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viernes, 30 de agosto de 2019

BANANA YOSHIMOTO: RECIÉN CASADOS

En una ocasión me encontré a una persona extraordinaria en el tren. Ocurrió hace mucho tiempo, pero el recuerdo aún sigue vivo. Había transcurrido un mes desde mi boda con Atsuko. Yo todavía tenía veintiocho años y esa noche estaba como una cuba. Hacía un buen rato que me había pasado de estación. Eran altas horas de la noche y en el vagón solo viajaban cuatro personas, incluyéndome a mí. Creo que no tenía ganas de volver a casa, y por eso, cuando me di cuenta, no me había bajado. Poco antes, mis ojos ebrios habían visto cómo se aproximaba y cómo se detenía poco a poco el familiar andén de mi estación. Las puertas se abrieron y entró una fresca ráfaga de aire nocturno. Luego volvieron a cerrarse; lo hicieron con tal perfección que parecía que no fueran a abrirse nunca más, y el tren se puso en marcha lentamente. Las luces de neón que yo conocía tan bien empezaron a discurrir una tras otra. Yo las miraba fijamente desde mi asiento.
Al cabo de un rato, en cierta estación, se subió aquel anciano. Debía de ser un sin techo, porque llevaba un atuendo andrajoso, tenía el cabello y la barba largos e hirsutos, y despedía un hedor fuera de lo normal. Los otros tres pasajeros se fueron cambiando a los vagones contiguos, como si obedecieran a una orden. A mí ni siquiera me dio tiempo de moverme, me quedé arrellanado en el asiento lateral hacia la mitad del vagón. Me daba igual, y quizá sentía una ligera repulsión hacia quienes dispensaban con tanto descaro esa clase de trato a los demás. Por algún motivo, el anciano fue a sentarse justo a mi lado. Contuve el aliento e hice todo lo posible para no mirarlo. La ventana que tenía enfrente reflejaba nuestras caras, una al lado de la otra. Dos hombres, hombro con hombro, sobre el hermoso paisaje nocturno que afloraba oblicuo en la oscuridad. Yo, con una cara de incomodidad que resultaba cómica en mí. 
—¿Por qué será que no te apetece ir a casa? —preguntó él con voz ronca pero estentórea. 
Al principio no me di cuenta de que aquel comentario iba dirigido a mí. Puede que la pestilencia que despedía me hubiera paralizado el cerebro. Cerré los ojos y fingí estar dormido. Poco después, acercó su cara más a la mía y dijo: 
—¿Qué motivo hay en realidad para que no quieras volver a casa? 
No abrí los ojos, pues sabía que, efectivamente, me estaba hablando a mí. El acompasado traqueteo del tren resonaba en el vagón. 
—Incluso viéndome con esta pinta, ¿no te dan ganas de marcharte? —preguntó. 
Yo seguía con los ojos cerrados, pero noté claramente el cambio en la voz. El tono se distorsionó en medio de la frase y se volvió más agudo, como cuando se rebobina una cinta de casete hacia delante. Se me nubló la mente como si mi percepción del espacio se hubiera alterado. Luego, ese espantoso hedor desapareció de golpe y, poco a poco, empecé a sentir algo dulce..., un sutilísimo aroma a flores. Dado que tenía los ojos cerrados, pude identificarlo aún mejor. Una tenue mezcla de olor a piel femenina y flores frescas... Sucumbí a la tentación y abrí los ojos. El corazón estuvo a punto de parárseme. A mi lado había una mujer. Me apresuré a echar un vistazo a los vagones contiguos, pero la gente se hallaba lejos, como en otra dimensión, nadie me miraba y sus caras tristes seguían meciéndose al compás del tren igual que hacía un rato, como si hubiese una pared invisible entre vagón y vagón.
