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viernes, 26 de junio de 2020

ÁLVARO MUTIS: MINICUENTOS


Capitán del 3º de Lanceros de la Guardia Imperial

Soy capitán del 3º de Lanceros de la Guardia Imperial, al mando del coronel Tadeuz Lonczynski. Voy a morir a consecuencia de las heridas que recibí en una emboscada de los desertores del Cuerpo de Zapadores de Hesse. Chapoteo en mi propia sangre cada vez que trato de volverme buscando el imposible alivio al dolor de mis huesos destrozados por la metralla. Antes de que el vidrio azul de la agonía invada mis arterias y confunda mis palabras, quiero confesar aquí mi amor, mi desordenado, secreto, inmenso, delicioso, ebrio amor por la condesa Krystina Krasinska, mi hermana. Que Dios me perdone las arduas vigilias de fiebre y deseo que pasé por ella, durante nuestro último verano en la casa de campo de nuestros padres en Katowicze. En todo instante he sabido guardar silencio. Ojalá se me tenga en cuenta en breve, cuando comparezca ante la Presencia Ineluctable. ¡Y pensar que ella rezará por mi alma al lado de su esposo y de sus hijos!


Lámparas de hojalata

Mi labor consiste en limpiar cuidadosamente las lámparas de hojalata con las cuales los señores del lugar salen de noche a cazar el zorro en los cafetales. Lo deslumbran al enfrentarle súbitamente estos complejos artefactos, hediondos a petróleo y a hollín, que se oscurecen en seguida por obra de la llama que, en un instante, enceguece los amarillos ojos de la bestia. Nunca he oído quejarse a estos animales. Mueren siempre presas del atónito espanto que les causa esta luz inesperada y gratuita. Miran por última vez a sus verdugos como quien se encuentra con los dioses al doblar una esquina. Mi tarea, mi destino, es mantener siempre brillante y listo este grotesco latón para su nocturna y breve función venatoria. ¡Y yo que soñaba ser algún día laborioso viajero por tierras de fiebre y aventura!


Soledad

En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes árboles, rodeado del húmedo silencio esparcido por las vastas hojas del banano silvestre, conoció el Gaviero el miedo de sus miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que le acechaba tras sus años llenos de historias y de paisajes. Toda la noche permaneció el Gaviero en dolorosa vigilia, esperando, temiendo el derrumbe de su ser, su naufragio en las girantes aguas de la demencia. De estas amargas horas de insomnio le quedó al Gaviero una secreta herida de la que manaba en ocasiones la tenue linfa de un miedo secreto e innombrable. La algarabía de las cacatúas que cruzaban en bandadas la rosada extensión del alba, lo devolvió al mundo de sus semejantes y tornó a poner en sus manos las usuales herramientas del hombre. Ni el amor, ni la desdicha, ni la esperanza, ni la ira volvieron a ser los mismos para él después de su aterradora vigilia en la mojada y nocturna soledad de la selva.


Álvaro Mutis

Colombia  1923 - 2013



JUAN CARLOS ONETTI: EL SUEÑO REALIZADO


La broma la había inventado Blanes —venía a mi despacho en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:

—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet.

O también:

—Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet…

Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:

—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet…

Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.

Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hamlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:

—Y pensar… Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.

Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.

La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera— yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.

La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en ella, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.

Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. “¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?” Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.

—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro…

Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.

—Señora, es una verdadera lástima… Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?

—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar… No es lo que usted piensa. Claro, se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado, Un sueño realizado.

Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.

—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme…

Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:

—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así… ya ve cómo me ha ido. De manera que… Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires… ¿Son tres actos?

Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó:

—¿Qué?

—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?

—No, no son actos.

— O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de…

—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar.

—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita…

Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.

—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.

Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:

—¿Comprende?

Pude escaparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un bock de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, “junto a usted, señora”.

Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.

—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.

Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos —”Con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita”—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.

—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted… —mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer—. Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos… ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño realizado…

Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.

Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche —lo que significaba que había estado borracho el día anterior— y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:

—¡Pero mire un poco ese techo!

Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.

—Bueno. Dele —dijo después.

Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:

—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte… Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.

Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo, un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:

—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.

Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensación de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces, ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si confesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):

—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.

La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.

—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.

Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:

—Claro, con algún dibujo, además, pintado.

Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer puede tener y que me da ganas de cerrar los ojos para no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.

Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sándwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:

—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto… De esos, ¿eh?

Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sándwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario, se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sándwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.

A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerca de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.

—Yo tampoco perdí el tiempo —dijo de golpe.

—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.

Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Me siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.

—Anduve averiguando de la mujer —dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sándwich… Hablarle de esto.

—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras.

Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida.

—Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.

Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta de que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta de que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.

—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto. Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.

Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle —había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.

La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.

Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonces que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara— daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más allá también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi cómo Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente, lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.

Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado, y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:

—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.

Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.


Juan Carlos Onetti - (Montevideo, 1908 - Madrid, 1994) Novelista uruguayo, considerado no sólo el escritor más importante que ha dado la literatura de su país, sino uno de los máximos creadores de la narrativa en lengua castellana del siglo XX.

FRANCISCO COLOANE: LA BOTELLA DE CAÑA VACÍA

Dos jinetes, como dos puntos negros, empiezan a horadar la soledad y la blancura de la llanura nevada. Sus caminos convergen y, a medida que avanzan, sus siluetas se van destacando con esa leve inquietud que siempre produce el encuentro de otro caminante en una huella solitaria.

