Los
reyes del beso
Empezaron
desde muy temprana edad, en realidad, tenían once años cuando se dieron el
primer beso casual, casi por obligación, sin entusiasmo. Al día siguiente lo
hablaron camino a la escuela. Había que practicar, a partir de ese día, sin
desalientos, sin abandonos. Debía ser un entrenamiento arduo, complejo, sin
necesidad de imitar a los mayores, debía ser un aprendizaje auténtico, que
lleve sus sellos, su estilo propio. Debían llegar al punto tal, de lograr
establecer una conversación a través del beso. De trasmitirse pensamientos,
ideas, deseos, de discutir y hasta de insultar, y de todo aquello que se les
venga en ganas decirse, sin hablar. Empleando nada más que los besos, y así lo
fueron acordando en la semana.
La gran
ventaja que tenían sobre el resto de las personas que se besan, era la
proximidad que le permitía el hecho de ser vecinos, apenas separados por una pared
y, la de ser inseparables compañeros de aula. Las intensas prácticas cotidianas
continuaron cuando concurrían a la escuela secundaria. Así, con entusiasmo y a
lo largo de los cuatro años siguientes, se las ingeniaron para domesticar sus
bocas, para que sus labios tengan vida propia, y para que no falten nunca, los
atrevimientos de sus lenguas. En realidad, no les fue fácil llegar a dominar
las sensaciones que un beso produce, pero en la tenacidad que pusieron en
experimentar, lograron anular con cierta practicidad primero, y demasiado
esfuerzo después, cualquier pensamiento que les desvíe del objetivo
trazado.
En el
primer año de besos continuos y pactados entre Renata y Martín, lograron
contabilizar mil cuatrocientos noventa besos de salutación en las mejillas, y
doscientos treinta y dos besos en la boca, que resultaron ser algo rebeldes,
pues notaban que ellos los conmocionaban. Incrédulos al principio sobre la
teoría de dominarlos, llegaron a confesarse que debían seguir con entusiasmo en
los besos de mejillas, pues aún, esos besos no tenían diálogo y dejar los besos
en la boca para más adelante, cuando algún prodigio milagroso se los indicara.
En los primeros días de abril del año siguiente, los besos en la mejilla
comenzaron a dialogar. Supieron entonces que había triunfado la perseverancia.
Al día
siguiente, reanudaron los besos en la boca, como siempre, a escondidas del
resto del mundo y siguiendo con el plan trazado. Sucedía que los besos en la
boca los ponía en alerta, pues les despertaba cierta inquietud en su etapa de
pubertad. Hubieron de redoblar sus esfuerzos y concentrarse en sus propósitos,
para que se transformen en besos alegres y cariñosos. Largos, pero inocentes y
benévolos. Alejados de toda maldad febril y espontánea. Hasta que impaciente,
apareció una de las lenguas entre los labios. De los ocho mil seiscientos
ochenta y cuatro besos contabilizados en los años siguientes, cuatro mil
quinientos sesenta y seis fueron con las intrusas lenguas acariciándose al
abrigo de los labios. Aunque finalmente, ellas terminaron conversando sobre los
estados del tiempo, los platos del día, las cosas dulces o saladas y, quizás, hasta entablando una partida
de naipes para no perturbar el entrenamiento.
De
repente sucedió que Renata cumplía sus quince años, y seis días después lo
haría Martín. En ambos acontecimientos, se besaron en público, bajo las
infaltables y atentas miradas de familiares que cruzaban palabras tranquilizadoras como, “dejalos, se
criaron juntos”, “se conocen desde muy chicos”, “son como hermanos” y la
conocida frase de, “ya se les va a pasar”. Aunque es probable que la situación
se haya precipitado a partir de algunos celos despertados por el cambio que producen esas sustancias químicas llamadas hormonas, que le indican a los cuerpos que crezcan y, que producen vellos en las axilas y en los genitales.
Sabiendo
que no pudieron dominar el impulso de esos días agitados por las visitas de
familiares con diversos regalos, perfumes y ropas nuevas, decidieron volver a la
estricta gimnasia de lograr comunicarse a través de los besos de lengua. Un año
después y, ya sin la vigilancia a la que habían sido expuestos, Renata y Martín
se encontraron totalmente desnudos en no supieron qué cama. Según sus
registros, tal acontecimiento fue la tarde del insolente beso número diez mil ciento ochenta y nueve.
Coincidieron
que los besos los habían abandonado, para darle lugar a las expresiones de las
manos y a las exclamaciones por mucho tiempo contenidas, de sus calientes partes
íntimas. Consideraron que eso no estaba bien y se separaron con un triste dejo
de fracaso. Juntos emprendieron el camino de un luto estricto y riguroso. Martín
inició estudios en Córdoba. Renata consagró sus actividades diarias, en ayudar
a su afligida madre en los quehaceres de la casa, y la venta de pasteles, aunque
atormentada por la vida distinta de sus amigas.
Así, sabiendo
que habían perdido el control y el compromiso asumido para domesticar los besos,
ninguno de los dos quiso encontrarse por el término de varios años, hasta que
él finalizara sus estudios y, para saber si en definitiva, lo sucedido entre
ellos había sido por causas del amor o de un pasajero enamoramiento. Habían
caído en una profunda crisis emocional, que los llevó incluso, hasta vaciar las
glándulas lagrimales.
Cuando
Martín viajó, habían prometido olvidarse. Pero sucedió que, a ese nuevo
desafío, los reyes del beso nunca lo supieron o quisieron explicar, porque en
realidad y de común acuerdo, después, experimentarían mantener cierta
comunicación a través de cartas. Este nuevo desafío consistía en besar las
hojas por uno, dos, tres y tantos besos que entrasen en el papel, respetando
los signos ortográficos. El destinatario no tenía nada para leer, solo apoyaba
la boca en la textura del papel, para saber perfectamente lo que allí estaba
escrito.
Entablaron
entonces, una comunicación tan continua como extraña, pues nadie más podía leer
las cartas. Ni siquiera exponiéndolas a los rayos del sol, ni a la luz de diversas
lámparas. Tampoco pudieron dar respuesta a ese fenómeno algunos videntes,
brujos, curanderas, adivinadoras, alquimistas, curas exorcistas y toda persona que se atribuía poderes de curación por medio de sus manos. Pero ellos llegaron
a perfeccionarse tanto, que hasta lograron corregirse algunos errores
relacionados a los aspectos sintácticos en las cartas.
Una bendecida
tarde de primavera, en que la brisa del norte perfumaba de azahar los patios de
las casas, Martín, recién llegado, golpeó la puerta de Renata. Se reencontraron
con los ojos sin parpadear, con un
temblor ansioso que los sacudía y movía los cimientos, que hacía crujir la
madera de los muebles de siempre, que hacía tiritar los cuadros colgados en las
paredes, al jarrón puesto sobre la mesa y hacía trastabillar a la maceta de los
helechos. Y sin una sola palabra que pronunciar, se entregaron al desorden
perturbador del esperado beso.
Tiempo después, bajo la luna creciente de agosto, hablaron que a partir de ese día, los dos, como siempre, sin desalientos, y sin abandonos, debían mantener el mismo entrenamiento arduo, constante y complejo, sin necesidad de imitar a los demás. Y coincidían, en que brindarían una enseñanza perseverante, entusiasta y auténtica, que lleve sus sellos, su estilo propio. Para llegar al punto tal, de lograr que su pequeño bebé, aprenda el duro oficio de caminar sin tropiezos.
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