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viernes, 30 de agosto de 2019

BANANA YOSHIMOTO: RECIÉN CASADOS

En una ocasión me encontré a una persona extraordinaria en el tren. Ocurrió hace mucho tiempo, pero el recuerdo aún sigue vivo. Había transcurrido un mes desde mi boda con Atsuko. Yo todavía tenía veintiocho años y esa noche estaba como una cuba. Hacía un buen rato que me había pasado de estación. Eran altas horas de la noche y en el vagón solo viajaban cuatro personas, incluyéndome a mí. Creo que no tenía ganas de volver a casa, y por eso, cuando me di cuenta, no me había bajado. Poco antes, mis ojos ebrios habían visto cómo se aproximaba y cómo se detenía poco a poco el familiar andén de mi estación. Las puertas se abrieron y entró una fresca ráfaga de aire nocturno. Luego volvieron a cerrarse; lo hicieron con tal perfección que parecía que no fueran a abrirse nunca más, y el tren se puso en marcha lentamente. Las luces de neón que yo conocía tan bien empezaron a discurrir una tras otra. Yo las miraba fijamente desde mi asiento.
Al cabo de un rato, en cierta estación, se subió aquel anciano. Debía de ser un sin techo, porque llevaba un atuendo andrajoso, tenía el cabello y la barba largos e hirsutos, y despedía un hedor fuera de lo normal. Los otros tres pasajeros se fueron cambiando a los vagones contiguos, como si obedecieran a una orden. A mí ni siquiera me dio tiempo de moverme, me quedé arrellanado en el asiento lateral hacia la mitad del vagón. Me daba igual, y quizá sentía una ligera repulsión hacia quienes dispensaban con tanto descaro esa clase de trato a los demás. Por algún motivo, el anciano fue a sentarse justo a mi lado. Contuve el aliento e hice todo lo posible para no mirarlo. La ventana que tenía enfrente reflejaba nuestras caras, una al lado de la otra. Dos hombres, hombro con hombro, sobre el hermoso paisaje nocturno que afloraba oblicuo en la oscuridad. Yo, con una cara de incomodidad que resultaba cómica en mí. 
—¿Por qué será que no te apetece ir a casa? —preguntó él con voz ronca pero estentórea. 
Al principio no me di cuenta de que aquel comentario iba dirigido a mí. Puede que la pestilencia que despedía me hubiera paralizado el cerebro. Cerré los ojos y fingí estar dormido. Poco después, acercó su cara más a la mía y dijo: 
—¿Qué motivo hay en realidad para que no quieras volver a casa? 
No abrí los ojos, pues sabía que, efectivamente, me estaba hablando a mí. El acompasado traqueteo del tren resonaba en el vagón. 
—Incluso viéndome con esta pinta, ¿no te dan ganas de marcharte? —preguntó. 
Yo seguía con los ojos cerrados, pero noté claramente el cambio en la voz. El tono se distorsionó en medio de la frase y se volvió más agudo, como cuando se rebobina una cinta de casete hacia delante. Se me nubló la mente como si mi percepción del espacio se hubiera alterado. Luego, ese espantoso hedor desapareció de golpe y, poco a poco, empecé a sentir algo dulce..., un sutilísimo aroma a flores. Dado que tenía los ojos cerrados, pude identificarlo aún mejor. Una tenue mezcla de olor a piel femenina y flores frescas... Sucumbí a la tentación y abrí los ojos. El corazón estuvo a punto de parárseme. A mi lado había una mujer. Me apresuré a echar un vistazo a los vagones contiguos, pero la gente se hallaba lejos, como en otra dimensión, nadie me miraba y sus caras tristes seguían meciéndose al compás del tren igual que hacía un rato, como si hubiese una pared invisible entre vagón y vagón.
Volví a mirar a la mujer preguntándome qué había ocurrido, en qué momento se había producido el cambio. Estaba sentada mirando al frente. No supe de qué nacionalidad era. Ojos marrones, melena castaña. Vestido negro. Piernas largas y esbeltas, zapatos de tacón de charol negro. Aquella cara me era conocida. Tenía la sensación de que se parecía a «alguien de otro tiempo»: a una artista que me había gustado, a mi primer amor, a una prima, a mi madre o a una chica mayor con la que había fantaseado durante la pubertad. Sobre su prominente pecho llevaba un broche con un ramillete de flores frescas. Me imaginé que vendría de una fiesta. ¡Y pensar que hasta hacía un instante había un hombre mugriento sentado a mi lado! 
—¿Sigues sin querer marcharte? Dijo ella con una voz dulce y fragante. 
Intenté convencerme de que estaba borracho y de que aquello era la continuación de la pesadilla que había tenido. Un sueño sobre la transformación de un patito feo: de vagabundo a mujer bellísima. No entendía nada, así que tenía que fiarme de lo que veían mis ojos. 
—Ahora que te veo, me apetece todavía menos irme a casa —contesté. 
Me sorprendió con qué desparpajo había hablado. Era como si mi boca hubiera cobrado vida propia y hubiera desnudado mis sentimientos. El tren se detuvo de nuevo, pero, curiosamente, nadie se subió en nuestro vagón. Las personas que poco a poco iban entrando en los vagones contiguos tenían una expresión sombría y aburrida, y ninguna de ellas miró hacia nosotros. Puede que, en realidad, quisieran cruzar la noche y marcharse lejos de allí. 
—Eres tozudo —dijo ella. 
—Las cosas no son tan sencillas —contesté yo. 
—¿Por qué? Ella me miró a los ojos. Las flores que llevaba prendidas en el pecho temblaron. Me percaté de las espesas pestañas que rodeaban sus grandes ojos. Luego recordé la cúpula redonda, honda y extensísima del planetario cuando lo visité por primera vez siendo niño. Aquel espacio tan pequeño abarcaba todo el universo. 
—Pero si hasta hace un instante eras un señor andrajoso. 
—Seguro que sigo dándote miedo —dijo ella—. ¿Cómo es tu mujer? 
—Pequeña. Tuve la sensación de estar viéndome de lejos, hablando por los codos. Era como si me estuviera confesando. 
—Es muy bajita, tiene el pelo liso y los ojos tan rasgados que, aunque esté enfadada, parece que sonría. 
—¿Qué pasa cuando abres la puerta de casa al volver por la noche? —recuerdo perfectamente que me preguntó. 
—Cuando llego a casa siempre me recibe con una sonrisa. Lo hace casi como si fuera su deber, como una misión sagrada. Sobre la mesa hay flores o dulces. Se oye el ruido del televisor al fondo. Hace ganchillo. En nuestro pequeño altar budista siempre hay arroz recién preparado. Cuando me levanto los domingos, oigo el aspirador y la lavadora. Charla alegremente con la vecina. Todas las noches da de comer a los gatos del barrio. Llora viendo una serie, canturrea en la bañera. Habla con los peluches mientras les quita el polvo. Cuando una amiga me llama por teléfono, fuerza una sonrisa y me pasa el aparato. Con sus amigas de la infancia habla largo y tendido por teléfono y se parte de risa, como una colegiala. Todo eso le otorga al piso un aura de particular alegría, pero a mí, no sé, me dan ganas de gritarle que pare ya, que ya es suficiente. Me pone furioso. Yo hablaba por los codos. Ella asentía. 
—Te entiendo, te entiendo. 
—¿Qué vas a entender? —dije yo. 
Ella se rió. Tenía una manera de reírse distinta a la de mi mujer, pero me resultaba familiar, como si la conociera de hacía muchísimo tiempo. Me acordé de un día en pleno invierno, cuando era un crío y vestía pantalón corto, en el que, de camino al colegio con un amigo, hacía tanto frío que ni siquiera podíamos abrir la boca para decir que hacía frío y los dos nos echamos a reír. Luego recordé varias escenas de mi vida en las que me había reído con alguien del mismo modo y, de pronto, me puse de buen humor. 
—¿Desde cuándo vives en Tokio? —me preguntó ella. Me percaté de algo raro cuando la palabra «Tokio» salió de sus labios: 
—Un momento, ¿en qué idioma me estás hablando? Y es que no lo sabía. Ella asintió con la cabeza y respondió:  
—No tiene nombre. Te estoy hablando en una lengua que solo entendemos tú y yo. Entre todas las personas existe un idioma parecido. De veras. Hay una clase de idioma tan solo para ti y otra persona, para tu mujer y tú, para las mujeres con las que estuviste antes y tú, para tu padre y tú, para tus amigos y tú. 
—¿Y si no estuviéramos solos? ¿Qué pasaría con ese idioma? 
—Si fuéramos tres, hablaríamos una lengua que solo nos pertenecería a los tres, y si se sumara uno más, la lengua volvería a cambiar. Hace mucho tiempo que observo esta ciudad. Tú, por tu parte, también has hecho lo propio. Hay mucha gente así, y ahora te estoy hablando en un idioma que solo entienden personas que «guardan la misma distancia con Tokio». Pero si aquí hubiera una abuela simpática que vive sola, me dirigiría a ella con palabras que hablaran de soledad. Si se tratara de alguien que estuviera a punto de pagarse una prostituta, lo haría con un idioma que hablara de libido. Funciona así. 
