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viernes, 2 de agosto de 2019

WALTER RICARDO QUINTEROS: INFORTUNIOS


He tratado de adaptar este relato para lectores de internet, quitándole casi 300 palabras, que quedan guardadas en el original. Descripciones de paisajes, tiempo, vestimentas, diálogos y otros detalles fueron suprimidos, pero no por eso, le quitan la esencia. Así, condensado en sus partes más importantes, les presento a “Infortunios”. El Autor.  

                                                              
INFORTUNIOS

Capítulo I
El temido anuncio al señor Philas Tinkrib 
  
Una noche de Abril de 1908

Calma, es el final de su tiempo, señor. Usted tendrá ahora un instante para que acuda a sus recuerdos, inexorablemente. Se verá niño, un pequeño, feliz, alejado de las deudas, de las obligaciones y todos esos percances en que ustedes los humanos caen mientras van creciendo. Conoce usted perfectamente las disposiciones vigentes a la hora del último adiós y, allí se habla de los recuerdos con cierta asiduidad, quizás sea para lograr el efecto nostálgico de una sonrisa en el rostro. Y hasta tiene la opción de evitar esos recuerdos tristes que lo hacen sentirse un grande culpable. Quizás se pueda apelar a pequeños artilugios para intentar cambiarlos y lograr establecer algunos episodios en beneficio propio o de alguna otra persona que haya sido perjudicada. En fin, sabe que eso ocurriría porque usted tuvo algo que ver, ya sea por impericia, ignorancia, o probablemente inducido por algún desacierto habitual. Pero sin lugar a dudas, acudirá siempre la imagen de su madre. Mírela como si fuese la gran figura protagonista de este final. Sentirá sus caricias, lo arrullará su voz, y algún otro acto relacionado con su crecimiento, donde se destacarán los juegos, las palizas correctivas y todas aquellas y pequeñas cosas fugaces, pues el instante se le acaba. Su padre aparece, digamos, como un segundo actor. Tal vez lo recuerde un poco más severo, más distante, consejero, pero el hombre habrá sido una especie de guía en su vida, le haya gustado o no. A veces aparecen algunos amigos importantes, esos compañeros de aventuras que tuvo, mucho antes que el resto de su familia. Y allí, de repente, el primer amor. Ese que es inolvidable y, luego todos los demás, incluso el más importante, el mejor, el único, que será el recuerdo que viene para acompañar su viaje con cierta dignidad.

Así será mientras empieza a sentir mi llegada, a sentir mi presencia, en la placidez de su sueño. Puede entonces aferrarse a su creencia religiosa, puede arrepentirse de algo, quizás pida perdón por ciertos, ¿pecados cometidos? Puede, hasta manifestar algún resentimiento o disconformidad, pero sucederá que ahí mismo y como buscando una respuesta, debo cubrirlo con este manto de oscuridad. Con la nada definitiva, con el fin. Todo en menos de este segundo fatal. Aquí estoy, vamos, este es el final de su tiempo, señor Philas Tinkrib.   


Capítulo II
La decisión de la señora Janna  
   
Al día siguiente. 
Philas, hombre, es hora de que te levantes. Vamos, recuerda lo bien que lo pasamos anoche, recuerda la hermosa cena con los niños. ¿Phil, qué sucede? Cariño, no me hagas esto, no por Dios. No me dejes sola ahora, no amor despierta, despierta por favor. Despierta, no te hagas el muerto. ¡Dios que no esté muerto mi Phil! ¡Maldita sea, esto no me puede pasar a mí, no por Dios! Phil, respira Philas Tinkrib, respira por favor. ¿Phil?

Hijo, levántate y vístete con la ropa del domingo, no, no vamos a la Iglesia hoy, vístete como le gustaba a tu padre verte. Anda, con la camisa blanca y el traje oscuro. Si ya sé que te ajusta un poco porque has crecido, pero no hay dinero para uno nuevo, menos ahora. Anda que yo visto a tu hermana, cuando estés listo trae el corbatín así te hago el nudo, debes verte impecable, anda, péinate bien, luce como un hombrecito, lustra tus zapatos, es señal de respeto. Apura el paso Niklaus, anda.

