TRADUCTOR

viernes, 31 de julio de 2020

JUAN RULFO: LA VIDA NO ES MUY SERIA EN SUS COSAS


Aquella cuna donde Crispín dormía por entonces, era más grande para su pequeño cuerpecito. Él sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores, por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos, y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida menos pesada oyendo algo de ruidos del mundo.

Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ya ocho meses ahí dentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta que se adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba con unos golpecitos suaves la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo fuera en secreto.

—El Señor me perdone— se decía; Pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo.

Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.

La madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no descansaba de sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma; pero en seguida, se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba, como sólo la ausencia de “aquel” podía merecerlo.

Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo.

En otras, se olvidaba por completo de que su hijo existía. Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas correteando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia, cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos, sino más bien, era una llamada que él le hacía como regañándola por dejarlo solo e irse tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches hasta sentirse tranquila y sin miedo.

Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que algo le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. “Acaso sufra”, se decía. “Acaso se esté ahogando ahí dentro, sin aire, o tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. Todos. Y él también. ¿Porqué no se iba a asustar él? ¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos, vería si su carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. Entonces yo sabría cómo hacer. Pero ahora no, no donde él está. Ahí no.” Eso se decía.

Crispín no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito, al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre ahí cerca, hacía al subir y bajar una hora tras hora.

Así iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se sentía encariñada a los días que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aquella carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.

Así iba el asunto.

Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse. Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: Tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella la muerte, porque más de una vez la vio acercarse. La vio también Crispín, su esposo y, aunque al principio no le fue posible reconocerla, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba, no dudó que ella era.

Así pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer con uno, cuando uno está más descuidado.

Aquella mañana, ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín, el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: “Crispín, le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos un ratito a platicar con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres?» Luego, tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo: “Te llevaré de la mano todo el tiempo”. Esto le dijo.

Abrió la puerta para salir; pero en seguida sintió un viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo, ¿pues qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. Pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después puso la rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese momento, pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y bajo a toda prisa…

Bajo muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella, el suelo estaba lejos, sin alcance…


Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (Sayula, Jalisco, 16 de mayo de 1917 — Ciudad de México, 7 de enero de 1986), es uno de los narradores más representativos de México. Ha escrito Nos han dado la tierraLa vida no es muy seria en sus cosasDiles que no me matenEl llano en llamasPedro PáramoUn pedazo de nocheEl gallo de oro, entre otros.

Su novela Pedro Páramo y cuentos como Diles que no me matenLa vida no es muy seria en sus cosasNo oyes ladrar a los perros o Acuérdate, reflejan el paisaje de un México que tiene raíces en sus pueblos indígenas.

PINTURAS: ALFREDO VALENZUELA PUELMA


Alfredo Valenzuela Puelma

"Mi hijo Rafael"

Alfredo Valenzuela Puelma nace en Valparaíso en 1856. Estudia en la Academia de Pintura, teniendo como maestro a Ernesto Kirchbach, y con posterioridad al maestro Juan Mochi.
Pertenece al llamado "Grupo de los Cuatro Maestros", junto a Pedro Lira , Juan Francisco González y Alberto Valenzuela Llanos. También a la "Generación del Medio Siglo", que incluía a los artistas nacidos en la década de 1850.
Alfredo Valenzuela Puelma es quizás el pintor chileno decimonónico que más sufrió las imposiciones de la Academia. Pese a esto, y aunque sus primeras obras respondan al molde de la Academia, su pintura paulatinamente comienza a liberarse de dicha tutela.
En un principio, sus telas conservan todas las características exigidas por la institución: tela monumental, privilegio del tema, superficie pulida, asunto pomposo. Esta sumisión es perfectamente comprensible, pues son las condiciones que imponía la época.
Los artistas que se destacaban eran premiados con una pensión que les permitía seguir sus estudios en Europa. Y, a su vez, estaban obligados a enviar periódicamente sus trabajos a Chile para solicitar prórrogas de la beca.
La pintura desarrollada por ellos, entonces, debía ceñirse estrictamente a los postulados de la Academia.
Valenzuela Puelma, en su primera estada en Europa, se sometió a los rigores del academicismo, aunque sus cuadros indicaban cierta rebeldía.
La clase de anatomía y La ciencia mostrando al genio son telas donde el privilegio por lo anecdótico supera a los valores plásticos. Pero, a pesar de las deficiencias en estas pinturas, se advierte una soltura en los fondos. La línea, extremadamente pulcra, es su arma más certera.
Según Ricardo Bindis, "su habilidad manual no tiene competidores en la pintura chilena, ya sea por la sedosa y luminosa pincelada, como por el dibujo que sorprende por los escorzos logrados y la fluidez de la línea, que ejecutaba con naturalidad incomparable".
En 1881, recién egresado, marcha a París, becado por el Gobierno. Sus amigos los describen como "vivaz" y "alocado". Copia algo de Ribera, de Julio Bretón, Rembrandt y Tiziano.
En 1885 regresa a Chile. Ese año, su cuadro "La Perla del Mercader" , queda en exhibición en el Salón de París.

"La Perla del Mercader"

Aparte de "La Magdalena", tiene otras obras de carácter religioso, como "Jesús y Santo Tomás". No obstante, en el contexto político chileno, se le sitúa como anticlerical y balmacedista.
Entre los años 1887 y 1890 emprende un segundo viaje a Europa. Allí se agudizan sus diferencias con la Academia, de la que es expulsado debido a desavenencias con su director. Esta expulsión permitirá que su obra adopte otro matiz al deshacerse definitivamente de la tutela académica, ya que su concepción pictórica varía y se hace más independiente.
De esta época son Jarrón con flores (Museo Nacional de Bellas Artes), La sevillana y El niño del fez (Museo Nacional de Bellas Artes). Se ha dicho que “en este periodo lo primero que llama la atención es la reducción del formato y la variación temática, sugerentes de la distancia que comenzaba a colocar entre él y la Academia."

"El niño del fez"

Cultiva el desnudo femenino como un factor de estilización. Se destaca como su desnudo mejor logrado "Las Ninfas de las Cerezas", atendiendo a su transparencia y lirismo. Otras obras que incursionan en el tema son "La Magdalena" y "Náyade cerca del Agua".

"La sevillana"

Es laureado en París y Madrid.
En España encontraría con posterioridad una mayor libertad con el color. Ejemplo de esta soltura es su óleo La sevillana.
Valenzuela Puelma regresa a Chile en 1890 y se quedará hasta 1907. En estos años comienza a sufrir alteraciones mentales, trastornos que, aparentemente, no se tradujeron en su obra.
En su última etapa, el pintor entró en una fase en la que lo pictórico es lo preponderante. Durante el periodo en que Valenzuela Puelma permanece en Chile, su pintura adquiere una independencia que lo aleja de la tradición pictórica nacional.
La subordinación al tema que había caracterizado a su producción original es reemplazada por una maduración tendente a privilegiar los valores plásticos en sí. Tanto es así que el Retrato de Juan Mochi (Museo Nacional de Bellas Artes) como el Retrato de Niño y Avenida Los Álamos coinciden en patentar una preferencia por lo pictórico en contraposición con la influencia academicista de corte formal.
Pero uno de los aspectos pictóricos en los que el maestro pudo dar rienda suelta a su talento lo constituye el desnudo. Al decir de Ricardo Bindis, refiriéndose a una de sus telas de este género: "La atracción por el desnudo de este artista porteño brilla con sus máximos fulgores en su gran cuadro de composición La perla del mercader, que recibió elogios del salón de París en 1885. El aire oriental, la sutileza de los dorados y los admirables rosas de la piel de la mujer, lo han transformado en el cuadro más popular del artista, a pesar de que la actitud de pudor contenida en la esclava es muy teatral, demasiado sobreactuado, pero para los rigores académicos de la época, para los entusiasmos que despertaban los salones, es una obra muy cuidadosa y clásica en nuestra pintura".
Otro desnudo admirable lo constituye Ninfa con cerezas.

