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domingo, 24 de abril de 2022

SALVADOR ELIZONDO: AVISO


La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.
Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.
Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.
Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.
Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo de asfodelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.
Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.
Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.
Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.

  Salvador Elizondo


BRUNO SCHULZ: LOS PÁJAROS


Habían llegado los días del invierno, días de un ocre calcinado y llenos de tedio. La tierra con sus tonalidades herrumbrosas había sido cubierta por un exiguo manto de nieve, ahora perforado y disminuido. La nieve no llegó a cubrir todos los tejados, pues algunos aún seguían viéndose negros y bermellones, cuyos techos de maderas arqueadas encerraban ahumados desvanes, semejantes a sombrías catedrales abrazadas por nervaduras de bóveda hechas de cabrios y vigas: oscuros pulmones de los vientos invernales. Cada nueva aurora desvelaba otras chimeneas, crecidas durante la noche, hinchadas por los vientos nocturnos, negros registros de órganos mefistofélicos.
A los deshollinadores les costaba desalojar a las cornejas que, como hojas negras con vida propia, se posaban al anochecer en las ramas de los árboles, cerca de la iglesia, levantando el vuelo de allí con un batir de alas y regresando después, para posarse de nuevo cada una en su rama y en su sitio, volando en bandadas por la mañana: nubes de humo oscuro, copos de hollín ondulantes y fantásticos que manchaban con un graznido desigual los destellos azafranados de la aurora. Los días se endurecían de frío y aburrimiento, al igual que los panes del año pasado. Se cortaban con cuchillos mellados, con desgana, en una perezosa somnolencia.
Mi padre ya no salía de casa. Mientras encendía las estufas de carbón estudiaba la naturaleza insondable del fuego, experimentaba el gusto metálico y salado, el olor ahumado de las invernosas llamas, la fría caricia de las salamanquesas que lamían el hollín brillante en la gayola de la chimenea.
Mi padre llevaba a cabo con esmero todo tipo de reparaciones en las partes altas de la casa. A todas horas podía vérsele encaramado, mal que bien, en lo alto de una escalera, arreglando algo en el techo, en las cornisas de las altas ventanas, en los contrapesos y cadenas de las lámparas colgantes. Utilizaba –igual que los pintores– la escalera como unos enormes zancos; se encontraba a gusto en aquella perspectiva de pájaro, cerca de un cielo pintado, de un techo decorado con arabescos y pájaros. Cada vez se alejaba más de la vida práctica. Cuando mi madre, inquieta y preocupada por su estado, se esforzaba por interesarlo en una conversación seria sobre nuestros asuntos, sobre el pago del plazo último, mi padre la escuchaba distraídamente, lleno de inquietud, dejando ver un latido de crispación en aquel semblante cuya mirada se extraviaba en algún punto.
En ocasiones la interrumpía con un gesto conminatorio para correr después hacia un rincón de la estancia y pegar su oído a una rendija del suelo, y permanecer de ese modo, a la escucha, levantando los índices de ambas manos, dando a entender de esa manera la importancia incontestable del asunto. Por esa época aún no nos dábamos cuenta del triste fondo de sus extravagancias, el deplorable delirio que maduraba en su interior.
Mi madre no tenía ninguna influencia sobre él, aunque sin embargo mi padre demostraba admiración y sumisión hacia Adela. La limpieza de la habitación era para él un ritual importante al que no dejaba nunca de asistir, siguiendo los quehaceres de Adela con un encontrado sentimiento de temor y voluptuosidad, atribuyendo a cada uno de sus gestos un profundo y simbólico significado. Cuando Adela, con un ímpetu juvenil y decidido comenzaba a pasar el cepillo de mango largo por el suelo, no podía resistirlo: las lágrimas acudían entonces a sus ojos, una leve sonrisa aparecía en su semblante, y su cuerpo era sacudido por un voluptuoso espasmo. Su hipersensibilidad a las cosquillas casi lo trastornaban: bastaba que Adela agitase un dedo ante él imitando la acción de hacerle cosquillas, para que huyera lleno de un tremendo pánico, atravesando todas las habitaciones y cerrando ruidosamente las puertas tras de sí. Al llegar a la última habitación caía de bruces sobre la cama y se retorcía allí con una risa convulsa, provocada por una imagen interior que no lograba dominar. De ese modo, Adela tenía sobre él una autoridad casi ilimitada.
Fue entonces cuando nos dimos cuenta, por primera vez, que mostraba un interés apasionado por los animales. Al principio se trataba de una pasión tanto de artista como de cazador; quizá fuese, también, una profunda simpatía zoológica de una criatura por formas de vida diferentes, que le permitían experimentar en los registros no probados de la existencia.
Más tarde, el asunto adquirió un sesgo contra natura, fantástico y complicado, esencialmente pecaminoso, y que mejor sería no desvelar públicamente. Aquello comenzó cuando hizo incubar los huevos de pájaro. Con grandes dificultades, y mucho gasto, consiguió que le enviaran desde Hamburgo, desde Holanda y algunas estaciones zoológicas africanas, huevos que dio a incubar a enormes gallinas belgas. A mí también me apasionaba asistir al nacimiento de aquellos seres de fantásticas formas y colores.
Era imposible imaginar en aquellos pequeños monstruos, cuyos enormes picos se abrían, increíblemente, desde el momento de nacer, con un piar glotón que salía del fondo de sus gargantas, en aquella especie de reptiles de cuerpos jorobados, débiles y desnudos, a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores o urogallos. Inmersa aquella camada de dragón en cestas algodonadas, los animales estiraban sobre sus delgados cuellos las ciegas cabezas, con los ojos cubiertos por una finísima telilla blanca, y contraían sus gaznates con un chillido débil y sofocado. Mi padre, protegido con un mandil verde, se movía a lo largo de aquellos anaqueles, como un jardinero en un invernáculo de cactus, y hacía salir de la nada aquellas vejigas cerradas en las que palpitaba la vida, aquellas neonatas barrigas que únicamente percibían el mundo exterior bajo su aspecto comestible, aquellos brotes que se dirigían a tientas y a ciegas hacia la luz. Algunas semanas más tarde, cuando aquellos capullos ciegos de vida se abrieron a la luz, los nuevos habitantes llenaron las estancias con un gorjeo multicolor, con un piar centelleante. Se aposentaron en los rieles de las cortinas, en las cornisas de los armarios, anidaron en los arabescos y en los brazos de estaño de las grandes lámparas de araña que colgaban del techo.
Cuando mi padre se ponía a la tarea de estudiar los densos manuales de ornitología y hojeaba sus láminas de colores, parecía que de aquellas páginas salían fantasmas que llenaban la habitación con sus aleteos abigarrados, con pinceladas purpúreas, escamas zafíreas, verdigris y argentadas. Cuando se les echaba la comida, los pájaros formaban en el suelo un arriate oscilante, lleno de colores, una alfombra viva, que descomponía su forma cada vez que alguien irrumpía en aquel espacio, dispersándose como semovientes flores, y, finalmente, acababan por instalarse en los lugares más altos de la estancia. Me ha quedado especialmente grabado en la memoria un cóndor, enorme pájaro, con el cuello desplumado, la faz cuarteada y cubierto de excrecencias.
Era un asceta delgado, un lama budista que conservaba en todo su comportamiento una imperturbable dignidad y que observaba el rígido protocolo de su noble raza. Cuando se situaba frente a mi padre, inmóvil en una actitud hierática de divinidad egipcia, con sus ojos cubiertos por un velo blanquecino que utilizaba para tapar su pupila y encerrarse en la contemplación de su quintaesenciada soledad, parecía, con su pétreo perfil, el hermano mayor de mi padre: tanto el cuerpo como los tendones y la piel dura y cuarteada eran del mismo tejido, tenían la misma faz huesuda y reseca, las mismas órbitas profundas con su gruesa córnea. Incluso las manos de mi padre, largas, delgadas, nudosas, con las uñas muy arqueadas, se parecían a las garras del cóndor. Al ver al pájaro dormido de ese modo no podía evitar la impresión de encontrarme frente a la momia reseca, aunque reducida, de mi propio padre.
Creo que esa extraordinaria semejanza tampoco se le escapó a mi madre, aun cuando entre nosotros nunca llegásemos a tocar ese tema. Es significativo que tanto mi padre como el cóndor utilizasen el mismo orinal.
No contento con hacer incubar nuevas especies, mi padre organizaba bodas de pájaros en el desván; llevaba allí a los pretendientes, ataba en los rincones y las grietas del armazón del techo a las sumisas y lánguidas novias; finalmente, el tejado de la casa, un amplio tejado de doble declive, se convirtió en un verdadero albergue de pájaros, en un arca de Noé que contenía los distintos tipos de criaturas provenientes de los paises más lejanos. Mucho tiempo después de que la cría de pájaros hubiese llegado a su fin, aquella tradición de nuestra casa se mantuvo entre las criaturas aladas, y, en la época de las grandes migraciones primaverales, seguían abatiéndose sobre nuestro tejado nubes de grullas, pavos reales, pelícanos y otras especies de pájaros. Después de un breve período de esplendor, aquella hermosa empresa tomó un giro lamentable.
Al poco tiempo se hizo necesario trasladar a mi padre a dos habitaciones del desván que se utilizaban como trasteros. Al amanecer, comenzaba a llegar desde allí el clamor de la voz de los pájaros. A consecuencia del eco que propiciaba el espacio vacío bajo los techos, las paredes de madera de las habitaciones del desván resonaban con la algarabía, los cantos, el batir de alas y las amorosas llamadas y gorjeos. De ese modo perdimos de vista a mi padre durante varias semanas. Pero, de vez en cuando, bajaba, y entonces podíamos darnos cuenta de que había empequeñecido y adelgazado.
En ocasiones, al perder el control de sí mismo, saltaba de la silla y, agitando los brazos como si fuesen alas, emitía un prolongado canto mientras se le velaban los ojos, después de lo cual, turbado, unía su risa a la nuestra y trataba de bromear sobre lo ocurrido.
Un día, durante una limpieza general, Adela irrumpió de manera inesperada en el reinado de pájaros de mi padre. Nada más abrir la puerta, se vino abajo a causa del nauseabundo hedor con que los excrementos que cubrían el suelo, las mesas y el resto del mobiliario impregnaban el aire. Sin dudarlo, abrió la ventana y moviendo una larga escoba arremolinó aquella masa de pájaros. Se formó un infernal tumulto de plumas, alas y chillidos, y Adela bailaba la danza de la destrucción como una ménade enloquecida agitando el tirso que llevaba en la mano.
Mi padre, tan asustado como los mismos pájaros, levantaba los brazos e intentaba emprender el vuelo. Poco a poco aquel tumulto de alas desapareció, y, en el campo de batalla, sólo quedó Adela, fatigada y jadeante, y mi padre, con una expresión afligida y avergonzado, dispuesto a aceptar su completa derrota. Poco después, mi padre descendió lentamente de sus dominios: hombre derrotado, rey en el exilio que había perdido su trono y su reino.


