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viernes, 29 de septiembre de 2017

LIDIA NIKOLÁIEVNA SEIFÚLINA : LA HERENCIA


I
El herrero Trúnov bebía. Su familia estaba en la miseria. La hija mayor, Elisabeta, se casó con un viudo huraño, piadoso, feo de rostro y de cuerpo. Le repugnaba vivir con él. Pero tenía lo que necesitaba para comer, comprarse ropa y calzado, se encontraba defendida contra la mordacidad de las vecinas. parientes y amigos consideraban que había tenido suerte. La madre deseaba que su segunda hija, Claudia, que era más joven, también se librara de la miseria y de la perdición y se colocase como la mayor.

Así lo pedía a Dios, la fatigada y anciana madre, en un atardecer de abril, mientras rezaba durante el oficio divino. Dirigía su suplicante mirada a los íconos, a la temblorosa llama de los cirios, hacia el aromático humo del incensario; suspiraba, se prosternaba, se persignaba a menudo con breves y pusilánimes signos. A su lado rezaba de mal humor una mujer lisiada, bordadora, famosa en toda la ciudad. Las piernas la obedecían con dificultad por consunción medular. No hacía más que sentarse en la sillita plegable, junto a la pared. Con la extraña mirada de sus ojos nublados, de desiguales pupilas, recorría la muchedumbre de fieles. La actitud humillada y afanosa de la anciana Trunova la conmovió. Al salir de la iglesia las dos mujeres entablaron conversación y se marcharon juntas. La acartonada Trunova sostenía por el brazo a la pequeñita y fofa bordadora. Al hablar, se movía torpemente la mano izquierda, como ala seca de una perdigonada. Los movimientos amargos de sus dedos endurecidos y oscuros, eran más expresivos que las palabras. La bordadora hablaba, compasiva,con una voz maravillosa, tierna, sincera, como la de los niños. Prometió enseñar gratuitamente a Claudia, vestirla y mantenerla, a condición de que, una vez aprendido el oficio, la joven trabajara para ella tres años más por un pequeño salario. Contemplando el cielo, ganado por la oscuridad, con brillante franja crepuscular, la bordadora dijo con cierto tono de suficiencia.

-Dios ha puesto la belleza tanto en el cielo como en la tierra. La vida de las personas sería también más hermosa si fueran dignas. Dios vela para todos, pero nosotros deberíamos ayudarnos. Vente mañana. Legalizaremos el documento ante notario. Mi casita está en Zariechna. Cualquiera te dirá cuál es.



II

Pasó un coche fúnebre vacío. Los caballos corrían al trote. Tras las ruedas se levantaba un polvo juguetón, dorado por los rayos del sol. Claudia se detuvo en la encrucijada. El cochero le dijo, gritando:

-¡Bonita rapaza! ¡Si tuviera tiempo!...

Claudia no entendió las palabras, mas se sonrió en respuesta a la jubilosa mirada. Tenía una sensación de bienestar. Por la mañana había tomado té con leche y azúcar. Sobre su cuerpo llevaba una camisa limpia. Iba calzada, se había lavado los pies. Aunque hecho de ropa vieja, el vestido le sentaba bien. El recuerdo de que tan sólo un mes atrás corría entre la gente descalza, a pelo, hambrienta, amedrentada, no conturbaba para nada la alegría de aquella hora. Al caminar, cantaba para sus adentros y a veces movía los labios en silencio. Cuando la bordadora empiece a pagarle algo por el trabajo, se hará una falda de lana verde y dos o tres blusas. Una de seda, color de rosa, como la de Shura. Todas las mujeres de la calle le envidiaban aquella blusa. Luego comprará a su madre botas de fieltro para el invierno y zapatos fuertes para la primavera. Soñando de esta suerte, daba de comer y vestía a toda su desgraciada familia y veía cumplidos sus deseos. Soñaba que se casaba. Su marido le sonreía como el joven que conducía el coche fúnebre, pero tenía la cara y la voz del cartero. En invierno, éste les había traído una carta de la aldea. Claudia no le había vuelto a ver, pero se le apareció dos veces en sueños. La primera vez, él la miró con el alma en los ojos, la tomó de la mano y le dijo "querida mía". En el segundo sueño, él caminaba por un extraño camino lleno de flores, se volvía para mirar a Claudia, como si la llamara o se despidiera de ella. Claudia quería correr tras él, pero no podía mover las piernas. Se despertó bañada en lágrimas, y todo el día estuvo pensando: "¿No habrá muerto?". Recordando estos sueños, se le oprimió el corazón con luminoso sufrimiento, como sólo puede sufrirse en la juventud.

Cuando Claudia regresó de hacer las compras, la bordadora le notó aquel estado de ánimo. No le gustó. Su vida se hallaba envuelta por la amarga niebla de la enfermedad. Y así en la bruma una sombra, por leve que sea, parece grande y aciaga, cualquier turbación juvenil le parecía a la bordadora un pecado. Como si rebuscara algún signo de impureza, la vieja contempló desde lejos a la muchacha, despectivamente, de la cabeza a los pies, y dijo con voz sonora:

-La polilla come a la lana; el orín, al hierro. A las muchachas se las come la calle. Creía que volverías antes.

La joven parpadeó, temerosa. Se puso pálida y dijo, azorada:

-Otra vez me daré más prisa.

Su miedo ablandó a la dueña. Pero cuando Claudia, descalza, vestida otra vez con la camisa vieja y la saya de lienzo, sacó al patio un gran samovar de cobre para limpiarlo, la bordadora volvió a mirar a aquel cuerpo con malignos ojos. Claudia llevaba el samovar arqueando la espalda, hundido el pecho. Sentía vergüenza y pena, pero no estaba ofendida. En el estrecho paso comprendido entre la pared ciega de la casa y una dependencia construida de ladrillo, se encontraba una garita de tablas con un alto tubo para la ventilación. Por dentro, la garita estaba raspada y fregada. El paso que conducía a ella estaba barrido. Claudia lo había limpiado. La bordadora sentía respetuosa extrañeza al ver cuán limpias dejaban las cosas las manos de Claudia. Junto a la dependencia se levantaba un arbusto de lila. Al pie del arbusto, Claudia limpiaba el gran samovar de cobre y pensaba que la dueña tenía otro, de latón, que sólo usaba en Pascua.