Hija, hijita arriba, a levantarse que vamos a vestirnos con alegría, nos pondremos el vestido de los domingos y una campera de lana por si hace frío, no, hoy no vamos a la escuela, a ver que te arreglo el cabello ¡Pero qué hermoso cabello lleno de rizos tiene mi Banjia! Ya está, bien. Ahora te sientas en la cama que te pongo los zapatitos nuevos.

Tomen toda la leche, coman mucho pan, les voy a contar algo que ha sucedido y quiero que lo tomen con calma. Es algo que aunque nos duela, aunque nos haga llorar, es algo que le sucede a todo el mundo, a todas las familias, hemos aprendido en la Iglesia sobre los designios del Señor ¿verdad? Bien, el Señor ha dispuesto que papá viaje al cielo. No, no lloren, por favor, no lloren, lo recordemos como anoche, cantando en esta mesa, abrazándolos como los abrazaba, besándolos tanto porque los amaba, como me amaba. 
Papá anoche murió, en calma, sonriendo. Papá ha muerto. Lo he vestido con su traje, lo he peinado y también lo afeité, se ve hermoso. ¡Miren! Sale el sol, ya amanece. 
Llevaré flores a la habitación.

Vamos a despedirlo niños, nos tomemos las manos y oremos por él. Bien, ahora buscaré el acordeón y le cantaremos la canción del Feliz Viaje. Le agradeceremos su paso por nuestra vida, para que él, desde el cielo nos vea unidos y felices siempre. Ya lo pueden besar en la frente. Hijo, lleva a tu hermana a la casa de la abuela y le cuentan lo sucedido a ella y a la tía. Ellas sabrán qué hacer, yo tengo que barrer y limpiar la casa. Habrá mucha gente aquí hoy. No lloren, acepten lo que dispuso el Señor.
Dios proveerá. Las veces que sea necesario, Dios proveerá.


Capítulo III
Una especie de suerte desdichada

Un día de Julio de 2019

Esta historia fue pasando de generación en generación, quién sabe cómo habrá sido la real vicisitud de aquel apellido desaparecido, pero pude saber que aquella señora que vendría a ser, una especie de tatarabuela mía, terminó solicitando un préstamo de dinero a un banco europeo, por aquellos años, y destinado a “necesidades varias producto del infortunio”. ¿Escuchó bien? En aquella época ellos le llamaban “infortunio”. Bien, sucede que en la Primera Guerra Mundial, su hijo es alistado como soldado de primera línea, y muere en un combate y con él, el apellido Tinkrib.

Me lo imagino a Niklaus Tinkrib caminando, hundiendo los zapatos con polainas en la nieve del frío invierno europeo, cargando su fusil en la espalda, el casco en su cabeza, la bufanda, el uniforme militar con capote, los correajes y una frazada encima y, de repente, una bala enemiga que atraviesa todas sus prendas, ingresa en su carne, rompe sus huesos, y escapa llevando su alma de diecisiete años en varios pedazos. Nunca rescataron su cuerpo que quedó para siempre en tierras extrañas. Murió todo el pelotón en la emboscada.

Banjia Tinkrib no tuvo mejor suerte, dos años después de la guerra, se casó con un comerciante español que la obligó a viajar con él, en viajes de negocios hacia aquí, a la Argentina, donde contrajo una enfermedad que en este momento no recuerdo, pero pudo dar a luz a dos niñas, antes de morir, una de ellas fue mi bisabuela Francisca, que falleció en la provincia de Buenos Aires y su hermana Paula que falleció en Montevideo, Uruguay.

Mi tatarabuela Janna y dos personas que la acompañaban, cayeron muertas en la puerta del ayuntamiento, cuando iba a pagar unos impuestos atrasados con dos cabras y un cordero que le arrebataron soldados alemanes, eso fue en la Segunda Guerra Mundial, algunos días antes de la audiencia judicial establecida, donde le rematarían sus tierras por deuda impaga. Algo que con la invasión extranjera y el estado de guerra no se iba a poder cumplimentar jamás. Parece que ella no lo sabía, esa supuesta superintendencia de la ciudad ya no existía.