  Bruno Schulz

HARUKI MURAKAMI: EL PUEBLO DE LOS GATOS


El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba.Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba,volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo.Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado.En la estación no había empelados. Debía ser una estación poco transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad.Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos.Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había en medio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas delas tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel.Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente.Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo,entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso.Cuando le entró el hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el comportamiento de los gatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía.

Un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desdé cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían ahí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo.A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario.«¿Qué es eso ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Si, tienes razón.No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo delos gatos». «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos.»Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo,como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio,los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquel era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto.Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie». «¡Sí que es raro», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte».«¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren.Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre».Pero al día siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas.Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se había perdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.


Haruki Murakami

RAY BRADBURY: LA MAÑANA VERDE

Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.

Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

Ray Bradbury

ENTREVISTA A MARÍA LILIAN ESCOBAR

 “Devenir indígena es para mí nacer y morir como un indígena siempre inacabado”

Por Rolando Revagliatti

María Lilian Escobar nació el 2 de junio de 1961 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Es Abogada por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Como integrante de “Paralengua, la ohtra poesía”, dedicado al desarrollo de poéticas visuales, sonoras y digitales, presentó, desde 1991 a 1998, poemas fonéticos y visuales, y performances en torno a poemas en lenguas mapuche, náhuatl, guaraní, guaycurú y quichua, todos de su autoría. Sus poemas verbales y en esperanto de lenguas originarias fueron divulgados en diversas revistas argentinas y extranjeras, mientras que los visuales se publicaron en “Xul” (Argentina), “Graffiti” (Uruguay), “Dimensao” (Brasil), “Punto Seguido” (Colombia) y “Texturas” (España), así como fueron incluidos en “Poesía visual argentina” (estudio y catálogo editado por Vórtice Argentina, 2006) y en “El punto ciego. Antología de la poesía visual argentina desde 7000 a. C. al tercer milenio” (compilada por Jorge Santiago Perednik, Fabio Doctorovich y Carlos Estévez; San Diego State University Press, Estados Unidos, 2016). Participó, entre otros eventos, en las “Primeras Jornadas de Poesía Visual y Experimental” (1996); en las “Jornadas Rioplatenses de Poesía Experimental” (Montevideo, Uruguay, 1997); en la “V Bienal Internacional de Poesía Visual-Experimental” (ciudad de México, México, 1998); en la “Primera Muestra Euroamericana de Poesía Visual” (Bento Goncalves, Brasil, 1998); en las “Primeras Jornadas Internacionales de Poesía Experimental en la Universidad Nacional de San Martín” (2015); en la muestra “Poéticas Oblicuas. Modos de contraescritura y torsiones fonéticas en la poesía experimental” (2016). Además de haber dirigido con Roberto Cignoni varios talleres de poesía, con él organizó entre 2001 y 2004 el ciclo “Debates en torno a la Poesía Visual, Sonora y Experimental”. Poemarios publicados: “De cisne y eclipse” (Editorial El Caldero, 2000), “Xochipilli” (Editorial Descierto, 2012) y “Canción nocturna” (Editorial Descierto, 2016).

1 — Naciste el 2 de junio de 1961. ¿Nos contarías algo de tu infancia y de tu iniciación en la poesía? (Un 2 de junio, pero de 1537, el papa Paulo III “decreta que los indígenas americanos son seres humanos verdaderos, dotados de alma.” Aporto la referencia, puesto que después abordaremos el tema de las lenguas de algunas etnias de América.)

MLE — Nazco, efectivamente, un 2 de junio, dos días antes de la fecha esperada, según mi madre, porque los médicos, efectuando un control, rompieron la bolsa amniótica. Soy la mayor de cuatro hermanos, Carlos Daniel, Mónica Susana y Susana Beatriz, que son mellizas. Mis padres son Susana Romero y Daniel Escobar. Mi abuela materna, Serapia Eufemia Durán Segovia, viuda de Romero, viuda de Caballero, poseía junto al abuelo Romero 1000 hectáreas en chacras de algodón en la provincia del Chaco. Al enviudar pretende vender todo y mudarse más cerca de su familia en la provincia de Corrientes, pero ella era analfabeta y el juez de paz la estafó, dejándola en la calle con algo más de veinte años y cuatro hijos. Tuvo que empezar de cero. Durante toda mi infancia ella insistía en que los nietos estudiáramos, para que nadie tuviese la oportunidad de estafarnos. Mi madre me enseñó a leer y escribir a los cinco años, y desde entonces escribo. Durante el cursado de la escuela me iba muy bien con las composiciones. Alrededor de los diez años, mi madre me regaló su diario íntimo, donde decía que aspiraba a que yo estudiase medicina. Ya no pude parar de escribir. Me gustaba leer al azar o por letra del abecedario el contenido de las enciclopedias que me compraba mi padre: apreciaba paisajes, lugares, cuadros, vida y obra de artistas, etc. Mis padres no eran artistas, pero adoraban el cine, escuchaban radioteatros y todo tipo de música popular y clásica. Y mi abuela, el teatro y la zarzuela. Ya en la adolescencia, mi hermano Carlos, que desde hace unos cuantos años también escribe poemas, tenía un amigo del colegio secundario que tocaba música clásica en guitarra y ahí escuchamos y aprendimos mucho. Y yo escribía poemas de los cuales mis compañeros del colegio se burlaban. Cuando concluí esa etapa ingresé en el Profesorado de Literatura Normal Nº 1, y cursé un par de años. Mis padres no estaban en condiciones de comprarme los libros a tiempo y, con un ritmo tan exigente como tenía el profesorado, era difícil estar lista, aunque lo lograba, excepto en latín, materia en la que fracasé rotundamente. Tuve de profesor a Federico Pippo, que, aunque principal sospechoso en 1984 del asesinato de su esposa, Oriel Briant, fue mi mejor profesor: lograba tornar actual a “Cantar de mio Cid”. En cuanto al alma, su existencia es sólo creencia de determinada cultura o religión. Su negación o afirmación constituye apenas un fragmento de una realidad que rebasa en su fondo cualquier criterio, una realidad que “es” más allá de lo perceptible al pensamiento humano. Desde ya me parece terrible y horrorosa la descalificación de un grupo humano respecto a otro sosteniéndose en la realidad que su propia creencia impone (es decir, actuando a la vez como juez y parte). Tal afirmación carece en este punto de toda legitimidad intelectual y espiritual. Los indígenas poseen su propia cosmogonía y no necesitan pautas o parámetros occidentales. Las diferentes cosmogonías son incomparables, y ninguna de ellas puede incidir o valorar a las otras según sus supuestos. Tampoco, por otra parte, se vuelve necesario su encuentro para algún sustento recíproco. No creo, al fin, que la Iglesia o el Papa puedan arrogarse el derecho de otorgar la calidad de humano a quienes lo son más acá y más allá de que una instigada autoridad se digne o no reconocerlo.

2 — ¿Y Derecho? ¿Qué te inclinó hacia la abogacía? (¿Para que “nadie tuviese la oportunidad de estafarnos”?)

MLE — Allá por 1981 rindo junto a mi hermano Carlos el examen de ingreso en Derecho. Aprobamos con muy buenas notas. En las clases yo escribía poemas, incluso con palabras jurídicas cursando internacional público o privado, o estudiando esas materias en la biblioteca. Él lamentablemente abandonó en cuarto año. Es clase ‘63, y aunque no estuvo en combate la guerra de Malvinas lo afectó mucho. Poco antes de recibirme conocí a Roberto Cignoni, mi esposo, con quien comparto proyectos e intereses. Llevamos veinticinco años de casados. A través suyo fui accediendo a las búsquedas de numerosos creadores, la filosofía oriental, el haiku, las poéticas del siglo XX y las vanguardias, los pensadores del posmodernismo. Él codirigía con Jorge Santiago Perednik la revista “Xul” y creaba junto a Carlos Estévez el espacio “Paralengua”, en el que participé y me desarrollé durante una década. Mientras, concurría a talleres de teatro y literarios y acompañaba a Roberto en la coordinación de talleres. Me inclinaron a la abogacía mi ideal de justicia y la ocurrencia de mi hermano Carlos de que estudiásemos juntos con los mismos libros. Y supongo, además, que el consejo de mi abuela materna (estudiar para no ser estafados) tuvo su impacto. Una de mis hermanas, Susana Beatriz, también cursó estudios en Derecho hasta cuarto año, en que nació su segundo hijo. La otra, Mónica Susana, inició sus estudios en Filosofía y Letras. Derecho es una carrera atrayente, con materias especialmente fecundas. Tal es el caso de Filosofía, Historia, Sociología y de algunas introductorias de aquella época, como Historia de la Cultura, que adquieren singular relevancia para aquellos que desarrollamos el gusto por las disciplinas humanísticas.

3 — ¿Qué encuentros, muestras, jornadas, te han acercado más a efectos de plenitud o gratificación, y por qué? ¿Qué artistas visuales y experimentadores en los campos de lo sonoro o digital más te impresionan?