—¿Y si estuviéramos la abuela, el de la prostituta, tú y yo? 
—Siempre tienes algo que decir, ¿eh? En ese caso supongo que charlaríamos con palabras relativas a la vida de cada uno de los que arrastra este tren nocturno, en medio de la particular atmósfera creada aquí y ahora por esas cuatro personas, que no son cuatro personas cualesquiera. 
—No me digas. 
—¿Desde cuándo vives en Tokio?
—Desde los dieciocho años. Me vine nada más morir mi madre. Desde entonces he estado siempre en esta ciudad. 
—¿Cómo se siente uno al vivir con una mujer? 
—Cuando a uno lo bombardean con interminables conversaciones sobre detalles triviales y cosas absurdas sin importancia de la vida cotidiana, acaba sintiéndose extrañamente alienado. Con Atsuko es como si estuviera con la mismísima personificación del concepto de mujer que vive preocupada solo por ese tipo de nimiedades. Los pies de mi madre pasando junto a mi almohada en zapatillas cuando era tan pequeño que apenas conservo recuerdos, o mi prima llorando de espaldas cuando se le murió el gato. Son imágenes que se me han quedado grabadas en la retina. La turbadora sensación de calor e intimidad con el cuerpo extraño de otra persona. 
—¿Es así como te sientes? 
—¿Y tú adónde vas? —le pregunté. 
—Yo cojo el tren y me paso el tiempo observando. Siempre lo he hecho así, como siguiendo una recta invisible que no tuviera fin. La mayoría de la gente no lo comprende. Considera que el tren es una caja estable a la que se sube por la mañana, tras mostrar el bono y pasar los torniquetes, y que le permite regresar a la misma estación por la noche. ¿No crees? —dijo ella. 
—De lo contrario, el día a día se convertiría en algo imprevisible y tremendamente inestable —respondí yo. 
Ella asintió y siguió hablando. 
—En realidad, no estoy diciendo que me imiten, es una cuestión de mentalidad. Te sorprendería lo lejos que sería capaz de marcharse la mayoría de los pasajeros de este tren, con el poco dinero que llevan en la cartera dentro del maletín, si miraran la vida desde el tren como único punto de observación y no confundieran su función con la de llevarlos de casa al trabajo y devolverlos después. 
—No lo pongo en duda. 
—Siempre estoy dándoles vueltas a esas cosas cuando voy en tren. 
—Se nota que tienes mucho tiempo libre. 
—Todos los que nos hemos subido al tren estamos en la misma situación. Unos leen, otros contemplan los anuncios en las paredes del vagón, otros escuchan música. Yo, mientras tanto, pienso en las posibilidades del tren. 
—¿Por qué te has convertido de repente en una mujer guapa? 
—Porque no te has bajado en la estación en la que tenías que bajarte y quería hablar contigo. Simplemente para atraer tu atención. Me sentía tan aturdido que ya no sabía con quién estaba hablando ni de qué. El tren se iba deteniendo en las estaciones y volvía a deslizarse en la noche. Rodeado de oscuridad, el barrio donde vivía se encontraba cada vez más lejos. La persona que estaba a mi lado me provocaba cierta nostalgia. El olor de un lugar antes de mi nacimiento en el que una mezcla de desprecio y cariño impregnaba el aire. Al mismo tiempo, sin embargo, me transmitía la sensación de que era inabordable y podría ser peligrosa si la tocase. Temblé por dentro. No porque me preocupara mi borrachera o la posibilidad de estar volviéndome loco, sino por una sensación instintiva de insignificancia. Como el instinto desesperado de fugarse que siente una criatura salvaje al topar con un ser mucho más poderoso que ella. 
—No hace falta que vuelvas a bajarte nunca más en la estación donde vives. Depende de ti. Oí vagamente que me decía ella. «¿Será verdad?», pensé. El silencio se prolongó durante un instante. Cerré tranquilamente los ojos con el traqueteo de fondo y me imaginé la estación donde vivo: las flores rojas y amarillas, cuyo nombre desconozco, que se mecen por las tardes en los arriates de la plazoleta redonda frente a la estación. Al otro lado hay una librería. Una fila de gente hojea libros de espaldas a mí. Sí, a mí. Porque debo de estar en el recinto de la estación observando fijamente lo que hay enfrente. El olor a sopa del restaurante chino. Gente haciendo cola para comprar los famosos bollos de la confitería. El mismo grupo de siempre, formado por estudiantes uniformadas de un colegio femenino que se ríen a carcajadas, pasa a una velocidad inusitadamente lenta. Estalla otro coro de risotadas. Los estudiantes de un instituto masculino se ponen un poco nerviosos al cruzarse con las chicas. Entre ellos hay uno impertérrito. Es guapo, seguro que tiene éxito. Una oficinista somnolienta impecablemente maquillada. Debe de volver de algún recado, porque lleva las manos vacías. Parece que no le apetezca demasiado regresar al trabajo. Y es que hace buen tiempo. Un hombre de negocios compra una bebida energética en un puesto de la cadena Kiosk y se la bebe. Aquí y allá, gente que espera. Unos leen libros de bolsillo, otros observan a los transeúntes, o avistan a la persona con la que han quedado y corren a su encuentro. Unos ancianos entran lentamente en mi campo de visión. Una madre con un bebé a cuestas. La colorida fila de taxis apostada a lo largo de la plazoleta recibe clientes y los vehículos se alejan de la estación como si levantaran el vuelo. Una gran avenida con edificios antiguos y uniformes señala el confín de mi barrio. Esos lugares me llegaron al alma al pensar que jamás volvería a visitarlos, como imágenes de una vieja película cargadas de significado. Sentí cariño por todos los seres que desfilaban ante mis ojos. Algún día, cuando me muriera y mi alma regresara a la tierra en una noche de verano, seguro que el mundo se me mostraría del mismo modo. Y de pronto llega Atsuko. Es pleno verano y camina a pasitos cortos frente a la estación. Mira que le digo que no se peine así, que con ese recogido parece una señora. ¿Verá bien entornando tanto los ojos? El sol le da en la cara, debe de molestarle. En vez de cesta de la compra lleva una enorme bolsa de plástico. Se queda mirando los bollos rellenos de pasta de judía dulce como si tuviera hambre. ¿Va a comprarse uno? Cambia de idea y se va. Se acerca a la farmacia. Echa un vistazo al estante de los champús. ¿Hace falta pensárselo tanto? Son todos iguales. No pongas esa cara tan seria. Se queda parada, dándole vueltas. Un hombre apurado choca contra Atsuko. Ella se tambalea un poco. «Lo siento.» ¿Cómo que lo siento? ¿Para qué te disculpas, con el golpe que acaban de darte? Ponte dura con ese tío, igual que haces conmigo. Elige un champú. Se para a hablar con la dependienta. Sonríe. Sale de la farmacia. Su figura menuda de espaldas. Tan menuda que parece que vaya a desaparecer convertida en una raya. Camina despacio. Con pasos casi de baile, respirando a pleno pulmón el aire de este pequeño barrio. La casa es el universo de Atsuko. Llena su hogar de pequeños objetos que la representan, y los selecciona con tanta seriedad como el champú. Recorre su reino con una expresión que no es ni la de una mujer ni la de una madre. Su bella telaraña me envuelve como algo repugnante, pero también es tan pura que quiero aferrarme a ella. Me produce escalofríos, siento que no puedo ocultarle nada. Estoy a merced de su encanto innato. ¿Desde cuándo? 
—O sea, que os habéis casado hace poco —dijo ella. Yo volví en mí—. Y tienes miedo del día en que tengas que pasarte al mundo de los no recién casados. 
—Sí, exacto, no voy a arreglar nada dándole más vueltas, todavía soy un crío. Me angustia un poco. Me marcho a casa. Voy a bajarme en la siguiente estación. Se me ha pasado la borrachera. 
—Ha sido un placer —dijo ella. 
—Sí —asentí yo. 
El tren avanzó con suavidad, como un reloj de arena consumiendo un momento preciado; el nombre de la siguiente estación sonó por la megafonía. Nos quedamos callados. Me costaba despedirme de ella, como si hubiéramos estado viajando juntos durante mucho tiempo a través de Tokio, viendo la ciudad con los ojos de los medios de comunicación, de sus edificios y de su gente. Me sentía como un organismo vivo que respiraba y guardaba todo el dolor contenido en la sutil extrañeza que le producían tanto la estación del barrio en el que vivía, como el día a día, la propia vida o el perfil de Atsuko. 
La ciudad inhalaba profundamente los infinitos paisajes que cada persona poseía en su interior. Cuando me giré para decirle algo, ella volvía a ser aquel viejo desaliñado que dormía a pierna suelta. Me quedé sin habla. Como un barco, el tren arribó despacio y con tranquilidad a la siguiente estación. Se detuvo de golpe, las puertas se abrieron. «Levántate», pensé. Adiós, persona extraordinaria.


