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domingo, 27 de marzo de 2022

ERNEST HEMINGWAY: EL GATO BAJO LA LLUVIA


Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha.

Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!

Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.


Ernest Miller Hemingway

Oak Park, 1899 - Ketchum, 1961 

Narrador estadounidense cuya obra, considerada ya clásica en la literatura del siglo XX, ha ejercido una notable influencia tanto por la sobriedad de su estilo como por los elementos trágicos y el retrato de una época que representa. Recibió el premio Nobel en 1954.
Fuente: zonaliteratura.com - biografiasyvidas.com - Foto: linkis.com

PEDRO ORGAMBIDE: EL SALUDO


Ha sido una gran función la de esta noche. Los espectadores aplauden de pie y esperan el saludo de La Diva. Pero ella no sale aún. Algún crítico mal intencionado piensa que La Diva se hace rogar, que administra, con astucia, el fervor del público. Puede que sea así, pero yo no soy nadie para revelar esos secretos. Mi patrona, que otros llaman la Diva, sabe muy bien que no lo haré. En todos estos años que estuve a su servicio, nadie obtuvo de mí una infidencia, un comentario que pudiera afectar a la señora. Al contrario, muchas veces hice un discreto mutis, por decir así, para ocultar o disimular una situación embarazosa. “Esta mosquita muerta lo ve todo, lo sabe todo”, suele decir mi patrona. Y es así, realmente: he visto cosas por las que pagarían buen dinero esas revistas de chismes en las que a veces sale la foto de la señora, acompañada por el caballero o el jovencito de turno. Sólo yo sé que esas minucias poco tienen que ver con ella. A ella, lo que en verdad le importa es el aplauso del público. No, no sale todavía. Ella no es como esas jovencitas, como esas actrices novatas que apenas cae el telón, corren desbocadas hasta el proscenio, para mendigar el aplauso. De ningún modo. Ella suele esperar entre bambalinas, dejar que el aplauso crezca en forma considerable, antes de caminar hacia la gente que le arroja flores y la llama diosa. Sólo entonces mueve levemente la cabeza, como negando el mérito a la estruendosa realidad. Con modestia, debe admitir que el éxito es suyo. Puede permitirse entonces una sonrisa, un ademán gracioso, algún saltito que insinúa un deseo de regresar al camarín. Pero el público es tirano, el público exige otro saludo. Y bien, no hay que negárselo. Es entonces cuando La Diva arroja un beso al aire. El público se agita, grita, patalea. Entonces ella lleva su mano al pecho, hacia el corazón y llora. “un momento así vale la pena”, le oí decir muchas veces a mi patrona. Por ese momento, ella pasa horas haciendo gimnasia, pedaleando en la bicicleta fija, cubriéndose la cara con horribles mascarillas y cosméticos. Pero eso el público no lo sabe, es un secreto entre ella y yo. Nunca diré que vi su rostro envejecido, sus arrugas, el tic que afea su boca. No, no lo haré. Tampoco diré que se babea por las noches, que tose en la oscuridad y maldice su suerte. No quiero llevar agua al molino de sus enemigos, Dios no lo permita. Pero hay que reconocer que no siempre saluda con dignidad. Yo la he visto empujar al primer actor de la compañía, para que trastabille delante de los espectadores. También he visto como “tapaba” a la dama joven, poniéndose delante de la muchacha, como distraída. No, no me engaño. Así no saludan los grandes del teatro. Ellos saludan muy sobrios, con la ostentosa dignidad de parecer humildes. Pero yo no soy quién para juzgarla. En estos años la vi luchar por el aplauso, firmar contratos abusivos, soportar los chistes de ignotos productores, sólo para obtener ese premio que necesita como el aire. Porque después de meses de ensayo, de debatirse frente al espejo, de abandonar a su último amante, de aprender un texto que en realidad detesta, ella va a salir a saludar al público. Y la van a aplaudir. Y eso es lo único que importa. Ella quedará suspendida en el tiempo, oyendo el aplauso, las voces que repiten su nombre. Lástima que hoy no será así. Lástima su mal trato, la fea costumbre de insultarme. Aunque yo se lo había perdonado todo, en verdad. Porque yo la admiraba, igual que esa gente que ahora implora su presencia en el escenario, esas mujeres y esos hombres de pie, ansiosos, impacientes por ver a La Diva. Lástima. Porque ella no debió levantarme la mano, ni decirme bruta, ignorante, ladrona. No, eso estuvo mal. Si me puse el vestido de marquesa, el que ella usa en la obra, fue solo para imitarla, sin mala intención. Es lo que hice durante todas las noches, cuando ella se cambiaba y se ponía la bata de seda, para saludar y recibir los aplausos. No sabía que se iba a enojar tanto. Pero, ¿por qué me amenazó con esa tijera que ahora está clavada en su corazón? Con el vestido de marquesa y el antifaz ya soy igual a ella. Oigo el rumor de los aplausos. Es algo verdaderamente hermoso. Es hora de salir, de saludar al público. Ellos están allí, llamándome, gritándome divina, diosa. Hago una reverencia, arrojo un beso al aire y los saludo, fatigada y feliz.


Pedro Orgambide

Nació en Buenos Aires en 1929. Durante el último año de la escuela primaria fundó un club para chicos con el nombre del poeta que más admiraba: Alvaro Yunque. También publicó sus primeros poemas en las páginas que dirigía Raúl González Tuñón en el periódico Orientación, entre 1942 y 1945. Su primer libro, Mitología de la adolescencia, se conoció en 1948, cuando regresó del interior del país, donde trabajó como peón de campo.

Fue bailarín de tango y de folclore y maestro de Estética en la Escuela de Danza Contemporánea de Ana Itelman. En 1954, mientras trabajaba en la sección deportiva del diario Noticias Gráficas, publicó su primer ensayo: Horacio Quiroga, el hombre y su obra. Poco después salió a la luz su primera novela: El encuentro.Su primera obra teatral, La vida prestada, la estrenó a los 20 años y en 1959 recibió la Faja de Honor de la Sade por su novela Las hermanas. Por esa época también comenzó a escribir una larga serie de cuentos para chicos y preparó Crónica de la Argentina, que Eudeba publicó en 1962. Un año después estrenó en teatro uno de sus trabajos más reconocidos: Concierto para un caballero solo. Desde la adolescencia Pedro Orgambide había simpatizado con las ideas de izquierda y luego también con el peronismo. En 1974 se exilió en México, debido a las amenazas de muerte que había recibido, donde viviría hasta 1983. Fundó en Argentina la revista La Gaceta Literaria y en México la revista Cambio junto a Juan Rulfo, José Revueltas y Julio Cortázar. Falleció el 19 de enero de 2003. Fuente:Mujer con violoncello, Buenos Aires, Beas Ediciones, 1993 -
narrativabreve.com - es.argentinopedia.wikia.com - Foto: elortiba.org

ENTREVISTA A ROBERTO CIGNONI

“El juego incalculable del lenguaje reengendrándose a sí mismo”

Por Rolando Revagliatti

Roberto Cignoni nació el 25 de septiembre de 1953 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Codirigió con Jorge Santiago Perednik la revista “XUL, signo viejo y nuevo”, desde 1990 a 1994. Colaboró de manera permanente, a través de poemas y artículos críticos, con las revistas “tsé-tsé” y “Tokonoma”, y de modo alternativo con las revistas “Maldoror”, “Los Rollos del Mal Muerto”, “Dimensao”, “Graffiti”, “Último Reino”, “El Surmenage de la Muerta” y otras. Fue incluido, por ejemplo, en las antologías “Nueva poesía argentina durante la dictadura (1976-1983)”, compilada por J. S. Perednik, 1992; “La erótica argentina (1600-1990)”, compilada por Daniel Muxica; “The XUL Reader (An Anthology of Argentine Poetry, 1980-1996)”, editada por Roof-Books, New York, Estados Unidos, 1997; “Triantología de la poesía argentina, brasileña y peruana” en la revista “Homúnculus”, 2004; “200 años de poesía argentina”, compilada por Jorge Monteleone, 2010, así como en los volúmenes “Poesía visual argentina”, con selección de Fernando García Delgado, 2006, y “Rastros de la poesía visual argentina”, con selección de Claudio Mangifesta, Hilda Paz y Juan Carlos Romero, 2014. Publicó los poemarios “Margen puro”, 1982; “Resplandores”, 1985; “28 poemas”, 1987; “Nevada y estrella”, 1992; “Ceros de la lengua”, 2001; “La tempestad”, 2012.