MLE — En tanto plenitud y gratificación me han conmovido especialmente los encuentros de “Paralengua, la ohtra poesía”. Fue una década de conocer obras bellas y personas talentosísimas, de verlas crecer, desplegarse y consolidarse en un espacio en el que todos confluíamos en una búsqueda incansable, fuera de los límites de estructuras condicionantes. Allí tuve al alcance obras de Emeterio Cerro actuadas por Baby Pereira Gez, Roberto López y Robertino Di en performances arrolladoras, encontré a Carlos Estévez y a Roberto Cignoni con sus destellantes poemas orales y performativos, a María Chemes, inigualable en escena a través de su cuerpo y de su voz, a Ricardo Rojas Ayrala, con su tan lúcida como desopilante poesía bufa, a Myrna Le Coeur en su decir exasperante y trágico arrojado a través de escenas cotidianas, enunciando poemas contemporáneos y aun clásicos como los de Catulo, a Andrea Gagliardi con su poesía trabajada en torno a un teatro de pequeños objetos y sugerentes acciones. Todo fue potenciarse los unos a los otros desde la obra y la creatividad de cada cual. La búsqueda era intensísima y nos preparábamos en varios campos a la vez. Se trató de un gran desafío para el arte y la poesía de la época y aún hoy sus hallazgos no han podido ser igualados. También me han enriquecido las Jornadas de Debate sobre Poesía Experimental, organizadas por Roberto y por mí en Vórtice Argentina, espacio dirigido por Fernando García Delgado. Allí se vertieron lúcidas reflexiones y diálogos en torno a la contemporaneidad de la poesía visual y experimental, contando con la participación de artistas y ensayistas relevantes, como Oscar Steimberg, Ernesto Livon Grosman, Jorge Santiago Perednik, Roberto Scheines, Gonzalo Aguilar, Alonso Barros Peña, Carlos Estévez, Susana Fernández Sachaos, Carlos Ellif, Fabio Doctorovich, Reynaldo Jiménez, Ricardo Rojas Ayrala, Ladislao Györi, etc. De los artistas visuales quien más me impresionó fue Edgardo Antonio Vigo, un pionero de esta actividad en nuestro medio. Lo conocí personalmente, porque le pedí a Perednik realizar la entrevista que él quería para la revista “Xul”. Finalmente la hicimos Roberto y yo, consumiendo en el proceso cuatro casetes. Lo fuimos a ver los domingos a La Plata, viajando desde Adrogué, durante un mes. Era muy afable, creativo y estimulante, nos regalaba objetos y obras en cada encuentro. Estaba lleno de una cierta ternura que aún guardo en mí. Él fue el único que me llamó María. En el plano digital me deslumbró el trabajo de Ladislao Pablo Györi, creador de la Poesía Virtual y discípulo de Gyula Kosice. Sus videos con estructuras móviles y viajes a través de poemas tridimensionales resultan asombrosos. Fuera de “Paralengua”, en lo performático, admiro mucho a Ciela Asad, a quien considero la mejor performer actual de la Argentina. En sus presentaciones es excelsa la armonía entre la danza, la emisión de la voz, la acción teatral y el trabajo con objetos. A través de ello da vida a un acto poético llamativo, penetrante y envolvente, muchas veces a partir de poemas escritos por ella misma.

4 — Y ahora tus performances, Lilian: agradecerán nuestros lectores que nos describas tus procedimientos de concepción, de articulación, de escenificación.

MLE — Tal como se lee en la contratapa de mi poemario “Xochipilli”, en los poemas aborígenes parto de idiomas o dialectos originales (náhuatl, mapuche, guaraní, guaycurú, quichua) a los cuales combino algunas veces en una suerte de esperanto indígena, produciendo particulares juegos sintácticos y sonoridades inauditas. Un segundo momento consiste en transcribir esos poemas al castellano, adaptándolos libremente a nuestro idioma, en una especie de transcreación que suele arrojar, incluso para mí, encuentros sorprendentes de palabras e imágenes. Finalmente, realizo una partitura fonética de estas composiciones en su idioma original, con el objeto de activarlas vocalmente sobre un escenario. En estas presentaciones ante un público la palabra, las sílabas, el silencio, constituyen una invocación, un conjuro, una plegaria del alma. Se trata de una ceremonia ritual, en la que intervienen también objetos, máscaras, velas, inciensos y vestimentas. Todo ello participa de lo sagrado, de la invocación a la naturaleza. Es una ceremonia donde se impone al fin cruzar las fronteras entre el tú y el yo, entre el sujeto y el objeto, accediendo a esa energía donde la comunión resulta posible. Se trata, ante todo, en estos poemas, de alumbrar el devenir indígena, no alcanzando una forma por identificación, imitación o mimesis, ni enquistándose en la representación o la trampa descriptiva de alguna escena de costumbres, de algún ritual o de cierta acción guerrera, sino encontrando la zona de cercanía, de indiscernabilidad, de indiferencia, en la que uno ya no puede distinguirse de un aborigen. Pasos inciertos e imprevistos, no empecinados en una reproducción sino singularizados en un gesto. Devenir indígena es para mí nacer y morir como un indígena siempre inacabado, que no sabe cultivar el maíz ni tallar una piragua, que entra más bien en una zona de mística proximidad en lugar de adquirir caracteres formales, y que se cruza con un aliento y una huella que desbordan toda materia vivible o vivida.

5 — “El Surmenage de la Muerta” fue un Sitio, fue una revista. En ella se difundió uno de tus ensayos, ése en el que abordás a Edgardo Antonio Vigo (1928- 1997).

MLE — “El Surmenage de la Muerta” es una revista de papel, de distribución gratuita, y también digital, cuyo editor es Fernando Fazzolari (artista plástico). Tiene una tirada de 1000 ejemplares y se edita hoy esporádicamente, aunque al principio lo hacía con cierta regularidad. Se autodefine como un medio de construcción colectiva que se materializa con la participación de los artistas a través de sus producciones. La conformación del mismo, su continuidad y sentido le corresponden a los artistas e intelectuales de diferentes disciplinas, que colaboran en la elaboración de cada número. La revista incluye tanto obras como ensayos. En mi artículo, comento cómo Vigo desarrolla ciertas formas poéticas donde el decir se vuelve acto y el acto se consuma objeto, ubicando a la obra fuera del contexto de alienación social (donde actos, palabras y cosas se instrumentan en función de fines ajenos a su propia producción). Ello muestra a la poesía como un tránsito libertario, tránsito o intensidad que ni siquiera se vuelve necesario mencionar porque acontece naturalmente. Investigo y describo cómo, con la experiencia Vigo, nace la versión irrepetible e irrumpe el concepto de lo múltiple, y cómo, en el plano de la acción práctica, nos encontramos ya con el ámbito del “objeto libre”, transfigurado en razón del juego de polaridades y de la irreprimible multivocidad.

6 — ¿Nos dirigimos a ese poemario en esperanto de lenguas originarias?

MLE — Hacia principios de los ‘90 quedé muy impresionada por el trabajo de Ricardo Rojas Ayrala, cacique autóctono que en su moto-malón desató la veneración de las almas salvajes y aptas a la revuelta. En el momento en que me topé con su obra, ella exaltaba el sabor de lo aborigen y mencionaba en forma asidua y de modo peculiar a los pampas y a los quilmes. También, por aquel momento, había comenzado a frecuentar a Emeterio Cerro, que me enviaba sus obras desde Francia, nutriendo con ellas una exuberante mitología ambientada en la región pampeana. A todo ello debe agregarse la gran información que me brindó Dick Edgar Ibarra Grasso con su “Argentina indígena y prehistoria americana”. En fin, se presentó la posibilidad de ser rescatada por ese clima ancestral, por ese lenguaje mágico, sobrenatural, que no transcurre en tiempo lineal, el cual se manifestó en mí a través de un esperanto o combinación de lenguas aborígenes, donde el fonema, además de constituirse imagen, es actuado fonéticamente. Actuado, entiéndase bien, no en términos de representación, sino propiamente de acción, de presentación o, si se quiere, de palpable aparición, como si compartiera los sueños de James Joyce y su “Finnegan’s Wake”, o los de Antonin Artaud cuando alude a la esencialidad del teatro en tanto acto, o aun a las visiones de los propios aborígenes o a las del hombre primitivo. En todos ellos el objeto, o mejor la cosa, es la propia palabra, y su relación con el lector es motivada por una gran carga de inteligencia sensible, abyectada desde el seno de una emoción subyacente, universal, donde un gran prisma de colores y notas abarca el hecho poético. Se está ante una comunicación preverbal: apunta a la ilusión de dar vida al fonema, que no nos necesita y prescinde de nosotros en su dimensión inalienablemente “dassein”, a la vez efímera y eterna. En cuanto a la traducción de estos poemas y a sus versiones escritas, puede decirse que se trata más precisamente de una traslación y de una transcreación por imágenes. Se insiste en un decir fuera del discurso, decir que presta alusión a cada forma extraña, indeterminable, a cada imagen fronteriza, propulsando su potencia en fugaces apareceres, tan intermitentes como inciertos.

7 — De entre los artículos en los que ha sido analizada y comentada tu actividad elijo el incluido en el volumen “Tecnopoéticas argentinas. Archivo blando de arte y tecnología”, compilado por Claudia Kozak.

MLE — “Tecnopoéticas argentinas” es un archivo o mapeo de poéticas de nuestro país que utilizan medios o elementos técnico/tecnológicos en sus desarrollos. Sus páginas integran el Bioarte, la Ciberliteratura, la Videopoesía, la Instalación, el Arte Correo, la Música Electrónica, el Net Art, la Performance, la Fotografía Experimental, la Tecnoescena, etc. Mi trabajo, particularmente, se cita en relación con el Arte y la Poesía concretos, a partir de poemas presentados en la revista “Xul”, y con la Tecnopoesía, por aquellas realizaciones en vivo activadas en “Paralengua”, en las que se privilegiaba el cruce de procesos multimediáticos, digitales, visuales, sonoros y performáticos. En ese encuentro y combinación de distintas materialidades no dejaron de abrevar mis poemas en lenguas originarias.