Banana Yoshimoto

Pseudónimo de la escritora japonesa Mahoko Yoshimoto, nacida en 1964 en Tokio. Se le conoce como Banana debido a su gusto por las flores rojas del banano y los pseudónimos andróginos. Es hija de Takaaki Yoshimoto, uno de los críticos y filósofos japoneses más influyentes de la década de los 60, y hermana de la dibujante Haruno Yoiko. Comenzó a escribir mientras trabajaba de camarera en el restaurante de un club de golf. Reconoce a Stephen King como una de sus mayores influencias (en concreto por sus obras fuera del género del terror), junto a Truman Capote e Isaac Bashevis Singer. Su primera novela, Kitchen, fue un éxito inmediato (tuvo más de sesenta ediciones en Japón y se ha traducido a más de veinte idiomas), ganó el Premio Umitsubame de Primera Novela y originó dos películas. Sus historias son curiosas y cercanas al lector y se desarrollan alrededor de personajes jóvenes y urbanos, mostrando un gran interés por el detalle y lo cotidiano, tratando temas como la muerte, el adulterio y la sexualidad de manera informal y asequible. Se le ha comparado con escritoras como Marguerite Duras o Isabel Allende; su lenguaje sencillo e ingenuo describe situaciones poco habituales de la cultura japonesa, con una libertad de expresión poco común en las escritoras de su generación, probablemente debido a su educación liberal.

Otras obras suyas incluyen los títulos Tsugami, Amrita y Sueño profundo.
© 1993, Banana Yoshimoto
© de la traducción: Gabriel Álvarez Martínez, 2017
Editorial Tusquets / Lecturalia / Foto: 20minutos.es /

ROSARIO DE ACUÑA: POEMAS

La muerte

¿Es dormir sin ensueños y en la hundida
fosa quedar en eternal reposo?
O ¿es despertar del sueño pavoroso
que el hombre llama, en sus delirios, vida?

La obra del alma ¿quedará perdida,
deshecha, en el abismo tenebroso?
O ¿tendrá su empezar esplendoroso
cuando sintamos la postrera herida?

¡Qué importa lo que fuere! Si es el sueño
sin ensueño, el no ser, dormir sin tasa...
¡Es posible lograr mayor ventura!

Y si es el despertar del triste ensueño
del vivir terrenal, que al alma abrasa...
¡Hay dicha más gloriosa y más segura!


Soneto escrito para ser grabado en la tumba de mi padre


Piedra, que serás polvo deleznable,
pues todo al paso de los años muere,
mi pensamiento en su amargura quiere
fundirse en lo que guardas implacable.

Alcanza en lo infinito y no le es dable
darse a la muerte si el dolor le hiere,
que el pensamiento en su amargura adquiere
una fuerza vital imponderable.

