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sábado, 28 de noviembre de 2020

SILVINA OCAMPO: LA SOGA

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos.

Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.” La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor. Si alguien le pedía: “Toñito, préstame la soga”, el muchacho invariablemente contestaba: “No”. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes… Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía. Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas. Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.


Silvina Ocampo

JUAN CARLOS CORTÁZAR: DARÍO DETRÁS DE LA PUERTA


Darío abre la puerta de la habitación. Lleva la escoba y el guaipe gris, el balde rojo y, dentro de él, los frascos de cloro y del desinfectante diluido, apenas un recuerdo del lavanda original. Esponjas, paños, el cepillo para limpiar el wáter. Trae puestos los guantes de plástico verde indispensables para su trabajo. A oscuras, anticipa de memoria la habitación: las esquinas donde evitar golpearse, las particulares ralladuras que ha sufrido cada mueble, los lugares donde los tablones del piso se desnivelaban, aunque eso era antes, hace unos años los reemplazaron con cerámicos nuevos, brillantes e impersonales. Da un paso —la punzada hiere su rodilla derecha, la contrae: algún día no podrá con las escaleras— y sin soltar el balde, con los nudillos apenas, golpea el interruptor. Emergen las lámparas de la cabecera, una luz baja y amarilla que a los clientes debe bastarles para lo que haya que ver. Cuando espía por las noches, al caminar por los pasillos hacia la habitación que Malena le avisa que acaba de desocuparse, casi nunca ve los fluorescentes encendidos, los clientes prefieren el halo hepático de las lamparitas. Darío se mira en el enorme espejo de la cabecera: cuadrado y bajito, en una mano verde el balde, los palos largos de la escoba y el guaipe en la otra, verde también, el manojo de llaves y la radio por la que Malena le da indicaciones, las dos cosas colgando muertas de su cintura. Una especie de extraterrestre, cuadrado y bajito, cargado de los implementos necesarios para su misión. Qué facha le habrá visto el muchacho que le habló más temprano.

No estaba con todas sus cosas a cuestas, ni siquiera con los guantes verdes. Se estaba preparando un té en la recepción, como todas las mañanas: qué le habrá visto el muchacho, por qué se decidió a hablarle. Darío se sabe invisible, los clientes apenas hablan con Malena para contratar la habitación; con Wenceslao, el administrador, sólo si surge un problema grave, pero con él jamás. El chico estaba paradito en la puerta a las cinco de la madrugada, mirando a la calle: ¿tiene dos soles?, le preguntó, es para la combi. No lo tuteó, no le dijo, por ejemplo, oye, tienes algo para la combi, con tono casi de orden, confianzudo.

¿Tiene dos soles?, había preguntado con voz amable y él no reaccionó de inmediato, aunque tuvo ganas de preguntarle si el tipo con el que lo había visto entrar una hora atrás y subir al tercer piso, si no le había dado plata. Era lo usual, lo había visto muchas veces, pero le dio vergüenza preguntar así, tan directo. El muchacho metió las manos en los bolsillos, le mostró la billetera vacía: es que no tengo para el pasaje, dijo. Darío dejó de lado la curiosidad por saber qué había pasado. Lo observó
ahí, de pie y ya casi en la calle, solo, recién estaba amaneciendo.

¿Has desayunado?, le preguntó, sorprendido de sí mismo, de estarle haciendo conversación. Debía tener más o menos la misma edad que Saúl, se vestía parecido a él, y por eso, porque le hizo pensar en Saúl, tal vez fue por eso que le preguntó. El chico negó con la cabeza y Darío hizo lo que nunca: anunció a Malena que tomaría unos minutos para desayunar fuera. Ella arrugó la cara extrañada, no te demores, respondió con voz plana y metálica. Con el muchacho al lado, Darío cruzó Uruguay hasta el puesto de emoliente: necesitas calentarte, después te vas a tu casa y duermes, le dijo con una voz que a él mismo le sonó paterna, como si le estuviera hablando a Saúl.

Ahora le toca limpiar justo la 31, la habitación que ocuparon el muchacho y el tipo aquel. Sus nudillos golpean el interruptor de más abajo. Tres parpadeos largos —mira hacia el tiinc tiinc tiiinc de los tubos, como si una polilla estuviera dentro tratando de escapar— y, en eso, el estallido blanco, poderoso. Ya no tiene ese halo de otro mundo en el espejo: es él, nada más. Tal vez sea por eso, por no ser uno mismo, que los clientes prefieren las lamparitas. Pasa directo al baño y deja el balde sobre el piso.

Ve la ducha sin usar, apenas una de las toallas hecha un bulto sobre el wáter y la toalla de manos dentro del lavatorio. No es sorpresa, sabe que los hombres casi no usan el baño. Cuando
hay una mujer las cosas no quedan así, intactas. Ellas usan todo para reparar su imagen, para verse igual o mejor que cuando llegaron. Repasa el baño con la mirada, falta el rollo de papel.

Anticipa que lo encontrará sobre la cama o sobre una de las mesitas, o en el suelo, pero siempre cerca de la cama. Eso tampoco pasa cuando hay mujeres, ellas no necesitan que les lleven papel a la cama; los hombres sí, después de los jadeos uno le dice al otro: tráeme papel, él los ha escuchado. Asoma la cabeza fuera del baño, camina hacia la cama, es grande, king size podía leerse cuando aún había etiquetas; la rodea despacio, no quiere otra puntada en la rodilla. Si le habría acercado papel al muchacho, el tipo ese, el que estuvo aquí, si habría sido amable con él.

Rara vez son gentiles con los chicos que traen, Darío ha notado eso, y después de que se desfogan todo se precipita rápido. Los muchachos, ellos parecen seguros de sí mismos, de su juventud. Saúl, a lo mejor él también se siente seguro de sí mismo. Encuentra el rollo tumbado de lado en el suelo, menos mal sin pelotas apuñuscadas alrededor. Claro que con los guantes verdes puede hacerse cargo de lo que encuentre —de los despojos, como los llama usando ese lenguaje formal, ceremonioso, que heredó de su padre y de su abuelo, campesinos en Andahuasi toda su vida, que aprendieron a utilizar palabras así cuando acudían reverenciales al patio de la casa hacienda, a recibir alguna reprimenda de los patrones—, y aunque los guantes y los años deberían haberlo inmunizado contra cualquier despojo —pelotas de papel pegoteado, condones viscosos, puñados de papel sucio—, Darío sigue agradeciendo encontrar lo menos posible.

Vienen de discotecas y bares, dejan siempre que el mayor haga los trámites, que entregue el DNI y pague la habitación. Nunca dicen nada. Siempre ha sentido curiosidad, ganas de preguntarles, de saber cómo son sus vidas, qué hacen en sus casas. Pero todos son como Saúl, mudos, no lo tienen en cuenta. Con su hijo casi no habla, se cruzan muy poco por casa y, cuando intenta conversar, Saúl se pone tenso y se corre, se desvía a cualquier tema, dice unas cuantas palabras y se esfuma.

Lleva el papel de regreso al baño y, meticuloso como una enfermera instrumentista, despliega las cosas que necesita: cloro y desinfectante, al lado izquierdo del lavatorio los paños verde y amarillo, a la derecha el papel toalla, el escobillón al lado del wáter, la escoba de pie contra el canto de la puerta para evitar que resbale, no quiere tener que agacharse a recogerla. Comienza. Un breve chorro del desinfectante pálido en el balde rojo, toma la escoba y sale del baño. Se detiene, la mano izquierda, inesperadamente libre, advierte que falta algo: el recogedor, olvidó subir el recogedor. Son tres pisos. Años atrás hubiera bajado por hacer las cosas bien, como se deben hacer, y sin embargo, las rodillas, la cintura. Niega con la cabeza y frunce la boca, meterá la basura bajo la cama hasta la próxima limpieza dentro de dos, tres horas máximo, lo que tarde la siguiente pareja. Ahora, lo primero antes de barrer, es tender la cama. Tiempo atrás cambiaba las sábanas en cada turno, ahora no, la lavandería está muy cara, decidió Wenceslao y determinó que sólo un cambio por noche, que eso era suficiente.

No le faltó razón, los clientes no las ensucian casi, a veces ni siquiera deshacen la cama: todo pasa ahí, encima nomás. Por eso los cubrecamas son oscuros, verde olivo, marrón, negro. Sólo si algo está salpicado y se nota, sólo ahí debe cambiarlo, sea sábana, funda o cubrecama; pero trata de no hacerlo, ha aprendido a evitar la furia del administrador.

La cama apenas está arrugada, los cojines botados a un costado: el intercambio —otra de sus palabras formales: no le va decir cachadita o agarrón o cualquiera de las vulgaridades con que Malena y Wenceslao se divierten en la recepción, cuando se quedan mirando a los clientes y chacotean en voz baja hasta que la puerta del ascensor se cierra—, el intercambio debió haber sido rápido. El mayor tenía pinta de casado, era canoso, quién sabe, con niños y esposa esperando en casa. Darío deja las almohadas sobre la silla, tira de las puntas del cubrecama para extenderlo, repasa las arrugas con la palma de la mano y siente crujir el plástico que está entre la sábana y el colchón: ojalá que Saúl, que donde sea que vaya Saúl, si es que va a algún sitio, ojalá ahí el administrador no sea como Wenceslao. Sábanas limpias, al menos, incluso tiesas de tanto lavado, no importa, pero sin salpicaduras que la luz de alguna lamparita se encargue de esconder, sin salpicaduras acumulándose pareja tras pareja.

Los pocos fines de semana que no trabaja —porque está enfermo o, en ocasiones más raras todavía, cuando Wenceslao no ha podido seguir retrasándole vacaciones—, Darío comprueba lo que Matilde, su mujer, cuenta mientras sorbe su té en los desayunos. Que Saúl sale de noche, se despide, sí, siempre con un beso en la frente, que lo siente regresar cuando clarea el día, a veces no regresa sino hasta hora de almuerzo. No, que borracho no vuelve. Ni drogado. Huele a cigarro nomás, hasta los calzoncillos apestan a pucho, dice Matilde, y lo sabe porque aunque Saúl está grande, y a diferencia de lo que hace con Esther, la hija menor, ella todavía le tiende la cama, limpia su habitación, le lava la ropa. Y, siempre según dice Matilde en esos desayunos, Darío y ella frente a frente envueltos en sus batas de franela y la vista sobre los cuadritos que intentan adornar las paredes de ladrillo pelado, según Matilde todos los viernes y sábados pasa lo mismo: un silbido a eso de las diez y Saúl, apurado, se asoma a la ventana, entra al baño y sale con un polo apretado y de mangas muy cortas, con un pantalón rojo, mostaza o verde perico, nunca un jean azul cualquiera, el pelo bien engominado y todo para atrás. Cuando era más chico, en la secundaria, algo hacían por controlarlo, exigirle horarios, buenas notas. Pero ahora es un joven de veintitrés, va al Instituto —al menos eso dice—, ya no les pide permiso.