"Ninfa con cerezas"

De vuelta a París, en 1907, envejecido y pobre, su salud mental termina por ceder. Por un tiempo breve se emplea en una farmacia, de donde finalmente fue despedido por loco.
Su equilibrio mental alterado obliga a internarlo en la casa de orates de Villejuif, un pueblo cercano a París, en Francia, donde muere el 27 de octubre de 1909 sin recobrar la razón.
Tuvo dos hijos hombres y una niña, pero la pequeña muere a los seis meses de vida.
Se dice que es su hijo menor, Alfredo, quien fue su modelo para "La Lección de Geografía", una de sus obras más conocidas.

"La Lección de Geografía"

Sintetizando el espacio de tiempo que duró su vida en relación con los acontecimientos que ocurrían en Chile: Cuando el pintor tenía 23 años, la Esmeralda se hundía en Iquique. A sus 26 años concluía la Guerra del Pacífico. A sus 35 años, se suicidaba el Presidente don José Manuel Balmaceda, quien lo había becado en dos oportunidades.


Alfredo Valenzuela Puelma
Foto: ecured.cu

JOSÉ VASCONCELOS: EL FUSILADO

¡Cuánto tiempo llevábamos a caballo! ¡Al principio éramos un ejército; ahora sumábamos unos cuantos! Quienes habían muerto en los combates; otros quedaron prisioneros o dispersos, y los más, en seguida de los descalabros, desertaron al abrigo de la noche, abandonando equipo, armas y uniforme, para confundirse con los pacíficos… Bajábamos la sierra; en la mañana clara, el temblor del ambiente suscitaba deseos de cantar. El camino seguía un estrecho cañón a la mitad del imponente acantilado. Del fondo subía el rumor de una corriente deshecha en espuma entre peñascos. Por la falda de los montes subían los follajes, anegándonos de frescura, embriagándonos con el aroma intenso de las retamas… El corte sube y baja, y las bestias avanzan resoplando; por fin alcanzamos la altura; el camino se ensancha, se aparta de la cañada, y el cielo se abre inmenso, luminoso. A poco andar nos internamos en un bosque. Cuesta trabajo adelantar, porque las ramas se entrecruzan; pero, en los claros, ¡qué hermosa es la luz!, ¡qué grata la frondosidad de los árboles y cómo tonifica el olor de las resinas! Se siente bello el vivir. 

Súbitamente resuena un grito humano; casi simultáneamente, una descarga de fusilería; los caballos se encabritan, instantáneamente se propaga la confusión. No podemos ver a distancia, pero escuchamos tiros y voces extrañas, alguien exige imperioso la rendición: oímos súplicas patéticas: “No tire”. “No me mate”. Queremos embestir y nos cierra el paso un grupo enemigo… Recuerdo las bocas oscuras de las pistolas apuntadas a quemarropa. Nos entregamos; se nos desarma y, después de breve deliberación, se reanuda la marcha… Los vencidos, por delante. Avanzábamos atontados, incapaces todavía de reflexión; únicamente recuerdo que yo repetía mentalmente: emboscada, emboscada, palabra que viene de bosque; así es una emboscada. Al principio no queríamos resignarnos; secretamente nos aferrábamos a la ilusión de que sobrevendría algo imprevisto o de que, haciendo un esfuerzo, toda la horrible y sencilla ocasión se desvanecería como un mal sueño; pero un dolor físico, clavado fuertemente en el corazón, nos obligaba a confesar nuestra desgracia; de adentro de nuestras conciencias salía una nube gris que empañaba la luz del sol y la hermosura del campo. De sobra conocíamos la práctica brutal de ejecutar a los prisioneros; la reserva de nuestros capturadores era suficiente aviso… Mientras duraba la marcha, mi imaginación estuvo trabajando con rapidez y profundidad que no me había conocido antes. Íbamos a ser víctimas de una repugnante injusticia, y, sin embargo, no me preocupaba el momento próximo, sino la totalidad de mi vida anterior. Los hombres me parecían irresponsables, y todos los sucesos un tejido absurdo y cruel donde lo único natural e inevitable es morir. 

Largo sería contar lo que pensé. Al caer la tarde, las sombras de aquel último crepúsculo se me metían en el pecho, sentí frío y desaliento… De no contenerme la voluntad, me habría puesto a llorar y suplicar por mi vida, según vi hacerlo a algunos prisioneros nuestros, que supusieron éramos también unos desalmados. No me resignaba a morir; pensaba en el desamparo de los míos y en tantas cosas que tenía proyectadas… El botín que me arrebataban; aquella hermosa, mi compañera de los días felices, ¡qué importaba!, ya la sentía yo, un poco atrás de mí, llena de aplomo, conversando con el capitán enemigo; pronto se las arreglaría la perra para salvarse; volvería al fausto de las ciudades, a despertar la codicia en todos los ojos… De todas maneras, tarde o temprano, así había de ser, el valiente las toma y las deja sin reproche. Pero la otra, la que me lloraría, y los pequeños huérfanos…, huérfanos, ¡horrible palabra!, ¡y peor aún el gesto de piedad que la acompaña! Y me sacudió esta idea: “Si yo mostraba abatimiento, eso dejaría una huella de debilidad en el alma de mis hijos; en cambio, si me mantenía firme, si los entregaba, confiado en Dios, único repartidor de fortunas y penas, entonces ellos también adquirirían un temple altivo. La muerte de su padre no sería una escena lacrimosa: iba yo a legarles un molde altanero donde podrían ensayar sus almas…” ¡Y me erguí en los estribos! Frecuentemente me había ocurrido salir de las situaciones apuradas imaginando una actitud de audacia —cuando sufrimos un gran bochorno anhelamos correr, arrogantemente, a galope de caballo—; así las penas y situaciones dolorosas se alivian al instante si nos las representamos en panorama, si mentalmente las incorporamos a la estatuaria… Inmediatamente me entristeció pensar en lo bueno que hubiera sido dejar escrita aquella teoría; pero, reflexionando me dije que tal aflicción mía no era sino un pretexto para rehusar la muerte, pues ni aquella teoría ni la más original de las teorías se pierden porque un hombre muera; otros la pensarán tarde o temprano, y todas ellas existen independientemente del azar de que alguien las descubra o se dedique a escribirlas. Otra bella teoría perdida, pero perdida para mi gloria personal, no para la riqueza del mundo. Meditando así, me puse risueño, pero sin ironía; siempre desdeñé a los ironistas. 

