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viernes, 27 de diciembre de 2019

DANIEL TOMÁS QUINTANA: MAPAMUNDI


Entonces el mundo,/ era pequeño e infinito. / Es cierto, / en aquellos días, / consta en mi memoria, / el mundo entero / cabía en pocas cuadras.

El epicentro del planeta / era el espacio / que extendía su dominio / entre el mítico almacén / de los Moreno, / donde doña María / con sus regordetas / manos coloradas/ construía increíbles paquetes / con orejas, / hasta el preciso lugar / en que el insigne Bar el Tope, / con su enorme pecho / acribillado por el tiempo / le cortaba el paso / a la calle Belgrano, / allá al 600…/

En esa región / sucedía la vida.

Hoy, cierro los ojos y veo / aquella vereda del frente / la que recostaba su espalda / en las muertes diarias / del sol.

En la esquina: / una casa / con paredes de ladrillos / injuriados por los años, / techos de chapa petisos, / inmenso patio de tierra, / un alambrado esmirriado / y un aguaribay musculoso, / donde gastaban sus horas / el Zorro Duarte y sus hijos, / y la familia que comandaba / aquel Machito García, / criador de burros / y juntador de leña, / impenitente volador / eternamente fracasado.

Después, solitaria como su dueño, / se erguía la antigua pieza / donde, don Santiago, / el ciego, / convocaba los duendes / del asombro / y paría historias entrañables. / Al fondo, la carpa verde / de un viejo tala espinoso, / un galpón, / un gallinero, / un bosque de duraznillos / y un denso cañaveral / donde, andaba suelto el diablo.

Más allá, / la casa de los tíos, / natural prolongación / de mi patria inmediata. / Mi tío Floro, recuerdo, / me legó la ciencia y el arte / de la paciencia / y la risa.

A su lado, / buscando el norte, / la casa del Hugo Chávez, / aquel militar del barrio, / donde un ocaso perdido / de un bochornoso verano / me asombré, por vez primera / ante un árbol navideño / con estrellas de colores / que encendían y apagaban, / acompañado por un perfume / de arroz con leche y canela.

Luego, siempre en la misma vereda, / Margarita y Magdalena / las mellizas de ese mundo, / pollera azul, blusa blanca /cantaban siempre la historia / de aquella blanca paloma / que con el pico / cortaba la rama.

Siguiendo siempre hacia el norte / un dulce árbol de moras / y aquella casa precaria / en cuyo patio de tierra, / en un viejo fuentón de chapa, / doña Orfilia, libraba / sus cotidianas batallas, / en legítima defensa / del cielo azul de sus hijos; / a Camamelo, uno de ellos / todavía me parece verlo: / pantalones remendados, / alpargatas bigotudas, / inmensa sonrisa buena / bajo la nariz transpirada.

A su lado / la casa de aquella Niña / que con disimulada ternura / oficiaba la cruel liturgia / de ser la soltera del barrio. / Y al final, un ancho baldío / preñado de churquis bajos, / palan-palan / y lagartos.

La calle Salta, / como una herida profunda / de piedras, huecos y arena, / le cortaba el paso a la cuadra / y haciendo tope / aquel bar ya mentado, / nada más y nada menos / que un boliche de mala muerte / donde el Ñato / que era su dueño / asesinaba su pena / a golpes de vino y ginebra / repitiendo el letanía / el nombre de su mujer / que había muerto / hace poco.

Ahora… / cierro los ojos y veo, / aquella otra vereda, / la del Este que, / es menester declararlo, / se iniciaba en Vélez Sarfield, / en la esquina precisa / en que con luz tenue latía el almacén de Moreno, / exótica coalición / de yerba, vino y aceite, / de faroles y canastos / con fideos y galletas.

A su costado, hacia el Norte, / se levantaba mi casa, / sólido puerto seguro, / donde anclaba mis navíos / después de cada tormenta.

Enseguida una verja brillante / de tupido siempreverde, / un pilar de ladrillos blanqueados, / un simulacro de puerta: / dos piezas, / un norno al fondo / doña Felisa haciendo pan y tortillas, / lavando ropa y planchando, / mientras su hijo Paul, / arrancaba gemidos largos / a una guitarra casera.

Inmediantamente, el campito / confluencia milagrosa / de limpio y sereno bladío, / aeropuerto de barriletes, / potrero de desafíos, / escenario de fogatas / y de guerras despiadadas / con cerbatanas de caña / y bulicas de un árbol oscuro / que daba sombra en el parque. / A su lado habitaban / un matrimonio y un chico / que andaba siempre llorando / y llamando a su abuelita.

Más adelante, un baldío, / una vivienda inconclusa, / y en la esquina de la Salta, / una venta de carbón / que atendía el Quirca, mi amigo, / mi compañero / y cómplice de aprendizaje.

Pero el territorio del mundo / se iba ensanchando en paisajes, / se dilataba en suburbios; / por ejemplo, / bajando la Vélez Sarsfield / un cauce de río seco / / y en su ribera de pasto / la cancha de los Rodríguez / y en la esquina del frente / el almacén de don Atilio.

Desde ese punto, / mirando al poniente y arriba, / los árboles corpulentos / de la casa del pintor, / el dibujo del pararrayos / enhiesto en el sanatorio, / el chalet de los Moreyra, la silueta imprescindible / de aquel Loco de los Patos / caminando en los jardines, / el terraplén y las vías / y a veces, el tropel metálico / de un viejo tren agitado / alborotando la tarde.

Buscando por otro rumbo, / hacia el sur, / por la Belgrano al 500, / el panadero Carlufa, / don Racedo y su misterio, / doña Pepa, la enfermera, / y en la esquina de la Paz / aquellas barrancas de río / que construían las lluvias.

Subiendo por Vélez Sarsfield, / el bullicio del Punto y Chanta, / los titánicos bochazos, / el sapo esquivando fichas / y en mi mano una Bidú./ Luego, el amanecer de la Silvia, / el parque infantil, los juegos, / y en la esquina, / una fragancia crocante / de pan caliente y facturas. / A la vuelta, la carnicería que, / con gesto adusto, / atendían don Bartolo / y el gordo Rocho.

Y por la España, hacia el Sur, / la despensa de la turca / donde cada fin de mes / mi madre pagaba la cuenta / y yo esperaba la yapa. / Todavía más allá, / en las fronteras del mundo, / la casa donde vivían / la abuela Aurora y los tíos, / el gomero Ramón Ángel, / aquel almacén esquinero / de don Rodolfo Lovrich, / el cadáver petrificado / de la vieja bomba de agua, / los misterios de la zanja, / el óxido de las vías viejas / y aquel Recreo Victoria / derrotado por la furia, / donde un día de septiembre / arrancaron con un Ford / una estatua de la Eva.

Mucho más lejos aún / existían otros mundos, / que alguna vez visitaba / de la mano de mi madre: / la plaza, / el solemne correo / donde trabajaba mi padre, / el mágico cine umbrío, / la iglesia donde rezaba, / la pujante estación de trenes, vocinglera y tumultuosa, / la heladería El Danubio, / el sabor del chocolate / y aquellas lunas redondas / de los pechos de su dueña / que deslumbraban mis ojos.*

*(“Ejercicios de la memoria” – 2006)


Daniel Tomás Quintana

Daniel Tomás Quintana nació en Deán Funes, en el norte cordobés, el 10 de agosto de 1954. Empleado judicial. Periodista gráfico. Poeta. Escribidor. Realizó también programas periodísticos radiales y televisivos en su ciudad natal. Co-fundador del periódico estudiantil “El Vigía”, periódico “Viento Norte” y Revista “La Posta”. Dirigió Ediciones La Posta de Ischilín, sello dedicado a la difusión de autores del norte de la provincia. Fundador y coordinador del Café Literario “La Mazamorra”. Organizador y coordinador del 1º Encuentro de Empalabrados, realizado en su ciudad entre los días 29 de abril y 1º de mayo de 2017. Colaborador de la revista cultural Desterradxs. Ha ocupado cargos en instituciones, deportivas, sociales y culturales, además de haber incursionado en la actividad social, gremial y política. Publicaciones “Elogio de la Patria” (Poemas) – 1996 “Versos cotidianos” (Poemas) – 1998 “Ejercicios de la memoria” (Poemas – Cuentos) – 2006 “Ando con ganas de volverme viento” (Poemas) – 2015 / 2016 “Ejercicios de la memoria” (Poemas – Cuentos – Relatos) - 2017
Fuente: www.facebook.com/danieltomasq - Foto: Archivos del blog

ERICA JONG: POEMAS


Los mandamientos
No querrás de veras ser poet(is)a. Primero, 
si eres mujer, tienes que ser tres veces mejor
que cualquiera de los hombres. Segundo, tienes
que acostarte con todo el mundo. Y tercero,
tienes que haberte muerto. 