Poco a poco las cabalgaduras se acercan. Uno de ellos es un hombre corpulento vestido con traje de chaquetón de cuero negro, montado sobre un caballo zaino, grueso y resistente a los duros caminos de la Tierra del Fuego. El otro, menudo, va envuelto en un poncho de loneta blanca, con pañuelo al cuello, y cabalga un roano malacara, que lleva de tiro un zaino peludo y bajo, perdido entre fardos de cueros de zorros.

-¡Buenas!

-¡Buenas! -se saludan al juntar sus cabalgaduras.

El hombre del chaquetón de cuero tiene una cara blanca, picoteada y deslavada, como algunos palos expuestos a la intemperie. El del poncho, una sonrosada y tierna, donde parpadean dos ojillos enrojecidos y húmedos, cual si por ellos acabara de pasar el llanto.

-¿Qué tal la zorreada? -pregunta el cara de palo, con una voz colgada y echando una rápida ojeada al carguero que lleva las pieles.

-¡Regular no más! -contesta el cazador, depositando una mirada franca en los ojos de su acompañante que, siempre de soslayo, lo mira por un instante.

Continúan el camino sin hablar, uno al lado del otro. La soledad de la pampa es tal, que el cielo, gris y bajo, parece haberse apretado a la tierra que ha desplazado todo rastro de vida en ella y dejado solo y más vivo ese silencio letal, que ahora es horadado sólo por los crujidos de las patas de los caballos en la nieve.

Al cabo de un rato el zorrero tose nerviosamente.

-¿Quiere un trago? -dice, sacando una botella de una alforja de lana tejida.

-¿Es caña?

-¡De la buena! -replica el joven pasándole la botella.

La descorcha y bebe gargareando lentamente. El joven la empina a su vez, con cierta fruición que demuestra gustarle la bebida, y continúan de nuevo en silencio su camino.

-¡Ni una gota de viento! -dice de pronto elzorrero, después de otra tos nerviosa, tratando de entablar conversación.

-¡Mm…, mm…! -profiere el hombre del chaquetón como si hubiera sido fastidiado.

El zorrero lo mira con más tristeza que desabrimiento y comprendiendo que aquel hombre parece estar ensimismado en algún pensamiento y no desea ser interrumpido, lo deja tranquilo y sigue, silenciosamente, a su lado, tratando de buscar uno propio también en el cual ensimismarse.

Van juntos por un mismo camino; pero más juntos que ellos van los caballos, que acompasan el ritmo de sus trancos, echando el zaino de cuando en cuando una ojeada que le devuelve el malacara, y hasta el carguero da su trotecito corto para alcanzar a sus compañeros cuando se queda un poco atrás.

Pronto el zorrero encuentra el entretenimiento con que su imaginación viene solazándose desde hace dos años. Esta vez los tragos de caña dan más vida al paisaje que su mente suele recorrer; este es el de una isla, verde como una esmeralda, allá en el fondo del archipiélago de Chiloé, y en medio de ella el blanco delantal de Elvira, su prometida, que sube y baja entre el mar y el bosque, como el ala de una gaviota o la espuma de una ola. ¡Cuántas veces este ensueño le hizo olvidar hasta los mismos zorros, mientras galopaba por los parajes donde armaba sus trampas! ¡Cuántas veces cogido por una extraña inquietud remontaba con sus caballos las colinas y las montañas, porque cuanto más subía más cerca se hallaba de aquel lugar amado!

De muy diversa índole son las cosas que el trago de caña aviva en la imaginación del otro. Un recuerdo, como un moscardón empecinado que no se logra espantar, empieza a rondar la mente de aquel hombre, y junto con ese recuerdo, una idea angustiosa comienza también a empujarlo, como el vértigo, a un abismo. Se había prometido no beber jamás, tanto por lo uno como por la otra; pero hace tanto frío y la invitación fue tan sorpresiva, que cayó de nuevo en ello.

El recuerdo tormentoso data desde hace más de cinco años. Justamente los que debían haber estado en la cárcel si la policía hubiera descubierto al autor del crimen del austríaco Bevan, el comprador de oro que venía del Páramo y que fue asesinado en ese mismo camino, cerca del manchón de matas negras que acababan de cruzar.

¡Cosa curiosa! El tormento del primer golpe de recuerdos poco a poco va dando paso a una especie de entretenimiento imaginativo, como el del zorrero. No se necesitaba -piensa- tener mucha habilidad para cometer el crimen perfecto en aquellas lejanas soledades. La policía, más por procedimiento que por celo, busca durante algún tiempo y luego deja de indagar. ¿Un hombre que desaparece? ¡Si desaparecen tantos! ¡Algunos no tienen interés en que se les conozca ni la partida, ni la ruta, ni la llegada! ¡De otros se sabe algo sólo porque la primavera descubre sus cadáveres debajo de los hielos!

La tos nerviosa del cazador de zorros vuelve a interrumpir el silencio.

-¿Otro trago? -invita, sacando la botella.

El hombre del chaquetón de cuero se remueve como si por primera vez se diera cuenta de que a su lado viene alguien. El zorrero le pasa la botella, mientras sus ojos parpadean con su tic característico.

Aquél descorcha la botella, bebe, y esta vez la devuelve sin decir siquiera gracias. Una sombra de malestar, tristeza o confusión vuelve a cruzar el rostro del joven, quien a su vez bebe dejando la botella en la mitad.

