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viernes, 28 de febrero de 2020

QUINTEROS: DOS HISTORIAS, NEGRADA Y CONSECUENCIAS

NEGRADA 

No se si esta historia tiene un final feliz.
O no.
No se si esta historia tiene final.
Pero es la historia de la niña Enriqueta y el negro Zé Lucio.
Ellos se enamoraron.
Lo conversaron conmigo a escondidas, porque yo era el caporal.

Ella dijo que fue cuando lo vio a Zé Lucio bañándose desnudo en el río.
Él dijo que fue de tanto llevar a la niña en el auto, a la escuela para maestras.
Guardé el secreto.
No se porqué.
Por eso siempre digo que no se si esta historia tiene un final feliz, o si tiene final.
Zé Lucio era uno de los nuestros, de la negrada que trabajaba en la finca.
Alto, atlético, medio bruto que apenas sabía leer.

En cambio, ella tenía 17 años, era la única hija de los patrones.
Delgada, menuda, de muy buenos modales, saludaba y le sonreía a toda la negrada del campamento. Muito bonita.
Un día le pidió a su madre que sea Zé Lucio quién la lleve a la escuela, porque conducía mejor que el otro negro.
El dueño de la finca, el señor Clemente Ledesma, su padre, consintió el pedido de su esposa de trasladar a Zé Lucio del taller de vehículos a chófer de la familia.
En reemplazo me mandó a Luí Buba, un negro laborioso, pulcro, delicado, fofo, medio amanerado, que venía de las cocinas.
La niña Enriqueta me agradeció que vistiera bien a Zé Lucio, que lo acostumbrara a usar zapatos y, que lo obligara a bañarse todos los días antes de subir al automóvil.
Una noche encontré a Luí Buba y al negro Zé Lucio peleando desnudos, en la oscuridad del galpón, se escabulleron por los fondos cuando encendí una luz.
(Por lo menos, eso me pareció)
Era mi obligación informar al señor Clemente de cosas raras, pero no lo hice.
No se porqué. 
La negrada que trabajaba en la finca era un poco revoltosa, barullera, rebelde.
Había en las barracas poco para comer, pero mucho para beber.
A la mañana siguiente, la niña Enriqueta y Zé Lucio, salieron, no volvieron.
Yo sabía que eso iba a suceder, pero no lo dije.
El patrón llamó a la policía, mandó a buscarlos.
A ella viva.
Al negro muerto.
Largó los perros rastreadores al camino.
Por la tarde me hizo azotar a Olivia, la nodriza, que entre llantos clamaba que, 
"sepa el señor Clemente que el amor es una cosa pasajera, hasta que por fin llega".
Se escuchaban gritos de rabia y de dolor.
Y también me dijo que azotara a los guardias de los portones y, a toda la negrada que estaba en fila, bajo los rayos del sol, esperando el castigo de rigor.
Yo les pegaba, veinte latigazos, a cada uno.
No se porqué.
Hasta que el negro Luí Buba rompió en llanto.
Salió de la fila.
Corrió hasta don Clemente y se arrojó a sus pies.
Le imploraba que los encuentre, que los traiga vivos,
"porque nadie amará tanto a mi Zé Lucio, como lo amo yo".
Así le dijo, así le suplicó aquel negro viado.
¡Qué lo parió!


Segunda parte:

CONSECUENCIAS

La historia que contaba este hombre llamado Geraldo, el mayoral, no tiene nada de ficción, pues según pude saber mucho tiempo después, que aquella Fazenda existió. 

Hablando con el jornalista Paulo Fábio, que siguió por un tiempo los acontecimientos, me dijo que él pudo saber que los perros se llamaban; Azuí, Kené, Jeta y Copó, que le contaron que los cuatro corrieron día y noche, que debe haber sido con la lengua afuera, mostrando los dientes filosos, con esa mirada temeraria que tenían y olfateando en el camino, el aroma de la piel de la niña Enriqueta. Eran animales de temer, le señalaron.

Dicen, los que fueron testigos de aquella tragedia en la Fazenda Ledesma, que los cuatro perros se alejaron hasta casi cincuenta kilómetros de la casa, que parece que perdieron el rastro de la niña en el muelle del puerto de Nossa Senhora dos Navegantes. 
Que Jeta y Kené, enloquecidos, se arrojaron a las aguas y que allí murieron.
Que Copó cayó exhausto y para siempre, más allá del muelle, al lado del automóvil de su amo. Azuí fue el único que volvió. Muito magrinho, con las patas sangrantes y una caracola en su boca que entregó en la mano ancha de don Clemente. Y que murió en sus brazos.

Un tiempo después de la huída de su hija Enriqueta con el negro Zé Lucio y, del repentino abandono de su caporal Geraldo, dicen que el señor Clemente Ledesma montó su caballo, cruzó en la espalda su machete y galopó con firmeza por el cañaveral. Que cruzó el arroyo como un relámpago oscuro y que, por eso, se produjo como una leve llovizna fresca sobre la plantación. Que trepó los morros y que, el sol del amanecer, cada tanto, hacía resplandecer el filo de su arma. El galope incansable del animal, por el sendero lejano, se escuchaba en el silencio de las noches. Por muchas noches, como lejanos truenos amenazantes. Y durante el día, dicen, que más allá de los morros, una nube de tierra señalaba por dónde cabalgaba. Aseguraban algunos, haber visto una pequeña figura, lejos, bien lejos, que se perdía entre la espesura del espanto, para siempre. 

Cuarenta años después y, viviendo en las ruinas, ellas habían quedado solas. A sus setenta y seis años, la señora  Dorotea Belinha Falkner viuda de Ledesma, se empeñaba en usar sus viejos vestidos de fina tela, y los zapatos de charol de los días domingo. Y "a velha" Olivia Araullo, la que fue nodriza, que era cuatro años mayor que la señora y que, un poco por compasión y otro por no tener adónde ir, se había quedado a su lado.

La antigua y esplendorosa Fazenda Ledesma, se desmoronaba de vieja y de deudas. Solo el sendero de ingreso no tenía malezas.

Me contó Paulo Fábio que pudo contactar a uno de los funcionarios del banco Estadual que, piadosamente, les había otorgado el último adelanto del valor del inmueble antes de que fuese a remate. Dice que este escuchó el siguiente diálogo entre aquellas ancianas. 

— Pronto vendrán buenas noticias, negra.
— Ya no es tiempo de noticias señora, ni de las buenas, ni de las malas.
— Sírvele algo de comer al funcionario del banco, negra.
— Solo nos queda esa papa hervida señora, cómala usted. 

Dice que Dorotea pasaba sus manos huesudas y temblorosas sobre el mantel de la mesa, que miraba sin ver, las pocas cortinas y algunos cuadros que colgaban en las paredes, como antiguos vigilantes de la casa. 

Apoyada en su bastón, Olivia lo acompañó hasta la galería y le dijo que,  aquel día, el caporal llamó a toda la negrada, repartió diez canastos entre todos y nos ordenó que los llenáramos de cuánta piedra encontrásemos cerca de la casa y de las barracas. Al volver todos con los canastos llenos, lo encontramos desnudo, apoyado contra el tronco potro de los látigos. Y nos habló con ese tono desafiante que tenía. 

— Cada uno tome una piedra y me la arroja con fuerza y luego otra y otra y otra, hasta que se vacíen los canastos, aunque ya haya muerto, desde el infierno, quiero ver los canastos vacíos.

Pero que nadie lo hizo. Que le dieron la espalda y en silencio, se retiraron al cobijo de los galpones. 

Dice que entonces sentían como el caporal lloraba de rabia y de vergüenza. Y que así, humillado, se fue para siempre. Dos días después la negrada también se fue.

—¡Negra! —dice que gritaba la señora Dorotea desde la sala— ¡Seu preta! Va para dentro, ya te dije que no hables con extraños.


©Walter Ricardo Quinteros 
/ htpps://diceelwalter.blogspot.com

Editor.