Empuña la escoba, es una barrida ligera, más allá de lospapeles y algún condón que con seguridad encontrará por ahí, casi no hay polvo que barrer. Una punta de papel asoma tras la
mesa de noche, blanca y casi inocente. Papel higiénico, una pelota de papel higiénico arrugado con una punta que sobresale. Se agacha —no será tan constante como el de las rodillas, pero
el dolor es más agudo en la cintura, tanto que a ratos siente que se parte— y extiende la mano verde: la pelota tiene caca, es un papel arrugado con manchas de caca. Lo levanta y, sin apretarlo, va hacia el baño, con la otra mano sube la tapa del wáter, lo deja caer dentro. Espera, no tira de la manija, puede haber otros despojos que botar. Observa cómo el agua se enturbia conforme
el papel se abre y ablanda, piensa en el chico de la madrugada, boca abajo sobre la cama. Algo logró espiar a través de la grieta en la puerta que él conoce bien, alcanzó a verlo así, boca
abajo, aguardando. Vuelve a concentrarse en el agua del wáter, se ha puesto un poco más turbia. A veces los condones aparecen así también, con caca. A veces con sangre. Cuando limpia abitaciones que ocuparon un hombre y una mujer no encuentra cosas así, tienen más cuidado. A esas parejas, las normales, no las espía: sería como traicionar a Matilde. Llegan temprano,
pasan la noche entera, a veces una tarde y la noche hasta el amanecer; tienen sexo, claro, pero además miran tele, piden comida, como que viven un rato ahí dentro. No es el apuro de los
cuarenta minutos o de la hora y media forcejeando para luego volver a la calle, para ignorarse apenas cruzando la puerta.

Vuelve hasta donde dejó la escoba, decide abrir la ventana. Afuera el centro de Lima comienza su día: rumor de motores todavía morosos sobre Uruguay, bocinas que empiezan
a enfrentarse en la esquina con Garcilaso. Decide dar un par de pitadas y busca en su bolsillo derecho. Saca un cigarro a la mitad, lo estira y se lo lleva a la boca. El muchacho con el que
habló era igual a tantos otros que ha espiado, que ha entrevisto desnudos y boca abajo, la cara enterrada entre las almohadas. Los hombres mayores, casi siempre canosos, encaramados
encima, meciéndose sobre el trasero de los muchachos. Darío los ve cabalgarlos hasta que se quedan quietos sobre la espalda joven, la cara contra la nuca. También ocurre al revés, claro, pero por alguna razón que desconoce, eso le inquieta menos. Algo parecido le sucede con las parejas de mujeres. Son muy pocas y aunque al verlas siente una excitación confusa, Darío no se esfuerza por entender lo que pasa entre ellas. Enciende el cigarro, al aspirar surge un círculo rojo en el extremo. Estira la boca hacia la ventana abierta, bota el humo con fuerza, no quiere que se meta dentro.

Los muchachos boca abajo y entregándose, esos son los que le generan zozobra. La mayoría son como Saúl: delgados, alguno que otro atlético, con cuerpo de deportista, por el fútbol o el vóley lo más probable, mestizos o cholos casi siempre, negros y blancos muy poco. Vienen de discotecas y bares, dejan siempre que el mayor haga los trámites, que entregue el DNI y pague la habitación. Nunca dicen nada. Siempre ha sentido curiosidad, ganas de preguntarles, de saber cómo son sus vidas, qué hacen en sus casas. Pero todos son como Saúl, mudos, no lo tienen en cuenta. Con su hijo casi no habla, se cruzan muy poco por casa y, cuando intenta conversar, Saúl se pone tenso y se corre, se desvía a cualquier tema, dice unas cuantas palabras y se esfuma. Y así, parecidos, son los que van al hotel, salvo el de la mañana. Algo conversaron mientras tomaba emoliente —Darío no quiso nada—, que estudiaba en un Instituto del centro, que venía del cono sur, que el tipo con el que había venido no le había prometido plata, pero que él igual esperó que le dejara algo y nada, mala suerte nomás. Darío no supo bien cómo preguntar, a qué palabras acudir. Preguntarle si pensaba seguir así toda su vida, con desconocidos, que qué iba conseguir con hombres mayores, casados en su mayoría. Advertirle que había lugares peligrosos y que a veces los tipos se ponían violentos o los dejaban tirados. Que si siempre usaba condón, que él a veces los encontraba rotos.

Suena la radio en su cintura, intempestiva, un rumor creciente de gárgaras eléctricas que anticipan una voz. Darío acerca el cigarro al marco de fierro de la ventana, no lo aplasta del todo, apenas la punta contra el metal: más tarde podrá sacarle unas cuantas pitadas más.

—La once, libre —grita la voz chillona.
—Estoy en la treinta y uno, un poco me falta todavía —la palabras le salen despacio, con una dicción dulce y lenta, serrana.
—Siempre atrasado — escupe la voz por la radio—, apúrate o le recuerdo a Wences lo lento que eres —y corta.

Regresa a la escoba. Con esfuerzo se agacha para meterla bajo la cama. Tiene, por necesidad, la cabeza ladeada sobre la cama y se mira de frente en el espejo de la cabecera, muy de cerca, los ojos apenas por encima de las almohadas. El chico echado ahí mismo, él también debe haberse visto así, de frente, los ojos bien abiertos. O, por lo menos, ver al tipo que tenía encima, que lo cabalgaba. Darío se yergue con cuidado, la escoba le sirve de bastón. El hombre era grande, veinte, treinta años, esa debía ser la diferencia con el muchacho, calcula mientras, con la cadera adolorida, sigue apoyado sobre la escoba como si fuera un explorador cansado observando el horizonte. Repasa la habitación, cada una de sus cuatro esquinas. Hay muy poco polvo que juntar, hace un montoncito al pie de la cama, lo empuja debajo con cuidado, lo recogerá en el próximo turno. Veinte o treinta años, eso es mucho, por donde se lo mire, es mucho. Podría ser tu hijo, tiene ganas de decirle a los tipos, arrojarles eso encima justo cuando entran al ascensor.

Deja la escoba contra el canto de la puerta del baño, al lado del guaipe, entra y observa la ducha intacta, no hay nada que hacer ahí. Inclinado sobre el wáter toma el cepillo, lo introduce en el agua con más cuidado que de costumbre, el mango está a punto de romperse y tendrá que ponerle de la cinta blanca cuando baje a su almacén. Sabe el lugar exacto donde está la cinta, cuánto le queda. En el pequeño almacén bajo la escalera cada cosa tiene su sitio: los paños lavados en el nivel del medio, los nuevos detrás, los guaipes y las jergas en el nivel de abajo y siguiendo el mismo criterio, los usados adelante, los nuevos detrás; en el nivel superior las botellas de cloro y desinfectante; en los cajoncitos tornillos, pabilo, la cinta blanca y la gutapercha, focos para las lamparitas de cabecera. Le gusta abrir la puerta bajo la escalera y ver todo ordenado. En su casa es igual, todo en su lugar, limpio, nada fuera de sitio. Así aprendió de su padre.

Da una vuelta completa a la taza del baño, golpea suavemente el cepillo contra el borde. Tira de la manija y no pasa nada, vuelve a intentar con el mismo resultado y, resignado, baja
la tapa, alza la de la válvula y la pone sobre el wáter. Qué le podría decir a Saúl. Lo contrario, el revés del podría ser tu hijo, por supuesto, y la sola idea de la conversación le genera un nudo en la barriga. La pita que acciona la válvula está partida al medio, debería ser hilo de nylon pero Wenceslao no quiere gastar, con pabilo basta, dice, y el agua corroe los pabilos lentamente y cada tanto debe cambiarlos. Saúl, si Saúl irá a sitios así. A algún lugar debe ir, eso piensa cuando escucha los relatos de Matilde, aunque tal vez sea a casa de amigos, eso nada más, pero no se atreve a preguntar, o las preguntas le salen tan indirectas, tan escuálidas que Saúl aprovecha para poner cara de extrañeza y lo repele. Observa la pita rota, no, ahora no bajará por un pedazo de pabilo, y une los dos extremos con un nudo. Vuelve a tapar la válvula y acciona la manija, un lento remolino susurra una especie de tos tímida y consigue arrastrar el papel y el agua turbia. De bebé era lindo, Saúl, nació sano, morocho como él, como su padre y su abuelo, inocente, no podía ser de otra manera, inocente como cualquier bebé. El nombre lo sacó del Antiguo Testamento, igual que hizo su padre con él y sus hermanos —Darío, Simeón, Josué. Cuando lo bautizaron el padre hizo un comentario, como el primer Rey de Israel, dijo, y él asintió, feliz con el acierto. El padre buscó en su biblia y leyó sobre el Saúl de Israel: joven aventajado y apuesto, y sí, los años siguientes lo demostraron, su Saúl salió apuesto. Se endereza despacio, la cintura atravesada por un disco de dolor que lo parte en dos, apoya las manos sobre el lavatorio y espera a que el dolor pase. Tal vez Saúl sale con otros jóvenes como él, con el muchacho ese de pelo parado, por ejemplo, ese que algunas veces ha visto desde la ventana de arriba. Lo espera en la calle, Mohicano, escuchó a Saúl saludarlo una vez. Vive en El Ermitaño también, lo ha visto en la cancha del Quinto sector, juega al vóley con el equipo de las peluqueras —de los travestis, precisa Matilde sin falta—. No trabaja de peluquero, eso lo sabe porque algunas tardes, cuando regresa a casa y no quiere subir a pie desde donde lo deja el Metropolitano, lo ha visto en el paradero de Honorio Delgado, abajo en la Avenida. Conduce una mototaxi, pero a él jamás le ha tocado subirse a esa y no está seguro de si lo haría. Moja el guaipe dentro del balde y, comenzando al pie de la ducha, trapea el piso. Se detiene un instante, alza el guaipe y lo acerca a su nariz: no, todavía no apesta tanto, en un par de turnos deberá lavarlo, pero por ahora está bien. Darío sigue trapeando, retrocede un paso conforme cada cuadrado del piso va quedando húmedo, tiene cuidado de no pisar de nuevo encima. Y si no fuera con un hombre así, mayor, como los que suben a las habitaciones, como los que escucha tras las puertas, eso sería mejor: que esté entre muchachos de su edad. Retrocede un paso más, su pie derecho topa con el balde, lo alza y lo lleva fuera del baño, con dos pasos más atrás termina de trapear y sale.