— No siempre residiste en nuestra ciudad.

RC — Durante los treinta y cinco primeros años de mi vida lo hice entre Adrogué y Burzaco, en la zona sur del conurbano. Resido actualmente, junto a mi esposa Lilian Escobar, en el barrio de Monserrat, en el piso alto de la Barraca Vorticista, sede de Vórtice, espacio de Arte Correo y Poesía Visual dirigida por Fernando García Delgado. Estudié durante varios años la carrera de Ciencias Biológicas, en la Ciudad Universitaria. La abandoné cuando me restaban cinco materias de las veintiuna que componían la licenciatura. A partir de allí me entregué totalmente a la poesía.

— Sigamos presentándote.

RC — ¿Y qué me aparece apenas lo pienso —“autobiografiarme”— y de inmediato lo escribo? Tal vez, la inconsistencia de un alguien y de una obra a través de ciertas palabras que nunca han obedecido a una formulación íntima, sino, más bien, al juego incalculable del lenguaje reengendrándose a sí mismo, un pensar y un decir encantados por la acción de fuerzas y acontecimientos intemperantes, dichosamente desasidos a la voluntad de ese ser soberano al que solemos flamear (ilusoriamente) como “Yo”. Insisto. Y vuelvo

Al revisar mi libro de imágenes

Nací mudo.
Las cosas de las que hablo sirven a ilusiones.
El verano, la huelga, dios y la denuncia
no tienen dominio.
Mis discursos de paz estimulan bravatas.
Mis intimaciones dan de comer al burlón.

¿Esparcí en una cabeza el humo de la revolución?
Ha sido apenas una fábula.

¿Describí la pureza del pobre, el amuleto del loco?
Practicaba, al azar, algún juego de sintaxis.

Qué siglo de afonía, y qué pretensiones, al rescate
de una voz, por discutir cuestiones de importancia.

Quiero argumentar mi causa y me estorba un vagido.
Quiero decir obscenamente y una oda al instante se me resuelve.

Esta misma noche pude oír, vivaz como un
remordimiento, a un juglar humanista verter
canciones en una campana de vidrio.

Se dice. Se enmudece. El esfuerzo por sobrevivir
en un poema impracticable.

— En la primera época (1980-1985) de “XUL”, en ese “signo viejo y nuevo” (como el verso tomado de un poema de Edgar Bayley) fuiste colaborador, y en la segunda época, entre 1990 y 1994, codirigiste la revista con quien la fundara, Jorge Santiago Perednik (1952-2011). Sos la persona justa para referirte a “XUL”. Y, demás está decirlo, para evocar a tu amigo.

RC — La revista “XUL, signo viejo y nuevo” comenzó a aparecer en 1980. La sentencia “signo viejo y nuevo” intentaba afirmar, desde los inicios, la defensa de la tradición, pero de una tradición que era necesario transformar constantemente a fin de no ahogarla en la sedimentación de sus logros. A pesar de que la revista rechazó en todo momento, como su propio director lo expresa, ser vocero de un grupo, un movimiento o una poética, se la identificó tempranamente, bajo la comodidad y la visión homogeneizadora de alguna crítica, con un “neoconcretismo” pleno, en inequívoca referencia al movimiento de Brasil. Esto se debió, en gran medida, a que muchos de los poetas que publicaron en XUL no desestimaron los recursos fónicos y visuales en la estructura textual, hacia un aprovechamiento tanto físico como semántico de las posibilidades de la lengua. Pero junto a textos donde las señales óptica y sonora tallaban insistentemente, muchos poemas observaron apenas una mera raigambre verbal, sin vínculo alguno con la concepción ideogramática. Tal vez, si alguna preocupación común reunió a estos poetas, fue la atención por el lenguaje y la forma, que se extremó desde la ya citada distribución espacial de los signos y los desarrollos fonéticos, hasta las singulares reinvenciones de la sintaxis y el cultivo de un léxico poblado de vocablos y acentos inacostumbrados. Esta escritura incisiva, nunca abarcable por códigos o criterios establecidos, no cesó de poner en cuestión el orden de lo real. “Para XUL su compromiso con la realidad pasa por un compromiso con la lengua” afirmaba, en consonancia, el editorial del número cuatro. La revista propugnó, además, en otros espacios, constantes reflexiones acerca de temas teórico-literarios, de la sociedad poética y de la coyuntura social en general, convirtiéndose, a través de una crítica rigurosa y a la vez arriesgada, en una fuente insalvable de polémica y apertura. Recordemos que las poéticas predominantes en los años 60 y 70 proponían una división teórica entre la forma y el contenido del poema, coherente de algún modo con su visión dual de la realidad: la forma era mal vista, sospechosa, y el contenido “bueno” y “atendible” sólo si coincidía con determinada posición ideológica. En la mayoría de los casos el poema era considerado un vehículo para comunicar mensajes que debían llegar masivamente a los lectores y “concientizarlos” sobre la necesidad de un cambio o revolución social; en otros, se propulsaba intencionalmente como medio para transformar ciertas nociones o ideas acerca de la realidad. Para muchos poetas que comenzaron a publicar a fines de los años 70, la idea de una visión dualística del mundo, con inclinaciones maniqueas, así como la de división forzada entre forma y contenido, con la supuesta misión del poema de convertirse en portador de un mensaje, se volvieron concepciones tan oprimentes como falsas. La complejidad de las propuestas artísticas, que comprometía al lenguaje y a la estructura del poema, no fue sino una respuesta ante una visión simplificada y facilista del mundo. Se repensó el rol del lector: ya no se lo consideró como mero receptor de mensajes y de una verdad emitida por el autor, sino, a través de su lectura y su experiencia del poema, protagonista del mismo. Concomitantemente, quedó limitado el poder del autor, inhibiéndose su autoridad para guiar o cambiar la conciencia de los otros y aun para decidir prepotentemente cuál es la verdad indiscutible del poema. Para XUL, sin embargo, tampoco se debía alentar esperanza alguna de contar con una clave, con una llave de desciframiento de las obras, alentando de este modo su carácter hermético. Precisamente nada más lejos del hermetismo que las poéticas publicadas en la revista, cuyo propósito no pasaba por fijar significados secretos y ocultarlos, impidiendo así el acceso a cualquiera, sino, al contrario, por hacer posible la significación proponiendo al lector un trabajo con los signos, un trabajo de lectura. Así la tarea de escritura no estuvo concentrada para estos poetas en convertir los poemas en depositarios de un enigma, sino en operar con los signos, con el lenguaje, considerando que los significados no están contenidos en clave dentro de los escritos, ni son instituidos por el autor, sino que deben ser construidos por el lector a partir de los textos y la lengua. La diversidad y extrañeza de las poéticas a que XUL daba lugar engendró la dificultad para muchos de abarcar y catalogar los poemas (es decir, de imponer alguna argucia englobadora que ocultase la incapacidad de afrontar lo que es variado, complejo, contradictorio). Para ello recurrieron a categorías ya conocidas. Como se dijo al principio, una de las más recurrentes fue la del “neoconcretismo”, a la cual se sucedieron otras como como las de “neobarroco”, “posmodernismo”, o alguna supuesta convergencia con el formalismo ruso o el grupo Tel Quel. Ante todo, se insistió en que la revista era el vehículo de un grupo poético de vanguardia, aun cuando XUL había rechazado para sí, en una editorial, dicho concepto, la posibilidad de que en literatura alguien se halle delante de los demás, guiándolos, o bien que se pueda pensar en una historia de la poesía que progresa, de modo que las expresiones últimas sean superiores a las precedentes. Así, en XUL, las características distintivas de las vanguardias artísticas faltaron: no hubo manifiestos poéticos, ni nombre en común y ni siquiera hubo un grupo; por el contrario, se rechazó toda idea de identificación colectiva de unos con otros, de cualquier sumisión a un código poético instituido. Una común unidad entre los poetas fue el fomento de las diferencias poéticas, basado en que las escrituras son hechas por individuos diferentes y que el poema no merece estar restringido por límites o clasificaciones. Transcribo, al fin, unas palabras de mi amigo Jorge Perednik, siempre presente, el que, desde sus inicios, ofreció a la revista un impulso vital y una apertura inclaudicables, empecinando a través de su propia creación poética y de su lucidez crítica ese lugar donde la maravilla y el entusiasmo creador se abrazaron sin reparos: “La revista XUL existió para iluminar una zona del escenario que estaba allí pero no se podía ver; fue en este aspecto una LUX, como dice su nombre leído al revés. Publicó una poética que en su momento escandalizaba y que nadie se atrevía a publicar, y a autores desconocidos que poco después serían considerados los protagonistas de su época. Confió en que la voz más interesante y potente en poesía es la que habla operando, cooperando y siendo operada desde, con, para y por el lenguaje. Descubrió a la literatura de su país un universo diferente al usual, esto es, de alguna manera lo inventó. Para encarnar un tiempo y un lugar de la poesía argentina le bastó un recurso simple: fabricar un espacio y, a partir de él, dar lugar a una parte de la poesía que no tenía lugar”.