8 — ¿Balido, bramido, siseo, barrito, canto o trompeteo?

MLE — La palabra se rompe, se disgrega, descontándose como mero vehículo de un significado y dando cuenta de la cosa en sí, que conmueve; los silencios se acentúan como pliegues que van abriendo, descarnando el decir. El sonido procede por aceleraciones y retardamientos, por repeticiones y variaciones, por un montaje de voces que se concatenan a través de pulsos y de cargas energéticas antes que por lógicas y causaciones. La palabra se remonta como balido, bramido, siseo, barrito, canto o trompeteo: es comunicación sensible y afecto antes que mediación de un sentido. Todas las posibilidades de la voz y del espectro sonoro son posibles para ella.

9 — ¿Cuál es tu primer recuerdo de un museo? ¿Y de una galería de artes plásticas?

MLE — El del Museo de Bellas Artes, enfrente de la Facultad de Derecho. Su ubicación me permitía visitarlo frecuentemente. Es algo formal, pero encantador, un paseo maravilloso. No recuerdo cuál fue la primera muestra que vi. Allí me siento como en casa, lo disfrutamos mucho con Roberto. Con él, vamos muy seguido al Centro Cultural Recoleta y al Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Constituyen para ambos mágicas salidas de fin de semana. En cuanto a las exposiciones, me sorprendió, pero no me deslumbró la de Marc Chagall. Aprecié la muestra retrospectiva de Antonio Berni y la del año pasado de Kazimir Malévich en la Fundación Proa. Me asombran las obras de Cándido López, además de numerosas pinturas clásicas, en el Museo de Bellas Artes. Tengo predilección por las visiones encantadas de Paul Klee y de Xul Solar. En los museos, Rolando, me siento como paseando en un palacio, ellos no cesan de renovar y estimular mis horizontes creativos. Con respecto a las galerías de artes plásticas, concurrí en nuestra ciudad más que nada a las de las calles Florida y Suipacha. Resultan algo más descontracturadas que un museo y se observan en ellas otro tipo de iluminación y de disposición de las obras exhibidas. En las galerías se pueden disfrutar singularidades y emergencias que muchas veces los museos no contemplan. Entre las últimas muestras que recuerdo me impactó la de Carmelo Arden Quin, con obras pertenecientes al período Madí.

10 — Ironía: “Burla fina y disimulada.” “Figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice.” “Tono burlón con que se dice.” Y de acá pasemos a lo que manifestó el poeta Marcelo Dughetti para la revista de poesía “La Guacha”: “La ironía es un juego de abalorios, una diversión de los cínicos.” ¿Qué pensás…?

MLE — Depende de si la burla es en torno a personas o a circunstancias. Respecto de personas, no me agrada, excepto que sea excepcionalmente pícara, de extremada inocencia. Me gusta más la ironía sobre determinados momentos o circunstancias, aquélla que se convierte en algo brillantemente gracioso y crítico. En relación a la ironía en narrativa y poesía destaco otra vez la obra de Emeterio Cerro, tal como se puede observar en “Vaca entalcada”, “La cuca (Manual sexual)” o “El Bristol”, entre otros libros. La ironía constituye para mí la inteligencia al servicio de lo lúdico.

11 — Hay títulos de poemas que nos parecen maravillosos, imprescindibles. Los hay que aportan al poema, pero no tanto. Y los hay redundantes. También están los que parecen redundantes, aunque en verdad, no lo son. ¿Estás de acuerdo? ¿Qué poetas te sorprenden más gratamente en cuanto a los títulos que eligen?

MLE — Creo, en relación a los títulos, que no deben redundar, presentar o remarcar el asunto que se desarrolla en el poema, ello disminuye irremisiblemente su potencia. Considero que si parecen redundantes en realidad lo son. Deben, según entiendo, resultar enigmáticos y no explicar el poema. Los títulos imprescindibles son el primer golpe de aliento del poema, su parir. La mayoría de los autores, aun los mejores, no prestan atención a la elección del título. Me gustan de T.S. Eliot “Retrato de una dama” y “Miércoles de ceniza”, de Guillaume Apollinaire, “Annie” y “La linda pelirroja”. Fernando Pessoa titula bien y enumera bastante. Giuseppe Ungaretti omite los títulos. Alejandra Pizarnik titula correctamente y suele enumerar. De ella me gustan los títulos “A la espera de la oscuridad”, “La enamorada”, “Salvación” y “La jaula”. No anuncia con los títulos lo que va a explorar en el poema. Roberto Cignoni no se regodea en el dolor ni en la alegría, aun en sus tonos ásperos el lenguaje que utiliza es de una belleza abrumadora. Así como no se solaza en esos estados, tampoco lo hace en los títulos que inician sus poemas. Me atrae en este sentido el trabajo de María Rosa Maldonado, y de los más jóvenes, el de Teresa Orbegoso en su último libro, “Perú”. Entre las mujeres que considero diestras en la labor de titular puedo citar además a Emily Dickinson, Dolores Etchecopar, Silvia Plath, Liliana Ponce y Clarice Lispector.

12  — Para escribir, en ocasiones, ¿has tenido que enfrentar el “pánico”?— Para escribir, en ocasiones, ¿has tenido que enfrentar el “pánico”?

MLE — No, nunca me sucedió. Cuando escribo, cuando comienzo el poema, en general me brota de un estado de inspiración y permanezco en trance, solitaria, ajena a la cotidianeidad. Cuando corrijo, surge alguna idea o palabra o borrado o tachado que mejora lo escrito, eso me hace sentir muy feliz, como si un nuevo poema hubiese visto la luz. Corrijo durante años, voy muy lento. En el camino muchos poemas desaparecen.

13 — Los tenemos al gran Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont) con  “Sepan que la poesía se encuentra en todas partes donde no está la sonrisa estúpidamente burlona del hombre con cara de pato.” Y a Edoardo Sanguinetti infiriendo que “La verdadera lucha de la poesía es justamente contra lo poético... Yo creo que el poeta debe buscar que las palabras que usa se vean prosaicas, pero que en realidad contengan elementos esenciales para comprender la época y la vida.” Y no falta un Raymond Carver categórico: “No me interesan los poemas bien hechos. Al verlos, mi tentación, es decir: Ah, pero no es más que poesía. Yo busco algo distinto,
algo más que un buen poema.” ¿Qué urde Lilian Escobar ante tales manifestaciones?...

MLE — Es difícil analizar un fragmento que pertenece a un texto mayor. Yo opino que la poesía se encuentra en la poesía, donada en sí misma y a sí misma, ajena a la burla o no burla del señor con cara de pato. Éstos son juicios limitados meramente a lo humano, extraños al lenguaje y hecho poéticos. La poesía trasciende nuestras reacciones y no emite juicios sobre aquéllos que la ignoran o resultan autoexcluidos de su mundo, mundo que pertenece, digamos, a otra dimensión. Respecto al decir de Edoardo Sanguinetti, no creo que los poetas deban buscar que las palabras se vean prosaicas ni tampoco que hagan comprender la vida o la época. Ni la poesía, ni los poetas, están para hacer docencia sobre cosas mundanas o vulgares, aunque lo esenciante del hecho poético no deja de afectar a nuestro encuentro con las cosas y los seres. La poesía tiene por fin la poesía, y esto nos permite reflexionar sobre la alienación de la vida cotidiana, en que los actos y las relaciones que solemos establecer son siempre medios para otra cosa. Muy pocos poetas, en mi opinión, han hecho una buena “arte poética”. Ni aun los movimientos que surgieron en el siglo XX, como el futurismo y el surrealismo; la cuestión es sumamente compleja. Sin embargo, Vicente Huidobro echa luz sobre la cuestión. Dice: “Poetas, no cantéis la rosa, hacedla florecer en el poema”. Y, como afirma Alejandra Pizarnik, hay que “mirar la rosa hasta pulverizarse los ojos”. La poesía no es programática, no manipula, no es especulativa. Es un acontecer que avanza a través de su decir multívoco. Así lo demuestran poetas tales como Nelly Sachs, Dylan Thomas, Stéphane Mallarmé, Rainer María Rilke, René Char, T. S. Eliot, Paul Celan, César Vallejo, E. E. Cummings, etc. No se sostiene sobre consignas previas, como elegir determinadas palabras sobre otras o aludir a determinada época, o bien definir y/o esconder pareceres y conceptos sobre la vida. Esto es sólo prepotencia del poeta, no de la poesía, que va creando sus cauces y sus reglas a medida que sucede. Lo de Raymond Carver me hace reflexionar acerca de la inspiración y el trabajo en el poema. Considero que sin inspiración no hay poesía, pero sin trabajo, y hablo de mucho y esforzado trabajo, tampoco. Existe un artículo, una conferencia de Denise Levertov: “Invitando a la musa”, publicado en el libro “Cómo se escribe un poema – Lenguas extranjeras” (Editorial El Ateneo, páginas 177 a 193), que lo explica con excelencia.

14 — Un año después de que participaras como poeta invitada en el Ciclo de Poesía y Prosa Breve “Nicolás Olivari” que yo co-coordinara, aparece tu primer libro: ¿en qué circunstancias fue publicado? ¿Uno sigue siendo el mismo después de ver publicado su primer libro?...

MLE — Mi primer libro fue publicado a instancias de Emeterio Cerro, a quien ya hacía unos cuantos años frecuentaba. Él había leído mis plaquetas y también mis colaboraciones en alguna revista. Entonces me insistió para que publicara. Él pensaba que dejando atrás un poemario editado se podía comenzar plenamente con otro. Yo contaba entonces con una carpeta de unos 600 poemas, algunos de la adolescencia que fueron directamente desechados. Tomé los de los últimos diez años y descarté la mayoría. Roberto me ayudó con la selección de aquellos que quedaron. Lo tomé como algo natural, como la meta final del poeta que llega a la publicación para dar a conocer su trabajo. Pero la mejor parte, de todos modos, sigue siendo para mí la de composición y elaboración. No, no me modificó el publicar el primer libro, ni en lo interno ni en mi relación con la poesía. Tal vez modificó mi entorno, el de los poetas que al fin conocían mi trabajo de un modo más formal. Calculo que para muchos fue como si me hubiera “recibido de poeta”. Perednik, después de haber leído “De cisne y eclipse” me entregó una postal, de ésas que regalaban en los bares y las librerías. En ella me decía que el libro le había significado un encuentro con la poesía. Fue, según sus palabras, como si lo hubiese picado “la mosca tsé-tsé de la poesía”. Es lo que recuerdo.