Una sola vez cruzó palabra con el chico ese, el Mohicano. Un domingo por la tarde en que se quedó en casa. Leía el periódico en la sala y por la reja de la ventana, entre la mata que rodea el pedazo de jardín antes de la vereda, vio al muchacho afuera, esperando de pie; el pelo parado y los ojos muy rasgados. Dobló el diario sobre el sofá y abrió la puerta. Le preguntó si esperaba a alguien —el chico debía haber silbado y él, concentrado en la lectura, no había sentido nada.

—Al Saúl —dijo el Mohicano sin siquiera saludar, la mirada fija, directa.

—No está —mintió Darío con voz seca. El muchacho no se movió y más desafiante aún, o así lo sintió él, siguió con la mirada en alto.

Darío se quedó observándolo. El cabello bien en punta, la piel oscura y los pómulos marcados, una mezcla de chino y cholo. Los ojos muy rasgados, una gruesa línea negra alrededor de cada uno —¿usaría delineadores como los de su hija Esther?—, los shorts muy anchos, las pesadas zapatillas impecablemente blancas. Y, sobre todo, la mirada hiriente, una barrera de fierro para arremeter contra lo que tuviera en frente. Lo vio cruzarse de brazos, flexionar una rodilla para descansar sobre la otra pierna y voltear la cara hacia un lado, todo eso como si él no existiera, como si no estuviera frente a su casa; cruzarse de brazos y voltear la cara con una pose confusa, de aire femenino. Y aun así, tal vez debería haberle hablado, saber de él, si era amigo de su hijo. A dónde iban. A qué. Darío pega un brinco, el burbujeo de la radio lo sorprende de pie en el umbral de la puerta del baño.

—¿Ya terminaste? —grita la incisiva voz metálica de Malena.
El muchacho, el Mohicano, no, ahora que lo piensa su voz no era desagradable. Era grave y varonil.
— Contéstame, ¿ya terminaste ahí? —insiste Malena—, la once sigue esperando.
La mirada fija, hiriente, eso era lo que lo había desanimado de hacer el papel de padre amable. Lo que le había hecho perder la oportunidad.
—¿Qué te pasa? —chilla Malena.
—¿Qué le pasa? —preguntó el Mohicano, la mirada fija
otra vez, enfrentándolo.
—Ya, ya estoy terminando —contesta Darío.

Comienza a meter las botellas en el balde, los paños los pone dentro también, doblados. Da una mirada rápida al baño y apaga la luz. Atraviesa la habitación despacio, todo debe estar en
orden. Darío se mira reflejado en el espejo de la cabecera, cargado con sus implementos, cuadrado y bajito. Distingue unas manchas sobre el espejo, como a un metro y medio por encima de las almohadas. Se acerca, debe andar distraído, no las vio antes. Va hasta el interruptor y apaga sólo los fluorescentes del techo, vuelve al lado de la cama y mira bien: cinco manchas pequeñas y redondas forman un arco, abajo dos huellas más grandes, planas. Unos cincuenta centímetros a la izquierda otro grupo igual de manchas. Dos manos, son dos manos. Alguien arrodillado, inclinado al menos, apoyó las palmas de las manos ahí, entregando la espalda hacia la cama. Las manos del muchacho. Se agacha sobre el balde, saca el rollo de papel toalla y corta un trozo. Para llegar a las manchas tiene que arrodillarse sobre la cama, justo al pie de las almohadas. Lo hace, y movido no sabe bien por qué, intenta colocar sus manos justo encima de las manchas. No llega, el muchacho era alto, debía tener los brazos largos. Baja los suyos y observa: cuatro manos, dos arriba, la huella de los dedos medio y anular de las de abajo, las suyas, apenas encima de las palmas de las otras, como si trataran —sin suerte— de alcanzarlas.


Juan Carlos Cortázar
Lima (1964). Estudió sociología y políticas públicas. Hizo la carrera de escritura narrativa en Casa de Letras, Buenos Aires. Ha publicado la novela corta Tantos angelitos (Buenos Aires: Ediciones Deldragón, 2012) y el libro de cuentos Animales peligrosos (Buenos Aires: Milena cacerola, 2014). Su cuento Era el pistaco fue incluido en la Antología Cuento Digital Itaú 2013. La novela inédita El habitante fue finalista en el concurso de narrativa Eugenio Cambaceres 2012, organizado por la Biblioteca Nacional de Argentina. Ha publicado cuentos en medios digitales como Escritores del Mundo, Dos Disparos, Kundra y Olfa Mag. Vive en Santiago de Chile. Foto: The World News Platform

ROLANDO REVAGLIATTI ENTREVISTA A CARLOS PENELAS


LO QUE SE VIVE NO ES ANÁRQUICO, ES CAÓTICO


Carlos Penelas nació el 9 de julio de 1946 en la ciudad de Avellaneda, provincia de Buenos Aires, y reside en Buenos Aires, capital de la República Argentina. Es Profesor en Letras egresado de la Escuela Normal de Profesores “Mariano Acosta” y es en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires donde cursó Historia del Arte y Literatura. Obtuvo primeros premios y menciones especiales en poesía y en ensayo, así como la Faja de Honor (1986) de la Sociedad Argentina de Escritores —de la que fue en 1984 director de los talleres literarios— y otras distinciones. Su quehacer ha sido difundido en innumerables medios gráficos periódicos nacionales y extranjeros, tanto en soporte papel como electrónico. Dictó conferencias en un alto número de instituciones de su país y del exterior. Fue jurado nacional y provincial y panelista en mesas redondas. Fue incluido, por ejemplo, en las antologías “Poesía política y combativa argentina” (Madrid, España, 1978), “Sangre española en las letras argentinas” (1983), “La cultura armenia y los escritores argentinos” (1987), “Voces do alén-mar” (Galicia, España, 1995), “A Roberto Santoro” (1996), “Literatura argentina. Identidad y globalización” (2005). Publicó a partir de 1970, entre otros, los poemarios “La noche inconclusa”, “Los dones furtivos”, “El jardín de Acracia”, “El mirador de Espenuca”, “Antología ácrata”, “Valses poéticos”, “Poemas de Trieste”, “Homenaje a Vermeer”, “Elogio a la rosa de Berceo”, “Calle de la flor alta” y “Poesía reunida”. A partir de 1977, en prosa, fueron apareciendo los volúmenes “Conversaciones con Luis Franco”, “Os galegos anarquistas na Argentina” (Vigo, Galicia, España, 1996), “Diario interior de René Favaloro”, “Ácratas y crotos”, “Emilio López Arango, identidad y fervor libertario”, “Crónicas del desorden”, “Retratos”, etc.

1 — Provenís de una familia vinculada a la literatura, la plástica, el teatro y el cine.

CP — Para empezar, debo decirte, Rolando, que no nací el 9 de julio, que nací el 5 de julio de 1946. Sucede que mi padre no quiso que hiciera el servicio militar y por eso me inscribió en fecha patria. Era común entre los libertarios, como también huir y hacerse crotos. Mis dos hermanos mayores (por distintas razones que no voy a explicar) no lo habían hecho. Era injurioso, ofensivo, hacer el servicio militar para cualquier libertario. Ni curas ni militares, no te olvides. Por eso me anotó el 9 de julio. La historia es larga: el dictador José Félix Uriburu, en 1930, modificó la ley. A partir de ese año todos los nacidos el 25 de mayo o el 9 de julio deberían hacerlo. De eso, mi padre, no se había enterado. Resultado: fui el único de toda la familia en hacerlo. Y, por mala conducta —arrestos incluidos— la baja la obtuve después de catorce meses, uno de los últimos de esa camada en salir. Lo de “la jura de la bandera”, es confidencial. Mi familia es de origen gallega. Mi padre, Manuel Penelas Pérez, que cuidó cabras desde los seis años en Espenuca, una aldea cercana a Betanzos de los Caballeros, se formó en Argentina: a los catorce años conoció a obreros anarquistas y socialistas en la fábrica en la cual trabajó. Mi madre, María Manuela Abad Perdiz, de Ourense, apenas sabía leer y escribir. Aprendió con mi padre cuando ya llevaba criados tres hijos. Poco antes de morir, a los sesenta años, había terminado de leer “Los Thibaut”, la obra cumbre de Roger Martin du Gard. Las lecturas de don Manuel comenzaron con Bakunin, el príncipe Kropotkin, Émile Zola, Dostoievsky, Shakespeare, Arthur Schopenhauer, Nietzsche y luego el Siglo de Oro Español. Además, claro está, de la lírica gallega y los grandes escritores del siglo XIX de Galicia. Allí comenzó todo. Era, como te imaginarás, libertario. Para ser más preciso: libertario individualista. Heredamos sus hábitos: la lectura, la conducta, el amor a la naturaleza, la mirada de los conflictos sociales, el rechazo a toda dictadura, a toda demagogia, a cualquier forma de autoritarismo y una profunda defensa por la libertad individual. Mi hermano mayor, Roberto, fue un lector de los clásicos griegos y latinos, además de los autores del Renacimiento. Un amante de la ópera alemana. Mi hermana Raquel, la lectura y la pintura. Junto a ella recorrí museos, descubría biografías, admiraba a nuestros pintores y la gran pintura universal. Mi hermana Marta, el teatro norteamericano, el teatro inglés y francés de mediados de siglo, la novelística contemporánea, la historia de nuestra tierra. Mi hermano Fernando introdujo en el hogar el cine, el policial, el marxismo, el jazz y el comic. Además de los autores norteamericanos. Luego vino Carloncho (un servidor), que fue consumiendo todo ese mundo. Es importante aclarar que también mis hermanos y mi padre (mi hermano mayor me llevaba veintidós años, fui el hijo de la madurez) concurríamos a ver al “Rojo de Avellaneda”, a Independiente. Vale recordar que Independiente es o era “el club de los gallegos”. La gran mayoría de gallegos, de la inmigración, se refugiaron en Avellaneda. Muchos eran republicanos, anarquistas, socialistas, comunistas y el color les llamó el corazón. También por aquellos años me llevaron a palpitar el box en el Luna Park. Practiqué box, pelota a paleta y jugué al fútbol e hice natación toda mi vida. Me formé con la templanza y la visión de lo social pero también con lo estético en todas las manifestaciones. El teatro independiente, los autores de época, el Teatro Colón, los grandes ciclos del cine Lorraine, las exposiciones de pintura eran un hábito. Lo mismo que las discusiones sobre tendencias literarias, la injusticia o la Guerra Civil Española. Esa infancia y adolescencia me abrió la mente. Y ya en la adolescencia el amor de muchachas hermosas, idealistas, plenas de sensualidad y vuelo. Y las lecturas que a su vez fui descubriendo por mi cuenta, con amigos, con compañeros de escuela, con maestros que la vida me ofreció. La gratitud de ellos siempre me protege. 