— “Paralengua, la ohtra poesía” es a donde te entregaste.

RC — Paralengua fue un espacio concebido originalmente para la expresión de la poesía fonética y visual, pero que progresivamente amplió su actividad a la poesía computacional, por medios electrónicos, por lenguajes matemáticos y de las ciencias naturales, en videopoemas y en lenguaje multimedia. La actividad experimental del grupo (cuyos ensayos y poemas programáticos fueron difundidos en publicaciones de nuestro país, Uruguay, Colombia, Estados Unidos, Brasil, España y Portugal) alcanzó su cima en 1996, con el Primer Congreso de Poesía Experimental de Buenos Aires, realizado en el Centro Cultural Recoleta, con invitados de España, Brasil, Puerto Rico y Uruguay. Se realizaron performances, mesas de debate y una amplia exposición de poesía visual argentina y extranjera. La coordinación de Paralengua la realizamos Carlos Estévez, Fabio Doctorovich y yo. Participaron artistas notables por su entrega y singularidad, a lo que se agrega el rigor estético que supieron asistir a cada una de sus presentaciones. María Lilian Escobar, Ricardo Rojas Ayrala, Alonso Barros Peña, María Chemes, Jorge Perednik, Liliana Lago, Andrea Gagliardi, Roberto Scheines, Gustavo Cazenave, Myrna Le Coeur, el grupo de colegio secundario La Pieza, los actores de teatro de Emeterio Cerro y otros poetas de intervenciones algo más esporádicas sostuvieron durante diez años (1989-1998) la vigencia de Paralengua, otorgándole una luminosa heterogeneidad y una proyección impensada. Producir una amplitud reconstitutiva de las cosas y los hechos por medios inacostumbrados: ésta fue la labor que nos encomendamos con Paralengua, decididos a asistir la palabra poética fuera de los márgenes del libro y las tentativas lecturas. Nos propusimos trabajar los pliegues de la arquitectura verbal a través de todas las posibilidades del espacio, la fonética, el humor, la música y las sagas multimedias, enalteciendo las posibilidades orgánicas del lenguaje y proyectando las palabras a esa suerte de sortilegio por el cual se funden las cosas y los seres. En las décadas del 80 y 90 (y aun en la época actual) la poesía no había emergido en los ámbitos cotidianos más que con lecturas bienintencionadas, aquellas que cargaban con los modos de una interpretación, un vocablo y un silencio cuya naturaleza original era propiamente escrita y acordada al universo de la página. Contra este efecto traslaticio, por el cual las voces y los cuerpos debían corresponder a un carácter alumbrado por otros medios, Paralengua se dispuso a explorar el paisaje de los elementos y los símbolos en el propio plano de su puesta en escena. Procuró así redescubrir las suertes de la vocalización y de la mecánica respiratoria en los poemas orales, alentar los efectos de posición, de tramado y de forma en los poemas visivos, emprender el humor por los propios arrestos paródicos y juegos tonales del discurso, celebrar los destellos y las alucinaciones reveladoras en los diálogos que ninguna referencia podía alcanzar, conceder, al fin, las líneas diversas y conciliables del espectro poético en los engarces imprevistos entre las distintas artes. La poesía pudo recuperar sus aires de pantomima, de danza, de iridiscencia desencajada, alejándose de las tribulaciones intelectuales por una dramatización de las emisiones nerviosas y sensitivas del hombre, haciendo aflorar al mismo tiempo un cuerpo significante y un pensamiento palpable. La vida no dejó de insistir desde ese lábil y enigmático sitio no tocado por los significados o las formulaciones, y fue en su misma gratuidad que la acción de un sentimiento en escena apareció como infinitamente más expansivo que un sentimiento evocado. Todo se proyectó a desarrollar esa especie de física primigenia que se oculta en el seno del lenguaje, del cual nuestra civilización no ha podido convocar más que su vertiente de divulgación y nutrimento lógico. Paralengua quiso así servirse del lenguaje de una manera excepcional, restituyéndole sus posibilidades de estremecimiento y encanto; quiso extenderlo y repartirlo activamente en el espacio, tomar sus entonaciones de una manera concreta y absoluta para devolverles el poder de desgarrar y manifestar realmente algo; quiso al fin volverlo contra sus inquietudes utilitarias, contra sus costumbres de criatura acorralada, desencadenándolo para que resonase en la sensibilidad entera a través de sus calidades vibratorias y sus trances energéticos. Como en toda operación mágica, la palabra se dispuso a ejercer la acción y la acción a arreciar una palabra.

— Has coordinado junto a tu esposa, Lilian Escobar, numerosos talleres y cursos desde fines de los 80; entre ellos se cuentan los de poesía general, poesía contemporánea, haiku, haiku experimental, y poesía visual y concreta (por lo que sé, desarrollados en la Casa de Cultura Latinoamericana “La Joaquina” de Adrogué, en centros culturales como el “San Martín” y el “Ricardo Rojas” de la ciudad de Buenos Aires, en el Jardín Japonés, en la Casa de la Poesía, etc.). Me interesaría saber cómo se ha desplegado esta labor docente, cuáles han sido los cauces, las modalidades, los criterios fundamentales que han guiado tu tarea como coordinador.