El tranco de los caballos continúa registrándose monótonamente en el crujido de la nieve, y cada uno de los hombres prosigue con sus pensamientos, uno al lado del otro.

“Con esta última zorreada completaré la plata que necesito para dejar la Tierra del Fuego”, piensa el zorrero. “Al final de la temporada, iré a mi isla y me casaré con Elvira”.

Al llegar a esta parte de su acostumbrado sueño, entrecierra los ojos, dichoso, absolutamente dichoso, porque después de ese muro de dicha ya no había para él nada más.

En el otro no había muro de dicha; pero sí un malsano placer, y como quien se acomoda en la montura para reemprender un largo viaje, acomoda su imaginación desde el instante, ya lejano, en que empezó ese crimen.

Fue más o menos en ese mismo lugar donde se encontró con Bevan; pero las circunstancias eran diferentes.

En el puesto de Cerro Redondo supo que el comprador de oro iba a cruzar desde el Páramo, en la costa atlántica, hasta río del oro, en la del pacífico, donde debía tomar el barco para trasladarse a Punta Arenas.

En San Sebastián averiguó la fecha de la salida del barco, y calculando el andar de un buen caballo se apostó anticipadamente en el lugar por donde debía pasar.

Era la primera vez que iba a cometer un acto de esa índole y le extrañó la seguridad con que tomó su decisión, cual si se hubiera tratado de ir a cortar margaritas al campo, y más aún, la serenidad con que lo planeó.
Sin embargo, un leve descubrimiento, algo helado, lo conmovía a veces por unos instantes; pero esto lo atribuía más bien al hecho de que no sabía con quién tenía que habérselas. Un comprador de oro no podía ser un carancho cualquiera si se aventuraba solo por aquellos parajes. Pero a la vez le decía que ese desasosiego, eso algo helado, le venía de más adentro. Sin embargo, no se creía cobarde ni lerdo de manos; ya se lo había probado en Policarpo, cuando por culpa de unos naipes marcados tuvo que agarrarse a tiros con varios, dando vuelta definitivamente a uno.

Claro que ahora no se trataba de una reyerta. ¡Era un poco distinto matar a sangre fría a un hombre para quitarle lo que llevaba, a hacerle lo mismo jugándole al monte!

¿Pero qué diablos iba a hacerle! La temporada de ese año había estado mala en la Tierra del Fuego. Era poco menos que imposible introducir un “zepelín” en una estancia. Y ya la gente no se apiñaba a su alrededor cuando baraja en mano invitaba con ruidosa cordialidad “hagamos un jueguito, niños, para entretenernos”. Además, muchos eran ya los que habían dejado uno o más años de sudores en el “jueguito”, y cada vez se hacía más difícil volver a pasar por los lugares donde más de una exaltada víctima había sido contenida por el caño de su Colt.

Tierra del Fuego ya no daba para más, y el “negocio” de Bevan era una buena despedida para “espiantar” al otro lado del Estrecho, hacia la Patagonia.

“¡Bah!”, se dijo la mañana en que se apostó a esperar al comprador de oro y como para apaciguar ese algo helado que no dejaba de surgir de vez en cuando desde alguna parte de su interior. “Si él me hubiera jugado al monte le habría ganado hasta el último gramo de oro, y al fin y al cabo todo hubiera terminado en lo mismo, en un encontrón en el que iba a quedar parado solo el más vivo”.

Cuando se tendió al borde de una suave loma para ver aparecer en la distancia al comprador de oro, una bandada de avutardas levantó el vuelo como un pedazo de pampa que se desprendiera hacia el cielo y pasó sobre su cabeza disgregándose en una formación triangular. Las contempló, sorprendido, como si viera alejarse algo de sí mismo de esa tierra; era una bandada emigratoria que dirigía su vuelo en busca del norte de la Patagonia. Cada año ocurría lo mismo: al promediar el otoño todos esos pájaros abandonaban la Tierra del Fuego y sólo él y las bestias quedaban apegados a ella; pero ahora él también volaría, como las avutardas, en busca de otros aires, de otras tierras y quién sabe si de otra vida…

¿Nunca vio tan bien el pasto como esa tarde! La pampa parecía un mar de oro amarillo, rizado por la brisa del oeste. ¡Nunca se había dado cuenta de la presencia tan viva de la naturaleza! De pronto, en medio de esa inmensidad, por primera vez se dio cuanta de sí mismo, como si de súbito hubiera encontrado otro ser dentro de sí. Esta vez, eso algo helado surgió más intensamente dentro de él y lo hizo temblar. A punto estuvo de levantarse, montar a caballo y huir a galope tendido de ese lugar, mas echó mano atrás, sacó una cantimplora tableada, desatornilló la tapa de aluminio y bebió un trago de la caña con que solía espantar el frío y que en esta ocasión espantó también ese otro frío que le venía desde adentro.

A media tarde surgió en lontananza un punto negro que fue destacándose con cierta nitidez. Inmediatamente se arrastró hondonada abajo, desató las maneas del caballo, montó y partió al tranco, como un viajero cualquiera. Escondiéndose detrás de la loma, endilgó su cabalgadura de manera que pudo tomar la huella por donde venía el jinete, mucho antes de queeste se acercara.

