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viernes, 30 de octubre de 2020

LILIA BISCIA: POEMAS


ROTAS


mi abuela me decía paloma en yiddish.
para que pudiese entenderla
movía las manos
formando con ellas un cuenco
a punto de romperse.



AUSENCIA EN CONTRAPESO

entre casa y las montañas
veo un pájaro que nombra el miedo
dice algo de las manos
sostenerse en un refugio
dentro
de otro lugar

eso y nadar el aire.



UNA MANÍA QUE TENGO

nos agarramos de un árbol
movemos los dedos
hablamos de la muerte

no sé
sino sentarme, mirar hacia otro lado.
el mar
es una manía que tengo

ya he visto cómo se pudre la carne
se parece al color de algunas flores

quisiera
que los ojos trajesen
el momento exacto
en que todo comienza a acabar
y los huesos se acomodan.

(Tomados de: La Casa del Tornado)


Lilia Biscia
Lila Biscia nació en Buenos Aires, Argentina, en julio de 1976. Estudió las Carreras de Letras y Psicología en la UBA.
Realizó talleres y clínica de obras con escritores como María Negroni, Ariel Bermani y Claudia Melnik.
Sus poemas han sido publicados en diversos medios gráficos y digitales en Argentina, España y Venezuela, y en su blog: Bajo las uñas (www.lila-biscia.blogspot.com). Su primer poemario editado Tierra Animal, se publicó en España durante diciembre del 2015 por la Editorial Harpo Libros, y prologado por Andrés Neuman.
Trabaja como productora editorial y entrevistadora en la Universidad de Buenos Aires.
(Eterna Cadencia / Canción de Autor / Foto: Facebook)

PABLO PALACIO: UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIÉS

“Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía No.451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas".

“Esta mañana, el señor Comisario de la 6a. ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso".

“Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho.”

No decía más la crónica roja del Diario de la Tarde.
Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción.¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder.
Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.
Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula.
Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. —Esto es esencial, muy esencial.
La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (véase Aristóteles y Bacon).
El primero, la deducción me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja.
La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido… (¿Cómo es? No lo recuerdo bien… En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?) Si he dicho bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.
Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer.
—Bueno, y ¿cómo aplico este método maravilloso? —me pregunté.
¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años.
Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero -no había apartado nunca de mi mesa el aciago Diario– y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio —¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!—
Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado.
Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de “Esta mañana, el señor Comisario de la 6a…” fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: “Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso”. Y yo, por una fuerza secreta de intuición que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.
Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era… No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras…
Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas.
Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6a. quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:
—¡Ah!, sí… El asunto ese de un tal Ramírez… Mire que ya nos habíamos desalentado… ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; por qué no se sienta señor… Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció… el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso… algún deudo… ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame… mi más sincero…
—No, señor —dije yo indignado—, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más…
Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? “Soy un hombre que se interesa por la justicia.” ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más, apresuréme:
—Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas…
El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.
Y se portó muy culto:
—Usted se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero… Eso sí, con cargo de devolución —me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos.
Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías.
-Y dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
—Una seña particular… un dato… No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura —el Comisario era un poco alto—; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular… no… al menos que yo recuerde…
Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance.
Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra.
Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.
Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado.
Cogí un papel, tracé las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable… ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.
Después… después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.
¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez!
Mas, ¿a qué viene esto? Yo trataba… trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron… Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera);
Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años;
Octavio Ramírez andaba escaso de dinero;
Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad.
Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenia que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo.
¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna.
¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones?:
“Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado” o
“Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí” o
“Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos”?
Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso.
También era muy fácil declarar:
“Tuvimos una reyerta.”
Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores.
Nada, que a lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:
Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día 12 de enero de este año.
Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos.
Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad teatro del suceso.
La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.
Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.
Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas…
Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente.
Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió.
—¡Pst! ¡Pst!
El muchacho se detuvo.
—Hola rico… ¿Qué haces por aquí a estas horas?
—Me voy a mi casa… ¿Qué quiere?
—Nada, nada… Pero no te vayas tan pronto, hermoso…
Y lo cogió del brazo.
El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.
—¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa.
Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
-¡Papá! ¡Papá!
Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo.
Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.
—¿Que quiere usted, so sucio?
Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.
Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha.
¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!
Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!
Así:

¡Chaj!

con un gran espacio sabroso.

¡Chaj!

Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos!
¡Cómo batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!

¡Chaj!

¡Chaj! vertiginosamente,

¡Chaj!

En tanto que mil lucecitas, como agujas, cosían las tinieblas.



Pablo Palacio
Pablo Arturo Palacio Suárez (Loja, 25 de enero de 1906 - Guayaquil 7 de enero de 1947) fue escritor y abogado ecuatoriano. Fue uno de los fundadores de la vanguardia en el Ecuador e Hispanoamérica, un adelantado en lo que respecta a estructuras y contenidos narrativos, con una obra muy diferente a la de los escritores del costumbrismo de su época.
Su producción literaria se condensa en tres libros: la colección de cuentos Un hombre muerto a puntapiés (1927) y las novelas Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932).
(Wikipedia / Foto: biografiasyvidas)

ANNA KAVAN: POR LA NOCHE


Qué lentos pasan los minutos durante las noches de invierno: y aun así las horas no parecen tan largas. La campana de la iglesia está dando la hora de nuevo en ese tono aburrido del campo, que suena medio aturdido por el frío. Estoy tumbada en la cama, y como una prisionera bien instruida, sabia, renuncio al patrón familiar del insomnio. Es una rutina que conozco demasiado bien.

Mi carcelero está en la habitación conmigo pero no puede acusarme de ser rebelde o problemática. Como no quiero llamar su atención, estoy tumbada tan quieta como si mi cama fuese mi féretro. Si no me muevo en toda una hora quizá me deje dormir.
Naturalmente, no puedo encender la luz. La habitación está oscura, como una caja forrada con terciopelo negro que alguien ha dejado caer en un pozo helado. Todo es silencio excepto cuando crujen los huesos de la casa en la escarcha o cuando una masa de nieve se desliza desde el tejado creando un sonido similar a un suspiro furtivo. Abro los ojos en la oscuridad. Mis párpados están doloridos, como si las lágrimas se hubiesen solidificado en escarcha. No sería tan malo si por lo menos pudiese ver a mi carcelero. Sería un alivio saber desde dónde hace guardia. Al principio supuse que estaba de pie, como una cortina negra, al lado de la puerta. El techo de la habitación se desliza hacia arriba, como si fuese la tapa de una caja y él se eleva, mucho más alto que un olmo, hacia las heladas montañas de la luna. Pero entonces me doy cuenta de que quizá haya cometido un error y esté agachado en el suelo, bastante cerca de mí.
Mi cabeza está sujeta con una banda de hierro y justo en ese momento el carcelero golpea el frío metal, una tormenta que resuena, y que me provoca dolor en las cuencas de los ojos. Está mostrando su desaprobación hacia mis pensamientos interrogantes; o quizá simplemente desee reafirmar su autoridad sobre mí. Sea como fuere, vuelvo a cerrar rápidamente los ojos y me quedo quieta, casi sin atreverme a respirar, bajo la ropa de cama.
Para ocupar mi mente con algo, empecé a repasar las fórmulas que un médico extranjero me había enseñado la primera vez que estuve bajo sospecha. No dejo de repetirme que no existe ninguna persona víctima del insomnio, que sigo despierta porque prefiero continuar con mis pensamientos. Intento ponerme en la piel de un recién nacido que no tiene futuro ni pasado. Si el carcelero mirase ahora en mi mente, creo que no podría poner ninguna objeción a lo que está ocurriendo en su interior. La cara del médico holandés, fina y aguda y dura como la cara de un marinero, pasa frente a mí. De repente, en un mundo aún encerrado en la oscuridad y en la escarcha, un gallo cacarea en las inmediaciones de un modo fantástico y sobrenatural. El cacareo del gallo se convierte rápidamente en tres puntos llameantes, una flor de lis floreciendo momentáneamente en el campo negro de la noche.
Estoy a punto de quedarme dormida. Noto mi cuerpo flojo y mis pensamientos comienzan a precipitarse todos juntos. Mis pensamientos se han convertido en hebras de hierba, de ningún color en concreto, que se ondulan lentamente en aguas incoloras.
Mi mano izquierda se contrae y vuelvo a estar totalmente despierta. Es el repiqueteo de la iglesia el que me ha devuelto a la presencia de mi carcelero. ¿He contado cinco repiques o cuatro? Estoy demasiado cansada como para estar segura. En cualquier caso, la noche pronto habrá llegado a su fin. La banda de hierro sobre mi cabeza está más prieta y se ha deslizado hacia abajo, por lo que me oprime los globos oculares. Aun así no parece que el dolor provenga de esta presión cruel sino que emane de algún lugar dentro de mi calavera, del córtex cerebral: lo que me duele es el cerebro en sí.
Estoy desesperada; me siento, de golpe, encolerizada. ¿Por qué estoy sola, condenada a pasar noches de tormento con un carcelero invisible, cuando el resto del mundo duerme plácidamente? ¿En base a qué leyes he sido juzgada y sentenciada, sin mi conocimiento, a una condena tan opresiva cuando ni siquiera sé por qué o por quién he sido acusada? Me invade un salvaje impulso de quejarme, de exigir una vista, de negarme a someterme a esta injusticia por más tiempo.
Pero ¿a quién apelas cuando ni siquiera sabes dónde encontrar al juez? ¿Cómo esperas poder demostrar tu inocencia cuando no hay forma de saber de lo que has sido acusada? No, en este mundo no hay justicia para la gente como nosotros; todo lo que podemos hacer es sufrirla tan valerosamente como nos sea posible y así avergonzar a nuestros opresores.


Anna Kavan
Chheda Kavan (* Cannes, 1901 — † Londres, 1968), escritora inglesa
Mientras la literatura se vuelve más y más comercial, la “verdadera” literatura está destinada a tomar formas cada vez más personales y oscuras hasta que finalmente sea legible sólo para un grupo reducido de personas sensibles.(Anna Kavan) 

Anna Kavan nació en Cannes bajo el nombre de Helen Emily Woods en 1901 y murió en Londres de sobredosis en 1968, a los 67 años. Marcada por el suicidio de su padre, se mantuvo bajo el influjo de una madre adinerada, que no contribuyó a mejorar su equilibrio psíquico. En sus relatos, en particular en la recopilación titulada Julia and the Bazooka, que muchos consideran su testimonio de suicidio, sugiere que la vida no es más que un amargo y doloroso peregrinaje.

Se casó y divorció dos veces, perdió a su hijo durante la Segunda Guerra Mundial, amigos suyos muy queridos murieron y ella casi siempre tuvo una salud quebradiza. Trató de suicidarse en tres ocasiones, pero antes de ser Anna Kavan también formó parte de las “chicas de sociedad”, según denominación de su amigo Brian Aldiss, en la década de los veinte, cuando en Nueva York pintaba, decoraba interiores además de escribir. Conocía bien esa ciudad y California, amaba la vida muelle y cosmopolita. 