2 — Podríamos decir que haber permanecido durante veintidós años colaborando con el prestigioso cardiocirujano René Favaloro (1923-2000) debe armar, en algún sentido, un capítulo de tu vida.

CP — Un antes y un después en mi vida. En 1978 había publicado, casi en forma clandestina, “Conversaciones con Luis Franco”. A Franco lo conocí de muchacho, y después de la figura de mi padre es la que más me enaltece. Un día, escuché por televisión al Dr. René Favaloro hablar de Franco y de Ezequiel Martínez Estrada. Dijo: “Los jóvenes deberían leerlos, son los dos escritores más importantes de la Argentina”. Le llevé el libro al sanatorio y al mes me llamó. Quería conocerme, hablar conmigo. Esa primera entrevista duró más de una hora. Me contó su experiencia en La Pampa como médico rural, en los Estados Unidos, la técnica del bypass, su vida, su formación, sus padres, la inmigración siciliana…; yo le fui confesando mis gustos, mi historia. Después de unos meses volvimos a vernos. Teníamos almuerzos maravillosos. Se hablaba de todo: Alfredo Zitarrosa, Sarmiento, el general Paz, Leopoldo Lugones, de actrices bellas, de cine…; al poco tiempo me nombró Jefe de Relaciones Públicas de la Fundación. Fui Jefe de Prensa, Sub-director del Centro Editor de la Fundación (el director era él), Jefe de Coordinación de Pacientes, Miembro del Comité de Ética. Una vida intensa, llena de sueños, de emprendimientos, de combates, de pérdidas. Al mes de su suicidio renuncié a mi cargo, todo había pasado y acumulaba una derrota más. El proyecto nunca pudo ser, el proyecto de institución, de ejemplo, de investigación. Esos años, más de veinte, fue un universo rico, pleno. Conocí seres notables —médicos e investigadores—, hombres probos, muchos de ellos desinteresados. En varias entrevistas afirmé que Favaloro pudo cambiar la cardiología en el mundo, pero no pudo luchar contra la corrupción y la mediocridad de su país. La corrupción se instaló, desde hace décadas, hasta la médula. Luego escribí, en 2003, “Diario interior de René Favaloro”, en donde creo haber reflejado a un hombre, pero también a un país que no supo comprenderlo en toda su dimensión. A la hora y media de su suicidio estaba en su casa. Ese día, a las 20 horas, daba la noticia al mundo en una conferencia de prensa que prefiero no recordar. Un golpe muy duro, tremendo. Recuerdo que una vez me dijo: “Soy tu hermano mayor”.

3 — En tanto sos un insoslayable investigador de la obra del escritor Luis Franco (1898-1988), acaso también esta condición arme un otro capítulo.

CP — Sin lugar a dudas. Él era muy amigo de mi suegro, Luis Danussi, destacado dirigente gráfico del anarco-sindicalismo argentino, quien leía a Pascoli y se escribió con Albert Camus. Pero fue el poeta Lucas Moreno, un hombre que supo guiarme en lecturas, quien me lo presentó un sábado por la tarde en su casa. Yo sabía de su obra, de su importancia, pero otra cosa fue luego el trato casi cotidiano o semanal. Moreno me había presentado a Álvaro Yunque, a Jorge Calvetti, a Francisco Gil, a don Roberto Guevara. Pero con la llegada de Luis Franco el universo cambió. Otra manera de ver la literatura, el descubrir autores, tendencias. Venía del Profesorado en Letras en donde estudiábamos latín, griego, literatura medieval alemana, inglesa, francesa, italiana, española…, una formación clásica y de primer nivel. Con Franco descubrí no sólo autores fundamentales como Goethe o Henry David Thoreau (en profundidad quiero decir), sino que me hizo conocer nuestros escritores con otro concepto. Allí venía Lugones, Rafael Barret, Horacio Quiroga, Rubén Darío, Domingo F. Sarmiento, el manco Paz y la mirada de la América mestiza. Luego conocí a Enrique Molina, Juan L. Ortiz (viajé hasta Paraná para verlo y entrevistarlo), Juan José Manauta, David Viñas, Osvaldo Bayer, Alfredo Llanos, Lysandro Galtier… Con Franco escuchaba la voz de la insurrección, pero también la voz del decoro, de la decencia, del coraje civil. En 1978 publicamos por nuestra cuenta y con el apoyo de unos pocos amigos “Conversaciones con Luis Franco”. Luego se editó a través del sello Torres Agüero y debe andar por la quinta o sexta edición. Franco es uno de nuestros grandes escritores, casi desconocido. Ensayista, cuentista, poeta. Y los libros sobre pájaros u otros animales que son bellísimos. Una prosa donde la tinta aún está fresca. Un ser único. Él me llevó a leer, además, textos sobre biología, botánica, zoología. Franco y más tarde Luis Alberto Quesada, Hugo Cowes, José Conde, Ricardo E. Molinari y Héctor Ciocchini fueron fundamentales en mi vida, hombres que me guiaron, que iluminaron mi trayectoria. Ejemplos de ética, de honestidad y además con vidas intensas. Franco concurría a cenar a casa, pasaba los fines de año en lo de mi suegro. Era el maestro, el hombre que seguimos admirando y amando.

4 — Los poetas Juan L. Ortiz (1896-1978), en una primera ocasión, y Ricardo E. Molinari (1898-1996) en una segunda, te sorprenden preguntándote si eras pariente o conocías al poeta uruguayo Walter González Penelas (1913-1983). Es en 2001 cuando publicás tu estudio y antología titulado “El regreso de Walter González Penelas” (con el auspicio de la Embajada de la República Oriental del Uruguay).

CP — Efectivamente. El trato de Walter con don Ricardo fue de una vinculación muy grande. Recordemos, de paso, que Molinari no trataba con cualquiera. Te cuento cómo empezaron las cosas. Un día, revolviendo en una librería de la calle Corrientes, descubro un libro que se titula “La escalera”. Su autor, Walter González Penelas. Una dedicatoria, las páginas sin abrir. No era un detalle menor. Había una dirección de Montevideo. Lo compré por el segundo apellido, si se hubiera llamado López o Fernández lo hubiera dejado. Cuando comencé a leerlo me impresionó. Una poética de altura, una sensibilidad exquisita. Entre mis amigos nadie lo conocía. En un programa de radio que yo tenía se me ocurre hablar de él y leer algunos poemas. El lunes me llaman a mi casa. La hermana había escuchado el programa, estaba muy emocionada, quería conocerme, darme ejemplares, una antología que un amigo le había publicado en España. A partir de allí continúo mis investigaciones, ese año viajo dos o tres veces a Montevideo. Una amiga de mi hijo mayor, estudiaba antropología, me ayudó mucho, conoció a la viuda, a algunos profesores. Pero la guía real me la fueron dando escritoras, mujeres que llegaron a adorarlo, mujeres que lo recordaban en anécdotas, en poemas, en encuentros. Escritoras uruguayas y argentinas, mi mundo rioplatense. Un descubrimiento de aquellos. González Penelas era muy buen mozo y un hombre refinado, culto, de conversación agradable, obsesionado con la creación. Había buceado en la literatura clásica, en la mirada social del Uruguay. Era sociólogo. Se mofaba de la gran mayoría de sus contemporáneos por la mediocridad, lo bajito que volaban, las reuniones en cuartos espejados, la pobreza intelectual. Eso le costó, qué duda cabe, el olvido, el menosprecio. Lo ignoraron. Es, reitero, una poética que vertebra una cosmovisión, una mirada atenta y sensible. En su lectura, de alguna manera, nos advierte de esa literatura que se vuelve peligrosamente literaria donde la palabra es suplantada por manipuladores de vocablos.


Su poética está contra la falacia, contra la novedad, lo banal. Por esa razón, entre otras, es casi desconocido. Es un gran autor, un hombre profundo que vivió alejado de círculos, de fetichismos, de los objetos del mundo exterior. En uno de los homenajes que se hicieron en Montevideo, Rocío Danussi leyó poemas suyos y la poeta Selva Casal analizó conmigo su poética.

5 — ¿Qué recuerdos tenés de las numerosas entrevistas que has realizado para el Museo de la Palabra?

CP — Bueno, muchos, una época muy hermosa para mi crecimiento. En 1983, instalada la democracia, me llaman de Radio Nacional para cubrir la Feria del Libro de Buenos Aires. Todo estaba por hacer. Contábamos con muy pocos elementos, casi no había una estructura técnica. Un solo auricular, transmisiones en directo desde una cabina elemental. En ese momento era uno de los pocos, conduciendo programas de radio, que conocía a los autores extranjeros y argentinos. Estamos hablando de Radio Nacional y de Radio Municipal. Quiero decir, los había leído, siempre leí con voracidad. Ahí obtuve el Premio a la Mejor Cobertura Radial, cerca de treinta y cinco entrevistas durante la Feria. Yo hacía las entrevistas, se las pasaba a Antonio Pérez Prado —un hombre de excepción, galleguista, guionista de cine, un notable investigador médico, además—, quien realizaba la traducción al inglés y la enviaba a la RAE Radio Nacional al Exterior. Ese premio, compartido, lo gastamos en una comida en la cual invitamos a los técnicos de Radio Nacional. Otro mundo, otra vida. En esas entrevistas, durante cinco años, conversé con Gonzalo Torrente Ballester, Martha Lynch, Roberto Fernández Retamar, Juan Rulfo, Alberto Girri, Héctor Ciocchini, Miguel Barnet, Juan José Sebreli, Carlos Alberto Brocato, Antonio Di Benedetto, Gustavo Soler, José Donoso, Carmen Orrego, Luis Rosales, Ana María Matute, Néstor Taboada Terán, Javier Villafañe, Dardo Cúneo, Juan Carlos Merlo, Dalmiro Sáenz, Manuel Mujica Lainez, Carlos Gorostiza, Mempo Giardinelli, Mario Benedetti, Antonio Dal Masetto…, la lista es muy extensa. Lo triste, lo lamentable, es que años después, como la emisora no tenía cintas, se grabaron entrevistas o conciertos en ellas. Se perdió un material impensable. La cosa era así: yo realizaba dos o tres preguntas, ellos contestaban y luego se borraba mi pregunta. Quedaba sólo la voz de los entrevistados. En algunos casos leyendo algún fragmento de su obra o un poema. Cada entrevista tenía la duración de cinco minutos.