Continuó en la huella con ese tranco cansino que toman los viajeros que no tienen apuro en llegar. Se dio vuelta una vez a mirar, y por la forma en que el jinete había acortado la distancia se percató de que venía en un buen caballo trotón y de que llevaba otro de tiro, alternándolos en la montura de tiempo en tiempo.

Sacó otra vez la cantimplora, se empinó otro trago de caña y se sintió más firme en los estribos.

“Si con ese trote pasa de largo”,pensó, “me será más fácil liquidarlo de atrás. Si se detiene y seguimos juntos el camino, la cosa se hará más difícil”.

El caballo fue el primero en percibir el trote que se acercaba; paró las orejas y las movió como dos pájaros asustados. Luego él también sintió el amortiguado trapalón de los cascos de los caballos sobre la pampa; fue un golpe sordo que llegó a repercutirle extrañamente en el corazón. De pronto le pareció que el atacado iba a ser él, y sin poderse contener dio vuelta la cabeza para mirar. Un hombre grande, entrado en años, con el rítmico trote inglés, avanzaba sobre un caballo negro empapado de sudor y espuma; a su lado trotaba un alazán tostado, de relevo. Notó una corpulencia armónica entre el hombre y sus bestias, y por un momento se acobardó ante la vertiginosa presencia del que llegaba.

Ya encima, los trotones se detuvieron de golpe en una sofrenada, a la izquierda de él. A pesar de que había dejado un lugar para que pasara a su derecha, el comprador de oro se ladeó prudentemente hacia el otro lado.

Le pareció más un vagabundo de las huellas que un comerciante de oro. Boina vasca, pañuelo negro al cuello, amplio blusón de cuero, pantalones bombachos y botas de potro por cuyas cañas cortas se asomaban burdas medias de lana blanca. Esta vestimenta, vieja, raída y arrugada, armonizaba con el rostro medio barbudo, largo y cansado; sin embargo, en una rápida ojeada percibió un brillo penetrante en los ojos y un mirar soslayado que delataban una energía oculta o domeñada, que podía movilizar vigorosamente, cual un resorte, toda esa corpulencia desmadejada en un instante.

-¡Buenas tardes! -dijo, poniéndose al tranco de la otra cabalgadura.

-¡Buenas! -le contestó.

-¿A San Sebastián?

-¡No, para China Creek!

El acento con que se entrecruzó este diálogo no lo olvidaría jamás, pues le extrañó hasta el sonido de su propia voz. Sintió que lo miraba de arriba abajo buscándole la vista; pero él no se la dio, y así siguieron, silenciosos, uno al lado del otro, al tranco de sus cabalgaduras, amortiguado por el césped del pasto coirón.

De pronto, con cierta cautelosa lentitud, deslizó su mano hacia el bolsillo de atrás. Se dio cuenta de que el comprador de oro percibió el movimiento con el rabillo del ojo, y, a la vez, con una rapidez y naturalidad asombrosas, introdujo también su mano izquierda por la abertura del blusón de cuero. Ambos movimientos fueron hechos casi al unísono. Pero él sacó de su bolsillo de atrás la cantimplora de caña… y se la ofreció desatornillándola.

-¡No bebo, gracias! -contestole, sacando a su turno, lentamente, un gran pañuelo rojo con el que sonó ruidosamente las narices.

Quedaron un rato en suspenso. El trago de caña le hizo recuperar la calma perdida por aquel instante de emoción; mas no bien se hubo repuesto, el comprador, sin perderle de vista un momento, espoleó su cabalgadura y apartándose en un rápido esguince hacia la izquierda, le gritó:

-¡Hasta la vista!

-¡Hasta la vista! -le contestó: pero al mismo tiempo un golpe de angustia violento cogió todo su ser y vio el cuerpo de su víctima, sus ropas, su cara, sus caballos mismos, en un todo obscuro, como el boquete de un abismo, cual el imán de un vértigo que lo atraía desesperadamente, y sin poderse contener, casi sin mover la mano que afirmaba en la cintura, sacó el revólver que llevaba entre el cinto y el vientre y disparó casi a quemarropa, alcanzando a su víctima en pleno esguince. Con el envión que llevaba, el cuerpo del comprador de oro se ladeó a la izquierda y cayó pesadamente al suelo, mientras sus caballos disparaban despavoridos por el campo.

Detuvo su caballo. Cerró sus ojos para no ver a su víctima en el suelo, y se hundió en una especie de sopor, del cual fue saliendo con un profundo suspiro de alivio, cual si acabara de traspasar el umbral de un abismo o de terminar la jornada más agotadora de su vida.

Volvió a abrirlos cuando el caballo quiso encabritarse a la vista del cadáver, y se desmontó, ya más serenado.

Los ojos del comprador de oro habían quedado medio vueltos, como si hubieran sido detenidos en el comienzo de un vuelo.

La conmoción lo agotó; pero después del vértigo tan intenso cayó en una especie de laxitud, en medio de la cual, más sensible que nunca, fue percibiendo lentamente ese algo helado que le venía desde adentro. Se estremeció, miró al cielo y le pareció ver en él una inmensa trizadura, azul y blanca, como la que había en los descuajados ojos de Bevan.

Del cielo volvió su mirada a la yerta del cadáver, y sin darse cuenta de lo que iba a hacer, se acercó, lo tomo, lo alzó como un fardo, y al ir a colocarlo sobre la montura de su caballo, este dio un salto y huyó desbocado campo afuera, dejándole el cadáver en los brazos.