JUAN SOLÁ: CUMPLEAÑOS



La tarjetita decía que a las cinco, pero Sarita llegó a las cuatro porque su mamá la dejó de pasada cuando se fue a tomar el colectivo, así que nos sentamos abajo del gomero para ver lo que hacía mi mamá, que iba y venía por el patio, con el vestido de flores hecho una campana, inflado de tanto viento norte.

La tarjetita decía que a las cinco, pero mi mamá había salido en la bicicleta bien temprano, a las ocho, para ir a lo del Gringo a comprar las cosas para la tarde, para que esté todo listo antes de que mis amigos y mis primos llegaran.

Con Sarita mirábamos a mamá poner la mesa, que en realidad no era una mesa, sino una tabla larga que mi papá pintó de blanco para salir del paso. Mirábamos a mamá y mirábamos la mesa blanca, que se fue llenando de platitos de plástico rojo y chizitos y gaseosa de pomelo y, cada tanto, también se llenaba de las flores que se caían de los lapachos porque se habían quedado dormidas.

Sarita me hizo reír porque trajo la tarjetita que decía que la invitaba a mi cumpleaños de cinco a ocho por si en la puerta no la dejaban pasar, pero ¡cómo no la iban a dejar pasar, si era mi mejor amiga! Yo sé que Sarita es mi mejor amiga porque cuando se dio cuenta de que la tarjetita en realidad era una fotocopia, no se rió como se habían reído...

¡Los primos! avisó mi papá cuando escuchó el auto de la tía Nora. El auto o sus gritos, no sé. La tía Nora habla más fuerte que los motores y enseguida se puso a gritar que ¡cuidado con la zanja, Lucrecia! ¡cuidado que hay barro, Augusto! ¡se van a ensuciar las zapatillas nuevas!

Augusto y Lucrecia aparecieron en el frente de casa, saltando con cara de asco los charquitos, que eran como espejos para yuyos, acostados sobre la tierra húmeda.

¿No te podías ir a vivir un poquito más lejos?, le dijo la tía Nora a mi mamá cuando ella salió a recibirla, secándose las manos con un repasador. La tía tenía cara de enojada y mi mamá le dijo hola, Nora, pasá, pasá, te sirvo un poco de gaseosa con hielo.

Cuando vienen los primos, mamá se pone nerviosa porque nuestra casa es chiquita y ellos miran para todos lados y preguntan por qué las paredes están mojadas y por qué el techo es de chapas y por qué la puerta de mi cuarto es una sábana del Hombre Araña, pero nunca se fijan en cómo crecen los tomates de la huerta, ni les importan ni un poco las flores, como globos brillantes, que cuelgan de los árboles. Jamás preguntan qué significan las canciones de los pajaritos ni saludan al Tom y a la Negrita cuando les mueven la cola para darles la bienvenida. Al rato, se ponen chinchudos porque en mi casa no hay cable, ni videojuegos, ni computadora, y dicen que leer y dibujar es aburrido y enseguida empiezan a preguntar cuánto falta para volver.

Pero mi mamá dijo que igual tenía que invitarlos.

Para las cinco y media ya habían llegado todos y nos paramos alrededor de la tabla para tomar una gaseosa de pomelo y comer lo que había en los platitos.

Lucrecia le dijo a mi mamá que quería una chocolatada y Augusto se metía los chizitos en la boca y los escupía y como no había chocolate para la chocolatada, Lucrecia agarró su vaso de pomelo y lo vació en el pasto.

Este cumpleaños es una mierda, dijo.

A mí me dieron muchas ganas de empujarla y tirarla al barro, pero escuché la voz de Sarita y se me fueron las ganas de pelear, porque me mostró cómo hacer un caballo con palitos y chizitos y al final hicimos muchos porque los otros chicos se pusieron a jugar con nosotros y después Sarita nos contó que cuando los búhos se juntan en grupo, eso se llama "parlamento".

¿Cuánto falta para irnos, mami? dijo Augusto a los gritos, pero la tía Nora ni le respondió. No le hagas caso, me dijo Sarita. Te está buscando roña.

En eso llegó la Negrita. Venía de la calle, de jugar con los perros de la cuadra. Cuando me vio, movió la cola y paró las orejas, como diciéndome feliz cumpleaños, y enseguida se me vino encima, con tanta mala suerte que en el camino le pisó las zapatillas a Lucrecia.

Nunca la había escuchado gritar con tanta rabia. Lloró y pataleó y dijo malas palabras y después corrió hasta donde estaba la tía y le dijo que la perra le había embarrado las zapatillas nuevas. Yo corrí atrás de ella. ¡Fue sin querer, prima!, le dije, asustado. Tenía miedo de que mi papá la castigara a la Negrita.

Lucrecia me miró con los ojos llenos de odio. Creo que del otro lado de sus pupilas había un monstruo que quería comerme.

Vos porque no tenés ni zapatillas, me dijo, y la tía le gritó que si no se callaba la boca le iba a dar una cachetada. Yo sé que a la tía le daba vergüenza que a los primos se les escapara en voz alta lo que ella pensaba en silencio.

Mi papá, que no sabía pedir disculpas, no supo hacer otra cosa que agarrarla a manguerazos a la Negrita. Pobre Negra. Aulló finito, finito, como suplicando que la perdonen. ¡Pegale más fuerte, tío!, le pidió Lucrecia y mi papá le hizo caso porque no quería que nadie supiera que a él le daba mucha vergüenza no haber podido comprar las zapatillas que le había pedido.

Después de eso, la Negrita no vino a casa por varios días.

Mi mamá apareció con la torta en una bandeja y la canción del feliz cumpleaños en la boca y papá y la tía y todos los demás (menos los primos) cantaron con ella.

Me hicieron pararme en la punta de la tabla con todos los chicos y pedir tres deseos y soplar las velas y papá nos sacó fotos (después las mandaron a revelar y quedaron re lindas porque eran más o menos las seis y media y a esa hora los árboles del fondo de casa se veían mitad verdes y mitad anaranjados.)

La tía Nora vino con un paquete y mi mamá le dijo que muchas gracias, que no se hubiera molestado, y ella dijo que feliz cumpleaños, sobrino, que no era nada. Que era ropa que Augusto no quería usar, pero que estaba nuevita.

Mi papá me sacó una foto con la tía Nora, pero esa no salió tan linda.

Mi mamá agarró el cuchillo para cortar la torta y Sarita dijo ¡paren, que falta mi regalo! y sacó de abajo de la mesa una bolsita de plástico negro.

¡Sorpresa!, me dijo, cuando saqué las zapatillas. Estaban buenísimas. Eran rojas, con cordones blancos y unas tiritas de cuero marrón oscuro cosidas a los costados. Probátelas, me dijo mi mamá, que estaba re contenta. Cuando me las puse, me di cuenta de que me quedaban un poquito chicas, pero eran tan cómodas que no me importó. Me paré y era como estar parado arriba de la cama de mis papás.

La tía aprovechó que mi papá me sacaba una foto con las zapatillas nuevas para decir que gracias por todo, que muy ricos los chizitos, que se les hacía tarde para la misa. Nos tuvieron que obligar a darnos un beso con mis primos, que después se fueron saltando atrás de la tía Nora, que gritaba ¡cuidado con el barro! ¡cuidado con la zanja!

No se dieron cuenta, me dijo Sarita, muerta de risa, mostrándome los pies descalzos, escondidos debajo de la tabla.

Hoy nos vimos en la escuela y le conté que apareció la Negrita y ella me contó que le dijo a la mamá que se había olvidado las zapatillas en la puerta de su casa porque volvió caminando y había pisado barro y me dijo que su mamá le creyó y yo le conté que mi mamá dijo que ella era como mi ángel de la guarda y ella me contó que el domingo había visto un documental sobre animales y yo le conté que me quería comprar un cuaderno para hacer historietas y ella me contó que si le sostenés la cola a los canguros, no pueden saltar y yo le conté que hay una mariposa en África que es tan venenosa que puede matar seis gatos y ella me contó que los pingüinos se quedan con un solo compañero por el resto de su vida y yo pensé que ojalá Sarita y yo fuéramos pingüinos.