Una gran luna amarillenta se había levantado por el cielo crepuscular y ahora iluminaba el campo. A distancia comenzó a divisarse un caserío… El jefe mandó hacer alto, cruzó algunas palabras con sus inferiores y en seguida nos dividieron en dos grupos. Seis más y yo, que era el jefe vencido, recibimos orden de permanecer allí. Todos comprendimos; se sintió pasar un escalofrío general, que a nosotros se nos disolvió en el cuerpo y nos entumeció los miembros. Los demás comenzaron a desfilar; yo me mostraba indiferente, a fin de dar consuelo a los compañeros, que se despedían cabizbajos. Sin embargo, no me atrevía a buscar la mirada de mi amiga; con esa rápida penetración que se posee en los últimos instantes, me la representé ganándose amores nuevos. Se fue con su mirada dura de los últimos días, la que le observé desde que se inició el fracaso; pero no obtuvo la satisfacción cruel de compadecerme. ¡Recuerdo su silueta voluptuosa, bañada de luna!... Largo rato la miré y, al recordar a la esclava de sólo unas semanas antes, me llené de rabia y la injurié bellacamente; pero como ella iba ya a distancia en que no podía escucharme, y nadie la quería en la tropa, todos soltaron la risa, yo, contagiado, me reí también y recobré la calma. No me quedaba odio en el pecho; nadie lo tiene cuando va a morir; todo lo contrario, la conciencia rebosa energía. Cierto que los miembros flaquean por miedo del dolor físico, pero el ánimo se pone alerta. La vida entera, rápidamente recordada, parece un incidente de un camino muy largo. Comienza a borrarse la noción del tiempo, a un grado que lo más reciente se confunde con los sucesos remotos, y viceversa. 

Mejor dicho, todo aparece renovado y luminoso; la misma idea de la muerte nos revela aspectos piadosos de redención. Y parece que todo nuestro ser implora: “Señor, recíbenos en tu seno, perdónanos el haber vivido y condúcenos, líbranos pronto de todo esto…” En un momento quedamos alineados; nadie hablaba, pero sentíamos con precisión rara todos los movimientos de nuestros ejecutores. El sonido metálico y unísono de la preparación de los rifles nos causó un fuerte estremecimiento; pero no intentamos huir; todo sucedía muy de prisa. Como en un delirio vimos que nos apuntaron los rifles; salió el fogonazo y un violento golpe de costado nos derribó en tierra… Desde entonces ya no supe lo que fue de mis compañeros; recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado. Entré en seguida en un período de somnolencia durante el cual me daba cuenta perfecta de que subsistía, aunque de una manera extraña, sin apoyo en ningún elemento. Poco tiempo después recuerdo haber pasado, a la hora del crepúsculo, por una calle de la ciudad donde fui relativamente famoso, y esto lo digo sin vanidad, tan sólo para explicar la conversación que escuché: “Pobre Fulano —aquí mi nombre—; lo mataron; después de todo no era malo, sino excesivamente díscolo…, por aquí viven sus hijos…” Ni siquiera me ocupé de ver quién era el que hablaba ni qué más decía: ¡desde acá se ven tan efímeras las cosas del mundo que no inspiran el menor interés!

La mención de mis hijos me puso a pensar y advertí que no experimentaba aquella honda y casi dolorosa ternura que únicamente los padres conocen; en seguida me lo expliqué: yo no tenía ya corazón y el dolor depende de que éste, mal hecho, se tuerce con la pena; en cambio, el espíritu puro tan sólo conoce la alegría. Sin embargo, en aquellos instantes yo no estaba para problemas, me dedicaba por entero a adaptarme a mi nuevo estado; sin exageración, puedo calificarlo de delicioso: mis poderes centuplicados; en mí ya no regía la ley newtoniana de la pesantez; podía ir y venir a mi antojo no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; vagaba por los aires y los campos; no me interesaba el bullicio pequeño de las ciudades; me sentía hecho como de luz de halo; rozaba ligeramente con el aire al avanzar y esto me producía un goce delicadísimo, semejante a la impresión de ver correr el agua, o a la que produce la flecha que señala la trayectoria de una fuerza en los diseños de los libros de mecánica. Así entraba y penetraba en el mundo, sin perder mi unidad… Desde el principio sentí ganas de presentarme en la tierra para informar a los hombres de la beatitud que aquí alcanzan los blandos de corazón, porque pueden penetrar el universo, en tanto que las almas duras se desmoronan como lodo seco y podrido, se confunden con el humus terrestre. Necesitan pasar a la fragua de los volcanes, a la prueba del fuego, para tornar a convertirse, primero, en gas y, después, en aliento de vida. De aquí justamente, procede el mito de los infiernos. 

En realidad, sucede que la conciencia perversa tarda millares de años para volver al estado humano, donde podrá intentar, una vez más, su liberación. En cambio, los buenos como ya lo he dicho, se ligan con las fuerzas superiores e intervienen en la obra del universo. Ya lo sé, mis revelaciones serán inútiles; la ley es que cada quien sea el autor de su propia salvación. Sin ejercitar los sentidos corpóreos, puesto que ya no tenía yo cuerpo, todo lo percibía y entendía directamente con la inteligencia; sin embargo, me quedaba un extraordinario desarrollo del tacto, ese tacto nervioso que quizá es la base de todos los sentidos corpóreos, algo como la sensibilidad que imaginamos en la corriente eléctrica. Me daban tentaciones de usar este poder a fin de comunicarme con los hombres; pero, aparte de las dificultades de procedimiento, ¡es tan difícil hacer comprender ciertas cosas a los que todavía están metidos en cuerpos! Veía, por ejemplo, las mesas de los espiritistas, tartamudeantes, obtusas, ridículas; ¡no es posible rebajarse a usarlas! Pasaba enseguida a ejercitar contactos sobre la membrana cerebral de los médiums en las sesiones medianímicas; pero, apenas se ponían a hablar, lanzaban tal cúmulo de incoherencias y dislates que me alejaba, disgustado de la máquina humana como medio de expresión. En fin, para todos los que se preocupan de estos asuntos tengo un consejo: no busquen la verdad ni en las pruebas físicas ni en el balbuceo de los médiums ni con ningún procedimiento anormal; búsquenla en la inspiración del genio y en el secreto de los sueños. 

Desde que estaba en el mundo, yo había concebido escribir un libro intitulado Las hipótesis del sueño, y aquí he venido a confirmar plenamente mis atisbos; el misterio se ilumina en los sueños… Ahora me encuentro atareadísimo en la más interesante de las ocupaciones. ¿Cómo lo diré? Parece que rozo con la eternidad; el pasado se me va apareciendo tal como fue, vivo y hermoso; en seguida, me prolongo en otro sentido y veo el porvenir, igual, ni más ni menos, que cuando ejercitamos  la memoria para recordar, sólo que aquí los hechos recordados se nos presentan intangibles, aunque realísimos, mucho más reales que en la evanescente realidad terrestre. Lo mejor de todas nuestras emociones, extendido a lo largo de una vía luminosa e infinita. ¡Allí se encuentra lo sublime de todos los tiempos! Me diréis que también está allí lo monstruoso, puesto que toda acción queda fotografiada para siempre en el panorama sin términos; sí, pero nadie lo mira; como no hay quien lo ame, nadie lo evoca; y jamás resucita, se confunde con la nada. En cambio, lo hermoso y lo noble reviven sin cesar. Y aquel, mi apasionamiento excesivo, que en el mundo me causaba martirios, y la censura de las gentes, aquí transformado en afán inmenso, me sirve para abarcar más eternidad. Al ir descubriendo estos prodigios comprendí que no andaba muy descaminado en el mundo cuando sostenía conmigo mismo la tesis de la conducta como parte de la estatuaria; es decir, resuelta, grande, de manera que pueda representarse en bloques; acción que merezca la eternidad. Porque lo ruin y lo mediocre no subsisten; el asco o la indiferencia lo matan. 