Volví a mirar a la mujer preguntándome qué había ocurrido, en qué momento se había producido el cambio. Estaba sentada mirando al frente. No supe de qué nacionalidad era. Ojos marrones, melena castaña. Vestido negro. Piernas largas y esbeltas, zapatos de tacón de charol negro. Aquella cara me era conocida. Tenía la sensación de que se parecía a «alguien de otro tiempo»: a una artista que me había gustado, a mi primer amor, a una prima, a mi madre o a una chica mayor con la que había fantaseado durante la pubertad. Sobre su prominente pecho llevaba un broche con un ramillete de flores frescas. Me imaginé que vendría de una fiesta. ¡Y pensar que hasta hacía un instante había un hombre mugriento sentado a mi lado! 
—¿Sigues sin querer marcharte? Dijo ella con una voz dulce y fragante. 
Intenté convencerme de que estaba borracho y de que aquello era la continuación de la pesadilla que había tenido. Un sueño sobre la transformación de un patito feo: de vagabundo a mujer bellísima. No entendía nada, así que tenía que fiarme de lo que veían mis ojos. 
—Ahora que te veo, me apetece todavía menos irme a casa —contesté. 
Me sorprendió con qué desparpajo había hablado. Era como si mi boca hubiera cobrado vida propia y hubiera desnudado mis sentimientos. El tren se detuvo de nuevo, pero, curiosamente, nadie se subió en nuestro vagón. Las personas que poco a poco iban entrando en los vagones contiguos tenían una expresión sombría y aburrida, y ninguna de ellas miró hacia nosotros. Puede que, en realidad, quisieran cruzar la noche y marcharse lejos de allí. 
—Eres tozudo —dijo ella. 
—Las cosas no son tan sencillas —contesté yo. 
—¿Por qué? Ella me miró a los ojos. Las flores que llevaba prendidas en el pecho temblaron. Me percaté de las espesas pestañas que rodeaban sus grandes ojos. Luego recordé la cúpula redonda, honda y extensísima del planetario cuando lo visité por primera vez siendo niño. Aquel espacio tan pequeño abarcaba todo el universo. 
—Pero si hasta hace un instante eras un señor andrajoso. 
—Seguro que sigo dándote miedo —dijo ella—. ¿Cómo es tu mujer? 
—Pequeña. Tuve la sensación de estar viéndome de lejos, hablando por los codos. Era como si me estuviera confesando. 
—Es muy bajita, tiene el pelo liso y los ojos tan rasgados que, aunque esté enfadada, parece que sonría. 
—¿Qué pasa cuando abres la puerta de casa al volver por la noche? —recuerdo perfectamente que me preguntó. 
—Cuando llego a casa siempre me recibe con una sonrisa. Lo hace casi como si fuera su deber, como una misión sagrada. Sobre la mesa hay flores o dulces. Se oye el ruido del televisor al fondo. Hace ganchillo. En nuestro pequeño altar budista siempre hay arroz recién preparado. Cuando me levanto los domingos, oigo el aspirador y la lavadora. Charla alegremente con la vecina. Todas las noches da de comer a los gatos del barrio. Llora viendo una serie, canturrea en la bañera. Habla con los peluches mientras les quita el polvo. Cuando una amiga me llama por teléfono, fuerza una sonrisa y me pasa el aparato. Con sus amigas de la infancia habla largo y tendido por teléfono y se parte de risa, como una colegiala. Todo eso le otorga al piso un aura de particular alegría, pero a mí, no sé, me dan ganas de gritarle que pare ya, que ya es suficiente. Me pone furioso. Yo hablaba por los codos. Ella asentía. 
—Te entiendo, te entiendo. 
—¿Qué vas a entender? —dije yo. 
Ella se rió. Tenía una manera de reírse distinta a la de mi mujer, pero me resultaba familiar, como si la conociera de hacía muchísimo tiempo. Me acordé de un día en pleno invierno, cuando era un crío y vestía pantalón corto, en el que, de camino al colegio con un amigo, hacía tanto frío que ni siquiera podíamos abrir la boca para decir que hacía frío y los dos nos echamos a reír. Luego recordé varias escenas de mi vida en las que me había reído con alguien del mismo modo y, de pronto, me puse de buen humor. 