En los abismos de la muerte hundido
está mi padre, luz del alma mía,
y aún más allá del polvo y del olvido.

Más allá de mi noche eterna y fría
concibo su recuerdo bendecido
y la esperanza de encontrarle un día.




Rosario de Acuña

Rosario de Acuña Villanueva de la Iglesia nació en Madrid en 1851. Casi ciega ya a los 16, se educa en un colegio de monjas. Viajó por Francia, Portugal y vivió en Roma. Se casa a los 25 y se separa rápidamente.
Tiene mucho éxito en el teatro, ya que fue la segunda mujer en estrenar en el Teatro Español de Madrid. El padre Juan, solo tiene una representación en el teatro de la Alhambra de Madrid, y a partir de ahí se gana la antipatía de señoras y caballeros por sus ataques a la iglesia. Ocupó la tribuna del Ateneo y El Fomento de las Artes.
Se retira del mundo literario y se va a vivir a Pinto donde tenía una finca en la que organiza reuniones con librepensadores y masones. A los 38 prácticamente esta ciega por completo.
Se casa con Carlos de Lamo Jiménez, cuya hermana Regina fue madre de Carlota y Enriqueta O'Neill. En 1886 entra a formar parte de la logia masona Constante Alona como Hipatía. En 1911 dos estudiantes Norteamericanas matriculadas en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid son apedreadas por los estudiantes varones publica un artículo en L'Internationale de París, titulado, Los chicos de la Facultad de Letras, son hijos de dos faldas, las de su madre, y las del confesor, este es reproducido en El Progreso de Barcelona. Se cierran todas las facultades españolas ante tal ofensa hacía los estudiantes y Acción Católica presenta una querella criminal contra Rosario.
Se va a Portugal y tras cuatro años de exilio, el Rey la indulta a petición del Conde de Romanones. Ya en España se va a vivir a Gijón donde reside hasta morir, el 5 de mayo de 1923. Fuente: Escritoras / Foto: Proyecto Ensayo Hispánico

ANNA AJMÁTOVA: POEMAS

Leyendo a Hamlet

A la derecha del cementerio hay un sembradío estéril;
detrás, un río de azul centelleante.
Tú dijiste: —Está bien, vete a un convento
o cásate con un necio...
Era la clase de cosas que siempre dicen los príncipes,
pero son palabras que nunca se olvidan.
Deslícense cien siglos en una querella como un manto de armiño bajo sus hombros.

(1909)


A la muerte

Vendrás de todos modos. ¿Por qué no ahora?
Cuánto he esperado. Vienen los malos tiempos.
He apagado la luz y abierto la puerta
para ti, porque eres mágica y sencilla.
Asume, por tanto, la forma que más te plazca,
apunta y dispárame un tiro envenenado,
o estrangúlame como un eficiente asesino,
o bien inféctame —el tifo sería mi suerte—,
o irrumpe del cuento de hadas que escribiste,
aquél que estamos cansados de oír día y noche,
en el que los guardias azules trepan las escaleras
guiados por el conserje, pálido de miedo.
Todo me da lo mismo. El Yenisei se arremolina,
la Estrella del Norte cintila como cintilará siempre,
y el destello azul de los ojos de mi amado
está oscurecido por el horror final.
Ya la locura levanta su ala
para cubrir la mitad de mi alma.
¡Ese sabor del vino hipnótico!
¡Tentación del oscuro valle!
Ahora todo está claro.
Admito mi derrota. El lenguaje
de mis delirios en mi oído
es el lenguaje de un extranjero.
Inútil caer de rodillas
e implorar piedad.
Nada que cuente, excepto mi vida,
es mío para llevármelo:
no los ojos terribles de mi hijo,
no la cincelada flor pétrea
del dolor, no el día de la tormenta,
no la tribulación en la hora de visita,
no la querida frialdad de sus manos,
no la sombra agitada en los árboles de lima,
no el fino canto del grillo
en la consoladora palabra de la partida.

(1940)


Esta época me ha desviado

Esta época cruel me ha desviado
como a un río fuera de su curso.
Desviada de las riberas familiares,
mi cambiante vida fluyó
a un canal hermano.
Cuántos espectáculos me perdí:
el telón alzándose sin mí
y cayendo también. Cuántos amigos
que nunca tuve oportunidad de conocer.
Aquí, en la única ciudad que puedo llamar mía,
donde caminaría dormida sin perderme,
cuántos cielos extranjeros pude soñar
que no rendirían testimonio a través de mis lágrimas.
¡Y cuántos versos fui incapaz de escribir!
Sus coros secretos me acechan
muy de cerca. Un día, acaso,
me estrangularán.
Sé los comienzos y también los finales.
y la vida-en-la-muerte y alguna otra cosa
que mejor será no recordar ahora.
Cierta mujer
ha usurpado mi sitio
y usa mi verdadero nombre,
dejándome sólo un apodo
con el que he procedido lo mejor que he podido.
La tumba a la que vaya no será la mía.
Pero si pudiera salir de mí misma,
y contemplar a la persona que soy,
sabría, por fin, qué es la envidia.

(1944)

Anna Ajmátova

Poeta rusa nacida en Odessa el 23 de junio de 1889.
Hija de una noble familia de origen tártaro, estudió latín, historia y literatura en Kiev y en San Petersburgo. 
Se casó con Nikolái Gumiliov en 1910, el más sobresaliente escritor del grupo acmeista, con quien viajó por Italia y Francia. Lectora incansable, leía en sus lenguas originales a Baudelaire, Dante, Horacio y Shakespeare.
Durante muchos años fue silenciada por el régimen soviético. Sus poemas se prohibieron, fue acusada de traición y deportada. A su regreso a Leningrado, en 1944, produjo su obra más importante, "Requiem", publicada apenas en 1963. En 1965 fue nombrada Doctor Honoris Causa por la Universidad de Oxford.
"El correr del tiempo", su última obra, es un balance de su trayectoria de 1910 a 1965.
Falleció en Moscú en 1966. Fuente: A media Voz / Foto: Un Café Nocturno
Versión de Kyra Galván

CAROLINA MASSOLA: POEMAS



Esta noche hay un triángulo perfecto
los giros se ciernen sin ayuda
los cuerpos se mecen informes
como todo en derredor
el tallo se me duerme

y en un triste balanceo arrojo mi flor al jardín:

Me cubre la grama

(La mansedumbre del pez, Bs.As., Zindo & Gafuri, 2013)



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Cautiva de un océano
de una lengua mutilada
habita a contraluz inquieto ante mí
lo siniestro
donde todos los pájaros son negros

donde todo permanece sin nombre



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Fui el ciervo rojo en la noche blanca
y hasta la última claridad obscena
pregunté a cada piedra por el pedregal,
por algún sitio que hospedara esta osamenta,
por no yacer allí en círculos erráticos.

Pero sólo los copos intervenían el tiempo,
borrando cada huella robando cada rastro.

