TRADUCTOR

viernes, 27 de septiembre de 2019

QUINTEROS: LA LULI

El asunto fue entre la noche del sábado y la madrugada del domingo, porque el único móvil policial que teníamos en el pueblo, por esas horas andaba merodeando por la ruta y no por las calles de nuestro pueblo, ya que por aquí no pasaba nada de nada, nos conocemos todos y todos sabemos de nuestros movimientos, de nuestras costumbres. Pero esto que ha sucedido nos ha dejado en un estado de total indefensión, ya no sabemos a quien creerle, si al cabo Ordóñez, al comisario Ledezma, al cuidador Gómez, o a los agentes Martínez y Campos.

Dicen que dicen que dijo el tal Gómez que a eso de las once de la noche del sábado, sintió que su jefe, el señor Alcántara puso en marcha su automóvil, un Valiant IV y que salió despacio hacia la puerta principal de la hacienda, que vio cómo se bajaba, que abría el portón, que lo dejaba abierto y trabado y se iba para el lado del pueblo. Que eso le parecía raro, ya que durante el día no le había comentado nada de que saldría a la noche, aparte todos sabíamos -allí es donde nos meten a todos en la bolsa- que el señor Alcántara no andaba bien de salud, que esa artrosis lo tenía mal y que usaba algunos ungüentos en las articulaciones que le dejaban un olor áspero, alcanforado. 
La cuestión es que dice Gómez que él se duerme a eso de la una de la mañana y que estaba seguro que a esa hora don Alcántara no había regresado.

El agente de la policía de la provincia, Gabriel Ernesto Campos, aseguraba que a la una de la mañana, se despertó de su somnolencia por haber permanecido más de veinticuatro horas de turno en la comisaría al sentir unos golpes en la puerta. Dijo que era don Alcántara, que tenía algunas manchas de sangre en su camisa y en la corbata. También, ahora que recordaba mejor, y más tranquilo, nos decía que en el pelo lacio y blanco y en sus manos de hombre de campo, también había sangre. 
Se quedó allí hasta las cuatro, en que vino el comisario Ledezma.

No puede ser, dijeron el cabo Ordóñez y el agente Mario Israel Martínez, porque a eso de las dos de la mañana, vimos pasar por la ruta, rumbo a la whiskería "La Luna" al auto de don Alcántara, y el único que conduce ese auto es él.

Martínez decía que don Alcántara, era incapaz de frecuentar la whiskería de la ruta porque era un hombre de setenta y un años y mal de Parkinson, que decían que tenía.

Ordóñez, fue mas explícito: "La reputa madre que los parió a todos, ¿ustedes se creen que yo, yo, justamente yo, el macho Ordóñez, con más de diez años de antigüedad en esta mierda, me voy a hacer echar por andar mariconeando con mentiritas?" El viejo Alcántara entró antes de las diez, porque cuando fuimos a la ruta y pasamos por la whiskería, comenzaba nuestra ronda y ya el auto estaba allí y estuvo allí hasta las cinco de la mañana porque a las cinco de la mañana, me bajé de la patrulla a orinar.

El comisario Ledezma caminaba nervioso sabiendo que sus subalternos eran interrogados por separado. Lo hizo todo el domingo y todo el lunes hasta el martes que le tomaron declaración sus superiores y la justicia que vino desde Córdoba.

Dicen que dijo que:
En un momento de la madrugada lo llamó el agente Campos, a su casa por el teléfono de la comisaría diciéndole que estaba en la guardia el señor Alcántara que quería hablar con él, y que él mismo le dijo al agente que le describiera el estado de salud, nervios, ebriedad o algo que demuestre cierta anormalidad en el citado señor, y que recibió por respuesta que parecía que estaba herido por un arma blanca. Entonces dijo que se levantó y se vistió con el uniforme, que mientras lo hacía, dijo que miraba la espalda de su mujer dormida, ya entrada en los cincuenta años y que no reconocía ese nuevo lunar cerca de su omóplato izquierdo, lo cual hizo que se "desviaran" sus pensamientos y pensara que era una señal del "cáncer de mierda" que la afectaba desde hacía dos meses. Que al llegar caminando las siete cuadras que lo separaban de la comisaría, notó que los perros andaban algo alborotados y que el auto de Alcántara. estaba en la puerta. Que condujo al señor Carlos Evaristo Alcántara a su despacho y que le preguntó sin más vueltas que le diga qué diablos le pasaba a esa puta hora de la madrugada.

Y que Alcántara habló y que le contó que fue atacado con una cuchilla por una persona desconocida mientras dormía en su casa y que él se defendió con golpes de puño.

Dijo que hizo llamar a Ordóñez y a Martínez, para que lo pasen a buscar con urgencia y que a unos pocos minutos llegó la patrulla y que se subió al móvil y que con los efectivos se dirigió a la hacienda de Alcántara. 
Que el portón estaba cerrado con un pasador y tranca y que a los bocinazos despertaron al señor Gómez, que vive a unos ochenta metros del casco principal de la hacienda del señor Alcántara. Que juntos entraron todos y revisaron la casa hasta que llegaron al dormitorio donde encontraron el cuerpo sin vida de un marica conocido como "La Luli" entre manchas de sangre y de semen y fuerte olor a perfume en las sábanas.

Diez días después, cuando todos ajustaron la hora de sus relojes a la hora "Luli" se supo de acuerdo a las investigaciones de Criminalística de la Policía, que:

Alcántara buscó a "La Luli" en la muy famosa whiskería La Luna, antes de que abra en su horario habitual nocturno. 
Que algo anduvo mal esa noche entre este hombre de setenta y un años y el afeminado de 
treinta, que le habría asestado algunos cortes de cuchilla a Alcántara, antes de morir ahorcado por las manos fuertes del hacendado.
Que las horas que enunciaban en sus declaraciones y dichos los policías, quedaba establecido que todos en realidad, estaban durmiendo, y que mentían para acomodarse a los dichos de su superior.
Que Gómez, el cuidador, había cavado un pozo para enterrar al muerto por una sugerencia de Ledezma que le había asegurado que obtendría su buena "tajada." 
Que la cuchilla encontrada con sangre era la filosa "orejera" de Gómez, la que usaba para "señar" el ganado con un corte en las orejas.
Que el comisario, quería convencer a Alcántara para que dijera que "La Luli" había llegado vivo a la comisaría y que en la celda se había ahorcado con sus ropas de mujer, a cambio de la mitad de sus campos, con cabezas de ganado incluídas. 
Que dicen que decía que eso era lo planeado y que a eso de las diez de la mañana del domingo, cuando empezaba la misa, Ledezma sale apresurado hacia la hacienda de Alcántara en su auto particular.
Allí parece ser que Alcántara se despierta, sale de la celda sin llave, y camina algunos pasos hasta alcanzar -en una de las paredes de la comisaría-, una pistola del armero de madera y cruza la calle y la plaza en dirección a la iglesia.

Lo que nosotros vivimos en la iglesia, en plena misa, y que nadie nos contó, es que vimos entrar a don Alcántara con una pistola en la mano —en las iglesias de los pueblos todos nos damos vuelta para ver quién es el que llega tarde—. Con la misma mano que sostenía la Colt calibre once con veinticinco milímetros, se persignó, avanzó hasta la primera fila de asientos, se arrodilló ante el cura que acudió presuroso y sorprendido a calmarlo pero el viejo, sin decir ni una sola palabra, se pegó un balazo en la cabeza.

Nadie más salió herido.



Walter Ricardo Quinteros
extraído del "Cuaderno de las malas noticias" 2015

JOAO GUIMARAES ROSA: DESENREDO



Del narrador a sus oyentes:

–Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas? Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a Juan Joaquín se le apareció.

Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada por lo demás. Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento. Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves. Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero, abismos infranqueables en barquitos de papel.

No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada retracción. Esperar es reconocerse incompleto. Dependían ellos de enormes milagros. El embriagado engaño, quiero decir. Hasta que se produjo el derrumbe. Lo trágico no viene en cuentagotas. Sorprendió el marido a la mujer con otro, un tercero… Sin muchas vueltas, pistola en mano, la asustó y lo mató. Se dice también que levemente la hirió, cosa ligera.

Juan Joaquín, doliente sorprendido, en lo absurdo se negaba a creer, y barrido por dolores fríos, calores, lágrimas quizá, cayó en decúbito dorsal devuelto al barro, a medio estar entre lo inefable y lo nefando. Jamás la imaginara con el pie en tres estribos; llegó a maldecir sus propios y gratos “abusufructos”. Se contuvo para no verla, prohibiéndose ser pseudo-personaje, en circunstancias de tan sangrienta y negra magnitud.

Ella –lejos– siempre y más que nunca hermosa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose en resistir, siervo de penosas emociones.

Los porvenires, mientras tanto, maduraban, ¿qué, no hay fin que sobrevenga? Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de tifus. El tiempo se las ingenia.

De inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse –ella sutil como alas leves, pantanal de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no cerrar de oídos. Y así fue como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para feliz escándalo popular.

Pero hubo peros.

¿Llega siempre imprevisible lo abominable? ¿O es que los tiempos se siguen, parafraseándose? Prodújose el arribo de los demonios.

Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se deparó y en mala hora: traicionado y traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.

Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo pudo verse respetado. Se pierde la camisa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse.

Pero hubo peros.

Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad –idea innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma.

¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro como agua sucia. Demostrándolo, amatemático, contrario al público pensamiento y a la lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas. Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente.

El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología menuda, charlitas secreteadas, entrecogidos testimonios. Juan Joaquín, genial operaba el pasado –plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada realidad, más alta. ¿Y más cierta?

La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el absoluto amar y no habrá injuria que aguante.

De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos.

Por fin, hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota, defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y titubeos, desplegando su bandera al viento.

Tres veces se roza la felicidad. Juan Joaquín y Viliria se retomaron y compartieron, transmutados, lo verdadero y mejor de su útil vida.

Y archívese el asunto.



João Guimarães Rosa 
(Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908-Río de Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un médico, escritor y diplomático brasileño, autor de novelas y relatos breves en que el sertón (sertão) es el marco de la acción. Fue miembro de la Academia Brasileña de Letras, y su obra más influyente es Gran Sertón: Veredas (Grande Sertão: Veredas, 1956).
Primero de los seis hijos de Florduardo Pinto Rosa (llamado por él Fulô) y de Francisca Guimarães Rosa (apodada Chiquitinha). Autodidacta, de niño estudió varios idiomas, empezando por el francés, cuando todavía no había cumplido los siete años. Llegó a ser un políglota casi inverosímil, como puede comprobarse en estas declaraciones suyas en una entrevista:
"Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un poco de ruso; leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a mano); entiendo algunos dialectos alemanes; estudié la gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito, del lituano, del polaco, del tupi, del hebreo, del japonés, del checo, del finlandés, del danés; curioseé algunas otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el mecanismo de otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio idioma. Principalmente, sin embargo, estudiando por diversión, gusto y recreación."
Fuente: Wikipedia / Ciudad Seva / Foto: Britannica 

HUGO LINDO: PULVIS ES...



No que hiciera frío propiamente; pero sí había refrescado por la noche, después de un día caluroso. El viejo partero tomó sus precauciones para no resfriarse. Luego de haber gritado con voz aún pastosa por el sueño: “—¡Espere un momentito, ya voy!”…, vistióse de prisa, se colocó un suéter encima de la camisa arrugada y caminó a tranco largo hacia la puerta.

Lo esperaba un hombre que sostenía las bridas de dos mulas:

—¿Dónde es la cosa?…
—Donde don Rigo.
—¿En la hacienda?
—Sí.

Comenzaron a trotar en silencio. Ni un alma en las calles de Metapán. Cruzaron frente a la iglesia colonial, toda hecha de primores barrocos, y enfilaron luego hacia el río de San José. Eran las dos de la mañana, y aquello daba la impresión de cruzar por un cementerio. El doctor Menjívar sintió un calofrío, casi un presentimiento, y quiso matarlo ad portas. Por eso habló. Para escuchar su voz. Para sentirse acompañado.

—¿A qué hora empezaron los dolores?

El hombre que iba a su lado un “¡a saber!” casi imperceptible, y el silencio continuó, no roto, sino acentuado por los cascos de las bestias. Más tarde trató de establecer, nuevamente, un contacto.

—Ha refrescado mucho, ¿no?

Pero el otro hombre no hizo comentario alguno. Era como de palo. O como un muerto ambulante. O como un fantasma —eso, un fantasma— que deambulara por el ancho cementerio de tierras minerales, ricas en cal viva.

Llegaron al patio de la hacienda, frente al caserón de don Rigoberto. Allí se apearon y el mozo comenzó a desensillar las mulas. Desde afuera se escuchaban los gritos de la parturienta, agudos, penetrantes.

El doctor Menjívar apenas si saludó. En la abrigada alcoba se quitó la chaqueta, se lavó someramente las manos y comenzó a palpar el hinchado vientre de Aurora.

El rostro de la mujer estaba más bello que nunca. Aquella ternura virginal de sus facciones, se hallaba ennoblecida por la maternidad y dramatizada por el dolor.

—¿A qué horas comenzó?…
—Hace unas cuatro horas, doctor…
—Está bien… necesito agua caliente.
—Ya está lista…
—…y paños limpios…
—Lo que quiera…

Don Rigoberto, hombre puntual y ordenado, arrancó del calendario la hojita del día que acababa de pasar: 8 de mayo de 1915. El médico siguió esperando, sentado, con una profesional y callada pachorra. A ratos palpaba. Los gritos de Aurora, ya semidormida por la inyecciones, eran más suaves, pero más frecuentes.

—Don Rigo… Sería mejor que usted esperara en el patio.

El propietario de la hacienda salió. Aclaraba el cielo. Se puso el hombre a fumar. Nunca hubiera creído que ese momento lo agitara tan hondamente. Se quebraba los dedos. Caminaba desde la puerta principal hasta los postes en donde se hallaban las mulas amarradas, y volvía a la puerta. Una y otra vez, en tanto daba fuego a un cigarrillo con la colilla del otro.

Por fin se acercó una criada.

—Don Rigo, dice el doctor que ya estuvo.
—¿Ah?…

Era hombrecito. Pesaba siete libras y media, y venía perfectamente normal. Su nombre hallábase impreso en la nueva hoja del calendario: “9 de mayo de 1915. —San Gregorio”.

A don Rigo le temblaban las piernas de la emoción. Tomó asiento, y olvidando acaso su condición de hombre hecho a todas las rudezas de la vida campesina y minera, rompió a llorar.

—Es de alegría… —sintióse en la necesidad de aclarar.
—Bueno… bueno… debería tomarse una copita de coñac…
—Si usted me acompaña, doctor…
—Claro… claro… —respondió el médico riendo golosamente por entre los canosos bigotes.

No pudo el médico marcharse tan pronto. Su propósito era el de tomar desayuno con don Rigo, pedir luego que le ensillaran una mula y regresar cuanto antes a Metapán. Así le quedaría tiempo para reposar siquiera un poco antes de atender su clientela habitual.

