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viernes, 27 de marzo de 2020

SARA GALLARDO: COSAS DE LA VIDA



Había una vez un jubilado que tenía un jardín en Lanús. Había sido jefe de personal en una empresa del Estado.

Su jardín era la admiración y la envidia de todo Lanús. Es una zona que, como se sabe, carece de agua cada dos por tres. El vecindario redacta notas de protesta, y el primero en firmarlas ha sido siempre el jubilado del jardín.

Lo habitual era que llegara el vecino más amigo de pleitos con su documento en la mano, y lo encontrara doblado bajo los rosales, o cubriendo los senderos con guijarros blancos, o pasando el rastrillo por un círculo de césped que parecía, digamos, una esmeralda. Hormiguicidas, abonos y herramientas se veían en el verdoso ambiente creado por una chapa de fibra. Y allí, de pie, sin quitarse casi el sombrero de paja ni sacudirse el barro de los dedos, el jubilado echaba su firma, que era una rúbrica sola, tanto había firmado en tiempos de su jefatura.

Una mañana despertó. Echó de menos el aroma de su jardín. ¿Llovía? Tampoco el agradable pin pin del agua sonaba en su ventana. Salió, inquieto. Se encontró en pleno mar.

Un oleaje verde hamacaba el jardín. Un ventarrón había volteado el espantapájaros.

Cayó al suelo. Cuando recobró fuerzas levantó la cara. Volvió a verse navegando en el mar. Volvió a caer postrado.

Notó, una de las veces que se incorporó, que la espuma salpicaba los jazmines de su verja, coquetamente pintada de blanco. Desesperado, buscó una lona que tenía en previsión de granizos, e intentó cubrirlos. Era difícil. Avanzó dando bandazos, aferrándose a la pequeña verja, nunca pensada para servir de borda. Ató la lona a ella y en unos piquetes de madera que clavó en la tierra. Trabajó con devoción, con rabia.

Mareado, empapado, pensó darse una ducha tibia. Pero se le ocurrió que el agua de su tanque era limitada. La necesitaría para sus plantas, para beber.

Tonterías. Soñaba. Se echó sobre la cama cerrando los ojos.

Soñó que estaba en su despacho, un sueño frecuente en él. Un empleado pedía licencia, su mujer moría. Cuarenta y ocho horas, concedía. El empleado se iba, lágrimas de impotencia salpicando los vidrios de sus anteojos. Estas lágrimas caían sobre la cara del jefe de personal.

No, no eran lágrimas. El viento había cambiado, y un vaho se condensaba sobre el vidrio abierto de la ventana, cayendo luego en gotas sobre él.

Se incorporó. ¿Era cierto, pues? Aquello bailaba. Sosteniéndose contra las paredes, salió.

Era cierto.

El jardín, virando lentamente, cambiaba de rumbo. Ponía proa a una inmensidad igual a la inmensidad que lo rodeaba en todos lados.

Los rosales inclinaban sus mofletes como pidiendo ayuda. Los lavó con agua dulce, sollozándoles al oído.

Pero tenía hambre. Acudió a la despensa. Contenía café soluble y bastantes latas de lengua, caballa, leche en polvo. Detestaba aquello. Eran regalo de su hermana, casada con un empleado de frigorífico.

Porque, como se lo hizo bien presente la mañana que llegó, cargada, sofocada y con las marcas de la soga en las manos, antes de regalar hay que informarse sobre los gustos del prójimo. Él adhería a los principios del vegetarianismo, con una apertura hacia el yogur y los quesos sin sal. Pero la hermana dejó su paquete.

Latas. Y cómo le servían ahora. Gimió, abriendo una.

¿Cuánto tiempo duraría aquello?

O estaba loco. Creería, solamente, encontrarse en el mar, mientras sus vecinos lo miraban compadecidos por encima de la verja. Era fácil suponer sus conjeturas: tantas horas al sol, dedicado a las plantas... ¿O estaría en un manicomio, alucinado? Las gotas que había creído recibir ¿eran inyecciones?

Fuera lo que fuese, aquí estaba. Por las ventanas veía el mar, verde, centelleante ahora que había salido el sol.

¡El sol! Se levantó a mirar su césped. Esmeraldino aún, y fresco. ¿Hasta cuándo?

La desesperación lo hizo prorrumpir en alaridos.

Al atardecer tomó el diario que leía la víspera. Fútbol, cine, historietas. Qué lejano todo. Anotó la fecha. Hizo un almanaque en la última página de un catálogo de semillería.

Sólo quedaba ponerse a dormir. La noche había caído. Afuera, aquel rumor. Adentro, el balanceo.

Siguieron días, noches, mañanas.

Primeros en morir fueron los claveles. Temblando se secaron, marrones. Las rosas vieron volar sus pétalos sobre el desierto. Después los tallos se enroscaron en espirales. El césped murió, a manchas. Un círculo de tierra quedó, pelado, con unas pajas. Volaron también.

La verja, la lona y los jazmines con un crujido cayeron pesadamente al mar.

El jubilado había hecho algunos intentos para distraerse. Prendió el televisor. Pero transmitía unos trazos ondulados que le recordaban demasiado las ondulaciones circundantes. Anotó cada día en su almanaque. Examinó el tanque de agua. Maldijo ser habitante de Lanús Oeste. Las carencias habituales de agua se reflejaban en tres cuartos de tanque vacío. El terror de la sed empezó a obsesionarlo.

Para buscar algún aspecto positivo en su situación, se dijo que el tiempo estaba parejo, y que las olas lo conducirían a algún lado.

Pero vino la calma.

De las angustias de la calma se ha escrito demasiado bien. El perder la esperanza de puerto, el agotar víveres y agua, el fosforecer de presencias extrañas, la agonía.

Un sudor corría por la calva del jubilado en su jardín destruido. Había recogido los guijarros blancos en dos macetas, que guardaba en la cocina, pero el diseño de los canteros se notaba como una risa sin dientes.