Antes de ir más lejos he querido dejar consignados estos avisos. Ya que en vida no pude escribir tantas teorías como se me confundían en la mente, me complazco en reparar la pérdida de unas cuantas vanidades con el lampo de verdad que dejo apuntado. Los eternos incrédulos alzarán los hombros diciendo: “¡Bah!, otra fantasía”; pero pronto, demasiado pronto, verán que tengo razón. Descubrirán, como he descubierto yo, que aquí no rigen las leyes corrientes, sino la ley estética, la ley de la más elevada fantasía. 

1919

José Vasconcelos
José Vasconcelos Calderón nació el 27 de febrero de 1882, en la ciudad de Oaxaca. Murió el 30 de junio de 1959, en México, D. F. Por el trabajo de su padre, pasó la infancia en diversas ciudades, entre ellas, en Piedras Negras, Coahuila. Cursó estudios en Eagle Pass, Texas, y en el puerto de Campeche. Estudió la preparatoria y la carrera de abogado en la Universidad Nacional. Se recibió en 1907. Estuvo en Durango como agente de un despacho noeoyorkino. Participó en la fundación del Ateneo de la Juventud, en 1909. Se incorporó al movimiento maderista. Se adhirió a Venustiano Carranza en su lucha contra Victoriano Huerta. En el gobierno emanado de la Convención de Aguascalientes figuró como ministro de Instrucción Pública. Fue rector de la Universidad Nacional y Secretario de Educación Pública en la administración de Álvaro Obregón. Se postuló como candidato para las elecciones presidenciales de 1929. Al ser declarado presidente electo Pascual Ortiz Rubio, marchó al exilio. Regresó al país en 1940. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional. A partir de 1946 dirigió la Biblioteca de México. En 1953 ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua. Autor de una obra muy amplia, en la que tocó diversos temas, sobre todo los de carácter sociológico, histórico, filosófico y literario, publicó sus memorias, en cuatro volúmenes. El primero de éstos, Ulises criollo. La vida del autor escrita por él mismo (1935), es considerado como una obra de carácter novelesco. Abarca hasta el asesinato de Madero y Pino Suárez, en 1913. La tormenta. Segunda parte de Ulises criollo (1936), concluye con el asesinato de Carranza, en 1920.

MIA GALLEGOS: POEMAS

LA MADRE
Yo soy la anciana primera
de la tierra.
Vine de un tiempo derramado,
de una sílaba irrepetible y perfecta
que aún persiste.
El tiempo es una mujer
que fundó la primera arcilla,
la gran balada para ser habitada,
la tierra de los eternos anillos
de los golpes de espada,
de la luna infinita.
Fundé un cosmos en mi peregrinar
y de mis lágrimas brotaron
animales callados, perfectos,
altos tigres,
luminosos jaguares
y águilas que desafiaron la luz.
Mas, conservo de mi una lágrima oculta
del mismo color de la brisa,
con la sonora trepidación de los mares,
un alto vuelo como el vuelo del águila
Es la gota para habitar
una vida después de la tierra,
después de la nube,
después del espacio.
Me iré con mi lágrima
a depositar el misterio en un río de ríos,
en todos los ríos.
Un día como todas las madres
fundaré de nuevo la gota de la vida.

AMOR EN CLAUSURA
La lluvia arrastra las hojas de los árboles,
y los cuerpos que no aceptan doblegarse,
mueren como héroes de nombres vagos y oscuros.
Tanto he llamado a Dios
desde mi claustro,
busco su origen, su confianza, sus pies, el barro, pero la vida me sigue a golpe de lluvia.
Soy pobre, me digo,
soy pobre como el Amor
pero no conozco la súplica.
Los nudillos de mi mano no golpearán
ninguna puerta.
Me ha herido la vida con sus garras
pero insisto en seguir
como la guerrera que soy,
y que ama la ciudad,
su ciudad.
Por eso, y nada más que por eso,
amo la nostalgia
porque es profunda como las velas azules
que tejen el encuentro entre el día y la noche.
Amo esta soledad
que transcurre entre libros, sueños, llamas
en donde existe un pacto con la vida
y una consagración con la espera
de un día más noble y de una soledad más honda.
Con las manos invento figuras y nombres
en la pared,
y labro una ciudad que habitaré mañana
cubierta por torres secretas,
cubiertas por el canto del tiempo, del mar,
de la sal,
recubiertas por el halo de la espera,
por una lejanísima espera,
despojada de esperanza,
pero tibia y pequeña como un nido profundo,
como el oído de Dios que me guarda y me nombra,
en donde seré la dueña
de una canción soberana y sola
como la negra armonía del mar,
la noche y el tiempo
que se devuelve y vuelve
como una madeja profundamente tibia,
enlazadora de los cuerpos
que trajo la marea,
que depositó el mar sobre la sal blanquísima
que se encuentra en la cresta
y frente al sol,
y baila la danza de la marejada,
del desconcierto, del desconsuelo
de la pobre, lejana y dulce soledad.

LA CASA AZUL
México es humo
Y yo me pierdo por Malitzin,

más allá de la calle 17.

Paso por el mercadito
y devoro las fresas,
pero ando despojándome de mi,
porque me cansa
llevar conmigo tan largo exilio
Devoro las fresas,
Y las piedras de Coyocán me gustan.
Las piso fuerte, muy fuerte, y afirmo el pie.
Primero uno y después el otro. 
Me gusta el mercado.
Pero me pierdo. Me gustaría ser otras.
Por eso muerdo las fresas y sonrío.
Y doblo hasta llegar
A la casa azul de Frida,
y soy todas esas mujeres y esa mujer que ella pintó,
leo las cartas esparcidas por los muros,
las letras menuditas desfilan,
y miro ese sobresalto, esa vida
que fue creciendo
desde su desnudez,
desde la pequeña niña accidentada.
Entonces lloro
porque quiero vivir,
y pienso como alguien que me antecedió en exilios, que México es mío.
Ahora, las mujeres de ojos redondos,
tan mexicanos y dulces
empiezan a mirarme
y a preguntarme tantas cosas.
Pero yo me pierdo entre los cuadros,
y me dan ganas de acariciar
las sillas, las plantas
e imagino una trenza larga y negra
de seda.
Y empiezo a sollozar
pensando en la niña que pintaba,
porque aquí yo no existo,
soy el cuadro, la mesa y la cama
y la niña y la pared azul,
en donde alguna vez se reflejó el beso de Frida y de Diego.
Salgo, salgo de ese laberinto azul,
y de nuevo piso fuerte las piedras de Coyoacán,
para volver y volver
y evocar un círculo que me trastroca.