—¿Desde cuándo vives en Tokio? —me preguntó ella. Me percaté de algo raro cuando la palabra «Tokio» salió de sus labios: 
—Un momento, ¿en qué idioma me estás hablando? Y es que no lo sabía. Ella asintió con la cabeza y respondió:  
—No tiene nombre. Te estoy hablando en una lengua que solo entendemos tú y yo. Entre todas las personas existe un idioma parecido. De veras. Hay una clase de idioma tan solo para ti y otra persona, para tu mujer y tú, para las mujeres con las que estuviste antes y tú, para tu padre y tú, para tus amigos y tú. 
—¿Y si no estuviéramos solos? ¿Qué pasaría con ese idioma? 
—Si fuéramos tres, hablaríamos una lengua que solo nos pertenecería a los tres, y si se sumara uno más, la lengua volvería a cambiar. Hace mucho tiempo que observo esta ciudad. Tú, por tu parte, también has hecho lo propio. Hay mucha gente así, y ahora te estoy hablando en un idioma que solo entienden personas que «guardan la misma distancia con Tokio». Pero si aquí hubiera una abuela simpática que vive sola, me dirigiría a ella con palabras que hablaran de soledad. Si se tratara de alguien que estuviera a punto de pagarse una prostituta, lo haría con un idioma que hablara de libido. Funciona así. 
—¿Y si estuviéramos la abuela, el de la prostituta, tú y yo? 
—Siempre tienes algo que decir, ¿eh? En ese caso supongo que charlaríamos con palabras relativas a la vida de cada uno de los que arrastra este tren nocturno, en medio de la particular atmósfera creada aquí y ahora por esas cuatro personas, que no son cuatro personas cualesquiera. 
—No me digas. 
—¿Desde cuándo vives en Tokio?
—Desde los dieciocho años. Me vine nada más morir mi madre. Desde entonces he estado siempre en esta ciudad. 
—¿Cómo se siente uno al vivir con una mujer? 
—Cuando a uno lo bombardean con interminables conversaciones sobre detalles triviales y cosas absurdas sin importancia de la vida cotidiana, acaba sintiéndose extrañamente alienado. Con Atsuko es como si estuviera con la mismísima personificación del concepto de mujer que vive preocupada solo por ese tipo de nimiedades. Los pies de mi madre pasando junto a mi almohada en zapatillas cuando era tan pequeño que apenas conservo recuerdos, o mi prima llorando de espaldas cuando se le murió el gato. Son imágenes que se me han quedado grabadas en la retina. La turbadora sensación de calor e intimidad con el cuerpo extraño de otra persona. 
—¿Es así como te sientes? 
—¿Y tú adónde vas? —le pregunté. 
—Yo cojo el tren y me paso el tiempo observando. Siempre lo he hecho así, como siguiendo una recta invisible que no tuviera fin. La mayoría de la gente no lo comprende. Considera que el tren es una caja estable a la que se sube por la mañana, tras mostrar el bono y pasar los torniquetes, y que le permite regresar a la misma estación por la noche. ¿No crees? —dijo ella. 
—De lo contrario, el día a día se convertiría en algo imprevisible y tremendamente inestable —respondí yo. 
Ella asintió y siguió hablando. 
—En realidad, no estoy diciendo que me imiten, es una cuestión de mentalidad. Te sorprendería lo lejos que sería capaz de marcharse la mayoría de los pasajeros de este tren, con el poco dinero que llevan en la cartera dentro del maletín, si miraran la vida desde el tren como único punto de observación y no confundieran su función con la de llevarlos de casa al trabajo y devolverlos después. 
—No lo pongo en duda. 
—Siempre estoy dándoles vueltas a esas cosas cuando voy en tren. 
—Se nota que tienes mucho tiempo libre. 
—Todos los que nos hemos subido al tren estamos en la misma situación. Unos leen, otros contemplan los anuncios en las paredes del vagón, otros escuchan música. Yo, mientras tanto, pienso en las posibilidades del tren. 
—¿Por qué te has convertido de repente en una mujer guapa? 