15 — ¿Coincidirías con el poeta mexicano Víctor Manuel Mendiola cuando sostiene que “El siglo XX es de alguna forma un proceso de destrucción de la realidad.”?

MLE — Lo lamento, no leí a Mendiola y no comprendo a qué se refiere con esa frase. No puedo entender que crea que hay una realidad “en-sí”, un cierto sentido o carácter absoluto de mundo y de cosas (primer dislate filosófico) conservado a lo largo de cierto tiempo y destruido por las condiciones de una época particular (segundo dislate filosófico).

16 — ¿Tienen algo de ficción algunos de tus recuerdos? ¿Lamentás no recordar con detallismo algunas situaciones puntuales?

MLE — No para mí. Aunque sabido es que lo que se recuerda, se recuerda con la perspectiva con que uno vivió o sintió esas situaciones. No, no lamento no recordar detalles. Artaud decía en “El ombligo de los limbos”, que “hay que olvidarse de todo, hasta de sí mismo”. No existe otra forma de hacer espacio a la creación. En una oportunidad, durante un viaje en tren a Mar del Plata, noté que, al pasar de una estación a otra, en cada una olvidaba la anterior y de ese modo dejaba entrar el nuevo paisaje. Entonces comprendí cabalmente a Artaud.

17 — ¿Cómo trabajás tus poemas visuales y las pinturas que utilizás en tus perfomances?

MLE — De diversas formas. A veces tengo la idea previa y trato de componerlos a partir de ella, otras veces se van creando y desarrollando a través de las formas y relaciones que se presentan. De cualquier modo, siempre se trata de un viaje maravilloso. Los cuido igual que a los poemas verbales, en todos sus detalles, procurando que en ellos no deje de hacerse presente la poesía, ese encuentro encantatorio de cualidad y misterio. A veces se deconstruyen y reconstruyen en varias jornadas de trabajo, otras veces basta un momento. Es una labor tan lúdica como apasionante, donde mi sensibilidad y percepción no cesan de ponerse en juego.

María Lilian Escobar selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

Kochoo

Kochoo
pequeña mariposa a la intemperie
peregrinas
dentro del primer hombre
cantando tus soles de tiempo
tan fugazmente como una piedra
cambias de lugar mi ronda
y aparece el río-luciérnaga
por siempre garza mensajera
papel contra papel
escribes algo sobre el agua
y todas las cosas
al día siguiente sorprenden a alguien
pequeña mariposa
gorjeas desdoblando cualquier traje
palabras rectas y suaves
haciendo tormentas a pie
tres noches dabas a conocer
una pizca de tu flor blanca
enhebrándola en el fuego
al día siguiente
él llamaba a alguien
pequeña mariposa
especie de arena
tallando la respiración como una brisa sobre el cerezo
o un delicado copo de lana
tocas ahora la tierra
entre bambúes
un cisnemundo
de las formas esenciales
al día siguiente el día siguiente
pequeña mariposa
tintinea tu brillo la cúspide
y en el campo el murmullo de tu color negro
danza anillos de arroz
sobre el campanario
la luna de tu horizonte
vuela la tierra hacia el umbral
de los nombres en tus pliegues
tan efímeros como infinitos
al día el día

(de “Canción nocturna”)


estoy royendo este hueso
así
hasta la hora de mi muerte
todavía espero un ángel
con una llave para éste
su abismo
cuando cae la vida en la ventana
unos breves tañidos alargan la tarde
donde las comisuras del viento
encuentran esa perfección originaria
de una Ciudad sin ruido
donde alguna voz lunar amanece
y toda sombra cambia imagen y sentido

(de “Canción nocturna”)


Presencia de sombra

Algo arroja su sombra
sobre mi edificio
enciende y apaga la lámpara
me acecha sin ojos
como una reina demente
camino entre las flores
memoria silenciosa
locura
noches y máscaras
la tenebrosa perra que se dirige a los muertos
está presente cuando se anuncia mi nombre
allí asoman mis labios para el solsticio del poema    
donde los rostros se pierden
igual a cáscaras errantes en un cuerpo nupcial
una cifra viene y va
circular y secreta
una falda de magma o una mazmorra
de alientos que no llegan
pájaros desnudos
descienden desde la espesa tinta
al blanco del papel
tantas alas y Luz
en el refugio de mi soledad.

(de “Canción nocturna”)

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

domingo, 17 de abril de 2022

ENTREVISTA A ORLANDO VAN BREDAM


“Deberíamos inculcar un entusiasmo transformador”

Por Rolando Revagliatti

Orlando Van Bredam nació el 23 de agosto de 1952 en Villa San Marcial, provincia de Entre Ríos, la Argentina, y reside desde 1975 en la ciudad de El Colorado, provincia de Formosa. Es Profesor en Castellano, Literatura y Latín y Licenciado en Gestión Educativa por la Universidad Nacional de Formosa, así como Magister en la Enseñanza de la Lengua y la Literatura por la Universidad Nacional de Rosario. Es profesor titular de Teoría y Crítica Literaria y Literatura Iberoamericana en la Facultad de Humanidades de la UNaF. Obtuvo no menos de doce primeros premios y otras distinciones. Se desempeñó como jurado en múltiples ocasiones, en varias provincias argentinas. Entre otras, ha sido incluido en las antologías de narrativa breve “La otra realidad. Cuentistas de todos los rincones del país” (selección y prólogo de Mempo Giardinelli, 1994), “El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contemporáneo” (Palencia, España, 2007), “El mundo de papel” (microficciones infantiles, selección de Mónica Cazón, 2014); también, por ejemplo, ha sido incluido en las antologías de poesía “El soneto hispanoamericano” (1984) y “Patria de luz” (2000), y en el volumen ensayístico “Homero Manzi, poesía nacional en vigencia” (de Eulogio Ireneo Argüello, 2008). De sus obras, mencionamos las novelas “Colgado de los tobillos” (2001), “Nada bueno bajo el sol” (2003), “Teoría del desamparo” (Editorial Emecé, 2007), “La música en que flotamos” (finalista del Premio Clarín Alfaguara 2007, editada en la provincia de Chaco en 2009), “Rincón Bomba, lectura de una matanza” (2009), “Mientras el mundo se achica” (2014), los libros de cuentos “Fabulaciones” (1989), “Simulacros” (1991), “La vida te cambia los planes” (minificciones, 1994), “Las armas que carga el diablo” (minificciones, 1996), “Música de entonces” (2004), “Las tumbas aéreas” (2012), “La mujer sin ombligo” (2015) y los poemarios “La hoguera inefable” (1981), “Los cielos diferentes” (Premio “Fray Mocho” del Gobierno de Entre Ríos, 1983), “Asombros y condenas” (Primer Premio del Concurso “Rosalina Fernández de Peirotén” de la Asociación Santafesina de Escritores, 1987), “De mi legajo” (Primer Premio Nacional de Poesía “Homenaje a José Pedroni”, 1999), “Clausurado por nostalgia” (2004), “Lista de espera” (2010), “Migración de tristezas” (2010). En 2015 apareció su antología personal de narrativa “No mirés nunca debajo de mi cama”.

1 — Como diría el poeta Hilario Ascasubi (1807-1875): ¿principiamos?

OVB — Y…, este paquete de genes nació en el invierno de 1952, exactamente a las ocho de la noche del 23 de agosto, hacía frío, muchísimo frío dice mi madre, tanto frío que, si mi abuela materna no me abrigaba con su cuerpo y me daba calor humano, no hubiera existido más que unas pocas horas. Nací en un pueblo, Villa San Marcial, que por aquel entonces no tenía más de doscientas almas, un pequeño lugar incestuoso porque todos eran parientes, pero seguían reproduciéndose con euforia. De ahí vengo, del patio de la casa de esa abuela donde sólo había una mora, latas y botellas vacías que mi imaginación de niño pobre convertía en soldados y trenes. Mi padre era un comerciante empecinado, siempre le iba mal, entonces cambiaba de pueblo y de rubro. En 1956 nos fuimos a vivir a Basavilbaso y en 1960 a Concepción del Uruguay, como sabés, otras localidades de la provincia de Entre Ríos, lo que me permitió hacer primero el secundario y después el profesorado en castellano, literatura y latín. Mi amor por la escritura se despertó una tarde en que leí, en una traducción española llena de arcaísmos, “La isla del tesoro” de Robert Stevenson. Tenía nueve años y en secreto, decidí ser escritor hasta que me descubrieran. Fue mi madre la que me descubrió. Un día, después de escribir un cuento, abandoné el cuaderno en el comedor y me fui a jugar al fútbol en el potrero de al lado de mi casa. Mi madre leyó el cuento y lo recordó toda su vida; yo no. Dice que era la historia de un payaso de circo que estaba perdidamente enamorado de una trapecista, un amor imposible. Es probable que yo estuviera enamorado de la maestra o de alguna compañerita lejana. En fin, siempre ha sido así en mi vida, no sólo en la infancia. En la adolescencia me olvidé, seguramente porque había sido descubierto, de aquella tentativa escritural; la recuperé recién a los veintidós años, cuando después de recibirme de profesor me vine a vivir a El Colorado. Aquí, lejos de todas las comodidades de mi casa paterna, reinicié la conversación con “el hombre que siempre va conmigo”, como dijo Antonio Machado; aquí se dio el silencio y la soledad propicia para que la poesía se presentara desnuda y deseable en mi piecita de soltero. Entonces no dudé, la música de Albinoni, de Mozart, de Piazzola, de Serrat y los poemarios de Luis Alberto Ruiz, Juanele Ortiz, Manuel Castilla, Ricardo Molinari, Carlos Mastronardi, Alfredo Veiravé, Miguel Hernández, Oliverio Girondo y siempre, siempre Neruda crearon el clima para que ella, la inefable poesía, quisiera estar conmigo, acostarse sobre la página en blanco y permitir que una vieja Remington la besara desde los pies hasta la frente.