Pero temprano de la mañana llegó al salón en donde se hallaba, llevada por una mujer de la hacienda, una mala noticia que venía del dormitorio. Fue a ver.

—No tiene importancia… Es normal… Habrá que darle un poco de vino de quina para reponer las energías.

Ya hacia la tarde pudo saberse que no era tan sencilla la cosa. El rostro de la enferma había ido palideciendo gradualmente, hasta quedar de un amarillo marfilino que le daba el aspecto de un camafeo delicadamente burilado. El doctor hizo esfuerzos heroicos. Más vino. Café cargado. A los ocho y diez de la noche se detuvo el reloj, inexplicablemente, y el pequeño Gregorio dio en su moisés un grito sin que nadie supiera por qué.

La muerta estaba tan linda, con sus dieciocho años recién florecidos, con los labios pálidos finamente dibujados en el rostro más pálido aún, que el atormentado marido la vistió de novia y se quedó al lado del féretro, con los ojos como perdidos en el vacío.

Así la enterraron en el cementerio, blanquísimo de cales aglomeradas, en donde se alzaba el mausoleo de familia.

Don Rigoberto cultivó la memoria de su mujer durante varios años. Pero al cabo él estaba todavía joven, le pesaba la soledad, y el niño le significaba una serie de problemas que él no hallaba cómo enfrentar.

No había cumplido Gregorio los cinco años, cuando ya su padre contraía nuevas nupcias con una viuda de Metapán, rica como él y como él propietaria de minas de cal.

El niño aprendió a quererla y a llamarla “mamá”.

La vida fluyó. Vinieron los estudios primarios, que Gregorio hizo en Metapán. Ya para los secundarios fue menester enviarlo a Santa Ana, al Liceo San Luis, bajo la tutela directa del inolvidable padre Núñez.

Y cuando el muchacho, ya bachiller, se inclinó por la vida religiosa, encontró en don Rigoberto y su mujer una fuerte oposición que solo le sirvió de acicate. Hubieron después, entre rabietas y apesaradas reconvenciones, de ceder ante el imperativo de la vocación. Gregorio marchó entonces al Seminario Conciliar, en San Salvador, en donde pronto dio muestras de genuinas condiciones para la vida que escogiera.

Una vez al año echaba en una pequeña maleta sus escasas pertenencias de seminarista, y marchaba a la propiedad de su padre. Corría entonces por los llanos, a caballo, y dejaba que el sol lo tostara hasta despellejarlo. Doña Marina volcaba sobre él toda la solicitud de su frustrada maternidad, y lo acompañaba hasta Metapán todos los días, para asistir a la misa.

—A ver tú cuándo dices tu primera misa…
—El año entrante, si Dios quiere…

Llegó el instante de la ordenación. Gregorio se sintió pleno. Temblaron levemente sus manos al consagrar. Temblaron más al elevar la hostia. Y oró por sus padres. ¿Por sus padres?… Luego advirtió que como madre había tomado solo a doña Marina. La otra… bueno… ¡Él no sabía nada de la otra, de la real!…

Pocos días después, un telegrama de don Rigoberto lo llamó con urgencia. El hombre había vuelto a enviudar.

¡Ah, sí!… Gregorio sabía que su madre no era esta mujer a quien amaba como tal, sino la otra, la del retrato de su alcoba de ayer, aquella jovencita, casi niña, que en su recuerdo no significaba nada. Su dolor fue hondo. En sus cavilaciones, no dejó de preguntarse muchas veces cómo habría sido aquella Aurora casi legendaria, cómo habría sido su propia vida si ella no hubiera muerto…

Y el tiempo siguió pasando. Los años llevaron al mausoleo familiar los restos de algunos parientes lejanos. Ya que él no había tenido más hijos, don Rigoberto extendía su protección a quienes se hallaban dentro de su círculo de afectos. Cayó también en la sombra el viejo partero de Metapán, el doctor Menjívar, útil y bondadoso hasta en los últimos días de su vejez. Y el padre Gregorio dijo la misa de sufragio y rezó, conmovido, los responsos. Don Rigoberto comentó:

—¡Es curioso!… Él fue quien te franqueó las puertas de la vida temporal, y tú le ayudas a pasar las de la vida eterna…

Monseñor hizo llamar al padre Gregorio.

Una noche antes de la entrevista, el joven sacerdote hizo un minucioso examen de conciencia. No podía evitar cierta nerviosidad, a pesar de que no hallaba en su propia conducta ningún motivo de recriminación. ¿Había sido, acaso, descuidado en su ministerio?… No: honradamente no. ¿Cuántas veces había tenido que levantarse, cansado y soñoliento, hacia la madrugada, para llevar auxilios a un enfermo?… ¿Cuántas veces había sacrificado su desayuno o su almuerzo, para atender asuntos de la parroquia y evitar al viejo cura titular, esfuerzos superiores a sus energías?…

“Es inútil —se decía— que me torture especulando en el vacío”…

Mas tornaba a la cavilación.

Para promoverlo, para darle una parroquia en propiedad, para llamarlo a servir como familiar en la sede episcopal… ¡era imposible! ¡Él no tenía méritos!… Además, el corazón le decía sordamente que algo sombrío andábase agitando detrás de aquella cita imprevista.

Recurrió al misal. Lo abrió al garete, como preguntando vagamente por algo, y sus ojos cayeron en el introito de la misa de los catecúmenos. Lo sabía de memoria. Dejó nuevamente el libro sobre una mesa desnuda, sentóse en la antigua silla poltrona del párroco titular, y empezó a decir entre dientes las palabras anfitrionales:

“Quia tu es, Deus fortitudo mea: quare me repulisti, et quare tristis incendo…”.

Dios era su fortaleza, ciertamente… ¿Mas por qué ahora sentíase desechado y afligido?… ¿No estaría construyendo un absurdo universo de temores por el solo hecho de que monseñor quería hablarle?…

Echábase en la poltrona hacia adelante y hacia atrás en un dulce balanceo que lo adormecía. El rezongo latino que salía de sus labios estaba lleno de sílabas turgentes, acariciadoras —um, úam, erunt— que lo envolvían en un oleaje sonoro.

Y dormitó.

Su entresueño se pobló de imágenes. Cabalgaba él sobre planicies blancas, interminables. A su lado iba una sombra callada. El viaje no tenía por delante un camino, sino la mano abierta de la llanura, con todos los rumbos posibles e imposibles. Era de noche. No había luna ni estrellas; no obstante, una luz lechosa e indefinida se reflejaba en la tierra mineral, y a ratos desdibujaba la sombra del acompañante para volverla a modelar, casi hosca, sobre una mula paralela… Aquello era como un cemente…

—¡Padre, padre!… ¡Se ha dormido!…

¡La voz del viejo cura!

—¿Quare conturbas me…?

Monseñor tenía razón. No porque él, el padre Gregorio, poseyera méritos para ser promovido, sino porque… efectivamente, desde la parroquia de Metapán podría ahora vigilar la achacosa vejez de don Rigoberto, mal atendido a veces por manos mercenarias, a veces por manos afectuosas, pero ignorantes.

Con qué regocijo volvió a moverse entre las naves silenciosas de la iglesia, ahora con los ojos más abiertos que nunca a las bellezas del detalle. ¡Qué inverosímil talla la de los altares, qué repujados milagrosos en el sólido confesionario, qué muros anchos, de un noble adobe capaz de testimoniar varios siglos de historia!…

Al menos una vez por semana le era dable dirigirse en motocicleta al caserón de su infancia, ahora denso en olores farmacéuticos.

Supo Gregorio que monseñor había atendido una oculta solicitud de don Rigoberto, y comprendió que la decisión de su pastor estaba, como lo presintiera, soportada por algo sombrío. Era que su padre se encontraba en franca decadencia, pero no estaba grave. Los suyos eran achaques, decaimientos, tristezas. A ratos meras enfermedades imaginarias.