Al décimo día de calma, un estrépito puso en marcha el jardín. El mar se precipitaba hacia delante. Era un derrumbe. ¡El final!, pensó, aferrándose al tronco seco de un arbusto. Como en un rapto recordó un programa de televisión. El ganador, niño prodigio, había dicho que los antiguos creían en un mundo plano con una catarata en el borde. El conductor le dio un premio, y todos reían a costa de los antiguos.

–¡Aquí estamos! –se dijo, arrastrado con casa y con jardín hacia el fondo. Los mantuvo una corriente circular, mientras el mar entero hacía un ruido de regurgitación.

Un monstruo apareció. Inmenso bienestar respiraban sus escamas chorreantes, su cabeza que rozaba las bajas nubes de tempestad. De la boca le colgaban vegetaciones fláccidas.

El miedo no se puede imaginar. Del miedo que sintió, sólo diré: como muerto, sin pulso, en el suelo. Una imagen le cruzaba la mente. Había visto la foto de un choque de trenes precisamente en la línea de Lanús. Uno estaba vertical.

Vertical, como cien trenes, la serpiente marina sacó al aire su cuerpo y gozó la vista del mar interminable. Esa vista le dio ganas de moverse. No vio el chalet demasiado cercano y algo atrás. Estaba ahíta, además.

Partes de su cuerpo emergieron mientras se alejaba y hundía otras ondulando, y el jubilado, su jardín y su casa giraban en los remolinos hasta sentir escindidos los átomos del ser.

Esto pasó el trigésimo día de navegación.

Por entonces decidió preservar los vidrios de las ventanas. Una rotura sería grave. La casa era su refugio. Cerró los postigos, y se acostumbró a andar a oscuras por el interior.
Era un alivio.

El sol golpeaba con su maza el jardín. Vestido de pies a cabeza, con sombrero y guantes de jardinero para no ver su carne reducida a jirones, intentó pescar. La falta de verja lo había vuelto tarea peligrosa. Se ataba a la canilla del césped, con un trozo de conserva como sebo. Pasó días fabricándose anzuelos.

Descubrió que a veces pescaba. Se prometió comer de eso, fuera lo que fuese. Si pasaba un día entero sin pesca abriría una lata. Debe decirse que sobre el jardín rampaban y palpitaban toda clase de seres lanzados por las olas o por la iniciativa personal. Le evitaban la fatiga de pescar. Los echaba en una cazuela. Algunos le procuraron erupciones terribles en la piel. Otros dispepsia. Otros nada. Temiendo por su combustible, cocinaba varios platos por vez en el horno. Se acostumbró a la sopa fría. Pero la comida marítima da sed. Su mayor angustia era el descenso de la provisión de agua.

Un día dos aves marinas se pararon en la antena de televisión. Por atavismo las insultó agitando los brazos; que se alejaran de sus sembrados. En pleno ademán quedó quieto. Ave significa tierra.

–¡Tierra! –gritó prosternándose, con la voz quebrada en mil variantes.

No había tierra a la vista. Las aves eran de un desconocido rojo oscuro. Pero no lo notó. Viendo que su alharaca las movía a retirarse suplicó:

–¡Quédense!

Debió verlas alejar, pausadas, hacia el este.

En el este fijó los ojos. Pasó la mañana inútilmente. Mejor carecer de esperanza que ganarla y perderla. Entró en la casa y lloró echado sobre la cama.

A la tarde volvió a mirar. Creyó morir. Se mojó la cabeza. Vio algo como una montaña.

¿Y si, navegando sin rumbo impuesto por él, pasaran lejos? Pero se acercaba.

Hacia el crepúsculo la luz rasante daba en un peñón rojo negruzco, como un coágulo de sangre. La espuma se revolvía en las rompientes.

Ninguna visión, ningún rumor humanos salían de él. Bien mirado parecía moverse, como una rata muerta cubierta de moscas. Las aves marinas lo revestían. Sus graznidos parecían la voz de aquella piedra.

El jubilado cayó de rodillas, alzó los brazos hacia el peñón, clamó. Buscó una sábana y la zarandeó, frenético, pidiendo auxilio. Nada.

Es decir, sí. A medida que el sol desaparecía, la peña pareció formada por caras enormes, tal como viera en el cine las de unos próceres norteamericanos tallados en la montaña. En el cine le habían parecido magníficas. Aquí, no. Tal vez por las deposiciones de las aves, o por la niebla de la rompiente, aquellos rostros de hombres y mujeres parecían, o bien resfriados, con hilos cayendo de las narices, o llorosos, o babeando.

Gritó hasta perder la voz, la fuerza, la vida.

Cuando se puso el sol le entró el terror. Pese a la inquietud por los escollos se encerró en la casa.

¿Qué hacer? No dormir. Buscó unas revistas que tenía debajo de la cama.

En Lanús, su vecino de la izquierda, un pobrete que se contentaba con geranios en macetas, pertenecía a una secta protestante. A menudo charlaba por encima de la verja alabándole el jardín, pero sus intenciones eran proselitistas. Una vez por mes, al despedirse sacaba una publicación de bajo el brazo y decía:

–Tal vez esto lo entretenga.

Eso bastaba para sacarlo de quicio. Pero como quien anda con abono y fosfatos necesita tener papeles a mano, guardaba las revistas. Cuando tenía que envolver desperdicios las usaba. Con la satisfacción de que el vecino alguna vez podía ver sus páginas en el tacho de basura.

¿Qué hacer, esta noche? Trató de concentrarse en la sección humorística. Un humor sano. Nada basado en alcoholismo o adulterios. Casi siempre a propósito de perros o de gatos.
Imposible entenderlo, con el peñón de color coágulo, las rompientes, las aves, las caras, cercanos en la noche.

Se asomó. Trató de ver algo, de oír el ruido de los acantilados. Nada.

Luego, los inconvenientes del mal periodismo son que al leerlo uno piensa en otra cosa. Había sufrido al jubilarse. ¡Qué jefe de personal! El empleado daba parte de enfermo. Que se mejore, decía él, nadie olvidaba en qué forma. Enviaba al médico. Qué médico. Estaban de acuerdo. Cuarenta y ocho horas. Que se mejoren. O se mueran.