Poeta masculino, en conversación.

Si una mujer quiere ser poeta,
    debe dormir cerca de la luna a cara abierta;
    debe caminar a través de sí misma estudiando el paisaje;
    no debe escribir sus poemas con sangre menstrual.

Si una mujer quiere ser poeta,
    debe correr hacia atrás en torno al volcán;
    debe palpar el movimiento a lo largo de sus grietas;
    no debe conseguir un doctorado en sismografía.

Si una mujer quiere ser poeta,
    no debe acostarse con manuscritos incircuncisos;
    no debe escribir odas a sus abortos;
    no debe hacer caldos de vieja carne de unicornio.

Si una mujer quiere ser poeta,
    debe leer libros de cocina francesa y legumbres chinas;
    debe chupar poetas franceses para refrescar su aliento;
    no debe masturbarse en talleres de poesía.

Si una mujer quiere ser poeta,
    debe pelar los vellos de sus pupilas;
    debe escuchar la respiración de hombres durmientes;
    debe escuchar los espacios entre esa respiración.

Si una mujer quiere ser poeta,
    no debe escribir sus poemas con pene artificial;
    debe rezar para que sus hijos sean mujeres;
    debe perdonar a su padre su esperma más valiente.


 
Envidia del pene

Envidio a los hombres que pueden anhelar
con infinita vaciedad
el cuerpo de una mujer,
que esperan que su anhelo
haga un niño,
que su oquedad misma
fertilice lo oscuro.

Las mujeres no se hacen ilusiones sobre esto,
ya que son a la vez
casas y túneles,
copas y las que escancian el vino,
ya que conocen el vacío como estado temporal
entre dos plenitudes,
y no ven en ello ningún romance.

Si yo fuera hombre,
condenado a esa infinita vaciedad,
y no teniendo alternativa,
encontraría, como los otros, sin duda,
una mujer
para bautizarla Vientre de Luna,
Madona, Diosa del Cabello de Oro
y hacerla tienda de mi deseo,
paracaídas de seda de mi lujuria,
icono ojiazul de mi sagrada comezón sexual,
madre de mi hambre.

Pero ya que soy mujer,
debo no sólo inspirar el poema
sino también escribirlo a máquina,
no sólo concebir al niño
sino también darlo a luz,
no sólo dar a luz al niño
sino también bañarlo,
no sólo bañar al niño
sino también alimentarlo,
no sólo alimentar al niño
sino también llevarlo
a todas partes, a todas partes...

mientras que los hombres escriben poemas
sobre los misterios de la maternidad.

Envidio a los hombres que pueden anhelar
con infinita vaciedad.


Erica Jong
(Nueva York, 1942) Escritora estadounidense. Hija de judíos escapados de Rusia, su madre, pintora de profesión, le inculcó a ella y a sus hermanas el feminismo. Se graduó en el exclusivo Barnard College y posteriormente obtuvo el doctorado en Literatura inglesa del XVIII en la Universidad de Columbia (Nueva York). Fue miembro del Departamento de Inglés de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, en los períodos 1964-65 y 1969-70.Cultivó todos los géneros, desde la poesía y el ensayo hasta novela. Entre los libros de poemas que ha publicado destacan Friuts and Vegetables ( 1971); Half-Lives (1973), At the Edge of the Body (1979) y Ordinary Miracles (1983). Pero fue la novela Miedo a volar (1973) la que le dio la fama. En ella trata, en tono picaresco, una serie de experiencias y aventuras sexuales que causaron sensación y escándalo por lo explícito y escasamente convencional del tratamiento del tema. Erica Jong se convirtió en el símbolo de la liberación sexual femenina de los años 70. Traducida a 22 lenguas, la escritora norteamericana llegó a vender 10 millones de ejemplares de la novela. Posteriormente publicó Loveroot (1975); How to Save Your Own Life (Cómo salvar su propia vida, 1977); Fanny (1980), libro que estuvo en la lista de los best-sellers durante más de un año; Sereníssima; Paracaídas y besos, y Canción triste de cualquier mujer (1990). En noviembre de 1995 publicó Miedo a los cincuenta. En este último libro, Jong realiza un amplio retrato de la mujer norteamericana cuando se acerca a los cincuenta, a través de su propia biografía. En 1999 salió a la calle Bendita memoria, una saga de cuatro mujeres, bisabuela, abuela, madre e hija, que abarca todo el siglo XX
Fuente: materialdelectura.unam.mx - biografiasyvidas.com - Foto: El País

FERNANDO DÍEZ DE MEDINA: EL AVENTURERO


Vivo en el Ande misterioso, rodeado de montañas en el día y de estrellas por la noche.
Yo fuí un buscador de aventuras, en busca siempre de lo desconocido. Trepaba cumbres, me internaba por selvas remotas, cruzaba los ríos encima de un débil madero: en esa época no había obstáculo que no me sintiese capaz de salvar. Anduve… Anduve… Si desdoblara lo andado en una cinta imaginaria, tal vez resultarían muchas vueltas al mundo. Es increíble lo que puede recorrer un hombre. ¿Cuántos son mis años? Perdí la cuenta. Un alma inquieta, un cuerpo intrépido, no dan referencia del tiempo: avanzan. Si contara todo lo ocurrido desde que abandoné la casa paterna, nadie lo creería. Anduve... Anduve… Hallé varios tesoros y los perdí: ahora siento que se me va el mejor: la juventud. Antes que la memoria flaquee suelo entretenerme en recordar los días pasados. Ya no tengo la antigua energía que me llevó por inaccesibles parajes, en busca de cosas irreales. Antes vivía de mis sueños, ahora sueño mi vida. El cuerpo, cansado, se niega a seguir el rumbo violento del espíritu. Y estoy aquí, anclado en la meseta. De tiempo en tiempo, los indios me traen sustento; lo que falta lo tomo en el lago o lo cazo en el monte. Siempre hay leña y carne en el bosque, agua en el torrente. ¿Qué más podría desear?

Mi cabaña mira a la cordillera por el este y al Titikaka por el poniente. Nada me une al mundo de los hombres. ¿Qué pasa en las ciudades? Perdí la cuenta de los días. Por aquí no pasan viajeros ni vehículos; todo transcurre en calma. Sólo de tarde en tarde cruza un indio con su poncho policromo. Estoy solo en el paisaje cuya lengua finísima aprendí en largas horas de silencio. Nadie puede hacerme el menor daño; no me preocupo tampoco por nadie. Se dirá que es egoísmo. No, no lo es. Hice tanto ya por los demás que me cansé de servirlos, de su eterna ingratitud. Ya no busco nada porque me aburrí de perseguirlo todo. ¿Por qué se hurga el gran móvil en los grandes personajes? ¡Bah! Si contara una parte, sólo una pequeña parte de mi vida, muchos conquistadores quedarían pálidos… Las mejores aventuras no se escriben; se pierden en el río de la sangre. Contar, ¿para qué contar? Esa necesidad interna de provocar la admiración ajena, se apacigua o desaparece con la nieve de los años. Pienso qué poder alcanzaría aquel que comprendiera la fuerza de la soledad en el paisaje y la fuerza del silencio en el hombre.

Suele ocurrir que cuando parto a cortar leña, cantando una antigua canción de infancia, algo se rebela en mi interior:

—Amigo: ¿era esto lo soñado?