RC — En los talleres, Rolando, nos propusimos partir de una indigencia común: ninguna escuela, tendencia o teoría debía ser esgrimida para encuadrar los poemas y colocarlos como operación de algún postulado básico. La movilización no hubo de emprenderse desde un dado principio hacia un lugar nominado que actuase como corolario del mismo, más bien se irradió sin camino elegido, sorprendiéndose en atajos y contramarchas, desviaciones y campos suspensos. Ellos se encargaron de tender y al mismo tiempo poner en duda las proyecciones teóricas que en cada caso pudiesen emerger. Los poemas se ofrecieron así a una inteligencia iletrada, provocadora, capaz de crear a cada paso las leyes de su juego, libre de trazos sustanciales o marcas registradas. Junto a Lilian, cuya participación resultó invalorable, nos guardamos muy bien de promover algún saber acumulado, de incentivar un tono rector o de ofrecer presupuestos de garantía para alguna plena lectura. En todo caso, nuestra función fue la de realimentar y componer las distintas observaciones, encomendándonos a la combinación productiva entre las diversas líneas, sin elevar o despreciar a priori a ninguna, o, más bien, dejando que cada una alcanzase a revelar, en el mero desplegarse, su potencia o su fragilidad, su jerarquía o su estrechez, sin el aval de agregados o explicaciones ajenas. Los poemas hubieron de ser contemplados desde perspectivas disímiles: formal, sociológica, histórica, filosófica. Los talleristas se consintieron en cualquier caso protagonistas en el comentario de los mismos. De esta forma pudieron afirmar y desarrollar los caracteres del gusto personal y aprovechar la diversidad de acotaciones y de incidencias que se ponían de manifiesto, mientras se desplegaban ágiles para detectar y abrir cauces a las marcas de su propia escritura. Nuestra tarea, cuando fuimos requeridos, consistió en explayar nociones de versificación, de prosodia, de retórica, en dar acceso a caracteres y problemáticas de tendencias contemporáneas y tradicionales, hasta promover, en alguna reunión, el diálogo con poetas invitados. Habitualmente se hizo hincapié en que la palabra del comentario o de la crítica se arraiga en un discurso otro, se resuelve siempre ajena a la palabra plenificadora del poema, y que sólo la mismísima lectura anima a la obra, donde leer es negarse a doblar el poema fuera de otra voz que no sea la voz misma de su cuerpo. Sin embargo, consideramos conveniente poner en práctica aquel pensamiento especulativo, transitarlo en su intento de precisión, quedar inmersos en sus argumentaciones y debates, hasta que todos sus resellos y lógicas, incapaces de aprehender desde fuera la vida en aliento del poema, cayesen demolidos por su propia gravedad. Sólo entonces, en tanto lo que se dice acerca de la obra se hubiese mostrado como una empresa de imposible superposición e intercanjeabilidad con aquella palabra absoluta, podía flamearse su superación, y entregarse sin puentes analógicos o mediaciones inteligibles a la luz palpable del poema. De todos los prejuicios que hubo que enfrentar, el autor como dueño del sentido de la obra fue uno de los más arduos. En un mundo “beneficiado” con el derecho de propiedad y asegurado fenoménicamente con la ley de causa y efecto, el yo no se siente sino como depósito originario del pensamiento, al que pretende volcar en la página y empeñar en un tramado precioso de símbolos. Dar cuenta del artificio de esta figura divina, erigida en centro ordenador y soporte ontológico de las imágenes, se constituyó en uno de los motivos a tratar con especial atención, procurando evitar todo discurso patriarcal sobre los poemas, discurso teñido frecuentemente de alusiones a una historia personal, de referencias a la intencionalidad del decir, de justificaciones al desliz voluntario o involuntario de las palabras. El poema quedó de este modo libre de ser sujeto a una naturaleza extraña a su propio acontecer, y el llamado autor, no comprometido ya efectiva o simbólicamente con él, pudo participar de la reflexión en forma abierta, desinteresada, no constreñido al rol de poseedor y protector de la obra. En los talleres se intentó funcionar —dura lucha— sin juicios de valor. La existencia de éstos implica la reducción del poema a una medida o patrón que nos coloca de hecho fuera del mismo, tratando de asimilar su red singular a un carácter consignado. La comparación no es posible donde no amanece la Ley que dirige la atención y homogeniza los textos; la aprobación o la corrección quedan desvariadas allí donde no es contemplado un texto ideal que actúe como modelizador. Al no esperarse un juicio de valor, los vedetismos o vanidades, los temores o titubeos, eran desalentados rápidamente. Nosotros, como coordinadores, quedábamos exceptuados de cualquier tarea judicial, y el grupo mismo, sin la presión de un veredicto acerca de los textos, podía manifestarse en los canales de una vital fluidez y diversión. Los talleres nunca estuvieron sujetos a condiciones programáticas rigurosas. El cambio sobre la marcha, debido a las necesidades surgentes de trabajo, a la correspondencia con las inquietudes provisorias de los asistentes, a la satisfacción de ciertas actividades deseadas, se convirtió en una de sus características esenciales. Bajo estas consideraciones, toda propuesta integral de trabajo por parte de los asistentes, y sin la intervención primaria de los coordinadores, fue, desde el vamos, bien recibida. Previa aceptación del grupo, pudo activarse su desarrollo y ser nutrida en su avance, favoreciéndose de esta forma una fuga posible a la monotonía y un despertar a las expectativas latentes. Intentamos entre todos, al fin y al cabo, una práctica vital: crear y crearnos en la camaradería de la diferencia, en la reflexión nunca enemistada a las fuentes de gracia.

— Compilaste, junto a Fernando Gioia, “Romance del vértigo perfecto” de Jacobo Fijman. ¿Qué textos conforman el volumen editado por Descierto en 2012?

RC — Los textos que conforman el libro “Romance del vértigo perfecto”, de Jacobo Fijman, fueron adquiridos pacientemente por Fernando Gioia, responsable de la editorial “Descierto”, durante aproximadamente dos años, a medida que conseguía el dinero para comprarlos a su poseedor —un particular que nunca reveló de dónde procedían los originales ni el modo en que los había adquirido. “Romance del vértigo perfecto” incluye poemas datados entre 1957 y 1959, algunos facsimilares de los textos y varios dibujos a carbonilla de Fijman. Muchas de las hojas en los que aparecen los poemas llevan el logos del Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública. Su título es arbitrario —corresponde a uno de sus poemas— así como es arbitraria la conjunción de los textos en un volumen que nunca se propuso como tal. Sin embargo, la dicha y el deslumbre que provocó el descubrimiento de dichas composiciones nos impulsó a Fernando y a mí a su reunión en el libro que hoy se conoce. Nos concedimos para ello, abiertamente, la licencia de presentarlo como un conjunto singular y hasta ese momento inédito. Alcancé a escribir en su prólogo: “Estas composiciones, como otras cada tanto encontradas de Fijman, dejan vislumbrar una cantidad indefinible de poemas, los que tal vez nunca se hallen y se libren a nuestra experiencia. Por ellos se entrevé esa laboriosa constancia decidida a no dejar decaer a lo abierto en su insistente llamar hacia aquí, a su convocatoria en la palabra, como tampoco en su expansivo llamar hacia allá, a la lejanía y a la ausencia que enseñan lo privativo de su ser, nunca conferible ni dominable.”

“Poema por poema, con aquellos editados en libros y aquellos otros publicados en revistas, con los regalados a algún amigo y los abandonados en cualquier estante, con aquellos que alguien decidió mostrar y aquellos azarosamente encontrados, y también con los que fueron destruidos y con los que permanecen aún inhallables, Jacobo Fijman se sostuvo en el canto y la gracia ininterrumpidos. Coincidía, sin saberlo, con la visión de otro gran poeta, J. L. Ortiz, cuando afirmaba que la tarea que más importa es la del éxtasis, la cual resulta estrictamente íntima y se consume en la misma ocurrencia, mientras que otra labor mucho menos relevante la constituye la del archivista, la cual no es más que el ocuparse de que los demás reciban los resultados de aquella primera tarea, el dejar para el mundo la estela o el rastro de ese éxtasis.”

“Sus poemas diseminados, muchos tal vez para siempre perdidos, muestran que la labor poética no tiene por fin flamear la magnificencia de un Poeta o enseñar el prodigio de sus producciones, sino que más bien se alienta en mantenerlo permeable y preparado para un escuchar sin reservas y un dejar venir a lo atribuido. En esta constante, profunda atención al suceder y al pronunciarse de la imagen poética se cuida al lenguaje como fuente pura, aquella que ya permite un inicio renovado y un abastecer sin condiciones. Así la palabra no se enrarece en pos de lo dicho, asumiendo a éste como algo definitivo, y se asiste en cambio como un libre emprender en torno a lo inapresable que acontece.”

“Hermanar la poeticidad del día que se ofrece, encomendarse al avance de los poemas sin premeditar su destino, dejar que ellos se constituyan en una manera de vivir, no como lo inusual o lo extraordinario de una vida, sino como la afirmación de la propia cotidianeidad atravesada por la maravilla del encuentro, por el celebratorio esplendor de lo sagrado: tal vez fuera simplemente esto lo que Jacobo Fijman no hubiese querido que olvidásemos al recibir, en lo desprevenido de un hallazgo, el fulgor de unas imágenes y su cielo instantáneo.”

— 1999: Ciclo de Poesía y Prosa Breve “Nicolás Olivari”: allí te descubrí encarnando al “Oráculo”.