En cada uno de mis helados músculos sólo una pregunta
temblaba:

¿Por qué abandonaste el bosque?

(La respuesta traía calma)

—Yo sólo quería la montaña—




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Criaturas del otoño
que sólo saben ir hacia el invierno
con las manos extendidas como esperando algo,
algo crepitar
algo en ese instinto de tener todo lo ondulante
hielos quebradizos inútiles de frágil
se les derriten sobre las palmas abiertas
sienten lo frío
lo trémulo
en un temblar eficaz
entumecidas al viento.




Carolina Massola
Nació en 1975 en Buenos Aires, ciudad donde reside. Perfeccionó sus estudios de francés en Francia – Sorbona (París IV). A su regreso cursó estudios de Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Ha colaborado en distintas publicaciones del país como así también en la Revista de poesía de Madrid El Alambique y fueron publicados algunos de sus poemas en la revista Prisma N°12 de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges. En 2009 publicó Estado de gracia, libro de poesía incluido en la colección “Fénix” de Ediciones del Copista. Libro traducido al francés por Yves Roullière. En 2013 publicó el libro de poesía La mansedumbre del pez en Zindo&Gafuri Ediciones. Actualmente cursa el último año del Traductorado Literario-Técnico y Científico de Francés en el I.E.S. en Lenguas Vivas “J.R.F.” y trabaja en la producción y corrección de nuevos trabajos poéticos. Dirige los siguientes blogs:http://lacitedesmiroirs.blogspot.com.ar/ , http://esquirlassobreelpuente.blogspot.com.ar/
Fuente: Cita en las diagonales /

ANAMARÍA MAYOL: POEMAS

Palabras al vuelo
Tengo pájaros nómades en mi sombra
anidan en las manos de las gentes
me siguen por el dorso de las calles
duermen entre los párpados
en el insomnio beben la noche 
                                       desde mis ojos

pájaros
que cantan todas las tristezas del mundo
aman la luna llena hasta la ausencia
cambian soledades por  horizontes

trashumantes testigos que migran
en el viento
toman por asalto ciudades
se hacen urbanos entretejiendo sueños

detienen su vuelo en las estatuas
y desnudan escarchas  en las mañanas

pájaros
que copulan en mi sombra
paren solitarias palabras 
                                       que danzan
entre las piernas de los transeúntes

palabras al vuelo
olvidadas como  migas de pan en las aceras 
le reinventan aristas a la tarde en el cielo

y cuando menos lo espero
                              regresan por la cornisa de un poema

Tengo pájaros nómades en mi sombra.

Nosotras

Fuimos olvidando los nombres del miedo
revelándonos
                                       a tanta mansedumbre
predestinadas a levantar el vuelo
hallar la salida  del laberinto

Transpuesto el umbral
                                       que atraviesa el exilio
soltamos palabras
gastadas de nombrar inútilmente

desatamos los atávicos nudos
y en rebelión la piel nos dio el deseo

necesitábamos alivianar la marcha
alzar los rostros
pronunciarnos libres

vivir como llegamos
                             al desnudo.



Anamaría MAYOL  
Nacida en La Pampa –Argentina. Email: mayolanita@hotmail.com Escribe poesía y cuentos desde los 10 u 11 años. Actualmente reside en San Martín de los Andes /Patagonia Argentina Ha publicado poemas en más de 40 Antologías en su país de origen yen, Costa Rica , Cuba, Ecuador, Mexico, Puerto Rico , Perú, Uruguay. Cuenta con ocho libros editos “Riconto” 2000 “Ventanas Rotas” 2004. Poemas Pájaros. 2006 Posiblemente somos Memorias 2007. -De mares y de Sombras 2007. Informe sobre sombras y otoños 2006. Por eso las estrellas 2008.No se trata de mi 2011 Ha publicado además poesía y cuentos breves en Suplementos culturales y Diarios locales de San Martín de los Andes, en Revistas Universitarias, y ha sido editada en numerosas revistas culturales y en distintas Páginas de Internet Ha sido parcialmente traducida al inglés,catalán,portugués , árabe y sueco Su obra en su mayoría está inédita. 0bteniendo menciones y/o distinciones en Concursos Nacionales e Internacionales de poesía y cuentos. 
Fuente: anamariamayol.blogspot.com

PAUL ANKA: MÚSICA


"Pon tu cabeza en mi hombro"
Subido por: Luis G. freer

Wedding Love Super Hits
Compositores
Paul Anka
Con licencia cedida a YouTube por
KM Records (en nombre de High Definition Classics); LatinAutor - PeerMusic, CMRRA, ARESA, SOLAR Music Rights Management, BMG Rights Management, LatinAutor, UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM, BMI - Broadcast Music Inc. y 10 sociedades de derechos musicales




"Puppy Love"
Subido por: gamanxd
Dedicated to Love (70 Classic Love Songs)
Compositores
Paul Anka
Con licencia cedida a YouTube por
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Paul Anka
Paul Albert Anka (Ottawa, Canadá; 30 de julio de 1941) es un cantante, compositor y actor canadiense. Anka ascendió a la fama a finales de 1950, 1960 y 1970 con sus canciones «Diana»,«Lonely Boy», «Put Your Head on My Shoulder» y «(You're) Having My Baby». Escribió música muy conocida, tal como el tema musical del programa The Tonight Show Starring Johnny Carson y uno de los mejores éxitos de Tom Jones, «She's a Lady». También escribió la letra inglesa sobre la música de Claude François y Jacques Revaux, o la letra de la canción estrella de Frank Sinatra «My Way», la cual ha sido cantada por muchísimos artistas, incluyendo Elvis Presley. Anka entró en el Paseo de la fama de Canadá en 2005. En 1983 escribió una canción con Michael Jackson, «I Never Heard», a la cual se le cambió el título en 2009 por «This Is It​». Otra canción que escribió junto a Jackson en esa misma sesión fue «Love Never Felt So Good»; fue descubierta y sacada en el disco Xscape en 2014. Johnny Mathis también sacó esta canción en 1984. Paul Anka se convirtió en un ciudadano naturalizado en Estados Unidos en 1990. Fuente: YouTube / Wikipedia / Foto: aarp.org

viernes, 23 de agosto de 2019

AGUSTÍN DÍAZ PACHECO: DESDISTANCIAS



Su mano derecha, al igual que una onda arrojó con fuerza la botella lo más lejos del peñasco que se adentraba en el mar. La botella emergió rápidamente y se convirtió en una provisional boya. En su interior, un escrito, un pequeño mensaje, acompañado de un corto verso de Pablo Neruda: 

A quien la recoja, mi entrañable saludo. He escrito estas líneas en los momentos de recreo, en el transcurso de la actividad de mis compañeros, y mis contados amigos, quienes se entretienen haciendo cabriolas, jugando al fútbol o al baloncesto, haciendo todo lo contrario que yo. Espero que esta botella sea recogida por una mano bondadosa, y el texto que permanece en su interior desplegado por unos dedos tan ávidos como los míos, a la vez que unos ojos inteligentes y curiosos lean mi mensaje. Soy un adolescente que confía en las ondulaciones del mar, en las corrientes del océano, en los atajos marinos. En el destino. Espero que otra persona, una mujer, lea mi texto y me escriba a la dirección que acompaña mi carta. Mi más cordial saludo.
Fernando Amaral

¿Sufre más el que espera
que aquel que nunca esperó a nadie?