2 — ¿Y la narrativa?

OVB — En 1989 apareció el cuento, género con el que yo había iniciado mis desvelos y poco después las minificciones que reuní en dos libros hoy inhallables. La novela fue siempre una presa mayor, un objetivo de alta cacería. Después de varias novelas no concluidas por dispersión de la trama o por puro aburrimiento del autor, en 2000 escribí la nouvelle “Colgado de los tobillos, la historia del Gauchito Gil” que publiqué por mi cuenta en 2001. Este texto me gratifica, tanto por sus múltiples ediciones como por ser uno de los pocos que siempre releo y nunca me decepciona. En 2007 toqué el cielo con mis palabras, cuando un jurado integrado por Abelardo Castillo, Andrés Rivera y Vlady Kociancich me otorgó el Premio Emecé por mi novela “Teoría del desamparo”. Ese mismo año, “La música en que flotamos”, una novela invadida por mi nostalgia setentista, fue finalista del Premio Clarín Alfaguara y lo que es más importante: me había leído mi admirado José Saramago, ese descomunal pensador. No me dio el premio, pero no importa. O tal vez sí, importa.

3 — Importa.

OVB — Tengo hoy los años que tengo, estoy lleno de proyectos y de dudas, reviso todo el tiempo mis propias ideas sobre la vida, la política y la literatura, amo el relativismo de nuestra aporreada posmodernidad, no creo en dogmas ni en preceptivas, considero que un escritor puede acatar todas las leyes, pero en su corazón o en su inconsciente es un francotirador, un anarquista decepcionado con el mundo que con su escritura trata de repararlo o al menos, de embellecer el horror. En mi caso, ya no trato de reparar nada, sólo estoy convencido de la necesidad casi fisiológica de escribir como cuando nos despertamos en medio de la noche para ir al baño. La escritura en mi caso, es hija de una necesidad incomprendida. Nunca viví de ella y no está en mi naturaleza que así sea. No obstante, soy muy feliz cuando la gente compra y lee mis libros porque sin el público no hay escritor ni escritura posible.

4 — Así que el correntino Antonio Mamerto Gil Núñez, en tanto Gauchito Gil, te afirmó como narrador de largo (o mediano) aliento. Y no mucho después, una matanza acontecida unos treinta años antes de nuestra última dictadura cívico-militar, en lo que se denominaba Territorio Nacional de Formosa, te promueve la concepción de una novela con una estructura peculiar.

OVB — Desde 1992, en que entré accidentalmente en contacto con el universo mítico de Antonio Mamerto Gil, el gauchito correntino, injustamente asesinado por quienes se decían representar la ley de entonces, he seguido de cerca este fenómeno de evidente devoción religiosa con mucha curiosidad y asombro. He visto a lo largo de estos veinticuatro años no sólo el acelerado crecimiento de simpatizantes sino también los cambios en los pedidos de favores que se le hacen. Cuando todavía esta forma de religiosidad popular no estaba tan expandida, era posible ir al santuario de Mercedes un 8 de enero y asistir con comodidad a esa gran fiesta pagana donde los rezos, los intercambios de objetos, las velas y cintas rojas, los agradecimientos cargados de emotividad se mezclaban con la música, el baile y el reencuentro con amigos. Hoy, en cambio, desde hace ya dos lustros, son miles y miles de personas que esperan pacientemente bajo temperaturas que rondan los cuarenta grados o bajo la lluvia, el momento de acariciar la cruz del santo y rendirle después, como se hizo siempre, una liturgia personal, íntima, un rito que sólo conoce el que lo lleva a cabo. Es la misma devoción multiplicada por cientos de miles y muchísimos más si agregamos todos los santuarios repartidos por todo el país y también más allá de nuestras fronteras. ¿Qué lectura podríamos hacer de esta autoconvocatoria masiva, espontánea, para agradecer a un santo, sin que haya detrás un dogma, una religión instituida como tal o un predicador? ¿A qué necesidades espirituales no satisfechas por los viejos sistemas de creencia responde el Gauchito Gil? Dejo estos interrogantes, pero apunto una última observación: al gauchito se le piden “favores” como a un amigo cercano y no “milagros”, se le va a agradecer por lo dado, más que a implorar. Tal vez aquí se encuentre en parte la explicación de este hecho absolutamente visible que atraviesa a todas las clases sociales y a todas las edades. En el caso de la masacre de “Rincón Bomba” ocurrida en 1947, cuando un escuadrón de gendarmería rodeó a un grupo de ochocientos pilagás, hombres, mujeres, niños y viejos desarmados, famélicos y enfermos y decidió exterminarlos para permitir que el caudillo salteño Patrón Costas se quedara con sus tierras, vuelve a aparecer el crimen de los inocentes como ocurrió con Antonio Gil y eso, en mi caso, produce un estado de ánimo especial que desemboca al cabo de algún tiempo en la escritura, mi único territorio de justicia posible. Son historias que me han marcado no sólo como narrador, sino como sujeto que mira con mucha indignación los estragos del poder y construye una idea cada vez más escéptica respecto del destino de la humanidad. Muchas veces pienso que no somos más que un puñado de mamíferos desesperados sin ninguna grandeza.

5 — Has realizado cursos de posgrado con un intelectual de “voz única”, el de la “ficción crítica”, Nicolás Rosa (1934-2006).

OVB — A Nicolás Rosa lo conocí a través de dos seminarios que hice con él durante el cursado de la maestría en enseñanza de la lengua y la literatura, en sus últimos años de vida, y conservo todavía una impresión tan fuerte de su histrionismo, de su facilidad para fascinar que desde entonces estoy convencido de que la literatura no se debe enseñar, sino hacer lo que él hacía: inculcar un entusiasmo transformador. Eso hizo Nicolás con nosotros, los veinte alumnos que lo escuchábamos embelesados. Celebro esa capacidad suya de construir un discurso literario lleno de voces y gestos que durante su travesía podía absorber todo lo que encontraba. Recuerdo haber aprobado su Didáctica de la Literatura I con una monografía en la que me atrevía a discutir el canon porteño que él había ayudado a consagrar, oponiendo escritores del interior, particularmente del NEA (Nordeste Argentino). Fui muy osado y provocativo. Supuse que me desaprobaría. Sin embargo, tuvo un gesto que nunca olvido a la hora de evaluar a mis alumnos. Me escribió al final del trabajo: “No coincido en nada con sus criterios y elecciones, pero su argumentación es brillante”. Me aprobó con un 10.

6 — ¿Compaginarías un volumen con tus textos ensayísticos que más valores? “La educación sentimental de los varones” es uno que leíste en el XII Foro Internacional por el Fomento de la Lectura y el Libro, en Resistencia, la capital de la provincia de Chaco.

OVB — No lo he pensado, pero no lo descarto. La mayoría de ellos, sobre todo a partir de 2006, están ligados a mis preocupaciones acerca de la enseñanza de la literatura y también sobre la recuperación de la lectura literaria, ya que fuimos un país de lectores y las diversas políticas estatales, sobre todo de la última dictadura y el menemismo, nos hicieron retroceder muchísimo, nos quitaron el libro primero y el deseo de leer después. “La educación sentimental de los varones”, justamente, tiene que ver con mis lecturas de niño y adolescente en las décadas del cincuenta y el sesenta y cómo esos textos literarios forjaron mi gusto por la literatura y desataron el impulso de escribir. Se ha hecho mucho en los últimos años para volver a instalar la lectura en el aula y en la familia, pero no es suficiente. El foro de Mempo Giardinelli, al que concurro todos los años, es pionero en este sentido, se viene haciendo en Resistencia desde 1996 y asisten escritores, editores y académicos de todo el mundo, ya que esta preocupación por la lectura no es sólo de los argentinos. También, en los últimos foros, se ha tratado con interés la lectura digital y los nuevos comportamientos lectores a partir de Internet.

7 — Se han representado a partir de 1994 varias piezas teatrales de tu autoría (“Si el trabajo es salud…”, “El jefe espera”, “Trozo de luna”, “Aullidos”, “Música de siempre”, “Las cercanas lejanías”, “En este lugar sagrado…”, etc.). ¿Las reunirás en algún tomo?

OVB — Es una tarea que me reservo para más adelante, ya que antes de reunirlas y publicarlas debo dedicar un tiempo importante a corregirlas y sobre todo a sopesar su valor teatral o literario. Surgieron como textos para grupos teatrales de la región; algunos fueron escritos con urgencia para el proyecto “Cien ciudades cuentan su historia”, auspiciado por el recientemente creado Instituto Nacional del Teatro. No he vuelto a releerlas, pero lo haré.

8 — Sólo en el “Breve diccionario biográfico de autores argentinos desde 1940” de la bibliotecóloga Silvana Castro (Ediciones Atril, 1999), tu apellido figura en la Be larga: Bredam, Orlando van. ¿Tu apellido es de origen holandés?

OVB — Sí, es de origen holandés, pero mis bisabuelos vinieron de Bélgica. Siempre escribí Van, así con mayúscula, y en cualquier nómina alfabética, excepto la que mencionás, aparecí en el lugar de la Ve corta. Lo de la ve minúscula aparece más para el von alemán, y es una partícula que presupone un linaje de noble. En mi caso, no: es una preposición que significa “de tal lugar”, es decir, “de la ciudad de Breda” (Holanda); lo de la eme que sobra supongo que es parte de un genitivo o gentilicio o algo así.

9 — En 2011 se exhibe el cortometraje “Cómo decírselo”, de Aldo Cristanchi —el primer unitario televisivo formoseño—, concebido a partir del cuento homónimo de tu autoría. Y al año siguiente se estrena otro cortometraje, dirigido por Guillermo Elordi, adaptado de tu “Cuento de horror”. ¿Cómo (te) resultaron esas experiencias?