Estático, se quedó con él a cuestas; pero pesaba tanto, que para sostenerlo cerró los ojos haciendo un esfuerzo; esfuerzo que se fue transformando en un dolor; dolor que se diluyó en un desconsuelo infantil, sintiéndose inmensamente solo en medio de un mundo descorazonado y hostil. Cuando los abrió, el pasto de la pampa tenía un color brillante, enhiesto y rojo, como una sábana de fuego que le quemara los ojos. Miró a su alrededor, desolado, y como a cien metros vio un grupo de matas negras. Quiso correr hasta ellas para ocultar el cadáver; quiso huir en la dirección en que había partido el caballo; pero no pudo, dio solo unos cuantos pasos vacilantes, y para no caer, se sentó sobre el pasto. Tembloroso, desatornilló la cantimplora y bebió el resto de la caña. Luego, más repuesto, se levantó siempre obsesionado por la idea de esconder el cadáver, y no encontrando dónde lo poseyó un furor, otro abismo y otro vértigo y, sacando de la entrebota un cuchillo descuerador, despedazó a su víctima como si fuera una res.

En el turbal que quedaba detrás de unas matas negras, levantó varios champones y fue ocultando los trozos envueltos en las ropas. Cuando vio que sobre la turba no quedaba más que la cabeza, lo asaltó de súbito un pensamiento que lo enloqueció de espanto: ¡El oro! ¡No se había acordado de él!

Miró. Sobre la turba pardusca no quedaba más que la cabeza de Bevan, mirando con sus ojos descuajados. No pudo volver atrás. Ya no daba más, el turbal entero empezó a temblar bajo sus pies; las matas negras, removidas por el viento, parecían huir despavoridas, como si fueran seres; la pampa aceró su fuego, y la trizadura azul y blanca se hendió más en el cielo.

Tomó la cabeza entre sus manos para enterrarla; pero no halló donde; todo huía, todo temblaba; la trizadura que veía en los ojos cadavéricos y en la comba del cielo empezó a trizar también los suyos. Parpadeó, y las trizaduras aumentaron; mil agujillas de trizaduras de luz traspasaron su vista, le cerraron todo el horizonte, y entonces, como una bestia enceguecida, corrió detrás de las matas negras que huían, alcanzó a tirar la cabeza en medio de ellas, y siguió corriendo hasta caer de bruces sobre la pampa, trizado él también por el espanto.

-¿Qué tiene? ¡Está temblando! -irrumpe el joven zorrero al ver que su compañero de huella tirita, mientras gruesas gotas de sudor le resbalaban por la sien.

-¡Oh!… -exclama sobresaltado, y, como reponiéndose de un susto, se abre en su cara por primera vez una sonrisa, helada, como la de los muertos empalados, dejando salir la misma voz estragada-. ¡La caña…, la caña para el frío me dio más frío!…

-Si quiere, queda un poco todavía -le dice el zorrero, sacando la botella y pasándosela.

La descorcha, bebe y la devuelve.

“¡Pero, a este lo mato como a un chulengo, de un rebencazo!”, piensa, sacudiéndose en la montura, mientras la caña le recorre el cuerpo con la misma y antigua onda maléfica.

-¿Le pasó el frío? -dice el joven, tratando de entablar conversación.

-Ahora sí.

-Esta es mi última zorreada. De aquí me voy al norte a casarme.

-¿Ha hecho plata?

-Sí, regular.

“Éste se entrega solo, como un cordero”, piensa para sus adentros, templado ya hasta los huesos por el trago de caña.

-¡Hace cinco años yo pasaba también por este mismo lugar para irme al norte y perdí toda mi plata!

-¿Cómo?

-No sé. La traía en oro puro.

-¿Y no la encontró?

-¡No la busqué! ¡Había que volver para atrás y no pude!

El cazador de zorros se lo quedó mirando, sin comprender.

-¡Buena cosa, dicen que la Tierra del Fuego tiene maleficio! ¡Siempre le pasa algo al que se quiere ir!

-¡De aquí creo que no sale nadie! -dijo, mirando de reojo el cuello de su víctima, y pensando que era como el de un guanaquito que estaba al alcance de su mano.

“Bah”… continuó pensando,”esta vez sí que no me falla! ¡El que se va a ir de aquí voy a ser yo y no él! ¡La primera vez no más cuesta; después es más fácil, y ya no se me pondrá la carne de gallina!”

El silencio vuelve a pesar entre los hombres, y no hay más ruido que el monótono fru-fru de los cascos de los caballos en la nieve.

“¡Ahora, ahora es el momento de despachar a este pobre diablo de un rebencazo en la nuca!”, piensa, mientras la caña ha aflojado y la olvidada onda helada vuelve a surgir de su interior; pero esta vez más leve; como más lento y sereno es también el nuevo vértigo que empieza a cogerlo y no le parece tan grande el umbral del abismo que va a traspasar.

Con un vistazo de reojo mide la distancia. Da vuelta el rebenque, lo toma por la lonja, y afirma la cacha sobre la montaña, disimuladamente. Ajeno a todo, el zorrero solo parece pensar en el monótono crujido de los cascos en la nieve.

“!A éste no hay nada que hacerle, la misma nieve se encargará de cubrirlo!”, se dice, dispuesto ya a descargar el golpe.