6 — ¿Qué características han tenido los homenajes a escritores y artistas plásticos que has realizado en teatros y centros culturales?

CP — Durante más de quince años fui realizando actos de poesía. 

Luis Alberto Quesada [1919-2015] fue el que me inició; fui aprendiendo en la práctica el tema de la organización, los contactos, la planificación. Él había luchado en la Guerra Civil Española, peleó contra los alemanes en Francia, estuvo en un campo de concentración, del cual pudo escapar. Al regresar para unirse a la lucha clandestina, estuvo preso en España durante diecisiete años. Condenado a muerte, logró salir en libertad durante el gobierno de Arturo Frondizi. Bueno, aquí formé parte —por supuesto, siendo mucho más joven que él— del Instituto Argentino Hispano de Cultura Antonio Machado, del que él era el presidente. Casi todos los actos se realizaban en la Oficina Cultural de España. Allí organizábamos las conferencias, pero también presentaciones de libros y recitales. En el teatro de la Federación de Sociedades Gallegas o en el Teatro Margarita Xirgu efectuábamos los actos mayores. Los homenajes eran a los relevantes poetas españoles: Federico García Lorca, Antonio Machado, Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Luis Cernuda, León Felipe... Las voces: María Rosa Gallo, Alejandra Boero, Alfredo Alcón, Fernando Labat, Alicia Berdaxagar, Juana Hidalgo, Onofre Lovero, Ernesto Bianco, Dora Prince, Livia Fernán… Eso significaba selección de poemas, ensayos, guitarristas, en fin, actos donde la entrada era gratuita y se llenaban las plateas. La colectividad, el sector republicano, y muchos amigos nos acompañaron. Más tarde organicé actos con Rocío Danussi, mi compañera, que lee muy bien. Ella les puso voz a los poemas de Alejandra Pizarnik y a los de Rosalía de Castro: están en el Museo de la Palabra y por Internet. Junto a ella y Osvaldo Cané hicimos “El amor en la poesía”, “Homenaje a León Felipe”, “Poetas rebeldes”, “Cuatro poetas y la libertad”, “Poetas surrealistas”... Muchos de esos actos fueron dedicados a Fernando Pessoa, Enrique Banchs, Rosalía de Castro, Eugenio Montale, Giuseppe Ungaretti, Blas de Otero, Gloria Fuertes, Fernando Arrabal, Raúl González Tuñón, Luís de Camoens, poetas gallegos medievales, Enrique Molina, Conrado Nalé Roxlo, Francisco Madariaga, Bertolt Brecht, Pier Paolo Pasolini, Manuel J. Castilla, Jorge Luis Borges, Juan Gelman, Oliverio Girondo… Y a artistas plásticos: Rubén Rey, Miguel Viladrich, Antonio de Ferrari… Algunos comencé a hacerlos durante la dictadura, en librerías, en trastiendas. Luego, en la inolvidable Sala Taller, en el Centro Betanzos de Buenos Aires, en La Gran Aldea, en la Sociedad Argentina de Escritores, en salones culturales de la capital e interior. Nunca hubo menos de sesenta personas en cualquiera de ellos. El homenaje a León Felipe lo efectuamos en la Federación Libertaria Argentina, con más de doscientos espectadores, con un escenario en donde la silla de paja vacía era el lugar del poeta, la voz de Felipe, la música de Falla. Se entraba de a poco y se salía de dos en dos. El año: 1979. En primera fila estaban sentados Diego Abad de Santillán y Luis Franco. Entre el público, René Favaloro y el director cinematográfico José Martínez Suárez. Una emoción que aún perdura en mí. Pero el trascendente, el más importante es el que organizamos en el cincuentenario del asesinato a Federico. Nos llevó seis meses armarlo. Quesada era el Presidente de la Comisión. El afiche, que vendíamos para procurar fondos, era de Ricardo Carpani. Realizamos cerca de treinta y cinco actos en un mes. Conferencias, mesas redondas, recitales, muestras de grabadores y plásticos. Siempre lo pensábamos con música, a veces con baile. Guitarristas, flamenco. Mientras duró fue una maravilla, una alegría permanente, un placer inimaginable. Durante ese mes lorqueano, artistas, poetas y pintores repartíamos claveles en las mesas de los bares en homenaje a Federico. Más tarde, el olvido. 

7 — ¿Qué relevamiento nos proporcionarías de tu actividad radial en distintos programas y emisoras?

CP — Trabajé mucho en Radio Nacional y en Radio Municipal, en diferentes programas culturales. Era una época donde todavía existían voces, magia, utopías. Hice, además, comentarios de libros para Biblioteca de Radio Nacional; nos reuníamos con amigos de la radio hasta la madrugada. Agustín Tavitián era un poeta que congregaba afectos, sueños y el gusto por el jazz. Muchas de las iniciativas en la radio fueron suyas. Fue un ciclo en donde intentaba llevar, divulgar autores pocos conocidos o autores nóveles. Estuve en ambas emisoras desde 1984 hasta 1989. A veces me llamaban como columnista en otras audiciones de las mismas emisoras o de Radio Belgrano, Radio Palermo, etc. En mis programas daba cabida sobre todo a autores argentinos, del interior o de principios de siglo. A veces abordaba la literatura griega o latina. Planificaba cada programa y a veces lograba tener un encuentro breve antes de cada audición para ir formando el clima. Fue un tiempo muy interesante, el país se abría a la democracia y se necesitaba fomentar aquello que estuvo censurado. Hablamos de libertad, de comunicación, involucrando al creador con su mundo. En Nacional llevé un programa que me gustó mucho: “Nuestros ilustres desconocidos”. Allí iban desde una profesora de ballet del Teatro Colón hasta el mozo de un bar que había sido extra en Hollywood. En Municipal, “Los intelectuales hablan en primera persona”. Esas fueron dos creaciones mías que tuvieron cierta repercusión en el mundillo cultural. Salían al aire una vez por semana, se dialogaba con amplitud. Sólo preguntaba, el entrevistado era siempre el personaje importante. Además, como te conté antes, invitados relacionados con la Feria del Libro, que por alguna razón no había podido entrevistarlos en el stand de la Feria. También, años después, conduje un programa de medicina por Nacional —“Curar en salud”—, pero éste era de la Fundación Favaloro y trataba sobre la prevención en salud. 



8 — Leo en tu sitio de autor que has realizado viajes culturales a numerosos países europeos.

CP — Sí, tuve la fortuna de viajar mucho. Siempre sentí una gran admiración por los eubeos, como Adriano. La literatura, como sabrás, no me dio dinero, pero me otorgó prestigio y viajes. Casi todo el país lo recorrí dando conferencias, presentando libros, participando de ferias literarias del interior. Provincias de Chaco, Catamarca, La Rioja, La Pampa, Entre Ríos, Santa Fe, ciudades bonaerenses como San Pedro, Azul, San José, Pergamino, Chivilcoy, Mar del Plata, Tres Arroyos, Bahía Blanca, San Nicolás, San Antonio de Areco, son algunos de los sitios donde me invitaron en diferentes oportunidades. Casi siempre lo hice con Rocío preparando alguna lectura poética. Lo mismo ocurrió con invitaciones a Universidades o centros culturales en Chile y Uruguay. Estuve en La Habana, en Santiago de Cuba, en Paraguay. Con Europa no fue diferente. Fui invitado sobre todo a Galicia, Málaga y Madrid. He realizado quince o dieciséis viajes a Europa. Y nunca menos de un mes. Una vez allá —por mi cuenta— comencé a moverme, por amistades o por recomendaciones de escritores. Eso ocurrió en Oviedo, Málaga, Trieste. Después, como las distancias no son tan abismales como acá, y los contactos empezaron a surgir, llegaba a París o Londres o Edimburgo, a Roma o Sicilia, Viena o Colonia, Lubliana o Pola. A Marruecos, por ejemplo, desde Málaga. También quise conocer el Museo Hermitage, en San Petersburgo. De allí, Copenhague, Helsinki, Oslo, Tallín, Estonia, Berlín… Insisto: las invitaciones fueron muchas y también comenzaron a publicarme. Siento que en ciertos lugares de España o de Italia soy más conocido que aquí. Las invitaciones, además, las hacen incluyendo viaje y hotel. Como debe ser, por otra parte. A veces hasta con publicación. Ciocchini, Quesada, algunos profesores en su momento, me abrieron puertas, ciertas instituciones académicas hicieron lo mismo. No hace mucho he regresado de Trieste, otra vez, pues se está traduciendo mi obra poética al italiano. Antes había estado en Bérgamo, una ciudad de ensueño. De allí viajé a Bologna, a la Universidad de Letras, donde hay libros de mi autoría; un lugar lleno de belleza, cultura y emoción. Berger hizo que conociera el Palazzo Re Enzo. En ese mágico encuentro conversé con Rocío, en sus muros. Y de Bologna llegué a Rímini hasta la casa de Federico Fellini. De allí, media hora en bus, y llegamos a la Serenísima República de San Marino. Y luego otra vez Roma. Uno viaja acompañado de lecturas, de autores, de conciertos, con obras pictóricas, con esculturas. Pocas veces soy turista. En los años setenta recorrí con Rocío casi todo Chile, durmiendo hasta en estaciones de tren y en hoteluchos. Todo es empezar y tener espíritu de aventura. Lo demás, llega. Debemos pensar que el viaje es un viaje literario, pero también un monólogo.

9 — Es a quien forma parte del Centro Betanzos de Buenos Aires en su quehacer cultural a quien le comento: Manuel Dans, el abuelo paterno de mi esposa, Mirta, nació en la ciudad de Betanzos de los Caballeros; el hermano mayor de Ramiro, el padre de Mirta, Oscar Dans, y un primo de ambos, Osvaldo Dans, fueron presidentes del Centro, institución en cuyo restaurante he cenado varias veces.