Un día, la bordadora abrió, delante de Claudia, un baúl con refuerzos de brillante hojalata. Había en él muchos cortes de lana y de seda, muchos vestidos sin estrenar. En la cocina de la casa se conservaban numerosos utensilios que no se usaban. Las telas, los utensilios sobrantes, la casa, el patio, la limpia garita para las necesidades, la mata de lila bienoliente, el bancal de hortalizas, los dos manzanos en flor que creían al otro lado del patio, todo ello pertenecía a la bordadora, María Vasilievna Klepíkova. Por esto 
María Vasilievna es fuerte y es respetada por todo el mundo, a pesar de la lesión corporal. Discutir con ella no es posible; enfadarse es inútil. Es necesario complacerla. Si no,la dueña la echaría a la calle. A Claudia le cerraría para siempre la entrada en ese mundo donde, tras una alta pared, crecen árboles maravillosos, donde todo está limpio y existe un montón de cosas superfluas. Entonces tendría que volver a la pequeña isba sin patio, cerca de la herrería, separada de la casa por un estampado de hierba pisoteada en el que todos los domingos se pelean los mujiks borrachos y se esconden para seducirlas o forzarlas yu reírse luego de ellas. Pero si en todas las cosas complace a 
María Vasilievna, ésta la ayudará a abrirse camino.



III

Había mucho trabajo en vísperas de Navidad. Ksenofóntovna, oficiaba ya entrada en años, no iba a su casa. Dormían unas tres horas al día. Claudia debía atender, como siempre, a las faenas de la casa y llevar, además, los encargos. La muchacha se sentía muy fatigada. A menudo se quedaba dormida mientras cosía, por la noche. Los mismo ella que Ksenofóntovna, para despabilarse, salían al patio a lavarse la cara con nieve, olían mostaza. La dueña sufría de insomnio. Pero una de aquellas noches, de pronto, cerró los ojos y se sonrió con plácida sonrisa. Pasó los dedos por la mesa con sumo cuidado. Claudia, al verlo, exclamó:

-¿Qué busca usted, 
María Vasilievna?

-Los recojo en el cedazo - respondió la lisiada con voz rebosante de felicidad, y despertó.

Soñó que tenía entre las manos esponjosos polluelos amarillitos.

Al contarlo, se puso a llorar.

-El sueño me vence. Esto quiere decir que se me acerca la hora de la muerte.

Incorporándose con dificultad, tendió la mano hacia la mostaza. El movimiento resultó cómico, pero su rostro, bañado en lágrimas, se inclinó con la severa luz del más terrible de los pensamientos humanos. Claudia la miró y bajó la cabeza, movida por un profundo e inconsciente respeto. Trabajaron sin decir una palabra. Luego la dueña se levantó.

-Acostaos. Dentro de tres horitas os despertaré.

Claudia lanzó una exclamación de disgusto. se le había olvidado entrar la ropa en que se acostaba. 
María Vasilievna se irritó.

-¿Crees que también he de prepararte la cama y quitarte los mocos?. Si hubieras trabajado cuando yo era aprendiza, sabrías lo que es bueno.

Claudia dormía en el suelo, sobre un pedazo de fieltro, en el dormitorio de la dueña. Para que no variara el aspecto que las dos habitacioncitas y la limpia cocina tenían desde hacía años, durante el día se dejaba la ropa que servía de cama a Claudia en el cuarto oscuro del vestíbulo. En invierno había que entrarla con tiempo, para que se calentara. Claudia, sonriendo culpable, se fue presurosa al cuarto oscuro. Una leve capa de esponjosa escarcha cubría las paredes. Al tomar en los brazos el fieltro, enrollado en un ángulo, la joven quedó inmediatamente aterida. Tenía unas ganas de dormir irresistibles. Se le cerraban los párpados, le temblaban las piernas. Claudia inclinó la cabeza sobre el fieltro y se puso a llorar. La lisiada se levantó irritada. Se abrigó bien y entró en el cuarto oscuro con una vela en la mano. Claudia se había quedado profundamente dormida, de pie, apoyada en el rollo de fieltro. El cuello inclinado, los miembros del joven cuerpo vencido por dulce fatiga, en incómoda postura, presentaban un aspecto conmovedor. 
María Vasilievna se estremeció de ternura y envidia. La bordadora no volvió a conciliar el sueño, pero despertó a sus ayudantes una hora más tarde de lo que pensaba. Yacía inmóvil en la oscuridad. Miraba fijamente el techo oscuro como si allí, desde el pasado, surgieran visiones dispares a modo de fuegos fatuos. Por la mañana, la bordadora atormentó a Claudia tratándola de manera irregular. Tan prono se mostraba excesivamente cariñosa como era exigente hasta en los detalles más nimios. La muchacha se tragaba las lágrimas y respondía sin acierto. Faltaban cinco días para Navidad. La bordadora tenía la costumbre de distribuir, cuando llegaba ese límite, algunos regalos. A 
Ksenofóntovna la obsequiaba con buena tela, de lana o semilana. A la aprendiza de turno le daba percal. A unos cuantos pobres de la parroquia les distribuía trapos viejos. Consideraba que, con buena voluntad, cinco días bastaban para hacerse un vestido nuevo y estrenarlo con motivo de las fiestas inmediatas.

Al anochecer se presentó un vecino tuerto. Era el que limpiaba el patio de la casa, el que traía agua y cortaba la leña. En casa de María Vasilievna no entraban más varones que este hombre tuerto y el pope. Claudia se alisó rápidamente los cabellos y levantó el cuerpo sobre la labor. 
Ksenofóntovna miró de soslayo al recién llegado, y con ojos reanimados se quedó contemplando a la dueña. 
María Vasilievna se sonrió bondadosa y entró en el dormitorio. Tomó los regalos para el aguador y para 
Ksenofóntovna, mas se quedó pensativa ante el percal que había preparado para Claudia.

El primero en dar las gracias e inclinarse, avergonzado y torpe, fue el vecino. Después
Ksenofóntovna besó la mano de 
María Vasilievna y, respetuosamente, le rozó también la mejilla con los labios. La bordadora se libró de los dos, sonriendo encantada. Regalar es agradable. Rejuvenecido el semblante, alargó a Claudia un trozo de tela.

-A ti, palomita, un corte de seda azul para una blusa. La falda la haremos con una de las mías.

Claudia, como en años anteriores, se inclinó ante la dueña hasta tocar el suelo, pero sus ojos brillaron de felicidad. Le temblaban las manos al tomar el regalo. La lisiada se emocionó. A cuenta suya, mandó hacer urgentemente una blusa fruncida, a la moda, con mangas abultadas.