Mía Gallegos
Poeta costarricense nacida en San José en 1953.
Es una de las poetas vivas más importantes de su país. Su poesía mítica y onírica es un ejemplo de la resistencia femenina ante un mundo hostil. A los veintitrés años ganó el Premio Joven creación 1976 por su libro «Golpe de Albas», luego el premio Alfonsina Storni en 1977 y el Premio Nacional Aquileo Echeverría en 1985. Poemas suyos han sido traducidos al inglés e incluidos en importantes antologías de poesía latinoamericana. Ha trabajado en periodismo durante varios años y ha sido encargada de relaciones públicas del Teatro Nacional de San José de Costa Rica. Además es autora «Los reductos del sol» en 1985, «El claustro elegido» en 1989 y «Los sueños y los días» en 1995.
Fuente: afinidadeselectivas.blogspot.com - 
amediavoz.com -  
Foto:gustavosolorzanoalfaro.com

MÚSICA: RAMASUTRA



"Magma Mama"

Subida por: olaboga33
Album: Claude Challe Presents Just Good Music Selected by Jean-Marc Challe Release date: July 10, 2006 Origin: Montreal Ramachandra Borcar is a Montreal-born musician and composer of mixed Indian and Danish background. He is also known under the monikers Ramasutra and DJ Ram. His extensive musical career includes work as a film composer, performer, studio producer and founder of both Semprini Records and Signed By Force record labels. After studying classical composition, orchestration and electro-acoustic music at McGill University, he went on to create scores for film, television, documentaries, commercials and the theatre.

Ramasutra
Álbum
Café Karma Lounge - The Cream of Chilled Cuisine
Con licencia cedida a YouTube por
The Orchard Music (en nombre de Park Lane Recordings); LatinAutor, SOLAR Music Rights Management, Warner Chappell, BMI - Broadcast Music Inc., EMI Music Publishing, CMRRA y 7 sociedades de derechos musicales.



"The Losing Hand"

Subido por: Ramasutra - Tema
Provided to YouTube by The Orchard Enterprises The Losing Hand · Ramasutra El Pipo Del Taxi ℗ 2002 Bloc Notes Music Released on: 2003-05-20 Auto-generated by YouTube.



Ramasutra
Ramachandra Borcar  
Es compositor, nacido en MontrealQuebec, Canadá en 1970 es especialista en jazz.
Fuentes: YouTube, Wikipedia
Foto: Media Club




viernes, 24 de julio de 2020

MARGARITA GARCÍA ROBAYO: COSAS PEORES


Titi se llamaba Ernesto, como su tío materno, que hacía las veces de papá. El papá de Titi vivía en otra ciudad con su otra familia, pero iba a visitarlo cada quince días. No era una ciudad lejana. Quedaba a una hora en carro y su papá tenía un carro rapidísimo. Titi solía esperarlo sentado en la vereda de su casa, vestido con un jean oscuro y una camisa de manga larga, que le daba calor. A su mamá le gustaba vestirlo así cuando venía su papá. Desde la vereda, Titi podía oír el motor resonando cuadras antes de llegar; a los pocos segundos sonaba un chirrido y se levantaba una polvareda de tierra amarillenta que lo cubría todo.

En su cabeza –como solía explicárselo a sí mismo, o a veces a su tío Ernesto– a Titi le gustaba ver a su papá, pero en la vida real no la pasaba tan bien con él: no compartían muchas cosas. El papá de Titi, que se llamaba Daniel, era esencialmente un tipo atlético. Practicaba todo tipo de deportes y corría cada mañana con un grupo de personas que se inscribían en las maratones de aficionados que organizaban las marcas deportivas. Titi no había heredado ni uno solo de esos genes. Era un caso raro. Su mamá, que se llamaba Fanny, no era tan atlética como su papá, pero era una mujer espigada como una garza: así le decían las amigas del club de lectura, que se reunían los martes en su casa. Cada vez que le decían eso, ella miraba de reojo a Titi, que simulaba estar viendo televisión echado en el piso de la sala, panza arriba, como un pequeño mamut. Luego le indicaba a sus amigas, con señas, que por favor hablaran de otra cosa.
—Naciste así, mi amor, no hay nada que podamos hacer para remediarlo —le explicó su mamá la primera vez que Titi le preguntó por qué era tan pero tan gordo.
Titi había nacido con un sobrepeso poco común, y su condición, según los médicos, no supo tratarse desde temprano. Al principio, Fanny no veía mayor problema en que fuera un bebé gordo; al contrario, para ella era un síntoma de buena salud. Daniel, en cambio, insistió en que lo sometieran a una dieta, que consultaran a un especialista en nutrición.
—¿Quieres que le haga una liposucción? —decía Fanny—. ¿Quieres que tu hijo se parezca a la anoréxica de tu amante?

Para ese momento el papá de Titi ya vivía con su otra mujer. Ella sí era como él: atlética. También era mucho menor que Fanny y trabajaba en una multinacional, no en una biblioteca pública. Cuando Titi tenía cinco años, tuvo una hermanita que a los seis meses ganaba carreras de gateo en el nursery al que la llevaban; a los nueve meses caminó; a los catorce meses corría a la velocidad de una liebre cazadora. Al menos eso le contaba su papá, que había mandado a hacer camisetas con una foto de la nena empuñando un trofeo en forma de biberón, que decía: «Soy veloz». Cuando Titi se ponía la camiseta, la cara de su hermanita se ensanchaba hacia los lados. Pero no se la puso muchas veces. Faltó que Fanny la descubriera entre la ropa sucia para que empezara a usarla como trapo de limpiar.
Su papá dedicaba buena parte de las veladas que pasaban juntos a tratar de convencerlo de que practicara algún deporte o de que, al menos, cada mañana le diera una vuelta caminando a la manzana de su casa.
—El primer día camina hasta la esquina y vuelve. Después súmale la cuadra siguiente, y así, cada día te vas poniendo nuevas metas.
Titi lo escuchaba atento, mirándolo de frente, mientras succionaba el sorbete de su jugo de frutas sin azúcar, que era lo único que le permitía tomar su papá cuando salía con él.
—¿Lo vas a hacer, hijito? —le preguntaba al final, con una cara de desolación que hacía que Titi asintiera enérgico, aunque sabía que nunca haría cosa semejante; no podía hacerlo por lo de su insuficiencia respiratoria. Le parecía extraño que su papá no supiera eso, pero tampoco tenía ganas de explicárselo.

***

Hubo una época en que las compañeras de colegio de Titi se dedicaron a rondarlo sigilosas: se le iban acercando de a poquito y, de buenas a primeras, le pinchaban la barriga con lápices de punta afilada para ver si se desinflaba. A veces le sacaban sangre, y eso era grave porque Titi tenía problemas de coagulación. Entonces corría hasta la enfermería, con dificultad, para que lo curaran y llamaran a su mamá o a su tío. Los niños le hacían otras bromas: le llenaban el pupitre con restos de comida. En general lo hacían el viernes, al final del día, y cuando Titi llegaba el lunes se encontraba con una nube de abejas y moscas sobrevolando su puesto, embutido de comida podrida. Por eso ya no dejaba los libros ni los cuadernos. Cargaba con todo, todos los días, a pesar de que le hacía doler la espalda. Por suerte, su tío Ernesto lo llevaba cada mañana y lo buscaba cada tarde, y lo ayudaba con la mochila. Pero en el colegio se lo veía andar por ahí, con la cara mantecosa de sudor y su bulto de libros a cuestas como un gran caparazón. Algunas maestras lo invitaban a merendar con ellas; entonces Titi podía descargarse y sentarse un rato a descansar. Titi siempre quiso a sus maestras, aunque no entendía por qué ellas no podían hacer que sus compañeros dejaran de molestarlo.