Contiene levemente las riendas para que su cabalgadura atrase el paso y… entre ese parpadeo él ve, idénticos, patéticos, los ojos de Bevan, la honda trizadura del cielo, la mirada trizada de la cabeza tronchada sobre la turba; las mil trizaduras que como agujillas vuelven a empañarle la vista, y, enceguecido, en vez de dar el rebencazo sobre la nuca de su víctima, lo descarga sobre el anca de su caballo, entierra la espuela en uno de los ijares y la bestia da un brinco de costado, resbalándose sobre la nieve. Con otra espoleada, el corcel logra levantarse y se estabiliza sobre sus patas traseras.

-¡Loco el pingo! ¿Qué le pasa? -exclama el zorrero, sorprendido.

-¡Es malo y espantadizo este chuzo! -contesta, volviendo a retomar la huella.

Vuelve a reinar el silencio, solo, pesado, vivo, y a escucharse el crujido de los cascos en la nieve; pero poco a poco un leve rumor comienza también a acompasar al crujido: es el viento del oeste que empieza a soplar sobre la estepa fueguina.

El zorrero se arrebuja en su poncho de loneta blanca. El otro levanta el cuello de su chaquetón de cuero negro. En la distancia, como una brizna caída en medio de esa inmensidad, empieza a asomar una tranquera. Es la hora del atardecer. El silbido del viento aumenta. El zorrero se encoge y de su mente se espanta el blanco delantal de Elvira, como la espuma de una ola o el ala de una gaviota arrastrada por el viento. El otro lado levanta su cara de palo como un buey al que le han quitado un yugo y la pone contra las ráfagas. Y ese fuerte viento del oeste, que todas las tardes sale a limpiar el rostro de la Tierra del Fuego, orea también esta vez esa dura faz, y barre de esa mente el último vestigio de alcohol y de crimen.

Han traspasado la tranquera. Los caminos se bifurcan de nuevo. Los dos hombres se miran por última vez y se dicen.

-¡Adiós!

-¡Adiós!

Dos jinetes, como dos puntos negros, empiezan a separarse y a horadar de nuevo la soledad y la blancura de la llanura nevada.

Junto a la tranquera queda una botella de caña, vacía. Es el único rastro que a veces deja el paso del hombre por esa lejana región.


Francisco Coloane
(Quemchi, Región de Los Lagos; 19 de julio de 1910-Santiago, 5 de agosto de 2002) fue un cuentista y novelista chileno. 

MANUEL A. ALONSO: EL PÁJARO MALO



Si el lector ha hecho alguna vez el camino de Caguas a la capital de Puerto Rico, recordará el hermoso valle que media entre la cuesta de Quebrada-Arenas, y el cerro llamado de la Mesa; valle ameno y muy fértil regado por el río Cañas y la Quebrada-Arenas, y sembrado de infinidad de árboles, algunos de los cuales, situados a la orilla del camino, sirven de día para guarecerse el viajero de los ardores del sol, y mienten de noche fantásticas apariciones que asustan a más de un supersticioso.

Dos caminantes atravesaban este valle en una noche de enero a las dos de la madrugada: el uno, joven de veinte años, de cabello y ojos muy negros y relucientes, tez morena y con aquel tinte amarillo tan general en los criollos descendientes de europeos sin mezcla de otra raza, montaba un hermoso caballo negro, cuyas orejas pequeñas y móviles seguían de continuo la dirección del menor ruido causado por el aire, o de cualquier objeto en el cual se reflejaba la luz dudosa de la luna menguante que acababa de salir. El otro, mulato bronceado, de formas atléticas, y vestido con sombrero de paja y camisa y pantalón de tela blanca, iba sobre un alazán, que si no igualaba en la casta al caballo de su joven amo, llevaba no poca carga sin dar la menor señal de flaqueza.

-Jacinto -dijo el primero de estos dos personajes-, parece que vas cabeceando, procura tenerte firme, que caerás si te descuidas.

-Es verdad, niño, pero también lo es que tengo motivo para ir dando el piojo: hace cuatro noches que apenas duermo.

-Tampoco he dormido yo, y sin embargo me mantengo firme.

-¡Ah! cuando yo tenía la edad de su merced no me dormía aunque pasara quince malas noches; pero aquel era otro tiempo, ahora tengo veinte años más, y no puedo llevar muchos huevos de punta.

-Tienes razón, aquel era otro tiempo -contestó el joven en tono de mofa-: ¡qué buena pieza serías entonces! ¿Cuántas muchachas tenías enredadas?

-Ninguna, niño, en mi vida he querido a nadie, más que a Juana mi mujer, la criandera de su merced, y me alegro mucho de ello; porque ella me ha querido y me quiere lo que nadie puede pensar.

-Sí, buena pieza, ya lo sé, y tampoco ignoro que, en el año que yo nací, tuvo mi padre que casaros por lo mucho que os habíais querido antes de estar autorizados para ello.

-Vamos, niño, su merced siempre ha de ser el mismo: ¿quién hubiera dicho cuando lo paseábamos de noche en brazos porque no cesaba de llorar, que había de ser después tan amigo de reírse a costa del prójimo?

-¿Con qué entonces no te echaba pullas?…

-La cruz de Nazareno te caiga debajo, y te levante un millón de leguas más arriba de las estrellas -gritó el mulato, interrumpiendo a su amo.

