joven y vestida de blanco. Llevaba en la mano una ollita de aluminio cuya tapa, mal ajustada, sonaba a cada paso. "¿En qué país me encuentro?", me pregunté, viendo acercarse por el camino a aquella negra con tipo de Jamaica. Me acordé de San Andrés y Providencia. Me acordé de todas las islas de las Antillas. Aquella mujer era mi primera oportunidad, pero también podía ser la última. "¿Entenderá castellano?", me dije, tratando de descifrar el rostro de la muchacha que distraídamente, todavía sin verme, arrastraba por el camino sus polvorientas pantuflas de cuero. Estaba tan desesperado por no perder la oportunidad que tuve la absurda idea de que si le hablaba en español no me entendería; que me dejaría allí, tirado en la orilla del camino. -Hello, Hello! -le dije, angustiado. La muchacha volvió a mirarme con unos ojos enormes, blancos y espantados. ¡Help me! exclamé, convencido de que me estaba entendiendo. Ella vaciló un momento, miró en torno suyo y se lanzó en carrera por el camino, espantada. 

39 El hombre, el barro y el perro
Sentí que me moriría de angustia. En un momento me vi en aquel sitio, muerto, despedazado por los gallinazos. Pero, luego, volví a oír al perro, cada vez más cerca. El corazón comenzó a darme golpes, a medida que se aproximaban los ladridos. Me apoyé en las palmas de las manos. Levanté la cabeza. Esperé. Un minuto. Dos. Y los ladridos se oyeron cada vez más cercanos. De pronto sólo quedó el silencio. Luego, el batir de las olas y el rumor del viento entre los cocoteros. Después, en el minuto más largo que recuerdo en mi vida, apareció un perro escuálido, seguido por un burro con dos canastos. Detrás de ellos venía un hombre blanco, pálido, con sombrero de caña y los pantalones enrollados hasta la rodilla. Tenía una carabina terciada a la espalda. Tan pronto como apareció en la vuelta del camino me miró con sorpresa. Se detuvo. El perro, con la cola levantada y recta, se acercó a olfatearme. El hombre permaneció inmóvil, en silencio. Luego, bajó la carabina, apoyó la culata en tierra y se quedó mirándome. No sé por qué, pensaba que estaba en cualquier parte del Caribe menos en Colombia. Sin estar muy seguro de que me entendiera, decidí hablar en español. -¡Señor, ayúdeme! -le dije. El no contestó en seguida. Continuó examinándome enigmáticamente, sin parpadear, con la carabina apoyada en el suelo. "Lo único que le falta ahora es que me pegue un tiro", pensé fríamente. El perro me lamía la cara, pero ya no tenía fuerzas para esquivarle. -¡Ayúdeme! -repetí, ansioso, desesperado, pensando que el hombre no me entendía. -¿Qué le pasa? -me preguntó con acento amable. Cuando oí su voz me di cuenta de que más que la sed, el hambre y la desesperación, me atormentaba el deseo de contar lo que me había pasado. Casi ahogándome con las palabras, le dije sin respirar: -Yo soy Luis Alejandro Velasco, uno de los marineros que se cayeron el 28 de febrero del destructor "Caldas", de la Armada Nacional. Yo creí que todo el mundo estaba obligado a conocer la noticia, Creí que tan pronto como dijera mi nombre el hombre se apresuraría a ayudarme. Sin embargo, no se inmutó, Continuó en el mismo sitio, mirándome, sin preocuparse siquiera del perro, que me lamía la rodilla herida. -¿Es marinero de gallinas? -me preguntó, pensando tal vez en las embarcaciones de cabotaje que trafican con cerdos y aves de corral. -No. Soy marinero de guerra. Sólo entonces el hombre se movió. Se terció de nuevo la carabina a la espalda, se echó el sombrero hacia atrás, y me dijo: -Voy a llevar un alambre hasta el puerto y vuelvo por usted". Sentí que aquella era otra oportunidad que se me escapaba. -¿Seguro que volverá?", le dije, con voz suplicante. El hombre respondió que sí. Que volvía con absoluta seguridad. Me sonrió amablemente y reanudó la marcha detrás del burro. El perro continuó a mi lado, olfateándome. Sólo cuando el hombre se alejaba se me ocurrió preguntarle, casi con un grito: -¿Qué país es este? Y él, con una extraordinaria naturalidad me dio la única respuesta que yo no esperaba en aquel instante: -Colombia.