Mas yo río con fuerza, río alegremente, y respondo sin cólera, como se contesta a un compañero temeroso:

—¡Calla tonto! La vida es el sueño mejor. Vivamos.

Allá los hombres se afanan levantando viviendas que no tardan en abandonar. Ganan y pierden fortunas. Están al acecho del poder y del placer. Viven torturados por mil fatigas, mil pequeños compromisos que los aprisionan en su malla de orden y de horarios. ¡Pobrecillos, esclavos del deseo! Ignoran el don bendito de ser libre y ser solo. Yo que fuí un tiempo como ellos, medito y comparo: esto es mejor, es definitivamente superior. El solitario está más cerca de Dios. ¡Qué bueno es respirar el aire a pulmón lleno, amarlo todo y vivir desligado de trabas exteriores!

Entonces acometo con vigor al tronco que me dará su energía para calentar el cuerpo aterido. Porque la noche altiplánica es brava: silba sin cesar el viento, se cuela por las rendijas de la puerta, introduce el tumulto en el techo de paja. Al amanecer, bajo el trallazo del frío, las piedras suelen reventar; demonial desintegración. Pero yo puedo subsistir en la inmensa soledad mesetil. Me defiendo del frío que hostiga desde fuera y del fuego que roe por dentro. Sé que un día me hallarán tendido a la puerta de mi cabaña; no importa. Prefiero vivir sin amo mis últimos días.

Sé que no debo hacerme ilusiones, pero no puedo domar la sangre antigua: a veces me parece que algo llama a mi puerta...Toques sutiles, imperceptibles, esos vagos sones amortiguados que el corazón recoge mejor que las orejas. Entonces cojo la escopeta, silbo a "Kollu" y nos internamos por el bosque a la busca de un nuevo enigma. Porque para el solitario todo es novedad, todo acicate.

El viejo rival me hostiga sin descanso. A veces tarda en volver mas regresa siempre. Si salgo a su encuentro, él se aleja con paso ligero; si retorno a la cabaña, él vuelve furtivamente sobre mis pasos. Cuando no llama, acecha desde lejos. "Kollu" le muestra los dientes, gruñe; luego va a esconderse a la perrera que yo le hice, porque le tiene un miedo inexplicable. Pero él se ríe de ambos, prende la inquietud en mi sangre y nos ronda con paso de lobo.

No hay nadie en la cabaña, aparte de mi perro y yo. No hay nadie, pero él está ahí.

Así es el misterio.

Como la montaña no tengo amigos: supe bastarme. Soy feliz a mi manera, aunque no se pueda ser enteramente dichoso cuando las fuerzas declinan y el alma pierde su ímpetu jovial. Más hay horas que compensan de toda flaqueza. Y cuando la luna asoma detrás de los neveros lejanos, mientras fumo en mi hermosa pipa de caoba, no me cambiaría con nadie.

En otras ocasiones, si el frío es muy intenso, al fulgor de la hoguera pienso en los hechos pasados. ¡Ja, ja, ja! Si supieran lo que yo ví, lo que yo hice… Podría estar, ahora, en un trono, manejando millones de hombres que temblarían al oír mi voz. Pero el más grande no es el que triunfa, sino el que renuncia. ¿Qué importa hundirse en el olvido? Mi desprendimiento es mi grandeza. Por eso no leo libros; nada pueden decir más alto que mi experiencia o mi fantasía. Y mis tesoros, que nadie puede robarme porque carecen de forma y de peso, son siempre proteicos, inagotables. Me sustentan.

Amontono leña, prendo fuego, fumo y pienso. Siempre en las cosas pasadas, porque las que vendrán no tienen importancia. ¿Por qué agitarse, por qué luchar? Lo tuve todo y todo lo perdí. Pocos saben que el secreto de mi fuerza fué la serenidad tras la victoria o la derrota. Lo que emprendí fué con pasión, furiosamente, tenazmente. Más cuando comprendía que un asunto estaba terminado, le volteaba espaldas Cualquiera que fuera el resultado. Nunca me dejé amarrar por nada: ni por el dolor ni por el placer. Y si digo que me siento cerca de los dioses, no es por estúpido orgullo, sino porque tengo conciencia de mi valer; ¡Cuántas heridas le hice al mundo, sin que él me las devolviese! Moví tantos hombres, desencadené tantas pasiones, que no bastarían los años de mi vida para contar mis aventuras. ¡Ja, ja, ja! Con sólo proponérmelo, haría temblar a muchos personajes, empalidecerían autores famosos. Pero callo y muevo mi mundo de recuerdos sólo en mi vieja imaginación vertiginosa. ¿Qué sería del hombre si no pudiera recordar, si no pudiera fabular?

Es inútil agitarse, es por demás luchar. Los árboles, fijos en el suelo, apenas se mueven cuando el viento los mece. Nada de cuanto vive alcanza la majestad de la montaña. Una pequeña piedra inmóvil en su dura quietud, parece más dichosa que el hombre eternamente inquieto. El fuego de las horas intensas es un mantoncito de pavesas. ¿Qué queda del pasado? Primero pavesas, después nada.

"Kollu" se echa a mis pies, se ovilla y me mira por el rabillo del ojo; atisba, espera. Aguarda sin dejar de atisbar, porque fiel camarada es el que se entrega en la vigilancia. Y él conoce mis sobresaltos bruscos y está dispuesto siempre a seguirme donde sea. Yo acaricio su pelaje fino, y otra mano increíble recorre el lomo desigual, áspero y suave de mis recuerdos.

Otras veces, cuando el insomnio me tiene despierto, un intruso turba mi reposo. Es un joven de cuerpo atlético, sonrisa insolente, que mira todo como si fuera el dueño del mundo. Me parece que lo quiero y lo detesto al mismo tiempo. Se sienta frente a mi, me mira con sus ojos burlones; rara vez deja escapar palabra. De pronto sonríe y yo pienso que hace mofa de mis canas. Su mirada entre burlona y compasiva me irrita. Lo miro con enojo. Pero el intruso desvía los ojos, mira al suelo, después los levanta hacia mí tranquilo. No, no quiere burlarse. Es como si quisiera decirme algo y sin embargo nada dice. Callamos. Yo lo miro, receloso. ¿Quién es, qué me recuerda su cara? Pienso en mi mejor amigo, creo descubrir rasgos de algún antiguo adversario, hasta me parece que se asemeja al joven que yo fuí. ¿Quién puede ser? Una extraña ternura y una creciente irritación me conmueven. Entonces grito con fuerza:

—Muchacho: ¿qué se busca?

Más él se hunde en la sombra como si la tierra se lo hubiese tragado. Y tarda días en volver.

Así es el intruso.

Hay días que me siento con el vigor de antaño. Hago largas correrías por el lago, exploro el monte, recibo confidencias de los pájaros. Pero esto es cada vez más raro; lentas fatigas impiden que vaya muy lejos. Yesos días vuelven pocas veces.

Miro el Titikaka distante, los neveros lejanos. Ese mar interior, la eternal cordillera. Me gozo pisando la tierra, dura y hostil como yegua que exige ser domada para el extraño; morosa y amorosa para su habitante. ¿Quién alcanza tamaña antigüedad? Un día el hombre fué tan grande como el mundo que nacía; otro será tan pequeño como la tierra que decline. Hombre, piedra, árbol, animal. ¿Qué más da? Arriba danzan las constelaciones, abajo las estaciones se repiten. Todo gira, se desvanece, vuelve a suceder. ¿Por qué angustiarse? Mañana el calmoso podría ser un trompo. La cuna mecida entre altos cerros conoce mejor la fugacidad de los seres. Aquí el rumor del mundo se agiganta como el sonido en las curvas de una caracola inverosímil: todo es, todo dejará de ser, debe volver todo. Hasta el monte inmutable. ¿Por qué inquietarse? Es ley de Wirakocha la mudanza, y nadie puede sustraerse a la palingenesia original.

La montaña es subjetiva: he aquí su arcano. Apesar de sus grandes líneas, de su presencia inmensa, amarla y entenderla, conjugar con ella es cosa interior.

Estoy filosofando, estoy envejeciendo.