Juan Solá
Nació en La Paz, Entre Ríos, en enero de 1989. Es narrador y editor del sello Árbol Gordo. Publicó las novelas Naranjo en flúo (Sudestada, 2019), La Chaco (Hojas del Sur) y Ñeri (Hojas del sur), y los libros de relatos Microalmas (Sudestada) y épicaurbana (Sudestada).
Fuente: Revista Sudestada

PLÍNIO CAMILLO: PAVÉ DE MANÍ CON LECHE CONDENSADA



Ingredientes

*2 latas de crema de leche

Algo urgente: madrina. Muy urgente: querida madrina. Imprescindible: Mi querida, adorada madrina. 

Cuando quería pavé: Mi amada, adorada, encantada, mejor-dulcera-al-sur-de-pecos, es mi madrina.

*2 paquetes de biscochitos maizena.

Fueron a celebrar solos sus quince años en un restaurante. 

(El podía jurar que la madrina casi lo besó en la boca). 

Saboreó condimentos que lo hicieron chasquear los dientes, degustó dulces que lo hicieron bambolear las piernas y se sirvió bebidas que hicieron sentir festejos en su cabeza. 

(El podía jurar que la madrina apretó sus piernas.) 

Fue llevado bebido a la casa de ella. Ella le dio café amargo, un demorado baño frío y después un pavé helado. 

(El podía jurar que la madrina le agarró fuerte el pene.)

*2 latas de leche condensada cocida.

En tiempos de pocas jornadas laborales, robar un auto fue fácil. Lo complicado fue tirar al camarada de la ciudad. Ex-profesor, ex-guerrillero, actual terrorista y “un amigo muy querido” de su madrina. El fue muy atento, muy cortés, muy solidario, fue respetuoso hasta que el atrevido habló que ella era "todavía la concha más picante" que había comido. 

Con los dientes quebrados, fue arrojado al frente de la policía.

*200 g de coco rallado

Volver los feriados para la ciudad donde vivía la familia tenía siempre la misma rutina: 

Llegada los viernes a la noche. 

Sábado por la mañana, almuerzo con la familia, sábado por la tarde ver a los amigos. 

Sábado por la noche reencontrarse con viejos amores. 

Domingo por la mañana con la madrina. En la llegada, una larga estimulación vaginal. Conversaciones amenas y masturbaciones varias. Almuerzo con albóndigas y una doble penetración con auxilio de un consolador flexible. Antes de la sobremesa: una enrabada en la cómoda. Besos surtidos y un acercamiento hasta la autopista. 

No hacían nada de eso los Domingos de Páscua, los días de la madre y los cumpleaños.

*1/2 kg de maní torrado y triturado

En el casamiento de él con una rubiecita: el padre bebía, la madre reparaba en la decoración y la madrina lloraba a cántaros. En la recepción, el padre fumaba, la madre servía el buffet y la madrina hacía juramentos de venganza. En la salida para la luna de miel, el padre estaba arrojado en el jardin, la madre hablaba chismes con una nueva - vieja amiga de la infancia. Y la madrina atendía a la novia que cayó de las escaleras, que se quebró el brazo izquierdo, dos costillas, tuvo un pulmón perforado y una hematoma de importancia.

Modo de preparación

**Cocine la leche condensada por 30 minutos en olla a presión, espere a enfriar y abra la lata.

La madrina estuvo casi cinco años viajando con un novio. 

En ese tiempo, él fue padre de gemelos. Fue dos veces despedido, abrió un negocio propio pero le fue mal.

Lo readmitieron dos veces pero con salarios más bajos, y encontró a su esposa, la rubiecita, con el masajista de ella en la cama, dos veces.

Cuando la madrina supo de sus infortunios, lo invitó a vivir con ella y hacer el más delicioso pavé. Cada quince días, cuando los gemelos estaban con él, ella, la madrina, volvía a su cuarto.

**Mezcle todo en la licuadora, la crema de leche, y la leche condensada cocida.

Para tener una segunda ceremonia de casamiento tranquila, él les ofreció a su madrina y a su madre una excursión de cinco días para Caldas Novas.

Allá ellas de farra, robaron todos los documentos de una compañera de viaje.

De allí fueron a Brasilia y se hartaron de gastar. Fueron presas cuando entraron a una escuela de baile.

Las firmas de los cheques no coincidían. 

**Haga camadas de biscochitos, de la crema batida en la licuadora y el maní triturado hasta terminar los ingredientes. 

¡Tu me dices que era urgente! 

¿Quieres un pavê? 

Gracias madrina, estoy con prisa.

¡Bájame los cierres! 

Un poco, por favor. 

¡No, entra!

Por favor. Madrina, ¿acaso ya no quedamos? 

Si, más … quiero… un poco… solo que me pases la cabecita.

No. 

Una pasadita. 

Madrinha, me voy ahora.

¿En la cómoda? Tan solo un poco, la mitad.

¿Tienes pavé? 

Dame quince minutos y estará listo.

Va todo.

**Lleve a la heladera por aproximadamente 12 horas y sírvalo enseguida.

La madrina tenía noción de que repetía las historias. 

El tenía la certeza de que su madrina precisaba de cuidados especiales. Olvidaba la rutina, cambiaba nombres y lo aferraba en público. 

Ella le dijo que tenía calor.

Él abrió la ventana.

La madrina le pidió una copa de agua, antes lo besó y le dijo que lo amaba como a un hijo. Apretó su pene y comenzó a rezar.

A él le causó gracia. "La madrina agradece a Dios ¿por una copa de agua o por una cogida?". Fue a buscar el agua con la creencia que debía internarla.

Ella se arrojó desde el séptimo piso.












Plínio Camillo
contosbombonsortidos.wordpress.com
(Traducido por: Ibarrechea)

JESÚS RUIZ NESTOSA: HUÍDA

Ya están enganchadas las mulas, partamos, ju-jú mula, fuerza, arriba, vamos. Nataniel, súbase usted al carro con su madre, no sea que también nos perdamos. Fuerza mula, adelante, por esta calle no, que es muy estrecha y no pasaremos con nuestros carros. Simón golpea las ancas de los animales y les obliga a torcer hacia las termas para cruzar luego el río.

Simón camina al lado del carro, vara en mano, azuzando a los animales, fuerza, adelante, ju-jú, no llores Josabet, tu madre no ha muerto, simplemente está perdida, irá en el carro de alguien, de alguien que la recogió, en medio de esta terrible confusión que es la calle. Simón carga el carro yendo y viniendo del interior de la casa, tirando adentro de él aquello que más a mano encuentra. Procuro hacer todo de la mejor manera posible, pero rápido, no queda tiempo que perder. Le pido a tu madre que se tome del carro. La última vez que la veo se sujeta a uno de los radios de la rueda y llora. Luego, entro, salgo de nuevo y ya no está allí.

Raquel, Raquel, grita Simón en medio de la multitud que llena la calle con sus carros, sus sillas, sus bultos, nadie conserva la calma, tranquilidad, hay tiempo para huir, tranquilidad, grita Simón, pero nadie le responde. Ya la encontraremos, en algún lado debe estar, adelante mula, fuerza, arriba, el carro cruza el río por el largo puente donde todos se atropellan queriendo abandonar la ciudad.

Simón, su piel tan blanca, más blanca aún resaltando por encima de su barba negra. Arreando las mulas que arrastran el carro, Josabet su mujer y su hijo Nataniel se suman a la caravana y ya fuera de la ciudad se vuelve Simón para verla por última vez, las paredes blancas, ardiendo al sol de la mañana, y las columnas de humo que indican algún incendio, Josabet, te haré una casa nueva, de paredes blancas, con su patio en el centro y allí la fuente donde se pueda oler a piedra y a tierra húmeda, oír el ruido del agua corriendo en un hilo. Josabet no habla, tendida en el carro, se venda los ojos, no quiere que nadie la vea, que nadie la sepa ciega. Simón no me dejes sola, quédate al lado del carro, estás tan solo como nosotros, separado de nuestro mundo siempre oscuro y el tuyo que no sé cómo percibirlo, como el de Nataniel, el de mi madre Raquel. Calla, apresuremos el paso, que los gentiles quieren para sí esta tierra. Simón, al lado del carro, una vara en la mano, ju-jú mula, fuerza, adelante, arriba mula, no me sentiré seguro hasta que hayamos puesto mucha distancia entre nosotros y los cristianos que ya están en Córdoba, pero nunca será de ellos, porque en ella hemos puesto algo nuestro que no podrán cambiarlo, ni tampoco podrán apoderarse de ello sin renunciar a lo que son y lo que piensan.