Durante su primer matrimonio vivió en Birmania. Pasó algún tiempo en Nueva Zelanda. También estuvo en Sudáfrica y residió en distintos países europeos, incluida la península escandinava, de donde seguro extrajo esa pasión descriptiva por los paisajes helados. Es probable que visitase en su hábitat natural a los lémures de Madagascar, su símbolo de un modo de vida mejor que hace su aparición a lo largo de las gélidas páginas de Hielo, como una meta inalcanzable. Y también en Mercury aunque con un significado más oscuro.
(Wikipedia / Foto: heterónima)

RUY FEBEN: PRÓFUGOS


Lo vemos sobre Gorriti, primero lejos, una farola descompuesta, y luego cada vez más nocturno: las rayas de su remera, los shorts pelados de mezclilla, la gorra postergando una planicie imposible. Finalmente: los ojos, demasiado certeros sobre el rostro de Carlota. A mí parece no percibirme: otro ser de sangre caliente en medio de la canícula del verano bonaerense. Como si fuera yo apenas un aliento, la sensación de una extremidad ausente.

Es el último ser humano que vemos. Fuera de nosotros, por supuesto: a partir de ahora, nosotros seremos el mundo, y como tal seremos inevitables y terribles.
No sabíamos que eso sucedería con el año nuevo, claro: no teníamos manera de saberlo. Acaso le hubiéramos hablado a este personaje fortuito, le hubiésemos dicho lo poco que hemos descubierto en los lustros de la vida normal y anodina que para nosotros lo ha sido todo; le hubiésemos pedido favores o apurado una explicación. Nos hemos reprochado mil veces ese instante, imaginando escenarios diversos: que lo seguimos hasta donde iba, seguramente con otros seres humanos y acaso con algunos perros, acaso al sitio donde hoy todos se esconden o donde todos entonces murieron; que lo llevamos como anzuelo para lo que sea que viene con este año; que lo encaramos, que lo golpeamos, que lo comemos. Hemos imaginado con él toda clase de violencias y de cariños: todas las formas que tiene la añoranza.
Pero nada de eso importa: son puras imaginerías, e imaginar no hace más que recordarnos que estamos solos. En una ciudad extraña y salvaje de todas las maneras posibles, solos, sin el reproche fundamental que son los demás seres humanos.

***
Las primeras horas son como todas las que siguen de cerca a un desastre: caminamos solos por la calle de Gallo, bajo la primera madrugada del año joven. La ausencia de autos nos parece predecible y hasta deseable; igual los nulos peatones, que nos permiten andar en año nuevo como si el mundo fuera también nuevo. Por costumbre nos detenemos en los semáforos, que no remedian ningún accidente.
Pasamos las pocas cuadras entre Gorriti y el alojamiento sin pensar en aquel muchacho que nos vio con los últimos ojos de la especie.
—¿Cuáles son tus propósitos de año nuevo?
—Equilibrar mejor mis tiempos. Comprender mejor lo que quiero de mi futuro. Escribir.
Un fuego artificial revienta la pupila nocturna.
—A ver, escribe desde ahora: ¿qué fue ese fuego artificial?
—Una bomba: Buenos Aires desaparece dentro de pocos segundos con nosotros calcinados en medio. No tenemos oportunidad de realizar nada de lo que esperábamos para 2019. Fin del relato y fin del mundo.
Carlota se petrifica. Es el primer juego del año: me observa con una cara que, en el peor de los casos, podría servirnos a ambos de salida de emergencia, si todo de verdad se derrumba. Pero la conozco: sé que algo hay de temor genuino detrás de esa cara.
Sé que por un instante teme la horda de soldados listos para la hecatombe.
No llegan los soldados. Una alarma suena lejanísima. De un balcón salta una fiesta interminable, una gruesa capa de música que arropa la madrugada.
Y nosotros caminamos así a la cama, calurosa como caldo mitocondrial.

***
El hambre nos despierta después de las 11. El balconcito de la recámara da a la misma pared blanca de siempre, que anuncia el sol pero no lo delata.
Nos calzamos veloces, nos decimos que ojalá exista algo abierto en el vasto mundo, de preferencia algo con milanesas y cerveza fría.
Echamos a andar por Paraguay, un calor jurásico a cuestas, sobre la calle que se mece.
—¿Tú crees que algo esté abierto? Por lo que veo, éstos no se mueven mucho en año nuevo.
—Algo tiene que haber. ¿Qué pasa si necesitas pan o medicinas? La gente también se enferma en año nuevo…
—La gente también muere en año nuevo, sin duda.
Carlota ni siquiera me golpea el hombro como lo hubiese hecho cualquier otro día. No es miedo: es que la noche anterior apenas picamos unas papas feas.
Subimos todo Paraguay hasta Callao.
Ni un alma.
Ni siquiera en las puertas grandes, entre cobijas y cartones: ni siquiera una de las muchas almas que se comportan como de segunda mano en Buenos Aires, la legión de pordioseros.
Ni un al ma rondando la carroña del año recién terminado.
Pero en ese momento es peor el hambre que las implicaciones metafísicas. Como no hay pizzería o parrilla con trazas de vida, entramos a un kiosko abierto, pero desatendido.
Tomamos seis paquetes de frituras, llamamos al dependiente, primero con mexicanísima cortesía, luego a los gritos, como primates de la selva. Nada pasa: dejamos el dinero junto a la caja registradora, y caminamos un poco avergonzados rumbo al cementerio de la Recoleta, la única atracción de la ciudad que nos parece disponible en aquel día inmóvil.
No nos animamos a entrar: nos da miedo empezar el año nuevo en un sitio lleno de muertos.

***
Ya con las chips y los Gatorades, el 1 de enero a solas no es tan malo. El calor nos asfixia, pero sentados en los jardincitos frente al cementerio, no es tan malo. Algún aire se cuela cada tanto, como voz rascando una garganta: algo parece moverse.
—Sí es raro pasar año nuevo con este calor. No se siente año nuevo. Se siente como el último verano, repetido y con acentito.
—O como si nos hubiéramos adelantado al próximo verano: un futuro distópico en el que todos conjugamos mal la segunda persona.
—Por eso no hay nadie en la calle: estamos en el futuro, que todavía está deshabitado. La gente viene apenas, recogiendo al mundo, enrollándolo en cobijas de vocales alargadas.
—Es en serio lo de ponerte a escribir más, ¿verdad?
—¿Tan malo fue?
—Digamos que te falta encerrarte unos días en silencio.

***
Cuando anochece nos parece extraña la ciudad solísima y nos hartan las chips y los sanguches envueltos en celofán. Hacemos lo que todo turista: culpamos a las malditas costumbres locales, incomprensibles y precarias, de algo que otrora podría resolverse facilísimo. ¿Por qué no le pagan doble a sus empleados para trabajar en feriado? ¿Será que nadie quiere trabajar en feriado? Claro, si son unos incompetentes, babosos, salvajes, mediocres. ¿Qué clase de mundo se atreve a vaciarse de gente así como así? ¿Qué clase de especie somos si no somos capaces de estar sobrios el uno de enero?
Lo único que nos queda es esperar que la ciudad se componga el 2 de enero, como lo hacen todas las capitales del mundo desde inicios de los noventa. Sobre todo las capitales calurosas, donde no existe un pretexto.
Es que, vaya: ¿no trabajar, con este clima más bien benevolente, aunque sea 1 de enero? ¿Es que no tienen ambición? ¿Qué clase de monstruos son éstos?
Dormimos fatal: la dosis extra de sodio nos deja dando vueltas en la cama toda la noche.
Yo tengo una pesadilla: que el calor y el hambre me hacen alucinar y, en una de tantas vueltas nocturnas, pienso a Carlota un pedazo de bife, y la muerdo, primero en la espalda y luego en las nalgas y en el cachete, la muerdo sin que ella grite: es, en efecto, un pedazo de carne con la forma de mi esposa. Cuando lo descubro, caigo en depresión dos meses que vivo veloz, aunque cada íntegro segundo, en el sueño; me recupero tomando pastillas y yendo a terapia, y finalmente abro un local de cárnicos a base de Carlota en una esquina disponible de Agüero. Le pongo a mi fiambrería así: Carnota. Me quedo a vivir en Buenos Aires, que ha vuelto a dejarse pulular la gente mal vestida, los buses ruidosos, los border collies.
Despierto empapado, riendo, con náuseas: el aire acondicionado dejó de funcionar.

***
Es inútil llamar al que nos rentó el departamento. Inútil, inclusive, buscar a la conserje: no contesta cuando tocamos en el cuartito, ni siquiera cuando en uno de muchos golpes zafamos una bisagra de la puerta.
—¿Tú viste alguna vez a la conserje?
—El primer día, cuando fuiste a comprar no sé qué, me ayudó a matar una cucaracha que me encontré en el baño.
Toco la puerta con mayor coraje: eso quiere decir que existe, y que seguro decidió alargar el año nuevo hasta el primer lunes, para el que aún falta todo el fin de semana.
Carlota le tiene un pánico irracional a las cucarachas desde siempre. Una vez casi me manda al diablo por dejarle una de juguete en su buró. No me alarma que el primer día de estancia haya llamado a la conserje, sin conocerla, para matar a una intrusa.
Y me arrepiento de no haberme alarmado de inmediato al pensar en cucarachas. Como bien nos lo han enseñado los documentales conspiranoicos de todas las cadenas de televisión, en una ciudad sin seres humanos, otras especies empiezan a competir por el dominio. Las minorías escapan rápido o mueren de maneras tristísimas: los pajaritos del asfalto se refugian en los bosques cercanos y en las cuevas, los perritos pug sucumben a su espantosa tragedia genética. La urbe ingrata les revela las fauces hediondas, y no les deja más opción que la retirada o la muerte. (¿Por cuál habrán optado todos los argentinos de Buenos Aires?)
En cualquier ciudad de tamaño decente, son tres las especies que realmente se debatirán el dominio: las ratas, las palomas y las cucarachas.
No lo sabemos, pero mientras llamamos a gritos a Lisa o Luisa o como sea que se llame la señora que limpia el edificio, las cucarachas han tenido tiempo para duplicarse bajo el suelo, a apenas centímetros de los enchanclados pies de Carlota.
—¿Y qué te dijo cuando mató la cucaracha? ¿Ella está acá todo el tiempo, o…?
—No dijo mucho: también les tiene miedo. La mató rápido y se fue asquea…
Una arcada interrumpe a Carlota, que casi vomita el estómago vacío.