Por Nochebuena, la vieja Trunova ayunó hasta la salida de la primera estrella. Después empezó a comer con fruición pan tierno, que tomaba con agua. El herrero, bebido, se durmió sobre la estufa con insólita tranquilidad. La vieja descansaba, satisfecha de haber acallado el hambre. Los pesados ronquidos del herrero alteraban el silencio. La mujer estaba acostumbrada y no los percibía. A su alrededor todo parecía sumido en beatífico sueño. Entró ruidosamente Claudia. La madre se sorprendió de la llegada de la hija. Luego las dos mujeres estuvieron largo rato examinando la blusa, palpando el tejido de seda, hablando en voz baja. El herrero se despertó y se puso a escuchar la conversación de las mujeres. Bajó de la estufa hinchado, desastrado, con los ojos enrojecidos, y dijo con voz ronca:

-¡Traperas! Mejor sería que esa bruja desdentada le buscase un marido a Claudia.

Salió con la zamarra puesta sólo por una manga. El inesperado consejo del marido le pareció de perlas a la mujer. Decidió hablar con la bordadora tutelar. Claudia pasó agradablemente los días de fiesta. El padre estaba de francachela por la ciudad, no alborotaba en la casa. Al atardecer, Claudia paseó con las jóvenes del barrio. Luego asistió a una velada. Iba bien vestida. Ahora la invitaban Los jóvenes no se recataban de cortejarla. De la fiesta volvió al amanecer, pero no pudo dormirse en seguida.

Le latía el corazón con fuerza. Numerosas inquietudes angustiaban a la muchacha. No había palabras con qué expresarlas. Se fundían en una sensación parecida al miedo que da el goce anticipado de la felicidad.



IV

Durante la noche de la Epifanía, en el escampado, cerca de la isba. se heló el herrero Trúnov. El día siguiente se presentó sombrío. Por la mañana, la mujer halló el encogido cuerpo de su marido espolvoreado de nieve limpia. El desconsuelo de la vieja sorprendió a todos los vecinos, niños y mayores. Lloraba a gritos, se arrastraba de rodillas sobre la nieve. Besó repetidas veces la cara sucia del borrachín. Lo abrazaba, no podía separarse de él. En vez de las lamentaciones de rigor, de su pecho salía un llanto entrecortado, semejante al grito del ánguila. Del entierro regresó a su casa sin fuerzas, indiferente a todo cuanto la rodeaba. Más tarde, sólo lograba reanimarse cuando pensaba en el casamiento de Claudia. A él se habían referido las últimas palabras del herrero. Ella las consideraba como expresión de la última voluntad de su marido.

Cerraron la isba de Trúnov. La madre se fue a vivir con su hija Elisabeta. Ayudaba en lo que podía, cuidaba de los pequeños, pero ya no estaba en condiciones de ganar nada lavando ropa. Se había encorvado. caminaba apoyándose en un bastón. Al yerno le disgustaba su presencia. La vieja únicamente salía del patio de la casa para ir a la iglesia a balbucear sus medrosos rezos y para iur a ver a Claudia, a casa de 
María Vasilievna. La bordadora era amable, se compadecía de la vieja, que había quedado sin fuerzas. Charlaba de buena gana con ella. Sus conversaciones tenían una particularidad: hablaba la bordadora y Trunova asentía en todo. La lisiada no se cansaba de quejarse por su mala salud. De ahí que tanto Trunova como todos los que la rodeaban cada día estaban más convencidos de que la dueña no iba a vivir mucho tiempo.

La vieja Trunova había puesto los ojos en una familia poco numerosa y buien avenida, que estaba dispuesta a casar al hijo con Claudia si la bordadora ayudaba a los jóvenes a poner la casa. La vieja esperó mucho tiempo a que se le presentara un momento propicio, pero habló de su proyecto cuando menos esperaba y muy inoportunamente. Un día de fiesta, en marzo, cuando, a pesar de la nubosidad, se percibía ya el tibio hálito de la primavera, paseaban las dos mujeres por el patio. La dueña examinaba los desnudos árboles y los arbustos de bayas. Dijo, suspirando:

-Florecerán y darán fruto, pero yo no estaré. Han crecido para mí, que estoy sola en el mundo. ¿Quién las aprovechará, después?

La vieja Trunova se detuvo, agitó el bastón, tiró de la manga María Vasilievna y dijo:

-Bienhechora, reina mía, te estoy muy obligada. Casa a Claudia...

La dueña, de momento, no comprendió de qué se trataba. Se imaginó que era necesario apresurarse para poner a Claudia a salvo de un pecado de juventud, y que muy cerca, quizá tras el portal, esperaba ya algún pretendiente sin escrúpulos. Se puso a gritar, agitando las manos:

-Todas sois iguales, todas... Viciosas, egoístas. ¡Sólo pensáis en sacar tajada!

Cuando se enfurecía, su delicada voz se volvía fina y penetrante. Arrastrando con dificultad sus débiles piernas, se apresuró a entrar de nuevo en su casa, sin dejar de gritar.

Al atardecer, Claudia fue a buscar a su madre a casa de Elisabeta. La bordadora mandaba decirle que se estaba muriendo y que le rogaba fuera a verla inmediatamente para despedirse de ella. 
María Vasilievna, realmente se sentía mal. Incluso guardó cama durante tres días, pero se rehizo. La vieja Trunova la atendía junto a la cama. La lisiada hablaba de los matrimonios desgraciados, de la carga delos muchos hijos, de las estrecheces, de las impúdicas costumbres de los hombres, y elogiaba a Claudia. Finalmente, declaró:

-Si tu hija no se casa hasta que yo muera y se conserva virgen, le dejaré la casa con el patio y todo lo que tiene. Que me cuide como si fuera de mi familia. No será por mucho tiempo.

María Vasilievna, siempre enfermiza, vivió todavía veinticinco años. Cada año se movía menos. El rostro se le hacía transparente; el cuerpo, más pesado. Cuidarla resultaba fatigoso. Más de una noche, la muchacha lloró con lágrimas de rabia, que no la consolaban. Decidía ir a buscar un trabajo libre a la mañana siguiente, pero nunca iba... Pensaba: "Me iré, se morirá y todos los años perdidos no me habrán servido para nada..."