Calma, calma, se dirige Simón a quienes tiene más cerca. Hay tiempo, hay tiempo, la gente mira hacia atrás y vuelve a atropellarse. ¿Están cerca los gentiles, padre?, y Nataniel se queda quieto esperando la respuesta que no llega. Sólo el ruido de las voces confusas y palabras desordenadas y el sol reflejándose en los ojos grandes, redondos, oscuros de Simón que vuelve la cabeza. A su lado, Nataniel, sentado en el carro, Nataniel que heredó de su madre y su abuela la ceguera, sus ojos casi en blanco no verán nunca esta tierra, ni la otra, ni a la que llegaremos.

Simón, quédate al lado del carro, camina cerca, ju-jú mula, fuerza, fuerza, empuña la vara, golpea las ancas, Josabet, estoy a tu lado, voy a caminar siempre aquí cerca, de modo que no tengas miedo. No han incendiado nuestra ciudad, ¿verdad? Sólo en algunas partes se levantan columnas de humo, un humo negro, espeso. Simón quiere detenerse para mirar por última vez los techos de tejas, muy apretados, como parcelas de sembradío, pero a distintos niveles, con sus lomos rojonegruzcos y sus canales para dejar correr el agua. Se debe mantener la calma, Josabet, Jehová nos mostrará la nueva tierra donde asentarnos. Y tirar hacia adelante. Todo nuestro pueblo va saliendo de la ciudad. No es la primera vez. Ni será la última. Aquí vamos, con todo nuestro pueblo, que somos nosotros. Hijo, usted lo sabe. Aquí vamos, cruzando el campo. Y el campo a esta hora se tiñe de una luz violeta, cayendo está el sol atrás de las montañas y del mismo color se tiñe la arena y de negro un monte de olivos que comienza allá muy lejos, cerca del horizonte. Todos estamos juntos, duérmete Josabet, que ya cae la noche. Todo el valle que corre al pie de las montañas está cubierto de carros que se detienen y se encienden fogatas, Simón está tan cansado que se tiende al lado de su carro donde su mujer duerme, al lado de Nataniel, su hijo al que ya le crece la barba parecida a la suya, en su cara de piel blanca, muy blanca, casi confundida con sus ojos sin color, cegados por la herencia.

Ju-jú mula, fuerza, adelante, arriba mula, pega con la vara en las ancas, una mula se agita, la otra está tendida en la arena, ligeramente cubierta de polvo está muerta, por el hocico cae un hilo de baba con espuma, ju-jú mula, ¿qué pasa?, la mula no se mueve, rígida, los ojos abiertos, dos esferas de cristal fijadas en el vacío como los ojos duros, dos bolas acuosas, de Raquel, Nataniel, Josabet.

Josabet, ¿dónde estás? Josabet. El sol está a más de dos palmos por encima del horizonte y calienta la arena, deslumbra la vista. Josabet, Josabet. No está durmiendo en el carro, las mantas revueltas, sólo está marcado en un hueco el volumen de su cuerpo. No se sabe si el calor que hay allí es el que ella dejó o es el calor que ahora pone el día en todas partes.

Padre, ¿dónde estamos? ¿Aún no parte la caravana? Arree las mulas. La mula está muerta, Simón no puede arrearla. La que queda viva olfatea el cuerpo del animal muerto, resopla levantando pequeñas nubes de polvo, el polvo que se depositó sobre el cuerpo, levanta el cuello y lanza al aire un quejido largo, hiriente. Simón levanta la cabeza, casi con el mismo gesto que hace un momento lo hizo la mula, y a su alrededor está el campo vacío, silencioso, reverbera el sol al reflejarse en la arena, produciendo imágenes de lagos que flotan a dos palmos del suelo. Simón se protege los ojos con una mano en forma de visera, no le sirve para ver mucho más lejos. Sólo para darse cuenta que no hay nadie alrededor, la caravana ha desaparecido sin dejar rastros, no quedan desperdicios en el campo, ni huellas de carros o de animales, Josabet debe haberse ido con la caravana, no quiero asustar al muchacho, Nataniel, quédese tranquilo hijo, sólo nos hemos quedado un poco atrás, pues nos dormimos a causa del cansancio.

Ju-jú, mula, arriba, golpea con la vara, le pide a Nataniel que se baje del carro, porque ahora sólo tenemos un animal, camine usted tomándose de la parte de atrás del carro, debemos apresurar el paso para dar con la caravana, veo su polvareda allá a lo lejos.

Padre, no huelo a polvo, ni a animales de tiro, ni al estiércol que van sembrando a causa del esfuerzo. En verdad no se ve nada a lo lejos, a no ser la luz cegadora del sol que se va acercando al mediodía, ni hay huellas que seguir, ni rumbo marcado, sino la intuición de encontrar en este sentido el mar, donde debe estar reunida la gente y estarán las barcas ayudando a cruzar a la costa africana, y donde tienen que estar Josabet y su madre, Raquel, más fácil será dar con ellas allí, que acá con la amenaza próxima de los ejércitos cristianos.

Nataniel no se suelte usted del carro, ju-jú mula, arriba,-fuerza mula, la mula resopla, por un momento se queda, Simón da golpes con la vara sobre las ancas y reanuda el paso, Nataniel trastrabilla, está a punto de caer, hijo, sosténgase fuerte. La arena caliente se mete entre los cueros de las sandalias, ya quema, los dos hombres se protegen la cabeza del sol del mediodía, sólo les queda medio pan y un poco de queso que les sirve de almuerzo, la mula no come, ellos tampoco lo harán ya si no dan con la caravana, o el mar, o la barca que les lleve a África.
Padre, ¿falta mucho para llegar a África? Pues como de Córdoba a Granada, y de Granada a Sevilla y de Sevilla de nuevo a Córdoba, por un camino tortuoso de arena y pedrisca. ¿Y si bajáramos por el Guadalquivir? El Guadalquivir es ahora de los gentiles.

Padre, quisiera poder ayudarle guiándole la mula. Arriba mula, arriba, fuerza mula, no puedo decirle nada aún cuando ahora ya no hay diferencias entre él y yo, tan ciego estoy, perdido en este inmenso campo, con su silencio, su soledad, su ausencia de signos. No sé adónde vamos.

Usted está cansado hijo, ¿quiere subir un momento al carro? Arre mula, adelante, no padre, no voy a subir, ya es mucho peso para un solo animal. Debemos andar rápido para reunirnos con madre y abuela que deben estar esperándonos para cruzar a África, dependiendo de usted, padre. Qué dura ha sido la vida, los tres viendo a través de sus ojos, sujetos a usted, guiándonos por usted.

¿Dónde estará Josabet? Habrá caminado por la noche y equivocadamente se subió a otro carro. ¿Y si cayó en alguna fogata, de las que se encendieron en el campamento? ¿Y si al caminar no tropezó con nada ni la vio nadie y siguió caminando toda la noche, todo el día?

A las seis de la tarde, cegado por el sol, ve a lo lejos una silueta de alguien que se mueve, con la cabeza caída sobre el pecho, las espaldas muy encorvada, ju-jú mula, fuerza, rápido, más golpes en las ancas, por si es Josabet, o alguien que pertenece a la caravana, que se retrasó esperándoles para indicarles cuál es el camino. Creo, sostiene el sonido final Simón y luego se calla para no alarmar a Nataniel que arrastra los pies levantando nubes de arena.