Siempre le gustó preguntar a los empleados su filiación política. Tragaban bilis. El distintivo oficial en la solapa de los disidentes le procuró entretenimiento en una época.

Efecto del mal periodismo, quedó dormido en el sillón.

A esa hora empezó el viento. Con una trepidación de la casa. El mar se transformó en un campo de ondas que jugaban al rango arrojándose de espalda en espalda la casa y el jardín y el jubilado, a los tumbos de la cama a la mesa, del sillón a la puerta.

Oyó la antena del televisor arrancada rebotando en el techo con un adiós metálico, perdiéndose en los aires.

Los goznes de un postigo, corroídos, cedieron. Un vidrio quedó descubierto. Por él entró la luz, y vio el oleaje, transparente, tapando el cielo, lamiendo los costados de la casa, filtrándose por las junturas de las ventanas.

Se arrastró. Buscó una lata de goma contra insectos. Pegoteó las junturas de las ventanas, pero el agua entraba, estiraba en carámbanos la goma, goteaba por las puntas.

Cinco días de viento. Cinco días sin comer, sin anotar en el calendario, aferrado a una pata de la cama.

No tuvo fuerzas para abrir la puerta. Destapó temblando una lata de sardinas. Algo repuesto, abrió. Dio un grito.

El jardín estaba un palmo bajo el agua. Sólo sobresalía, en el lado opuesto, la parte que lindó con el vecino protestante, un sector un poco elevado, de ladrillos, donde tuvo tinajas floridas y canteros. Entre la casa y ese sector, el jardín parecía una piscina por donde cruzaban cardúmenes plateados.

Alrededor, mar desnudo hasta el horizonte.

Lágrimas, no tenía ya ni una. Pelo para mesarse, tampoco. Barbas sí, largas y enredadas. Su afeitadora se descompuso los primeros días de navegación.

¿Existe Dios?, se preguntó. Había rezado, es verdad, en momentos de horror excesivo. La noche del peñón, por ejemplo. Su madre se lo enseñó en algún tiempo. Y en un folleto había leído la historia del extraviado en el Himalaya que sobrevivió gracias a extracto de carne y oraciones. ¿Qué oraciones serían? ¿Y qué extracto?

Vamos a ver, ¿qué situación era ésta? ¿Quién previno nunca a un ser humano respecto a este riesgo? Podía demostrarlo: ninguna compañía de seguros lo tiene en su programa.

Nunca aseguró su vida. No creyó justo que su hermana y su cuñado se beneficiaran con su muerte. Pero si una cláusula relativa a una situación semejante hubiera existido, él, al volver...

¡Volver!

¿Volvería?

Se cubrió las orejas con las manos y gritó largamente.

Para tranquilizarse proyectó un plan de acción. Como primera medida tendría que pescar por la ventana. Después, escribiría su historia. Bien, pero carecía de papel blanco. Buscó por la casa. Un papel madera forraba los cajones y estantes del armario. Ya es algo. Con letra chica... Y después, tal vez esto termine un día... No. Las ilusiones hacen daño.

Se sentó a escribir. Puso la fecha. “Intachable empleado, de categoría J 4, en la Dirección General de Personal Automotores y Estadística del Ministerio de Hacienda, entre los años 1928 y 1962, con sólo dos faltas por duelo familiar en toda mi foja de servicios, me jubilé el 24 de marzo de...”

Una voz habló roncamente a sus espaldas.

El lápiz cayó sobre el papel. Una rigidez, de la nuca a los talones, lo inmovilizó.

Volvió a oírla, en un jadeo, un chapoteo. Decía:

–Mi refugio...

A duras penas se dio vuelta. Aferrado al borde de ladrillos de la parte elevada del jardín había un hombre chorreando agua, la cara transfigurada de esperanzas, el sombrero hundido. Ponía los ojos en –el jubilado lo recordó de pronto– el nombre de la casa, fijado con letras cursivas cerca del techo: Mi Refugio.

En el umbral de la puerta, sin moverse, sin sonido en la garganta, lo miró.

El hombre lo vio. Su felicidad aumentó. Jadeaba como si hubiera llegado nadando. Sosteniéndose en los ladrillos hizo un esfuerzo y se izó.

Un crujido de putrefacción y el jardín cedió a su peso como una galleta húmeda. La parte de ladrillo, arrastrándolo, se hundió primero. La mitad del jardín, vertical en el vuelco, desapareció detrás en un torbellino.

El jubilado se acurrucó en el umbral de la puerta. Metió la cara en los puños. Sollozó. Como él mismo se lo definió después, fue un ataque de nervios. Terminado, destapó los ojos poco a poco. El jardín concluía en la mitad de lo que fue círculo de césped. Quizás por efecto de la pérdida de la parte de ladrillos, ya no estaba cubierto de agua. Emergía en declive hacia la casa.

Aquel hombre... No había tierra, ni barco, ni bote, ni leño a la vista. ¿De dónde había venido?

Durante días y noches la cara transmutada de esperanza, el crujido del jardín al romperse, la desaparición entre burbujas se fijaron ante él.

No pudo comer, ni pescar, ni moverse. Lo pasó extendido en la cama, mirando el techo que repetía los reflejos del mar.

Y comenzó la sed. La entretuvo un tiempo gracias a los cubitos de hielo derretidos dentro de la heladera. Siguió con el depósito del inodoro. Después se encontró lamiendo la heladera. Después se encontró lamiendo el inodoro.

Después, como un loco, la lengua colgando seca igual que un cuero, se vio corriendo en círculo, pegando los labios a un hierro húmedo de sal, limpiándolos horrorizado, procurando beber agua de mar y vomitando, tajeándose un brazo para chupar la sangre.

Ni un recuerdo ni una ilusión ni una idea en él salvo la de agua dulce para beber. Miraba las nubes como el ternero en la mañana mira la ubre reservada al ordeño, a un fin ajeno.
¿Y él? Oh, nubes.