La vieja Trunova falleció sin ver cumplidas sus ilusiones. Finalmente, Claudia enterró a la dueña con mucho respeto y rica pompa. En agosto del año mil novecientos dieciocho, Claudia Maxímovna Trunova entró en posesión de la casa. Había cumplido cuarenta y dos años. hacía mucho tiempo que en su barrio la llamaban la "novia ahumada". A los cuarenta años se le oscureció sensiblemente el rostro, se le formaron estrechas arrugas en la frente y junto a las comisuras de los labios, el cuerpo erguido se le encorvó levemente. Pero en la tímida sonrisa de sus pálidos labios, en su mirada, franca y limpia, se escondía una triste puerilidad que rejuvenecía a la doncella llegada a vieja. La nueva dueña del taller del bordado no tuvo suerte en el trabajo. Claudia Maxímovna pensaba a veces que la gente había dejado de creer que la vida podía ser larga. En vez de tela de lino, cada día se usaba batista para ropa interior. El bordado a mano, sólido, que exigía mucho trabajo y resultaba caro, se veía desplazado por los bordados hechos a máquina y por la vainica barata. Claudia adaptó la máquina de coser para el bordado y para la vainicas, pero este trabajo a máquina no le gustaba Quería casarse y ocuparse del hogar. Una vez en posesión de la herencia, no le faltaron pretendientes, nada despreciables, viudos de cierta edad. A
Claudia Maxímovna le desagradaban los rostros barbudos y preocupados, los movimientos calculados de las manos que ya no eran jóvenes. El cartero sin bigotes no había envejecido en sus sueños. 
Claudia Maxímovna rechazó a los pretendientes. Un día, seleccionando trapos viejos para la familia de Elisabeta, sacó del baúl una blusa de seda azul. Esponjando las abundantes mangas que habían quedado aplastadas por el mucho tiempo de estar guardadas, se puso a meditar. En la casa estaban poniendo las contraventanas, con vistas al invierno. La sobrina de 
Claudia Maxímovna lavaba los cristales y cantaba en voz baja y plácida una nueva canción.

La clarísima luz del sol otoñal iluminaba a la muchacha y al gato a rayas, acurrucado en una silla.

Claudia Maxímovna la llamó:

-Póliushka, mira, esto es lo primero que estrené...

La joven volvió la cabeza, apartando conel reverso de la mano los cabellos que le había caído sobre la cara, y se rió.

-¡Qué extravagantes eran esas modas antiguas!... Murka, por qué te pasas el día durmiendo? ¡Ah, malo, más que malo!...

Agarró al gato, lo apretó levemente, echó una mirada por la ventana, vio cómo revoloteaban las herrumbrosas hojas llevadas por el aire transparente y tomó el balde del suelo, diciendo:

-Voy a cambiar el agua...

Póliushka se dirigió hacia la puerta moviendo y levantando sus largas piernas, como si quisiera baila. Balanceaba la cabeza al ritmo de una música silenciosas que resonaba en su propio interior, y se sonreía con sonrisa tonta y graciosa. 
Claudia Maxímovna miró hostilmente el cuerpo juvenil, apenas formado, y se puso a gritar:

-¡Tienes quince años y jugueteas como una pequeña! ¡Fuera de mi presencia, tonta, desgreñada!...

Dio un fuerte golpe con la tapa del baúl. Para que se le pasara un poco el mal humor, por la noche fue a hacerle compañía su hermana Elisabeta. Acostadas una al lado de la otra, en la cama, conversaron mucho rato. Claudia quería recordar la juventud. Pero Elisabeta se había olvidado de la suya. Recordaba, tan sólo, el dolor y la alegría que le proporcionaron los hijos, y pedía a Claudia regalos para ellos. Claudia se dio cuenta, de golpe, que ella tenía muy pocos recuerdos y que nada podía contar en alta voz. Dejó de escuchar a su hermana, pensando en su vida propia. Por cariño, por amo, no la tomará nadie. se casarán con ella por la herencia. Y a lo sumo podrá encontrar a algún viudo, ya con canas, que, si es buena persona, la tratará con afabilidad una vez sea su marido. Tiene el cuerpo seco y cansado; cuando hace mal tiempo, le duelen los huesos. Los cabellos se le vuelven blancos y le caen mucho. Claudia se puso a llorar. Para disimular sus sollozos, se sonó enojada, y tosió. Pero Elisabeta no oía nada. Se durmió de repente, con sueño profundo, como se duermen los niños y los viejos que son felices.

Pronto dejó de hablarse de matrimonio. En torno, la vida humana se hizo tan confusa e incierta como el bordado a máquina. La casa de 
Claudia Maxímovna ya no interesaba a nadie. siguiendo el consejo de su cuñado, la vendió al primer comprador que se le presentó, por unos miles de rublos de nueva emisión. Le costó mucho abandonar el patio. Se quedó largo rato junto al portal, encorvada y secándose las lágrimas. Al atardecer, en casa de Elisabeta, que obsequiaba rumbosa y halagadora a la rica hermana, 
Claudia Maxímovna se animó. Bebió un poco más de la cuenta. Sus oscuras mejillas transpiraron sudorosas y se cubrieron de manchas sonrosadas que ya nada tenían de jóvenes ni de hermosas. Riendo brevemente con risa chillona y tarda palabra, decía:

-¡Que haga Dios lo que quiera con las casitas y los huertos! Ahora no dan más que quebraderos de cabeza. Con lo que tengo, mientras viva, siempre podré pagaros el pedazo de pan que me coma. Además, dicen que las nuevas leyes obligan a mantener a los viejos sin hijos. ¿Eh? Obligarán a Piotr. Tendrá que mantener a su tía. ¿Eh?

Piotr, muchacho de diecisiete años, botones del juzgado, orgulloso por su conocimiento de las leyes, se puso a explicar circunstancialmente:

-Verá usted, en primer lugar, nosotros estamos obligados a mantener a la madre que nos ha traído al mundo...

Claudia Maxímovna bajó la cabeza, de escasos cabellos, dejó caer amargamente, entre las rodillas, las manos enlazadas, rompió en llanto, y repitió, ebria:

-¿A la madre que nos ha traído al mundo?...


Lidia Nikoláievna Seifúlina

Nace en una aldea de la provincia de Orenburg (hoy Chkálov)el 3 de Abril de 1889, su padre, sacerdote de la iglesia ortodoxa, era de origen tártaro. Su madre era campesina. Seifúlina fue maestra de escuela (desde 1906) y actuó en compañías dramáticas de provincias entre 1909 y 1914, Después de 1917 ocupó diversos cargos en los organismos de instruccion pública del Ural y de Siberia. Empezó a publicar sus relatos en 1921. En la revista "Luces de Siberia" aparece en 1922 el titulado de "Los infractores de la ley", acerca de la reeducación de los niños vagabundos. Entre sus mejores obras se cuentan (Humus) (1922), "Virineia" (1825) "Alejandro de Macedonia (1922), "La propiedad" (1933) incluido enla presente colección, "Tania" (1934), "En mi tierra" (escrita durante la guerra de 1941-45), etcétera. En 1925 adaptó "Virineia" al teatro. Murió el 25 de Abril de 1954
Fuente: milcuentosrusos.blogspot.com - 22-91.ru - Foto: http://22-91.ru

PETER BICHSEL: EL HOMBRE QUE NO QUERÍA SABER NADA MÁS


—No quiero saber nada más —dijo el hombre que no quería saber nada más.