RC — El Oráculo lo inició Gustavo Cazenave, vestido con capucha y toga negra, en el Bar “Brown” de Adrogué. Él daba en contestar por escrito, a través de imágenes poéticas y sobre pequeños cuadraditos de papel, las consultas de las personas. Le propuse entonces realizarlo entre los dos, pero de manera oral, en lugares reservados y para un solo consultante, de modo que la soledad y el silencio empeñasen la escucha plena de la palabra y su vacío iluminador. Así lo hicimos y así siguió prodigándose, con eventuales presentaciones ante un público general. Gustavo encarnó a Viento (de negro) y yo a Desierto (de rojo). Casi siempre actuamos conjuntamente, pero en algunas oportunidades, cuando las circunstancias así lo requirieron, lo hicimos de modo individual. Escribí, hace algún tiempo, estas palabras en torno al Oráculo Poético: “Viento y Desierto, la escena de dos desenrostrados cuyas voces se cuidan mucho de convertirse en palabra clave o palabra reclamo, a la que sencillamente bastaría invocar para concebir abierta la brecha donde fluyese, por un celo de reflexividad, cierto sentido uno, permitiendo escapar del enigma y su intensificación perpetua. Desierto y Viento, tan fracturados como fundidos, agentes ellos mismos de la erosión y la calcinación, parecen hermanarse por los restos de un lenguaje otro, a la vez desaparecido y nunca pronunciado, cuya restauración no pudiéramos intentar a menos de reintroducirlos en el mundo o exaltarlos hasta un sobremundo del cual, en su soledad clandestina de ideal, no pueden ser más que la inestable interrupción, la invisible ocultación. Sus palabras se asisten en esa Ausencia del espíritu que arrecia desde ninguna fuente hacia ningún destino. Palabras que ciertamente no forman sistema, y que, en lo abrupto que encantan, al modo de un nombre propio que a nada designa, se arrojan fuera de toda significación asible, sin que este arrojarse constituya, a su vez, significación alguna, dejando una entreluz corrediza que no ilumina Mundo ni Trasmundo, ni siquiera a aquel extra-sentido cuyo límite ya no se sueña descubierto. Lo que sus frases tienen de incompleto e insuficiente, obra de decepción o deriva incalculable, es el indicio de que, ni unificables ni consistentes, dejan espaciarse señales con las cuales el pensamiento, al declinar y declinarse, figura el avance furtivo que en el remolino de la fascinación se esparce y se prolonga, siempre dispuesto a dejarse labrar por la razón infatigable y la aparición inaudita, en vez de seguir siendo el habla caída, apartada en la ideología o la creencia, el absurdo sin misterio incapaz de fructificar potencia alguna. Hay casi siempre la respuesta a la pregunta: la respuesta que cierra la pregunta y que deja en pie el soberano poder de preguntar, pues garantiza la pertinencia de este acto en la confianza de un cumplimiento; hay la respuesta que intensifica la pregunta, la hace durar y no la apacigua, sino que, en contra de ello, le presta un nuevo lustre, la aguza; hay la respuesta interrogativa, que aureola el celo de un preguntar con el vicio de otro interrogante; hay, por último, en la distancia de lo absoluto, la respuesta que es ausencia de respuesta, indebitable desde la interrogación que ha creído producirla, respuesta con la que no sabemos qué hacer y a la que no convendrá, a su vez, interrogación alguna, ya que sólo puede recibirla la amistad que la da. Cuando la respuesta es la ausencia de respuesta, la pregunta a su vez se torna ausencia de pregunta, pregunta mortificada, y el lenguaje sencillamente sucede, vuelve a un ahora que nunca ha hablado, ahora de cualquier habla, de los mundos asumidos a su propio emerger. Respuesta que no es ya sino el despedazamiento de lo que nunca ha preexistido (real o idealmente) como conjunto, de lo que tampoco podrá juntarse en alguna presencia de porvenir, respuesta que se sostiene como fuerza del desaparecer; lenguaje que se reabsorbe o arrullo de un infinito fatal, ya que el infinito es el fin de todo decir conforme. Antes de que aparezca, no es esperada; cuando aparece, deja de ser reconocida: porque no está allí, verdad que ya ha desvirtuado la palabra estar, cumpliéndose mientras no ha comenzado; nunca florecido en sonido. Lenguaje que no puede trasuntarse sino en el despliegue incoercible del pensamiento, pues desanuda sin atención interrogantes y problemas, certezas y errores, índices e insignias. Lo que sabe, sin relación con la verdad, es que su vigilia no permite despertar ni soñar, que impulsa al pensamiento a prescindir de sí mismo, perseverado hacia un borde donde no cesa de derramarse, en el intercambio incesante del vivir sin vida con el morir sin muerte, allí donde ninguna espera o aquiescencia pone fin a la dilación infinita. Como si la velada nos dejase, leve, pasivamente, arrojados al viento del desierto.”

— ¿Cómo explicar de qué se trata a aquellos que no tengan representación del paralenguaje?

RC — Generalmente se define al paralenguaje como el conjunto de modos y formas de manifestar que acompañan a las estructuras verbales, y que las remarcan, las desplazan, las inhiben o incluso las contradicen. Dichas cualidades físicas del significante lingüístico, o, de otro modo, esos aspectos no semánticos del lenguaje con los cuales se transmite el significado expresivo, son observados según varios planos: el oral (tono y volumen de la voz, ritmo, articulaciones, resonancias, intervalos); el escrito (tipografía, distribución espacial de los símbolos, usos de los signos de puntuación, introducción de íconos y de símbolos pertenecientes a lenguajes no verbales) y el corporal (posiciones del cuerpo, movimientos, gestos, caracterizadores vocales como la risa, el llanto, el bostezo, el suspiro, etc.). Cuando, allá por 1989, pensamos en el nombre Paralengua, no conocíamos el concepto de paralenguaje. A pesar de ello, las formas expresivas estudiadas bajo tal denominación se habrían de convertir, con el tiempo, en el hábitat de los poetas del grupo, en aquellos vectores que no cesaron de estimular su acción. Sin embargo, Rolando, nos animaban una visión y una práctica absolutamente alejadas de esa idea conferida de paralenguaje, la que aún sostenía, por un lado, la presencia de un mensaje verbal, y por el otro, la forma en que éste se expresaba y que contribuía tan sólo a reforzarlo o a intensificarlo, mientras lo asociaba a una particular emoción (aun, a veces, a atenuarlo o a mostrarlo irónicamente como extraño a sí mismo). Esta visión dualística quedaba recusada por nuestra idea del poema como un macrosigno totalizante, una presencia o matriz funcional sin clivaje alguno, extraña a evidenciar, por una parte, una significación, y por la otra, ciertos modos asociados que tendrían por función ampliar sus posibilidades. Para nosotros el poema no dejaba de constituir (lo que seguimos sosteniendo) una unidad indisociable, un todo significante que no puede ser sometido a ninguna operación analítica, a una intervención capaz de escindirlo en planos o estados pasibles de ser congelados para su caracterización y estudio. Un poema es siempre un algo inexplicable e intraducible por otras palabras que no sean las del propio poema, y el supuesto contenido o asunto resulta inseparable de su expresión. No hay pues, escisión alguna entre el qué decir y el cómo decir, o, de otro modo, entre lenguaje y paralenguaje, forma y contenido, mensaje y expresión. El poema se constituye sin más su propio modo de advenir, la manera en que sus signos se asocian; su promisión resulta de las radiaciones de sentido que esa singular configuración abastece. La única forma de acceder a él es abandonarnos enteros al fluir de sus apariciones, penetrar sin amparos en el juego de sus elementos; volvernos, al fin, el poema mismo, sin la distancia que los puentes lógicos y racionales intentan imponer. Al pensar el nombre Paralengua, Rolando, quisimos, lejos de la idea instaurada de paralenguaje, mostrar la posibilidad de una lengua paralela, no institucionalizada, en aquel momento y aún hoy marginal u ocluida. Una lengua que se ofreciese no sólo a modos inexplorados del lenguaje cotidiano (siempre constreñido por el código de la lengua) sino también a formas, canales y soportes alternativos respecto a aquéllos con que solía insistir la institución poética, condicionada por estructuras aceptadas y legitimadas de aparición, siempre refractaria a aceptar otros medios de incidencia que no fueran los tensados por la costumbre y el registro familiar. Aquellas palabras que acompañaban al nombre Paralengua (la ohtra poesía) intentaban dar cuenta de ello: la otredad con respecto a las poéticas en boga, asumiendo la práctica de la poesía por fuera del libro impreso, no para su invalidación o reemplazo, sino porque el libro impreso conlleva, como todo soporte, sus límites, y por su propia constitución se halla imposibilitado para trabajar con dinámicas vocales, gestuales, videadas, escénicas. La h de la ohtra poesía alumbraba la otredad en el seno mismo de la palabra otra (la letra que no se pronuncia y que da cuenta de la indecibilidad o misterio último de la creación, aquello que posibilita la diferencia), al tiempo que conforma, desde un principio, el oh del asombro y del encuentro que anonada.