Fuerza mula, la figura está ya cerca, aún el sol ciega y es imposible ver bien hasta llegar al lugar mismo, Josabet, no es posible, sólo un arbusto escuálido, de ramas dobladas por el viento, cuyas hojas calcinadas por el calor de la tarde vibran contra el cielo encendido por el sol, el calor, la falta de agua, la desesperanza de mirar de nuevo a un lado y otro, constantemente, a la espera de una señal que no llega y el horizonte que se prolonga constantemente, cada vez parece estar más lejos África, más lejos el mar, más lejos la posibilidad de encontrar a Raquel y Josabet, que Nataniel no descubra mi desesperanza.

Padre, la noche debe estar cerca porque el sol ya no calienta tanto. Y no se preocupe si ya no tenemos provisiones, pues estoy tan cansado que me iré a dormir sin comer, sin quejarme tampoco. De todos modos ya debemos estar cerca, mañana a más tardar nos habremos reunido todos.
Iremos un poco más adelante, hasta que salga la luna, mientras dure el aire tibio del día, debemos adelantar camino, un poco más adelante, no importa padre, no estoy aún cansado, puedo andar un tanto más, Simón ya no mira a su alrededor sino al frente, buscando descubrir un punto luminoso, la señal de una hoguera adelante de él, una claridad que le indique que el rumbo seguido hasta ahora es el cierto.

Acuéstese hijo, que es tarde, así, sin desvestirse que ya comienza a soplar la brisa fresca que se levanta por las noches. Debe ser el aire que llega del mar. Nataniel se tira a un lado del carro del que Simón separó ya la mula, sin embargo no huelo el aire de mar. ¿Se acuerda padre cuando usted nos llevó a Málaga aquel verano? Entonces se me quedó grabado el olor del mar, del viento que sube cargado de sal. Pero ahora el aire es frío y nada más. Duérmase hijo, que es tarde y el camino largo. Duérmase usted padre que mañana debemos alcanzar la playa.
Simón se tiende al lado de la mula que desea cuidar, no ha encendido fuego por temor a ser descubiertos en medio de la noche. Se queda un largo rato con los ojos clavados en la mula que está parada. ¿Por qué estos animales no se acostarán a dormir? Descansa el animal alternando las patas.

Simón sueña con Moisés, quien le entrega el bastón con el cual abrió el Mar Rojo y le da instrucciones para utilizarlo, y abrir el mar y llegar a África sin necesidad de barca. Pero sus mulas, tiene dos de nuevo, se atascan en el fondo de tierra húmeda, las ruedas del carro quedan empantanadas mientras Raquel, Josabet y Nataniel se quedan inmóviles, sin poder ayudar porque no ven. Se va a buscar ayuda, y cuando vuelve al mar se ha cerrado de nuevo, las mulas están ahogadas flotando en el agua sus cuerpos con los vientres muy hinchados y a lo lejos, en una barca, va su familia, a la deriva, dejándose llevar por el viento, pues nadie ve ni puede fijar el rumbo.


Nataniel, Nataniel, despierta sobresaltado llamando a su hijo. Y nadie le responde porque el sitio en que durmió Nataniel está vacío. Sólo hay una forma en la arena, una forma que en definitiva puede ser de cualquier objeto y en la que Simón, con mucho trabajo, ubica la forma del cuerpo de su hijo. Todo alrededor es silencio. El sol deslumbra una gran zona del cielo de modo que es imposible determinar en qué parte, exactamente, se encuentra. Sólo se sabe que ha amanecido, hace más de un par de horas.

 En todas partes, por encima de la superficie del campo, casi un mar de arena, se forman los charcos de luz, deslumbrantes, enceguecedores. Y atrás, adelante, o a un costado, formas que se mue ven, como cuerpos que corren, alejándose o acercándose. Nataniel, Josabet, Raquel. La caravana entera. Y así como aparecen, así se diluyen en el aire.

Ju-jú mula, arriba, adelante mula, fuerza. Y la mula no responde. Tirada sobre la arena, una nube negra de moscas le da vueltas el hocico donde la sangre ha formado un coágulo también negro, mientras el labio inferior se ha corrido para abajo dejando ver una hilera de dientes muy blancos, al igual que las encías, donde ya no hay color. Ju-jú, mula, arriba, no puede ser, muerta al igual que la otra ayer a la mañana, el hijo desaparecido, Nataniel no pudo haberse ido siguiendo el rumbo de la madre, porque no ve y sobre todo porque no dejó señales, ni se ven signos por donde hubo de haberse ido. ** Tal vez despertó en la noche y quiso caminar y perdió la noción de donde estaba, y anduvo haciendo círculos, como se camina siempre que uno se pierde, hasta que los círculos fueron agrandándose, cada vez más lejos, y se perdió en alguna parte del valle.

Las moscas negras, algunas verdosas y brillantes, vuelan obstinadamente alrededor de la cabeza de la mula muerta, de sus ojos abiertos, secos, tal vez duros, con un empecinamiento tal que queda flotando en el aire un zumbido sordo, constante, a veces se posan en una mano de Simón, en la nariz, en el espacio blanco de rostro que deja libre la barba negra, fuera mosca pegajosa, cómanse mi mula, bébanse su líquido, su agua, pero a mí no me toquen, no me metan en su juego, moscas asquerosas. ¿De dónde habrán salido si no hay nada más que arena y pedrisca a mi alrededor?

Toma el carro por las varas, adonde enganchó las mulas tres días atrás y empuja un poco hacia atrás, luego hacia adelante, de nuevo hacia atrás sin tropezar con el cuerpo del animal al que ahora comienzan a llegar también las hormigas. Después vendrán las aves de carroña, pero yo no estaré aquí para ver cómo le meten el pico por los ojos, es lo primero que se comen, detiene el carro, descansa, piensa mientras mira de nuevo a su alrededor, todo es igual, el panorama, las montañas, el horizonte, como si no me moviera del mismo lugar después de tres días de camino, busco ver nada más que la figura de Nataniel, o de Josabet, o de Raquel en algún punto del paisaje para correr hasta ellos, unirnos a la caravana y seguir de nuevo, todos juntos, hasta el mar.

Simón estira del carro que se inclina a un lado, se hunde la rueda en la arena, se detiene, estira, vamos Simón, fuerza, adelante, ya no puede gritar a las mulas, tengo que darme ánimo, el carro se inclina hacia el lado opuesto, se desplaza, se hunde la otra rueda en la arena, fuerza, arriba, adelante, ya no tiene la vara para azotar las ancas, se inclina hacia adelante, todo el cuerpo tenso, las sandalias desaparecen abajo de la arena, el carro se inclina, ahora mucho menos hacia izquierda y derecha, luego rueda ya con cierta facilidad por el arenal, sin caer en nuevos pozos.

Tal vez debiera aligerar el peso, dejando caer parte del equipaje. ¿Pero dejar caer qué? ¿Lo que era de Josabet o de Nataniel? No, las cosas que son de Josabet y Nataniel, las cosas que son de Raquel. Nos hemos separado pero en el pensamiento seguimos juntos. Estarán en la playa esperándome que llegue con el carro, para cruzar a la otra orilla. El carro no lo podremos llevar. Voy a quemarlo en la playa para no dárselo a los gentiles, carro pesado, después de todo, ruedas pequeñas que se atascan en cualquier piedra, fuerza, más fuerza, debo estirar, siguiendo adelante. Allá voy Nataniel, Josabet, Raquel. Ya llego, ya llego.

Al mediodía el campo de visión de Simón se ha transformado. Sobre su cabeza siente que el sol está ahora en lo más alto del cielo y, por lo tanto, sus rayos le caen encima con todo el peso de su verticalidad. La luz le enceguece, de modo que sólo le resulta nítida una franja de campo que hay a su alrededor, que se va diluyendo a medida que se aleja, que va hacia el horizonte, para subir en forma de cúpula brillante, de luz intensa, adonde no puede llegar la vista porque los párpados se cierran, no se ve nada, como los ojos de mi familia, ya los voy perdiendo, casi estoy tan ciego como ellos, deambulando por el campo.