El hombre que no quería saber nada más dijo:

—No quiero saber nada más.

Eso se dice rápido.

Eso se dice rápido.

Y sonó el teléfono.

Y en vez de arrancar el cable de la pared, que es lo que tendría que hacer, puesto que no quería saber nada más, agarró el auricular y dijo su nombre.

—Buenos días —dijo el otro.

Y el hombre también dijo:

—Buenos días.

—Hoy hace un buen día —dijo el otro.

Y el hombre no dijo: «No quiero saberlo», dijo:

—Sí, es verdad, hoy hace muy buen día.

Y luego el otro dijo algo más.

Y él colgó el auricular y se enfadó mucho porque ahora sabía que hacía buen tiempo.

Entonces arrancó el cable de la pared y dijo:

—Tampoco quiero saber eso, y lo olvidaré.

Eso se dice pronto.

Eso se dice pronto.

Entonces al otro lado de la ventana brilló el sol, y si el sol brilla al otro lado de la ventana, uno sabe que hace buen día. El hombre cerró los postigos, pero el sol se colaba por las rendijas.

El hombre tomó algo de papel, tapó los cristales de la ventana y se sentó a oscuras.

Estuvo así sentado un buen rato, llegó su mujer, vio los cristales tapados y se asustó.

—¿Qué significa eso?

—Es para impedir que llegue el sol —dijo el hombre.

—Entonces no tienes luz —dijo la mujer.

—Es un inconveniente —dijo el hombre—, pero es mejor así, porque si no tengo sol, no tengo luz, pero por lo menos así no sabré que hace buen tiempo.

—¿Qué tienes en contra del buen tiempo? —preguntó la mujer—. El buen tiempo levanta el ánimo.

—No tengo nada en contra del buen tiempo, no tengo nada en contra del tiempo. Sólo que no quiero saber qué tiempo hace.

—Por lo menos enciende la luz —dijo la mujer, y se dispuso a encenderla, pero el hombre arrancó la lámpara del techo y dijo:

—Tampoco quiero saber eso, ya no quiero saber que se puede encender la luz.

Su mujer rompió a llorar.

Y el hombre dijo:

—Es que no quiero saber nada más.

Como su esposa no lo entendía, dejó de llorar y dejó a su marido a oscuras.

Y ahí se quedó él durante mucho tiempo.

Las visitas preguntaban a la mujer por su marido, y ella les explicaba:

—Es así, está sentado a oscuras y no quiere saber nada más.

—¿Qué es lo que no quiere saber? —preguntaba la gente, y la mujer respondía:

—Nada, no quiere saber absolutamente nada más.

No quiere saber más qué es lo que ve: es decir, qué tiempo hace.

No quiere saber más qué es lo que oye: es decir, qué dice la gente.

Y no quiere saber más qué es lo que sabe: es decir, cómo se enciende la luz.

—Es así —dijo la mujer.

—Ah, es eso —decía la gente, y ya no iban más de visita.

Y el hombre seguía sentado en la oscuridad.

Y su mujer le llevaba la comida.

Y ella le preguntaba:

—¿Qué es lo que ya no sabes?

Y él decía:

—Sigo sabiéndolo todo.

Y se sentía muy triste por saberlo aún todo.

Entonces su mujer intentaba consolarlo y decía:

—Pero no sabes qué tiempo hace.

—No sé qué tiempo hace —contestaba el hombre—, pero sigo sabiendo qué tiempo puede hacer. Aún recuerdo los días de lluvia, y los días soleados.

—Lo olvidarás —decía la mujer.

Y el hombre decía:

—Eso se dice rápido. Eso se dice rápido.

Y se quedó en la oscuridad, y su esposa le llevaba a diario la comida, y el hombre miraba el plato y decía:

—Sé que son patatas, sé que eso es carne, y conozco la coliflor; nada sirve de nada, siempre lo sabré todo. También sé cada palabra que digo.

Y cuando la vez siguiente la mujer le preguntó:

—¿Qué sigues sabiendo?

Él contestó:

—Sé mucho más que antes, no sólo sé cómo es el buen tiempo y el mal tiempo, ahora también sé cómo es que no haga ningún tiempo. También sé que cuando la oscuridad es absoluta, luego nunca es lo bastante oscuro.

—Pero hay cosas que no sabes —dijo su mujer, que hizo ademán de irse y cuando se detuvo, dijo—: Por ejemplo, no sabes cómo se dice «buen tiempo» en chino.

Siguió andando y cerró la puerta.

Entonces el hombre que no quería saber nada más empezó a reflexionar. Era cierto que no sabía chino, y no le servía de nada decir «tampoco quiero saber eso más», porque eso no lo sabía.

—Primero tengo que saber qué es lo que no quiero saber —exclamó el hombre, que destapó la ventana y abrió los postigos, ante la ventana llovía, y se quedó mirando la lluvia.

Luego fue a la ciudad a comprar libros de chino, regresó y estuvo semanas sentado con esos libros y pintando caracteres chinos en papel.

Si tenían visitas y preguntaban a su mujer por su marido, ella decía:

—Pues es así, ahora aprende chino, es así.

Y la gente no iba más de visita.

Sin embargo, se tardan meses y años en aprender chino, y cuando por fin lo consiguió, dijo:

—Pero aún no sé suficiente. Tengo que saberlo todo, así luego podré decir que ya no quiero saber todo eso.

Tengo que saber cómo sabe el vino, cómo sabe el bueno y el malo.

Y cuando coma patatas, tengo que saber cómo se cultivan.

Tengo que saber cómo es la luna, porque cuando la veo hace tiempo que no sé cómo es, y tengo que saber cómo se llega a ella.

Y los nombres de los animales también tengo que saberlos, y cómo son, qué hacen y dónde viven.

Se compró un libro sobre caniches, otro sobre gallinas, otros sobre los animales del bosque y uno sobre insectos.

Luego se compró un libro sobre el rinoceronte indio.

Y el rinoceronte indio le pareció bonito.

Fue al zoo y allí lo encontró, en un gran cercado, sin moverse.

Y el hombre vio con claridad que el rinoceronte intentaba pensar, intentaba saber algo, y vio el esfuerzo que le costaba.

Y cada vez que al rinoceronte se le ocurría algo, salía corriendo de alegría, daba dos, tres vueltas al cercado y entre tanto olvidaba lo que se le había ocurrido, luego se quedaba quieto mucho rato, una hora, dos horas, y cuando se le volvía a ocurrir algo salía corriendo de nuevo.

Y como siempre salía corriendo un poco demasiado pronto, en realidad no se le ocurría nada.