¿Dónde termina el arco iris,
en tu alma o en el horizonte?

¿Tal vez una estrella invisible
leerá el cielo de los suicidas?

¿Dónde están las viñas de hierro
de dónde cae el meteoro?

Transcurrieron los días, pasaron los meses, abundaron los años, y cierto día, en el mes de agosto, cuando estaba de nuevo en aquel pueblo costero pasando un tiempo de descanso, alguien tocó en su puerta. Se dirigió hacia la puerta, y pudo comprobar que habían introducido un sobre bajo ella. Su mano derecha recogió el sobre. Contempló la letra, grácil y en forma de extraños bucles. Miró extrañado el remite. A continuación, abrió cuidadosamente el sobre. De su interior extrajo un papel doblado. En él aparecía un texto manuscrito a estilográfica que decía:

Estimado señor Fernando, hace tan sólo unos días he podido recoger una botella conteniendo un pequeño texto; un texto cordial y abundante en esperanza. Lo he leído detenidamente, y ahora me atrevo a contestarle. Creo que debo decirle que yo también jugaba cuando tenía su edad, y mis amigas se entretenían en charlar con mis compañeros de clase. Recuerdo que hace algún tiempo, admiré a un compañero de instituto. Él nunca se fijó en varias de las chicas, entre las cuales me encontraba yo. Era un adolescente agraciado, alto y sensible. Llegué a amarlo. Pero temí y hasta padecí su timidez. Ahora, transcurrido el tiempo, sólo le deseo a usted que viva en salud y paz.

Depositó la carta sobre la mesa. Se retiró lentamente las gafas. Estuvo pensativo durante un buen rato, tiempo que aprovechó para mesar su blanca barba. Volvió a mirar la carta de nuevo y luego se detuvo en la firma, Sor Margarita Balboa. Se entretuvo en la dirección, y un escalofrío recorrió su columna vertebral. Su mano derecha corrió la cortina de la ventana y sus ojos se fijaron en el convento que podía divisar a centenares de metros de su casa.



Agustín Díaz Pacheco
Nació en Tenerife, España, el 3 de julio de 1952. 
Desde joven comenzó trabajando como aprendiz en una empresa litográfica para más tarde ejercer los más diversos oficios: vendedor de libros, controlador de distribución en una multinacional estadounidense, administrativo de una empresa turística y de una fábrica de tabacos. Estudió derecho, carrera que abandonó para dedicarse al periodismo y a la literatura. Actualmente es profesor de escritura creativa, periodista y redactor cultural en diferentes medios de prensa. Su obra crítica aborda temas de literatura, pintura, escultura, fotografía y cine. Ha sido premiado varias veces por sus cuentos y novelas y traducido al francés, croata, inglés, alemán y finlandés. Fuente: Agustín Díaz Pacheco. "Desdistancias". Breves atajos. Tenerife: Ed. Baile del Sol, 2002 (p. 87-88). El libro de las preguntas, Pablo Neruda. ensayistas.org. Alchetron

ISAAK BÁBEL: LA CARTA



He aquí la carta que me dictó, para su casa Kurdyukof, un soldado de nuestra sección. La carta merece no ser olvidada. La escribí sin el menor aditamento, y fidedigna y literalmente la transcribo.

Querida madre Yefdokia Feodorofna: En las primeras líneas de esta carta, me apresuro a participarle que, gracias a Dios, vivo y estoy sano, lo cual desearía oír también de usted. Me inclino profundamente ante usted desde la blanca frente hasta la tierra húmeda... [Siguen parientes, padrinos, compadres... Prescindimos de todo esto y vamos al segundo párrafo.]

Querida madre Yefdokia Feodorofna Kurdyukova: Me apresuro a escribirle a usted que estoy en la caballería roja del compañero Budienny. Su compadre Nikon Vassilievitsch está también aquí. Ahora es un héroe rojo. Me ha llevado con él a la expedición de la sección política, desde donde enviamos al frente literatura y periódicos: Izvestia de Moscú, del Comité Central Ejecutivo, Pravda de Moscú, y nuestro querido e implacable periódico El Jinete Rojo, que todo combatiente, en el frente más avanzado desea leer para batir luego con ánimo heroico a los insolentes nobles..., y a mí me va divinamente con Nikon Vassilievitsch.

Querida madre Yefdokia Feodorofna: mándeme usted muchas cosas, todo lo que pueda. Haga el favor de matar el cerdo pío y mandarme un paquete a la sección política del compañero Budienny, para Vassili Kurdyukof. Todos los días me acuesto sin comida y sin ropa, así es que paso un frío horrible. Escríbame una carta sobre mi Stiopa y dígame si vive o no. Haga el favor de tener cuidado de él y escríbame si tiene todavía aquel defecto o ha pasado ya, y también sobre la matadura en la pata delantera y si le han herrado ya o no. Haga el favor, querida madre Yefdokia Feodorofna, de lavarle la pata con el jabón que le dejé detrás del santo, y si se ha gastado ya el jabón, compre más en Krassnodar y Dios no la abandonará. Puedo decirle también que esta tierra es muy miserable. Los campesinos huyen con sus caballos a los bosques ante nuestras águilas rojas. Trigo se ve muy poco y está bajísimo. Nosotros nos reímos de él. Los campesinos siembran centeno y avena también. El lúpulo crece aquí en estacas, lo cual da un gran aspecto. Hacen aguardiente de él.

En las siguientes líneas de mi carta me apresuro a escribirle sobre padrecito, que hace un año mató a golpes a mi hermano Feodor Timofeyevitsch Kurdyukof. Nuestra brigada roja, la del compañero Paulitschenko, atacaba Rostof, cuando se cometió una traición en nuestras filas. Por entonces estaba padrecito con Denikin mandando compañía como suplente. Gente que le ha visto dice que llevaba su medalla como en tiempos del antiguo régimen. A consecuencia de aquella traición se nos hizo prisioneros a todos, y padrecito echó la vista encima de mi hermano Feodor Timofeyevitsch. Padrecito empezó a dar con el sable a Fedia, gritando al mismo tiempo: "Carroña, perro rojo, hijo de perro" y más todavía, y le siguió golpeando hasta que oscureció y hasta que mi hermano Feodor Timofeyevitsch cayó muerto. Entonces le escribí a usted una carta de cómo Fedia estaba enterrado sin cruz. Pero padrecito me pilló la carta y me dijo: "Hijos de madre, que habéis salido a la madre, sois una ralea de zorra. Yo he preñado a vuestra madre y volveré a preñarla. Mi vida camina a su fin; pero, en nombre de la Verdad, voy a exterminar a mi propia simiente...", y mucho más dijo todavía. Yo soporté ese sufrimiento como nuestro salvador Jesucristo. Pero pronto escapé de padrecito y volví a alistarme en las tropas del compañero Paulichenko. Y nuestra brigada recibió orden de dirigirse a la ciudad de Voronezh para equiparse, y allí nos dieron caballos, mochilas, polainas y todo lo que nos hacía falta. Puedo decirle, querida madre Yefdokia Feodorofna, que Voronezh es una ciudad muy bonita; pequeña, aunque más grande que Krassnodar. La gente es muy guapa y hay allí un riachuelo que sirve para bañarse.