***
Pasamos esa mañana tocando en todas las puertas del edificio, y luego en los timbres de los edificios contiguos: comprobamos, antes de las 2 de la tarde del 2 de enero, que, al menos en la cuadra de Paraguay que va del 3000 al 3100, todos han desaparecido sin hacer ni puf.
El aire acondicionado ya es lo que menos nos preocupa.
—¿Qué vamos a hacer ahora? Tenemos efectivo para dos o tres bolsitas de papas más…
—¿Papas? ¿Qué vamos a hacer con eso? No podemos comer papas toda la vida… ¿Y quién prepara las empanadas y las milanesas si no hay argentinos?
—No exageres: tienen que volver en algún momento. Si fuera algo realmente grave, ya nos hubiéramos enterado. Además, en una semana sale nuestro vuelo y listo: volvemos a zona de homínidos normales.
—¿Y si nadie aparece para entonces?
Por primera vez se nos ocurre que eso es una posibilidad: que, no sólo de golpe, sino para siempre, la gente desaparezca del mundo. O los argentinos, que en este caso es lo mismo. Ponderamos que se trate de una de las cosas nacionalistas que a veces hacen y que les salen casi siempre bien: un Corralito existencial, de un Cacerolazo contra la insoportable carga de vivir siendo los más europeos de los latinoamericanos. Eso explicaría la falta de uruguayos en las calles (en los desastres pagan siempre justos por pecadores), pero no la de peruanos.
“Andate a cagar, universo de mierda”: acaso el conjuro que a todos los mandó lejos de todo, al feliz multiverso que anida en la papada de Maradona.
Pero no puede tratarse de otra cosa: ¿desde cuándo las hecatombes eligen dejar a dos turistas como únicos habitantes de una ciudad de cuadras interminables?
Hollywood queda lejísimos (no el de Palermo, claro), incluso un poco más lejos que casa.
—¿Cómo vamos a llegar al aeropuerto?
Fue buscando cuánto se hace a pie de la Recoleta a Ezeiza que descubrimos nuestro peor miedo: internet tampoco está funcionando.

***
Hay miles de películas que describen lo que pasaría en un mundo sin personas; inclusive documentales que ponderan cuántas horas tardarían las raíces de los árboles urbanos en comerse las calles, en hacer de las neveras nidos de especies nuevas. Romancean con parvadas de palomas que mutan en una sociedad casi perfecta, a falta de predadores tecnócratas. Ponderan una salvación, un paraíso terrenal que se recupera a sí mismo.
—¿De verdad la humanidad tiene que acabarse de tajo?
—¿Quién dice que se acabó la humanidad? Hasta donde sabemos, sólo Buenos Aires está vacía. Es el sueño de muchos turistas, en realidad…
—Típico: los turistas somos tan mensos, que incluso descubriremos tarde ese hot spot local que es la extinción.
Estamos en el silloncito verde del alojamiento, con las ventanas abiertas. Es 3 de enero, y ya casi nada funciona. El aire acondicionado se tira pedos de vez en cuando, y es imposible repararlo: imposible buscar electricistas, plomeros, trazas de vida inteligente, sin internet. La sección amarilla desapareció hace siglos, inclusive en países salvajes como éste, y buscar por la calle algún servicio, a la antigua, es predeciblemente inútil.
La caja de herramientas en el placard del alojamiento, en nuestras manos, es equivalente a una colonia de platelmintos con acceso a todas las claves de seguridad que existen en el FMI.
No podemos comunicarnos con México: no hay línea telefónica, ni siquiera correo postal. Vaya: los barcos del puerto están detenidos, e incluso el vaivén del agua es de pronto pazguato, el río una anodina e interminable gelatina.
Una gelatina de la que brota un pelaje que se llama mundo, que empieza a rugir.
—¿Eso fue una cucaracha?
Carlota señala bajo el escritorio polvoso y alza los pies. Yo no veo nada, ni siquiera pongo atención: trato de planear, en un mapa de papel que encontré en el librero, el mejor modo de llegar al aeropuerto.
—Ruy, ¿qué vamos a hacer si esto se llena de cucarachas? Con la basura y el calor…
—No sé. Supongo que ir al aeropuerto, tratar de llegar a tiempo al vuelo de regreso.
—Pero tiene que haber una manera más fácil. No puede ser que toda la ciudad esté vacía. Tiene que haber alguien, algo…
Pero no. Buenos Aires, sus helados y carnes, sus personajes que gritan por nada en la calle, sus escritores y sus museos, sus edificios y los picos (no pocos) que tocó en vida, la Ciudad de la Plata, es, repentinamente, un cráter en el lado idiota de la luna.
Un boom interrumpe el pánico de Carlota, mi distraída ingesta de una empanadita de las que quedaban en la desértica cantina de la cuadra.
Como lo dicta el Discovery Channel, a falta de mantenimiento, las centrales de energía empiezan a explotar. Ese boom, que desperdigó parvadas y le provocó a Carlota la imagen de una marabunta exoesquelética rompiendo los muros, es el primero de muchos.
Un boom, aleteos rayoneando el cielo, y luego silencio. Absoluto.
Una cosa que, como latinoamericanos, desconocíamos por completo.
Ese boom es lo más cerca que hemos estado de otras personas, o de la memoria de otras personas, en tres días. Es también lo más cerca que nosotros, tristes niños del verano, hemos estado jamás de la guerra, del fin del mundo, de nuestro lado salvaje.
Empanatanados en pánicos y mapeos, no lo sabemos, pero ese primer boom es un escupitajo de memoria dirigido al cielo.

***
Para escapar del calor aceitoso, el 4 de enero dejamos el alojamiento: nos metemos a un restaurante cuyo clima todavía funciona. Lo hacemos con cautela: nos escondemos tras la barra, preparamos un discurso por si aparece el dueño y un arma por si aparece alguien más.
Para mí no es tan malo: hay carne buena en el refrigerador, quesos útiles, fiambres, aún un par de decenas de mediaslunas descansando, turgentes y dulces y precámbricas, en una panera.
—¿No te has cansado de la carne? Me urge una ensalada…
Miro a Carlota y río. Le cuento mi sueño. “Carnota” le parece un pésimo nombre: el humor le ha cambiado. No es para menos, con tanto sodio y tanta grasa y tan poca fibra…
—Bueno, al menos no hay argentinos.
—Espero que no vayas a escribir nada de eso, Ruy. Es ofensivo.
Me prometo recordarlo, pero sé que eso no sucederá. A mí también me ha cambiado el humor: ahora me siento incapaz de disimular. El único decoro que guardo es para continuar la plática con Carlota, lo cual es el único recurso que, a tres días de la soledad absoluta, importa todavía.
—Me refiero a que la falta de argentinos debería dejarnos mucho espacio para pensar en lo importante, que no sé si es la fibra. Es decir: ¿tú de verdad crees que se esfumaron de pronto puf no hay más?
—No sé. O sea, si se hubieran ido todos al mismo tiempo por sus propios pies, nos habríamos dado cuenta.
Carlota encuentra en la alacena del restaurancito unos jitomates; muerde uno como si fuera una manzana, como si fuera prohibido y delicioso.
—No creo que se los hayan llevado los aliens. Y un asteroide no llega de puntitas.
—¿Y por qué tendrían que haberse ido todos al mismo tiempo? Chance y cada uno decidió irse por su lado: siguiendo cada cual a su ego, hasta donde su ego alcanza.
Yo termino de asar un bife de chorizo. No, la carne no me ha cansado: por el contrario, cada vez me disgusta menos. Me hace sentir cansado, inmóvil, pero feliz. Como dormido.
Doy una mordida supernova.
—¿Les habrá gustado llegar a Alaska a encontrar que son los mismos de siempre?

***
Pasamos todo el día de Reyes saltando, cada pocas horas, de un estanquillo a otro: todos los aires acondicionados sufren el mismo destino que el nuestro eventualmente, así que tenemos que huir, como roedores.
Inclusive los refrigeradores (que acá son de otra especie: se llaman neveras) se descomponen; los desperfectos nos urgen a dedicar las primeras horas a los embutidos y los quesos frescos.
—Creo que ya me acostumbré a robar. O al menos robar cada vez me parece menos malo.
Carlota dice esto con los brazos llenos de mágicos escombros comestibles de nevera todavía viva. Encontró pasta fresca en los estantes de un restaurante modernillo.
—Eso está bien: así podemos comer mejor.
Yo apaño un pedazote de matambre con huevo; las pizzetas congeladas de este lugarcito que vive ya más allá de la moda (cuya puerta tuvimos que forzar: la alarma apenas balbuceó un gemido antes de morir sin electricidad) las dejo para otro día de hambre, para otra cacería.
Cuando corto un pedazo para hacer otro sanguche, otra central eléctrica desfallece: boom en algún lugar de San Telmo, y otro boom, casi simultáneo, en Liniers.
Carlota ríe; se anima un vaso de vino; nos damos cuenta de que no hemos bebido vino a pesar de la soledad. Aprovecho aquello para otro bife, para las supervivientes papas fritas; ella sigue con el vino a solas. A ambos nos golpea igual el alcohol: como el único pie humano del mundo, dispuesto a aplastar a los insectos que quedan a su paso.
Ese mismo restaurante nos negó la entrada para cenar en año nuevo, así que ahora nos sentimos valientes.
¿Quién se quedó ahora sin cenar? Gritamos, medio borrachos con una botella del Malbec más caro de la barra, y bailamos con la cabeza flotante: ¿qué se siente quedarse fuera, tarados?
Boom en Puerto Madero.
Nunca nos detenemos a pensar qué significa exactamente estar fuera, fuera de dónde, respecto a qué: la soledad es la orilla, siempre. Y somos nosotros los que bailamos en mesas elevadas, sin música, en una ciudad que ya no suena.

***
Como no hay alumbrado público, esa noche dormimos donde nos coge el cansancio.
Somos los únicos pordioseros que le quedan a Buenos Aires: como los miles que había antes, dormimos en colchones que robamos, tirados en el primer rincón a prueba de cucarachas que somos capaces de encontrar.
Eso es importante: el único requerimiento que debe cumplir nuestro alojamiento es que sea completamente a prueba de cucarachas. Así lo ha sido siempre, desde que Carlota y yo estamos juntos: todo es soportable, excepto la posibilidad de esas patitas, de esos cascos alargados color carne quemada, de esas antenas ojos que tocan el mundo antes de verlo.
En la Buenos Aires vacía, esto se vuelve cada vez más difícil.
Boom en Retiro.
La oscuridad apenas se ilumina cada tantos minutos con la pirotecnia de las centrales eléctricas, boom en lo que parece ser Montevideo. Anidamos en una litera, dentro de una tienda de muebles; blindamos las patas con todo el insecticida de la tienda de jardinería que está junto.
Nos abrazamos como hace muchos meses no lo hacíamos. Siento el rostro caliente de Carlota contra mi cuello, como una planta o como un pelaje. Pienso que el mundo se ha vuelto de nuevo elemental: que somos una suerte de Adán y Eva en el deshabitado Cono Sur, aprendiendo a sobrevivir en este jardín del Edén de arquitectura afrancesada.
Eructo y el aliento me sabe a algo que nunca había probado. Pienso en el porcentaje de vacuno que comí hoy; pienso en las cosas que eso debe estarle haciendo a mi cuerpo. La pierna izquierda ya aprieta como un vendaje receloso, y la cabeza me duele. Cada tanto, sobre todo bajo la luz dura o el cansancio, la vista se me oscurece como la noche.
Y en esos momentos el mundo no existe, o yo no existo para el mundo, lo cual es acaso lo mismo. En todo caso: en esos momentos temo comprender por fin lo que pasó con todos los porteños del mundo.
Abrazo fuerte a Carlota: no quiero que ella también desaparezca.

