LA TIERRA DE LOS GUERREROS

CULTURA

"La última cena del Comandante consistió en dos chorizos, santarrosanos, que unos colombianos entusiastas elaboraban cerca del puerto, eran famosos por su sabor intenso y elaboración gracias al ajo, vinagre y especias, y que aconsejaban consumirlo cocido"

Por Walter R. Quinteros

PEREMERIMBÉ- (Env. Especial) "En esta oportunidad, se los habían hervidos en salsa de tomate, con cebollas, dos dientes de ajo y pimientos picantes. Dicen que él mismo los mezcló con los porotos bolivianos y se tomó dos tazas de café, casi frío. Fue el día en que por la tarde había cruzado la plaza que lleva su nombre, sin más custodia que su pesado sable, desde la Iglesia de Nuestra Señora Aparecida, donde habló con el cura párroco Arnulfo Sepúlveda, hasta la oficina del correo, desde donde envió la carta al gobierno central, aceptando las coparticipaciones de impuestos, la libre navegación de los ríos, el intercambio comercial, y el tránsito de caminos de su fuertemente custodiada región peremerimbina, en señal de que ya quería algo de paz".

Aquí quiero detenerme y señalar que el artículo vale oro, que pudo refugiarse de mil requisas, estuvo escondido en oscuras hendijas, como en inimaginables cavidades húmedas de damas, hasta llegar a las manos de doña Irene de De León. La anciana morena de inmensos pechos sudorosos que destejió una cobija para mostrármelo. —Que se sepa, de una vez por todas que se sepa, me dijo. Atiné a tomarle unas fotografías, nada más. Sus manos volvieron a ovillar la lana y volvió a tejer la cobija guardiana de ese, y tantos secretos más que merecen mi respeto.

El relato continúa así: "Me afirmaba la generala Eduviges, una de sus cuatro mujeres, que el comandante, ya estaba cansado de tantos conflictos territoriales por culpa de la riqueza de su tierra. Que la generala Carlota, en cambio, y que era su favorita y que dormía con él tres noches a la semana, quería la total independencia de la tierra que limitaba desde la gran sierra del Indio muerto Mapuyo, hasta la cuenca del Imbupé. Ella habia quedado viuda dos veces antes de ser la dueña de la cama del comandante los fines de semana y por ende, su favorita. Las otras dos generalas guardaban luto y silencio. Eran dos mujeres soldados. Alcira, que lo vio morir y la bella Laudette, que murió en combate tiempo después.

Al funeral del comandante Don Juan Elerguido, no faltó nadie. Ni siquiera sus acérrimos enemigos de tantos años de batallas. Algunos buscaban certificar con sus propios ojos que la gran noticia era cierta. Otros, pensaban en la modificación inmediata de las leyes vigentes en la región, para adueñarse de la aduana del puerto de Peremerimbé y hasta erradicar las malas costumbres de sus habitantes a través de la Iglesia y del rigor de la milicia armada.

Pero mientras tanto, la guardia personal del comandante, había diseñado un estratégico candado que controlaba todos los movimientos de los visitantes. Incluso la custodia del Presidente fue relevada. Los otros miembros del Gobierno debieron contentarse con formar parte en la larga fila de ciudadanos comunes, que lloraban desconsoladamente su muerte, soportando el olor a transpiración, alcohol, cagadas de pájaros curiosos, y de fritangas que inundaban la plaza. La consigna a victorear por la muchedumbre era ¡La tierra es nuestra!

Los puños se crispaban y elevaban al cielo y se volvían mansas manos que hacían la señal de la cruz al pasar al lado del inmenso féretro. Asombrado, el Gabinete Nacional, pergueñaba en silencio cómo sería el trato ante tanta multitud, fuertemente armada y leal al pensamiento del viejo guerrero, de ahora en más. Solo la generala Carlota Henriquez Machado Lean, su cuarta esposa y secretaria revolucionaria, leyó a la semana siguiente, la documentación del acuerdo con el gobierno conservador. El pueblo levantó sus armas.