—Me gustaría ser un rinoceronte —dijo el hombre—, pero ya es demasiado tarde.

Luego se fue a casa y se puso a pensar en su rinoceronte.

Y ya no habló de nada más.

—Mi rinoceronte —decía—, piensa demasiado lento y sale corriendo demasiado pronto, y está bien así.

Y entre tanto se le olvidaba que quería saberlo todo para no querer saberlo más.

Y volvió a llevar la vida de antes.

Sólo que ahora además sabía chino.



Peter Bichsel
(Lucerna, 24 de marzo de 1935) escritor y periodista suizo germanófono.
Popular escritor en Alemania, hijo de un artesano, nacido en Lucerna. Posteriormente se mudó a Olten. En 1956 Peter Bichsel contrajo matrimonio con la actriz Therese Spörri († 2005); es padre de una hija y un hijo. Estudió magisterio, trabajo que ejerció hasta 1968. De 1974 a 1981, fue consejero personal de Willy Ritschard por entonces miembro del Consejo Federal de Suiza.
Establecido en Soleure se consagró a la escritura y entre 1972 y 1989 da clases en universidades estadounidenses y escribe crónicas en Weltwoche, el Tages Anzeiger y la Schweizer Illustrierte.
Son muy conocidas sus obras para público intantil/juvenil y fue miembro del jurado de la Berlinale de 1981
Este cuento fue publicado en: Kindergeschichten by Peter Bichsel. © Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main 1997.
Fuente: shortstoryproject.com - Traducción : Ana Guelbenzu - wikipedia.org - Foto: archivo del blog

ELISEO MONTEROS: MENSAJES



Su tía Karina de Santa Fe le envió la fotografía por correo electrónico. De la imagen original, que sin duda mostraba a un grupo de compañeros de trabajo, habían seleccionado la parte en la que aparecía Silvina. Se veía ahí a una mujer de unos veintiocho años, delgada, de cabello y ojos castaños. Una mirada dulce y una sonrisa sincera completaban el cuadro; su mano izquierda estaba apoyada sobre el brazo de una compañera y un chal de tonos suaves cubría su cuello.
Por muy poco apropiado que le pareciera conocer a alguien de esa forma, a Gastón le agradó, en términos generales, lo que vio. Y aunque era un tanto extraño escribirle a una persona de la que sólo conocía una foto y algunas referencias, se dijo que ya estaba metido en el asunto y que, si no lo hacía, siempre tendría la duda sobre qué hubiera pasado de haberle escrito. Cinco días después, cuando terminó de decidirse, le contó que era profesor de literatura y que además escribía, agregando que últimamente tenía algo descuidada esta actividad —que era una forma elegante de decir que se encontraba bloqueado—. Le habló además sobre su segundo libro, publicado algunos meses atrás, y le dijo que esperaba conocer también algo sobre ella.
Ella respondió también cinco días después, cuando él empezaba a creer que no respondería. En un tono muy amable le explicaba que no había podido escribirle antes por falta de tiempo; trabajaba como psicopedagoga y ese año había empezado además la carrera de psicología. Lo felicitaba por el libro y le contaba —lo cual le pareció a él una inesperada muestra de confianza— que había estado pasando por algunos momentos difíciles, pero que era «cuestión de seguir adelante».
Este comienzo, que podía ser considerado como auspicioso, despertó en Gastón cierto entusiasmo, aunque le resultó menos evidente lo que debía escribir en un segundo mensaje. En éste le dijo que él tampoco había estado pasando precisamente por una gran etapa y, ya que ella había sido franca con él, trató de darle aliento. Le envió también algunas fotos.

Por alguna razón, después de aquel primer contacto transcurrió algo más de una semana sin que se comunicaran y Gastón se concentró en sus actividades cotidianas. Se encontraba trabajando en un relato cuando se enteró por su tía de que Silvina se había mostrado extrañada de que no hubiera vuelto a escribirle: «¡No me escribió más!», había dicho en tono de reproche. Comenzó así una nueva etapa de comunicación a través del e-mail. Él se esforzaba en mostrarse tan interesante como se lo permitía su vida un tanto monótona, pero las respuestas llegaban días después o no llegaban.
En ese momento apareció —reapareció— Ingrid, una joven que había conocido tiempo atrás y con la que había tenido encuentros y desencuentros. Ingrid le había atraído en aquella época por su gracia y simpatía, aunque siempre se había alejado de ella por razones misteriosas o injustas. Eso fue también lo que sucedió ahora, porque, cuando estaba considerando otra vez un acercamiento a Ingrid, recibió un nuevo mensaje de Silvina. Le decía en él que había leído su libro y que le había parecido muy bueno.
En otro mail le decía Silvina que, para las vacaciones de julio, tal vez viajaría con una amiga a otra provincia, y que si esa provincia era Córdoba podían verse. Pero poco después explicó que se hallaba enferma, tenía una especie de gripe de la que no podía curarse, y así fue como empezó a dudar de viajar. Cuando llegaron las vacaciones y Gastón comprobó que Silvina no se decidía, pensó que podía ser él quien viajara a Santa Fe. Aunque al comunicárselo no notó demasiado entusiasmo, de todos modos resolvió hacerlo, creyendo que debía agotar todas las posibilidades.
El final del viaje fue un tanto accidentado: a las siete de la mañana se pinchó un neumático del ómnibus en el que viajaba y tuvo que esperar casi dos horas hasta que llegó el vehículo de reemplazo. Esa misma mañana, ya en casa de su tía, llamó por teléfono a Silvina y escuchó por primera vez su voz, que le resultó muy distinta de la que había imaginado, menos dulce y como si fuera de una persona de más edad. Por lo demás, la conversación fue agradable y, a pesar de que Silvina manifestó que seguía enferma, quedaron en que ella iría al día siguiente a la casa de su tía. «¡Sos famoso!», le dijo ella en cierto momento, porque había buscado su nombre en Internet y había visto algunas páginas que hablaban de los libros que había publicado. Aunque el calificativo le pareció exagerado, él no creyó oportuno refutar esa especie de halago.
Al día siguiente Silvina terminó llegando hacia la hora del almuerzo. La conversación giró en torno al trabajo en común de Silvina y Karina —eran compañeras— y, cuando terminaron de almorzar, Gastón y Silvina continuaron charlando algunos minutos, hasta que decidieron salir a caminar. Como ninguno de los dos conocía la zona, fueron casi en línea recta hasta una especie de centro comercial y entraron a un café. Allí continuaron hablando, especialmente sobre algunas cosas que ella ya le 1había mencionado antes: la repentina muerte de su madre, pocos años atrás; el alejamiento de una querida amiga, de la que nunca había vuelto a saber; el fracaso en su último noviazgo, que había terminado porque su novio se había enamorado de otra mujer.
Gastón intentó darle palabras de aliento, pero tuvo la sensación de que sus palabras sonaban huecas, como si ella las escuchara sin que llegaran a su corazón o como si él mismo no sintiera lo que estaba diciendo. Hablaban de estas cosas cuando ella dijo que se sentía incómoda porque los empleados no dejaban de observarlos. A esto contribuía probablemente el hecho de que eran casi los únicos en el café, aunque Gastón, absorto en la conversación, ni siquiera lo había notado.
«¿Vamos?», dijo ella de repente.
Serían algo más de las cinco de la tarde de ese límpido día de julio cuando llegaron a la parada del ómnibus que debía llevarla a su casa. Éste llegó a los pocos minutos y se despidieron cordialmente, prometiendo continuar comunicándose. Por la noche, sin embargo, cuando Gastón repasaba los momentos que había vivido con Silvina en ese día, no podía evitar sentir una persistente intranquilidad, que parecía provenir de la sensación de que ella le había agradado y de la inseguridad acerca de cuán interesada estaría ella en él.