***
Sueño que Carlota me ofrece de un bife podrido, en uno de esos omnipresentes platitos metálicos de la ciudad. Sus brazos son largos, una entera de las interminables cuadras de la ciudad. Ella come de la carne, su tenedor y cuchillo se mueven como insectos, agarran con sus antenas la carne, la hacen bolitas y luego la lanzan lejos, hasta las fauces de Carlota, que es ahora una paloma, ahora una rata, ahora un conglomerado movedizo de pugs y pajaritos y gatos negros; sus ojos, border collies. Come de la carne por muchas bocas: ya no tiene la forma de Carlota, sus cabellos ondulados y sus ojos grandes, sino que es una cueva convexa, una esfera cuya superficie está hecha de abismos.
De una de esas cuevas convexas sale una serpiente; sus ojos son ventanales como los del Palacio Barolo. La serpiente se me acerca hasta sentir su vaho directo en el cuello; le brotan de los colmillos patitas mínimas que se desprenden y corren por mi cuerpo, bajo la ropa, haciendo explosioncitas mínimas.
Las patitas van por todos lados, las siento husmear en mis rincones, las siento bajar por mis subsuelos, entrar a mis orejas y murmurar: “Carnota”.
Boom en Caballito.
Abro los ojos, que se contectan directo a los de Carlota; me mira como mira el planeta a los aviones que vuelan muy arriba.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien?
No responde; en cambio, su mano empieza a golpear el colchón como tambor. Luego tiembla su brazo, sus hombros, su cara; todo le tiembla menos los ojos, que me miran vertiginosos.
Tiene fiebre y está, al tiempo, helada: como motor de nevera.
Le quito la manta y descubro al menos veinte cucarachas que le caminan por encima, por entre la ropa y en el pelo y en las pantorrillas. Desaparecen debajo de su ropa y vuelven a escapar tras un minúsculo temblor.
Creo que es así como descubrimos que, sin importar nuestros mejores deseos, somos parte del mundo.

***
—¿Estás segura? Dudo mucho que haya aviones…
—No tenemos manera de saberlo: en realidad no sabemos qué pasa más allá de Palermo… Chance y los vuelos sí están saliendo, aunque no los veamos. En todo caso, no tenemos nada mejor que hacer. Y las cucarachas. Las cucarachas, Ruy…
Vuelve a temblar como hace rato, así que me detengo: le acaricio la cabeza. Tardamos más de tres horas en sacarla del shock nervioso. Me mira con los ojos albercados, como detrás de un aparador inmenso. Cuando por fin llora, se desfonda. Es repentino: ojos de aparador, boom en La Boca, llanto imparable. Llanto como plaga de dolores: como marabunta comiéndose las mejillas de un primate.
No logra conciliar el sueño más, por supuesto. Pero se tranquiliza cuando por fin le prometo que nos largamos de Buenos Aires, a costa de lo que sea.
Largarnos de Buenos Aires: hace una semana era apenas un trámite; una fila larga, como todas las que aparentemente hay en Argentina; unas tres o cuatro horas previas en un aeropuerto caótico, nada más. Ahora, sentado frente a ella, sosteniendo el mínimo bate que improvisé con un salame grasoso, dirigiendo con un espejo la luz de la vela que me permita ver en la oscuridad al exoesquelético enemigo, largarnos de Buenos Aires parece una tarea primigenia, esteparia; una tarea a la que bien podríamos dedicarle el resto de nuestras vidas.
Pasamos toda la noche así: yo inventando el primer juego de pelota de la nueva historia, a costa de un embutido y una especie reclamando el futuro, ella temblando y soltando llantos cada tanto en un rincón dentro de la nevera que todavía sirve.
Echamos a andar en cuanto el alba oculta a los insectos. Para hacerme energía, muerdo un sustancioso pedazo de jamón; la pierna me vuelve a apretar como fauces de bestia amenazada; Carlota no tiene todavía espacio en el estómago para otra cosa que el miedo. Calculamos diez horas hasta Ezeiza; tenemos casi 48 para que nuestro vuelo salga.
Carlota va forrada hasta el cuello con telas que le permitan, en dado caso, no sentir las patitas trepándole las extremidades. El calor del hemisferio sur se hincha, y nos queda toda una ciudad y un área metropolitana que cruzar. Me preocupa su sudor, su intolerancia a cualquier clase de ingesta, mis piernas apretadas, la falta de fibra.
La falta de fibra, que después de todo sí puede volverse un problema primordial.
¿Qué habrían hecho en nuestro lugar nuestros ancestros, que tenían un color más auténtico y una dieta menos temblorosa? ¿Qué dirían los asiáticos que pisaron estas tierras antes que nadie, los europeos que se adjudicaron luego ese trono?
Boom en Nueva Pompeya.

***
Apenas cruzamos los límites de Buenos Aires Ciudad: nos anuncian la salida a Provincia de Buenos Aires un letrero y un tren cuya vía ya empieza a ocultarse bajo una hiedra potente. Nos cruza una jauría interminable de border collies que escaparon de la ciudad; uno de ellos todavía nos mira a los ojos, los otros apenas nos olfatean recelosos. No se acercan cuando por fin logramos un fuego, tras descubrirlo de nuevo un arte sofisticado, un espectáculo divino.
Han pasado tres días. A este paso, calculo que estaremos llegando al aeropuerto dos semanas después de aquel extraño en la calle que me vio sin verme.
Si nuestro vuelo existe, ya desapareció también: desapareció dos veces.
Mi pierna es una carga, otro más de los embutidos que llevo en la mochila. Carlota sigue sin comer. Apenas el olfato le anuncia comida, viene una arcada: lo único que ha podido decir al respecto es que los dientes chocando entre sí le parecen los torax amontonándose en lugares secretos bajo la calle visible.
Ambos estamos débiles. Buenos Aires terminará con nosotros, inclusive vacía, silenciosa, bella, sin delincuentes ni subte. Ese silencio terminará erosionándonos hasta la médula.
A veces, nos lo decimos, extrañamos a los argentinos. Incluso al que nos gritó aquella otra noche, desde lo más hondo de sus tragos, que nos iba a cortar la cabeza.
Anochece tras una esquina que cedió la pizzería a una maraña de rugidos y zarpazos que anidan en el horno apagado.
Improvisamos una casa de campaña con una lona que colgaba fuera de un Calzate Catalina, en Av. Santa Fe. Acampamos directo sobre la calle mojada, de la que hierve un clima infame. Un riachuelo arrastra un torrente de cubiertos, bombillas multicolor, aluminios roídos.
La ciudad poco a poco fluye hacia el río, cunde su ruina desplazada a donde pertenece: bajo las aguas plateadas.
Estamos a punto de dormir cuando Carlota levanta la cabeza como marsupial.
—Hay alguien afuera. ¿Los oyes? A lo mejor es un equipo de rescate…
—¿Una semana después de una tragedia?
—Estamos en Latinoamérica…
Asiento, mudo, y trato de escuchar: no oigo nada.
Pero nada en serio: como si lo que sea que está afuera de la tienda de campaña estuviera en otro lado, lejos, inútil.
Temo que la sensación eterna de cucarachas en los dientes haya hecho metástasis en Carlota, y que ahora todos sus sentidos se inventen patitas de todo tipo.
—Ahí están otra vez… son voces.
—Debe ser un radio que empezó a funcionar.
—Vamos a asomarnos.
La detengo. No tenemos un solo indicio de cómo fue que desapareció una capital otrora llena de gente que gimotea todo el día; a estas alturas, estoy convencido de que eso seguramente significa que fue una causa con cierta inteligencia, con alguna malicia.
—No salgas. No sabemos si son ladrones o caníbales. O hinchas de algún equipo local. O cucarachas.
Carlota reprime un escalofrío.
—Si hay algo más que esto, tenemos que averiguarlo.
Mi mano no alcanza a tocarla: cuando intento adelantar el cuerpo, la pierna me hunde de vuelta. Carlota sale y la lona vuelve a cerrarse, rotunda.
La escucho alejarse, pero muy pronto sus pasos desaparecen.
Dentro de la carpa la oscuridad se envalentona, la noche es una calle sin fondo. Alzo la mano a la altura de mis ojos, pero en su lugar lo que hay es el mismo negro noche.
Afino los oídos, tratando de escuchar los pasos de Carlota, que se decantan en un futuro del que quiero una cosa, una sola.
Espero así, sin contar las horas, en lo que parece ser todo el tiempo que nada en el universo.


Ruy Feben
Ruy Feben (Ciudad de México, 2 de julio de 1982) es narrador. Sus cuentos han aparecido en medios literarios como "Guardagujas", "Parteaguas" y la revista del Fondo Cultural Tierra Adentro, así como en antologías mexicanas y españolas. Ha participado como ponente en los ciclos Nuevas Voces de la Literatura, en el Palacio de Bellas Artes (agosto, 2010), 140 caracteres: la llegada de la twiteratura, en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia (febrero, 2011) y en el Primer Encuentro Nacional de Escritores en Reynosa, Tamaulipas (julio 2012), entre otros. Su libro de cuentos "Vórtices viles" fue Premio Nacional de Cuento Joven 2012; parte de esta colección fue traducida en el proyecto Palabras Errantes de la Universidad de Cambridge, en el que se difunden jóvenes autores latinoamericanos entre los lectores del Reino Unido. Actualmente escribe una columna quincenal en la revista Letroactivos, llamada “Bosquejos del insomnio”. (Escritores / Foto Elem)

MÚSICA: DIEGO EL CIGALA


 "El Ratón"

Subido por Diego El Cigala
Canción
El Ratón
Artista
Diego "El Cigala"
Con licencia cedida a YouTube por
SME (en nombre de Sony Music Latin); UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM, Sony ATV Publishing, SOLAR Music Rights Management, CMRRA, LatinAutor - SonyATV y 5 sociedades de derechos musicales




"Moreno Soy"

Subido por Diego El Cigala
Canción
Moreno Soy
Artista
Diego "El Cigala"
Con licencia cedida a YouTube por
SME (en nombre de Sony Music Latin); UMPI, UNIAO BRASILEIRA DE EDITORAS DE MUSICA - UBEM, LatinAutor - PeerMusic, LatinAutorPerf, Concord Music Publishing, ASCAP, Sony ATV Publishing, CMRRA, LatinAutor - UMPG y 7 sociedades de derechos musicales



Diego Ramón Jiménez Salazar​ 
(Madrid, 27 de diciembre de 1968), más conocido como Cigala, es un cantaor de flamenco español de etnia gitana y nacionalidad dominicana desde 2014. Es "Diego" resultado de una disputa familiar producida por su padre y su tío en la pila bautismal; y "cigala" apodo que recibió de los hermanos Losadas, guitarristas.
(Wikipedia / Foto: La Tercera)

viernes, 23 de octubre de 2020

HORACIO QUIROGA: LOS BUQUES SUICIDANTES


Hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche el buque no se ve ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.

Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento; si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.

No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.

El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no obteniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden. Y faltaban todos. ¿Qué pasó?

La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.

La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del oleaje susurrante, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la ronca voz de los marineros en proa. Una señora muy joven y recién casada se atrevió:

—¿No serán águilas…?

El capitán se sonrió bondadosamente:

—¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?

Todos se rieron, y la joven hizo lo mismo, un poco cortada.

Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.

—¡Ah! ¡Si nos contara, señor! —suplicó la joven de las águilas.

—No tengo inconveniente —asintió el discreto individuo—. En dos palabras: en los mares del norte, como el María Margarita del capitán, encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo —viajábamos también a vela—, nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que no engaña en un buque llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; a bordo no se halló a nadie, todo estaba también en perfecto orden.

Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aun nos reímos un poco de las famosas desapariciones súbitas. Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos en conserva. Al anochecer aquél nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de su lugar. El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.

Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas a bordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la mayoría cantaba ya.

Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el rollo, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. Pero enseguida parecieron olvidarse del incidente, volviendo a la apatía común.

Al rato otro se desperezó, restregóse los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.
—¿Qué hora es?
—Las cinco —respondí.

El viejo marinero que me había hecho la pregunta me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.

Los tres que quedaban, se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último de todos se levantó, se compuso la ropa, apartóse el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.

Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse enseguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo.

Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable curiosidad

—¿Y usted no sintió nada? —le preguntó mi vecino de camarote.

— Sí; un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aun los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.

Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Poco después el narrador se retiraba a su camarote. El capitán lo siguió un rato de reojo.
—¡Farsante! —murmuró.
—Al contrario —dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra—. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado también al agua.



Horacio Quiroga

(Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917)

CIRO ALEGRÍA: EL BARCO FANTASMA

Por los ríos amazónicos navega un barco fantasma, en misteriosos tratos con la sombra, pues siempre se lo ha encontrado de noche. Está extrañamente iluminado por luces rojas, tal si en su interior hubiese un incendio. Está extrañamente equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de hamacas que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes gigantescos. Sus tripulantes son bufeos vueltos hombres. A tales peces obesos, llamados también delfines, nadie los pesca y menos los come. En Europa, el delfín es plato de reyes. En la selva amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en ríos y lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica como plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ninguno osaría arponear a un bufeo, porque es pez mágico. De noche vuélvese hombre y en la ciudad de Iquitos ha concurrido alguna vez a los bailes, requebrando y enamorando a las hermosas. Dióse el caso de que una muchacha, entretenida hasta la madrugada por su galán, vio con pavor que se convertía en bufeo. Pudo ocurrir también que el pez mismo fuera atraído por la hermosa hasta el punto en que se olvidó su condición. Corrientemente, esos visitantes suelen irse de las reuniones antes de que raye el alba. Sábese de su peculiaridad porque muchos los han seguido y vieron que, en vez de llegar a casa alguna, fuéronse al río y entraron a las aguas, recobrando su forma de peces.

El barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del alto Ucayali vio a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan en Pucallpa y sus contornos. Sucedió que tal indígena, perteneciente a la tribu de los shipibos, estaba cruzando el río en una canoa cargada de plátanos, ya oscurecido. A medio río distinguió un pequeño barco que le pareció ser de los que acostumbradamente navegan por esas aguas. Llamáronlo desde el barco a voces, ofreciéndole compra de los plátanos y como le daban buen precio, vendió todo el cargamento. El barco era chato, el shipibo limitóse a alcanzar los racimos y ni sospechó qué clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas brazas, oyó que del interior del barco salía un gran rumor y luego vio con espanto que la armazón entera se inclinaba hacia delante y hundía, iluminando desde dentro las aguas, de modo que dejó una estela rojiza unos instantes, hasta que todo se confundió con la sombría profundidad. De ser barco igual que todos, los tripulantes se habrían arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento. Ninguno lo hizo. Era el barco fantasma.

El indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí se fue derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos le habían dado billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el producto del encantamiento. Los billetes eran pedazos de piel de anaconda y las monedas, escamas de pescado. La llegada de la noche habría de proporcionarle una sorpresa más. Los billetes y las monedas de plata, lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo pasando en los bares y bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero mágico procedente del barco fantasma.
Sale el barco desde las más hondas profundidades, de un mundo subacuático en el cual hay ciudades, gentes, toda una vida como la que se desenvuelve a flor de tierra. Salvo que esa es una existencia encantada. En el silencio de la noche, aguzando el oído, puede escucharse que algo resuena en el fondo de las aguas, como voces, como gritos, como campanas…


Ciro Alegría

ALINA GADEA: SE ALQUILA HABITACIÓN PARA DAMA


En esa época me acababa de separar y necesitaba un lugar para vivir. Había conseguido un trabajo pequeño en un estudio de abogados. Pequeño en cuanto al sueldo y a la función que cumplía, pero grande en cuanto al horario; entraba a primera hora y salía pasadas las 8 de la noche.

Era un trabajo que no me gustaba, pero que necesitaba desesperadamente. Sentía que no me apreciaban y que, en cierto modo, estaba sobre dimensionada para lo que hacía. Era muy rudimentario: yo cumplía la función de una especie de vendedora del estudio de abogados.

El dueño necesitaba una persona que conociera de temas jurídicos, que tuviera un aspecto físico más o menos bueno y un cierto roce con la gente. Pero no necesitaba alguien con mayor talento.

Mi labor consistía en ir, de empresa en empresa, presentando al estudio y las bondades de sus servicios. Tal como si estuviera vendiendo agendas de cuero o máquinas de coser, de puerta en puerta. En cierto modo, para una persona como yo, resultaba un trabajo humillante. Tal vez para otras personas no lo fuera, porque serían más jóvenes y aún estarían comenzando su carrera. O tal vez me era tan desagradable porque fui criada en una forma según la cual, una de las cosas que uno no debía hacer nunca, era vender, fuera lo que fuera; rebuscar cosas ajenas o hacer comentarios sobre la vida de las personas. En todo caso, a parte del acto de vender, me disgustaba el tema de fondo: todo lo que tuviera que ver con litigios.

Durante la carrera, me habían gustado los cursos que eran limítrofes con otras disciplinas, no los que serían fundamentales para ejercer.

Sin duda, la elección de mi profesión había sido tan inadecuada como la de mi matrimonio; no sabía lo que quería. Entré como muchos jóvenes desorientados a estudiar una carrera importante, que mantuviera contenta a la familia y que no tuviera que ver con números.

En la misma forma escogí a la pareja que sería la ideal para el resto de la vida. A esa edad uno cree que todo es para el resto de la vida.

Desde el comienzo del matrimonio, desaparecieron, como por un hechizo, una serie de cosas sencillas que me hacían feliz, como el olor de las madreselvas en las noches de verano. Me preguntaba si habrían desaparecido del todo esas flores o sería que era yo la que había cambiado.

Conforme avanzaba el tiempo, me apagaba lentamente, mientras él apagaba el interruptor de luz donde yo me encontrara, la música que ponía y hasta las velas que prendía esperanzada en una noche especial. Pero aun así había amor. O así lo creía yo y pensé que ya era tarde para arrepentirse. En realidad no lo era. Nunca lo es. Eso lo comprendí unos años después, en que salí por la puerta falsa de ese matrimonio. Sin hijos ni bienes que repartir. Sólo con la sensación del tiempo perdido y la de una puerta que se había cerrado para nunca más volver a ser abierta. Debía continuar mi camino.

Sabía que lo menos recomendable para una persona en mi situación era caer en la enloquecedora pregunta de “¿qué hubiera pasado si hubiera hecho otra cosa, si hubiera escogido distinto, si no hubiera seguido ese camino?” Frecuentemente esa clase de cuestionamientos van seguidos de algo así como “quisiera ser otra persona, en otro lugar y otro tiempo”, “¿Por qué, por qué? No. Yo debía desechar todas esas ideas nefastas. Simplemente debía volver a empezar.

Probablemente influenciada por mi formación hice una lista larga que después reduje a tres puntos:

Uno: Conseguir un trabajo. Le puse un check porque por malo que fuera, ya lo tenía.

Dos: Conseguir un lugar para vivir. Probablemente tendría que ser tan pequeño como el trabajo.

Tres: Hacer ejercicio. Debía tratar de mejorar mi estado de ánimo.

Decidí combinar los puntos Dos y Tres: saldría del trabajo caminando y al mismo tiempo aprovecharía para buscar un lugar donde vivir. Cada noche, saliendo del estudio, caminaba todo el largo de la avenida Santa Cruz, llegaba al óvalo Gutiérrez y continuaba por toda la Comandante Espinar y seguía hasta el malecón de Miraflores. Así también llegaba más tarde a casa y molestaba lo menos posible a mi familia.

Las calles, fuesen las que fuesen, me parecían desconcertantemente solitarias. Pero yo me repetía una y otra vez, que esa sensación sólo estaba dentro de mi cabeza.

Me encontraba viviendo, temporalmente en casa de mis padres, quienes hacían un esfuerzo por hacerme sentir bien, pero era claro que no estaban acostumbrados a mi presencia en la casa. Hacía ya varios años, desde que me había casado, que yo había dejado de vivir ahí y hasta mi cuarto había dejado de ser mío para convertirse en el de una sobrina, hija de uno de mis hermanos.

Una tarde de domingo, caminando por una de esas calles totalmente vacías, que una y otra vez salían a mi encuentro, pasé por la avenida Saenz Peña. En los últimos días me había dedicado a peinar las calles de Barranco. Llevaba dos fines de semana sentada en una pérgola frente al mar, sin pensar en nada.

En el medio de la plazoleta de enfrente, había siempre unas palomas que se reunían a conversar. Me di cuenta que eran los únicos seres vivos a mi alrededor. Esa tarde no estaba siquiera el hombrecito que vendía maíz partido en bolsas pequeñas para darles de comer.

No pasó un auto, ni un peatón en las dos horas en que permanecí derrengada en la banca de madera. Hasta el mar, al mirarlo por el viejo malecón, parecía detenido y gris. Este silencio es gris, pensé con melancolía. Las puestas de sol parecen gritar con sus colores insolentes, pero las tardes grises, de garúas impenitentes, son inmóviles y sordas. Parece que el cielo va a ir bajando poco a poco hasta aplastarnos.

Me puse a caminar, mirando hacia abajo con los brazos cruzados. Mis pasos atemorizados casi no se oían. Parecía que adquirían vida propia y decidían no llamar la atención de nadie, con el ruido de sus pisadas. No había respuesta. Pero a mi paso, las palomas volaron todas de golpe, con un sonido que llenó el instante mudo.

Me fijé en la casa más grande y más cercana al malecón. Parecía una torta de merengue, endeble y tierna, que se resquebrajaba y cuyo relleno se salía por algunas grietas. Olvidada frente al mar. No habría nadie adentro. Me acerqué hasta la puerta del zaguán y sentí desde adentro su respiración. Desde algún lugar desconocido venía un suave sonido que me estremeció. Voces que parecían susurrarles canciones de cuna a algún niño.

Seguí caminando por una calle estrecha y arbolada. Hubiera sido una callecita alegre de no haber sido porque tampoco había nadie. Los pájaros no trinaban, seguramente se debería al frío y a la humedad. El viento fuerte sacudía con furia las hojas ralas de una palmera. Las palomas debían estar guarnecidas con sus crías en algún nido tibio y escondido de un árbol frondoso.

Estaba a punto de salir un tímido rayo de luz, pero después de varios nubarrones, el sol no se atrevió a brillar. El cielo daba la impresión de que le hubieran limpiado el color con un trapo.

Con el mar a un lado y el cielo cerca de mi cabeza, llegué hasta una calle paralela a la de las palomas. Y me detuve sobre una vereda polvorienta y rota.

