LOS REYES DEL BESO

CULTURA

Empezaron desde muy temprana edad 

Por Walter R. Quinteros

En realidad, tenían once años cuando se dieron el primer beso casual, casi por obligación, sin entusiasmo. Al día siguiente lo hablaron camino a la escuela. Había que practicar a partir de ese día, sin desalientos, sin abandonos. Debía ser un entrenamiento arduo, complejo, sin necesidad de imitar a los mayores, debía ser un aprendizaje auténtico, que lleve sus sellos, su estilo propio. Debían llegar al punto tal, de lograr establecer una conversación a través del beso. De trasmitirse pensamientos, ideas, deseos, de discutir y hasta de insultar, y de todo aquello que se les venga en ganas decirse, sin hablar. Empleando nada más que los besos, y así lo fueron acordando en la semana.

La gran ventaja que tenían sobre el resto de las personas que se besan, era la proximidad que les permitía el hecho de ser vecinos, apenas separados por una pared y, la de ser inseparables compañeros de aula. Las intensas prácticas cotidianas continuaron cuando concurrían a la escuela secundaria. Así, con entusiasmo y a lo largo de los cuatro años siguientes, se las ingeniaron para domesticar sus bocas, para que sus labios tengan vida propia, y para que no falten nunca los atrevimientos de sus lenguas. En realidad, no les fue fácil llegar a dominar las sensaciones que un beso produce, pero en la tenacidad que pusieron en experimentar, lograron anular con cierta practicidad primero, y demasiado esfuerzo después, cualquier pensamiento que les desvíe del objetivo trazado. 

En el primer año de besos continuos y pactados entre Renata y Martín, lograron contabilizar mil cuatrocientos noventa besos de salutación en las mejillas, y doscientos treinta y dos besos en la boca, que resultaron ser algo rebeldes, pues notaban que ellos los conmocionaban. Incrédulos al principio sobre la teoría de dominarlos, llegaron a confesarse que debían seguir con entusiasmo en los besos de mejillas, pues aún, esos besos no tenían diálogo y dejar los besos en la boca para más adelante, cuando algún prodigio milagroso se los indicara. En los primeros días de abril del año siguiente, los besos en la mejilla comenzaron a dialogar. Supieron entonces que había triunfado la perseverancia.

Al día siguiente, reanudaron los besos en la boca, como siempre, a escondidas del resto del mundo y siguiendo con el plan trazado. Sucedía que los besos en la boca los ponía en alerta, pues les despertaba cierta inquietud en su etapa de pubertad. Hubieron de redoblar sus esfuerzos y concentrarse en sus propósitos, para que se transformen en besos alegres y cariñosos. Largos, pero inocentes y benévolos. Alejados de toda maldad febril y espontánea. Hasta que impaciente, apareció una de las lenguas entre los labios. De los ocho mil seiscientos ochenta y cuatro besos contabilizados en los años siguientes, cuatro mil quinientos sesenta y seis fueron con las intrusas lenguas acariciándose al abrigo de los labios. Aunque finalmente, ellas terminaron conversando sobre los estados del tiempo, los platos del día, las cosas dulces o saladas y, quizás, hasta entablando una fugaz partida de naipes españoles para no perturbar el entrenamiento.

De repente sucedió que Renata cumplía sus quince años, y seis días después lo haría Martín. En ambos acontecimientos, se besaron en público, bajo las infaltables y atentas miradas de familiares que cruzaban palabras tranquilizadoras como, “dejalos, se criaron juntos”, “se conocen desde muy chicos”, “son como hermanos” y la conocida frase de, “ya se les va a pasar”. Aunque es probable que la situación se haya precipitado a partir de algunos celos despertados por el cambio que producen esas sustancias químicas llamadas hormonas, que le indican a los cuerpos que crezcan y, que producen vellos en las axilas y en los genitales. 

Sabiendo que no pudieron dominar el impulso de esos días agitados por las visitas de familiares con diversos regalos, perfumes y ropas nuevas, decidieron volver a la estricta gimnasia de lograr comunicarse a través de los besos de lengua. Un año después y ya sin la vigilancia a la que habían sido expuestos, Renata y Martín se encontraron totalmente desnudos en no supieron qué cama y sin otra ceremonia que la naturaleza humana concede. Según sus registros, tal acontecimiento fue la tarde en que se dieron el insolente beso número diez mil ciento ochenta y nueve.

Coincidieron que los besos los habían abandonado para darle lugar a las expresiones de las manos y a las exclamaciones por mucho tiempo contenidas de sus calientes partes íntimas. Consideraron que eso no estaba bien y se separaron con un triste dejo de fracaso. Juntos emprendieron el camino de un luto estricto y riguroso. Martín inició estudios en Córdoba. Renata consagró sus actividades diarias, en ayudar a su afligida madre en los quehaceres de la casa y la venta de pasteles, aunque atormentada por la vida distinta de sus amigas.

Así, sabiendo que habían perdido el control y el compromiso asumido para domesticar los besos, ninguno de los dos quiso encontrarse por el término de varios años, hasta que él finalizara sus estudios y para saber si en definitiva, lo sucedido entre ellos había sido por causas del amor o de un pasajero enamoramiento. Habían caído en una profunda crisis emocional, que los llevó incluso, hasta vaciar las glándulas lagrimales.

Cuando Martín viajó, habían prometido olvidarse. Pero sucedió que, a ese nuevo desafío, los reyes del beso nunca lo supieron o quisieron explicar, porque en realidad y de común acuerdo después, experimentarían mantener cierta comunicación a través de cartas. Este nuevo desafío consistía en besar las hojas por uno, dos, tres y tantos besos que entrasen en el papel, respetando los signos ortográficos. El destinatario no tenía nada para leer, solo apoyaba la boca en la textura del papel, para saber perfectamente lo que allí estaba escrito.

Entablaron entonces, una comunicación tan contínua como extraña, pues nadie más podía leer la correspondencia. Ni siquiera exponiéndolas a los rayos del sol, ni a la luz de diversas lámparas. Tampoco pudieron dar respuesta a ese fenómeno algunos videntes, brujos, curanderas, adivinadoras, alquimistas, curas exorcistas y toda persona que se atribuía poderes de curación por medio de sus manos. Pero ellos llegaron a perfeccionarse tanto, que hasta lograron corregirse algunos errores relacionados a los aspectos sintácticos en las cartas.

Una bendecida tarde de primavera, en que la brisa del norte perfumaba de azahar los patios de las casas, un tenue temblor de pasos firmes anunciaba la llegada de Martín al vecindario, que con decisión golpeó la puerta de la casa de Renata. Ella lo supo por el gesto triunfal de su sonrisa y corrió para abrirla mientras su madre trataba de calmar el tintineo incesante y aturdidor de las copas y de toda la vajilla. Se reencontraron con los ojos sin parpadear, sus cuerpos se estremecieron ansiosos y la frecuencia de los latidos de sus corazones los sacudía y hasta movía los cimientos que hacían crujir la madera de los muebles de siempre, que hacían tiritar los cuadros colgados en las paredes, al jarrón puesto sobre la mesa, desencajar los goznes de las aberturas, balancear la araña que sacudían las lámparas  y hacían trastabillar a las macetas de los helechos, de las suculentas carnosas, orquídeas, lirios, y las aspidistras y bromelias de la abuela que tejía al fondo, bajo la parra brotada. Y sin una sola palabra que pronunciar, se entregaron al desorden perturbador del esperado beso del reencuentro.




(©2019 diceelwalter.blogspot.com)


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