En aquellas horas y días donde cundía la desorientación y los espantos de las incertidumbres, quién esto escribe, pudo acudir al llamado del telegrafista, para recibir las órdenes del periódico, siempre me decían que debía permanecer, que debía quedarme allí hasta que finalizara aquel acontecimiento en Peremerimbé, que debía detallar cada momento.

Las fronteras de la región se habían cerrado. Las escaramuzas propiciadas por la Guardia Nacional para invadir, por los ríos o las líneas de divisa, fueron ferozmente aplacadas por el ejército peremerembino, que expuso los cuerpos de los enemigos colgados de los árboles, a lo largo de cada camino.

Pero recuerdo que nadie durmió en la noche del velatorio, y las cuatro viudas permanecieron paradas firmes al lado del enorme féretro lustroso. No aceptaron las condolencias del presidente conservador, que se fue en el barco presidencial por la madrugada, a oscuras, con un fuerte ataque de hígado y un estado nauseoso de alto riesgo. Lo asistían dos médicos temerosos, y su pandilla de ministros que huían despavoridos al refugio de sus camarotes bamboleantes.

Emerilda Zaya, la joven mujer que abría sus brazos y unas alas crecían desde su espalda hasta más allá de sus manos, estuvo siempre a mi lado, admiré siempre su desnudez que sabía a perfume de alstonias. Ella, con sus vuelos, me alcanzaba las mejores noticias, yo las redactaba y ella, sonriendo y volando entre el gentío, las llevaba al telégrafo con destino hacia el jornal. Fui la única fuente directa de información, no dejaron entrar a ningún jornalista más. Atribuyeron mi suerte, dicen algunos, a mi favoritismo por la causa peremerimbina.

Al día siguiente, ya se habían marchado todas las autoridades vecinas, cuando se dispuso el entierro del comandante, por el Notario del Pueblo rebelde y sus siete comandantes. El general don Augusto Fuentealba quedó a cargo de Peremerimbé, por ser el militar de mayor rango y el hombre de confianza del fallecido, mano derecha invencible en las batallas.

Hubo un momento de gran expectación. Alguien hacia sonar un redoblante y el suboficial furriel pregonero Marcos Gumper Rojas, compungido, leía el bando con el testamento del gran guerrero. La multitud, permanecía en silencio, solo se escuchaba el siseo de la evaporación de las lágrimas sobre las piedras calientes. 

'Pueblo mío: Si llegase la hora de mi partida, pido el más grande respeto a mi memoria. Pido el más grande respeto a nuestra bandera celeste, blanca y negra, la jamás vencida, la que siempre se enarboló triunfante en cada batalla. Pido por la unión de nuestros corazones y nuestras almas y que acaten las leyes de mis fieles compañeros comandantes guerreros. Vivad siempre que la tierra es nuestra'. Vi aparecer entre la multitud, miles y miles de armas de distinto calibre sostenidas por nerviosos puños. Oí gritar y jurar que cumplirían su última voluntad.

Hasta que finalmente, se necesitaron de la fuerza de doce soldados para levantar el féretro, colocarlo sobre la carroza y esta de cuatro fuertes bueyes que lo llevaron hacia el Campo Santo de los Guerreros peremerimbinos.

A pesar del llanto de miles y miles de hombres y mujeres, todos combatientes y trabajadores de la tierra y manufacturas, se podía percibir el lamento del hierro de las ruedas sobre los empedrados, y hasta el tremolar de los estandartes al paso forzado de los bueyes. Una tenue llovizna, triste, mansa, empezó a caer sobre la bandera tricolor y las armas ubicadas en el gran féretro. Era una imagen conmovedora, bella. 