Llovió por fin. Era de noche. Ardía de fiebre en el suelo de su cuarto. Oyó llover. Creyó que deliraba pero se arrastró fuera.

¡Llovía! Llorando, riendo, desnudo, se dejó empapar, la boca abierta. El agua le corría por las orejas, le llenaba los ojos. Se lamía; exprimía las barbas en su boca. Sacó tarros, cacerolas, ollas, latas, frascos.

Amaneció en la lluvia, y la lluvia siguió. El jardín en declive dejaba correr hacia la casa una cascada agridulce, que tampoco despreció. Oh, agua. Oh, lluvia.

Siguió un período durante el cual procuró escribir sus experiencias. No le era fácil, pero una especie de serenidad lo investía a medida que daba forma a aquello. Al principio luchó con las palabras. Ni mar, ni serpiente, ni viento, ni peñón rojo o sed figuraban en los escritos que leyó o redactó en su vida.

Esta palabra, vida, lo detenía. ¿Estaba vivo?

¿O muerto?

Trató de recordar ideas oídas sobre la muerte. Nada parecido a esto. En cuanto a vida... Es verdad que algunos días, por ejemplo al pescar un bello pez carnoso después de esperar siete o diez horas, se había sentido más vivo de lo que nunca había estado. Y cuando la lluvia, chorreándole en los ojos y la boca terminó con su sed ¿no fue distinto al vaso de agua mineral que un ordenanza debía traer hasta su despacho a las once y diez?

Sí, pero basta. Basta. Vivo o muerto, exigía una definición. Quería paz. Deseaba una certeza. Silencio. Descanso.

Color mostaza era el mar aquellos días. Había oído mencionar el plancton. Esperaba que no fuera plancton, pues a decir de muchos es lo que comen las ballenas.

Color mostaza. Un pavo asado sobre un mantel blanco. La salsa humea en la salsera. Castañas y ciruelas y piñones en el relleno. Nueces y almendras en un plato. Pan dulce con un moño de seda. Sidra. Es Navidad. ¿Quién, en esa mesa? Una mujer de vestido largo, una niña de trenzas. En el patio los vecinos brindan. Él tiene derecho a comer. Alarga su mano empujando a la niña. Un golpe en los dedos. Había chocado con la chapa de fibra que alguna vez amparó a sus hormiguicidas, caída desde el gran viento.

Conque alucinaciones, se dijo. A escribir.

“Entre los años de 1928 y 1962, sólo dos faltas por duelo familiar, es decir, en treinta y cuatro años. El primer duelo siendo motivado por el deceso de mi señora madre, y el segundo por el de mi esposa, a los quince meses de matrimonio, habiendo celebrado este matrimonio durante los días de feria que se dedicaron en 1935 a desratizar el edificio.”

Bien mirado, era el único error de su vida. Una vida de orden. Ella... para ser sincero, no recordaba su cara. Por otra parte, suicidarse es una infracción al contrato matrimonial. Nadie lo había sabido, por fortuna.

Salió a refrescar la mente.

En el horizonte, una línea como un trazo de alquitrán dividía el cielo del mar. Como las líneas que cruzan los cuadernos de contabilidad, pero con una leve inclinación.

Tropezando con todo, se le ocurrió prender el televisor. Ninguna imagen. Pero una voz a lo mejor femenina, interrumpida por descargas, decía cosas incomprensibles.

–¡Tierra! –gritó por segunda vez en su viaje–. ¡Tierra!

Lo asustó su gañido. Esperó, los ojos puestos en la línea. Llegó a convertirse en una franja; la inclinación pasó a parecer una serranía. La materia no le gustaba, brillante como laca. No pudo esperar más.

Tomó una sábana y alcohol, subió al techo, hizo flamear la bandera de fuego hasta que las llamas le chamuscaron la barba. Soltó. Una brisa la llevó girando al mar. Él perdió el equilibrio y cayó al agua. Varias tejas cayeron cerca de él.

Emergió tragando bocanadas. No sabía nadar. Braceó enloquecido hacia la casa. Recordó al hombre. Mi Refugio, leyó entre dos salpicones.

Pudo agarrarse, trepar, extenderse en la vereda. No se dio tiempo a descansar. De rodillas, miró hacia la costa.

Se alejaba.

Se alejaban ellos. La casa. El jardín. Él.

Bramó golpeando las paredes, maldijo, pataleó.

La costa desapareció.

Por la mañana afloran las decisiones.

Sentado en una silla frente al jardín, el corazón desnudo de ilusión, silbó un viejo tango. A navegar, hasta el fin de los tiempos. No se inmutaría.

Débil es la carne. “Fin de los tiempos” lo hizo volver, esperanzado, a las malas noticias de los días previos a su viaje. Cada país tenía su bomba atómica. Era pues posible que estallara el planeta. ¡Oh, que estallara!

Pero ¿estaba él en el planeta? Si no, ¿dónde? Y si estaba ¿en qué parte?

No iba a turbarse, ahora. Entró en la casa. Cargó el televisor. Lo lanzó al mar.

Un instante pudo verlo aún, reconocible.

Grandes decisiones. Durante su caída al agua había podido ver la casa desde afuera. Debió suponerlo pero nunca lo pensó. Un pesado bigote de moluscos y algas la circundaba. Pececillos y gusanos alborotaban por debajo. Si aquello crecía terminaría hundiéndose. Tomó sus tijeras de podar y comprendió que la tarea era imposible. Para podar en los bordes tendría que meterse en el agua. La parte inferior era de cualquier modo inalcanzable. Y en cuanto al jardín, no se atrevía a pisarlo, vaya que se desprendiera.

Perfectamente. Guardó las tijeras.

Pesca y biografía, decidió.

Pesca y Náutica, sonrió amargamente. Era el nombre de un club de la laguna de Chascomús. Había ido con otros jefes de la empresa a comer pejerreyes en el año 52. No le gustaba el pejerrey, había dicho. ¡No le gustaba el pejerrey! Era vegetariano. ¡Era vegetariano! Sólo faltaba que hubiera dicho que no le gustaba la pesca ni la náutica.