Ju-jú mula, arriba mula, fuerza, escucho mi grito. ¿Están allí los animales? Oigo su jadear, primero mi voz, ¡mula!, ese soy yo, y ahora silencio, callo y escucho. No, ya no están los animales, están nada más que las moscas, un zumbido similar me llena la cabeza, fuera, fuera, moscas pegajosas, verdes, brillantes, negras, fuera.

Tal vez debería cantar, para darme ánimos. Pero es mi aliento el que se va, y me duela la garganta a causa de la sed que siento. Hasta el tragar mi propia saliva me resulta doloroso. Hijo, tráigame una taza de leche y pan, que hoy es viernes y ya oscurece, empezamos a decir las oraciones, oh Dios, los gentiles han entrado en tu herencia; han profanado tu santo templo, han convertido a Jerusalén en montones de escombros, han derramado su sangre como agua en derredor de Jerusalén y no hay quien los entierre. La voz de Simón se extiende por el camino como un lamento que no alcanza a ser oración, ni canto ni quejido, sumándose al ruido de las ruedas, Simón estira maquinalmente de un lado, del otro, las ruedas resbalan sobre la piedra, el carro sigue adelante.

¿Quién quedó en Córdoba para enterrar a los muertos? ¿Quién enterrará a Nataniel, a Josabet, a Raquel? Pero por qué enterrarlos, quién dijo que están muertos. Eran tan terribles las armas de los gentiles. Se levantaron por la noche de la cama y se fueron a campo traviesa, camino del mar, guiados por su olfato, por su instinto, como sólo los ciegos saben oler y presentir las cosas. Sin tocar saben dónde está la mesa, dónde la silla, dónde estoy yo, cómo camino, si me duelen los pies, qué hago con las manos.

El sol le da ahora de frente, le quema los ojos que ya no ven más que el espacio donde se pondrá aproximadamente el otro pie y más adelante una vara. Luego empieza un límite de arena brillante que se levanta como una cortina ardiente, infranqueable, que va retrocediendo un paso cada vez que Simón adelanta uno.

¿Nataniel, Josabet, Raquel? ¿Quiénes son? Mi hijo, mi esposa, mi suegra. ¿Habla la Biblia de cómo comportarse con la suegra? Habrá que buscar en qué libro. ¿Y si nunca tuve esposa, suegra e hijo? Ju-jú mula, quiero escuchar mi voz, así grité desde que salí de Córdoba, dando golpes en las ancas de mis dos mulas que de pronto se murieron. El sol primero se convierte en una esfera roja de bordes imprecisos y termina por ocultarse rápidamente atrás de una línea que se vuelve negra y Simón no puede determinar si son las montañas, la prolongación del valle arenoso o el mar que desde hace tres días busca.

Arre mula, que ya cae la tarde, se viene la noche y descansaremos. Quiero escuchar mi voz. Su cuerpo se tensa en un esfuerzo tan grande que el carro marcha con mayor celeridad por espacio de algunos metros y, por fin, Simón cae en tierra y el silencio que le acompañaba crece y se le viene encima.

Se incorpora, mira hacia atrás y ve que el carro está vacío, en él no hay un solo objeto, absolutamente nada, ni las ropas de Josabet, ni las mantas que cubrían nuestras camas, ni los baúles, ni la silla de Raquel. Lo habré perdido todo en el camino, tantos tumbos dábamos.

Tendré que darles alguna explicación, cuando nos reunamos de nuevo. Pero con quién. ¿No serán ellos personas conocidas y que en esta soledad les hice mi esposa, mi hijo, mi suegra? Debo encontrarlos. Yo sé que me pertenecen y me esperan. Ellos no han desaparecido, solo las mulas, que están muertas.

Acostémonos a dormir. ¿Qué me espera esta noche? Y mañana al despertar, ¿con qué sorpresa me encontraré? ¿Estaré yo muerto y el carro habrá desaparecido? ¿O desapareceré yo y estará el carro muerto? Como las mulas, como Nataniel, como Josabet, como Raquel, vieja idiota, gritando en medio de la calle, sin salirse del paso, en medio de la avalancha de gente que huía. Simón se tiende lentamente al lado del carro, a pesar del fresco que comienza a llenar la noche, no quiere cubrirse, por si alguien viene, tomo el carro, engancho las mulas, sigamos el viaje que ya es tarde y debemos unirnos a la caravana.














Jesús Ruiz Nestosa
Ciudad de Asunción, Paraguay 1941. Narrador, fotógrafo y periodista. "HUIDA”,cuento galardonado con el «Premio Hispanidad» (1974) Foto: Luis Szarán /www.portalguarani.com

MÚSICA: LOS FRONTERIZOS


"Recuerdo salteño"

Subido por: Guillermo SG

Recuerdo Salteño (Album Version)
Artista
Los Fronterizos
Con licencia cedida a YouTube por
UMG (en nombre de Universal Music Argentina S.A.); Warner Chappell, LatinAutor - Warner Chappell, LatinAutor, UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM y 3 sociedades de derechos musicales



"Zambita del musiquero"

Subido por: Alexangus Mac
Zambita Del Musiquero
Artista
Los Chalchaleros
Álbum
50 Años De Leyenda
Con licencia cedida a YouTube por
[Merlin] Altafonte Music Distribution (en nombre de DBN); Warner Chappell, PEDL, LatinAutor - Warner Chappell, LatinAutor, UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM y 7 sociedades de derechos musicales






Los Fronterizos 
Es un conjunto folclórico argentino que se formó en la ciudad de Salta, en 1953. La primera formación era un trío, integrado por: Gerardo López ―quien sería llamado «la voz de Los Fronterizos»―, Carlos Barbarán y Emilio Solá.

En 1954, Solá se retiró y fue reemplazado por Cacho Valdez. Después Valdez se retiró y fue reemplazado por Eduardo Madeo, quien finalmente quedaría como integrante definitivo. Casi simultáneamente se sumó el guitarrista Juan Carlos Moreno, el tercer «histórico» que ―junto a López, Madeo y Barbarán― conformó el cuarteto que grabaría los primeros simples.

En 1956, Carlos Barbarán se retiró del grupo y fue reemplazado por el cantante, compositor y arreglador César Isella. Sus extraordinarias voces y los novedosos arreglos musicales fueron grandemente admirados y sus discos alcanzaron altos niveles de ventas.

Tras unos primeros años de actuaciones locales, Isella, López, Madeo y Moreno viajaron a Buenos Aires para participar en programas de radio.

En 1964 les llegó la consagración internacional, tras la grabación de la Misa criolla de Ariel Ramírez. El gran éxito cosechado por esta obra les llevó a actuar en los más importantes auditorios del mundo. De aquí en adelante, el conjunto fue consolidándose y haciéndose conocido entre el gran público, con la colaboración del guitarrista y cantautor Eduardo Falú, del pianista y compositor folclórico Ariel Ramírez y del percusionista Domingo Cura.

En esos años se desarrolló en la música popular argentina el movimiento de la Nueva Canción, con fuerte raigambre popular y política. Dentro del grupo se generaron tensiones debido a las diferentes ideologías políticas de sus miembros. Esto llevó en 1966 al alejamiento de César Isella, quien comenzó una exitosa carrera solista, siendo sustituido por Eduardo Yayo Quesada (1941-2012). Sin embargo, el cuarteto siguió activo por todo el mundo y participó en viajes y presentaciones, especialmente por Latinoamérica y Europa. 

Presentaron su célebre Misa Criolla en Nueva York, desde Manhattan hasta la Estatua de la Libertad, mostrando sus característicos trajes de gaucho. Durante este recorrido fueron entrevistados para el programa conducido por Pipo Mancera, Sábados circulares.

En 1977, Eduardo Madeo se retiró del conjunto. En su lugar, ingresó el cordobés Omar Jara, con el que grabaron una segunda versión de la "Misa criolla", junto a la Orquesta Indoamericana - dirigida por Oscar Cardozo Ocampo - y al Coro de jóvenes del Collegium Musicum de Buenos Aires.