¿Quién dijo la palabra absurda? Sólo declina el que se siente morir. El hombre tiene la edad de su impulso. Aunque mis piernas se resistan a conducirme, yo tengo todavía el anhelo de correr de volar y detrás de las cosas, a la vuelta de cada minuto, hay algo indefinible que me llama y me espera…

Pregunto a "Kollu" muchas cosas, porque se puede hablar sin palabras; comunicarse hondamente, íntimamente, como se acercan tierra y cielo cuando la noche tiende su manto de azabache. "Kollu" sabe cuándo estoy en trance de confidencia. Leo respuestas asombrosas en sus ojos zarcos.

También me sumo en la inmovilidad del yogui. Deseo, deseo intensamente. Luego venzo el límite del deseo y desasido de todo querer alcanzo las fronteras de maya: me parece que todo se desvanece en la rueda del mundo. Y es como si el mundo sólo fuese una forma de mi pensamiento. Luego me arranco a esa quietud nirvánica, salgo a cazar, me siento ágil bien plantado sobre mis piernas vigorosas. Y entonces me opongo a los teólogos y a los pensadores, que dicen que el cuerpo es la cárcel del alma. No, no es así: el cuerpo es el faro 18 del alma. Y bendigo la hermosura del cielo, la ternura de la tierra, la belleza sagaz de la arboleda; todo eso que entrando por los sentidos remueve y levanta mi espíritu. No puede existir mundo mejor que el conocido, aunque la criatura sea mísera y sufra.
Goces tiene el paisaje, revelaciones el tiempo que no alcanzan los jóvenes. Sólo el que ha vivido, el que ha rodado mucho, comprende mucho.

Anoche, mientras el humo de mi pipa se perdía en la claridad del aire, tuve un presentimiento:

—Tendremos visita...

"Kollu" movió la cabeza en señal de asentimiento.

La mañana pasó sin novedad. Me entretuve reforzando la protección de los almácigos, recolecté pequeños guijarros negros, afilé mi cuchillo de caza. Traje dos patitos del lago que devoramos prestamente. Estuve mucho rato tendido bajo los rayos del sol invernal, absorbiendo luz y calor por todos los poros. ¿No es extraordinario el lento fluir de las horas? Por la meseta las cosas cautivan sin oprimir. No pasa nada, no soy esclavo, todo anda bien. Sólo el Viento, lánguido a veces, a veces colérico y cortante, turba la inmensa quietud del paisaje.

Al atardecer, cuando el sol aun brillaba fuertemente, alguien bajó del monte y vino a mi encuentro. Reconocí el cuerpo atlético, la sonrisa insolente.

Se sentó a mi lado, sobre el tronco de un eucalipto recién abatido. Estuvimos callados, como si no tuviéramos nada que decirnos. Luego prendí la hoguera y vimos cómo su hermosa llama pasaba del pálido azafrán al amarillo ardiente, conforme la noche fué desplazando a la tarde. No le pregunté quién era. ¿Para qué? Me era familiar y desconocido a la vez. No tenía en realidad sobre qué interrogarlo, pero me habría gustado saber qué pensaba.

De pronto, sin proferir palabra, el joven sacó un puñal buído del cinto, entreabrió mi camisa de lana y sobre mi piel curtida hizo varias incisiones. No sentí dolor alguno; brotaron gotitas de sangre que amenazaban solidificarse. El comenzó a trabajar con ellas como un experto lapidario con sus gemas: las golpeó, las estiró, las contrajo, buscando proporciones, redondeando ángulos, hasta obtener la fina conformación final.

Cuando su tarea hubo terminado, me las puso en la diestra y dijo sencillamente:

—Tómelas; son suyas.

Sorprendido las cogí. Eran breves rubíes centelleantes, y mirándolos fijamente advertí que ya nada tenían de gotas de sangre. Y se me ocurrió que en cada cual estaba contenida una de las mejores aventuras de mi pasado tumultuoso. Me pareció reconocer una vieja voz familiar que subía por el laberinto de mis venas.

Quise agradecerles mas ya el intruso se perdía en el monte. Un silencio de alas fabulosas fué cayendo en torno a la cabaña. Cuando la calma volvió a mi espíritus los rubíes encendidos se agitaban en el cuenco de mis manos como queriendo hablar.

Los miro, los miro largamente… Pero desde aquella noche los miro sólo a la luz de la hoguera, porque en el día son como piedras frías: no dicen nada. ¿Cuántas historias extraordinarias saldrían de su abismo escarlata? Acaso un día las cuente.

En los últimos tiempos ya no ha vuelto ninguno de los dos. Ni el intruso invisible que inquietaba mis sueños ni el muchacho. ¿Qué será? Siento como si hubiera perdido dos compañeros aunque siempre estaba lidiando con ambos. Más no me aflijo porque, prefiero estar solo y sé que cualquier rato alguno de ellos volverá. O bien otro ser incógnito que me traerá nuevas incitaciones.

Me estoy poniendo viejo. A veces pierdo mi poder de evocar y llamar figuras lejanas. Pero otras un viento de vida fuerte me conmueve. "Kollu" gruñe alarmado: un soplo de misterio viene del bosque. Me levanto, cojo la escopeta y seguido por el mastín me interno en el monte.

La tarde está tranquila, silenciosa. Pronto vendrá el otoño y las hojas vestirán de púrpura. Avanzo, avanzo... Mis piernas flaquean y sigo avanzado. Presiento que cuando llegue el minuto de la última caída, no me hallarán al pie de mi cabaña, sino lejos de ella, porque ocultas energías me proyectan siempre más allá, más allá...

Cuando el sol pone tintes de bronce en las cumbres, mi corazón se pone a cantar.

La senda se vuelve más empinada, la luz declina. Quisiera encontrarme otra vez con el Cóndor Blanco que me derribó con un golpe de sus alas poderosas. O volver a descubrir la ruta del tesoro del Inca que yo mismo borré porque nunca me interesó el dinero. Y adivino que detrás de los eucaliptos que la noche negrea, una muchacha espera mi llegada; presiento sus ojos oscuros y su risa de oro.

—¡Niña encantadora! —grito colocándome las manos a modo de bocina resonante —¿Me aguardabas?

Nadie responde. Pero yo sigo internándome en el bosque, en busca de la dicha inesperada. Cada vez más cerca, cada vez más lejos. Así fué siempre. Porque la alegría pertenece al que no tiene prisa, y el que busca en el día puede seguir buscando por los caminos de la noche. Porque el tiempo no existe en la tierra, sino en el corazón del hombre. Y el que avanza al encuentro de su inquietud, siente que su inquietud viene hacia él.

Así es el Misterio.


Fernando Díez de Medina
(La Paz, 1908 - 1990) Escritor boliviano. Durante muchos años representó a su país como agregado comercial en Washington y fue miembro del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, cargos a los que llegó después de una fructífera trayectoria como escritor, pensador y analista de la sociedad hispanoamericana de su tiempo.
Fue también una de las voces más autorizadas de la prensa boliviana contemporánea y colaboró en rotativos y revistas como El Diario, La Razón, Última Hora y La Noche. En estos medios de comunicación se destacó también por su agudez y lucidez en el ejercicio de la crítica literaria y artística, a la que aportó monografías de interés como El arte nocturno de Víctor Delhez.
Demostró ser un poeta exquisito en su cancionero titulado La clara senda, pero mayor renombre alcanzó como prosista de ficción, con algunas novelas tan notables como Mateo Montemayor (1969) y María Montevelo (1985), y con una recopilación de relatos breves, La enmascarada (1956). Asimismo, cosechó un notable éxito en su faceta de dramaturgo, en la que destacó sobre todo por su obra Ollanta, el jefe kolla (1970).
Afín a la corriente nacionalista surgida y difundida en Bolivia a lo largo de los años cuarenta, denominada por los estudiosos "mística de la tierra", Díez de Medina recogió el legado del poeta, filósofo y político boliviano Franz Tamayo (1879-1956), a quien dedicó Franz Tamayo, hechicero del Ande. Relato al modo fantástico (1944). Siguiendo sus ideas, confiere a la tierra andina sobre la que se asienta su nación una especie de poder espiritual capaz de determinar la peculiar sensibilidad estética, moral y religiosa del pueblo boliviano (idea central de esa "mística de la tierra"); lo que, además de ligar inexorablemente al hombre con la naturaleza, sienta las bases de una identidad nacional.
Estas ideas aparecen desarrolladas con mayor profundidad en otros ensayos: Thunupa (1947), Pachakuti y otras páginas polémicas (1948), Sariri (1956) y Nayjama (1950), así como en su ya mencionada narración extensa Mateo Montemayor (1969), en la que la imponente visión natural de las cotas más elevadas de la cordillera andina se convierte en una poderosa fuerza telúrica capaz de gobernar las conductas de los personajes. Otro ensayo suyo que gozó de especial aceptación entre los lectores bolivianos de mediados del siglo XX es el titulado El velero matinal.
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ZBIGNIEW HERBERT: INFORME DESDE LA CIUDAD SITIADA