Disculpe, vea usted de armar una historia con lo que le acabo de contar, porque tengo algo así como “una especie de suerte desdichada” con todo esto. La pobre de Janna, viuda, se endeuda, muere su hijo en la Primera Guerra, su hija se casa y se va lejos, muere aquí, en Argentina, tiene dos nietas que apenas pudo conocer y con las que mantenía un contacto muy distante, digamos, y finalmente ella muere con un grito desgarrador, en la Segunda Guerra y en el más absoluto y triste silencio que queda, después del ruido torpe de las ametralladoras.

Me dio un gusto enorme haberlo conocido en el supermercado, así, de pura casualidad. En la escuela nosotras lo habíamos sentido nombrar, y algo suyo habíamos leído. El relato de la chica que vuela ¿puede ser? Ahora cuando llegue a casa le contaré a mi marido, a mis hijos y a mi madre, que pude conocerlo, seguro que vendremos a visitarlo, cuídese señor.
Gracias por el café y la atención, muchas gracias.


Capítulo IV
Hans, el niño terrible

Un día de diciembre de 1944

Antes de morir, el cabo Hans Schlieffen, recordaría aquella diáfana tarde de septiembre de 1938, donde había participado del desfile de propaganda que organizó Fritz Wiedemann, ayudante de campo de Hitler, tras las divisiones motorizadas de Pomerania por las calles de Berlín. Alguien lo llamó, lo llevó hacia un costado del vestíbulo de la Cancillería, había una niña también, que temblaba de miedo. Les dieron chocolate y les entregaron un ramo de rosas. En menos de diez minutos debían aprender de memoria lo que debían decirle al Führer, al entregarle las flores. La niña no podía, tartamudeaba. Hans, el niño terrible, no.

¡Mein Führer! –Recordó Hans haberle dicho-. “Te conozco bien y te amo como a mi padre y como a mi madre. Siempre te escucharé, como si fueras mi padre, como si fueras mi madre. Y cuando sea mayor, te ayudaré como a mi padre, como a mi madre. Y estarás satisfecho de mí, como lo estarán mi padre y mi madre”. El Führer dejó las flores en una mesa cercana, sacudió con cierta ternura el cabello rubio y lacio de los niños, guardó las manos en los bolsillos y se retiró en silencio. Con ese recuerdo, Hans, el niño terrible, murió.

Sucedió que seis años después de aquella tarde, hambriento y en retirada junto a cientos de soldados, Hans mata a la señora Janna Wocraw viuda de Philas Tinkrib por resistirse a entregarle las cabras y el cordero que un empleado administrativo infiel le cobraba a modo de soborno. El oficial paracaidista Karl Schaub, a cargo del repliegue y veterano condecorado en la guerra de España, llama a Hans, le retira el arma, lo mira a los ojos y lo golpea en la cara. Un suboficial lo toma de la chaquetilla y lo sostiene, el oficial le arranca los atributos del uniforme y lo vuelve a golpear. Hans cae al piso, intenta levantarse, pero es derribado por un certero puntapié, su casco se desprende y rueda calle abajo. Hans llora y maldice.

Es abandonado junto al resto de los soldados heridos y mutilados que no podían avanzar. Para que sirva de escarmiento, ninguno de los oficiales y camaradas, ninguno de los soldados, que parecían extrañas siluetas con mochilas y armas que trotaban tristemente por las orillas del camino, podía mirarlos ni escuchar sus quejidos. A la salida del poblado, el resto de los soldados del maltrecho escuadrón del oficial Karl Schaub, cansados y sudorosos, dejaban las armas en el piso del camino, levantaban las manos, y se rendían incondicionalmente ante las tropas rusas, solicitando la respectiva clemencia, que para ese acto se indica.

En la ciudad, desde una ventana de un edificio cercano, asoma amenazante el cañón de un fusil, apunta al soldado que busca su casco, su cruz de hierro y los botones plateados sobre los escombros quietos de la calle. Un dedo índice tembloroso y mugriento, aprieta el gatillo. El percutor impacta sobre el fulminante del cartucho, la pólvora se quema y los gases impulsan el proyectil que mata al cabo Hans Schlieffen, apodado como “el niño terrible”.