***

Cuando Titi cumplió doce años dejó de usar jeans. La talla de niño grande o adulto pequeño no le quedaba, y la de adulto medio le daba vergüenza. «¿Vergüenza con quién?», chillaba Fanny, y Titi miraba a la vendedora de la tienda y alzaba los hombros. Optaron por las sudaderas de algodón. Por esa época su tío Ernesto dijo que ya era hora de que le dieran un poco más de independencia: a los doce años todos los muchachitos iban y venían del colegio en bicicleta o en bus. El mismo Titi, con su permiso, ya había salido solo algunas veces. Fanny se opuso. Primero, Titi no cabía en los asientos de los buses y la gente, en vez de ser comprensiva y solidaria, lo empujaba brusca, haciendo que el muchachito se replegara como un bulto hediondo en el escalón del fondo, donde no podía ver bien la parada de su casa y terminaba pasándose. Eso a Titi no le parecía particularmente malo: sentado allí podía mirarle los calzones a las señoras que iban de falda y eso le gustaba. Segundo, la bicicleta de Titi era demasiado aparatosa y nunca había aprendido a manejarla bien. Se podía caer y raspar y, Dios no lo quisiera –decía Fanny con el mentón tembloroso–, desangrarse antes de que llegara una ambulancia.
No se volvió a mencionar el tema.
—¿Cómo estuvo tu día, campeón?
Últimamente su tío le decía campeón, y eso a Titi no le gustaba. Estaba claro que él no era ni sería nunca campeón de nada, y le parecía una grosería que alguien le dijera eso. Titi alzaba los hombros y le gruñía a su tío algo incomprensible como única respuesta.
—Es la adolescencia —le decía Fanny a su hermano cuando él le venía con que Titi se estaba portando raro: hosco e introvertido. A Fanny le molestaba la atención excesiva que algunas personas ponían en las deficiencias de su hijo, como si todo lo que hacía o dejaba de hacer tuviera que ver con su peso. Y no, se decía Fanny, había cosas que no. Ernesto no insistía, pero se quedaba incómodo y molesto porque, a medida que crecía, Titi se iba haciendo una persona más ausente. Se pasaba horas con los ojos enterrados en un jueguito electrónico que consistía en cazar personas con una red inmensa que se autogeneraba a partir de los gargajos que lanzaba el jugador: un muñeco diseñado por Titi, a imagen y semejanza del propio Titi.

***

—Su condición le impide socializar normalmente; pasa más tiempo en la enfermería que en el salón de clases.
La profesora hablaba de un modo que a Fanny le pareció absolutamente impostado:
—No será para tanto —dijo.
Daniel, que estaba a su lado, la miró como si recién la descubriera.
Para ese momento Titi tenía catorce años, pesaba ciento nueve kilos y le habían descubierto una nueva afección: era alérgico. No era alérgico a tal o cual cosa, era simplemente alérgico. Cada tanto le aparecían unas protuberancias en la piel que le picaban horriblemente y solo podían controlarse con una inyección carísima.
—¿Y usted qué nos recomienda, señorita? —dijo Daniel, frunciendo el entrecejo, mirando a la profesora con un gesto que intentaba aparentar preocupación pero que, Fanny sabía, era lascivia pura y dura.
—Yo diría que necesita un colegio especial —dijo la profesora, y Fanny sintió como un puñetazo en la cara. Miró a Daniel, que estaba pensativo: su frente atravesada por tres líneas rectas y profundas. Imaginó que él imaginaba cosas que podría hacerle a la profesora con la lengua. El hombre estaba obsesionado con la lengua; habían pasado años, pero ella bien que se acordaba. Fanny se levantó de la silla y respiró hondo, se presionó el entrecejo con el dedo índice y lo movió en forma circular.
—¿Se siente bien, señora? —dijo la profesora.
—Lo que está diciendo es inaceptable —contestó ella—. ¿Sabe que la puedo denunciar por discriminación? No puede ser que no quieran a Titi en este colegio solo por ser gordo.
—No es eso, Fanny, es que… —Daniel empezó a hablar, pero Fanny agarró su cartera y salió del salón, del colegio, de la cuadra, del barrio y llegó caminando hasta su casa.
Esta vez Ernesto la apoyó:
—De ninguna manera.
Titi estaba presente:
—Quiero ir a un colegio especial —dijo, sin apartar los ojos de su jueguito electrónico.
Fanny lo miró, deshecha:
—Pero, no eres «especial».
Los hombros, que solía mantener erguidos y rectos como una percha de ropa, se le vinieron abajo. Ernesto miró el piso. Titi pinchó el botón de shoot y mató a tres. Alzó la cara y le dijo a su madre:
—Entonces no quiero ir a ningún colegio.

***

—Su chico no es especial —dijo el director del colegio especial y Fanny empuñó las manos.
—Claro que es especial, ¿no lo vio bien? Le puedo recitar durante horas todas las enfermedades de las que sufre por culpa de la obesidad. O quizá es al revés: la obesidad es un síntoma más de las múltiples deficiencias de su organismo. Aunque eso nunca lo sabremos.
Ese día Titi iba vestido con un conjunto gris de pantalones tipo bombacho y camisa muy ancha de algodón; su mamá se lo había mandado a hacer con una modista del barrio. Era un pequeño Buda. Fanny pensó que exagerando su gordura, lo tomarían más en serio. Titi esperaba afuera de la oficina del director con su tío Ernesto, que elogiaba los espacios amplios del colegio y los jardines frondosos y el laboratorio de química con esos pequeños fetos en formol, mientras Titi alcanzaba la última etapa de su juego. Cuando estaba en esas, Titi parecía en trance: las pupilas sobredilatadas, los vasos inyectándole sangre en la córnea amarillenta y el resto de la cara distendida; la quijada se le aflojaba y dejaba caer lo que tuviera en la boca. Baba, mayormente.
—Vámonos.
Fanny salió de la Dirección con paso decidido y Ernesto se levantó de un salto:
—¿Y? ¿Cuándo empieza las clases?
—Nunca.