Demasiado viejo para llevar las armas y luchar como los otros, fui designado como un favor para el mediocre papel de cronista registro -sin saber para quién- los acontecimientos del asedio debo ser exacto mas no sé cuándo comenzó la invasión hace doscientos años en diciembre septiembre(*) quizá ayer al amanecer todos padecen aquí del deterioro de la noción del tiempo nos quedó sólo el lugar el apego al lugar aún poseemos las ruinas de los templos los espectros de jardines y casas si perdemos nuestras ruinas nada nos quedará escribo tal como sé en el ritmo de semanas inconclusas
lunes: almacenes vacíos la rata ha devenido moneda corriente
martes: alcalde asesinado por agentes desconocidos
miércoles: conversaciones sobre el armisticio el enemigo confinó a los legados ignoramos dónde se encuentran esto es el lugar de su suplicio
jueves: tras una turbulenta asamblea se rechaza por mayoría de votos la propuesta de los comerciantes de especias de rendición incondicional
viernes: comienza la peste
sábado: se ha suicidado un desconocido inflexible defensor
domingo: no hay agua rechazamos un ataque en la puerta este llamada Puerta de la Alianza lo sé todo esto es monótono a nadie puede conmover, evito comentarios, a las emociones las mantengo a raya, escribo sobre hechos aparentemente sólo ellos son valorados en los mercados foráneos pero con cierto orgullo deseo informar al mundo que gracias a la guerra hemos criado una nueva variedad de niños a nuestros niños no les gustan los cuentos juegan a matar despiertos y dormidos sueñan con la sopa el pan los huesos exactamente como los perros y los gatos.

Al atardecer me gusta deambular por los confines de la Ciudad a lo largo de las fronteras de nuestra libertad incierta miro desde lo alto el hormigueo de los ejércitos sus luces escucho el tronar de los tambores los alaridos bárbaros en verdad es inconcebible que la Ciudad todavía se defienda el asedio continúa los enemigos deben ser reemplazados nada les une excepto el anhelo de nuestra destrucción godos tártaros suecos huestes del César regimientos de la Transfiguración del Señor quién los enumerará los colores de los estandartes cambian como el bosque en el horizonte desde el delicado amarillo de aves en primavera a través del verde del rojo hasta el negro invernal así al atardecer liberado de los hechos puedo pensar en asuntos antiguos lejanos por ejemplo en nuestros aliados de ultramar lo sé su compasión es sincera envían harinas sacos de ánimo grasa y buenos consejos ignoran incluso que nos traicionaron sus padres nuestros ex-aliados desde los tiempos de la segunda Apocalípsis sus hijos no tienen culpa merecen gratitud así que les estamos agradecidos no sufrieron un asedio largo como una eternidad a quienes alcanzó la desdicha están siempre solos los defensores del Dalai-Lama kurdos montañeses afganos ahora cuando escribo estas palabras los partidarios del pacto conquistaron cierta ventaja sobre la fracción de los intransigentes habituales las oscilaciones de ánimo los destinos aún se sopesan los cementerios crecen disminuye el número de los defensores pero la defensa perdura y perdurará hasta el final y si cae la Ciudad y uno solo sobrevive él portará consigo la Ciudad por los caminos del exilio él será la Ciudad miramos en el rostro del hambre el rostro del fuego el rostro de la muerte y el peor de todos -el rostro de la traición- y sólo nuestros sueños no fueron humillados


(*)La noche del 13 de Diciembre de 1981 fue decretado en todo el país el estado de guerra, el movimiento democrático «Solidaridad», el primer sindicato independiente en un país socialista, fue disuelto y declarados ilegales todos los acuerdos firmados entre el sindicato y el gobierno. A la declaración del estado de guerra siguió una represión generalizada. En Septiembre de 1939, por otra parte, dio comienzo, como es sabido, la segunda guerra mundial. (Xaverio Ballester)

Zbigniew Herbert 
Leópolis, Ucrania, 29 de octubre 1924 – Varsovia, 28 de julio 1998 Poeta y dramaturgo polaco cuya producción, moderna y humanista, lo sitúa entre los grandes de la literatura contemporánea polaca junto a sus compatriotas Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska. De profunda formación humanística, ejerció diversas actividades dentro y fuera de Polonia, pero se mantuvo apartado de la vida pública hasta 1953, momento a partir del cual se dedicó a la literatura en exclusiva.
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YASUNARI KAWABATA: UN PUEBLO LLAMADO YUMIURA

Su hija Tagi vino a avisar que había llegado de visita una mujer que decía haberlo conocido treinta años antes en el pueblo de Yumiura, en Kyushu. Kozumi Shozuke lo pensó un momento y decidió hacerla pasar a la sala. 


Kozumi era escritor. Las visitas sin cita previa y a cualquier hora eran asunto de todos los días. Justo en ese momento había tres visitantes en la sala. Aunque los tres habían llegado por separado, los tres estaban conversando juntos. Eran las dos de una tarde en la que, a pesar de ser principios de diciembre, hacía calor. 