40  Seiscientos hombres me conducen a San Juan
Volvió, como lo había prometido. Antes de que empezara a esperarlo -no más de quince minutos después- regresó con el burro y los canastos vacíos y con la muchacha negra de la ollita de aluminio, que era su mujer, según supe más tarde. El perro no se había movido de mi lado. Dejó de lamerme la cara y las heridas. Dejó de olfatearme. Se echó a mi lado, inmóvil, medio dormido, hasta cuando vio acercarse al burro. Entonces dio un salto y empezó a menear la cola. -¿No puede caminar? -me dijo el hombre.- Voy a ver - le dije. Traté de ponerme en pie, pero me fui de bruces. "No puede", dijo el hombre, impidiéndome que me cayera. Entre él y la mujer me subieron en el burro. Y sosteniéndome por debajo de los brazos hicieron andar al animal. El perro iba delante dando saltos. Por todo el camino había cocos. En el mar había soportado la sed. Pero allí, sobre el burro, avanzando por un camino estrecho y torcido, bordeado de cocoteros, sentí que no podía resistir un minuto más. Pedí que me diera agua de coco. -No tengo machete -dijo el hombre. Pero no era cierto. Llevaba un machete al cinto. Si en aquel momento yo hubiera estado en condiciones de defenderme le habría quitado el machete por la fuerza y habría pelado un coco y me lo habría comido entero. Más tarde me di cuenta por qué rehusó el hombre darme agua de coco. Había ido a una casa situada a dos kilómetros del lugar en que me encontró, había hablado con la gente de allí y esta le había advertido que no me diera nada de comer hasta cuando no me viera un médico. Y el médico más cercano estaba a dos días de viaje, en San Juan de Urabá. Antes de media hora llegamos a la casa. Una rudimentaria construcción de madera y techo de zinc a un lado del camino. Allí había tres hombres y dos mujeres. Entre todos me ayudaron a bajar del burro, me condujeron al dormitorio y me acostaron en una cama de lienzo. Una de las mujeres fue a la cocina, trajo una ollita con agua de canela hervida y se sentó al borde de la cama, a darme cucharadas. Con las primeras gotas me sentí desesperado. Con las segundas sentí que recobraba el ánimo. Entonces ya no quería beber más, sino contar lo que me había pasado. Nadie tenía noticias del accidente. Traté de explicarles, de echarles el cuento completo para que supieran cómo me había salvado. Yo tenía entendido que a cualquier lugar del mundo a donde llegara se tendrían noticias de la catástrofe. Me decepcionó saber que me había equivocado, mientras la mujer me daba cucharadas de agua de canela, como a un niño enfermo. Varias veces insistí en contar lo que me había pasado. Impasibles, los cuatro hombres y las otras dos mujeres permanecían a los pies de la cama, mirándome. Aquello parecía una ceremonia. De no haber sido por la alegría de estar a salvo de los tiburones, de los numerosos peligros del mar que me habían amenazado durante diez días, habría pensado que aquellos hombres y aquellas mujeres no pertenecían a este planeta.

41  Tragándose la historia
La amabilidad de la mujer que me daba de beber no permitía confusiones de ninguna especie. Cada vez que yo trataba de narrar mí historia me decía: -Estese callado ahora. Después nos cuenta. Yo me habría comido lo que hubiera tenido a mi alcance. Desde la cocina llegaba al dormitorio el oloroso humo del almuerzo. Pero fueron inútiles todas mis súplicas. -Después de que lo vea el médico le damos de comerme respondían. Pero el médico no llegó. Cada diez minutos me daban cucharaditas de agua de azúcar. La menor de las mujeres, una niña, me enjugó las heridas con paños de agua tibia. El día iba transcurriendo lentamente. Y lentamente iba sin tiéndome aliviado. Estaba seguro de que me encontraba entre gente amiga. Si en lugar de darme cucharadas de agua de azúcar hubieran saciado mi hambre, mi organismo no habría resistido el impacto. El hombre que me encontró en el camino se llama Dámaso Imitela. A las 10 de la mañana del nueve de marzo, el mismo día en que llegué a la playa, viajó al cercano caserío de Mulatos y regresó a la casa del camino en que yo me encontraba con varios agentes de la policía. Ellos también ignoraban la tragedia. En Mulatos nadie conocía la noticia. Allí no llegan los periódicos. En una tienda, donde ha sido instalado un motor eléctrico, hay una radio y una nevera. Pero no se oyen los radioperiódicos. Según supe después, cuando Dámaso Imitela avisó al inspector de policía que me había encontrado exhausto en una playa y que decía