CP — Bueno, a Osvaldo lo conocí mucho, como a los Pita, a Andrés Beade y tantos otros. Osvaldo, cuando me veía llegar, se tocaba el pecho y decía: “meu Penelas, meu, meu”. Hizo un trabajo muy importante en el Centro Betanzos, un hombre recordado. Era simpático, alegre y de suma generosidad. Además, un hombre valiente. Recordemos que Alfredo Bravo estuvo refugiado en el Centro durante la dictadura. Insisto, mi relación siempre fue muy buena y virtuosa en el amplio sentido de la palabra. Desde luego, mi relación con ellos es parte de mi vida, de mi orientación. Xeito Novo, su actual presidente Beatriz Lagoa y tantos seres entrañables, queridos, honestos, que fueron aportando ideas, compromiso y trayectoria. Cuando se cumplieron los cien años de su fundación —es el centro comarcal más antiguo del planeta— se hicieron festejos, vino el alcalde y funcionarios de Galicia, un coro de jóvenes, se publicó una edición en donde se reflejaba ese siglo de exiliados, de ex combatientes, de seres amantes de la libertad y la esperanza. Siempre fue un lugar de ideas, de cultura, un centro abierto, sin prejuicios. Me emociona ver la bandera republicana y el mural que realizó Juan Manuel Sánchez en su salón de actos. Es importante señalar que tiene un sello editorial que sigue creciendo. La sala de actos lleva el nombre del recordado Geno Díaz. Una historia de pasión, de compromiso, de amistad. Y de banquetes. Ahora están trabajando en la finalización de otra sede. Una maravilla, de verdad. Galegos somos nos.


10 — “Este poeta viene de Boscán” (Juan Boscán, español, 1487-1542) dejó asentado de tu hálito poético Ricardo E. Molinari. ¿Coincidís? ¿Por qué? ¿Y de qué otros poetas “venís”, Carlos?...

CP — Había recibido cartas y frases auspiciosas de poetas y escritores a quienes admiraba desde adolescente. Pero bueno, en palabras de don Ricardo fue en su momento un estímulo enorme, impensable. Era muy parco con los elogios y, en general, huraño en el trato. Me llenó de alegría y respiré. Él ponderaba mucho mi poemario “Cantigas”, lo tenía en su mesita de luz. Poseía una formación muy sólida; desde la poesía primitiva galaico-portuguesa, la poesía del romancero español hasta la lírica inglesa e italiana. Al nombrar a Boscán evocaba el clasicismo, el humanismo, la influencia italiana en la poética española, pero también el hilo que va uniendo una trayectoria trascendente en la poética universal. Su ojo era muy sensible y descubrió esa fuente en mi poesía. Sí, coincido pues me unía a él —entre otras cosas— esa mirada de lo poético, esa búsqueda de lo clásico, esa pincelada evanescente. Estudié y leí, leí y estudié con pasión a los poetas medievales españoles, renacentistas y, por supuesto, la generación del 98 y la del 27. Ellos fueron fuente de estilos, de análisis, de estructuras formales. Y la poesía italiana de principios del siglo XX: Salvatore Quasimodo, Giuseppe Ungaretti, Pier Paolo Pasolini, Eugenio Montale, Cesare Pavese, Mario Luzi, Umberto Saba... Uno viene de esos poetas, sin duda. Pero sería injusto si dejara de nombrar a Giuseppe Bellini, Thorpe Running, José Filgueira Valverde, Enrique Molina, Eduardo Blanco Amor, Ernesto Sábato, María Elena Walsh, Frank Dauster, Raúl González Tuñón, Lily Litvak, Jorge Luis Borges, Xesús Alonso Montero, Manuel J. Castilla y tantos otros que con sus lecturas o con sus consejos nos fueron formando el espíritu, la fineza interior, esa respiración sutil del poema. 

11 — En homenaje al compositor y pianista español Enrique Granados (1867-1016) concebiste tu libro “Valses poéticos”. ¿Nos hablarías de él y de la edición príncipe —editio prínceps— de 1999?

CP — No quiero ser reiterativo. En casa se hablaba de literatura, de política, de música, de pintura y de cine. Además de fútbol y de box. Se nombraba a Manuel de Falla, Joaquín Rodrigo y, por supuesto, a Granados: era un músico que se le nombraba, se lo escuchaba. En 1998 descubro, a través de Graciela Ríos Saiz (fundadora del Centro Coreográfico de Danza Española de Buenos Aires) los “Valses poéticos”. Y me fascinan. Los escucho, los escucho de día y de noche, me obsesiono. Y comienzo a escribir poemas durante cuatro meses, siete en total, cada uno según aquello que me iba sugiriendo cada composición. Así surge “Melódico”, “Allegro elegante”, “Vals lento”... Al tiempo, le propongo a Rafael Gil que ilustrara uno de los poemas. Luego de unos meses —había llegado a pensar que no le interesaba la idea— me viene a ver entusiasmado y me propone hacer una edición príncipe. Para abreviar: se editaron diez ejemplares, manuscritos por el autor con siete grabados originales de Rafael, estampados sobre papel Pescia de 300 gramos, todos numerados y firmados. Cada folio es de 38 x 34 cm. y el tamaño de la caja de madera (cuna) de 46 x 34 cm. En cada caja se pegó un grabado, cosa que nunca más se pueda realizar otra edición. Cada caja llevaba dos bisagras de bronce, el libro envuelto en una tela. El trabajo manual de cada libro fue de Gil, yo escribí uno por uno cada libro: los diez ejemplares. Una edición pre- Gutenberg. Rafael se quedó con un libro y yo con otro; ambos firmados como prueba de artista. El resto, los ocho restantes, se vendieron a coleccionistas privados o a instituciones. La Biblioteca Nacional de España y el Museo del Grabado de Betanzos los poseen. El Fondo Nacional de las Artes compró en su momento tres ejemplares que desconozco dónde están. Los otros pertenecen a coleccionistas privados. Se hizo una presentación en la Oficina Cultural de la Embajada de España, donde estaba presente el Agregado Cultural de la Embajada, funcionarios, profesores. En una vitrina estuvo en exposición un ejemplar durante un mes. Luego unos amigos realizaron una edición paralela al original, impresa, de quinientos ejemplares. La “vulgata”, como se dice. Se agotó en poco tiempo, un año fenomenal, significó —además— dos viajes a España. Aquí pasó casi inadvertido. 


12 — El compilador de la antología “Poemas á nai” te incluyó, y como único autor no nacido en Galicia, con el nombre Carlos Tome Penelas Abad.

CP — Xesús López Fernández es un sacerdote gallego, de Ourense. Un gran lector de poesía y un estudioso de las letras galegas. Descubrió algunos de mis libros (se lo alcanzaron poetas amigos) y cuando formalizó la edición decidió incluirme. Como su nombre lo indica son poemas dedicados a la madre, y los autores son gallegos, una antología de poetas gallegos significativos que le cantaron a la madre a lo largo del tiempo. Me llamo Carlos Tomás, el segundo nombre en homenaje a mi abuelo materno. La edición era en gallego y mi nombre completo fue en galego: Carlos Tomé Penelas Abad. Mi padre, Manuel Penelas. Mi madre, María Manuela Abad. En Galicia, en muchas oportunidades me presentan como Penelas Abad, ellos usan los dos apellidos. 

13 — No debe ser fácil hallar a otro argentino más imbuido que vos de la doctrina ácrata. “Anarquía y creación” es el título de un libro de 1997 del que sos autor.

CP — Sí, estudié el tema en profundidad, me eduqué con una mirada libertaria, con una conducta que rechaza el totalitarismo, el dogmatismo, el populismo, en fin..., lo que ya sabés. Pero fundamentalmente conocí a muchos anarquistas, a viejos anarquistas que lucharon en la Guerra Civil Española, en Latinoamérica o en la Revolución Rusa. Compañeros de “La Protesta”, de “La Antorcha”, de “Brazo y cerebro”. Anarquistas individualistas, naturalistas, anarco-sindicalistas, anarco-comunistas, tolstoianos... Seres únicos, irremplazables. Por su trayectoria, su moral, su combatividad, su coraje. Eran vitalistas y por lo tanto uno aprendía hablando, escuchando anécdotas, hechos. El anarquismo no es una ideología, es un Ideal. Es complejo, es una posición que me agrada comentar. “Anarquía y creación” es en verdad una suerte de arte poética, una búsqueda de la mirada libre y amplia del acto creador, una transparencia desde la verdad y lo ético, el universo sin dogmas, sin límites, sin prejuicios. Me llevó mucho tiempo escribirlo, es un libro breve, pero con intensidad. A veces fue utilizado, no sé si correctamente, en talleres y seminarios. Quise, además, extenderme en la formación del creador y del lector, una cultura que nos lleve a comprender la grande bellezza, la eternidad del objeto, la utopía de sabernos soñadores. Siempre afirmé que me sentía existencialista, camusiano. Eso y lo libertario hicieron el resto. La libertad tiene su precio. Nos sostiene la identidad, el asombro, los hijos, el mar, una mirada entrañable, la memoria de nuestros ancestros, la amistad. Y fumar una pipa tomando un café en un pueblo de Galicia. En soledad.

14 — ¿Qué prevés editar?

CP — Terminé de escribir “La luna en el candil de la memoria”, un libro en prosa en donde hablo de un niño de familia gallega, de un niño que escucha hablar del exilio, de música, de revoluciones, de afectos, de nostalgias. Y cómo ese niño se integra desde lo mítico en un mundo rioplatense. Creo que es mi mejor trabajo en prosa, el lirismo me conforma, lo trabajé con fineza, con lecturas. Un libro de unas ciento treinta páginas, pero donde hay huellas, respira. Firmé contrato con una editorial y lo presentaré en Buenos Aires y en Compostela. Eso es todo lo que puedo contar hasta ahora. Espero la edición con impaciencia. 

15 — ¿“El progreso de la tecnología y de las ciencias avanzan a la par que el embrutecimiento humano”? (Así lo afirmó Augusto Roa Bastos en su libro “Contravida” (1994).)

CP — Lo traté bastante a Roa Bastos en Buenos Aires. Un ser cálido, sereno, especial. Creo que existen varios mundos paralelos. Uno es el tecnológico, que en general cualquier subnormal conoce y se siente feliz. Otro es el científico, que se aleja cada día más del hombre de a pie. Y el embrutecimiento es algo que lo sentimos todos los días. Ahora, que tengo unos cuantos años, más todavía. Generaciones torpes, analfabetas, que parecen simios, van sin destino, sin anhelos, aturdidos. ¿Todo es así? No creo, hay islas, pequeñas islas. Gente solidaria, gente creativa, pocos sin duda. Es un mundo de grandes contradicciones: la industria cultural, la imbecilidad al alcance de todos, la creencia en la pata de conejo o en el líder. Mientras yo escribo estas líneas hay hombres en el espacio, hay satélites, hay guerras, hay muertes. Todo se ha vuelto, por momentos, más trágico, más diabólico. Y miro a mi nieto andar en su triciclo y creo que estoy equivocado. He escrito bastante sobre todo esto, no es fácil resumirlo. De algo estoy seguro: la ciencia sin ética no tiene salida. Y la tecnología sin humanismo tampoco. Lo que se vive no es anárquico, es caótico. El anarquismo implica orden, implica autoridad, no autoritarismo.