De algún lugar, salió un hombre gordo en una bicicleta, que me mandó un beso sonoro. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien me besaba. Pensé que aunque fuera de lejos y en una forma grotesca, no dejaba de ser un beso. Pero después desapareció pedaleando tal como había aparecido y el mundo continuó siendo un planeta desierto.

Fijé la vista al frente y vi dos casas muy viejas. Debían haber sido construidas a comienzo de siglo veinte. Dos señoras casas. Una de ellas estaba más deteriorada que la otra y tenía un pequeño letrero pintado a mano donde decía ingenuamente: Carlos Calderón.

¿Qué habría querido decir esa persona, anunciándose en un letrero mohoso de una casa que parecía deshabitada? Tal vez decir que no lo estaba y que él todavía no estaba muerto. Que aún existía, aunque fuera preso dentro de ese antiguo palacete. Perdida en mis conjeturas, por alguna razón desconocida, esa triste figura, me conmovió.

La casa tenía un torreón muy alto. Un cascarón cuadrado, alto y vacío. Balaustres rotos de madera y un insólito friso de mosaicos ocres. Un techo de tejas desvencijadas coronaba el torreón dejando ver su esqueleto de madera. Una ventana francesa de cuadros con varios de los vidrios rotos. Un zaguán separado de la vereda por una reja de madera. Una enorme madreselva recorría la fachada de la casa. Seguramente que en noches de verano despedirían ese olor. Pero ahora, petrificada, la flor no tenía mucho que decir. Se limitaba a dormir.

Me acerqué a la antigua reja de madera, mal pintada de marrón, con muchas capas de pintura, una tras otra. Seguramente cada propietario, a lo largo de varias generaciones, habría pintado encima sin raspar la anterior. Pensé en las experiencias de la vida como capas sobre capas desgastadas de vivencias pasadas y parcialmente olvidadas.

Vi detrás de ella, el piso de losetas antiguas, cuarteado y con una pequeña colina, empujada desde adentro por la raíz de un ficus. El zaguán parecía contener la respiración. Cargaba de manera invisible, miles de tristezas, como un testigo de muchas vidas, vividas tras sus muros.

La suciedad de los visillos tejidos a crochet no dejaba ver el interior. Me hice a un lado. Miré hacia abajo; de una bruña de la vereda reseca, salía, rebelde, un poco de hierba.

Algo hacía que no quisiera continuar mi camino, como si estuviera anclada en ese suelo. Tal vez porque un lugar tan abandonado me servía de consuelo. Los lugares así, me tranquilizaban. Los lugares fríos y modernos me hacían sentir que no podría resistir su impacto. Era algo así como parchar una tela vieja con otra vieja. Ese es un parche que resiste, pero si se intenta parchar una tela vieja con una nueva, la parte vieja se rompe fácilmente.

La casa de al lado era idéntica y tenía un letrero, pero no tímido y escrito a mano, sino grande, con letras hechas en una imprenta: Nido Jardín Nº 00-15. Sin duda se trataba de un colegio para niños de la zona. Un palacete albergando ahora risas y llantos de niños pobres. Sin embargo no oí ninguno en todo el rato que estuve ahí.

Retrocedí unos pasos para ver si atisbaba algún niño, cuando una voz apagada sonó débilmente tras de mí:

– ¿Se le ofrece algo? -la voz venía de atrás de la reja de madera. Algo asustada, me cerré el cuello del saco y decidí seguir mi camino, cuando se abrió la puerta pesada. Era un señor mayor, delgado y vestido con chaleco y sombrero. Me pareció un duende. Se sacó el sombrero y me preguntó con voz aguda y a la vez gastada: – ¿Es usted la señorita que llamó esta mañana?

– Oh, no, no lo creo. Yo solamente pasaba por acá y no sé, disculpe señor. Estaba mirando.

– Pierda cuidado. Pensé que usted era la señorita que había quedado en pasar esta tarde por aquí. Ella quería conocer el departamento, digo el cuarto.

– ¿Cuarto?

El señor me señaló con su mano, arrugada y temblorosa, un cartel que yo no había visto. Estaba en la puerta de al lado, sobre la ranura de un buzón de cartas. Tapado por una rama de la madreselva, decía:

Se alquila habitación a dama.

Algo desconcertada le pregunté:

– ¿Es usted el señor Carlos Calderón?

– El mismo que viste y calza señorita. ¿O señora?

– Da igual, en realidad se puede decir que soy una señora, aunque no completamente.

– ¿Me decía? No entendí lo que me dijo.

– Señora, señora Durand.

Era la primera vez que decía esa extraña combinación de palabras. Hasta antes, de soltera me habían llamado Aída Durán o señorita Durand. Después me había convertido, un buen día, casi sin darme cuenta en Aída Durand de Zegarra. O simplemente en la señora Zegarra. “De”, reflexioné, qué cosa tan absurda. ¿Cómo es que había sido “de alguien”? ¿Era posible que en algún momento de la vida, hubiera sido hermoso ser de alguien?

– Encantado señora Durand. Carlos Calderón para servirla.

– Igualmente señor Calderón. Si no le es molestia, quisiera ver el cuarto.

– No es ninguna molestia – me dijo en un tono muy amable y abrió la puerta pesada de madera. La puerta rebotó contra el muro resquebrajado de adobe con un golpe gomoso. La rama de la madreselva que caía pesadamente sobre parte del cartel se movió fastidiada, como si la estuvieran despertando de su siesta.

Me hizo pasar con un gesto galante. Dentro, me pareció una vez más que el mundo se había detenido. Yo buscaba esa sensación porque los autobuses atestados de gente en los que viajaba por avenidas transitadas, me desconcertaban. Me hacían sentir que la vida era una película que pasaba rápidamente, en la que yo era sólo un personaje irreal.

Los lugares solitarios me hacían sentir un poco más cerca de mí misma. Aunque de cualquier manera persistía la extraña sensación de vacío que me acompañaba como una sombra larga.

Pasamos el remolino de raíces y entramos por el zaguán al recibidor de la casa.

La entrada estaba llena de objetos que parecían tener vida propia: observé un angelón que colgaba de una de las paredes, con una expresión bonachona y lánguida. Una de las ventanas tenía un vitral de colores deslucidos tal vez por el paso del tiempo. Los sofás eran viejos y estaban llenos de polvo. Dos lámparas como floripondios alumbraban tenuemente la sala. Una mecedora de Viena aún se balanceaba. Probablemente el gato que pasó cerca de mí, enroscándome la cola en las piernas, habría estado sentado ahí. Un perchero a un lado, tenía colgados algunos sombreros muy pasados de moda. A juzgar por la vestimenta de don Carlos debían ser todos de él. El mueble con el perchero tenía un espejo biselado en medio. Miré mi cara en él y me sorprendió ver que aun era joven.

Al fondo de la sala alcancé a ver unos cuadros con caras de niños sonrientes. Sobre la mesa del comedor, unas flores de mentira en un centro de cristal de Murano color azul.

Eché una mirada rápida a todos los bajos de la casa. Era bastante oscura.

– Puede llamarme por mi nombre – me dijo el señor parado en la mitad de la sala.

– Bien, don Carlos.

– Pase para enseñarle el resto de la casa y el dormitorio que estoy alquilando.

Lo seguí. Atravesamos la sala. El piso crujía apolillado. Tardamos en llegar arriba; la escalera era larga, algunos peldaños cedían bajo nuestros pies. Y descansamos un buen rato en el descanso. El señor Calderón se agitaba. Respiró profundamente y continuamos nuestro camino. Llegamos finalmente al segundo piso. Ante una puerta, su cara mostró una sonrisa seguida de un “pase por favor”. Abrió la puerta y entré. El cuarto era muy grande, con molduras de yeso despostillado, un foco que colgaba y al fondo una ventana que daba a un jardín de madreselvas. Había un ropero antiguo. Y un sillón donde inmediatamente se sentó el gato, haciendo ver que era dueño de casa. La ventana tenía unas cortinas gruesas que colgaban de un bronce. Eso era todo lo que había. Estaba bien para mí; podría acomodarme, aunque noté que la habitación no tenía baño. Antes de preguntarle sobre eso, calculé que sólo debía traer unas cuantas cosas, mi cama y mi ropa.

– ¿La habitación tiene baño don Carlos?

– No. El baño lo compartiría con… alguien más.

– ¿Y cuántas personas viven acá?

– Bien, eso es lo que quería comentarle. Esta casa tiene cuatro cuartos en la parte de arriba. En uno duermo yo, en el otro estaría usted, luego hay un cuarto vacío que prefiero que no sea ocupado, por razones que no son del caso mencionar, y en el otro cuarto está una persona. Un hombre. Es un artista. Él es escultor. Sí, así es -se dijo como respondiéndose a sí mismo de algo de lo que no estaba muy seguro.

Y siguió algo dubitativo diciéndome:

– En realidad yo señora… disculpe, mi memoria está muy frágil.

– Aída.

– Ah, sí, ya no me voy a olvidar, disculpe usted, Aída como la obra de Verdi. Si me permite llamarla por su nombre, como le seguía diciendo, yo desde el principio tenía la idea de alquilar sólo a damas. A señoritas o señoras como usted, pero en su momento no conseguí sino alquilárselo a este… artista. No sé si a usted le mortificaría compartir el baño con él.

Atisbé la puerta entreabierta que debía ser del baño.

– ¿Puedo mirarlo? – le pregunté con cierto recelo.

– Oh, sí por supuesto, no faltaba más.

Y señaló con dirección al lugar que yo había visto. Entré. Era un baño sumamente antiguo. Tenía una tina de mármol y una instalación improvisada de ducha. Me perturbó la idea de tener que compartirla con un hombre desconocido, pero al mismo tiempo estaba casi convencida de hacerlo. Afortunadamente al abrir uno de los caños comprobé que había agua en abundancia y mirando las losetas verde agua pensé que en general no había nada que una buena limpieza no pudiera mejorar.

– Hay agua caliente, Aída, pero sólo por la mañana – me dijo levantando un poco el índice.

– Bien don Carlos – le dije mirando hacia una ventana del baño que pensé en abrir de par en par – ¿Cuánto cuesta el cuarto?

– Son quinientos soles mensuales – me dijo tímidamente.

Era un precio que me permitiría guardar algo de dinero por si había alguna emergencia y además era un lugar que me gustaba, lo mismo que el dueño de la casa. Pensé que el interior de una casa tiene mucho que ver con el interior de la persona que vive en ella.

– Me parece bien. Me imagino que necesitará alguna carta de presentación o alguna garantía.

– No se preocupe, viéndola a usted me doy perfecta cuenta de con quién estoy tratando.

– Muchas gracias señor – le dije halagada.

– No se hable más. Eh, respecto a lo del artista, quería comentarle que él suele trabajar por las noches. Durante el día, no sé exactamente qué es lo que hace, pero me da la impresión de que duerme porque mayormente no lo oigo. Usted verá, ahora mismo no habrá oído el menor ruido –dijo ladeando ligeramente la cabeza.

– Ah, sí, es verdad. ¿Él se encuentra ahora mismo acá? – le pregunté con curiosidad.

– Sí, precisamente en ese cuarto – y señaló una puerta de cedro al otro lado del pasillo. – Casi nunca sale de día. Sólo alguna que otra vez a comprar y regresa trayendo algo del mercado.

– No creo que haya ningún problema, don Carlos.