pertenecer al destructor "Caldas" se puso en marcha el motor y durante todo el día se estuvieron oyendo los radioperiódicos de Cartagena. Pero ya no se hablaba del accidente. Sólo en las primeras horas de la noche se hizo una breve mención del caso. Entonces, el inspector de policía, todos los agentes y sesenta hombres de Mulatos se pusieron en marcha para prestarme auxilio. Un poco después de las doce de la noche invadieron la casa y me despertaron con sus voces. Me despertaron del único sueño tranquilo que había logrado conciliar en los últimos 12 días. Antes del amanecer la casa estaba llena de gente. Todo Mulatos -hombres, mujeres y niños- se había movilizado para verme. Aquel fue mi primer contacto con una muchedumbre de curiosos que en los días sucesivos me seguiría a todas partes. La multitud portaba lámparas y linternas de batería. Cuando el inspector de Mulatos y casi todos sus acompañantes me movieron de la cama, sentí que me desgarraban la piel ardida por el sol. Era una verdadera rebatiña. Hacía calor. Sentía que me asfixiaba en medio de aquella muchedumbre de rostros protectores. Cuando salí al camino un montón de lámparas y linternas eléctricas enfocó mi rostro. Quedé ciego en medio de los murmullos y de las órdenes del inspector de policía, impartidas en voz alta. Yo no veía la hora de llegar a alguna parte. Desde el día en que me caí del destructor no había hecho otra cosa que viajar con rumbo desconocido. Esa madrugada seguía viajando, sin saber por dónde, sin imaginar siquiera qué pensaba hacer conmigo aquella multitud diligente y cordial. 

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (35, 36 y 37)



35 ¡Tierra!
Desesperado por el dolor de la rodilla traté de cambiar de posición. Quise voltearme, pero me fue imposible. Me sentía tan agotado que me parecía imposible ponerme en pie. Entonces moví la pierna herida, me suspendí con las manos apoyadas en el fondo de la balsa y me dejé caer de espaldas, boca arriba, con la cabeza apoyada en la borda. Evidentemente, estaba amaneciendo. Miré el reloj. Eran las cuatro de la madrugada. Todos los días a esa hora escrutaba el horizonte. Pero ya había perdido las esperanzas de la tierra. Continué mirando el cielo, viéndolo pasar del rojo vivo al azul pálido. El aire seguía helado, me sentía con fiebre, y la rodilla me palpitaba con un dolor penetrante. Me sentía mal porque no había podido morir. Estaba sin fuerzas, pero completamente vivo. Y aquella certidumbre me produjo una sensación de desamparo. Habría creído que no pasaría de aquella noche. Y, sin embargo, seguía como siempre, sufriendo en la balsa y entrando a un nuevo día, que sería un día más, un día vacío, con un sol insoportable y una manada de tiburones en torno a la balsa, desde las cinco de la tarde. Cuando el cielo comenzó a ponerse azul miré el horizonte. Por todos los lados estaba el agua verde y tranquila. Pero frente a la balsa, en la penumbra del amanecer, hallé una larga sombra espesa. Contra el cielo diáfano se encontraban los perfiles de los cocoteros. Sentí rabia. El día anterior me había visto en una fiesta en Mobile. Luego, había visto una gigantesca tortuga amarilla, y durante la noche había estado en mi casa de Bogotá, en el colegio La Salle de Villavicencio y con mis compañeros del destructor. Ahora estaba viendo la tierra. Si cuatro o cinco días antes hubiera sufrido aquella alucinación me habría vuelto loco de alegría. Habría mandado la balsa al diablo y me habría echado al agua para alcanzar rápidamente la orilla. Pero en el estado en que yo me encontraba se está prevenido contra las alucinaciones. Los cocoteros eran demasiado nítidos para que fueran ciertos. Además, no los veía a una distancia constante. A veces me parecía verlos al lado mismo de la balsa. Más tarde parecía verlos a dos, a tres kilómetros de distancia. Por eso no sentía alegría. Por eso me reafirmé en mis deseos de morir, antes que me volvieran loco las alucinaciones. Volví a mirar hacia el cielo. Ahora era un cielo alto y sin nubes, de un azul intenso. A las cuatro y cuarenta y cinco se veían en el horizonte los resplandores del sol. Antes había sentido miedo de la noche, ahora el sol del nuevo día me parecía un enemigo. Un gigantesco e implacable enemigo que venía a morderme la piel ulcerada, a enloquecerme de sed y de hambre. Maldije el sol. Maldije el día. Maldije mi suerte que me había permitido soportar nueve días a la deriva en lugar de permitir que hubiera muerto de hambre o descuartizado