Bien, en esto estamos por ahora. Dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa, como era su costumbre en el despacho. Profesión, navegante. Sonrió, comisuras hacia abajo, tras las barbas. Se había acostumbrado a pasar las manos por ellas, como los patriarcas. Era una sensación sumamente agradable. Las había desenredado, una tarea difícil de olvidar, y las peinaba cada día. En cambio recortaba el pelo de la nuca.

No olía muy bien, hay que decir. ¿Qué olor podía asombrar en esa casa donde el lavado se abolió el primer día, donde la pesca entraba por la ventana y saltaba en el suelo dejando escamas? Ningún asombro. Ni por olor, ni por color, ni por nada. Nada.

Un ejercicio de imaginación tónico cuando se navega es pintarse el abismo subyacente, la hondura que alberga cordilleras; el ambiente, negro; el frío, eterno. Ante él resultan placenteros el salpicar, lo cristalino y la luz de la superficie. Queda subrayado lo precario de nuestra suspensión. Se hace patente la disparidad de los destinos, durmiendo como duermen tantos huesos en el fondo. Se medita en la providencia, en el azar, en el hado.

Regando su jardín, cuántas veces le gustó ver a las hormigas braceando en las corrientes creadas por su manguera. Ahora las consideraba de otra forma. Y suponiendo, nada cuesta, que exista un dios del mar, Neptuno de los antiguos burlados por el niño en la televisión, ¿no encontraría, manejando los hombres y sus barcos, el mismo placer que él tuvo ante el girar de los insectos, salvando por inofensivo o por lindo a alguno en un momento de buen humor? Inofensivo o lindo, ¿desde qué punto de vista? El del jardinero. Había otros sin duda.

La filosofía brota en la soledad. Y en el temblor.

Otra costumbre surgida en la soledad fue hurgarse la nariz. Lo abstuvieron de hacerlo, comprendió, durante los años que llamaba normales, lo bajo de la verja, que no lo aislaba, y la apertura de su despacho a cualquier consultante. El hombre aislado tiene todos los actos de la privacidad a su disposición. Por eso suscita desconfianza. Pues ¿qué actos no supone la fantasía de las gentes?

Son siempre los mismos. Tal vez aquel empleado que rompió sobre su mesa el tintero de ónix proyectando hasta el techo las tapas –quedó la marca para siempre–, aquel que apoplético lo mandó al infierno y quiso incrustarle un sello en la cara
–por suerte había timbre–, aquel hombre que quedó en la calle, cuatro hijos, etcétera, bien, tal vez, sosegado, en su casa, se hurgara la nariz todos los días. O la señorita que le dijo gusano, muy nerviosa como señorita es verdad, a lo mejor se estudiaba el ombligo como él ahora que vivía desnudo... O contaba los dedos de los pies, entidades individuales si las hay.

Mientras pescaba vio una vez como la sombra de una nube. El cielo estaba limpio. ¿Qué gigante se había deslizado por las aguas?

Dejando la pesca salió a la vereda. Contempló los copetes de espuma repitiéndose como los merengues en la plancha del confitero. Alzó los brazos y alabó al dios del mar.

Pensándolo mejor se dijo que el Dios de su madre podía permitir un dios del mar. Un delegado, para expresarlo en forma sindical. Fuera como fuese, alabó.

¡Tantas cosas dio por creídas mientras vivió en Lanús Oeste! Tantas. Es decir, todo.

Cuando aparece el frío, el agua pasa a la categoría de poca cosa.

¿Qué mar era éste en el que entraba?

Primero la niebla. Atravesaba en bocanadas que hacían sentir nostalgia del horizonte. Dejaba formas, que el viento revoleaba.

Las nubes bajaron a pegarse al agua, barrigas de un color sopa unidas al mar por el motear de la nieve. Copos, copos.

Después el hielo cubrió todo el jardín. Brillaba, reflejando en su declive el frente oxidado de la casa.

Ceñido por mantas atadas al cuello, la cintura y las piernas, buscando calor en la cama, alargando las manos hacia el incendio de sus sillas sobre la vereda, vio hechas hielo las reservas de agua. Como faltaban tejas desde que subió al techo, le era imposible crear un resguardo. Forró su cuerpo con las revistas del Ejército de Salvación y ajustó las mantas por encima.

Parecía una crisálida, de las que amortajadas y oscuras esperaban despertar mariposas en el jardín de una vecina.

No cual mariposa ciertamente confiaba despertar, cuando dormía. Si eso puede llamarse dormir.

Había metido la cabeza en una funda que su hermana tejió al crochet para un cojín. El aliento le daba la ilusión de calor. Veía a través de la trama de colores.

Lo peor empezó con los témpanos. Animales congelados como cerezas en un áspic flotaban mirándolo desde el interior de las peñas que, lentas, entrechocando a veces con un sonido, cruzaban junto a él.

Si no ocurría un cambio, sintió que le quedaba poca vida. La idea del descanso le pareció oportuna. Bienvenida.

Notó que por fuera el agua alcanzaba hasta cerca de las ventanas. El peso del hielo, calculó. La casa crujía.

Con un ruido más raro que cualquiera, el jardín restante, quizá por el peso del hielo, se desgajó. El jubilado sintió el vértigo de los remolinos ante sus pies cuando el jardín se hundía, afloraba, y entre dos aguas, como un témpano plano, se alejaba oscilando.

Desde entonces la puerta se abría separada del mar por la nimia vereda.

Innumerables chillidos lo inquietaron un día. Nariz azul, se abandonaba al que creyó postrer ensueño. Levantó la funda de crochet. Era una banda de golondrinas. Venían agotadas. Cubrían el techo. Salió a mirarlas.

Un golpe en el hombro casi lo desvanece. Las letras herrumbrosas no habían soportado el peso de las aves. Mi Refugio rebotó en la vereda, se leyó entre dos ondas y desapareció.