Todos los días nos han dado dos libras de pan, media libra de carne y bastante azúcar, de manera que al levantarnos, y por la noche lo mismo, hemos tomado té dulce y hemos olvidado el hambre. A mediodía fui a ver a mi hermano Semión Timofeyevitsch para hartarme de ganso y de tortilla dulce. Después me dormí. Por entonces quiso todo el regimiento tener de comandante a Semión Timofeyevitsch por su valentía, y vino orden del compañero Budienny, y Semión Timofeyevitsch recibió dos caballos, magnífica vestimenta, un carro para el bagaje y la orden de la Bandera Roja, y yo, como hermano suyo, me he quedado con él. Si ahora nos ofendiese un vecino, Semión Timofeyevitsch podía matarle sin más ni más. Después empezamos a perseguir al general Denikin; matamos a miles de los suyos y los echamos hasta el mar Negro; pero ni rastro de padrecito, y eso que Semión Timofeyevitsch ha hecho indagaciones sobre él en todas partes porque le atormenta el recuerdo de su hermano Fedia. Pero, querida madre, ya conoce usted a padrecito y sabe usted lo testarudo que es. Se había pintado tranquilamente la barba roja de negro, y se hallaba vestido de paisano en la ciudad de Maikop, donde nadie podía conocer que era un verdadero sargento de caballería del antiguo régimen. Pero la verdad se abre paso siempre. Su compadre Nikon Vassilievitsch le vio por casualidad en una choza y dio cuenta de ello a Semión Timofeyevitsch. Montamos a caballo y corrimos furiosamente doscientos kilómetros, yo, mi hermano Semión y unos cuantos mozos voluntarios.

Y ¿qué vimos en la ciudad de Maikop? Pues vimos que el interior no sufre como el frente, y que lo mismo que allí, en todas partes hay traición, y que todo está lleno de judíos, igual que en el antiguo régimen. Y Semión Timofeyevitsch disputó violentamente en la ciudad con los judíos, que tenían a padrecito bajo cerrojos y no querían entregarle diciendo que había llegado orden del compañero Trotski de no matar a los prisioneros; que ellos mismos le juzgarían; que no querríamos ser malos con ellos; que padrecito recibiría lo suyo. Pero demostró que era comandante de un regimiento y que poseía todas las órdenes de la Bandera Roja del compañero Budienny. Amenazó con apalear a todos los que defendían la persona de padrecito y no quisieran entregarle, y los mozos del pueblo amenazaban también con ello. Y cuando padrecito salió, empezó Semión Timofeyevitsch a pegar a padrecito y, según la costumbre de la guerra, apostó en el patio a todos los soldados. Y luego Senka le tira agua a la cara a padrecito Timofei Rodionitsch, y la pintura corría barba abajo. Y Senka preguntó a Timofei Rodionitsch:

—¿Le va a usted bien en mis manos, padrecito?

—No —dijo padrecito—; me va mal.

Entonces preguntó Senka:

—Y a Fedia, ¿le iba bien en sus manos cuando le mató usted a golpes?

—No —contestó padrecito—; mal lo pasó Fedia.

Entonces volvió a preguntar Senka:

—¿Creía usted entonces, padrecito, que también usted lo pasaría mal alguna vez?

—No —dijo padrecito—; no creí que lo pasaría mal.

Entonces se volvió Senka a los que estaban presentes y dijo:

—Yo creo que vosotros no andaríais con miramientos conmigo si cayera en vuestras manos. Con que, padrecito, vamos a terminar...

Entonces Timofei Rodionitsch empezó con todo descaro a decir cosas a Senka, a la madre de Senka y a la madre de Dios, y Senka a pegarle en los morros; y Semión Timofeyevitsch me mandó salir del patio, así que no puedo decirle, querida madre Yefdokia Feodorofna, cómo terminó padrecito, porque entonces precisamente me echaron del patio.

Luego acuartelamos en la ciudad de Novorossik. De esta ciudad puede decirse que detrás de ella no hay más tierra seca... Agua, pura agua, el mar Negro. Allí estuvimos hasta mayo, luego fuimos al frente polaco y allí nos las entendimos con los nobles hasta no poder más...

Quedo de usted su querido hijo

Vassili Timofeyevitsch

Madrecita, eche una mirada de cuando en cuando a Stiopa y Dios no la abandonará...


Ésta es la carta de Kurdyukof, en la que no he cambiado una palabra. Cuando la terminé, cogió la hoja escrita y se la metió debajo de la camisa, pegada al cuerpo.

—Kurdyukof —pregunté al mozo—, ¿era malo tu padre?

—Mi padre era un perro contestó sombríamente.

—¿Y tu madre es mejor?

—¡Psss!... Si quieres verla... Aquí tienes a nuestra familia.

Y me alargó una fotografía arrugada. Allí se veía a Timofei Kurdyukof, un sargento de caballería, ancho de hombros, con gorra de uniforme, la barba cuidadosamente partida, los pómulos salientes e inmóviles y los ojos fijos, sin color ni expresión. A su lado, en un sillón de mimbre, una campesina pequeña miraba vivazmente. Estaba sentada, con una blusa que caía sobre la falda y con un semblante enfermizo, dulce y tímido. Y en el inocente fondo de la fotografía —flores y palomas— estaban de pie como árboles, dos mozarrones; dos raros gigantes de mirada apagada, caras anchas, tiesos como a la voz de "¡Firmes!" Eran los dos hermanos de Kurdyukof: Feodor y Semión.