por los tiburones. Como volvía a sentirme incómodo, busqué el pedazo de remo en el fondo de la balsa para recostarme. Nunca he podido dormir con una almohada demasiado dura. Sin embargo, buscaba con ansiedad un pedazo de palo destrozado por los tiburones para apoyar la cabeza. El remo estaba en el fondo, todavía amarrado a los cabos del enjaretado. Lo solté. Lo ajusté debidamente a mis espaldas doloridas, y la cabeza me quedó apoyada por encima de la borda. Entonces fue cuando vi claramente, contra el sol rojo que empezaba a levantarse, el largo y verde perfil de la costa. Iban a ser las cinco. La mañana era perfectamente clara. No podía caber la menor duda de que la tierra era una realidad. Todas las alegrías frustradas en los días anteriores la alegría de los aviones, de las luces de los barcos, de las gaviotas y del color del agua, renacieron entonces atropelladamente, a la vista de la tierra. Si a esa hora me hubiera comido dos huevos fritos, un pedazo de carne, café con leche y pan -un desayuno completo del destructor-tal vez no me habría sentido con tantas fuerzas como después de haber visto aquello que yo creí que realmente era la tierra. Me incorporé de un salto. Vi, perfectamente, frente a mí, la sombra de la costa y el perfil de los cocoteros. No veía luces. Pero a mi derecha, como a diez kilómetros de distancia, los primeros rayos del sol brillaban con un resplandor metálico en los acantilados. Loco de alegría, agarré mi único pedazo de remo y traté de impulsar la balsa hasta la costa, en línea recta. Calculé que habría dos kilómetros desde la balsa hasta la orilla. Tenía las manos deshechas y el ejercicio me maltrataba la espalda. Pero no había resistido nueve días -diez con el que estaba empezando- para renunciar ahora que estaba frente a la tierra. Sudaba. El viento frío del amanecer me secaba el sudor y me producía un dolor destemplado en los huesos, pero seguía remando.

36  Pero, ¿dónde está la tierra?
No era un remo para una balsa como aquella. Era un pedazo de palo. Ni siquiera me servía de sonda para tratar de averiguar la profundidad del agua. Durante los primeros minutos, con la extraña fuerza que me imprimió la emoción, logré avanzar un poco. Pero luego me sentí agotado, levanté el remo un instante, contemplando la exuberante vegetación que crecía frente a mis ojos, y vi que una corriente paralela a la costa impulsaba la balsa hacia los acantilados. Lamenté haber perdido mis remos. Sabía que uno de ellos, entero y no destrozado por los tiburones como el que llevaba en la mano, habría podido dominar la corriente. Por instantes pensé que tendría paciencia para esperar a que la balsa llegara a los acantilados. Brillaban bajo el primer sol de la mañana como una montaña de agujas metálicas. Por fortuna estaba tan desesperado por sentir la tierra firme bajo mis pies que sentí lejana la esperanza. Más tarde supe que eran las rompientes de Punta Caribana, y que de haber permitido que la corriente me arrastrara me habría destrozado contra las rocas. Traté de calcular mis fuerzas. Necesitaba nadar dos kilómetros para alcanzar la costa. En buenas condiciones puedo nadar dos kilómetros en menos de una hora. Pero no sabía cuánto tiempo podía nadar después de diez días sin comer nada más que un pedazo de pescado y una raíz, con el cuerpo ampollado por el sol y la rodilla herida. Pero aquella era mí última oportunidad. No tuve tiempo de pensarlo. No tuve tiempo de acordarme de los tiburones. Solté el remo, cerré los ojos y me arrojé al agua. Al contacto del agua helada me reconforté. Desde el nivel del mar perdí la visión de la costa. Tan pronto como estuve en el agua me di cuenta de que había cometido dos errores: no me había quitado la camisa ni me había ajustado los zapatos. Traté de no hundirme. Fue eso lo primero que tuve que hacer, antes de empezar a nadar. Me quité la camisa y me la amarré fuertemente alrededor de la cintura. Luego, me apreté los cordones de los zapatos. Entonces sí empecé a nadar. Primero desesperadamente. Luego con más calma, sintiendo que a cada brazada se me agotaban las fuerzas, y ahora sin ver la tierra. No había avanzado cinco metros cuando sentí que se me reventó la cadena con la medalla de la Virgen del Carmen. Me detuve. Alcancé a recogerla cuando empezaba a hundirme en el agua verde y revuelta. Como no tenía tiempo de guardármela en los bolsillos la apreté con fuerza entre los dientes y seguí nadando. Ya me sentía sin fuerzas y, sin embargo, aún no veía la tierra.