El dolor, el brazo colgante lo condujeron casi a rastras al cuarto de baño. Algo se había quebrado en su hombro. ¿La clavícula? Poco sabía de esto. Envolvió el hombro en tiras de piyama.

Las golondrinas lo habían seguido. Chillando de alivio, cerrando los párpados, se ubicaron sobre el armario, en la cabecera de la cama, en la cocina.

Sólo le quedaba un pescado. Trituró, sosteniendo el cuchillo con la mano izquierda, dos filetes, y los esparció sobre el diario. Las golondrinas se abalanzaron. Derritió hielo. Bebieron.

–Coman. Beban –les dijo–. Son dueñas de la casa.

Lo alegró ver las plumas, los picos, los ojitos. Para evitarles el disgusto de viajar con un cadáver salió a morir en la vereda.

Una muralla parecía oscurecer la luz, como un acantilado. Un barco, junto a la casa. Acorazado, sin ventanas.

Mejor dicho, tenía ventanas. Una fila de ojos de buey tan altos como el tercer piso de un edificio.

Y bien, se dijo. Si quieren encontrarme me encontrarán.

De pie, ya no tenía sillas, alisando sus barbas, contempló el panorama. Los témpanos se iban en rebaño. El agua se había vuelto celeste. Su brazo en cabestrillo estaba insensible.

Cuando despertaron las golondrinas una parte voló con piruetas de felicidad alrededor de la casa, volvió a entrar, se atareó picoteando las salpicaduras de comida en la cocina y en las ollas.

El jubilado levantó los ojos hacia el paredón. Le dio fastidio verlo allí. ¿Por qué no se iba? Se le ocurrió buscar las macetas en que guardaba los guijarros. Intentó hacer puntería en un ojo de buey. A esa altura, con el brazo izquierdo, y dolorido, imposible.

Se entusiasmó. Los guijarros, blancos como copos de maíz, rebotaban en el metal y caían al agua, o sobre el techo de su casa. Olvidó su preocupación por los vidrios de sus ventanas. Afinó la vista. Su puntería mejoró.

Rió. Recordó un día de sus primeros años en que ayudado por su padre hizo centro en el blanco de un parque de diversiones.

Centro. Hizo centro en un ojo de buey. Fue un ruido especial.

Una cara asomó.

Volvió. No miró atrás, a la casa entregada al paso de las golondrinas.

Durmió. Durante horas. Cuando abría los ojos cambiaba de postura, volvía a cerrarlos. Le traían un plato de sopa y una cuchara. La sopa negra, la cuchara pesada. El vapor entraba por su nariz. La sopa descendía. Obraba su reconstrucción.

Arrebujado en las barbas, soñaba. A veces, que su casa crujía en el hielo. A veces, que el jardín bullía de gardenias y de margaritas, y un vecino venía a hacerle firmar un petitorio para el intendente. A veces, que el balanceo lo hacía rodar de la puerta a la mesa.

Entonces abría los ojos y notaba que en efecto el mar se movía más de la cuenta. Pero él estaba en un camarote, con una lamparilla en un rincón. Volvía a cerrar los ojos. Volvía a dormir.

Más adelante, acurrucado en la cubierta, solía ver estrellas. Una vez distinguió la Cruz del Sur. Lloró.

Otro día vio la ciudad de Buenos Aires envuelta en bruma. Chimeneas altas como muchachas esparcían sus mensajes de humo, que se agregaban zigzagueando a la bruma. Un olor a putrefacción, y la ciudad con luces encendidas en los edificios amanecía, bañada en tonos de rosa.

Claro que lloró.

Desde la Dársena hasta Constitución fue a pie. No tenía un centavo.

Del regreso en tren es natural decir: incomodó a los pasajeros por la apariencia y el olor.

En su calle faltaba el agua una vez más.

Allí estaba su casa; en fin, el solar de su casa. Ortigas. Pulquérrimos vecinos le cerraron la puerta en las barbas.

El protestante en cambio compartió con él sus papas y su lata de sardinas. Comió sólo las papas. Sobre la mesa se alineaban los números de la revista.

–Estoy a cargo de la sección humor –dijo el vecino.

Una catarata de lágrimas inundó la cara, las barbas que tenía delante. Nunca había visto cara tan extraña, arrugas como ésas.

Le consiguió un puesto en los comedores del Ejército de Salvación. Allí tuvo su plato de sopa cotidiano. Lo tiene todavía.


Sara Gallardo
Sara Gallardo Drago Mitre (Buenos Aires, 23 de diciembre de 1931- 14 de junio de 1988) fue una escritora y periodista argentina autora de las novelas Eisejuaz , Enero y Los galgos, los galgos. Hija del historiador Guillermo Gallardo, nieta del célebre científico y ministro argentino Ángel Gallardo, bisnieta de Miguel Cané y tataranieta de Bartolomé Mitre, la amplia biblioteca de su casa familiar le permitió acceder tempranamente a la literatura. Fue hermana de la editora Marta Gallardo​ y su hermano fue el periodista Jorge Emilio Gallardo. Viajó por diversos países de América, Europa y el Cercano Oriente. También se desempeñó como colaboradora de medios de prensa, como el diario La Nación de su ciudad natal, y las revistas Confirmado y Primera Plana, entre otros.
Muy afectada por la muerte de su segundo esposo en 1975 se estableció con sus hijos en La Cumbre, provincia de Córdoba, en una casa que le fue ofrecida por el escritor Manuel Mujica Lainez. Después recorrió España (donde escribió en 1979 La rosa en el viento, su último libro). Estuvo casada dos veces, con el escritor y guionista Luis Pico Estrada y posteriormente con Héctor Murena. A su regreso falleció de un ataque de asma en Buenos Aires a los 57 años
Fuente: El país del humo. Editorial Cuenco de plata / Wikipedia / Foto: Página12


STEVE McCURRY. FOTOGRAFÍAS


"La muchacha Afgana"

“Después de tantos años, lo que puedo decir es que es una fotografía maravillosa que ha emocionado e inspirado a mucha gente”.