16 — ¿Coleccionabas figuritas, estampillas, banderines…? ¿Sos actualmente coleccionista de algo?

CP — Era un gran coleccionista de figuritas, de revistas mejicanas, de escuditos, de bolitas. Pero sobre todo de figuritas. Una época de luces, de esperanzas, de inocencia. Hoy mi casa es casi un museo; ahora es Rocío quien colabora, quien compite. Es una mujer de un gran carácter y una gran imaginación. Podés ver en mi casa libros, pinturas, botellas de diversos formatos, cerámicas, pisa papeles, mascarones, fotografías, candelabros, títeres, relojes... en toda la casa, por habitaciones, corredores, baños. Casi no tengo lugar. Y cochecitos de juguete, sombreros, bastones, perchas de sastrerías, pipas, abanicos, barquitos de madera, platos...; una pesadilla que me acompaña y me protege. Nos protege. Talismanes sagrados para alguien que no cree. Un delirio. Bello, pero delirio al fin.

17 — ¿Qué habilidades, de las cuales carezcas, envidiás o envidiaste, te mortifican o te han mortificado?

CP — Tengo muchos defectos, pero no soy envidioso ni me golpeo el pecho. Lamento no saber montar a caballo y no saber bailar tango. En realidad, no sé bailar, me molesta no bailar tango. Soy en general torpe para las cosas manuales y los arreglos de la casa. No me desespera. Insisto con lo del caballo y lo del tango. 

18 — ¿Te provocan algún tipo de interés “adicional” las novelas que se desarrollan en un marco histórico (por ejemplo: “Trafalgar” (1873) de Benito Pérez Galdós (1843-1920); “Quo vadis?” (1896) de Henryk Sienkiewicz (1846- 1916); “Sin novedad en el frente” (1929) de Erich Maria Remarque (1898-1970); “Yo, Claudio” (1934) de Robert Graves (1895-1985); “Las uvas de la ira” (1939) de John Steinbeck (1902-1968))?

CP — Me parecen obras donde lo histórico nos enseña a ver el presente, donde podemos descubrir aquello que no se quiso ver, donde las pasiones o la irracionalidad dominan la posibilidad de elección. No hay asuntos sublimes y asuntos triviales, es siempre el enfoque, el estilo, aquello que nos precipita a cierta inmortalidad de la obra, a ciertos crepúsculos o rostros. En los libros que mencionás la literatura no se vuelve literaria, hay un impulso vital en ellas que nos salva de la estupidez, de la mediocridad. ¿Cómo no nos va a enseñar Steinbeck o Graves? ¿Cómo no advertir en el mundo de Pérez Galdós o en Remarque lo podrido y decadente? Las obsesiones tienen raíces profundas en el lector y en el autor. Son libros, todos ellos, recomendables. Por su lenguaje, por su drama, por todo lo adicional que llevan en sí. Cuando yo era un dudoso principiante, Henryk Sienkiewicz me iluminó. El arte no puede prescindir del “yo”. 

19 — ¿Champagne o sidra? ¿Licor de huevo o anís? ¿Whisky o vodka?

CP — Champagne y sidra, según el momento o la ocasión. Licor de huevo, seguro. Ni whisky ni vodka: vino tinto o blanco de Albariños. 



20 — ¿Cómo te gustaría que te recordaran?...

CP — Como una buena persona, como un ser sin dobleces. Como alguien que, además, amó la poesía e intentó que otros la amen.

21 — No dejaremos de mentar a tus dos hijos, ambos vinculados también con el arte.

CP — Aquí habla el corazón. Mis hijos lo son todo. Emiliano, el mayor, hace cine, es director de fotografía, documentalista, profesor, fue jurado en Viña del Mar y en distintos festivales latinoamericanos, un muchacho de un talento enorme. Lisandro, el menor, es actor, director de teatro, clown, profesor de teatro. Es otro muchacho brillante, lleno de imaginación. Ambos son muy buenos lectores, lectores no sólo de cine o de teatro, se formaron con docentes de trayectoria, de formación ética y humanista. Cuando pienso en ellos recuerdo aquella frase de Pierre Boulez: “La creación sucede cuando lo imprevisto se torna necesario”. Ya en el secundario se destacaban. Emiliano maneja muy bien el inglés y Lisandro, el francés. Tienen una mirada amplia, sin dogmas. Pero sobre todas las cosas son generosos, desprendidos, solidarios, sin vanidades, sin soberbia. Siento felicidad al saberme superado por ellos. Y soy inmensamente feliz al ver sus familias, sus chicas —inteligentes y sensibles—, sus hijos. Tienen lo mejor de la madre.

Carlos Penelas selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

EPÍSTOLA A LOS PISONES
Estos pobres enemigos, Horacio,
cargados de celos y rencores
vigilan desde las quemaduras de la pereza
los hospedajes de los reinos mezquinos.
Con las piernas heladas, suplicantes,
repitiendo injurias en encuentros inútiles
imploran la fama sobre el légamo
de páginas baldías,
irremediablemente convocadas al perdón.
Solitario atravieso la luz y la ceniza.
Corrompidos por leyendas y dioses
destrozan la belleza
como un cuchillo troyano la maldad.


(“Finisterre”, 1985)

ACRACIA
Ante ídolos terribles y dioses eternos,
escuchando campanas
en las alas de un fuego invisible,
sus sandalias marcaron una huella inexplorada
en los altos jardines
donde los ojos infernales no llegaron.
La vida los protegió de las ambiguas manos,
de la dudosa farsa del sollozo.
Soñaron la desmesurada memoria
que los niños escuchan
en la intimidad de sus alcobas.
Nobles como la rústica mesa de un campesino
hacen inscripciones en la arena.
La belleza y la dicha
como una pasión entregada al olvido
protegen el silencio del hombre solitario.

(“Finisterre”, 1985)

LA VIDA EN TUS OJOS
La vida se recoge en tus ojos,
se desliza en bellas palabras,
en ardientes designios que restituyen
la íntima magia del fuego.
Amada, como un príncipe solitario
busco mi destino en la voz desvalida,
en la oración de la videncia
que purga los rigores del tedio
o los rostros hipócritas de la ciudad.
Delicada y bella me acompañas
sobre el terror del orden y la gloria.
Sé que tus senos necesitan el ritual
de mi tacto, el efímero asombro.
Esto soy, en la desnuda calma de tu lecho.

(“Al amoroso fuego”, 1987) 


PLAZA RODRÍGUEZ PEÑA
En este banco se sentaba mi madre.
Desde aquella hamaca
la candidez crecía junto a Poncho Negro.
Entre esos árboles aún viven dioses y héroes.
El gozo y el amor descubrieron
los románticos ojos de una muchacha,
la rosa roja del poema, el otoño del padre.
Aquí Lugones y Franco y el silencio.
Aquí descansa Gala.
En esta plaza mis hijos recorrieron
la evidencia de otros umbrales.
Los fantasmas la habitan junto a los jacarandaes.
Su magnitud devora las islas del olvido.

(“Calle de la flor alta”, 2011)

ALGUIEN SUEÑA JUNTO AL MAR
Separado y melancólico miro la rompiente,
el vagar ansioso de un cielo imposible
en las cortantes naves
que bordean espumas y cabelleras.
Vida y tiempo lentamente adorables.
Aquí está el milagro. Lo sabía.
En el insomnio, en la inmovilidad de la noche,
en la rosa blanca y apresurada,
en un fado de Amalia Rodrígues,
en la sacralidad de Arvo Part, en la lujuria.
Así me amas, entre la desazón y la quietud
de una buhardilla, con el desánimo y la pasión,
desde el otoño y el lecho amanecido.
Me amas hasta el fondo, hasta el atardecer,
hasta el abismo. Soy lo definitivo,
aquello que tiembla y se desvanece
en esta fina mañana. Solitaria, relumbrante.

(“Poemas de Trieste”, 2013)

PADRE
Padre, levanta la cabeza y mira los cipreses.
Camina con tus honrados huesos campesinos
hacia la luz de la nostalgia.
Otra vez te esperan el combate y la derrota.
Todas las noches vienes con tu voz
a visitar los cuartos de esta casa,
a decirme palabras que no entiendo.
Padre, salúdame con tu sombrero en alto.
Esta noche tu hijo ha soñado que has muerto.

(“Cánticos paternales”, 2015) 

Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por Rolando Revagliatti.


HANNAH ESCOBAR: POEMAS



Infidencias

Me gusta ser un producto despreciable del capitalismo.
Desde el nudo en el cordón de mis Vandasl 2k,
edición limitada del año en que nací,
hasta la punta quemada
de mi pelo decolorado con Blondor.
Creo en la anarquía de los mercados,
en la masificación de la información.
Estoy convencida de que somos máquinas.
Que funcionamos a partir de algoritmos,
que no tenemos nada
más allá de nuestra triste obsolescencia.
Todas las cosas que hago a diario son mecánicas de comportamiento.
Incluso en la variación,
incluso en lo aparentemente no previsible.
Me gusta ser un producto despreciable del capitalismo.
También me gustan los conejos.
Me gustan mucho los conejos.



Soledad

He llamado a la puerta
a alguna puerta
a todas las puertas
luego del primer suicidio
nadie queda realmente vivo.

La fiebre, Ofelia.
El cuerpo de Ofelia era más blanco que los otros cuerpos
y más inerme.

he llamado a la puerta
a alguna puerta
a todas las puertas
he llamado hasta que se me cayeron las uñas
incluso he llamado con los dientes.

Nadie respondió nada
Ahora adentro es igual que afuera.



De un maletín amarillo

Igual que las mujeres de Vila-Matas no puedo amar y no tengo nada
portátil.Mi equipaje es denso, y viejo y polvoriento,
descubrí que lo tengo atado al pie izquierdo con la inconsciente ilusión de que sea un
pedazo de plomo y me mantenga pegada al piso.
(Como ese hombre que no pesaba nada y que se ponía plomo en los calzones para no elevarse por la atmósfera).

Estoy muy cansada de querer en vano o no querer.
Yo misma me he lastimado tanto que pienso que es casi patológico:
la tendencia hacia la autodestrucción.
Voy en el camino buscando culpables para darle un sabor a la vida, a-lo-que-sea.
Y es que tengo tanto sentimiento que en mi mente únicamente retumba la queja de

Alfonsina:
Señor mi queja es esta/ tú me comprenderás/ de amor no estoy muriendo/ pero no puedo amar/ (…) me consumo en mi fuego/ Señor, ¡piedad, piedad!