Algunos pobladores, antes que lleguen los tanques y las tropas rusas, levantan el cuerpo sin vida de la anciana Janna y de sus vecinos acompañantes. Nadie recordaba la canción del “Feliz Viaje”, para cantarles en su despedida. La calle queda lentamente desierta. Un perro solitario, se acerca a oler el cuerpo tibio de Hans, y mancha sus patas en el charco de sangre.


Capítulo V
Más allá de la viña

Un día de agosto de 1930

Dos enfermeras, con mucho cuidado, la sentaron en la cama, corrieron las cortinas y abrieron la ventana desde donde podía ver los techos de las otras casas y algunos edificios. Entraba el ruido típico de las grandes ciudades y alguien, más abajo, quizás en alguna terraza, cantaba un tango de moda. Pusieron en su cama el desayuno, una de ellas le llevaba la comida a la boca, la otra, les contaba que su marido había estado en la noche anterior en el Teatro Nuevo de Buenos Aires, donde “Von Pepe”, o sea el general José Félix Uriburu, le habría manifestado al señor Lisandro De La Torre, que la “revolución” le ofrecía la Presidencia de la Nación o el Ministerio del Interior -según dijo mi querido marido-, y que don Lisandro le dijo que: “Votos sí, armas no, porque don Hipólito Yrigoyen ha llegado al poder por el voto popular y que por el voto popular debe irse”. ¿Qué me decís ché? -Que toda revolución es una mierda. -Le contesta la otra que levanta los utensilios y corre la mesita-. Terminan de acomodar la habitación, y se retiran hablando en voz baja por el pasillo. 
“La paciente Vania de la 311, está lista doctor”.

Entra el médico de turno y le pregunta: ¿Cómo realmente se escribe tu nombre Vania? Casi con el último aliento, ella le contesta. El médico acerca su oído para oírla mejor y lo escribe en un papel ¿Es así? ¿Banjia Tinkrib de Navarro Navas? Bien, bien, y tienes entonces treinta y un años de edad ¿Y recuerdas cuándo llegaste a la Argentina? Con una voz apenas audible dice “cuatro años”. ¿Sabes que esta enfermedad la tienes desde pequeña? Banjia mueve la cabeza negativamente, cierra los ojos y unas lágrimas caen por su rostro hasta la almohada. Parece dormida, el médico insiste, le toma la mano. ¿En qué país naciste Vania?

Manuel había aparecido en su vida, cuando ella estaba por cumplir veinte años. Llegó una mañana por la viña de su madre, para comprar la producción de esas uvas riquísimas, muy dulces. Antes, había comprado cebada, en el valle anterior. Su padre Francisco Navarro Navas y su madre Paula, medían el dinero que gastaban en sus viajes por toda Europa, como medían la calidad de los granos que importarían por tren hacia España y por barco a la Argentina, dónde estaban instalando su fábrica de productos alimenticios. Ella no dejaba de mirarlo. Manuel, de treinta y cuatro años, hacía de intérprete porque conocía cuatro idiomas. Era, aparte de buen comerciante, ingeniero agrónomo. Después de comer, salieron a caminar, lejos de la vista de todos. Recordaba eso, que Manuel la tomó de la cintura y le besó su boca fresca y ávida. Recordaba que sintió en ese momento, un deseo enorme y desconocido. Que Manuel, sabía de esas cosas del amor, que le buscó su cuello, que abrió el escote de su blusa y hundió su rostro en sus pechos pequeños, que siguió hasta abajo y sin decir ni una palabra, levantó su pollera, su enagua, y que la besó con cierta ternura entre sus piernas y que en la suavidad del heno, conoció a su único hombre. Y que al verlos, Janna supo que algo había ocurrido más allá de la viña. Algo que su hija, ya tenía la edad de conocer. Y recordaría que sólo dejó de tocar el acordeón que alegraba a las visitas con hermosas canciones, para oír que Manuel, le decía que quería casarse con ella. Que su madre asentía con la cabeza, que se puso de pie y los abrazó, y siguió con su música, esta vez caminando por la huerta, y que todos iban siguiendo a Janna, a través de la viña, cantando y bailando en el tibio atardecer. El médico la vio morir.