Después de su regreso a Córdoba continuaron comunicándose, generalmente por teléfono, pero muchas veces no la encontraba. A veces lo atendía su padre, que no parecía estar ni a favor ni en contra de la relación, y otras su hermano, que se mostraba directamente hostil. Aún así, cuando la encontraba parecía que las cosas iban bien, porque Silvina siempre se mostraba amable.
Cierto día él volvió a sugerirle que podían verse, en este caso durante un fin de semana largo en el que podía viajar a Santa Fe. Al notar las vacilaciones de ella, Gastón mismo expresó sus dudas por una relación de ese tipo, a la distancia. Ella se quedó callada y de inmediato él se dio cuenta de que había cometido un error; luego quiso atenuar la fuerza de su última frase pero ya no fue posible.
A partir de ese día Silvina se mostró más distante y Gastón se dijo que lo más conveniente era hablar claramente con ella. En la primera ocasión que tuvo, le expresó lo que sentía sobre la relación y la sensación que tenía de que a ella no le interesaba demasiado. Ella respondió que lo que le había sucedido antes era todavía muy reciente, que no estaba preparada. Él le preguntó entonces si pensaba que era cuestión de tiempo, pero ella no quiso asegurarle nada. Pareció claro que Silvina no quería estar de novia, pero después, por algo que insinuó, fue casi evidente que había iniciado una relación con otro. También fue evidente que, aunque él insistiera, ella no cambiaría de opinión.

Con el transcurso de los días llegaron las inevitables reflexiones, los razonamientos, las justificaciones; también, las cuestiones que no tenían explicación. De todo ese cúmulo de meditaciones, lo único que Gastón vio con claridad fue que no debía volver a buscarla más.
Tal vez cambiando de opinión, ella le escribió en otras dos ocasiones: cierta vez para advertirle sobre un mensaje de e-mail que se había enviado en forma automática desde su cuenta y que temía que incluyera un virus y, más adelante, para saludarlo para Navidad. Él respondió en ambos casos, amablemente pero sin entusiasmo.
Cada tanto recibía alguna noticia de Silvina de parte de su tía, pero después las noticias empezaron a hacerse menos frecuentes. Poco a poco fue sumergiéndose en sus actividades, en sus responsabilidades, hasta que ella no fue más que el recuerdo de un intento más, de una mera tentativa.


Eliseo Monteros
Nació en la ciudad de Córdoba en 1977. Estudió bibliotecología en la Universidad Nacional de Córdoba y se ha desempeñado en distintas bibliotecas de su ciudad natal. Desde hace varios años se dedica también a escribir. Entre sus obras figuran un Diccionario biográfico de bibliotecarios y bibliotecólogos (2008), los volúmenes de cuentos Antes de volver a empezar (2005) y La última aventura (2014), la novela corta Viaje de vacaciones (2015) y el libro de ensayos Un lector agradecido (2017). 
Obtuvo la 5ª. Mención en Narrativa en Certamen Nacional «Arco Iris de Palabras» por el cuento «El hombre que pensaba demasiado» (2002); 3º. Premio (compartido) en la categoría adultos del III Concurso de Microrrelatos «Universos Mínimos», por el microrrelato «La desaparición» (2016). 
Mail: eliseo-monteros@hotmail.com - Del libro La última aventura - Ediciones del Boulevard, 2014. 
Fuente: cordoba-literaria.blogspot.com - Foto: universolamaga.com

INÉS ARÁOZ: POEMAS



ESTE PEQUEÑO BARCO CON SU TIERRA A CUESTAS

En esta misma casa
De cuya navegación me ufano
En el secreto movimiento
De mis células más íntimas

En esta misma casa
Estática
Que construí con la pasión
De quien va a montar su primera obra
El techo de los pobres
El techo de los ricos
El de quien al fin agacha la cabeza
Y entra al mundo

En esta misma casa inserta en una selva
Antes solo Sirio brillando algunas noches
Y en la que florecen los acantos al llegar octubre
En esta misma casa
Y entre sencillos actos repetidos día a día
Como enderezar los cuadros de un costado
O bien del otro
Los primeros de Diciervo que colgara entonces
Cuando con ojos de navegante miraba en lo alto
En las hojas de las palmeras
El leve balanceo de las paredes sin techumbre
Y me preguntaba cómo sellar
Ese último reducto de libertad
Que haría de mi casa un templo

En esta misma casa
Que apenas si ha cambiado su apariencia
Es verdad que los hexágonos del piso
Me traen ahora a la memoria
El cielo de las aguas que en el Mediterráneo bañan
Las playas de Tipazá
Es verdad que el adorable pájaro ptitza
Aletea de cuando en cuando entre estas paredes blancas
Siempre blancas

En esta misma casa
Desde la que me gusta contemplar a las tortugas
Devorando los capullos recién caídos de la rosa china
O el feroz combate de las grandes hormigas que luego
Por la noche
Roerán de a poco la pinotea del cielorraso

En esta misma casa a cuyas puertas y ventanas
Los benteveos acuden en noviembre
A depositar su ofrenda de moras duras
En esta misma casa me pregunto
En qué puerto estoy
¿Es posible que este pequeño barco con su tierra a cuestas
De lapachos y palmeras
Teros guardianes
Y la mirada entrañable de algunos perros
Haya navegado tanto que pueda yo decir
Un hijo tengo y no tengo un hijo?

Jugando con los hilos de la luz
Hacer la propia casa y navegar hacia lo alto
Y el corazón que arde
Girando
Girando
Girando
¿Cómo decir esta misma casa y el poema
Solo buscan la piqueta o el silencio evanescente?
¿Cómo hacer del propio barco la navegación
sin perder el rumbo?
¿Del rumbo hacia lo alto el propio barco?