"Madre e hija a través de la ventana del coche en un día de lluvia"

 “Si quieres usar el móvil, que Dios te bendiga. Si no quieres usarlo, que Dios te bendiga también. Si quieres usar software, ¿a quién le importa? ¿Por qué debería juzgar yo que alguien use una herramienta?"



"Trabajadores en una locomotora a vapor"

 "La vida es demasiado corta para preocuparse del tipo de cámara que utiliza tu vecino. Si saco fotos con el móvil no es tu maldito problema. Es estúpido y aburrido. Creo que la gente debería preocuparse de sí misma y dejar en paz al resto”.


"Pescadores con zancos"

“Todo el mundo va por la vida viendo cosas y pensando que ahí hay buenas fotos. La única diferencia entre ellos y yo es que, en esa situación, yo pulso el botón, y ellos no”.


"La muchacha Afgana 17 años después"


Conocida como «la muchacha afgana», una refugiada de inquietante mirada se convirtió en un icono de la fotografía. Cuando en 1984 Steve McCurry la retrató en un campo de refugiados de Pakistán, nunca antes le habían hecho una foto. En 2002 siguió su pista hasta Peshawar, en Pakistán, y el mundo por fin conoció su nombre: Sharbat Gula.



Steve McCurry
(24 de febrero de 1950) es un fotoperiodista estadounidense, mundialmente conocido por ser el autor de la fotografía La niña afgana, aparecida en la revista National Geographic en 1985. Su carrera de fotógrafo comenzó con la Guerra de Afganistán (1978-1992). También ha cubierto otros conflictos internacionales como la guerra entre Iraq e Irán o la Guerra del Golfo. Steve McCurry comenta respecto de su trabajo (cita del libro de Editorial Phaidon):
«En el retrato espero el momento en el que la persona se halla desprevenida, cuando afloran en su cara la esencia de su alma y de sus experiencias....
Si encuentro a la persona o el tema oportuno, en ocasiones regreso una, dos, o hasta media docena de veces, siempre esperando el instante justo. A diferencia del escritor, en mi trabajo, una vez que tengo hechas las maletas, ya no existe otra oportunidad para un nuevo esbozo. O tengo la foto o no. 

LUIS MIGUEL RIVAS: LOS AMIGOS MÍOS SE VIVEN MURIENDO



Los amigos míos se viven muriendo. Antes nos la pasábamos hable y hable de carros y carros y mujeres y mujeres. Pero a la vida se le está ocurriendo no dejar con quién conversar. Algunos han salido a cobrar una plata y los traen a los dos días. A Ramiro, el seminarista, tan serio, tan correcto, que se había organizado y todo con una pelada se le complicó una gripa con los pulmones y no lo dejó durar una semana. Juanfer y Raúl estaban viendo por televisión Sábados Felices en la sala de la casa y llegaron en dos camionetas a interrumpirles el programa del todo. A la Monja lo vi bien peinado, cachetón y sonriendo en una moto. Había dejado de trabajar con el patrón se fue de por aquí sin irse de por aquí. Le consiguieron un trabajo de policía de tránsito en Envigado y estaba juicioso. Y ahora me dicen que apareció en Las Palmas y que no tenía cachetes ni nada de sonrisa en la cara.

A este paso va a terminar uno, como Frank, llenando cuadernos viejos con las cosas que no hay quién decirle. Porque en el centro no hay con quién hablar. No hay caso. Uno no le importa el centro. Cuando me dijeron lo de La Monja yo iba a coger un bus para el trabajo. “Qué Falla”, dije, como uno dice siempre. Pasé por la casa de La Monja y la mamá estaba en el balcón a los gritos y llorando a baldados. Los que me encontré estaban alicaídos y el barrio se volvió un punto chiquito y oscuro. Pero llegué al centro y la gente iba para donde iba como si nada como siempre, las oficinas abrieron de ocho a doce y de dos a seis y los carros no pararon de dar sus curvas con las ruedas a los gritos y el desconsiderado de la avenida Oriental siguió chicharroneando sin inmutarse y el cerro de cartas que tengo que repartir diario estaba esperándome sobre el escritorio de la secretaria igualio que ayer. Por eso es que a lo de los amigos uno no debería hacerle tanta alharaca.

Ese día cogí las cartas como todos los días y salí a la calle con el dolor de cabeza que me da a cada rato. Antes yo decía: “Tengo un dolor de cabeza” y no acababa de decir cuando los amigos decían: “Tomate una aspirina”, “vení hagámonos en la sombrita que es ese sol”. Andábamos tranquilos por el centro, de arriba pá’ abajo, por la ceca y la meca, hablando con las muchachas, trasnochando día y noche, riéndonos de todo y gozándonos a la gente. Pero ahora yo iba por el Parque de Berrío pensando: “Tengo dolor de cabeza” y la gente me daba con el codo en las costillas y me pasaba por el lado.

Repartí varias cartas y como al mediodía estaba otra vez en el parque Berrío. Me paré en el atrio y miré la dirección del último sobre de la mañana. Lo guardé y subí por la calle Colombia con el sol en la cara, el miedo en la espalda y la gana en los ojos. Todos los que veo que andan por el centro andan con un miedo y una gana. Miedo de que les caiga de sopetón en la nuca la mano que les va a robar sus cosas y los va a dejar tristes sabiendo que no se pertenecen. Y una gana de encontrarse, al voltear la esquina, con la muchacha que le va a sonreír y va a ser la de la vida. Yo vivo siempre con el presentimiento de que en el próximo instante me va a pasar una de las dos cosas. Pero nunca me pasa ninguna.