—Es que este caserón le queda grande, papá…
—¿Qué puedo hacer?…
—Véngase a vivir conmigo, a la parroquia…
—¿Y cómo dejo esto?
—¿Qué le importa?… Lo que importa es su salud… Esta soledad le está haciendo daño…

Era su herencia. La hacienda. Las minas. Riquezas materiales que el orín corrompe, y que, a su vez, corrompen el alma.

—Es menester que alguien vea nuestros intereses.
—Todo eso es vanidad, papá. Ya usted no necesita de riquezas sino de atenciones, y por lo que a mí…

Don Rigoberto cedió. Al cabo, él también había sido dentro de su vida de hombre de mundo, caritativo y desprendido. No era hora de aferrarse a los bienes terrenales. Lo que debía hacer, por lo contrario, era preparar su viaje, aliviar su carga. Por eso, para eso, había hecho esfuerzos porque su hijo volviera al lar nativo. Además, comprendía que Gregorio, como sacerdote, no deseaba para sí aquella fortuna.

—¿Y si destináramos esto para una escuela parroquial?… ¿O para un hogar de niños vagos?…


El último año se deslizó sin mayores complicaciones. A veces un ataque de asma, o un resfrío, o un dolor reumático que don Rigoberto lamentaba más que otra cosa, porque lo hacía sentirse inválido. Pero nada más. La vida era apacible. Sobre todo, sin esa tremenda soledad que lo estaba aplastando. Ahora sentíase como más aliviado, y en él renacían los ánimos perdidos.

Aproximándose la Semana Santa de 1957, el padre Gregorio tomó las providencias del caso para inaugurar el hogar de niños vagos. Llegó el momento de hacerlo. Hacia el solar antiguo se dirigió con su padre. Don Rigoberto quiso ir a lomo de bestia. Estaba mejor que nunca de salud, y deseaba rememorar sus días juveniles. Se hizo la inauguración con toda la pompa que los recursos permitieron. Gregorio bendijo la obra, y bendijo también a su padre, que la hacía posible. Y cuando ya declinaba el sol, ambos emprendieron el regreso.

Llegó temprano el padre Gregorio a la iglesia de Metapán. Su viejo, lógicamente, había de tardar aún. Entretúvose el padre leyendo textos piadosos. Pero el reloj caminaba, y don Rigoberto no daba trazas de llegar.

Lo llevaron en camilla. Un mal paso de la mula. Una fractura. Varios días en los cuales Gregorio hubo de repartir sus afanes entre los oficios de la temporada y la atención de don Rigoberto. La muerte puso punto final a la congoja el dia 5 de marzo.

Empinándose heroicamente sobre su dolor, alcanzó Gregorio un tipo extraño de desdoblamiento: no faltó a ninguno de sus deberes como cura de la parroquia, ni escatimó lágrimas junto al féretro de su padre. Había que enterrar el cadáver.

Con alarma, al atender el papeleo burocrático, notó el sacerdote que en el mausoleo familiar ya no había sitio disponible.

¿Qué hacer? ¿Cómo despojar de su nicho a los parientes pobres, al doctor Menjívar, a gentes que habían sido recogidas allí por ley de caridad?…

Al sordo ruido de la piqueta cayó por fin la losa grande que recubría las sepulturas. Cada nicho ostentaba, a su vez, una pequeña plancha de mármol con su inscripción.

Y entonces Gregorio vaciló.

¿Su madre?… ¿Cuál de las dos?…

“Aurora de Retes, n. el 12 de Enero de 1897; m. el 9 de Mayo de 1915”… “Marina de Retes, n. el 12 de Noviembre de 1900; m. el 10 de Agosto de 1942”…

La primera era su madre, su madre auténtica, y había muerto para darle la vida… ¿Cómo podía hacerlo?… Pero la otra también en distinto sentido, era su madre. Y más aún. A su lado había discurrido la propia infancia. Con sus ternuras y so comprensión se había alimentado la juventud. Con su recuerdo estaban llenos los recintos del alma… ¡Imposible!…

—¿Abrimos, padre?…

Casi instintivamente respondió:

—La más vieja.

Pensó: a los cuarenta y dos años, ya solo sera un puñadito de tierra, que cabe en una bolsa pequeña.

A los pies del nuevo ataúd, apareció el cajón. Inexplicablemente, Gregorio sintió vivos impulsos. No sabía si era un movimiento emotivo, debido a la nerviosidad y al dolor del instante, o si era una simple actitud de curioso. Sí, sabía que era irrefrenable la inquietud. Él mismo hizo girar con prisa los tornillos que afirmaban la tapa y la levantó con decisión.

Adentro estaba, incorrupta, una dulce muchacha de dieciocho años, vestida de novia. Las facciones finas. El rictus un poco seco, pero transido de una rara beatitud. Era como si sonriera al hijo, desde la hondura de los tiempos.

Tampoco pudo el padre Gregorio refrenar un nuevo impulso: alargó las manos para tocar aquel rostro que habría podido amar tanto, y de cuyos labios hubiera podido recibir todo el milagro de la infancia. Pero al tocarla, como si un viento atroz soplara sobre un hacinamiento de pavesas, voló un polvillo gris. El mismo que tiñó los dedos del sacerdote.

Este trazó sobre su frente una línea vertical con la ceniza, diciendo:

—Pulvis es…

En su tribulación alcanzó a recordar que era Miércoles de Ceniza, y completó la cruz:

—et in pulverem reverteris…

Y sollozó, mordido por una jauría de dolores. 


Hugo Lindo
La Unión, 1917 - El Salvador, 1985. Poeta, novelista y cuentista salvadoreño cuya poesía se caracteriza por su impronta religiosa y metafísica, como en el poema Católica biografía del dolor (1943). La mirada comprometida define su obra narrativa y ensayística.
Fuente: Buscabiografias / literaturas.famdon.com





JOSÉ WATANABE: POEMAS



Cuestión de fe

¿Cómo sería la luz de la madrugada
en que Abraham, el hombre de la cerrada fe,
subió al monte Moriah
llevando de la mano a su unigénito Isaac?

Tiene que haber sido una luz hondamente azul
como la de este amanecer: en aquel azul
Abraham imaginaba
la vibrante sangre de su hijo en el cuchillo.

La sangre vibra más en el azul.
Lo sé porque mi piel, de tan sola ahora,
segrega sangre en la palma de mi mano:
el primer milagro de mi día, o castigo,
por haber querido subir la cuesta de la montaña
con una muchacha (más hija que esposa).

Ella, al primer sol, huyó asustada,
me negó
su joven cuerpo para el sacrificio
y yo no pude demostrarle
mi fe neurótica a Dios.



El anónimo


Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.

Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.

Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
o en otra,
dirá más, y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.



El lenguado

Soy
lo gris contra lo gris. Mi vida
depende de copiar incansablemente
el color de la arena,
pero ese truco sutil
que me permite comer y burlar enemigos
me ha deformado. He perdido la simetría
de los animales bellos, mis ojos
y mis narices
han virado hacia un mismo lado del rostro. Soy
un pequeño monstruo invisible
tendido siempre sobre el lecho del mar.
Las breves anchovetas que pasan a mi lado
creen que las devora
una agitación de arena
y los grandes depredadores me rozan sin percibir
mi miedo. El miedo circulará siempre en mi cuerpo
como otra sangre. Mi cuerpo no es mucho. Soy
una palada de órganos enterrados en la arena
y los bordes imperceptibles de mi carne
no están muy lejos.
A veces sueño que me expando
y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande
que los más grandes. Yo soy entonces
toda la arena, todo el vasto fondo marino.