— ¿Qué suele sucederle al público, en general, cuando se desarrollan las performances? ¿Cuál era o es “el fuerte” de cada uno de los integrantes de Paralengua?

RC — Durante las performances de muchos poetas que participaron del ciclo el público no dejó de sentirse absorbido, vuelto uno con la acción que se llevaba a cabo y que arrobaba desde un juego a veces vibrante y conmovedor y otras tantas ascético y suspensivo. El transporte que las personas habían alcanzado a través de estas performances, extrañándose bajo su sino encantatorio de las tribulaciones y las estrecheces de la vida cotidiana, se revelaba en una dicha franca, contagiosa, sin contención. Esta dicha se hacía manifiesta una vez concluido el espectáculo, y solía conducir a un diálogo abrazante entre hombres y mujeres que en principio no se conocían, pero que habían sido arrojados a una hermandad eventual desde aquel gesto tan enérgico como comunicante. Éstos son algunos de los performers (y el arte que aún prodigan) a los que debemos agradecer aquella donación: María Lilian Escobar parte de idiomas o dialectos originales (náhuatl, mapuche, guaraní, guaycurú, quechua), a los cuales combina a veces en una suerte de esperanto indígena, produciendo particulares juegos sintácticos y sonoridades inauditas. Luego realiza una partitura fonética de estas composiciones, con el objeto de activarlas vocalmente sobre un escenario. Allí se promete a una suerte de ceremonia ritual, en la que, a partir de su trabajo fónico, hace intervenir objetos, máscaras, velas, inciensos, vestimentas e instrumentos percusivos. Toda su acción, bañada en un hondo misticismo, se proyecta a disolver las fronteras entre hombre y naturaleza, entre sujeto y objeto, accediendo a esa energía donde la comunión resulta posible. Los poemas de Carlos Estévez expanden sus marcas materiales hacia un plano decididamente acústico-oral, promoviendo una optimización sensible de los significados, e introduciendo, en las modulaciones vocales infinitamente variadas de los signos y las puntuaciones, ese admirable drama en que la inteligencia se confía a la precisa emisión de un sonido o un ademán. Carlos se revela como uno de los más extraordinarios poetas orales de la Argentina. Ha editado cuatro CD y un libro (transcripción del primero) en el que la escritura de cada poema funciona como partitura para su manifestación vocal. Ricardo Rojas Ayrala emplea en sus textos, sin propuestas limitantes, las más diversas posibilidades de escritura y tramado, y presenta perfomances poéticas espectaculares a partir de ellos. El aspecto festivo-lúdico de sus poemas se evidencia en la alternancia de blancos y negros, en la discordante tipografía de las letras o palabras, en la interposición de trazos, figuras y dibujos, en la presencia sugestiva de frisos o guardas verbales, y se transporta a la escena a través de voces, movimientos y gestos a veces carnavalescos y excitados y otras pausados y disimulados de su absurdo, pero siempre magnetizantes y asistidos de un humor extraordinario. Incorpora asimismo en estas acciones objetos sencillos, instrumentos musicales y un habla asistida de modismos gauchescos o giros indigenistas, haciendo palpitar con gozo el decir telúrico, sin lamento alguno por el avance civilizatorio ni reclamo ingente de reivindicación. Andrea Gagliardi utiliza objetos, muñecos, pequeños elementos fabricados por el hombre o extraídos de la naturaleza, y con ellos monta cierta escena y la dota de una vida intensa, moviendo, articulando, desplazando, superponiendo de diversos modos aquellos objetos, mientras pronuncia un relato o un poema que complementa esas acciones sin describirlas ni explicarlas. Toda la magia reside en la conjunción de palabra, imagen y movimiento que el espectador debe saber atender y componer en su imaginación. María Chemes, a partir de elementos mínimos (un cuchillo, una piedra) realiza perfomances de alta dramaticidad, exigiendo a su cuerpo y a su voz para el transporte de un gesto tan conmovedor como insistente. Introduce frecuentemente en sus vocalizaciones breves momentos de canto lírico, descubriendo las posibilidades de un diálogo singular entre el acto, la palabra hablada, el objeto y la entonación musical. Myrna Le Coeur (María Alonso) produce dramatizaciones exasperantes mientras dice un texto o un poema (muchas veces clásico) y realiza alguna labor cotidiana que se extrema hasta la crispación o el paroxismo. La convergencia de un texto reconocido y generalmente sacralizado y una acción doméstica embargada por la desesperación resulta sencillamente sobrecogedora. Fabio Doctorovich trabaja a partir de textos interactivos, donde se inscriben ciertas señales e indicaciones que deben ser promovidas y cumplimentadas por los espectadores. El poema se activa así a partir de la libre interpretación que el público hace de aquellas consignas, desplegándose como una suerte de juego conjunto o teatro colectivo capaz de alcanzar, en su clímax, estados de alucinación y locura. Entre otros performers notables recuerdo especialmente al grupo de colegio secundario “La Pieza” (Federico y Marisol Misenta, Mariano Pensotti y Gastón Pérsico) en los que música, poema, gestualidad y ciertos elementos como máscaras y atuendos extrañísimos incitaban a una escena tan sugerente como enigmática, no exenta de aliento existencial; y a los extraordinarios actores de Emeterio Cerro: Robertino Di, Baby Pereira Gez y Roberto López, cuya interpretación de ciertos fragmentos pertenecientes a obras teatrales de Emeterio no cesaron de causar conmoción y arrojar al espectador a los umbrales del delirio o el éxtasis.

— “La rosa y su peste” es el blog que de modo sostenido mantuviste durante tres años (2011-2013). ¿De cuáles sos “seguidor”?

RC — El blog surgió como un intento de que ciertos poemas vieran la luz ante mis dificultades económicas para publicar. Hay un momento en que las obras ejercen sobre uno una cierta presión o empuje reclamando mundo, apertura y tránsito de mundo, encuentro amoroso o intempestivo de mundo. La pantalla electrónica se presentó eventualmente como un medio para ello, pero, no seducido por el ámbito o espacio formal que ofrecía, y con ya más de 40 poemas en el sitio, decidí provisoriamente desprenderme de ella, para, tal vez, reencontrarla con intervalos en algún futuro mediato. Lo que extraño es, ante todo, la presencia de las revistas de papel, aquéllas que se sentían como una continuidad de mis manos y de mi cuerpo, abiertas a una percepción no sólo visual sino también táctil, capaces de acompañarme en bares y medios de transporte, yéndose y devolviéndose ante el murmullo de la calle, entre los ruidos y las voces del fragor cotidiano, ofreciendo a la poesía como un claro revelador o una emergencia mágica en medio de los poderes opresivos y las lógicas redituables del mundo. Las revistas me abrieron a los horizontes de la existencia, confrontaron al mundo instituido en el propio lugar de su puesta en escena, me permitieron acceder a lenguajes y pensamientos que no se clausuraban en un saber o una verdad, más poderosos que las imposiciones y los infelices acuerdos que pululaban alrededor, aquéllos que se volvían tan insignificantes como irrisorios ante la sola presencia del hecho poético. Pude plasmar, de algún modo, mi afecto por las publicaciones de poesía en un poema escrito especialmente para la revista “Plebella”: “Yemas en lo abierto”. En cuanto a los blogs que sigo hay dos fundamentales: “quepodriaponeraquí”, a cargo de Reynaldo Jiménez, y “revistaexperimenta”, promovido por Claudio Koremblit y Eduardo del Estal. Ellos no hacen más que resguardar lo abierto. Insisten en el llamado a transitar el misterio del mundo y de sus presencias, el de no permitir que sean capturados por algún legitimado saber o ideología triunfante; empecinan la responsabilidad de iluminar un universo donde las apariciones no puedan ser amortiguadas ni las opciones del pensar veladas; comprenden cabalmente la exigencia de asumir la pulsión de lo enigmático como juego de las cosas y afirmación de la diferencia. En ellos se encuentra la más preciosa donación: la libertad para el acontecer de los signos, el espacio jocundo para que nada ni nadie se erija como propietario de lo real y el pensamiento pueda imprimir sin obstáculos su vocación desalienante.