En 1979, Juan Carlos Moreno le ganó un juicio a Gerardo López por la posesión de la marca registrada Los Fronterizos. Gerardo López, Eduardo Madeo y Yayo Quesada se retiraron del grupo, para formar el conjunto de Las Voces de Gerardo López. Provisionalmente, Moreno integró a Fernando Xamena en lugar de Jara, a César Isella en lugar de Quesada y a Germán Sánchez en lugar de López. Ambos conjuntos habían convivido con el nombre de Los Fronterizos durante 1978.

En 1981, Moreno contrató al dúo Abramonte (Juan Cruz y Segundo Rodas) y a Miguel Quintana. Esta formación firmó su contrato con EMI Odeón Argentina.

En 1987, Juan Carlos Moreno, Segundo Rodas y Miguel Quintana abandonaron el conjunto. Ese año obtuvieron el Premio Konex (Diploma al Mérito) como uno de los cinco mejores grupos de folclore de la década. Juan Carlos Moreno traspasó la titularidad del nombre "Los Fronterizos" a Juan Cruz.

Tres años después, en diciembre de 1990, Juan Cruz activó de nuevo el conjunto, contratando a Pepe Berrios, Roberto Medina - ex integrantes del conjunto Los de Salta - y David Apud.

En 1992 grabaron el álbum Lo mejor por los mejores donde recordaron los viejos éxitos. En 1993 falleció Pepe Berrios y su lugar fue ocupado por el mendocino Miguel Mora. En 1994 salió a la luz el disco Romance de luna y flor, grabado en el sello Magenta. A principios del año siguiente falleció trágicamente Roberto Medina y su lugar fue ocupado por el bonaerense Nacho Paz. Con esta formación grabaron tres discos: Pinturas de mi tierra (1996), Por tanto amor (1997), 50 años: un canto a la vida (2004) y una nueva versión de la "Misa criolla" (2005) junto al coro de la Catedral de San Isidro.

En diciembre de 1999 se reunió nuevamente la formación original de Los Fronterizos: César Isella, Juan Carlos Moreno, Eduardo Madeo y Gerardo López. Realizaron un concierto en el Estadio Chateau Carreras, en la ciudad de Córdoba, para interpretar la Misa criolla junto al pianista Ariel Ramírez (compositor de la música). El evento congregó a más de 35.000 espectadores que aclamaron a la formación. 

En 2000, Eduardo Madeo, Gerardo López y Yayo Quesada, junto con el guitarrista Óscar Espeche, grabaron un disco llamado Nuevamente juntos, donde recordaron éxitos de las viejas épocas. En 2002 viajaron a Castellón y Palma de Mallorca, España, presentándose con el nombre de Los Fronterizos, y cosecharon un éxito destacable.

En 2009, Nacho Paz abandonó el grupo y fue reemplazado por Sergio Isella (sobrino de César Isella) y así continuaron las giras por Argentina y Latinoamérica.

En 2011, Sergio Isella abandonó el conjunto y se integró a Las Voces de Gerardo López (quien había fallecido en 2004). Su lugar fue ocupado por José Muñoz, de Los Altamirano. Durante todo ese año Los Fronterizos viajaron por el sur de la Argentina.

En noviembre de 2015 falleció Juan Cruz, propietario hasta entonces del nombre "Los Fronterizos". Su puesto en el conjunto fue ocupado por Nestor De Volder. También reingresó en el grupo Nacho Paz, puesto que José Muñoz tuvo que ocupar el puesto de David Apud. En 2017, salió el más reciente trabajo discográfico, hecho con Garra Records.

Fuente: YouTube / Wikipedia / Foto: portaldesalta

viernes, 21 de febrero de 2020

PILAR GALÁN: SEPTIEMBRE




(…) Porque no se puede ser feliz en este tiempo muerto y lentísimo,
el indeseable paréntesis entre una vida que ya es mentira
y otra que no acaba de ser verdad del todo.
Ningún destino es tan ingrato
como el de las personas condenadas a vivir
eternamente en septiembre.
(A. Grandes)

La casa está fría. Hay nubes deshilachadas, borrones grises, flecos azules a través de la persiana. La luz se cuela aún como polen de oro, cada vez con menos fuerza, como si presintiera ya el otoño.

La siesta no nos ha hecho bien. Luis se ha levantado con el ceño fruncido, con ese gesto tan suyo de estar enfadado con todos. Ana no quiere tomarse la leche. Lloriquea aún desde la cocina, quiere empezar a andar sobre el suelo frío. Anoche tosió un par de veces, a tientas en la madrugada aparecieron por fin los edredones.

La piscina se ha puesto verde. Flotan bolsas de plástico, alguna silla, el césped se adueña ahora de todos los rincones. Luis pregunta por las ranas. Una y otra vez, cientos de veces, tironea de mi falda hasta que atrae mi atención. Las ranas, cuándo vuelven las ranas, están ya las ranas en el agua sucia, en esa agua tan sucia ya que no ve ni el fondo, podemos bajar a ver las ranas, mamá por favor. Ana llora.

Las pastillas dejan la lengua resacosa y dura. Los ojos pesan, pesa la tarde entera cada vez más cerca de la noche. Aún hay que lavarse la cara, tomarse un café, coger el coche, comprar los libros.

Milagrosamente, a las seis en punto estamos ya abajo. La portera nos mira como a recién nacidos, con esa ternura tan dulce de las mujeres mayores. Los ha abrigado usted mucho, me dice. Luego engaña el tiempo, veranillo de San Miguel, veranillo de los membrillos. No tengo fuerzas para hablar del tiempo. Recojo el correo. Tampoco hoy ha escrito. No sirven de nada los conjuros mágicos ni retrasar el momento hasta la tarde. El hueco del buzón saluda desde las once de la mañana.

Hay tráfico ya. Luis pregunta cuánto tiempo tardaremos en llegar al híper. Ana le imita. Luis le pega un manotazo en la boca. Desde el espejo retrovisor se ven las cosas como en un cine, como si no estuvieran pasando.

Pongo la radio. Suena por enésima vez la canción del verano. Atrás los dos se desgañitan. Acabarán pegándose otra vez, cuando se acabe. Por suerte, luego viene la segunda canción del verano, y luego la tercera. Sus voces me llegan desde otro mundo.

Intento mantener la concentración. Como en la autoescuela. Solo mirar al frente y a los espejos. No desviar la mirada ni un segundo. Si una avispa entra en el coche, bajar la ventanilla con cuidado, sin dar manotazos. Si nos pica, señalizar la maniobra y apartar el coche hasta el arcén.

Doy un manotazo a Luis. Cambio la cinta, me peino, en el semáforo en rojo me pinto un poco la raya. Me pita el de atrás. Ahora se me cala, verás tú cómo se me cala. Menos mal que me he puesto las zapatillas de deporte. Rebobino la cinta, subo el volumen, le paso a Ana el muñequito rosa. Me incorporo por fin a la autovía. Me pongo el cinturón de seguridad. Estoy suspensa, es lo primero que tendría que haber hecho. Bajo el seguro del coche. Estoy a punto de estrellarme con un camión. Ha empezado a llover.

Toda la ciudad ha decidido salir a comprar los libros esta tarde. Seguro. Podríamos haber ido en autobús. Me lo dijo mamá. Hija, no te arriesgues tanto, que vas con esas dos criaturas.

—Tres criaturas, mamá, eso es lo que somos. Una madre asustada y dos hijos llorones.

Mamá no sabe aparcar, dice Luis, con su voz de hombre. Le miro con odio por el retrovisor. No sabe aparcar, no sabe aparcar, canta. Ana ha empezado a seguir la melodía. Podría echarme a llorar ahora mismo, dejar el coche en mitad de la explanada, con las puertas abiertas y mis hijos dentro, y correr bajo la lluvia, como cuando era niña, exactamente igual, sentir las gotas resbalando por mi pelo, saborearlas, pisar charcos, volver a casa con las piernas empapadas, sabiendo que me espera un vaso de leche caliente y dos azotes.

En vez de eso, cuento hasta diez y sigo dando vueltas sin sentido. Aparco por fin en la otra punta de la puerta de entrada. Me miro en el espejo orgullosa de mi hazaña. Estoy horrible. Parece que me he echado encima veinte años.