José Watanabe

Poeta y dramaturgo peruano nacido en Laredo, Trujillo en 1946.
Hijo de un inmigrante japonés y una campesina de la sierra peruana, recibió la enseñanza básica en su pueblo natal, trasladándose luego a Lima donde inició estudios de Arquitectura. Después de algunos semestres interrumpió la carrera para dedicarse de lleno al ejercicio literario. Por su primera publicación, "Álbum de familia", publicada en 1971, recibió el premio Poeta joven del Perú. Su segundo libro, "El huso de la palabra", sólo apareció en 1989 y lo consagró como uno de los poetas más importantes de la poesía peruana contemporánea. Parte de su obra está contenida en publicaciones tan importantes como, "Cosas del cuerpo" 1999, "El guardián del hielo" en 2000, galardonado con el premio Lezama Lima de Casa de las Américas, "Elogio del refrenamiento" 2003, "La piedra alada" 2005 y "Banderas detrás de la niebla" 2006. Se destacó además como guionista para cine y teatro. Falleció en Lima en abril de 2007. Fuente: A media voz / Foto: elcomercio.pe



MÚSICA: VIRGILIO Y HOMERO EXPÓSITO


"Vete de mi"
Letra: Homero Expósito
Música: Virgilio Expósito

Virgilio Exposito: Piano y canto Nestor Marconi: Bandoneón Litto Nebbia: Teclados, Bajo electrico y guitarra
Subido por: Rubén Soy



Homero Expósito (Zárate, provincia de Buenos Aires, 5 de noviembre de 191823 de septiembre de 1987), cuyo nombre completo era Homero Aldo Expósito fue un conocido poeta y letrista argentino de tango autor de muchos famosos tangos, algunos de los cuales llevan la música de su hermano Virgilio Expósito.


Homero nació en la ciudad de Campana y creció en la ciudad de Zárate, de gran desarrollo del tango. El origen de su apellido se debe a que su padre era huérfano, y decidió adoptar ese apellido, como forma de no olvidar su origen. ​De niño, en Zárate, integró una orquesta junto a su hermano y al luego famoso baterista Tito Alberti, el padre del músico Charly Alberti, baterista de Soda Stereo.

Cursó sus estudios secundarios como pupilo en el Colegio San José de Buenos Aires. Realizó su primer tango junto a su hermano en 1938, Rodando, cantado por Libertad Lamarque sin mayor repercusión. En 1945 se radicó en Buenos Aires. A la par de su tarea autoral, se dedicó a las actividades de la organización de los músicos argentinos, SADAIC, de la que fue tesorero muchos años.

Su inventiva literaria confluía en dos actitudes poéticas temperamentalmente opuestas: el romanticismo de Homero Manzi, y el dramatismo sarcástico de Enrique Santos Discépolo. Impuso una renovación formal de expresión, utilizando la técnica del verso libre.


Virgilio Expósito (Campana, Argentina, 3 de mayo de 1924Buenos Aires, Argentina, 25 de octubre de 1997), cuyo nombre completo era Virgilio Hugo Expósito, fue un compositor de tango y pianista argentino reconocido como uno de los músicos más representativos de la generación de 1940.

Su padre, Podía leer en cuatro idiomas. Su madre se llamaba Rafaela del Giúdice Cafaro. Virgilio Expósito nació en la casa de su abuela materna, pero a los tres días se mudó a la ciudad de Zárate (provincia de Buenos Aires, a 20 km de Campana), con un gran desarrollo de la música tanguera.




Definiciones de los Hermanos Expósito en diversos reportajes


Virgilio: «Para mí la bohemia, hoy empieza a las cuatro de la mañana cuando me levanto y me siento al piano y toco lo que estaba soñando».

Homero: «El artista ¿sabés? no debe mirarse al espejo, sino desde el espejo».

Virgilio: «Cuando éramos pibes vendíamos caramelos en el cine del barrio, pero también Homero ganaba un concurso poético del diario Noticias Gráficas y yo subía al escenario para imitar a Maurice Chevalier, hacíamos de todo».

Homero: «Escuchá, esto que escribí hace poco (es el año 1976), es un tango nuevo. «No se puede vivir sin matar/ sin cortar una flor/ perfumarse y seguir» (“Chau no va más”), porque hasta el tipo que come hierbas mata el pasto.

«Quiero nombrar a un músico emigrado de Alemania, que se casó con una chica de nuestra ciudad y que fue, el que nos trajo de Zárate a Buenos Aires a un grupo de muchachos: Juan Ehlert. Un pingo que aún enseña armonía con más de 80 años. Además, compuso la música de 78 películas y fue maestro de Virgilio Expósito, Enrique Francini, Armando Pontier, Héctor Stamponi, Cristóbal Herreros. Fue una generación de grandes donde también cabían Cátulo Castillo, Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo y otros más y, en Norteamérica, ya habían surgido Cole Porter, Gershwin que transformó la música e hizo el blues de los negros en blanco.

«Claro, Manzi años antes no hubiera podido escribir «Sur, paredón y después» o yo, aquello de «Trenzas del color del mate amargo». A nosotros nuestros padres nos mandaban a estudiar para que no fuéramos como ellos inmigrantes rústicos. Fui a la facultad de filosofía, abandoné cuando me faltaban dar los finales de griego y latín, ahí dije basta, pero me morfé todos los libros y hablo cuatro idiomas y Cátulo también y Manzi se tragó unos cuantos libros de filosofía.

«La bohemia murió en la década del 50 y debe haber ocurrido en todo el mundo, nunca más la vi. Ni acá ni en los países de Europa que visité. Éramos un enjambre de vagos que nos encontrábamos a las cuatro de la mañana. El tiempo entonces corría muy lento. La nuestra era una ciudad poblada día y noche, de horario eterno. Yo hablo de ella en “Tristezas de la calle Corrientes”».

Virgilio: «Compuse más de dos mil temas. Enseño, tengo discípulos, entonces todos los días me levanto con un proyecto de vida nuevo. Los artistas no cumplimos años, cumplimos obras. Somos como los relojeros. Ellos arreglan las esferas y hacen funcionar las agujas y el artista crea las agujas para que le ganen al tiempo.

«Se diferencian dos épocas, una de formación y otra de deformación. En la primera tenemos a Julio De Caro, Homero Manzi, José María Contursi, Pedro Maffia y otros. Ellos fueron construyendo un altar piedra por piedra. Y la otra es cuando el cantor de tangos se convierte en vedette y comienza a pasar por encima de los músicos, de las letras, del director y de todo. Se salvan pocos. Rivero y algún otro. Debo nombrarte a Aníbal Troilo, un intuitivo, no fue hombre de estudio, de libros, pero nadie como él para dirigir cantores».

Homero: «A Discépolo lo conocí en una confitería. La orquesta de Troilo tocó “Tristezas de la calle Corrientes”, Discépolo estaba en una mesa con Tania y un amigo. Cuando escuchó la letra comentó: «¡Quien le mata el punto a este tipo!» Se levantó y se perdió entre la gente. Ahí mismo, un jovencito algo pálido y casi tembloroso le dice a Tania: «Yo soy Homero Expósito y quisiera conocer a Enrique, ¿dónde está?» Tania le contestó: «Se levantó para ir a conocerlo a usted».

«Nuestro padre era gastronómico, allí en Zárate tenía una confitería. Cuando se enfermó tuve que viajar seguido y permanecer allí para mantener la empresa. Aclaro que yo nací en Campana, pero a la semana ya me llevaron a Zárate. Entre la confitería y algunos bienes podía vivir y comencé a estudiar. A los veinte años, en 1938 llegué a Buenos Aires. Mi padre era de la Casa de los Expósitos, de allí nuestro apellido, a los seis años se escapó y no dejó de trabajar hasta enfermarse.