— Hasta donde sé, Roberto, uno de tus libros inéditos se titula “La matemática como poema”.

RC — Parto, en las composiciones matemático-poéticas, de demostraciones y teoremas provenientes de las ciencias fisicoquímicas, matemáticas y naturales, aquellos que, sin alterar su estructura fundamental ni renunciar a sus secuencias lógicas, alcanzan aperturas de orden ético, social o estético. El arte y la ciencia dejan de enfrentarse, de competir por una verdad más ejemplar o una provisión más amplia o efectiva. En encantada hermandad para algunos, en revulsivo encuentro para otros, confunden sus límites y ya no mantienen protocolos de validación específica: por un lado, la mera intuición “propia” de la creación artística, atravesada por imágenes inéditas que desvirtúan toda noción, se asiste ahora por cierta trama reflexiva y causal de los símbolos; por el otro, el “necesario” deductivismo de las matemáticas y las ciencias se amplía por apariciones arbitrarias, aptas para intervenir en la secuencia lineal y alumbrar cierta promisión imprevisible. De esta manera, en el espacio poematemático, cualquier punto puede conectar con cualquier otro. Eslabones semióticos de todas las naturalezas se articulan según formas de codificación muy diversas: eslabones biológicos, aritméticos, políticos, éticos, artísticos, mitológicos, ponen en juego no sólo regímenes de signos heterogéneos sino también estatutos y perspectivas de mundo diferentes. Un sistema de este tipo se constituye como un cruce que no cesa de articular actos extremadamente variados, numéricos y lingüísticos, pero también perceptivos, emocionales, cogitativos. No hay universalidad del saber ni lógica acordada del lenguaje, sino una concurrencia iridiscente de dialectos, de códigos particulares, de genealogías desencontradas a algún tronco común. La matemática poética no cede así al discurso concentracionario y unificador del teocentrismo, ni al de las ideologías que compiten entre sí con el único objeto de vender la verdad más creíble o salvadora. Se trata en ella de dejar aparecer mundo y cosas sin otra pretensión que alumbrar su verdad provisoria en el juego de lenguaje y de sentido en que se muestran. El poematema no busca más allá de los hechos, pues sabe que es en su propio presentarse que los trazos y los signos configuran su intención testimonial. De este modo su gesto, en tanto poetizar, pone de manifiesto la verdad como aparecer resguardada en el lenguaje. Decir que cualquier presencia se legaliza en su aparecer significa que no es justificada en una esencia o fundamento ajeno sino en el albergue del propio universo simbólico en que se dona, aludiéndose como metáfora de sí misma y no de una supuesta realidad objetiva preexistente al lenguaje. El poematema no se retiene así en la realidad tal como ella se encuentra definida o inculcada, más bien abre el juego y deja en libertad a los entes sin intentar nuevas determinaciones. Se encomienda celebradamente como apertura y no se promete a enunciar una tesis positiva sobre la verdad o la realidad de las cosas. Al fin, podríamos decir que el tránsito por el poematema no hace otra cosa que volver inconcebible la idea de una sola y misma realidad. En el entrecruzarse y contaminarse de las múltiples imágenes, interpretaciones y construcciones de mundo, cualquier intento de identificación es asaltado en lo inmediato por un extrañamiento; la presencia de este y aquel sistema de valores, de este y aquel discurso, terminan por ofrecer una aguda conciencia de lo eventual, lo fortuito y lo limitado de tales sistemas y discursos. La realidad de cosas y de mundo ya no se muestra como el arraigo de un en sí, sino que se neutraliza y se silencia en el resonar de las múltiples fabulaciones y construcciones de sentido, cuyos fundamentos o principios ordenadores no pueden compatibilizarse hacia imponer algún dominio o supremacía. Aquello que se presenta ya no es unívoco, cierto o tranquilizador, pone en suspenso la obviedad de la existencia y desencanta cualquier saber mitificado o indudable verdad, saber y verdad colocados ahora en crisis y expuestos a la incertidumbre.

Roberto Cignoni selecciona poemas inéditos de su autoría para acompañar esta entrevista:

Niño, ¡escúdate!

la cesárea de mundo a tu nacimiento
deslizó dolor a la boca
que te besa, un silencio
vigilante mientras dormías
se hizo escoria bajo el tambor de voces.
Orea los minutos. Disculpa
al que serás.
Voluble se volvió el corazón
al roturar un libro de sentencias
y una palabra, colocada de lado,
condujo mundo por los espectros del tiempo.
Niño, ¡respírate!
nadie sigue el rayo de tus ojos
hacia la más secreta noche
cuando el claro de luna reúne
vacío y follaje, y la insignificante criatura
canta a coro con tu nombre. Disculpa
al que serás.
Avanza por nunca.


Broté
en lo más íntimo de una palabra y forma.
Escuché a lo que prometía estrellas, lejos
y lejos de los cielos.
A lo que sonreía muerte en hospicios de Dios.

Nadie me supo.
A través de una ausencia tuve que pasar.
Para que una palabra, donde el amor se hace señas,
pasase también
extraña y libre a los duelos del aliento.

Cien veces vacié el lugar,
vacié la palabra;
nos propinamos mutuamente blancura y serenidad.
Radiantes
se habitaron las cosas, las sosegadas
de todos los pensamientos. ¡Tanto
lindaron los abismos con la luz del mundo!

Nuestra vida,
nuestra muerte, pero ¿qué
remontan ellas
hasta honrar la palabra?


En torno a la inexistencia
hay también un aura,
un puro consumirse delicadamente abierto,
que en tanto nos volvemos a la muerte
resplandece para nuestra inocencia
y abre en el espacio
una línea pura.

Este privilegio del final
y este dejar encendido que no son
todavía y tal vez por siempre, nuestra vocación 
pues llevamos delante de nuestras narices
el anzuelo de cualquier vida
y a la muerte sin pudor la instrumentamos
para el desvío eterno y el escarpe de Dios.

En ti y en mí
por la vida orgullosa y la muerte clara
sigue hablando lo que no es,
sigue hablando —y por la palabra invaginada
se vuelve palpable como puro abismo
y así
somos cumplidos en la irrealidad y el abandono
igual que la hierba y el animal, que al pasar
cuidan el Sí sin ilusión.

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

VICENTE BATTISTA: UN DÍA DESPUÉS


Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.
- ­Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en la fotografía.
- ­No es el mejor modo de combatir la ansiedad ­dije.
Me miró; sonrió levemente.
­- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
- ­No hay más que verte.
- ¿Psicólogo?
- ­Curioso.
Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
Uruguayo, ­mentí.
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
­- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche cenamos juntos.
- ­¿Y si no?­- preguntó.
- ­Nos encontraríamos para el café.
-Ya no tengo ansiedad ­dijo y volvió a sonreír­. A las nueve, aquí mismo.
La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.
­- Magnífica­ - dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente"
Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
- ­Alguna vez fue refugio de los guanches -­ dijo Mercedes a media voz.
- ¿Los guanches?
­- Los primeros habitantes de la isla-­ completó.
"Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Los hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.
-Aquí no se pueden sacar fotos -­bromeó.
- ­No pienso sacar fotos - ­dije.
La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
- ­No entiendo- ­dijo y había espanto en su sorpresa.
­- No es necesario que entiendas -­dije y alcé el arma.
­- Hay un error ­-dijo, casi suplicante­-. Tiene que haber un error.
Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa, comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
- ­Me llamo Mercedes Gasset - dijo-­, hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado ayer.
Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de combatir la ansiedad. Sonrió.


Vicente Battista

Escritor y guionista argentino nacido en Barracas, Buenos Aires en 1940

Cuento extraído del libro "El final de la calle", de Vicente Battista. 

© 1992 Emecé

Fuente:http://campus.almagro.ort.edu.ar/

IBARRECHEA: GUERREROS


PEREMERIMBÉ- (Env. Especial) "La última cena del Comandante consistió en dos chorizos, hervidos en salsa de tomate, con cebollas, dos dientes de ajo y pimientos. Mezcló con los porotos y se tomó dos tazas de café, casi frío.