—Porque no te has bajado en la estación en la que tenías que bajarte y quería hablar contigo. Simplemente para atraer tu atención. Me sentía tan aturdido que ya no sabía con quién estaba hablando ni de qué. El tren se iba deteniendo en las estaciones y volvía a deslizarse en la noche. Rodeado de oscuridad, el barrio donde vivía se encontraba cada vez más lejos. La persona que estaba a mi lado me provocaba cierta nostalgia. El olor de un lugar antes de mi nacimiento en el que una mezcla de desprecio y cariño impregnaba el aire. Al mismo tiempo, sin embargo, me transmitía la sensación de que era inabordable y podría ser peligrosa si la tocase. Temblé por dentro. No porque me preocupara mi borrachera o la posibilidad de estar volviéndome loco, sino por una sensación instintiva de insignificancia. Como el instinto desesperado de fugarse que siente una criatura salvaje al topar con un ser mucho más poderoso que ella. 
—No hace falta que vuelvas a bajarte nunca más en la estación donde vives. Depende de ti. Oí vagamente que me decía ella. «¿Será verdad?», pensé. El silencio se prolongó durante un instante. Cerré tranquilamente los ojos con el traqueteo de fondo y me imaginé la estación donde vivo: las flores rojas y amarillas, cuyo nombre desconozco, que se mecen por las tardes en los arriates de la plazoleta redonda frente a la estación. Al otro lado hay una librería. Una fila de gente hojea libros de espaldas a mí. Sí, a mí. Porque debo de estar en el recinto de la estación observando fijamente lo que hay enfrente. El olor a sopa del restaurante chino. Gente haciendo cola para comprar los famosos bollos de la confitería. El mismo grupo de siempre, formado por estudiantes uniformadas de un colegio femenino que se ríen a carcajadas, pasa a una velocidad inusitadamente lenta. Estalla otro coro de risotadas. Los estudiantes de un instituto masculino se ponen un poco nerviosos al cruzarse con las chicas. Entre ellos hay uno impertérrito. Es guapo, seguro que tiene éxito. Una oficinista somnolienta impecablemente maquillada. Debe de volver de algún recado, porque lleva las manos vacías. Parece que no le apetezca demasiado regresar al trabajo. Y es que hace buen tiempo. Un hombre de negocios compra una bebida energética en un puesto de la cadena Kiosk y se la bebe. Aquí y allá, gente que espera. Unos leen libros de bolsillo, otros observan a los transeúntes, o avistan a la persona con la que han quedado y corren a su encuentro. Unos ancianos entran lentamente en mi campo de visión. Una madre con un bebé a cuestas. La colorida fila de taxis apostada a lo largo de la plazoleta recibe clientes y los vehículos se alejan de la estación como si levantaran el vuelo. Una gran avenida con edificios antiguos y uniformes señala el confín de mi barrio. Esos lugares me llegaron al alma al pensar que jamás volvería a visitarlos, como imágenes de una vieja película cargadas de significado. Sentí cariño por todos los seres que desfilaban ante mis ojos. Algún día, cuando me muriera y mi alma regresara a la tierra en una noche de verano, seguro que el mundo se me mostraría del mismo modo. Y de pronto llega Atsuko. Es pleno verano y camina a pasitos cortos frente a la estación. Mira que le digo que no se peine así, que con ese recogido parece una señora. ¿Verá bien entornando tanto los ojos? El sol le da en la cara, debe de molestarle. En vez de cesta de la compra lleva una enorme bolsa de plástico. Se queda mirando los bollos rellenos de pasta de judía dulce como si tuviera hambre. ¿Va a comprarse uno? Cambia de idea y se va. Se acerca a la farmacia. Echa un vistazo al estante de los champús. ¿Hace falta pensárselo tanto? Son todos iguales. No pongas esa cara tan seria. Se queda parada, dándole vueltas. Un hombre apurado choca contra Atsuko. Ella se tambalea un poco. «Lo siento.» ¿Cómo que lo siento? ¿Para qué te disculpas, con el golpe que acaban de darte? Ponte dura con ese tío, igual que haces conmigo. Elige un champú. Se para a hablar con la dependienta. Sonríe. Sale de la farmacia. Su figura menuda de espaldas. Tan menuda que parece que vaya a desaparecer convertida en una raya. Camina despacio. Con pasos casi de baile, respirando a pleno pulmón el aire de este pequeño barrio. La casa es el universo de Atsuko. Llena su hogar de pequeños objetos que la representan, y los selecciona con tanta seriedad como el champú. Recorre su reino con una expresión que no es ni la de una mujer ni la de una madre. Su bella telaraña me envuelve como algo repugnante, pero también es tan pura que quiero aferrarme a ella. Me produce escalofríos, siento que no puedo ocultarle nada. Estoy a merced de su encanto innato. ¿Desde cuándo? 