«Al poco tiempo de llegar me puse a hacer política para los autores en SADAIC, fue cuando lo echamos a Francisco Canaro. Me llamó a colaborar Manzi, y estuvimos hasta 1950, entonces, no por antiperonista, sino porque no era peronista, me tuve que fletar, anduve por España y Francia. El pasaje en barco costaba 400 pesos con comida y bebidas incluidas. Yo por comida me tomaba una botella de vino blanco y otra de tinto, conmigo perdieron plata. Después de estar en España viajo a París y al poco tiempo un conocido me dice: «¡Che, que tarro tenés, “Pequeña” es un éxito en España». Estuve dos años para imponerla y no hubo caso. Cuando me fui llegó Dalva de Oliveira, la grabó y se dio.

«En París estuve un año y me ganaba un dinero copiando música para la Ópera de París, hasta que me llaman que el estado de mi viejo había empeorado y regresé. En Zárate puse un restaurante de primera: El Sibarita, me fue bien. Pero después se me ocurrió poner otro en Mar del Plata, en Punta Mogotes, naufragué y me dije que mi profesión era escribir.

«Vos sabés que con mi hermano u otros músicos tengo unos cuantos temas exitosos, pero también una buena cantidad que no trascendieron. Ya te nombré “Tristezas de la calle Corrientes”, luego “Al compás del corazón”, “Percal”, “Yuyo verde”, “Azabache”, “Flor de lino”, “Margo”, “Farol”, “Naranjo en flor”. Hicimos boleros, “No vendrás” lo grabó Gregorio Barrios, también Olga Guillot, “Vete de mí” que registró el cubano Bola de Nieve, Roberto Yanés y muchos otros, nos fue muy bien. Incluso un tema moderno para un trío vocal que recién se iniciaba, “Eso”, aquello de «Tú tienes eso, eso, eso...», sin comentarios pero económicamente, muy bien.

«Cuando me preguntan entre qué colegas me ubico, respondo entre la nostalgia de Manzi, que no era una nostalgia quejosa sino una tristeza, que no es lo mismo y, por otro lado, con la cosa dura, crítica, de Discépolo. Cuando escribo siento ciertas afinidades y me digo: yo debo tener un negro atado a una pata que me escribe esto».

Extraído de reportajes realizados a Homero Expósito y Virgilio Expósito, por Paco Urondo para La Opinión Cultural (13/2/1972); por Orlando Barone, para Clarín Literario (4/3/1976); por Vicente Zito Lema, para revista Crisis Nº45 (agosto 1986).

Fuente: Todo Tango / Wikipedia / YouTube / Quiénes & Porqué



viernes, 20 de septiembre de 2019

FERNANDO PESSOA: EL NIÑO DE SU MAMÁ




En el llano abandonado que enciende tibia brisa, por balas traspasado —dos, de lado a lado— yace muerto, y se enfría. Le mancha la sangre el uniforme. Con los brazos extendidos, albo, rubio, exangüe, mira con mirada lánguida y ciega los cielos perdidos. ¡Tan joven!, ¡qué joven era! (ahora, ¿qué edad tiene?). Hijo único, la madre le dio un nombre y lo mantuvo: “el niño de su mamá”.

Se cayó del bolsillo la pequeña cigarrera. Se la dio la madre. Está intacta y bien la cigarrera. Es él quien ya no sirve. De otro bolsillo, alada punta rozando el suelo, el blanco pespunte de un pañuelo… se lo dio la vieja criada que lo trajo en brazos.

Allá lejos, en casa, rezan: “¡Que regrese temprano, y con bien!”. Tramas que el Imperio teje. Yace muerto, y se pudre, el niño de su mamá.



Fernando Pessoa
(Lisboa, 13 de junio de 1888-ibídem, 30 de noviembre de 1935) fue un escritor portugués, especialmente reconocido por sus heterónimos: Alberto Caeiro, Alexander Search, Álvaro de Campos, Bernardo Soares y Ricardo Reis. Su extensa obra se vio quebrada con su prematura muerte a los 47 años de edad.
Fuente: zendalibros / Wikipedia

DANIEL GUEBEL: RELATO DE UN NÁUFRAGO

Había resuelto el problema P versus NP y debía presentar procedimiento y conclusiones en un encuentro de colegas, pero como temo al avión mi mujer me propuso viajar en barco. La tormenta nos agarró en medio del océano, el casco escoró contra un escollo, una saliente oculta, el lomo coriáceo de una ballena, un iceberg, y se fue hundiendo. Los botes eran escasos, su goma estaba vencida, se hundían apenas tocaban el agua, envolviendo a los pasajeros en su olor a pudrición. Mi mujer no pensó en mí y se precipitó a su pérdida; la contemplé a la distancia, mientras subía al mástil; su boca hacía globitos tratando de pronunciar un nombre que no era el mío. Yo seguí trepando sin ganar un metro: se los iba comiendo la catástrofe. Preferí no demorar más el momento del fin y me arrojé al vacío. El choque contra el agua fue como un golpe contra un muro. Me desmayé. Al despertar, descubrí que flotaba. Al parecer mi ropa era impermeable y se había inflado con el aire. Claro que ese milagro era de corta duración y no me permitía guardar esperanzas. Por hacer algo, di un par de brazadas. El movimiento no me sirvió para avanzar o retroceder pero al menos me permitió entibiar un poco el cuerpo. Yo nunca aprendí a nadar porque el espectáculo de las piletas públicas siempre me había repugnado. Me daban asco esas manadas de lagartos semidesnudos ingiriendo y expulsando aire y mocos por la nariz, y eventualmente orinando en el medio líquido, grasiento además por las secreciones dérmicas. De todos modos, incluso de haber sido un nadador profesional, mis conocimientos tampoco me habrían servido. En la cena de la noche previa al naufragio, el capitán comentó que estábamos atravesando el centro geográfico del océano, la parte más distante de tierra firme y aquella donde las fosas abisales son más profundas. Luego, en tono lúgubre, refirió una experiencia sentimental que lo había arrasado. Derramaba lágrimas al contarla, decía que todos los días pensaba en suicidarse y que lo demoraba la comprensión de que en esos momentos uno se iba solo. Mientras seguía braceando pensé que tal vez el infeliz aquel había puesto una bomba en el casco para morir acompañado. En cualquier caso, por su culpa me estaba condenando a la mayor de las agonías, y eso me rebeló de tal manera que di un par de manotazos furiosos y hasta me elevé por sobre la línea del agua buscando una tabla o un faro, la prueba de la existencia de tierra firme o de algún otro sobreviviente. Pero nada había a mi alrededor, salvo el líquido que rozaba mi cuerpo y alguna bestia que pasaba entre mis piernas tratando de adivinar si yo era alga, rama u objeto comestible.
Nadar de noche me resultó fácil. Estiraba un brazo, lo hundía y después, con la mano haciendo cuchara, lo recogía mientras el otro hacía lo propio. A veces tragaba agua, lo salado de esa negrura, pero escupía y seguía. En ocasiones descansaba entre brazada y brazada, dejándome llevar, y solo retomaba la acción cuando mi cuerpo comenzaba a hundirse. Lo sorprendente era que mis desplazamientos mantenían un movimiento uniforme y la flotación parecía garantizada. En algún momento gané mayor confianza y traté de cerrar los ojos y permanecer quieto, pero era imposible mantenerse boca abajo por más de un minuto; después necesitaba respirar. Y me agitaba. Entonces me volví, y al quedar de espaldas, boca arriba, me encontré con las luces del cielo. En las ciudades uno se acostumbra a no prestarles atención, porque las fuentes eléctricas proyectan su resplandor irregular y parpadeante que choca contra las capas de la atmósfera debilitando la contundencia y el espesor de esas lámparas, pero en medio de lo oscuro, arrastrado por esas mareas que restallaban en forma de espuma, fosforescentes ellas y convertido yo mismo en una fosforescencia, descubrí que cada una de las gotas que rolaban sobre mí, posándose por un instante en mi pecho o mi vientre, o que durante segundos se alzaban con el movimiento de mis brazos, reflejaban, no solo la radiación total de la zona del Universo que se presentaba a la vista, sino cada uno de sus brillos particulares, fulgor por fulgor, en partículas que titilaban como un camafeo. Es claro que yo no podía ver mis propias facciones, pero me sabía parte de ese esplendor enjoyado. Eran rojas, amarillas y ocres, doradas, levemente azules y tornasoladas, las estrellas. Tramaban su telaraña, y si no hubiera sido por el fragor del viento hasta hubiese podido escuchar sus crepitaciones. Además, la claridad sobrenatural de esos cielos boreales hacía rebotar la luz de cada una de ellas sobre las otras, luces que cruzaban el firmamento en trazos destellantes, líneas que se tejían en una trama abierta, cerrada, abierta, cerrada. Pero al margen de su propio resplandor, por una particularidad atmosférica o mística, la suma de aquellas iluminaciones se mostraba como una masa única, una especie de coraza inmaterial y consistente, un espejo que no solo representaba su propio mapa como una duplicación etérea sino que en el bisel de sus límites traía también la noticia de otros firmamentos que titilaban, amontonados y en tumulto, chispeando sus estallidos, comprimiendo espacios mayores en su interior, espacios que se veían y no y que sin embargo estaban allí, nítidos y reales. Galaxias que giraban, conjuntos de cientos de miles de millones de estrellas que se atraían y rechazaban, galaxias regulares e irregulares, las más cercanas a sus discos girando más rápido que aquellas que orbitaban en la periferia, y sin embargo, tal vez por las ondas de densidad, los brazos en espiral seguían desplegándose, manteniendo la estabilidad del conjunto.
No me cansé de mirar y aquella noche aprendí lo que necesitaba acerca del arte de moverse o permanecer quieto. Al amanecer, contra toda previsión, aún me mantenía a flote. El resto puede ser una enumeración de las variaciones que el agua y el tiempo fueron imprimiendo a mi cuerpo y el modo en que eso modificó mi comprensión de los hechos. Como supe demostrar en la resolución de ese problema teórico que ya nadie conocerá, los circuitos de la evolución no siguen un camino estricto. Mi transformación no fue dramática y me acostumbré a vivir siendo aquello en que me había convertido. Sé que estoy en lo que soy, aunque ignore cuánto durará este ciclo. Alguna vez divisé una luz a lo lejos, el recorte irregular de las casas de pescadores, y a cambio de acercarme y llamarlos a los gritos, alegando mi condición de náufrago, me volví hacia la inmensidad y seguí haciendo lo que hago, dejarme llevar por el oleaje.