Isaak Bábel
Nació el 13 de julio de 1894 en Odessa.
Hijo de un comerciante judío, luchó con el ejército zarista durante la I Guerra Mundial aunque después se pasó a los bolcheviques.
Sus primeros escritos se publicaron en 1916.
Sus relatos están basados en las experiencias de cuando sirvió en las fuerzas rusas destacadas en Polonia, a comienzos de la década de 1920 y fueron recogidos en Caballería roja (1929).
Escribió además sobre los judíos de su región natal, Odessa.
Sus obras teatrales, como Ocaso (1928), no tuvieron tanto éxito, a pesar de que el Teatro del Arte de Moscú las representó con grandes medios escenográficos.
Fue detenido, torturado y ejecutado durante la Gran Purga de Stalin.
Isaak Bábel falleció en Moscú el 27 de enero de 1940. 
Fuente: buscabiografias / Foto: disonancias


CHRIS ABANI: POEMAS


UNA PEQUEÑA ORACIÓN

Nada sé de la verdad
imponiéndose como esa primera luz,
inconmovible río sagrado.
Pero mi corazón es inacabable,
girando en un rosario que cae pesadamente. Fruto
de la mano fatigada de la piedad
y hay ese rumor —Esto es amor, esto es amor
¿pero qué sé yo de sus solitarias estaciones,
el peso completo de una cruz, la ternura de los remaches?
Pero hay redención en esta aventura
—la verdad como la mejor adivinanza de la memoria—.
Así que rebusco con manos mugrientas dando forma
con un poco de cartón grueso y engrudo, a sus ayeres,
reclamando algo atrapado en la sombra
entre coplas rebosantes de promesa
inventándome, este niño pequeño, este niño, este hombre
y mi corazón conoce las estrellas que veo,
y sabe que otros han viajado antes por esta oscura senda: hacia la poesía.


RESTAURACIÓN
Qué tonto seguir golpeando
en la puerta de un corazón cuyo rostro permanece cerrado para mí.
Todas estas palabras, Padre mío, todas estas palabras escritas
buscándote cuando nunca fuiste Tú, ¿verdad?
Siempre fui yo
Si pudiera construir una pira funeraria,
Pondría en alguna parte mi cepillo para el cabello,
mi soldado de juguete,
mis libros,
mis lápices,
mis dibujos,
mis libros,
mis sueños,
mis libros,
todo.
Luego el fuego.
Te liberé esa noche, Padre.
Cuando volviste en ese Volkswagen amarillo,
en ese sueño.
Hice un bote en tu honor.
Urdí poemas y palabras y no-palabras.
Los eché al mar.
Fr. Obuna me dijo:
“Un regalo se da libremente
y se devuelve libremente.
Me ha llevado treinta años
comprender esto.
Yemayá tiene tu corazón ahora.
Que sea misericordiosa,
Que te ame.
La herida ya no sangra.
Que es como decir
que lo que he deseado
es como sal que se deja al aire
toda la noche y ya no queda nada.
Que sea suave el rocío.
Que sea salado el rocío


PEREGRINAJE

Nada hay tan definitivo como la oración.
Una mano ahueca una sombra.
Un corazón se desnuda, abierto como una flor.
En alguna parte entre el cuidado y la cacofonía
la ciudad de los Ángeles está viva.
La ciudad esta noche permanece fuera de todo.
Llegamos a la noche.
Llegamos a la luz.
La ciudad es una mentirosa.
Puede que encuentre mi camino.
Los Ángeles es un sueño que no podemos soportar.
Pienso en las calles negras como cualquier río, y en la cerveza.
Sobre música amplificada una mujer llama a su amado.
No se encuentra la verdad aquí.
La ciudad está inundada de luces.
Incluso este sacrificio no nos salvará.
Digo “hibisco” y quiero decir “inocencia”.
Digo “guayaba” y quiero decir “niñez”.
Digo “velo para zancudos” y quiero decir “pérdida”.
Digo “padre” y quiero decir sólo eso.
Sucede que todos soñamos, pero el mar es sólo mar.
Sucede que le imploramos a Dios pero aquello es sólo una brisa
agitando las páginas de un libro de oraciones en una pequeña iglesia
donde los bancos gimen con el calor.
Afuera, un pavo real no se calla.
Hay tantas maneras en las que podría deshacer la noche
en que mi padre murió, si sólo pudiera encontrar las ataduras del tiempo.
Aquí la hierba verde es verde, incluso con la abundancia
del hogar, incluso con la carga del exilio.
Hay un árbol en el jardín trasero de mi padre bajo
el cual mi cordón umbilical está enterrado. No es una metáfora.
Bañándome en una lámina de zinc, una noche corté mi tobillo
sangrando mi cordón umbilical de nuevo.
Mira, hay una simple aritmética en el perder, el ser, y las berenjenas.
Puedo cantar la genealogía de mi padre remontándome a medio milenio
pero aquí en Starbucks lucho con Oprah
para encontrarme a mí mismo, lo que sería como decir
que voy a aceptar las etiquetas ante mí
pero sólo un corte más profundo es suficiente.
No soy estadounidense aunque quiera serlo.
No soy nigeriano aunque tengo la melancolía de los nigerianos.
Soy algo todavía más profundo.
Por ahora Igbo, el que marca los lugares. A veces también
druida, por el lado de mi madre. Y un pasaporte rojo.
La gente dice, carajo, si hubiera visto lo que has visto.
¡Carajo! ¡Piedad! ¡Santo Dios!
También este es mi grito. He visto, pero sigo perdido.
La niebla no se despeja por más que yo golpee
mi cayado en la piedra.
Hay tratantes de esclavos entre mis antepasados, y esclavos también.
En ciertas noches me despierto con el amargo de las cadenas oxidadas
en mi lengua y un látigo en la mano.
Los avatares vienen y van y vuelven.
Sólo hay un mapa que se destiñe bajo el sol ardiente.
Dirá alguien que soy un pesimista pero no lo soy.
Nada se gana con las pérdidas.
Bebo té a la sombra y creo en la poesía.
Soy un fanático del optimismo.

Cuando primero se ve morir a alguien
de un machetazo o por una bala,
es decir, cuando primero te enfrentas
al asombro de la sangre y lo sientes
recorrer tu piel como una fango dulzón,
aunque las grietas que humedece no son tu piel
sino realmente la obsidiana del camino,
te sientes enfermo de maneras que no creías posibles.
Una profunda y maravillosa bilis
que nunca puede dejar tu hígado.
Y luego pasan los días y te acostumbras
a su forma de ser y esto ya no te molesta
más que el zumo de cereza en los panqueques.
Te aburres y te impacientas con todo eso.
Con la conmoción de esos momentos recién llegados.
Y después de eso la gente puede morirse a tu alrededor de día y de noche
y tú sigues sin darte cuenta.
Mi capacidad para esto me asusta.
Benditos sean los no profanados en el camino.
Hay dos maneras de mirar el cuerpo.
La resurrección y la crucifixión:
todo lo que yace en medio es ritual.



Chris Abani
Nació en Afikpo, Nigeria, el 27 de diciembre de 1966.
Novelista, poeta y músico nigeriano. Su obra gira siempre en torno a los problemas de la sociedad nigeriana y está escrita, como él mismo apunta, en una combinación de cuatro tipos de inglés, el inglés británico de su madre, el inglés nigeriano, el inglés de Los Ángeles (ciudad en la que vive) y el pidgin, imbuido además de otras lenguas que se hablan en Nigeria (el yoruba, el igbo y el housa). Fuente: La versión de los poemas, publicados en la revista colombiana de poesía "Prometeo", es la de Nicolás Suescún. Foto: TED.com /yovivoenella.blogspot.com