—O sea, que os habéis casado hace poco —dijo ella. Yo volví en mí—. Y tienes miedo del día en que tengas que pasarte al mundo de los no recién casados. 
—Sí, exacto, no voy a arreglar nada dándole más vueltas, todavía soy un crío. Me angustia un poco. Me marcho a casa. Voy a bajarme en la siguiente estación. Se me ha pasado la borrachera. 
—Ha sido un placer —dijo ella. 
—Sí —asentí yo. 
El tren avanzó con suavidad, como un reloj de arena consumiendo un momento preciado; el nombre de la siguiente estación sonó por la megafonía. Nos quedamos callados. Me costaba despedirme de ella, como si hubiéramos estado viajando juntos durante mucho tiempo a través de Tokio, viendo la ciudad con los ojos de los medios de comunicación, de sus edificios y de su gente. Me sentía como un organismo vivo que respiraba y guardaba todo el dolor contenido en la sutil extrañeza que le producían tanto la estación del barrio en el que vivía, como el día a día, la propia vida o el perfil de Atsuko. 
La ciudad inhalaba profundamente los infinitos paisajes que cada persona poseía en su interior. Cuando me giré para decirle algo, ella volvía a ser aquel viejo desaliñado que dormía a pierna suelta. Me quedé sin habla. Como un barco, el tren arribó despacio y con tranquilidad a la siguiente estación. Se detuvo de golpe, las puertas se abrieron. «Levántate», pensé. Adiós, persona extraordinaria.


Banana Yoshimoto

Pseudónimo de la escritora japonesa Mahoko Yoshimoto, nacida en 1964 en Tokio. Se le conoce como Banana debido a su gusto por las flores rojas del banano y los pseudónimos andróginos. Es hija de Takaaki Yoshimoto, uno de los críticos y filósofos japoneses más influyentes de la década de los 60, y hermana de la dibujante Haruno Yoiko. Comenzó a escribir mientras trabajaba de camarera en el restaurante de un club de golf. Reconoce a Stephen King como una de sus mayores influencias (en concreto por sus obras fuera del género del terror), junto a Truman Capote e Isaac Bashevis Singer. Su primera novela, Kitchen, fue un éxito inmediato (tuvo más de sesenta ediciones en Japón y se ha traducido a más de veinte idiomas), ganó el Premio Umitsubame de Primera Novela y originó dos películas. Sus historias son curiosas y cercanas al lector y se desarrollan alrededor de personajes jóvenes y urbanos, mostrando un gran interés por el detalle y lo cotidiano, tratando temas como la muerte, el adulterio y la sexualidad de manera informal y asequible. Se le ha comparado con escritoras como Marguerite Duras o Isabel Allende; su lenguaje sencillo e ingenuo describe situaciones poco habituales de la cultura japonesa, con una libertad de expresión poco común en las escritoras de su generación, probablemente debido a su educación liberal.

Otras obras suyas incluyen los títulos Tsugami, Amrita y Sueño profundo.
© 1993, Banana Yoshimoto
© de la traducción: Gabriel Álvarez Martínez, 2017
Editorial Tusquets / Lecturalia / Foto: 20minutos.es /

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