La cuarta visitante se arrodilló en el corredor de afuera y dejó la puerta corrediza abierta. Parecía avergonzada con los otros visitantes. 
-Por favor, pase usted -le dijo Kozumi. 
-En realidad, de hecho... -dijo la mujer con voz temblorosa-. Llevamos tanto tiempo sin vernos. Ahora mi apellido es Murano. Pero cuando nos conocimos era Tai. ¿No lo recuerda? 
Kozumi miró la cara de la mujer. Estaba entrando en los cincuenta pero se veía joven para su edad. Sus blancas mejillas tenían un suave tinte rojo. Sus ojos se veían aún grandes, tal vez porque no tenía la contextura gruesa propia de la edad madura. 
-¡Justo lo que pensaba! No hay duda de que usted es el Kozumi que conocí -dijo la mujer. Al mirarlo los ojos le brillaban de alegría. Su entusiasmo contrastaba con la seriedad de Kozumi, que la miraba intentando recordarla-. No ha cambiado usted en nada. La forma del perfil desde el oído a la barbilla. ¡Sí!, y también la parte alrededor de las cejas. ¡Está idéntico! 
Y así siguió, señalando rasgo por rasgo como si se tratara de una encuesta. A todo esto Kozumi se mostraba confundido pero también preocupado por su falta de memoria. 
La mujer vestía un haori negro bordado con el emblema de la familia. El gusto que denotaban su quimono y su obi era discreto. Sus ropas estaban usadas pero no hacían pensar en una familia venida a menos. Era pequeña de cuerpo y de cara. No llevaba anillos en sus cortos dedos. 
-Hace cerca de treinta años estuvo en el pueblo de Yumiura, ¿recuerda? Y tuvo entonces la gentileza de venir a mi habitación. ¿Ya se ha olvidado usted de eso? Fue el día del Festival del Puerto, hacia el atardecer... 
-¿Ah... ? 
Cuando Kozumi oyó que había ido a la habitación de una muchacha que sin duda había sido bonita hizo un esfuerzo aún mayor para recordar. Si eso había ocurrido treinta años atrás, tenía entonces veinticuatro o veinticinco años. Todavía no estaba casado. 
-Usted estaba con los profesores Kida Hiroshi y Akiyama Hisaro, e iban de viaje por Kyushu. Se quedaron en Nagasaki debido a una invitación que les hicimos para asistir al lanzamiento de un pequeño periódico de Yumiura. 
Kida Hiroshi y Akiyama Hisaro ya estaban muertos. Ambos novelistas, diez años mayores que Kozumi, lo habían alentado afectuosamente desde que tenía veintidós o veintitrés años. Hacía treinta años ya eran novelistas de primera línea. Era cierto que ellos dos habían estado de paseo por Nagasaki. Kozumi recordaba los diarios de ese viaje y las anécdotas que habían contado sobre él. Tanto los diarios como las anécdotas eran de sobra conocidos por el público literario. 
Por aquella época Kozumi comenzaba su carrera. Pero no estaba seguro de que hubiese sido invitado por dos escritores mayores que él a acompañarlos en un viaje a Nagasaki. Al revolver sin descanso su memoria, evocó nítidamente los rostros benévolos de Kida y Akiyama, y recordó los innumerables favores que le hicieron. Kozumi fue cayendo en un estado psicológico de dulces y suaves reminiscencias. Su expresión debió de haber cambiado porque la mujer le dijo: 
-Se está acordando, ¿verdad? -la voz de la mujer también cambió-. Yo acababa de hacerme cortar el pelo. Sentía frío desde las orejas hasta la nuca. ¿Recuerda que le dije que me sentía avergonzada? El otoño ya había terminado... Iba a salir el nuevo periódico en el pueblo y decidí dejarme el pelo corto para volverme reportera. Recuerdo muy bien que cuando sus ojos se fijaban en mi cuello yo me volvía como si me estuvieran tocando. De regreso usted me acompañó a mi habitación. Entonces abrí presurosa una caja de cintas del pelo y se las mostré. Creo que quería darle una evidencia de mi pelo largo, mostrándole las cintas con que lo había atado. Usted se sorprendió y me dijo que eran muchas. Es porque las cintas me gustaron desde niña. 
Los otros tres visitantes estaban callados. Una vez terminada la consulta de sus asuntos se habían quedado sentados, charlando entre ellos, hasta que llegó la mujer. Era natural que ahora dejaran hablar a Kozumi con la recién llegada. Pero había algo en la compostura de la mujer que los obligaba a permanecer en silencio. Los tres visitantes escuchaban la conversación con aire de no estar oyendo y sin mirar la cara ni de la mujer ni de Kozumi. 
-Cuando terminó la ceremonia de inauguración del periódico bajamos por la calle del pueblo que lleva hacia el mar. Había un atardecer arrebolado que parecía que iba a ocasionar un incendio en cualquier momento. Un color rojo cobrizo cubría los tejados. No olvido que usted me dijo que hasta mi cuello parecía de cobre. Yo le contesté que Yumiura era un sitio famoso por sus atardeceres. Y, es cierto, aún no he podido olvidar los atardeceres de Yumiura. El día en que nos conocimos hubo un lindo crepúsculo. Yumiura se llama así probablemente por su forma, pues es un pequeño puerto como un arco que hubiesen tajado a lo largo de la línea de la costa, siguiendo el contorno de la montaña. Los colores del atardecer se recogen en ese cuenco. Aquel día la bóveda del cielo con las nubes revueltas se veía más baja de lo que suele verse en otros lugares. La línea del horizonte parecía sorprendentemente cercana. Era como una bandada negra de aves migratorias que no pudiera traspasar la barrera de las nubes. No era que el color del cielo se reflejara en el mar; era como si el rojo encendido del cielo se hubiera fundido y mezclado totalmente con el agua en ese puerto pequeño. Había allí un barquito del festival adornado con una bandera, del que salía una música de flauta y tambores. Y había un niño en el bote. Usted comentó que si se hubiese raspado un fósforo al lado del quimono del niño, mar y cielo hubieran estallado en un instante como una llamarada. ¿Tiene algún recuerdo de eso ? 
-¡Pueees ... ! 
-Desde que mi esposo y yo nos casamos mi memoria parece haberse deteriorado lamentablemente. Tal vez no exista una felicidad tal que nos lleve a decidir no olvidar. Las personas que además de felices están ocupadas, como usted, no tienen tiempo libre para ponerse a recordar tonterías del pasado. Tal vez no lo necesitan... Pero para mí Yumiura ha sido toda mi vida un pueblo especial. 
-¿Estuvo mucho tiempo en Yumiura? -preguntó Kozumi. 
-No. Casi medio año después de haberlo conocido a usted fui a Numazu a casarme. De mis hijos, el mayor terminó la universidad y ahora está trabajando; la menor ya tiene edad suficiente para buscar marido. Yo nací en Shizuoka pero como no me entendía con mi madrastra me mandaron a Yumiura por un tiempo a casa de unos parientes. Por llevar la contraria, entré a trabajar en el periódico. Cuando mis padres se enteraron, me mandaron llamar y me forzaron a casarme. Así que sólo estuve siete meses en Yumiura. 
-Y, ¿su esposo es...? 
-Es sacerdote shintoísta en un santuario de Numazu. 
Al oír mencionar una profesión tan inesperada Kozumi miró la cara de la visitante. Existe una palabra que tal vez ahora no se use y me temo que produzca una impresión desfavorable sobre un peinado, pero la visitante tenía un corte de cabello al estilo Fuji, y fue esto lo que atrajo la mirada de Kozumi. 
-Antes se podía vivir muy bien como sacerdote shintoísta. Después de la guerra, sin embargo, día a día le es más difícil conseguir dinero. Tanto mi hijo como mi hija me apoyan, pero pelean con su padre por cualquier cosa. 
Kozumi sintió la zozobra del hogar de la mujer. 
-El santuario de Numazu es tan grande que no puede compararse con el templete donde se celebraba el festival de Yumiura, pero cuanto más grandes son, más complicados de manejar. Mi marido está en problemas por haber vendido sin consultar diez cedros que había en la parte de atrás del templo. Me vine a Tokio huyendo de eso. 
-... 
-Los recuerdos son algo por lo que deberíamos estar agradecidos ¿verdad? No importa en qué situación se meta el ser humano, los recuerdos del pasado son sin duda un don de los dioses. En el templete del camino que bajaba la ladera de Yumiura había muchos niños y usted sugirió que siguiésemos adelante sin detenernos. Sin embargo, alcanzamos a ver que había dos o tres flores de finos pétalos dobles en un pequeño arbusto de camelias, al lado de los baños. Yo todavía recuerdo esas camelias y pienso en quién pudo haber sido la persona de corazón tierno que plantó ese arbusto. 
Era claro que Kozumi se encontraba entre los personajes que aparecían en algún escenario de los recuerdos de la visitante. También Kozumi, seducido por sus palabras, sintió como si las imágenes de esa camelia y del atardecer en el puerto de Yumiura le llegaran flotando. Sin embargo, lo irritaba no poder entrar con la mujer en la misma región del mundo de sus reminiscencias. Estaban tan separados como están los vivos y los muertos en aquel país. La capacidad de memoria de Kozumi se había reducido en comparación con la de muchas personas de su edad. Le era usual sostener una larga conversación con alguien cuya cara le resultaba familiar sin recordar su nombre. A la ansiedad de esos momentos se venía a sumar el miedo. Ahora mismo, mientras intentaba inútilmente despertar sus propios recuerdos con la visitante, empezó a sentir que la cabeza le dolía. 
-Cuando me detengo a pensar en la persona que plantó aquella camelia se me ocurre que debería haber tenido más arreglada mi habitación en Yumiura. Usted sólo pasó por allí una vez y desde entonces han transcurrido más de treinta años sin vernos. Aunque, ¿no es verdad que entonces la había adornado un poco y que se veía como la habitación de una muchacha joven? 
Kozumi frunció el ceño y su expresión pareció tornarse más rígida. No podía recordar nada de esa habitación. 
-Le pido excusas por haberlo visitado tan de improviso, fue quizás grosero de mi parte... -dijo la mujer a modo de despedida-. Durante largo tiempo deseé verlo. Nada podía hacerme más feliz. Me pregunto si me permitiría visitarlo de nuevo. Hay muchas cosas que me gustaría conversar con usted. 
-Sí. 
Había algo que la mujer temía decir frente a los otros visitantes. El tono de su voz indicaba que no podía hacerlo. Kozumi salió al corredor para despedirla. Al correr el panel de la puerta tras de sí casi no cree a sus propios ojos. La mujer había relajado la postura del cuerpo. Tenía la actitud corporal de una mujer que está frente a un hombre que la ha tenido en sus brazos. 
-¿La niña que salió a recibirme era su hija? 
-Así es. 
-Siento no haber visto a su esposa... 
Kozumi sin responder se adelantó hasta el umbral de la entrada. 
Desde allí le dijo a la mujer, que estaba de espaldas poniéndose los zori: 
-¿Así que fui a su habitación en un pueblo llamado Yumiura? 
-Sí -contestó ella, y lo miró por encima del hombro-. Me pidió que me casara con usted. En mi propio cuarto. 
-¿Sí...? 
-En aquella época yo ya estaba comprometida con mi actual esposo. Eso le dije. Me negué. Pero... 
Kozumi sintió un golpe en el pecho. Por más que tuviera pésima memoria, pensar que hubiera olvidado por completo una propuesta de matrimonio y que él mismo no fuera capaz de recordar a la muchacha, más que sorprendente le resultó ridículo. Nunca había sido el tipo de persona capaz de proponer matrimonio precipitadamente. 
-Usted fue muy amable y comprendió las circunstancias de mi negativa -dijo la mujer mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Después, con sus dedos cortos, sacó temblando una fotografía del bolso. 
-Estos son mis hijos. Ella es ahora mucho más alta que yo. Pero se parece mucho a mí cuando era joven. 
La muchacha se veía pequeña en la fotografía pero sus ojos estaban llenos de vida y la forma de la cara era hermosa. Kozumi fijó la mirada en la muchacha de la fotografía. ¿Sería posible que hace treinta años se hubiera visto con ella durante un viaje y le hubiera propuesto matrimonio? 
-Algún día le voy a traer a mi hija y si gusta podrá ver cómo era yo en aquel tiempo -dijo con lágrimas mezcladas en la voz-. Les he contado los detalles de lo que pasó con usted. Lo saben todo. Hablan de usted como si se tratara de algún ser querido. En ambos embarazos tuve unas náuseas terribles y me iba volviendo un poco loca. Después las náuseas se calmaban y cuando el niño comenzaba a moverse me daba por cavilar si no sería suyo. De vez en cuando me ponía a afilar un cuchillo en la cocina... Esto también se lo he contado a mis hijos. 
-Eso... No puede hacer eso. 
Kozumi no articuló más palabras. 
De todas maneras parecía que la mujer había sido extremadamente desgraciada a causa de Kozumi. También su familia lo había sido... O al contrario. Tal vez con el recuerdo de Kozumi pudo suavizar una vida extremadamente desgraciada. Y su familia había participado de eso en cierto modo... 
Pero ese pasado, el encuentro imprevisto con Kozumi en un pueblo llamado Yumiura, parecía vivir con intensidad en aquella mujer. En Kozumi, que de alguna manera había cometido una falta, ese mismo pasado se había perdido completamente y estaba muerto. 
-¿Quiere que le deje la fotografía? -preguntó ella. A lo cual Kozumi meneando la cabeza respondió que no. 
La figura pequeña de la mujer, caminando con pasos cortos, desapareció tras la puerta de entrada. 
Kozumi tomó del estante de libros un mapa detallado del Japón y un diccionario de nombres de ciudades y regresó a la salita. Los tres visitantes le ayudaron a buscar, pero en ningún lugar de Kyushu encontraron un pueblo llamado Yumiura. 
-¡Qué extraño! -dijo Kozumi. Levantó la cabeza, cerró los ojos y se puso a pensar-. No recuerdo siquiera haber estado en Kyushu antes de la guerra. Estoy seguro de que no. ¡Ya! La primera vez que estuve en Kyushu fui en avión, como corresponsal de la armada, a la base de las fuerzas especiales en Shikaya durante la batalla de Okinawa. La segunda fue una visita que hice a Nagasaki después de la explosión de la bomba atómica. Y fue en Nagasaki donde oí la historia de la visita de Kida y de Akiyama a la región, que había tenido lugar treinta años antes. 
Los tres visitantes expusieron por turnos su opinión sobre las ilusiones o fantasías de la mujer y se echaron a reír. Concluyeron que evidentemente estaba loca. Kozumi, sin embargo, pensaba que él también debía de estar loco. Había estado oyéndole la historia a la mujer, buscando en sus recuerdos mientras la escuchaba. En este caso, no había existido un pueblo llamado Yumiura, pero cuánto de su pasado, un pasado que él había olvidado y que para él ya no existía, podía ser recordado por otros. Después de su muerte, la visitante de hoy iba a pensar que Kozumi le había propuesto matrimonio en Yumiura. Para él no había diferencia entre uno y otro caso.