Lo primero que me levanta dolor de cabeza es el ruido de la gente. Todos en procesión en busca de los libros. Luego, la música de las narices. Julio Iglesias a todo volumen. Ana arrastra los pies.

Hay una cola enorme para recoger los libros. Jugamos a contar niños, jugamos a adivinar colores, jugamos al veo-veo. Luis dice que se aburre. Que quiere ir a ver juguetes. Por megafonía anuncian que regalan el forro para los libros de texto. También hay ofertas de pescado. Ana dice que tiene hambre. Me deseo la muerte. Me llevo deseando la muerte desde las seis de la tarde.

A las ocho y media tengo todos los libros en la mano. Conocimiento del medio, Matemáticas, mi primer diccionario. Luis los abre sin cuidado alguno, pasa las páginas con sus dedos negros de arrastrarse por el suelo. Intento reñirle, pero no quiero gastar fuerzas innecesarias. Total, van a acabar despanzurrados por su cartera dentro de una semana.

Compro leche condensada, galletas, pepinillos, cerveza, una botella de vino blanco, pizzas variadas, patés. Los niños están emocionados con la cena. Yo también. Pienso ponerme a morir de pepinillos en cuanto se acuesten.

Sigue lloviendo. Ahora hace frío y la noche se extiende por encima de las luces de neón de las ofertas. Saco el coche sin rozar la pared. Luis aplaude. Riño a Ana para que no se duerma, por favor, bonita, que tengo que bañarte, que tienes que cenar, que si no, te dan las dos y mamá trabaja mañana. Le canto, pongo música, digo a mi hijo que le pegue de vez en cuando un manotazo. Lo hace encantado.

Llego a casa cargada de bolsas. Huele a naftalina, a septiembre, a forro de libro nuevo. Tengo que contenerme para no llorar. No hay luz cuando entramos. El salón está más vacío que nunca. Las plantas hacen sombras raras en los rincones.

Pongo los dibujos, baño a la niña, más dibujos, Luis hace el idiota en la bañera. Se llenan los pijamas de queso fundido, de salchichas con tomate. Ana unta en sueños su dedo en leche condensada. Protestan un poco aún. Luego caen rendidos.

A las once en punto, en mitad de mi atracón de pepinillos, suena el teléfono. Miguel quiere saber cómo están sus hijos. Hablamos despacio, muy educados. Me pregunta también por el coche, si he vuelto a rozarlo, si soy ya capaz de meterlo en el garaje. Cuento hasta veinte antes de contestar. Oigo su respiración al otro lado.

Dice que puede encargarse él de lo de los libros. Le digo que no lo dudo, pero que da la casualidad de que ya los hemos comprado. Parece fascinarle que haya sido tan aventurera como para adentrarme en el territorio prohibido del híper.

Le pregunto por el trabajo. Dice que trabaja mucho. Como siempre, se me escapa. Sé que me ha oído y que cuenta a su vez para no estallar. Se le escapa a él también preguntarme por todo en general, qué tal van tus cosas, murmura. Mientras intento contestar oigo la tos de Ana desde el pasillo. Bien, como siempre, también, ya sabes. Y me muerdo la lengua porque sé que sabe, porque me está viendo sola en su casa de antes, un poco borracha de cerveza y vino blanco, un poco asqueada de tanto pepinillo, y le gustaría decirme con su voz de hombre, al otro lado, puedo ir a ver a los niños esta noche, aunque sepa muy bien qué hora es, siempre lo ha sabido, que a las once los niños duermen hace mucho, y no esperan a que el señor importante vuelva del trabajo para contar cuentos.

Sé que está esperando una señal, que me derrumbe, que le diga con voz pastosa que no puedo más, que se me caló el coche en el semáforo, que olvidé comprar el libro de ciencias, que estoy ya llorando a moco tendido delante del forro maldito que no se deja cortar, y me estoy llenando los dedos de plástico transparente, y me aburre enormemente hojear tanto contenido para aprender a hacer los deberes, partes de la tierra, funciones del lenguaje, diferencias entre climas…

Pero cuento hasta diez y le digo que van bien las cosas, todo lo bien que pueden ir, que se cuide, que ahora tiene que empezar a hacer frío y septiembre es un mes muy traicionero. Y le imagino en su cocina blanca, impoluta, encendiendo un cigarro más antes de colgarse al teléfono con su madre o con su jefe, o con quien sea, mientras la cocina sigue limpia y no hay ninguna imbécil que le haga la cena. Le digo también lo del veranillo de San Miguel y lo de los membrillos. Y cuelgo, acto seguido, porque ya las lágrimas se acumulan en los ojos, y hay un temblor absurdo en la garganta, y me arde el estómago con los pepinillos, y me duele la cabeza con el vino, y Ana tose cada vez más.

Y lloro, a lágrima viva, tirada en el sofá, como una niña. Porque es septiembre, porque huele a libro y forro nuevo, a patio de colegio, leche condensada y comidas de madre. Porque no hay nadie que me explique por qué no escribe, por qué se empeña en hacerse el fuerte y el distante.

Me tomo dos pastillas. No hay que mezclarlas con alcohol, dice la voz protectora de mi madre. Me da igual, mamá. Tampoco estás aquí para pasarme la mano por el pelo, para llamarme bonita y explicarme qué salió mal después de todo, si me casé con el hombre que yo amaba, si tuve dos hijos preciosos y un trabajo, un piso, el carné de conducir sin coger el coche, si era la envidia de todas mis amigas, si todos le adoraban. A ver por qué, hija, tuviste que conocer a ese otro, estar a punto de perder tus hijos, cariño, con lo que querían a su padre, una vida estable, toda la vida por delante.

Se me va la cabeza. Hablo sola. No tengo ganas de contestarte, mamá, de verdad que no, otra noche más no. Ya hemos hablado bastante. No me vuelvas a decir que hay que aguantar, que todos los hombres son iguales. No entiendes nada. Quiero estar sola. Quiero vivir sola.

Ana tose más fuerte. Me duele todo. El suelo está frío bajo mis pies descalzos.

Avanzo a tientas por el pasillo. No quiero ver en ningún sitio el reflejo de la ausencia.

Me tumbo al lado de mi hija, al lado de su cuerpo caliente de vainilla y chocolate. La abrazo fuerte, le doy besitos, le digo bajo que ya estoy aquí para cuidarla, porque soy mamá, y tú eres pequeña, y ahora puedo cuidarte, luego no.

Ya estoy llorando otra vez, como una idiota. Por cuidar, por no ser cuidada, por las noches y las tardes como hoy, por el miedo que me da conducir, porque quiero vivir sola, porque también quiero vivir con él.

Y, mientras acaricio a Ana, muy despacio, imagino que también a mí me tocan, me pasan la mano por el pelo, me dan besos, me abrazan. Que alguien, quien sea, me dice que es normal estar asustada, el otoño y todo eso, qué valiente has sido con el coche, no te agobies si no escribe, nada importa, solo tú y tus hijos.

Al compás de esa voz me voy quedando dormida, poco a poco. Mañana habrá carta en el buzón, seguro, y dejará de llover, y no habrá tráfico. Anita se pondrá bien y Luis no pegará a nadie en el colegio. Ya verás cómo sí.

Sin embargo, justo antes de perder del todo la consciencia, en mitad del silencio de la casa, siento el frío de septiembre, el aire de la noche que arrastra la luz y el polen de oro.

Y me duermo, por fin, sabiendo definitivamente que mañana no va a ser otro día.


Pilar Galán
Pilar Galán Rodríguez (Navalmoral de la Mata, 1967), es licenciada en Filología Clásica por la Universidad de Extremadura, donde trabajó como becaria de investigación. Actualmente es profesora de Lengua y Literatura en el IES Profesor Hernández Pacheco (Cáceres). Escribe una columna de opinión Jueves sociales, en El Periódico Extremadura y participa como colaboradora en varios programas de radio de Canal Extremadura, entre ellos, Los Sábados al Sol. Fuente: Wikipedia / Francisco Rodríguez Criado / Foto: escritoresdeextremadura