PRECIOSO LIBRO DE AGUA

Tan esperado como un amante
Y le digo amante
Al amado
Que llega, sí, y se enseñorea
De esos efímeros instantes
En que uno escribe
Con la emoción
En la mano

Libro que sostengo
Y que no he leído
Aún
El verbo, el angélico
De los comienzos
El de la madre
Que sella, por empezar
El coraje
De avanzar a cortos pasos
Sobre la hierba que imperceptiblemente
Crece

Cada mañana me asiste
El mismo verbo
El angélico de cortos pasos
Leño que recién enciende
El calor del hierro
En la cocina
Y una madre prepara
La primera comida para sus niños

Lentitud mis manos
Asomándose al verbo secreto
El libro tiembla entre las manos
¿Es el verbo?
Y dejo correr
Entre sus páginas
Un torbellino
De aguas quietas




Inés Aráoz. 
Nació en San Miguel de Tucumán, Tucumán, el 9 de enero de 1945. Realizó estudios de música, lengua y literatura inglesa, luthería y lengua rusa.
Algunos de sus libros publicados son La Ecuación y la Gracia, Ed. de la Hoja, Bs. As., 1971; Ciudades, Ed. de la Hoja, Tucumán, 1981 (mereció Mención y Recomendación de publicación del jurado del Premio Bienal de Poesía “Ricardo Jaimes Freyre”, 1981, integrado por los poetas Olga Orozco, Raúl Gustavo Aguirre y Roberto Juarroz); Mikrokosmos, El Imaginero, Bs. As., 1985; Los Intersticiales, El Imaginero, Bs. As., l986 (Mención Especial del jurado del Premio Nacional de Poesía 1984-1987, integrado por Elizabeth Azcona Cranwell, María Elena Walsh, Jorge Calvetti y Santiago Kovadloff); Inés Aráoz-Poemas, Plaqueta 28, Ed. El Lagrimal Trifurca, Rosario, 1987; Ría, El Imaginero, Bs. As., l988 (Tercer Premio en el “Concurso Dodero” adjudicado por la Fundación Argentina para la Poesía); Viaje de Invierno, El Imaginero, Bs. As., l990; Las Historias de Ría, El Imaginero, Miramar, l993; Balada para Román Schechaj, Ediciones del Copista, Córdoba, 1997; La Comunidad (Cuadernos de navegación), Grupo Editor Latinoamericano, Bs. As., 2006; Echazón y otros poemas, Grupo Editor Latinoamericano, Bs. As., noviembre 2008; Pero la piedra es piedra, Grupo Editor Latinoamericano, Bs. As., noviembre 2009; Agüita, Grupo Editor Latinoamericano, Bs. As., octubre 2010; Notas, bocetos y fotogramas, Grupo Editor Latinoamericano, Bs. As., agosto 2011; Rojo torrente de fresas, Editorial Leviatán, Bs. As., marzo 2012; Barcos y catedrales, Selección y Prólogo de María Julia De Ruschi, hilos editora, Bs.As., octubre 2012; Haré del silencio mi corona, Poesía Mayor, Leviatán, Bs. As., noviembre 2013. Al final del muelle, Poesía Mayor, Leviatán, Bs. As., 2016.
Fuente: blogcantico.wordpress.com - Foto: filo.unt.edu.ar

MÚSICA: HURRICANE SMITH


"Oh babe what would you say"

de Norman Smith
Subido por: jeffcher10
Gentileza: YouTube estándar


Have I a hope, or half a chance
To even ask if I could dance with you, yoo hoo
Would you greet me or politely turn away
Would there suddenly be sunshine on a cold and rainy day
Oh babe, what would you say?

For there are you, sweet lollipop
Here am I with such a lot to say, hey hey
Just to walk with you along the milky way
To caress you through the nighttime
Bring you flowers everyday
Oh babe, what would you say?

'Cause, oh, baby I know
I know I could be so in love with you
And I know that I could make you love me too
And if I could only hear you say you dooo, ooh, ooh, ooh
But anyway, what would you say?

Yes, oh, baby I know
I know I could so in love with you
And I know that I could make you love me too
And if I could only hear you say you dooo, ooh, ooh, ooh
But anyway, what would you say?



"Don't Let It Die"

de: Norman Smith
Subido por: Bob Barry
Gentyileza: YouTube estándar

The mountainside, the flower grows 
The riverside where the water flows forever 
The jungle life of mystery 
The wide and graceful history of life 

Don't let it die 
Don't let it die 
The tiger's free, the kangaroo 
It's up to me and up to you

What we see is what we choose 
What we keep or what we lose forever 
The world is ours to tear apart 
But what if it's too late to start again?

Don't let it die 
Don't let it die 
Or say good-bye - amen

Don't let it die 
Don't let it die 
Or say good-bye in the end.


Norman Smith 
(22 de febrero de 1923 - 3 de marzo de 2008) fue un músico y productor musical británico.
Tras iniciarse como músico en el mundo del jazz, comenzó a trabajar como aprendiz de ingeniero de sonido para la discográfica EMI, llegando a ser productor e ingeniero de sonido en los míticos estudios de Abbey Road y a trabajar con grupos como The Beatles o Pink Floyd. Con The Beatles trabajó como ingeniero de sonido en todos los álbumes que el grupo de Liverpool grabó entre 1963 y 1965.
En 1967 produjo The Piper at the Gates of Dawn, el primer trabajo de Pink Floyd, con los que también colaboró en sus trabajos de 1968 (A Saucerful of Secrets) y 1969 (Ummagumma). Su colaboración con Pink Floyd y The Beatles le grangeó fama por su elaborada producción y fue elogiado por la crítica por la meticulosidad de sus últimas grabaciones.
Norman Smith introdujo a los Pink Floyd en el mundo de la música concreta al mostrarles en aquellos días de 1967 el potencial de los estudios de la EMI en Abbey Road y a él se deben gran parte de los sonidos extra-musicales que pueden oírse a lo largo de The Piper at the Gates of Dawn.
En 1968 fue el productor de S.F. Sorrow de los The Pretty Things, considerado el primer álbum de rock conceptual. A principios de los años 70, bajo el pseudónimo de "Hurricane Smith," grabó algunos temas de éxito, como "Don't Let It Die" (1971) u "Oh Babe What Would You Say". En 2004 sacó un nuevo trabajo en el que reinterpretó, junto a temas nuevos, sus éxitos de los años 70.
Fuentes: letras.com - YouTube - wikipedia.org - Foto: discogs.com