La generala Alcira Pérez Monibo, una de sus queridas, me contaba que lo vio morir. Hablamos después de la batalla de Zanga Funda, donde murió la bella generala Laudette Neves, abrazada a un proyectil de 90 milímetros de la artillería enemiga, que viajaba veloz hacia el depósito de la Santa Bárbara y con su último aliento logró desviarlo. Donde Emerilda Zaya, caminaba mostrando su desnudéz por los planos de un avión bombardero, que logró estrellarlo, en las barrancas del Pintado, con ella aferrada a los alerones. Donde el suboficial furriel y pregonero Gumper Rojas, pudo llevar la última carta del suboficial mayor Toribio Pineda Castellanos, a quién todos conocían por 'el cola de ratón', para su pequeña hija, la que luego conocimos como Arminda Beatriz Pineda. Gumper Rojas murió aplastado por un tanque sediento de sangre. 

Me decía Alcira, mientras limpiaba las ollas con jabón blanco, y su fusil terciado en la espalda, y esperando la patrulla que la detendría, que ella durmió con él hasta las tres de la madrugada, que el comandante se levantó, como todos los días, a eso de las cuatro de la mañana, que ella ya le estaba preparando su desayuno con café, un poco de leche, dos bifes de hígado acebollado y una sopa de arroz por si se quedaba con hambre, para que unte el pan y que también le sirvió algunas frutas —ella secaba sus manos en el delantal cuando me indicó que saliésemos hacia el patio—. Mi querido comandante salió por aquí, me dijo señalándome la puerta del fondo, fue hasta la higuera y la orinó. Mientras se acomodaba el pantalón, eructaba y siguió así, como todas las madrugadas hasta la puerta del gallinero para despertar al gallo. La luna le iluminaba su larga cabellera blanca, le dije que estaba fresco, que entrara, pero él siguió allí, hasta que los gallos empezaran a cantar, entonces cayó. De repente, él cayó. Cayó de espaldas. Fue un golpe seco, el de toda su humanidad contra las bostas de las gallinas, fue aquí, mire bien, aquí.

Recuerdo que Emerilda Zaya, me había contado que ella dormía en las noches cálidas bajo el carillón de la Iglesia y que se despertó con el movimiento de las campanas por el temblor de la tierra. Todo se sacudía. Todo se movía, como el brazo de aquel soldado que en un impulso loco le tocó sus partes íntimas y le quiso arrebatar su virginidad, una noche en que el río era iluminado por la luz de la luna. Le bastó darle un certero machetazo en el sobaco que lo fue desangrando, mientras el río se lo llevaba entre juncos y ramas. Tres días después, me dicen, el brazo seguía sacudiéndose entre los yuyos ribereños y el manglar.

Algunos me contaron que el soplido del impacto del pesado cuerpo del comandante Juan Elerguido contra el suelo, arrastró el polvo de la tierra, abrió algunas puertas, sacudió ventanas, se cayeron las hojas de los árboles por el sacudón, se despertaron los pájaros, se aturdieron los oídos, se movían las cortinas, se desperezaron los amantes, hicieron ladrar a los perros guardianes, y sonaron las alarmas de combate. Y luego el silencio.

—Mi señor, mi señor, ¿está usted bien? Continuaba contándome la generala Alcira Pérez Monibo, que ella le decía así, temerosa ante la muerte invisible.

Yo recuerdo una frase del comandante de Peremerimbé, que anoté en mi libreta viajera, fue en la oportunidad en que me concedió un reportaje sobre su "Plan estratégico para la distribución de la riqueza".

—Aunque suene a espanto, todo se va muriendo, anote jovencito, todo se está muriendo. Hasta nuestras glorias caen por la ambición de los hombres y de las mujeres de esta tierra. Me dijo.

Antes de volver a Manvatará, y con la noticia que habían asesinado por la espalda al general Fuentealba, supe de las primeras traiciones y el comienzo del final de este, mi pueblo".

Artículo escrito por Teófilo Cabanillas (Enviado especial a Peremerimbé)

©Walter R. Quinteros - 2013 (Cuentos de Peremerimbé)









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