***

A los dieciséis solo podía usar kimonos. Su obesidad, habían descubierto, era progresiva y, a estas alturas, incontrolable. Con el tiempo se irían deteriorando, primero, sus funciones motrices, y después, los órganos internos. Era difícil predecir a qué velocidad. Por el momento lo más complicado era caminar, así que decidieron limitárselo al máximo. Una enfermera lo asistía de nueve a cinco, cuando llegaba Fanny del trabajo y la relevaba. De todas formas, Titi no hacía mucho más que jugar en la computadora –que habían colocado en una mesita auxiliar enfrente de la cama y tenía controles–, comer lo poco que su dieta le permitía –granos, sopas y papillas– y caminar hasta el baño.
—¿Cómo está mi príncipe valiente? —Cuando Fanny llegaba a la casa lo primero que hacía era ir al cuarto de Titi; siempre lo encontraba en la misma posición: con el cuerpo encorvado, la boca abierta y los ojos fijos en la computadora—. ¿La pasaste bien hoy?
—Genial, mamá, tuve un día fabuloso —le contestaba, amargo.
—¿Quieres jugar al Monopolio?
—No.
—¿Al parqués?
—No.
Titi había avanzado mucho en su juego de video. Se había conseguido un programa que le permitió modificar el diseño inicial: ahora el Titi virtual no lanzaba gargajos, sino que cargaba un arma que disparaba pequeñas cabezas de niños que, cuando impactaban en el objetivo, estallaban. La ciudad en la que se movía estaba hecha de escombros y restos de personas. La calle principal estaba asfaltada de huesos que, al pisarlos, craqueaban.
—¿A los naipes?
—…
A las nueve en punto lo llamaba su papá. Se veían poco: Daniel estaba muy ocupado en el trabajo. Era un trabajo nuevo que consistía, según le contaba a Titi, en gritarle a mucha gente inútil.
—Me gustaría que me contaras algo, hijo.
—No tengo nada que contarte.
Titi trataba de no perder la paciencia ni la concentración en el juego porque a esa hora era cuando mejor le iba. Por la mañana se levantaba de mal humor; después de almorzar tenía sueño; después de la siesta hacía calor. Nada de eso ayudaba a mejorar su ranking. Por la tarde llegaba su madre con su algarabía, después se aparecía su tío con su cara lamentable y, cuando por fin se iban todos, lo llamaba su papá. Titi todo lo que quería, por una vez en el día, era empuñar el control y disparar cabecitas.

***

—¿Es definitivo? —la voz de Daniel estaba quebrada.
—El médico habló de un tratamiento alternativo, algo experimental que hacen en Estados Unidos…
Fanny lloraba, hablaba en susurros desde el teléfono de la cocina, mientras vigilaba el pasillo con el rabillo del ojo, como si existiera la posibilidad de que Titi se levantara de la cama para espiarla.
—Si hay que llevarlo hasta allá, lo llevamos hasta allá. —A veces Daniel adoptaba unos aires optimistas que Fanny detestaba—. ¿Te dijo el doctor cuánto costaría todo el tratamiento?
—No.
—¿Va a parar el deterioro?
—No.
—¿Entonces?
—Puede alargar… —Fanny se ahogaba.
—¿Puede qué?
Fanny colgó. Abrió el grifo, se lavó la cara. Fue hasta el cuarto de Titi y entró.

***

—No —dijo Titi, sin dejarla terminar.
—Pero, mi amor, es un tratamiento sencillo, muy fiable. Podrías hacer tantas cosas que…
Titi ni la miraba, no notaba la gravedad de su voz, estaba entregado a la pantalla. Y a la tos. Era un nuevo síntoma de su insuficiencia respiratoria: uno de los más peligrosos, porque si tosía con flema podía ahogarse. Por eso era mejor que permaneciera sentado.
El aire del cuarto estaba tan cargado de olores que Fanny se mareó. Se sentó en una esquinita de la cama, lloró en silencio y entrelazó las manos. En la computadora vio la cara del muñeco, igual a la de Titi, pero llena de cicatrices. Los pies eran los de un palmípedo; las manos, garras; y tenía tetas largas, lengüetas que le llegaban a las rodillas.
—Tú no tienes tetas, Titi —le dijo, en un tono que parecía más el de una pregunta que el de una afirmación.

***

—¿Titi tiene tetas? —le preguntó Fanny a Ernesto, mientras tomaban una infusión digestiva, después de la comida, varias noches después.
—¿Qué?
—Me parece que él cree que tiene tetas.
—No tiene tetas.
—Eso mismo digo yo.
Los dos sorbieron sus pocillos. Los dos pensaron que no había mucho más que decir al respecto. No era algo que pudiera debatirse: Titi tiene tetas, ¿sí o no? No. Eso habían dicho, y eso era. Punto.

***

—Quiero cagar —dijo Titi.
Desde hacía unos meses lo asistía un enfermero fortachón, porque la enfermera de antes ya no podía con su peso.
—¿Qué dices? —preguntó el enfermero, acercando su oreja a la boca de Titi, cuya voz se había debilitado. O no exactamente: la enfermedad hacía que el cuerpo aumentara de peso, pero algunos de los órganos internos mantenían su tamaño y resultaban insuficientes. En una radiografía era posible ver cómo sus cuerdas vocales se perdían dentro de la inmensidad de su aparato fonador: «Tiene la caja de resonancia de un elefante, pero con la capacidad de un mosquito», algo así había explicado Fanny alguna vez.
El enfermero lo sentó en el inodoro, entrecerró la puerta y esperó afuera.
—Ya —dijo Titi al rato, y el enfermero fue por él.
Por esa época se aburrió del juego; ya no podía mover los pulgares con tanta facilidad. Además, le dijo una tarde al enfermero, ya había superado todos los rankings posibles. Había llegado a jugar en línea con otros jugadores y también los venció. Fueron pocos: su juego estaba tan «customizado» que a nadie le parecía tan atractivo como a él. Hasta que ni siquiera a él. Un día el Titi virtual se dejó matar por unos niños voladores que disparaban ácido por el ombligo y no se volvió a regenerar. Ese mismo día descubrió la ventana.
—Quiero salir.
—¿Qué dices?
Cuando consiguió entender lo que Titi le decía, el enfermero se quedó mudo. Al cabo de un rato dijo:
—Lo consultaré con tu mamá.
Fanny pensó que Titi no toleraría la lástima de los vecinos. Y ella tampoco. Pensó que era mejor no inventar complicaciones que no tenía, que eso era lo que la vida les había puesto y que las cosas estaban bien. Relativamente bien. Y que peor sería… Tantas cosas. Había cosas peores.
Después miró los ojos expectantes de su hijo y dijo:
—Pienso que es una gran idea.
—Yo también —dijo Ernesto. El enfermero asintió.
Tardaron tres días en organizar la salida. Fue un viernes a eso de las once de la mañana en una silla de ruedas que el enfermero consiguió prestada; lo llevaron a un parque cercano, en un horario no muy concurrido. Al cabo de una semana se convirtió en rutina. Daniel pidió vacaciones y pasaba a buscarlos: iban Ernesto, el enfermero y Titi adelante. Cuando llegaban al parque lo bajaban de la silla, lo sentaban en el pasto, la espalda contra un banco de piedra. Si Fanny se hubiese enterado, a lo mejor habría suspendido los paseos por el tema de la alergia; pero ninguno le dijo nada a Fanny. Los tres hombres se sentaban cerca de Titi, custodiándolo de los perros y los niños y las pelotas voladoras. Tomaban cerveza, le daban sorbitos; hacían chistes, hablaban de mujeres: amenazaban a Titi con llevarlo a un burdel. Se reían. Titi asentía, decía pocas cosas, se sonreía más por ellos que por él. Después decía: «Me duele la espalda», y lo ayudaban a acostarse boca arriba: la cabeza elevada sobre un almohadón, por si tosía con flema. Ahí dejaba de oírlos. Se dedicaba a mirar las nubes, arrastrándose lentísimas: se preguntaba si iban o venían. Hacia dónde. Pasaban horas, pasaban días, pasaban nubes y Titi deseaba que alguna se detuviera y se derramara furiosa sobre él. Hasta arrasarlo, hasta que no quedara nada.