En este instante comenzaban a bajar una pendiente, habiendo dejado algunos pasos atrás, y a la izquierda del camino, una cruz de madera, que hacía años estaba en aquel sitio clavada en tierra. El mulato se había quitado su sombrero, y rezaba temblando de miedo.

-¿Empiezas ya con tus majaderías? -dijo el joven fingiendo estar enfadado-. ¿A qué vienen esos gritos?

-Niño, no son majaderías; he oído cantar al pájaro malo.

-Calla, tonto, ¿que más pájaro malo que tú?

-La cruz de Nazareno te caiga debajo -repitió de nuevo el esclavo; añadiendo después-: ¿Y ahora lo ve su merced? ¿Ha cantado o no?

En efecto, tres gritos lejanos, al parecer de un ave nocturna, llegaron a oídos de los viajeros.

-Y bien -contestó el joven a su interlocutor-, ¿qué tenemos con eso? Si ha cantado, contéstale tú con una copla de cadenas, de aquellas que sabes improvisar.

-Parece imposible que se burle su merced de esas que a mí me dan tanto miedo.

-Y también lo parece que un hombre como tú, que rinde a un toro por los cuernos, que se ha echado a un río crecido por salvar a quien no conocía, y que ha reñido con tres negros cimarrones a la vez, tenga temor por esos cuentos de viejas.

-No son cuentos de viejas, niño; y la prueba de esto es esa cruz que hemos pasado ahora.

-¿Y qué tiene que ver la cruz con el pájaro malo?

-Si su merced supiera lo que significa esa cruz, y por qué se puso en donde está, no me haría esa pregunta.

-Yo no sé más, sino que en el mismo sitio mataron a uno y, como es costumbre, han puesto una cruz para que los caminantes rueguen a Dios por su alma.

-Pues hay más que eso.

-Vaya, veo que quieres contarme un cuento, que de todo tendrá menos de verdadero.

-Todo el pueblo sabe la historia de la muerte de Gregorio Rodríguez, que tiene mucho de verdad, y es extraño que su merced no la sepa.

-Me alegro mucho de no saberla, porque así te la oiré contar, y entretendremos un rato el camino.

-Pues, señor -comenzó Jacinto- había en el barrio de la Jagua un mozo de unos veinte años, llamado Gregorio, o Goyo, hijo de Atanasio Rodríguez, uno de los que fueron a buscar a los ingleses al puente de Martín Peña, con aquel tremendo Díaz, que dicen los desafiaba encaramado sobre uno de los pedazos que de dicho puente habían quedado cuando lo volaron los sitiadores. Este tal Goyo era alto, grueso a proporción, y tenía más fuerza que una yunta de bueyes: nadie podía aguantar su genio; a los doce años hirió a un hermano suyo, y a los diez y ocho levantó la mano a su padre, que aunque hubiera sido para él un extraño, no merecía semejante injuria, porque todos le teníamos por el hombre mejor del mundo. El pobre viejo sufrió con mucha paciencia los golpes de su hijo, y cuando se vio libre de él, arrodillándose en medio del soberano levantó las manos al cielo, diciendo: ¡Dios mío!, perdona a ese muchacho, que no sabe lo que acaba de hacer conmigo.

“Pasaron de esto algunos meses, y el padre y el hijo parecían olvidados de lance tan desagradable; pero como la justicia de Dios había de cumplirse, héteme que una tarde sale mi mozo con otro camarada suyo para ir a bailar a Turabo: llegaron a la casa del baile, y allí estuvieron hasta las tres de la madrugada sin que nada les sucediese. Al salir se juntaron con otro conocido de su mismo barrio, y tomaron el camino conversando alegremente: un poco antes de llegar al pueblo de Caguas, que habían de atravesar, oyeron cantar al pájaro malo. El endiablado Goyo se echó a reír y gritó: «Mira, mal avechucho, ven mañana a casa por cuatro granos de sal; y no faltes, que te espero.» En este momento la sombra del pájaro se pintó en el suelo delante de él; y a pesar de que quería hacerse el guapo, le dio un temblor tan fuerte, que apenas podía dar un paso. Los otros dos, que tenían miedo como él, le echaron en cara su locura en desafiar el poder del malo; mas él, recobrando su malvado valor, echó por aquella boca mil pestes sobre todo lo que nos enseña la doctrina cristiana.

“Al siguiente día, al mudar una res que nunca había topado, recibió de ella una cornada, que le hizo ir muy alto, rompiéndose al caer una pierna. Su pobre padre le asistió con el mayor agrado durante los muchos días que estuvo de peligro, y pasó las noches en vela, rogándole en vano que se confesase y comulgase.

“Apenas curado, volvió a su antigua vida de vicioso y mal hijo: salia de su casa sin volver a veces en tres o cuatro días y cuando se le acababa el dinero y no tenía que jugar, robaba a algún vecino o a su mismo padre lo que podía, para seguir en tan perjudicial entretenimiento. Llegó, por fin, un día en que nada quedaba al viejo, y entonces le abandonó, dejándole solo, pues que su hermano había muerto poco antes; se fue a vivir con uno que no tenía otro oficio que el robo, y cometió en su compañía tantos crímenes, que la justicia le echó mano y fue sentenciado a cuatro años de presidio.

“Cumplida la condena, volvió más holgazán y más pícaro que antes a unirse a su compañero y comenzaron de nuevo sus fechorías. Una noche asesinaron, por robarle treinta pesos, a un infeliz que volvía de la ciudad, donde había vendido su pequeña cosecha de café; el crimen quedó sin castigo porque nadie supo quién lo cometió.