Entonces me reconozco en ellos, me meto al mismo costal yo, yo misma, pero en secreto.
Desde que me reconocí en todos ellos
los repudio públicamente,
hago chistes mal educados llenos de ligerezas para mantenerme a salvo
de pronto la realidad me cae encima: no soy ellos, nunca podré ser ellos.

Lloro un poco,
prendo un cigarrillo.
Y otro.
Y otro.

La mirada siempre abajo, ojalá yo tuviera entre mis manos esa raíz maravillosa.
Pero no soy un cuadro.
El mundo es una fantasía tonta, me quito la máscara,
cierro los ojos, como cerrando ese maletín amarillo en el que cargo mi equipaje.

Apago mis pobres ambiciones.
me siento sobre él.


Hannah Escobar
Nació en Tiribití Antioquia en 1985, en 2009 se graduó de Química farmacéutica en la Universidad de Antioquia. Actualmente trabaja para el Ministerio de salud y protección social de Colombia en la Dirección de medicamentos y tecnología en salud como asesora en diferentes proceso y se encuentra trabajando en un próximo libro: Uróboros: Un palíndromo o el mismo Sísifo. De igual manera adelanta un proyecto artístico que tiene como eje fundamental la estética conocida como Insustancialismo o Insustancialismo Sintético.
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MÚSICA: JOE HENDERSON


 "Night and Day"

Subido Por: Joe Henderson Tema
Provided to YouTube by Universal Music Group Night And Day · Joe Henderson Inner Urge ℗ Originally released 1965 by Blue Note Records. All rights reserved. Studio Personnel: Alfred Lion Composer: Cole Porter Auto-generated by YouTube.



"El Barrio"

Subido por Joe Henderson tema
Provided to YouTube by Universal Music Group El Barrio (Rudy Van Gelder Edition / 2004 Digital Remaster) · Joe Henderson Inner Urge ℗ 2004 Blue Note Records Released on: 2004-01-01 Producer: Alfred Lion Studio Personnel, Mastering Engineer, Recording Engineer: Rudy Van Gelder Composer: Joe Henderson Auto-generated by YouTube.



Fuente: YouTube

sábado, 21 de noviembre de 2020

TERESA CALDERÓN: POEMAS


CELOS QUE MATAN PERO NO TANTO

Hombres de mala ley, animales de mierda
que nos son capaces de hacer nada que no sean desgracias.
García Márquez

1
Ya había visto sus ojos en los tuyos
que no me miran que se mueren por verla.

2
Era un desliz definitivo.
Desde un bolsillo de secretos
un nombre de mujer
tu letra un número
la prueba final en la estructura mítica del héroe
-consultar Villegas, Juan- ¬desde el bolsillo
esa mujer
ese cuerpo de tus delitos.

3
Mañana marcaré ese número.
Repetiré la operación hasta dar con esa palomita.
Pienso decirle menos cosas de las que pienso.
Pero a ti, te lo advierto
nos encontraremos los tres y sean cuales fueren los resultados
te lo prometo
aquí va a haber un muerto
habrás un muerto en la familia
querido mío.

4
Como ves
o co​mo no ves
estoy pendiente de ti.
Estoy el colmo de ti.

5
He aguzado el olfato
para husmearla mejor en tus camisas
en los jardines de tu pecho.
Si captaras la sutileza de mi oído
qué magnífico espectáculo
pegado a las puertas
el ojo a las cerraduras
como el náufrago a su tabla
y todo el océano para él solo.

6
Todos mis sentidos alerta pueden reconocerte
a una distancia de metros
bajo una niebla de película
en pleno centro de Santiago
a las doce del día en medio de la gente, animal.
Todos mis sentidos alerta.
Dije todos menos el sentido del humor.

7
Cuídate de mí, maldito, porque te amo.

8
Más vale que te cuides.
Tú sabes una caída en la ducha
esas son caídas fatales me entiendes
un remedio de más o equivocado te fijas
un accidente casero cualquiera tiene en la vida
arreglabas un enchufe y ¡oh, sorpresa, Fiat Lux! me comprendes
o el cuchillo de cocina guardado adentro de la cama
o el gas lento pero seguro no olvidemos.
Por eso, cuídate mejor que te encuentre confesado
oleado sacramentado y todo si te descubro amadísimo héroe.

9
Te acaricio te araño con táctica felina
porque estás mintiéndome
porque te juro lo sé todo
aunque no digas ni pío.

10
Tardaría la noche entera enumerando
los espantos que te haría
si se confirman mis según tu miserable opinión–
infundadas sospechas.
No tienes idea la de horrores que soy capaz
mi vida
la infinidad de maleficios que prepararía en la cocina
hasta dar con esa pócima
que te pusiera fuera de combate.

11
En esta guerra sangrienta
las matemáticas están claramente de tu parte
yo soy una y una no es ninguna.
Ante una ventaja así no cabría más
que deponer esas armas con las que no cuento
y saludarlos con mis mejores deseos:
que sean tremendamente infelices que se pudran.
Quiero que reciban periódicamente
a la cigüeña cargada de imbunches
que no falten al himeneo las reinas de la muerte,
las parcas de infalibles tijeras
¡Oh, Mnémesis
diosa fantástica de la venganza!  


MUJERES DEL MUNDO: UNÍOS

Arriba mujeres del mundo
la buena niña y la niña buena para el leseo,
las hermanitas de los pobres y amiguitas de los ricos
la galla chora y la mosca muerta
la galla hueca y la medio pollo
la cabra lesa y la cabra chica metida a grande
canchera la cabra y la que volvió al redil

la que se echa una canita al aire

la que cayó en cana o al litro y la caída del catre

las penélopes mata haris y juanas de arco,
la que tiene las hechas y las sospechas
la que se mete a monja o en camisa de once varas

la mina loca la mina rica pedazo de mina

la que no tenga ni perro que le ladre
y la que “tenga un bacán que la acamele”

Arriba mujeres del mundo
la comadre que saca los choros del canto los pies del plato
y las castañas con la mano del gato
las damas de blanco azul y rojo
las de morado las damas juanas y damiselas
todas las damas y las nunca tanto

la liviana de cascos y la pesada de sangre
la tonta que se pasó de viva y la tonta morales
la que se hace la tonta si le conviene
la que no sabe nada de nada
y ésa que se las sabe por libro.

La madre del año arriba,
madre hay una sola
y las que se salieron de madre.

Arriba mujeres del mundo:
la cabra que canta pidiendo limosna
la que como le cantan baila
y la que no cantó ni en la parrilla.

Arriba todas las que tengan vela en este entierro
la que pasa la lista y la que se pasa de lista
la aparecida y la desaparecida
la que se ríe en la fila y la que ríe último ríe mejor:

la natasha la eliana la pía
la paz la anamaría la lila
la angelina y la cristina
la que anda revolviendo el gallinero
la que pasa pellejerías y la que no arriesga el pellejo
la dejada por el tren o por la mano de Dios.

Que se alcen las mujeres con valor
las pierdeteuna y la que se las ha perdido todas
la percanta que se pasa para la punta
la que nadie lleva ni de apunte
y esa que apuntan con los fusiles.

La vida: el gran laboratorio de la muerte plagado de tristes ratas.

&

Habría que retroceder la historia hasta descubrir la evolución con las manos en la masa.

&

Abrían sus fauces los camiones de la tarde.
Todo se lo tragaban. La lozanía de la fruta participando del misterio y de la muerte.

Convincente la escoba barriendo la piel los huesos tatuados por el pavimento y tendones estallando y cartílagos sangrientos y briznas de pasto y ramas secas recolectadas en la caída.

El más grande de los desperdicios mi pobre basura biodegradable entrando en la ambulancia.

&

¿Cielo?
¿Infierno?
¿A qué estado de nada
a qué mazmorras
irán a dar los espantados
los muertos de miedo
los que tienen perdida la fe
los atorados con el trago amargo
de sus propios pasos perdidos
los aterrados de la vida por delante
los jóvenes poetas aspirantes
al suicidio?

&

Una tristeza como ésta
–los griegos ya lo sabían-
la registra el ADN
de generación en generación
por los siglos de los siglos.

&

Esta pena negra no es cuestión de boticarios.

&

El suicidio
dijo el actor
es una muerte
en defensa propia.


INSTRUCCIONES PARA AMAR UN ÁNGEL

En primer lugar, la afectada por la presencia de un ángel se dará cuenta del hecho enseguida.
Encandilada por un hombre cuya voz jamás había oído, le parecerá perfectamente conocida. El brillo inquietante de unos ojos que la miran, le hará creer haberlos visto desde siempre. Sobrecogida por el ritmo de un baile una tarde de lluvia, usted perderá el sosiego de por vida.
Entonces sus sueños empezarán a llenarse de mares encrespados y cielos que se nublan repentinamente y lluvias que se desatan y vientos que se la llevan en todas direcciones.
Usted desde ese mismo momento quedará a la deriva, perdida, sin brújula, sin voluntad y sin memoria.
Los ángeles no son conscientes de su angélica condición, por lo tanto seguirán actuando en forma natural y humana.
Por lo general los ángeles son poetas. Los ángeles suelen llamarse Tomas, Alfredo, Raúl, Carlos, Antonio, Roberto, Pablo, Andrés, Rubén, Gustavo, Diego, Miguel, Juan…
Cuando se encuentre con un ángel, debe hacerle prometer de inmediato y delante de testigos, que más adelante, que tal vez, que algún día, que en la próxima vida….
Los ángeles suelen quedar prendidos en la memoria, abrazados a su corazón, cantando en su alma la música del paraíso.
Para amar a un ángel hay que visitarlo en los sueños; acercarse despacito y hablarle lentamente. Los ángeles se asustan con facilidad al ser reconocidos.
Cuando se enamore de un ángel, usted tendrá que resignarse a que ese ángel jamás se va a enamorar de usted, porque no todas las mujeres tienen en su destino encontrarse con un ángel. Porque las mujeres como yo que se enamoran de hombres como tú están perdidas.
Porque en realidad usted no es una mujer sino una triste ángela caída en la desgracia de un amor tan grande.


Teresa Calderón
Nació el 30 de marzo de 1955 en La Serena. Estudió Pedagogía en Castellano en la Universidad Católica y más tarde Licenciatura en Estética en la misma universidad. De preferencias literarias bien definidas, ha expresado su admiración por los poetas griegos Konstantin Kavafis y Giorgos Seferis, por escritores del Siglo de Oro como Quevedo, Garcilaso y Góngora, y por poetas latinoamericanos como César Vallejo y Enrique Lihn
(Memoria chilena / Cátedra de poesía / Foto: Poemas del Alma)