Ese mundo, el del señor Calderón con el cuarto misterioso y el artista al otro lado del pasillo era tan distinto a aquel en el que yo había vivido durante todo ese tiempo. Era un mundo estancado lejos de la gente de saco y corbata y de las oficinas llenas de cables, pantallas y enchufes.

Cuando comenzamos a bajar la escalera, me di cuenta que ya estaba oscureciendo y sentí algo así como una tos que venía del cuarto del escultor. Probablemente, estaría despertando.

Me despedí del señor Calderón, diciéndole que vendría con el dinero al día siguiente y limpiaría la habitación para después traer mis cosas.

***

Esa noche fue una de las últimas que pasé en casa de mis padres.

El señor Calderón me dio las llaves de la casa y yo le di el mes adelantado. Después de unos días de trabajar limpiando la habitación de la casa de don Carlos, estuve lista para llevar mis pocas cosas; ropas, algunos discos, un pequeño equipo de música y algunos libros. Una débil esperanza brillaba en el fondo de esa calle barranquina.

No fue fácil limpiar esa habitación, tuve que sacudir años de polvo de las paredes. Para eso llevé una de esas noches, en un taxi, después de salir del trabajo, una escalera plegable. Una nube de polvo se levantó hasta el techo alto al sacudir el sillón. Saqué las cortinas y las mandé lavar. Pasé un trapo por los vidrios de la ventana y mucha cera por el piso y dentro del armario. El baño lo lavé íntegramente con lejía. Instalé mis cosas, puse mi cama con dos almohadas nuevas y compré un cubrecama que le hacía juego a las cortinas. Colgué una pequeña estantería para mis discos y mis libros. Y una lámpara de tela donde colgaba el foco. El cuarto ya estaba listo para quedarme a dormir.

La primera noche que me quedé, caí rendida hasta el día siguiente. Un tenue rayo de luz me dio los buenos días, colándose por entre las cortinas. Me desperecé y después de darme un baño salí a trabajar.

En la esquina de la casa había un café con un piano en un extremo y sillas de Viena. Se acercó un camarero y me extendió una lista. Pedí un jugo de naranja, que me trajeron inmediatamente. Lo bebí en dos sorbos, saqué un billete y me levanté con mi maletín de trabajo.

Durante el día, mientras trabajaba, algo del espíritu de esa vieja casa había quedado en mí, como el olor que se impregna en uno después de saludar con un beso a una persona perfumada. Y era algo así como un olor agradable el que me dejaba esa habitación, ese señor y hasta la imagen inventada que tenía del artista, que hasta ese momento no había podido ver.

Regresé esa noche a dormir. Al entrar por la antigua reja de madera y dejar atrás el día, pasé a la sala y una sombra que pasó de lado a lado me estremeció. Después me di cuenta que era don Carlos.

– Doña Aída – me dijo alegre -. ¿Gusta tomar un plato de sopa conmigo?

Me acerqué, cansada, al comedor con un gesto afirmativo y colgué mi cartera y mi maletín en el perchero de la entrada. El gato estaba sentado sobre la mesa. Parecía que el señor me esperaba a cenar porque había puesto dos sitios. En la penumbra del comedor, alcancé a distinguir sobre la mesa un plato con unos panes, una jarra de agua, unas servilletas y unos cubiertos. Salió de la cocina con una sopera que humeaba. A decir verdad, olía muy bien. Era un olor muy casero y reparador. Comimos los dos, cruzando algunas palabras sobre las cosas del día. Y me atreví a preguntarle:

– Don Carlos, ¿los niños de esos cuadros, son sus hijos?

– Así es, Aída. Si supiera que ya son abuelos.

Después calló y yo noté que él, por educación, no se atrevía a preguntarme si yo tenía hijos.

– Increíble, como pasa el tiempo –le contesté, antes que se pusiera en apuros con la pregunta de los hijos.

– ¿Cómo es la vida, no? Viven lejos los dos. Pero a veces se llena el buzón, me mandan cartas y fotos –me dijo algo melancólico, pero conservando una sonrisa simpática.

– Qué bien.

– Sí, cuando mi esposa vivía, todo era muy distinto. Después fue que yo comencé a alquilar los cuartos. Ya estaba viejo para trabajar y la casa me quedaba muy grande.

– Entiendo.

– Espero que esté usted a gusto acá.

– Claro que sí. Me gusta mucho su casa. Y le agradezco esta sopa tan rica y sobre todo la compañía.

– Lo mismo digo, Aída.

– Hasta mañana don Carlos.

Y me despedí de él con una venia mientras levantaba mi plato y el de él.

Después de eso, me retiré a mi habitación. Se había hecho tarde y subiendo las escaleras alcancé a oír, por primera vez, unos ruidos que venían del cuarto del artista. La puerta se encontraba entreabierta y de ahí salía una luz cálida. Me acerqué sin hacer ruido y pude ver por la ranura el color rosado colonial, casi fresa de las paredes cuyos pedazos de yeso estaban descascarados. Oí unos pasos y me aparté rápidamente. Pero me di la vuelta y vi sus ojos y su ceño fruncido, desde atrás de la ranura, clavados en mí sombríamente. Inmediatamente después cerró la puerta con un golpe seco.

Durante toda la noche se oyó su cincel sobre la piedra. Los muros anchos de adobe y el largo del pasadizo debían amortiguar esos ruidos, porque llegaban a mis oídos como detrás de un velo. Entre sueño y sueño sentía el sonido rítmico como un latido de corazón.

A la mañana siguiente, lo primero que vi al abrir los ojos, fue la puerta de mi cuarto abierta de par en par. Tal vez hubiera sido el viento que habría entrado por alguna ventana o sería don Carlos creyendo que yo ya estaría despierta. Salí al pasillo, aún en ropa de dormir. No había nadie.

Pasé el día trabajando y en la noche, cuando llegué a la casa, entré a mi cuarto como de costumbre. Y así las siguientes noches.

Las puertas de esa casa no cerraban completamente, tal vez el salitre de las paredes y la humedad hubieran desencajado los marcos. Pero eso tampoco me molestaba. Por el contrario, dormir con la puerta sin llave me hacía sentir como en una familia. Pero, en todo caso, ¿Quién abría la puerta de mi cuarto mientras yo dormía?

¿Qué habría dentro del cuarto cerrado al lado del de don Carlos? ¿Por qué no querría hablar de eso? Seguramente tendría algo que ver con su esposa y le resultaría doloroso. Yo sabía que las personas reaccionaban ante la viudez de maneras diferentes. Algunas conservaban sus casas tal como estaban en vida del esposo o la esposa y otras cambiaban todo o incluso se mudaban de casa o hasta de país.

¿Cómo se sentiría don Carlos sin esa mujer, sin “su” mujer, en la casa que compartieron siempre? En la casa donde crecieron sus hijos. Tal vez él, igual que yo, en algún momento de su vida había pertenecido a alguien. A ella. Y aún siguiera perteneciendo porque, a diferencia de lo que me había pasado a mí, a ellos no los había separado la vida, sino la muerte.

No había ningún retrato de ella en toda la casa. Era seguro que estarían dentro de ese cuarto clausurado y que conservaría el recuerdo sólo para sí. Imaginé el cuarto pintado de color lavanda, con sus paredes imperfectas de adobe, una ventana dando al mar de Barranco, frente a una cama con una cabecera de bronce y una colcha de crochet, donde habrían dormido juntos año tras año. Un pastillero de plata en la mesa de noche de madera con mármol y unos vestidos oscuros dentro del armario de alcanfor. Su cara frágil en una fotografía sepia, en un marco ovalado de pan de oro.

Noche tras noche, me dormía pensando en esos dos viejos, pero curiosamente, una vibración serena me acompañaba y me envolvía en un sueño como un manto tibio.

A esos pensamientos se unían los ruidos del cincel y continuaban aun durante el sueño. A decir verdad, no me molestaban en lo absoluto. Por el contrario, me hacían acordar que estaba viva. Y su ritmo, como el eco de una voz lejana, me mecía haciéndome dormir.

Esa noche en particular soñé con el hombre de al lado, haciendo el amor sobre una tarima desvencijada. No alcancé a verles las caras, ni a él ni a ella, pero me pareció sentir su aliento caliente y oír su respiración enloquecida. Desperté. Todavía no amanecía. Mi puerta estaba abierta como las otras veces. Me levanté y desde la puerta de mi cuarto, vi la suya, también abierta. Decidí acercarme. Me animé a tocarla levemente.

– Adelante – me dijo con una voz áspera.

Pasé. Vi su cara barbuda, su pelo revuelto, la camisa manchada, igual que sus manos y el piso de madera de su cuarto. Los ojos vidriosos. Sudaba y bebía de un pequeño vaso de vidrio algo que olía como a un aguardiente. El cuarto estaba lleno de humo y de trozos de piedra de huamanga desparramada por el suelo.

– Siéntate – me dijo bruscamente.

Con un poco de frío, me tapé el pecho cruzando los brazos sobre el camisón delgado. Me senté sobre el mueble destartalado que aparecía en el sueño y sentí los resortes salidos hincándome el cuerpo. Me acomodé como pude y estuve observando al escultor por largo rato mientras tallaba con fuerza la enorme piedra. Parecía desquitarse de algo en cada golpe que sonaba como una liberación.

Pensé en que hacía mucho tiempo que no pasaba la noche despierta. Él no me miró ni una vez ni me dijo una sola palabra más y siguió trabajando.

La piedra iba tomando forma. Parecía la cara de una persona con los ojos cerrados o tal vez podía ser ¿una mujer dormida? Después de un rato, me levanté y me dirigí a mi cuarto. Cada paso mío sonaba al mismo tiempo que el golpe del cincel. Pisé fuerte, con confianza por el pasillo, hasta llegar a mi habitación. Miré por la ventana y respiré la brisa salina del mar. Después de mucho tiempo podía oler el aroma de las madreselvas. Oí claramente el trino de los pájaros y me sentí por primera vez en mi vida, libre. Amanecía. Pronto don Carlos se despertaría y regaría las enredaderas de colores. El mundo se había echado a andar. No era un lugar silencioso ni yo era un ser irreal. Para mi suerte era sábado. Pude echarme y quedarme profundamente dormida.

****
Por primera vez en muchos años me desperté cerca al medio día. La puerta de mi cuarto había amanecido, como siempre, abierta de par en par.

Tenía una sensación de inquietud agradable, de confianza y hasta de incomprensible vergüenza que revoloteaba en torno a mí como una mariposa. Recordé remotamente ese vacío que era como una sombra larga sobre mi cabeza y lo ignoré, abriendo con fuerza las cortinas. Las argollas de bronce sonaron unas contra otras como campanas pequeñas y vi como se metía a mi cuarto la luz atrevida del medio día.

Escogí con gusto un vestido fresco de colores y unas sandalias y salí del cuarto para entrar al baño. Oí el agua corriendo y me detuve pero alcancé a ver al artista bañándose con la cortina de la ducha corrida y la puerta abierta.

– Eh, eh, perdón, disculpe, yo no quería. Es decir, pensé, es que como nunca estoy a esta hora.

– No importa –dijo con total indiferencia, como si se dirigiera a otro hombre. Y al mismo tiempo jaló una toalla y sin cubrirse se secó los brazos musculosos.