“A los pocos días se habló de otro robo de más consideración, y no pasaron muchos después de este último, cuando se encontró una mañana en el Barrio de Culebras el cadáver del compañero de Goyo cosido a puñaladas, y no faltó quien dijera que el matador era nuestro mocito de la Jagua, que después del suceso gastaba y se divertía, sin que ninguno supiera su oficio.

“Al cabo de algún tiempo se le acabó el dinero y no sus vicios; salió una noche de una casa de este barrio que pasamos ahora, en la cual había perdido lo poco que le quedaba, y pensó matar a otro jugador que había ganado mucho. Para lograr su intento se colocó en el lugar donde ahora está la cruz de palo, y allí aguardó la proximidad de su nueva víctima. Ya el otro subía la cuestecita… no le faltaba mucho… Goyo tenía el machete empuñado con la mano derecha, y con la zurda aflojaba dentro de la vaina el cuchillo que llevaba a la pretina, iba a adelantar hacia el camino, y… el pájaro malo cantó sobre su cabeza.

“La cruz de Nazareno te caiga debajo, dijo el jugador afortunado; y de repente, viendo un bulto a la orilla del camino, paró el caballo y añadió:

“-Caramba, apártese un poquito más lejos, o diga qué es lo que quiere.

“-Que me entregues el dinero que nos has robado esta noche con tus trampas.

“-Pues, amigo, venga por él y se lo daré, que desde aquí no puedo tirarlo.

“-Allá voy, y despachemos pronto.

“Diciendo esto saltó la zanja, y se adelantó hasta muy cerca del que le aguardaba, al parecer resignado a dejarse robar; levantó el machete, y ya iba a descargar el golpe terrible, cuando se oyó un tiro; la bala de una pistola disparada por el jugador atravesó el pecho de Goyo, y el canto del pájaro malo respondió desde lejos al grito que dio este al caer en medio del camino bañado en sangre.

“Quiso Dios que el cura del pueblo, que volvía de una administración, acertase a pasar por aquel sitio y viendo un hombre en el suelo, se acercó a él con el fin de auxiliarle, si estaba enfermo, o apartarle a un lado, si otra causa menos lastimera le obligaba a guardar semejante postura. Se apeó de su caballo, y al poner la mano sobre aquel cuerpo le halló todo mojado, latía muy poco el corazón y la respiración apenas se sentía. Con mucho trabajo logró incorporarle, ayudado por el hombre que le acompañaba; mas no pasó un minuto después de esto cuando el herido, volviendo en sí, después de un profundo gemido dijo:

“-¡Ah! ¿Quién es la buena alma que me socorre y me vuelve a la vida?

“Es Dios -contestó el sacerdote-, que ha traído aquí al más indigno de sus ministros para recibir de usted la confesión de sus culpas, y auxiliarle con el fin de lograr la salvación de su alma, y volver si es posible la salud al cuerpo.

“-¡Oh padre!, lo último es imposible, porque estoy muy mal herido, y conozco que se me va acabando por momentos la poca vida que me queda; y lo primero es igualmente desesperado, porque soy un infame y mi vida es un tejido de crímenes.

“-Hijo mío, confía en la divina Providencia, abre tu corazón a un ser infinitamente misericordioso, confiesa y arrepiéntete de tus culpas, que Dios las perdonará.

“-¿Es posible, padre? ¿Dios perdona a hombres como yo que merezco arder en el infierno?

“El bueno del señor cura le predicó tanto y tan al alma, que el último se decidió, e iba a comenzar el Yo pecador; pero el canto del pájaro malo le anudó la garganta y no pudo articular ni una palabra.

“-Vamos, hijo, ¿por qué tardas tanto? -le dijo el sacerdote.

“-Padre, ¿no ha oído usted ese pájaro que acaba de cantar?

“-Si, hijo; ¿pero por qué dices eso?

“-Porque ese pájaro es el diablo, que quiere mi alma.

“-¡Calla, desgraciado! ¿Es posible que en el momento de morir tengas esa preocupación?

“El moribundo, vencido de nuevo por la persuasión del ministro del altar, dijo con voz clara sus culpas, y apenas absuelto murió en los brazos del confesor.

“Desde entonces hay esa cruz en el paraje que ha visto su merced, y en el cual nos ha cantado esta noche el pájaro malo.”

-Y bien, ¿qué tiene que ver la muerte de Gregorio Rodríguez con que sea verdad que existe ese pájaro malo?

-Mucho, señor, si no hubiera aquel mozo desafiado a este, como hizo, ofreciéndole cuatro granos de sal, no hubiera seguido siempre mal guiado por el mismo camino; yo al menos así lo veo.

-Y yo veo que tú eres un simple, pues no conoces que ese pájaro es uno cualquiera, y que el hombre que cumple con Dios y sus semejantes está muy seguro de que no le harán obrar mal todos los pájaros buenos y malos de la tierra.

Aquí terminó la conversación de los viajeros, que siguieron callados su camino.

Manuel A. Alonso
Manuel Antonio Alonso Pacheco (San JuanPuerto Rico, 6 de octubre de 1822 - San Juan, Puerto Rico, 4 de noviembre de 1889) fue un escritor y médico puertorriqueño. Se le considera una de las primeras figuras literarias del Romanticismo antillano.