OVB — “Cómo decírselo” es un cuento que escribí a los diecisiete años, cuando todavía vivía en Entre Ríos, y había obtenido una mención en un concurso local, el primer reconocimiento que obtuve con mi obra literaria. A los pocos años de vivir en Formosa, lo envié al diario “La Mañana” y lo publicaron en el suplemento dominical. Aldo Cristanchi, que ya era un poeta conocido, lo leyó y lo conservó durante más de treinta años con la intención de llevarlo al cine. Aldo le hizo algunos cambios que me parecieron necesarios para la versión televisiva, reunió los dos o tres actores que pedía el texto y produjo con su solo esfuerzo un unitario que fue muy bien recibido por los televidentes de Lapacho, Canal 11, un canal de aire que llega a toda la provincia y al Paraguay. Me sentí muy halagado por la elección de ese cuento y más allá de los defectos propios que provoca el trabajar casi en soledad, como hizo Aldo para abaratar costos, considero que fue una buena experiencia. “Cuento de horror” es una microficción del libro “Las armas que carga el diablo” y es el germen de mi novela “Teoría del desamparo”. Guillermo Elordi supo captar en el corto el suspenso, el misterio y el sentido de esa pequeña historia, además de contar con un excelente actor chaqueño, Pedro Monzón, que con su gestualidad contribuyó a dar el clima preciso. Desde luego, un escritor nunca queda del todo satisfecho: me parece que el remate que propuso Elordi no es el que yo hubiera elegido al descartar el final poco cinematográfico de la microficción.

10 — ¿Seguís, desde el 2005, conduciendo el ciclo de minificciones por cable “Taller de Zonceras”?

OVB — Sí, continúo y cada vez me gusta más. En el 2005, el cable de El Colorado, el único que tenemos, me preguntó en una entrevista qué se podía hacer para que la gente leyera más. Fue entonces que les propuse hacer un micro, al final del noticiero, en el que yo iba a leer un texto muy breve: un poema, una minificción, una reflexión o el comentario de un libro. Les gustó y así empezamos. Los primeros años, sólo leía, más tarde introduje comentarios sobre lo leído, y en 2016 me propuse comentar a los clásicos, redactar una reseña lo más pintoresca posible de aquellos libros que la humanidad ha acogido como modelos literarios.

11 — Es al dramaturgo que algún día revisará, pulirá sus piezas teatrales y las editará probablemente, a quien le pregunto por estos otros dramaturgos argentinos: ¿Armando Discépolo (1887-1971), Agustín Cuzzani (1924-1987), Osvaldo Dragún (1929-1999) o Roberto Cossa (1934)?

OVB — Desde luego, son maestros, modelos a seguir, a los que podría agregar hoy otros nombres como Eduardo Pavlovsky y Mauricio Kartum. Con este último hice un inolvidable curso de dramaturgia en 2002 que no sólo me sirvió para escribir teatro sino para adquirir técnicas que permitieran abordar todos los géneros literarios. Armando Discépolo fue mi primer deslumbramiento, tanto que hice una monografía sobre su particular estética para Literatura Argentina cuando cursaba el profesorado y ese fue mi primer “libro”, porque el consejo de redacción de la revista “Ser”, de esa institución educativa, decidió publicarlo como separata. Fue emocionante recibir los cincuenta ejemplares de ese opúsculo que yo visualizaba como primer hijo literario. De Agustín Cuzzani, uno de los más injustos olvidos, tomé en los ochenta “El centroforward murió al amanecer” y lo incluí en mis cátedras de nivel terciario; hay pocos textos tan esclarecedores acerca de esa mercancía envilecida que es el jugador de fútbol en la actualidad. A Osvaldo Dragún lo conocí personalmente en Concepción del Uruguay en 1973, cuando llevó su obra “Nuevas historias para ser contadas”; tuve la oportunidad de conversar con él con un café de por medio, era un hombre humilde y sabio, el Bertolt Brecht argentino, el gran innovador de la escena nacional a fines de la década del cincuenta; más tarde llevé a escena como director sus piezas más conocidas, como son “Historias para ser contadas” y “Los de la mesa diez”. A Roberto Cossa lo encontré primero en Villaguay, Entre Ríos, en 1970, yo era un jovencito que recién se iniciaba en el teatro y a raíz de un encuentro nacional celebrado en esa ciudad pude escucharlo, leerlo, verlo representado y admirarlo para siempre. Muchos años después volví a encontrarlo en Resistencia, en el Foro Internacional de Lectura. Aquel hombre retraído en permanente meditación que yo había visto en mi adolescencia, era ahora un célebre anciano divertido, lleno de humor e ironía, un personaje más de sus eternos grotescos.

12 — ¿En los diversos géneros, a qué escritores de las provincias que integran el NEA juzgás más innovadores, más sólidos?

OVB — La narrativa del nordeste argentino se inicia con Horacio Quiroga; de alguna manera, su maestría en el cuento impone no sólo una preceptiva de este subgénero, sino también una mirada trágica y fatalista que recién es rota alrededor de 1980 por Mempo Giardinelli, que aporta el humor y la superación del pintoresquismo a partir de su novela “La revolución en bicicleta”. En esta línea tenemos desde entonces a Olga Zamboni (Misiones), José Gabriel Ceballos (Corrientes), Humberto Hauff (Formosa) y Miguel Ángel Molfino (Chaco). Entre los más jóvenes me gustan Sandro Centurión (Formosa) y Mariano Quirós (Chaco); este último ha obtenido importantes distinciones por su narrativa dentro y fuera del país. La poesía del nordeste tiene ya autores canónicos como Alfredo Veiravé, chaqueño por adopción, y los correntinos Francisco Madariaga y David Martínez; entre los más jóvenes, actualmente en plena construcción de su obra poética, destaco a los chaqueños Claudia Masin y Mario Caparra por su osadía, su actitud irreverente sin salirse del contexto de producción de sus textos. Se escribe poco teatro y no es interesante, me parece complaciente y poco audaz en sus formas.

13 — Te has referido ya a los pilagás. Y en la Revista “Ñ” del diario Clarín publicaron un artículo tuyo cuyo título es “Las historias que narran los wichís”.

OVB — Sí, en 2004 conocí durante el dictado a mi cargo de una cátedra de la Licenciatura de nivel inicial a Karina Contreras, una maestra que se desempeñaba en el oeste formoseño en una escuela con alumnos wichís. Cuando le propuse hacer una monografía sobre literatura infantil, ella se decidió por contar las historias que las abuelas wichís narran a sus nietos. Fue hermoso su trabajo. Durante un año entrevistó a las ancianas de esa etnia y logró que le contaran fábulas y leyendas absolutamente desconocidas por la población blanca. Accedimos a un imaginario puro, original y bello. Quedé muy impresionado y en ese artículo de Clarín menciono a la maestra, a sus informantes, y transcribo algunas de esas versiones orales que revelan una cosmovisión particular y que provocan el mismo asombro de las narraciones orales que heredamos de Europa. Lo mágico, lo impuro, el mal y el bien, el horror y el placer aparecen como elementos constantes, tal como Vladimir Propp descubrió en los relatos maravillosos del folclore ruso y que son comunes a todas las culturas del mundo.

14 — En 2005, a través de la Fundación OSDE, se edita en tu provincia adoptiva el volumen de cuentos “Cuatro versiones sospechosas”, en colaboración con Héctor Rey Leyes, Luis Rubén Tula y Humberto Hauff. ¿Cuatro narradores y sus respectivas versiones de ciertos episodios…?

OVB — No es exactamente así; fue un título que se le ocurrió a Tula y simplemente nos gustó sin buscarle algún sentido vinculado a los cuentos allí reunidos. Sin embargo, ahora que reviso el libro encuentro lugares comunes respecto de lo que los cuatro pensamos acerca de hacer narrativa desde Formosa, y tiene que ver con la necesidad de abandonar la temática rural, sobre todo esa mirada bucólica y piadosa que ha confundido el folclore con la literatura. En estos cuentos aparece una mujer y un hombre de pequeña ciudad del interior con sus impurezas y sobresaltos no tan distintos a los de otros lugares del mundo. Necesitábamos, como suelo decir, una mirada arltiana (de Roberto Arlt) de estas ciudades ya desangeladas.

15 — ¿Vicios, propensiones fastidiosas u odiosas?

OVB — No tengo vicios, soy metódico y bastante organizado, pero mi mayor defecto es la propensión a exagerarlo todo, a buscar siempre los extremos en la conversación o discusión cotidiana. Me considero un sujeto exageradamente apasionado, pero a la vez capaz de revisar todo el tiempo mis propias ideas y renegar de mis iras a las que vuelvo indefectiblemente.

16 — ¿Hiciste fichas, apuntes para la organización de tu novela “Nada bueno bajo el sol”? ¿Enmendaste mucho? ¿Más, menos que para la organización de tus otras novelas?

OVB — “Nada bueno bajo el sol” tiene varios borradores, pero ningún plan de trabajo, es la trama más caprichosa que he podido armar. La primera versión de 1994 es manuscrita y ocupa un cuaderno de doscientas hojas; la segunda, que recupera y agranda la anterior es dactilografiada y fue escrita entre 1995 y 1998; la tercera y última, con muchas correcciones, fue digitalizada en 2002, un año antes de su publicación. Es una novela que hubiera seguido corrigiendo indefinidamente si un amigo no me hubiera propuesto editarla. La versión publicada de 2012 por el sello Viceversa (Chaco-Córdoba), elimina varios relatos interpolados en el relato central. Todas las demás novelas que escribí obedecieron casi siempre a un plan inicial y a una investigación previa, pero en este caso fui todo el tiempo el lector sorprendido de la disparatada travesía del personaje protagonista.

17 — ¿Qué anécdota hay detrás del cuento que da título al volumen “La mujer sin ombligo”?