Yasunari Kawabata

Nació en Osaka, el 14 de junio de 1899, en el seno de una familia de un buen pasar (su padre era médico). A los cuatro años quedó huérfano, luego de lo cual se fue a vivir con sus abuelos paternos. Su hermana mayor fue adoptada por una tía, a ella la vería sólo una vez después, cuando la niña tenía diez años (su hermana murió a la edad de once). Su abuela murió en 1906 y su abuelo en 1914, cuando Yasunari contaba con la edad de quince años aproximadamente.
Como sus abuelos paternos fallecieron, Kawabata se fue a vivir con sus abuelos maternos (los Kurodas). Sin embargo, en enero de 1916 se trasladó a una pensión, cerca de una escuela a la cual se trasladaba en tren, se graduó en 1917. En 1920 ingresó a la Universidad de Tokio en la carrera de Literatura en Lengua Inglesa, y un año después cambia a la de Literatura del Japón. Mientras cursaba la universidad revivió la revista literaria Shinjichō (新思潮 literalmente, la nueva tendencia del pensamiento) donde publica algunos de sus trabajos, con lo que se abre el camino al mundo literario.
En 1924 terminó la universidad, y aparece el primer número de Bungei-jidai(文芸時代, Época del Arte Literario), una revista de un grupo de intelectuales al que pertenecía. Esta publicación reunía a nuevos y prometedores literatos que al escribir utilizaban un estilo (el "Shinkankaku-ha" 新感覚派, la nueva escuela de las sensaciones) donde la composición constaba en la aprehensión sensitiva de la realidad a la manera de los intelectuales. Debuta como escritor al publicarse La bailarina de Izu en 1927, alcanzando la consagración en Japón diez años más tarde con País de nieve.
Además de escritor, Kawabata trabajó como reportero, sobre todo para el Manichi Shimbun. A pesar de que apartó del fervor que acompañó a la Segunda Guerra Mundial, tampoco mostró mucho interés en las reformas políticas de la posguerra. Y junto con la muerte de sus familiares durante su juventud, Kawabata señalaba que la guerra fue una de sus mayores influencias, expresando que sólo podía escribir herejias en el Japón de la posguerra; aun así, muchos críticos no detectaron un gran cambio en los escritos de Kawabata antes y después de la guerra.
Recibió la medalla Goethe en Frankfurt en 1959 Gana el Nobel de literatura en 1968, y da el discurso llamado "Del hermoso Japón, su yo" (美しい日本の私 Utsukushii Nihon no watashi). Aunque las circunstancias de su muerte no están totalmente claras, se cree que se suicidó inhalando gas tres años después. El 16 de abril de 1972, enfermo y deprimido, dolido sin duda por la muerte de su amigo Yukio Mishima, que lo había definido como un "viajero perpetuo", se suicidó en un pequeño apartamento a orillas del mar. Ese mismo año se publicaría póstumamente la biografía ficticia El maestro de Go.
Sus libros más conocidos en Occidente son País de nieve (雪国 Yukiguni), El maestro de Go, El sonido de la montaña y La bailarina de Izu.