Daniel Guebel
Buenos Aires, 20 de agosto de 1956. Es un escritor, periodista y guionista argentino. Publicó su primer libro Arnulfo o los infortunios de un príncipe en 1987, a los treinta y un años. Su segunda novela, La perla del emperador, ganó los premios Emecé y el Segundo Municipal de Literatura. Ha escrito más de veinte libros entre cuentos, novelas y obras de teatro. En 1997 su guion Tesoro mío obtuvo el premio al Mejor Guion para Telefilm del Instituto Nacional de Cine Argentino; de su pluma salió también el basado en la novela Sudeste de Haroldo Conti, cuya película fue estrenada en 2003. Es coautor del guion de su propia novela La vida por Perón, estrenada en 2005. Además de numerosas novelas tivene varios libros de cuentos. Trabaja como editor de libros de investigación periodística y dicta talleres literarios. Fuente: revistapenultima.com /Wikipedia

ROBERT LOUIS STEVENSON: EL LADRÓN DE CADÁVERES



Todas las noches nos sentábamos los cuatro en el reservado de la posada George en Debenham: el empresario fúnebre, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacia viento como si no, si llovía, nevaba o helaba, los cuatro nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás y se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas sabidas en Debenham. Mantenía opiniones vagamente radicales y cierto escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.
Una oscura noche de invierno -alrededor de las nueve- fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores había enfermado en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.
—Ya ha llegado —dijo el dueño, después de encender la pipa.
—¿Quién? —dije yo— ¿El médico?
—Precisamente —contestó nuestro posadero.
—¿Cómo se llama?
—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.
Fettes terminaba su tercer vaso, sumido ya en la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido Macfarlane: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.
—Sí —dijo el dueño—, así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.
Fettes se serenó; sus ojos se aclararon, su voz se hizo firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos sorprendidos ante aquella transformación, era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.
—Les ruego que me disculpen —dijo—, mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?
Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:
—No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.
—¿Le conoce usted, doctor? —preguntó el empresario de pompas fúnebres.
—¡Dios no lo permita! —respondió— Sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre viejo?
—No es un hombre joven. Tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.
—Es mayor que yo, varios años mayor. Pero —dando un manotazo sobre la mesa—, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro —y se dio un manotazo sobre la calva—, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.
—Si este doctor es la persona que usted conoce —me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa—, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?
Fettes no me hizo el menor caso.
—Sí —dijo, con repentina firmeza—, tengo que verlo cara a cara.
Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.
—Es el doctor —exclamó el dueño—. Si se da prisa podrá alcanzarle.
No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escaleraterminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba iluminado todas las noches, no sólo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes llegó sin vacilaciones hasta el vestíbulo y los demás, quedándonos retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como cara a cara. El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía. Iba elegantemente vestido, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín —calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote— enfrentarse con él al pie de la escalera.
—¡Macfarlane! —dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.
El gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.
—¡Toddy Macfarlane! —repitió Fettes.
El londinense se tambaleó. Lanzó una mirada rápida al hombre que tenía delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:
—¡Fettes! ¡Tú!
—¡Yo, sí! —dijo el otro— ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por terminada nuestra relación.
—¡Calla, por favor! —exclamó el ilustre médico— ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado. Ya veo que te has ofendido. Confieso que no te había conocido; pero me alegro mucho, me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy sólo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y debo tomar el tren; pero debes... veamos, sí... debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso en recuerdo de los viejos tiempos, como solíamos cantar durante nuestras cenas.
—¡Dinero! —exclamó Fettes— ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.
Hablando, el doctor Macfarlane había conseguido recobrar la confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo sumió de nuevo en su primitiva confusión. Una horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.
—Mi querido amigo —dijo—, haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección...
—No. No deseo saber cuál es el techo que te cobija —le interrumpió el otro—. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!
Pero Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:
—¿Has vuelto a verlo?
El famoso doctor dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que lo interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón. Antes de que a ninguno se nos ocurriera hacer el menor movimiento, el calesín traqueteaba camino de la estación La escena había terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.
—¡Que Dios nos tenga en su seno, señor Fettes! —dijo el posadero, el primero en recobrar el uso de sus sentidos—. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas las que usted ha dicho.
Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.
—Procuren atar la lengua —dijo—. Es arriesgado enfrentarse con Macfarlane; los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.
Después, sin terminar el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo adiós y se perdió en la noche.
Nosotros tres regresamos a los sillones, con un buen fuego y cuatro velas nuevas. A medida que recapitulábamos, el primer escalofrío se convirtió muy pronto en curiosidad. Nos quedamos hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche en la que se prolongara tanto. Antes de separarnos, cada uno tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No es un gran motivo de gloria, pero creo que me dí mejor maña que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables sucesos.
De joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto talento, que le permitía retener lo que oía y asimilarlo en seguida. Trabajaba poco; pero era cortés, atento e inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero Mr. K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en parte a su propio talento, y en parte a la incompetencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso. Mr. K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o subasistente en su clase.
Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía sobre Fettes. Era responsable de la limpieza y del comportamiento de los estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación, Mr. K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden al alba invernal, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país, recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los trabajos del día siguiente.
Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier persona, esclavo total de sus propios deseos y ambiciones. Frío, superficial y egoísta, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.
La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no sólo eran desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio, solía decir, recalcando la aliteración; quid pro quo. Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus asistentes que No hicieran preguntas por razones de conciencia.
No es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.
Una mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio puesta a prueba. Fettes, después de pasar la noche en vela debido a un atroz dolor de muelas, y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque menguante, derramaba abundante luz; hacía frío y la ciudad dormía, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el tráfico del día. Los profanadores habían llegado más tarde de lo normal y parecían tener más prisa por marcharse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto; dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.
—¡Santo cielo! —exclamó— ¡Si es Jane Galbraith!
Los hombres no respondieron pero se movieron imperceptiblemente en dirección a la puerta.
—La conozco —continuó Fettes—. Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.
—Está usted completamente equivocado, señor. —dijo uno de los hombres. Pero el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero inmediatamente.