Margarita García Robayo
Nació en Cartagena, Colombia, en 1980. Vive en Buenos Aires.
En Colombia fue columnista de cine y Coordinadora de Proyectos de la Fundación Gabriel García Márquez.
En Argentina trabajó para Clarín, donde creó el blog Sudaquia: historias de América Latina que ganó diversos premios y reconocimientos. Los textos de Sudaquia fueron reproducidos en medios como El País de España, El Espectador de Colombia y Le Monde. Para el diario Crítica de la Argentina escribió la columna La ciudad de la furia, y para la Revista C el folletín dominical Mi vida y yo, bajo el seudónimo de Carolina Balducci.
Como autora ha escrito libros de relatos: Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza, Las personas normales son muy raras y Orquídeas y las novelas Hasta que pase un huracán y Lo que no aprendí. Participó en la antología de Las mejores crónicas de la revista Soho y en Región: cuento político latinoamericano.
En el 2013 la Fundación Han Nefkens y la Universidad Pompeu Fabra la distinguieron con una beca de creación literaria.
Ganó el Premio literario Casa de las Américas 2014 por el libro Cosas peores. Actualmente es la Directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez.


ULISES PANIAGUA: EL AÑO DEL CERDO


Fue en la celebración, en China, del año del cerdo. Aquí, en mi ciudad, en mi país, fue un día como cualquier otro. O casi como cualquier otro.

Llegué a la oficina. Afuera llovía. Después de encender la luz, de acomodarme las medias y revisar mi email, me percaté, con sorpresa, de la presencia del muerto. Estaba allí, tieso y pálido, tendido sobre la alfombra. Me asusté, por supuesto, lancé un alarido medio escénico que debió retumbar en el piso del corporativo. Era la hora de la merienda, así que al parecer no hubo quien escuchara.

¿Qué se debe hacer con un muerto? Pensé en llamar a la policía. Me contuve, reflexiva, porque sé bien que en este país eres culpable hasta que se demuestre lo contrario, así que no quise pasar por el calvario del hostigamiento policiaco y la tortura psicológica. El muerto, por su parte, no desprendía peste alguna ni causaba horror, no mostraba rastros de violencia, manchas de sangre o exhibía una mueca de espanto. Bien mirado, incluso era guapo. Con estas ventajas, imaginaran que no me interesaba saber quién lo mató, si falleció a causa de un accidente, cómo llegó hasta mí. Soy tímida en extremo, me cuesta trabajo acercarme a los compañeros de trabajo, me considero aquella perfecta “godínez”, silenciosa y huraña que se hunde en sus labores, que checa entrada a las 9 am y salida a las 6 pm, en punto, de forma invariable. Por obligación, respondo lo necesario: “Ifigenia, ¿dónde quedó la nómina del licenciado Rodríguez?”, “Ifigenia, notifica a la gerente cómo marcha el asunto del próximo despido”, “Ifigenia, no seas cruel, alcánzame ese lápiz”. Por cierto, mi jefa, la gerente, también es hermética, no habla con nadie, es una tipa rara, un poco tensa. Es buenísima, eso sí para gritar y endilgar insultos y responsabilidades cuando se siente bajo presión. A veces la odio, a veces la compadezco.

Con tanta soledad a cuestas es de imaginar que no me molestó la idea de que un cadáver me hiciera compañía. Además, el difunto era discreto y respetuoso, cualidades de las que muchos vivos carecen en estos tiempos. Lo escondí en el closet de la oficina. Lo senté en la alfombra, lo cubrí con cajas y legajos. De manera periódica rocié aromatizante para disimular cualquier mal olor. Fue un difunto bien portado, apenas si mostró descomposición mientras estuvo conmigo. Cuando la empresa entera salía a comer, solía sentarlo en un reposet. Conversábamos sobre el clima, sobre asuntos laborales o sueños futuros. Una vez, bebiendo una copa de vino, nos pusimos profundos y hablamos del estrecho umbral entre la vida y la muerte.
Dos veces se dejó maquillar. Se veía hermoso con un rímel discreto y los labios rojos, parecía un actor de cine. Una ocasión, para comprobar que yo no era relevante en la oficina, lo disfracé con uno de mis vestidos floreados, le puse medias y uno de los sombreros anchos y redondos que tanto me gusta usar. Lo coloqué frente a mi lap top, y salí por un café capuchino. Mis compañeros no notaron la diferencia, así de intrascendente soy. Por la tarde, antes de retirarme, volví a guardarlo en el closet.

Pudo resultar bien, pero un día una empleada de limpieza casi lo encuentra. Tuve que distraerla con una sarta de banalidades para que no se acercara al sitio donde lo tenía oculto. Comencé a alarmarme, a pensar en las consecuencias, en las explicaciones que me vería obligada a dar si lo descubrieran. Además, lo nuestro no pudo ser. Cada día éramos más cercanos, comenzamos a enamorarnos. Hablé con él. “Las cosas se complicaron”, le dije”. Él permaneció estoico, como era costumbre. “No tengo mascotas, lo sabes, porque no quiero encariñarme con ningún ser, no soportaría las rupturas, la distancia de lo querido, no estoy hecha para transitar ese dolor”, comenté en un murmullo.

Estuvo de acuerdo. De allí en adelante podríamos ser sólo amigos. Planeamos su futuro en completa complicidad. Así, una noche trabajé hasta tarde. A algunos les pareció extraño, pero no emitieron comentario alguno. Con audacia y gran precisión cubrí la cámara de seguridad con un trapo, conduje al muerto a la oficina de la gerente, apagué la luz y salí corriendo a casa. No supe el nombre de mi acompañante de los últimos meses. No quise preguntarlo.

Esperé al día siguiente escuchar gritos, algún escándalo, el inicio de las averiguaciones periciales. La oficina permaneció en calma, la rutina transcurrió, boba y confortable, como cada jornada. Esa y cada mañana siguiente. Mi jefa lo encontró, estoy segura, pero guardó silencio, es la explicación más lógica a este enigma. Cómo podría no notarlo. Ella miente, la delata su cutis lozano, las carcajadas que se desprenden desde su oficina después de un largo rato de hablar en voz baja, los vestidos provocativos que usa recientemente, la discreta sonrisa con la que aborda los elevadores del corporativo. 

Apenas puede disimular, se ha apropiado de mi muerto.



Ulises Paniagua Olivares
México 1976. Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Es autor de una novela: La ira del sapo (2016); así como de cuatro libros de cuentos: Patibulario, cuentos al final del túnel, (2011), Nadie duerme esta noche (2012), Historias de la ruina (2013), y Bitácora del eterno navegante (Abismos, 2015).
Ha sido divulgado en antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo El búho, Círculo de poesía, y Jus. Columnista de la revista Horizontum.
Ha sido publicado en la Academia Uruguaya de Letras; así como en España, Italia, Perú, Cuba, Venezuela, Argentina y Costa Rica.
Mención honorífica en el Concurso Nacional de Cuento Criaturas de la Noche (2007), fue antologado en: Poesía Latinoamericana Giulia Gonzaga (Italia, 2008), y en Poetas del siglo XXI (España, 2014). En el 2011, con su colaboración literaria con el grupo Kanga, obtuvo el primer lugar en el concurso nacional de España, Tú sí que vales. Locutor colaborador en el programa Jazz Arquitectónico, de Radio Anáhuac. Ha sido tallerista en CONACULTA, en la UAM, y en la Fundación René Avilés Fabila, así como becario de CONACYT (2014-2016). Su obra ha sido traducida al inglés y al italiano.
Fuente: Repoelas / Foto: Coordinación Nacional de Literatura - Inba