Esa tarde había cruzado la plaza que lleva su nombre, desde la Iglesia de Nuestra Señora Aparecida, donde habló con el cura párroco Arnulfo Sepúlveda, hasta la oficina del correo, desde donde envió la carta al gobierno central, aceptando las coparticipaciones de impuestos, la libre navegación de los ríos y el tránsito de caminos de su fuertemente custodiada región peremerimbina, en señal de que ya quería algo de paz".

Me afirmaba Eduviges, una de sus cuatro mujeres, que el comandante, ya estaba cansado de tantos conflictos territoriales por culpa de la riqueza de su tierra.

Carlota, en cambio, que era la favorita y dormía con él tres noches a la semana, quería la total independencia de la tierra que va desde la gran sierra del Indio muerto Mapuyo, hasta la cuenca del imbupé. Ella habia quedado viuda dos veces antes de ser la dueña de la cama del comandante los fines de semana y por ende, su favorita.

Las otras dos, guardaban luto y silencio. Eran dos mujeres soldados. Alcira, que lo vio morir y Laudette, que murió en combate tiempo después.

Al funeral del comandante Don Juan Penerguido, no faltó nadie. Ni siquiera sus acérrimos enemigos de tantos años de batallas.

Algunos buscaban certificar con sus propios ojos que la gran noticia era cierta.

Otros, pensaban en la modificación inmediata de las leyes vigentes en la región, para adueñarse de la aduana del puerto de Peremerimbé y hasta erradicar las malas costumbres de sus habitantes a través de la Iglesia y de la milicia.

Pero mientras tanto, la guardia personal del comandante, había diseñado un estratégico candado que controlaba todos los movimientos de los visitantes. Incluso la custodia del Presidente, que fue relevada. Los otros miembros del Gobierno debieron contentarse con formar parte en la larga fila de ciudadanos comunes, que lloraban desconsoladamente su muerte, soportando el olor a transpiración, alcohol y fritangas.

La consigna a victorear por la muchedumbre era ¡La tierra es nuestra!

Los puños se crispaban y elevaban al cielo y se volvían mansas manos que hacían la señal de la Cruz, al pasar al lado del inmenso féretro.

Asombrado, el Gabinete Nacional, pergueñaba en silencio cómo sería el trato ante tanta multitud, fuertemente armada y leal al pensamiento del viejo guerrero de ahora en más. Solo Carlota Henriquez Machado Lean, su cuarta esposa leyó la semana siguiente, la documentación del gobierno, dicen.

Yo acudía al llamado del telegrafista, para recibir las ordenes del periódico, siempre me decían que debía permanecer, que debía quedarme allí hasta que finalizara aquel acontecimiento en Peremerimbé, que debía detallar cada momento.

Las fronteras de la región se habían cerrado.

Las escaramuzas propiciadas por la Guardia Nacional para invadir, fueron ferozmente aplacadas por el ejército Peremerembino, que expuso los cuerpos de los enemigos colgados de los árboles, a lo largo de la línea de divisa.

Nadie durmió esa noche del velatorio, y las cuatro viudas permanecieron de pié al lado del enorme cajón lustroso.

No aceptaron las condolencias del presidente, que se fue en el barco por la madrugada, a oscuras y con un fuerte ataque de hígado. Lo asistían dos médicos sudorosos, y su pandilla de ministros.

El pequeño Didú, estuvo siempre a mi lado, me alcanzaba las mejores noticias, yo las redactaba y el, sonriendo y corriendo entre el gentío, las llevaba al telégrafo para el jornal.

Fui la única fuente directa de información, no dejaron entrar a ningún jornalista mas.
Atribuyeron mi suerte, dicen algunos, a mi favoritismo por la causa peremerimbina.

Al día siguiente, ya se habían marchado todas las autoridades vecinas, cuando se dispuso el entierro del comandante, por el Notario del Pueblo rebelde y sus siete comandantes. El general don Augusto Fuentealba quedó a cargo de Peremerimbé, por ser el militar de mayor rango y el hombre de confianza del fallecido.

Hubo un momento de gran expectación. Alguien hacia sonar un redoblante y el Teniente Marcos Rojas, compungido, leía el bando con el testamento del gran guerrero:

Todos permanecieron en silencio.

"Pueblo mío: Si llegase la hora de mi partida, pido el más grande respeto a mi memoria. Pido el más grande respeto a nuestra bandera celeste, blanca y negra. la jamás vencida, la que siempre se enarboló triunfante en cada batalla. Pido por la unión de nuestros corazones y nuestras almas y que acaten las leyes de mis fieles compañeros comandantes guerreros. Vivad siempre que la tierra es nuestra."

Vi aparecer miles y miles de armas de distinto calibre. Oí gritar y jurar que cumplirían su última voluntad.

Finalmente, se necesitaron de la fuerza de doce soldados para levantar el cajón, colocarlo sobre el carro y éste de cuatro bueyes que lo llevaran hacia el Campo Santo de los Guerreros Peremerimbinos.

A pesar del llanto de miles y miles de hombres y mujeres, todos combatientes y trabajadores de la tierra y manufacturas, se podía percibir el lamento del hierro de las ruedas sobre los adoquines, y cada pisada de los bueyes en su esfuerzo.

Una tenue llovizna, triste, mansa, caía sobre la bandera tricolor y sobre las armas ubicadas sobre el gran féretro. Era una imagen conmovedora, bella.

Al año siguiente, después de la batalla de Zanga Funda, en que murió la bella Laudette Neves, doña Alcira Pérez Monibo, una de sus queridas, me contaba que lo vio morir.

Me dijo mientras le pasaba jabón blanco a las ollas. Que ella durmió con él hasta las tres de la madrugada, que el comandante se levantó, como todos los días, a eso de las cuatro de la mañana, que ella ya le estaba preparando su desayuno con café, un poco de leche, dos bifes de hígado acebollado y una sopa, por si se quedaba con hambre, para que unte el pan y que también le sirvió algunas frutas.

Se secaba las manos en el delantal y me indicó que saliésemos al patio.
Salió por aquí -me dijo señalándome la puerta del fondo-, fue hasta la higuera y la orinó.
Mientras se acomodaba el pantalón, eructaba y siguió así, como todas las madrugadas hasta la puerta del gallinero.

La luna le iluminaba su larga cabellera blanca, le dije que estaba fresco, que entrara, pero él siguió allí, hasta que los gallos empezaran a cantar, entonces cayó.
De repente él se cayó.

Cayó de espaldas.

Dice que fue un golpe seco, que toda su humanidad cayó contra las bostas de las gallinas, aquí, mire bien, aquí.

Recuerdo que el pequeño Didú me había contado que había estado durmiendo bajo el carillón de la Iglesia y que se despertó con el movimiento de las campanas por el temblor de la tierra.

Algunos me contaron que el soplido del impacto del pesado cuerpo del comandante Penerguido contra el suelo, arrastró el polvo de la tierra, abrió algunas puertas, sacudió ventanas, se cayeron las hojas de los árboles por el sacudón, se despertaron los pájaros, se aturdieron los oídos, se movían las cortinas, se desperezaron los amantes, hicieron ladrar a los perros guardianes, y sonaron las alarmas de combate.

Y luego el silencio.

-Mi señor, mi señor, ¿está usted bien?
Continuaba contándome la señora Alcira Pérez Monibo, que ella le decía, toda temerosa.

Yo recuerdo una frase del comandante de Peremerimbé, que anoté en mi libreta viajera, la oportunidad en que me concedió un reportaje sobre su "Plan estratégico para la distribución de la riqueza".

—Aunque suene a espanto, todo se va muriendo, anote jovencito, todo se está muriendo. Hasta nuestras glorias caen por la ambición de los hombres y de las mujeres de esta tierra.

Entonces, antes de volver a Manvatará, y con la noticia que habían asesinado por la espalda al general Fuentealba, supe de las primeras traiciones y el comienzo del final de este pueblo.

Teófilo Cabanillas (Enviado especial a Peremerimbé)

(Del libro "Cúter" de Ibarrechea)


José Antonio Ibarrechea
(diceelwalter@gmail.com)