Entonces volvió a invadirme el terror: acaso, ciertamente, la tierra había sido otra alucinación. El agua fresca me había reconfortado y yo estaba otra vez en posesión de mis sentidos, nadando desesperadamente hacia la playa de una alucinación. Ya había nadado mucho. Era imposible regresar en busca de la balsa

37 Una resurrección en tierra extraña
Sólo después de estar nadando desesperadamente durante quince minutos empecé a ver la tierra. Todavía estaba a más de un kilómetro. Pero no me cabía entonces la menor duda de que era la realidad y no un espejismo. El sol doraba la copa de los cocoteros. No había luces en la costa. No habla ningún pueblo, ninguna casa visible desde el mar. Pero era tierra firme. Antes de veinte minutos estaba agotado, pero me sentía seguro de llegar. Nadaba con fe, tratando de no permitir que la emoción me hiciera perder los controles. He estado media vida en el agua, pero nunca como esa mañana del nueve de marzo había comprendido y apreciado la importancia de ser buen nadador. Sintiéndome cada vez con menos fuerza, seguí nadando hacia la costa. A medida que avanzaba veía más claramente el perfil de los cocoteros. El sol había salido cuando creí que podría tocar fondo. Traté de hacerlo, pero aún había suficiente profundidad. Evidentemente, no me encontraba frente a una playa. El agua era honda hasta muy cerca de la orilla, de manera que tendría que seguir nadando. No sé exactamente cuánto tiempo nadé. Sé que a medida que me acercaba a la costa el sol iba calentando sobre mi cabeza, pero ahora no me torturaba la piel sino que me estimulaba los músculos. En los primeros metros el agua helada me hizo pensar en los calambres. Pero el cuerpo entró en calor rápidamente. Luego, el agua fue menos fría y yo nadaba fatigado, como entre nubes, pero con un ánimo y una fe que prevalecían sobre mi sed y mi hambre. Veía perfectamente la espesa vegetación a la luz del tibio sol matinal, cuando busqué fondo por segunda vez. Allí estaba la tierra bajo mis zapatos. Es una sensación extraña esa de pisar la tierra después de diez días a la deriva en el mar. Sin embargo, bien pronto me di cuenta de que aún me faltaba lo peor. Estaba totalmente agotado. No podía sostenerme en pie. La ola de resaca me empujaba con violencia hacia el interior. Tenía apretada entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen. La ropa, los zapatos de caucho, me pesaban terriblemente. Pero aun en esas tremendas circunstancias se tiene pudor. Pensaba que dentro de breves momentos podría encontrarme con alguien. Así que seguí luchando contra las olas de resaca, sin quitarme la ropa, que me impedía avanzar, a pesar de que sentía que estaba desmayándome a causa del agotamiento. El agua me llegaba más arriba de la cintura. Con un esfuerzo desesperado logré llegar hasta cuando me llegaba a los muslos. Entonces decidí arrastrarme. Clavé en tierra las rodillas y las palmas de las manos y me impulsé hacia adelante. Pero fue inútil. Las olas me hacían retroceder. La arena menuda y acerada me lastimó la herida de la rodilla. En ese momento yo sabía que estaba sangrando, pero no sentía dolor. Las yemas de mis dedos estaban en carne viva. Aun sintiendo la dolorosa penetración de la arena entre las uñas clavé los dedos en la tierra y traté de arrastrarme. De pronto me asaltó otra vez el terror: la tierra, los cocoteros dorados bajo el sol, empezaron a moverse frente a mis ojos. Creí que estaba sobre arena movediza, que me estaba tragando la tierra. Sin embargo, aquella impresión debió de ser una ilusión ocasionada por mi agotamiento. La idea de que estaba sobre arena movediza me infundió un ánimo desmedido -el ánimo del terror-y dolorosamente, sin piedad y por mis manos descarnadas, seguí arrastrándome contra las olas. Diez minutos después todos los padecimientos, el hambre y la sed de diez días, se habían encontrado atropelladamente en mi cuerpo. Me extendí, moribundo, sobre la tierra dura y tibia, y estuve allí sin pensar en nada, sin dar gracias a nadie, sin alegrarme siquiera de haber alcanzado a fuerza de voluntad, de esperanza y de implacable deseo de vivir, un pedazo de playa silenciosa y desconocida. 

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)