Era imposible malinterpretar su expresión o el peligro que implicaba. Al muchacho le faltó valor. Tartamudeó, contó la suma convenida y acompañó a sus visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó sobre el descubrimiento; consideró la importancia de las instrucciones de Mr. K y el peligro para su persona; finalmente, lleno de dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior, el primer asistente.
Era un médico joven, Tolfe Macfarlane, favorito de los estudiantes temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de golf; vestía con audacia y, como toque final de distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una cierta comunidad; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y profanar algún cementerio y, antes del alba, presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.
Aquella mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a recibirle a la escalera, le contó su relato y terminó mostrándole la causa de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.
—Sí —dijo—, parece sospechoso.
—¿Qué debería hacer? —preguntó Fettes.
—¿Hacer? —repitió el otro— ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará, diría yo.
—Quizá la reconozca alguna otra persona —objetó Fettes—. Era tan conocida.
—Esperemos que no —dijo Macfarlane—, y si alguien lo hace, bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva demasiado tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada; tampoco tú saldrías bien librado, ni yo. Me gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos. Porque hay una cosa cierta: prácticamente, todo nuestro material han sido personas asesinadas.
—¡Macfarlane! —exclamó Fettes.
—¡Vamos, vamos! —se burló el otro— ¡Como si no lo hubieras sospechado!
—Sospechar es una cosa...
—Y probar otra. Lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí —dando unos golpes en el cadáver con su bastón—. Pero en esta situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y así es: no la reconozco. Tú puedes, si es tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.
Aquella manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.
Una tarde, después de haber terminado su trabajo, Fettes entró en una taberna y encontró allí a Macfarlane sentado con un extraño. Era un hombre pequeño, pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como carbones. Su cara parecía prometer una inteligencia y un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.
—Yo no soy precisamente un ángel —hizo notar el desconocido—, pero Macfarlane... Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.
—No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe —gruñó Macfarlane.
—¡Escúchalo! ¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso por todo mi cuerpo. —explicó el desconocido
—Nosotros, la gente de medicina, tenemos un sistema mejor —dijo Fettes—. Cuando no nos gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección.
Macfarlane le miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado. Pasó la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida, y durmió el sueño de los justos. A las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.
—¡Cómo! —exclamó- ¿Has salido tú solo?
Pero Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y depositarlo sobre la mesa, Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.
—Será mejor que le veas la cara —dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar—. Será mejor. —repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando, asombrado.
—¿Dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos? —exclamó el otro.
—Mírale la cara —fue la única respuesta.
Fettes titubeó. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo que se tropezaron sus ojos pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. Dos personas que había conocido habían terminado sobre las heladas mesas de disección. Con todo, aquellas eran sólo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas. Fue Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.
—Richardson —dijo— puede quedarse con la cabeza.
Richardson era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:
—Hablando de negocios, debes pagarme.
Fettes encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:
—¡Pagar! —exclamó— ¿Pagarte por eso?
—No tienes más remedio. Desde cualquier punto de vista que lo consideres. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?
—Allí —contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario.
—Entonces, dame la llave —dijo el otro, extendiendo la mano.
Después de un momento de vacilación, Macfarlane no pudo suprimir un estremecimiento, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.
—Ahora, mira —dijo Macfarlane—, ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer escalón hacia la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo demonio.
La mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.
—Y ahora —dijo Macfarlane—, es de justo que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.
—Macfarlane —empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca—, me he puesto el nudo alrededor del cuello por complacerte.
—¿Por complacerme? —exclamó Wolfe— ¡Vamos! No has hecho más que lo que estabas obligado a hacer. Supongamos que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin importancia procede sin duda alguna del primero. Mr. Gray es la continuación de Miss Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que seguir adelante; ésa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.
Una horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.
—¡Dios mío! —exclamó— ¿Qué es lo que he hecho? ¿Cuándo puede decirse que haya empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que yo me encuentro ahora?
—Mi querido amigo —dijo Macfarlane— ¡qué ingenuidad! ¿Acaso te ha pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.
Y con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca definitivamente.
Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de enmascaramiento. Al tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.
Antes de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido a sus terrores. Empezó a adornarse con las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes de Mr. K. A veces, intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.
Finalmente se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase de Mr. K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. Estaba situado, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista —por usar un término de la época— no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos.
En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a la fría curiosidad del disector.
A última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, envueltos en sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron en un espeso bosque no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher's Tryst, para brindar delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su compañero un montoncito de monedas de oro.
—Un pequeño obsequio —dijo.
Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.
—Eres un verdadero filósofo —exclamó—. Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K. ¡Por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!
—Por supuesto que sí —asintió Macfarlane—. Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver; pero tú no, tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.
—¿Y por qué tenía que haberla perdido? —presumió Fettes— No era asunto mío. Hablar no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto? —y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.
Macfarlane sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea jactanciosa.
—Lo importante es no asustarse. Confieso, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!
Para entonces se estaba haciendo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden emprendieron la marcha. Explicaron, que iban camino de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo; tenían que avanzar al paso y casi a tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario de sus impíos trabajos.
Los dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de campo abierto.
Como casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron prudente acabarla a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher's Tryst. Celebraron el débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear alegremente camino de la ciudad.
Los dos se habían mojado hasta los huesos y ahora, al saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.
—Por el amor de Dios —dijo, haciendo un gran esfuerzo para hablar— por el amor de Dios, ¡encendamos una luz!
Macfarlane, al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.
Durante algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.
—Esto no es una mujer —dijo Macfarlane en un susurro.
—Era una mujer cuando la subimos —respondió Fettes.
—Sostén el farol —dijo el otro—. Tengo que verle la cara.
Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó las moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.


Robert Louis Stevenson 

(Edimburgo, Escocia, 13 de noviembre de 1850 - Vailima, cerca de Apia, Samoa, 3 de diciembre de 1894) fue un novelista, poeta y ensayista británico. Su legado es una vasta obra que incluye crónicas de viaje, novelas de aventuras e históricas, así como lírica y ensayos.
Cuento publicado en la edición de diciembre de 1884 de la revista Pall Mall.