OVB — Está basado en la historia real de mis suegros, es un homenaje a esa curiosa relación de amor y odio que los sostuvo durante más de cincuenta años. Cuando ella murió, todos pensamos que al fin él alcanzaría el sosiego necesario como para vivir mejor sus últimos años. Estaba sano y feliz al principio, pero seis meses después se dejó morir de tristeza, no podía aceptar la vida sin ella. Este es un tema que me gusta mucho y que estoy indagando en mi última novela que está todavía en proceso de escritura.

18 — Daniel Chirom, en un reportaje que le hiciera a Francisco Madariaga en 1985 le pregunta: ¿Usted se considera un poeta correntino? Y a continuación inquiere: ¿A usted le molesta que lo vean como un representante de Corrientes? Imito a Chirom y te pregunto, Orlando: ¿Te considerás un poeta entrerriano? ¿Te molesta que te vean como un poeta de Formosa?

OVB — En principio, me cuesta “considerarme” un poeta, siempre me pienso como un apasionado lector y docente de literatura, actividades que me satisfacen todo el tiempo y de alguna manera me enorgullecen; por otro lado, si los entrerrianos me perciben como un poeta de su provincia o los formoseños de la suya, no deja de halagarme, son gestos de cariño y yo no voy a impugnarlos de ninguna manera. En el fondo, recuerdo aquella frase de Juan L. Ortiz: “El poeta sólo habita el lenguaje”. Creo que en mi caso es así, cuando me invade el deseo de escribir poesía o algo parecido, la única región posible es ese “granero de palabras que llevamos con nosotros”, como dijo Pablo Neruda; por otra parte, no me interesa el color local ni los modismos de un lugar o de otro, creo que la poesía debe aspirar a algo más profundo que a esas formas locales del habla; la misión del poeta es la de revelar la espiritualidad del mundo sensible, como pedía Jacques Maritain, de modo que Paul Eluard no sea leído como un poeta “francés” sino como un poeta universal aunque esté escribiendo sobre Francia.

19 — El prestigioso ensayista Guillermo Ara (1917-1995) afirmó en 1981: “El verso de Van Bredam es una sostenida metáfora. Es más metáfora que verso porque sus símbolos, a fuerza de entrañar poderes y juegos de la tierra, furores del cielo y vendavales del aire ha creado una eufórica mitología en la que se sumerge como un fauno joven y ardiente.” ¿Te reconocés en esa definición?

OVB — Guillermo Ara hizo el prólogo de mi primer libro de poesías titulado “La hoguera inefable” (1981), que reúne los trabajos míos escritos entre 1974 y 1981, yo tenía entonces menos de treinta años y mis versos, como lo explica el maestro, dilapidaban recursos retóricos, había más hojarasca que conceptos. En ese mismo prólogo, Ara anticipa a los lectores que “ya llegará el tiempo de la poda”. Tuvo razón, mi poética evolucionó hasta quitar toda esa grasa y dejar aparecer el hueso. Desde entonces busco un equilibrio entre lo conceptual, lo sensorial y lo emotivo, que según Carlos Bousoño son los estratos del poema.

20 — ¿Libros inéditos?...

OVB — Hay dos o tres novelas inéditas que no pienso publicar por el momento porque considero que no están logradas, que se merecen muchas correcciones y que tal vez de ahí, no quede nada. No importa, no vivo de la literatura y eso me permite ser paciente y esperar a que surja algo que realmente me satisfaga. No obstante, me embarqué en una nueva novela que aspira a elaborar fundamentalmente el tono y la sintaxis, una novela a la que concurran las estrategias del discurso poético pero que, a su vez, cuente una historia con una o varias intrigas. En fin, en eso estoy, y escribir sin ponerme límites de tiempo ni horarios de producción, son para mí lo más placentero de todo el proceso, mucho más que publicar un libro.

Orlando Van Bredam selecciona tres poemas de su autoría y tres microficciones para acompañar esta entrevista:

De mi legajo

“asoma mi niñez sobre las tapias,/ a quién le pido un canto en la hora espléndida”
Carlos Mastronardi

Aquí nací,
establecí en los ojos
la novedad de la luz y los contornos      
de lo querido y lo rechazado.
Entre asombros y condenas
fui lamiendo
la índole triste de las pobres cosas:
llevé a mi boca tierra prometida,
legalicé el sabor de las raíces,
desbaraté ciudades fundadas por hormigas
y adquirí el ritmo tenaz de los metales.
En esa ausencia larga de juguetes
me ejercité en metáforas y símbolos,
hice mi código de tarros y botellas
y fui aviador
soldado
marinero
y maquinista de trenes lejanísimos.
Pero, también, es cierto:
tejí miedos
que quedaron en mí como lunares,
como manchas de una piel desasombrada,
contaminada de verdad terrestre.
Aquí nací,
mi corazón no puede precisar otro niño que el que inventan
la nostalgia feroz y esta desdicha
de saber que en su alma ya crecían
mi soledad desértica, mis ecos,
mi carcelaria intimidad,
mi resonancia.

(de “De mi legajo”)


Mientras dure la luz

Mientras dure la luz,
mientras mis ojos
celebren tu figura a mi costado
y mi cara salga a andar en los helechos
y se apiaden de mí todas las garzas,
diré que soy feliz,
que el mundo es esto:
una heredad con sol, un pan benigno,
un ramo de niños a la mesa.
Si supiera cantar, si mi voz diera
con el acento claro,
con el ritmo,
no escribiría más,
asolaría
la deliciosa flor de una guitarra;
porque el hombre que canta determina
un clima propio,
una estación andante,
una lluvia gozosa que nos llueve
donde él es una sola pulsación con su garganta.
Por eso agrego a este mundo mis palabras,
estas flores nocturnas,
estos vuelos,
este alunizaje solitario,
como una ofrenda a la luz que me convoca,
como una piedra común y taciturna
en la muralla cambiante del lenguaje.

(de “De mi legajo”)


Ruta con liebres

“he sido, tal vez, una rama de árbol,
una sombra de pájaro,
el reflejo de un río…”
Juan L. Ortiz

El auto es la nave en que avanzamos en medio de la noche
como si fuéramos los únicos habitantes del universo
que se deshace
detrás de la luz de nuestros faros
y se rearma una y otra vez
con la misma celeridad de las liebres.
Así vamos y venimos
por esta ruta llena de pozos y cráteres
y el tiempo inclina el silbido de las lechuzas
y a veces (como una ampolla en el asfalto)
hemos visto brotar el último oso hormiguero,
el recuerdo instantáneo de un tapir
que se empecina en ser. Vamos
como quien va a tientas con un bisturí
en una sala de operaciones
y sabe que la bala
puede deslizarse más allá de sus cálculos optimistas.
La vida cruje a nuestro alrededor
y siembra también anillos de silencio
que podemos escuchar
como una música escandalosa
en plena noche.

2
Ahora han salido las liebres,
primero dudan en el umbral de la ruta
y después se cruzan decididas,
embrujadas por esa luz extraterrestre,
por esos retazos de fosforescencia
que incendian el lugar
y desaparecen con la velocidad de los fantasmas
(que cuelgan sus rotosas vestiduras
en un puente blanco)

3
La luz inventa la ruta
y los caballos que pastan ahí cerca,
inventa los hormigueros gigantes
y desde luego,
también inventa este planeta, esta estepa sideral
(la ternura del rocío
que se desliza sobre el capot,
la música de una FM que pregunta
en medio de la noche
si dudamos sobre la existencia de Dios
y nos invita a dar un aleluya)

4
El auto sigue su marcha.
Ya no sabemos si vamos o venimos,                             
de dónde y hacia dónde,
ya no reconocemos origen ni destino,
sólo somos nuestro propio viaje,
condenados a una huida quieta
mientras el auto y las liebres se deslizan
por el agujero del tiempo.

Ruta 81, año 2002

(de “Lista de espera”)


Adán, el terrible
“No es bueno que el hombre esté solo” dijo Jehová e hizo caer un sueño profundo sobre Adán. Mientras éste dormía, tomó una de sus costillas y con ella hizo a la mujer. Deslumbrado por la belleza de Eva, Adán jamás echó de menos la pérdida de su costilla. Es más: con los años, y ya expulsados del Paraíso, cada vez que discutía con Eva o la encontraba avejentada o ella fingía un dolor de cabeza, Adán se arrodillaba y entre ruegos le confiaba al viejo Jehová que se sentía muy solo y aún le quedaban muchas costillas innecesarias.
(de “Las armas que carga el diablo”)

Baile
El odio, a diferencia del amor, siempre es recíproco. El bailarín de tangos y la bailarina se despreciaban con la misma tenacidad con que alguna vez se quisieron. Sólo los unían la fama y contratos envidiables. Cada baile era un desafío a los mecanismos más profundos del rencor. Se deleitaban en esa humillación mutua más cercana a la perversidad que al oficio. Cuanto más se odiaban, más los aplaudían. Ella incorporó al vestuario inconsulto, dos largas trenzas criollas, vivaces y relampagueantes bajo la luz de los reflectores. Las agitaba como cadenas, como látigos, como sables. El soñaba con quebrarla sobre sus rodillas como una caña hueca. Se miraban siempre a los ojos, no dejaban de mirarse nunca en esa guerra bailada, en ese combate florido. La noche que más los aplaudieron fue la última, cuando ella, después de tantos ensayos, logró enredar sus trenzas en el cuello del bailarín y siguió girando y girando hasta el último compás.
(de “No mirés nunca debajo de mi cama”)

Convivencia
—Es difícil vivir con una mujer conflictiva, que hace problemas por todo— dijo Juan.
—Cierto. O aquella que dice estar enferma. Siempre le duele algo— dijo Pedro.
—Así era mi mujer.
—¿Hipocondríaca?
—Eso. Hipocondríaca. Cuando no le dolía la cabeza, le dolían los ovarios o el vientre o el hígado.
—Es difícil vivir así.
—Cansa. Harta. Jode. Uno llega contento y ella saca a relucir sus dolores.

Largo silencio de Juan y Pedro.

—¿Te separaste?
—No —dijo Juan—, se murió.
(de “La vida te cambia los planes”)

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.