Fuente: lamaquinadeltiempo.com - wikipedia.org - Cuento extraído del libro: "Primera nieve en el monte Fuji" (Ed. Norma) - Foto: biografiasyvidas.com

MÚSICA: BELLADONNA


"Ebatulé"

Subido Belladonna - Tema
Provided to YouTube by The Orchard Enterprises Ebatule · Belladonna Buddha-Bar: Best of Electro - Rare Grooves ℗ 2003 IRMA Records Released on: 2013-06-04 Auto-generated by YouTube.




"Inspiration zone"

Subido por: Belladonna - Tema
Provided to YouTube by DIPIU SRL Inspiration Zone · Belladonna Irma At Sex and the City ℗ Irma Records s.r.l. Released on: 2007-05-22 Artist: Belladonna Auto-generated by YouTube.





Maurizio Belladonna
Maurizio Belladonna puede definirse como un pionero en el campo de la música dance. Comenzó a trabajar en los clubes de Perugia a mediados de los 70, seleccionando música disco, funky y afro, influyendo en la formación de numerosas y aclamadas casas de DJ actuales. En 2000 se lanzó su primer LP "Housin'Paradise", publicado por Irma Records. Le seguirán numerosas producciones y remixes para Irma. Actualmente está trabajando en nuevos lanzamientos para los discos de Presslab y Degoba.  Sus sets de DJ van desde los sonidos de Nu Jazz hasta el Deep House más refinado. Su género es catalogado como easy listening y ha tenido participación como banda sonora en reconocidas e internacionales series de tv, sus albumes son Midnight house e Inspirational grooves entre sus mejores producciones estan Héroes, Inspiration zone, Ebatulé y Spiritual trane.



viernes, 20 de diciembre de 2019

ANTÓN CHEJOV: LOS VERANEANTES



Por el andén de cierto punto de veraneo, hacia arriba y hacia abajo, paseaba una parejita de recién casados. Él la sostenía por el talle; ella se ceñía contra él y ambos se sentían felices. La luna, por entre los jirones de nubes, les miraba frunciendo el entrecejo. Con seguridad sentía envidia y enojo por su aburrida y forzosa virginidad. El aire inmóvil estaba impregnado de olor a lilas y acacias. Al otro lado de la vía, lanzaba un pájaro agudos sonidos.



–¡Qué bien se está aquí, Sascha! –decía la recién casada–. ¡Decididamente, podría pensarse que estábamos soñando! ¡Fíjate en el modo acogedor y cariñoso con que nos contempla ese pequeño bosque! ¡Mira qué simpáticos son estos sólidos y callados postes telegráficos!… Con su presencia, Sascha, dan vida al paisaje y nos hablan de que allá…, en alguna parte…, existen otras gentes…, hay una civilización… ¿Acaso no te gusta sentir cómo llega débilmente a tu oído el ruido de un tren que pasa?

–Sí; pero…; ¡qué manos tan calientes tienes! Eso es que te agitas, Varia… ¿Qué tenemos hoy de cena?

–Tenemos okroschka y pollo. Es suficiente un pollo para los dos; y para ti he traído de la ciudad sardinas y pescado ahumado.

La luna, escondiéndose detrás de una nube, hizo un guiño, como si hubiera tomado rapé. Sin duda, el espectáculo de la humana felicidad le recordaba su propia soledad…, su lecho solitario tras los montes y los valles…

–¡Viene un tren! –dijo Varia–. ¡Qué gusto!

En la lejanía surgieron tres ojos de fuego, y el jefe del apeadero salió al andén. Sobre los rieles, de aquí para allá, corrieron las luces de los guardavías.

–Despediremos al tren y nos iremos a casa –dijo Sascha bostezando–. ¡Qué bien vivimos juntos, Varia; tan bien que uno mismo no se lo puede creer!

El oscuro monstruo se arrastró sin ruido hasta el andén y se detuvo. Por las ventanillas de los vagones, medio iluminados, se vieron desfilar rostros soñolientos, sombreros, hombros…

–¡Mira! –se oyó exclamar desde uno de los vagones–. ¡Es Varia! ¡Y su marido!… ¡Salieron a esperarnos! ¡Aquí están! ¡Vareñka!… ¡Vareñka!… ¡Eh!

Dos niñas saltaron del vagón y se colgaron del cuello de Varia. Tras ellas descendieron una señora gorda, de edad avanzada, y un caballero, alto y delgado, de patillas canosas. Después, dos colegiales cargados de equipaje; detrás, la institutriz, y, por último, la abuela.

–¡Aquí nos tienes! ¡Aquí nos tienes, amiguito! –empezó a decir el señor de las patillas, estrechando la mano de Sascha–. Con seguridad llevan mucho tiempo esperándonos. ¡Como si lo viera, estabas ya reprochando a tu tío el que no llegara! ¡Kolia!… ¡Kostia!… ¡Niña!… ¡Fifa!… ¡Hijos!… ¡Abracen a su primo Sascha!… Hemos venido toda la familia a verlos y a pasar tres o cuatro días con ustedes. Espero que no los molestaremos… ¡Tú, haz el favor de no gastarnos ceremonias!

Ante la llegada del tío y de toda su familia, el matrimonio quedó aterrado. Mientras el primero hablaba y repartía besos, pasó raudo el siguiente cuadro por la imaginación de Sascha: Se veía a sí mismo y a su mujer ofreciendo a los invitados sus tres habitaciones, sus cojines y sus mantas. Veía el pescado ahumado, las sardinas y el okroschka devorados en un segundo… A los primos, cortando las flores, vertiendo la tinta… A la tía, hablando solamente, el día entero, de sus enfermedades (su solitaria y su dolor de estómago) y de que por su nacimiento era baronesa Fintij… Sascha empezó a mirar con odio a su joven esposa y le murmuró al oído:

–¡Han venido a verte a ti! ¡Que se vayan al diablo!

–¡No!… ¡a ti! –contestaba ella, mirándolo a su vez con aborrecimiento y maligna expresión.

–¡No son mis parientes, sino los tuyos!… –y volviéndose hacia los huéspedes los invitó con la más amable de las sonrisas–. ¡Vengan, por favor!…

Por detrás de una nube asomó lentamente la luna. Parecía sonreír… Parecía agradarle no tener parientes…

Sascha volvía la cabeza para ocultar a los invitados su desesperado e irritado semblante; pero repetía, haciendo esfuerzos para dar a su voz acentos de alegría y benignidad:

–¡Vengan, por favor!… ¡Vengan, por favor…, queridos huéspedes!


Antón Chejov
(1860-1904) Anton Paulovich Chejov nació en la localidad de Taganrog (Rusia) el 29 de enero de 1860. Era hijo de Pavel y Yevgeniya Chejov, cabezas de una familia de comerciantes de extracción humilde, pues sus abuelos paternos habían sido esclavos. Desde el año 1879 Chejov estudió Medicina en la Universidad de Moscú, época en la que comenzó a colaborar escribiendo en diversas revistas. También redactó en este período sus primeros relatos que aparecieron publicados en principio por Nicolas Leikin en su diario “Oskolki”, periódico publicado en la ciudad de San Petersburgo. A causa de la tuberculosis, que padeció casi toda su existencia, Chejov tuvo que dejar de ejercer la medicina en el año 1892, volcándose en la producción literaria. Destacó en el teatro de estilo realista colaborando con el famoso director escénico Konstantin Stanislavsky, y en la creación del relato corto, siendo uno de los pioneros del género. En el mundo del teatro encontró a su compañera sentimental, la actriz Olga Knipper, con la que se casó en el año 1901. Chejov falleció el 15 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiler (Alemania) a causa de la tuberculosis. Tenía 44 años. Es uno de los escritores rusos más importantes del siglo XIX, maestro en matices emocionales y en el retrato psicológico de personajes con inclinación al enfoque crítico en textos llenos de sensibilidad y sentido del humor.
Fuente: Foto: archivo del blog /Los mejores cuentos de Chéjov | Casa del Libro /Narrativa Breve / Francisco Rodríguez Criado.