Capítulo VI
No hay pájaros en los árboles

Un día de diciembre de 1914

Había, en la juventud, un entusiasmo inusitado por incorporarse a las filas. Así se alistó Niklaus Tinkrib. Luego de la instrucción, recorrió doscientos kilómetros de marcha a través de camiones, de carros tirados por bestias y muy cerca siempre, de la cocina humeante de campaña. Conoció su nuevo destino. Su jefe arengaba a las tropas diciendo que: “Hemos traspasado la invisible frontera entre la paz y la guerra y estamos en la zona de guerra, aquí no hay hombres, no hay jóvenes ni hay niños, aquí hay soldados dispuestos a devolverle la paz a esta tierra”. ¡Bienvenidos! Y todos celebraron con gritos de júbilo las palabras del jefe.

Antes de las trincheras, camuflados entre un bosque de pinos, los artilleros descargaban la furia de sus cañones contra las posiciones enemigas, separadas por un pequeño valle sin arbustos y cubierto de nieve. Luego, para darle descanso al calentamiento de los cañones, seguían su ritmo enloquecedor las baterías de munición más liviana, siempre al mismo sector señalado por observadores con anteojos de campaña, apostados en las zonas altas.

Cuatro días después, cuando las nubes grises tapaban el cielo, el capitán llama al teniente, el teniente llama al sargento, y el sargento prepara un cabo de comunicaciones, un enfermero y seis soldados fusileros. Nadie más dispara, desde hace un día, del otro lado del valle.

"Sepa el señor jefe de Regimiento, que mis soldados no son más que pequeños campesinos, algunos son estudiantes del primer año de la Universidad, y no creo que el teniente y estos chicos, hayan tenido la fortuna de conocer y disfrutar de las mieles del amor con una mujer, pero sí saben usar las armas, tienen valor, entusiasmo, tienen dignidad. Por eso, ellos avanzarán mañana. Sólo resta desearles buena suerte".

Al amanecer, el viento húmedo y frío, golpea sus rostros. Avanzaban en columna, encorvados por el peso de su vestimenta, del arma y de sus correajes. Hundiendo los zapatos vendados en el fango del terreno. Soportando la borrasca. Lentamente, sin prisa, en calma, sin muestras de temor. El sargento abre camino, en su barba se agolpa el agua congelada, con la bayoneta golpea el piso buscando explosivos, el viento golpea el capote verde sobre sus muslos, lo invade el recuerdo de su mujer desnuda galopando sobre su cuerpo, y la ventisca parece traerle los lejanos quejidos de placer. Luego, tres fusileros y el enfermero con su mochila, le siguen. Cinco metros atrás, viene el teniente, que  lleva su pistola en la mano enguantada y, tras él, el comunicante y los otros tres fusileros. Uno de ellos tose, otro estornuda. Todos sienten las gotas frías del agua que resbala por sus cascos, que cae en el cuello y corre por la espalda. Faltan cien metros para cruzar. Algo frena la marcha del sargento. “No hay pájaros en los árboles”, alcanza a decir. Las bocas de las ametralladoras enemigas escupen su aliento de fuego. El soldado Niklaus Tinkrib apoya sus rodillas en la nieve, el fusil cae de sus manos, su rostro palidece, le duele el pecho, le arde la espalda, siente frío, tose y escupe sangre, abre la boca, busca respirar, pero cae y queda mirando al lejano cielo, con los ojos congelados.

"Hijo, nunca estarás mejor que en tu casa, trabajando en la viña, llevando el carruaje lleno de risas frescas, de chicas y de vino, cantando, cantando. ¿Cómo era hijo? Vamos canta".

Feliz viaje, feliz viaje, 
te deseamos hoy. 
Viaja en paz, viaja en paz, 
a reunirte con el Señor.
A reunirte con el Señor.


Walter Ricardo Quinteros
©2019- Infortunios
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