Por mi parte di dos pasos para atrás y miré hacia abajo, pero alcancé a verle el cuerpo desnudo, mojado y velludo. Yo seguía en el pasillo con la ropa en la mano. Él, terminando de secarse, me dijo con la misma voz ronca de la noche anterior:

– Pasa.

– No, creo que mejor me voy a mi cuarto, después entro.

– Como quieras – me dijo con un gesto burlón.

Y salió mojando el piso con los pies. Llegó a su cuarto y dejó la puerta abierta. Entré al baño y cerré como pude. Me saqué la ropa temblando. Me jaboné el cuerpo y me sentí cerca de mí misma; de mi piel, de mis piernas, de mi corazón que latía desbocado. Me pareció deliciosa el agua. Me sequé, me vestí y me miré al espejo y esta vez no me sorprendió verme joven. Me reconocí a mí misma y sentí unos deseos desconocidos de saber quién era ese hombre. Salí del baño decidida por el pasillo, hacia el cuarto del artista. Estaba sentado en la tarima de los resortes salidos, bebiendo licor, con el pelo mojado y la camisa abierta. Contemplaba la escultura terminada.

Esta vez no dijo nada. Me miró, se levantó dejando el vaso en el quicio de la ventana, dio dos pasos y sin darme tiempo a nada me cogió con las dos manos de la cintura, me atrajo hacia él y mirándome con una expresión torva, me besó.

Yo sólo supe que caí sobre él y después sobre la tarima. Lo demás fue igual al sueño que tuve. Debí quedarme dormida después porque volví a la realidad al oír la voz temblorosa de Don Carlos desde el pasillo. Se dirigía a mi cuarto.

– ¿Aída?

Me levanté, me tapé como pude y me oculté detrás de la puerta. El artista seguía desnudo, boca arriba, en el mueble. Felizmente don Carlos no se acercó. Era evidente que nunca lo hacía. Sólo estaba buscándome a mí en mi cuarto.

Me vestí, me acomodé el pelo y esperé a que Don Carlos entrara a su cuarto. En ese momento salí lo más rápido que pude y bajé los escalones sin pisar los que crujían. Cerré suavemente la puerta y caminé hasta llegar a la pérgola del malecón. Ahí me detuve y respiré con todas mis fuerzas el aire tibio y salino del mar. Regresé a la casa, como llegando recién y llamé al viejito:

– ¿Don Carlos?

Después de un rato lo sentí bajar por la escalera.

– Aída, qué gusto verla. Me sorprendió que se levantara tarde y después fui a buscarla pensando que estaba en casa, pero ya se había ido.

– Ah, sí Don Carlos, si supiera que hacía años que no dormía tan bien y hasta tan tarde. Desde que era una chica. Ni siquiera he comido nada, estuve dando una vuelta por acá.

– Vamos, le invito un café.

Y mientras pasábamos el café en la cocina vieja de kerosene, no podía dejar de pensar en lo ocurrido con el escultor y un escalofrío me recorrió como si me siguiera abrazando.

Me animé a preguntarle:

– Don Carlos, ¿Quién es ese artista? ¿Cómo se llama?

– Eh, sabía que en algún momento me lo preguntaría. Era lógico viviendo nosotros tres bajo el mismo techo. Y me imagino que se sentirá algo desconcertada, siendo él una persona tan distinta a usted. Él es… Gonzalo Velarde, ¿no lo reconoce? –dijo don Carlos mientras acercaba dos tazas de porcelana que temblaban al ritmo de su pulso.

Tomé un sorbo de café y le contesté:

– Lo que pasa es que he vivido muchos años, por razones ajenas a mi voluntad, desconectada del mundo, aunque siempre me ha gustado mucho el arte en general. No tenía un minuto para lo que me gustaba.

– ¿Y ahora? –dijo él con un aire pensativo, como descifrando un enigma.

– Ahora estoy muy bien gracias a usted y a su casa. –Sentí un enorme alivio al decirlo.

– Me alegro. Y ese hombre no la habrá molestado para nada. ¿Verdad?- sus ojos adquirieron un brillo especial.

– Por el contrario. Me agrada mucho todo lo que pasa en su casa, aunque no lo crea. Todo está muy lleno de vida –se lo dije como asomándome a una vida distinta.

– No lo hubiera pensado, qué gusto que sea así Aída. No sé qué decirle. Por mucho tiempo sentí lo contrario. Hasta me provoca contarle cosas de la casa –dijo entre nervioso y alegre.

Dudé un poco, pero me animé a preguntarle:

– Sí Don Carlos, claro que quiero saber algo, ¿Qué hay en el cuarto cerrado? ¿Algún día me lo dirá? –no pude evitar subir un poco el tono de mi voz.

– Le comento, tengo muchas cosas, Aída. Toda una vida encerrada en un cuarto. Pero es sólo para mí. Es algo que sólo yo entiendo –un carraspeo que venía de arriba lo interrumpió.

– Oh, no, por favor, no se preocupe en seguirme contando, entiendo, son cosas privadas.

– No, Aída, está bien. En realidad hasta ahora a nadie le había interesado o nadie había estado lo suficientemente cerca de mí para preguntármelo. Es algo así como un santuario –me lo dijo con la expresión de un niño.

– Entiendo -le dije sin entender realmente.

– Lo que sí le puedo comentar es que cuando me siento solo, voy para allá, limpio el polvo, pongo unas flores frescas del jardín y hasta ventilo la ropa de mi mujer. Y le cuento cosas a su retrato, aunque le parezca una tontería. Le conté que usted vivía aquí y ella se alegró.

Dudé un poco y finalmente atiné a contestarle:

– Yo también me alegro, Don Carlos – tratando de sonar convencida desde mi desconcierto.

Hacia la noche, recostada en mi cama, entre dormida y despierta oí el sonido ácido de mi puerta abriéndose. Me levanté, caminé por el pasillo y mis pasos sonaron al mismo tiempo que el latido del cincel sobre la piedra.

***
Esta vez fui yo la que me acerqué a él y lo besé. El cincel cayó al piso y nos seguimos besando contra la pared descascarada, sobre el alféizar de la ventana. Él abrió su cama con un gesto inusitadamente formal, como una invitación y yo cedí con naturalidad, como si lo hubiéramos hecho siempre.

Me dio la impresión de que él tenía un reloj distinto al del resto del mundo, algo así como si fuera el dueño del tiempo. La noche pasaba y cada tanto dormíamos o me acariciaba la cabeza mientras descansábamos y me invitaba unos sorbos de licor. La noche era furtiva y desconocidamente deliciosa. Su voz había adquirido un tono cómplice y cadencioso muy distinto al de antes.

Pronto amanecería y tendría que alistarme para ir a trabajar, pero parecía no importarme. Una laxitud me invadía. Sería el efecto de él en mí o tal vez en parte sería el licor. No supe cuando me dormí pero al despertar y ver que aún no clareaba la aurora, salí tambaleante hacia mi cuarto.

En el camino pasó por mi mente una idea insensata: ir al cuarto cerrado. Me detuve. No debía hacerlo. Recordé algo muy asentado en mí; no debía rebuscar cosas ajenas, menos fisgonear un cuarto cerrado. Pero algo me hizo seguir caminando hacia ese lugar. El piso crujía y sentí miedo de que don Carlos me oyera. Pero en ese momento oí desde su habitación su ronquido. Eso me volvió a dar confianza y avancé mareada hacia allá. Estiré mi mano temblorosa hacia la perilla, la llegué a tocar pero no me atreví a abrirla. La solté. Dudé unos instantes mirando hacia el cuarto de Don Carlos y esta vez me acerqué del todo y giré la perilla. Empujé la puerta, felizmente no chirrió como lo hacía la mía y miré entre la oscuridad. Algo así como un vacío me hizo retroceder y cerrar la puerta de golpe. No entendí lo que vi. Me sentí observada y miré con temor en todas direcciones; tanto Gonzalo como don Carlos dormían. Me tapé los brazos con las manos, con frío y me fui en puntas de pies a mi cuarto, donde me acurruqué en mi cama, confusa, en medio de la noche, el sueño y el efecto del licor. ¿Qué era lo que había en ese cuarto?

Caí profundamente dormida.

Un par de horas después me costó mucho levantarme para ir a trabajar. El calor del cuerpo del escultor como un nido tibio y su olor parecido al de la cría recién nacida de algún animal salvaje, se habían quedado en mí. El extraño sueño de la noche anterior en que abría esa puerta. O había estado ebria. Hice un verdadero esfuerzo y después de bañarme en agua fría, salí a trabajar. Pasé el día casi adormecida, con Gonzalo Velarde en mis poros y en mi mente la sombra de la duda: el cuarto cerrado.

Hacia la noche regresé a la casa. Abrí la reja de madera y la del zaguán y subí con ganas de llegar a mi cuarto. El escultor me estaba esperando. Al oír mis pasos en la escalera, salió a mi alcance, me alzó en sus brazos, y me llevó a su cuarto en silencio. En la penumbra pude ver, a la luz de la lámpara torcida de su mesa de noche, su cara: estaba afeitada. Nos echamos sobre su cama sin hablar y nos dormimos abrazados hasta el día siguiente. Era temprano, nos levantamos y nos duchamos juntos.

Esa mañana al llegar a la oficina decidí pedir la tarde libre. Esgrimiría cualquier pretexto y no me lo negarían; era la primera vez que pedía algo.

Salí radiante, algo que no sabía qué era me hacía querer volver a la casa, como si me esperara un regalo sin abrir. Llegué y vi al pasar a don Carlos echando una siesta, luego pasé delante del cuarto secreto que esta vez tenía la puerta abierta. Ni siquiera quise mirar lo que había dentro. Lo que quería era llegar al del artista. Lo encontré absorto en su trabajo. Modelaba una porción grande de arcilla sujeta con un fierro a una madera. No me había oído entrar pero cuando abrí las cortinas, entró la luz y él se dio vuelta sorprendido. Me sonrió como desde otro mundo y siguió haciendo incisiones con la estaca. Yo recogí los pedazos de barro, estiré las sábanas revueltas, recogí las botellas vacías, el cenicero lleno de puchos y fui por dos tazas de café.

Me senté en el sofá desvencijado de resortes salidos, saboreando cada sorbo de café y decidí que al día siguiente iría a la oficina, pero sólo para renunciar. Al fin y al cabo había logrado, en ese tiempo, reunir suficientes ahorros: podía tomarme un tiempo para pensar en cómo empezar una vida distinta.


Alina Gadea

Alina Gadea nació en Perú. Estudió derecho en la Pontificia Universidad Católica. Ha publicado las novelas: Otra vida para Doris Kaplan, Obsesión y La casa muerta. Obtuvo un Premio Copé Bronce en la Bienal de cuento de Petroperú, en 2007, por el cuento La casa muerta. En 2010 obtuvo una mención honrosa del en el Concurso Scriptura convocado por el Centro Cultural de España y el Pen Club, por su poemario A veinte centímetros del suelo. Ha participado en diversas antologías de cuentos: Primeras Historias, Disidentes, Matadoras, Horrendos y fascinantes, Colección de micro relatos 201 y en la Antología del Cuento Peruano.