Por eso fue que me dio miedo cuando el muchacho de los zapatos carramplones y camiseta blanca caminaba por todos los lugares por donde yo tenía que caminar. Iba como cuatro o cinco almacenes delante de mí, volteando por todos los centros comerciales por donde yo tenía que voltear al ratico y pisando exactamente las mismas aceras que yo tenía que pisar. “Ese tipo me está siguiendo delante de mí”, pensé. Pero seguí porque al fin y al cabo lo mío era entregar las cartas. El tipo volteó a mirar y me vio caminar también por el mismo camino de él. Entonces aceleró el paso y cogió por la avenida Oriental que era por donde yo tenía que coger como a las dos cuadras volvió a mirar para atrás. Le vi la cara lívida y le noté la transpiración grande. Cualquiera sabe lo que una persona con miedo puede hacer. Entonces fue que me dio miedo de que él sintiera miedo. Por eso más adelante, cuando no aguantó más y se detuvo de un momento a otro, y se mandó la mano por dentro del pantalón, yo dije: “Hasta aquí llegué” y me metí a la primera cafetería que vi. Al rato asomé la cabeza y lo vi pequeñito, varias cuadras al fondo, abriendo trocha entre la gente de la acera mirando de vez en cuando para atrás.

Dejé la última carta para la tarde y me fui a almorzar. En el paradero había un gentío esperando. La buseta llegaba, se cuadraba al lado de la melcocha de gritos, sudores, lociones, faldas de secretaria, codos en las costillas, mochilas de estudiante, pisones en los callos, estómagos silbando y empujones; sorbía por delante un hilito de gente hasta llenarse y arrancaba todavía con un pedazo de hilo colgándole de la puerta. Me dio dolor de cabeza y pensé que mejor me quedaba en el centro. Fui a buscar una sombrita donde sentarme tranquilo a pensar en mis cosas mientras eran otra vez las dos de la tarde. Con los amigos, cuando íbamos al centro a recochar nos sentábamos en las escalas a acordarme. Estaba en esas cuando lo vi venir otra vez. Me fijé bien y sí era. Los mismos zapatos carramplones, la misma camiseta blanca, los bluyines desteñidos, el pelo siempre mojado de gomina como si se hubiera acabado de bañar. Venía con un amigo. Me dio miedo pero me quedé sentado viendo qué hacían. Se pararon en la chaza de revistas.
—¿Tiene El Colombiano? —preguntó el amigo.
—¿Cuál quiere? —dijo el de la chaza— ¿Espectador, Colombiano o Tiempo?
—El Espectador —dijo el que yo conocía.

Pagaron su colombiano, se repartieron las secciones y fueron a sentarse en las escalas, un peldaño abajo de mí. Ahí sentados, dándome la espalda, les vi la cara de buena gente. En la avenida La Playa apareció un escándalo. Un tipo con una camisa desbotonada hasta el estómago pasó como un volador, haciéndose desquite a todo el mundo. Detrás venían varios gritando: “Cójanlo”. Todos los que habíamos en las escalas no bajábamos a noveliar. Alguien le puso zancadilla al de la camisa abierta y enseguida llegaron otros y le pegaron y le pegaron y le pegaron. Cuando se deshizo el tumulto volví a las escalas y me senté donde primero encontré. Miré para el lado y vi al conocido mío. Vi de reojo que me habían visto y se habían hecho el que no me veía. Nos dio susto a los dos pero los dos hicimos como si nada. Volteó la cabeza poniendo cara de matón y me miró sin consideración desde la coronilla hasta el dedo pequeño del pie. Yo me hice el que no era conmigo. Como que me vio cara de inofensivo porque le dio una palmadita en la espalda al conocido mío y le cuchicheó riéndose. Hablaron un rato ya sin pararme bolas. Después el amigo se despidió y se fue diciendo “así quedamos pues”. El conocido mío prendió un cigarrillo y se me hizo el que miraba el humo mientras me miraba a mí mirando de reojo y haciéndome el que miraba bajar los carros por La Playa. Así estuvimos como dos cigarrillos. Hasta que dijo como hablando solo:

—¿Qué cosas no?
Yo no contesté porque no sabía si me estaba hablando a mí. Se quedó callado un momento. Luego miró para el lado mío y dijo:
—Ya no está uno tranquilo en ninguna parte.
Se puso a ver los carros y la gente. Después dijo:
—Pero eso tiene que cambiar.
—Sí —dije yo.

Prendió otro cigarrillo y se puso como a esperar que yo dijera algo. A mí me gusta hablar pero de ese tema lo único que podía decir era que lo malo es que no va quedando con quién hablar. Y no lo dije.
—Pues sí —volvió a decir.
—Sí —dije yo.

Seguimos callados. De un momento a otro botó el cigarrillo sin terminarlo, se me paró al frente y me señaló con el dedo.
—¿Yo a usted no lo conozco? —me dijo el conocido mío.
—No.
—Usted era el que me estaba persiguiendo ahora.
—No —dije
—Sí, usted era.
—No, usted era el que me estaba persiguiendo delante de mí.
—¡Cómo se le ocurre! —dijo el conocido mío— ¿está loco?
—No —dije.
—¿Usted qué hace?
—Soy mensajero.

Me miró bien a la cara un rato, respiró y después se sonrío un poquito. “Me llamo Frank, Frank Bedoya”, dijo, y me estiró la mano. Me preguntó con la voz ya tranquila por qué lo venía siguiendo. Le expliqué cómo fue la cosa. Entonces se rió y yo me reí. Me preguntó mi nombre y me dijo que él era diseñador. Me dijo que dentro del pantalón no tenía ni una aguja y que se había metido la mano en la cintura porque eso metía miedo. Yo me reí y le conté que nosotros también asustábamos a la gente andando en gallada y metiéndonos la mano en la cintura. Se sentó y cuando menos pensé ya estábamos conversando.

No tenía casi amigos. Solamente el que lo había acompañado a comprar el colombiano. Pero con él hablaba era de películas de cine, de cosas de libros y de música y de la vida nada. Se sentía solo como todas las personas que veíamos pasar a esa hora por la avenida La Playa. Hablaba bonito y derecho, como si estuviera leyendo en voz alta. Me preguntó dónde vivía y yo le hablé del barrio y de todo lo mío y él me paró bolas. Nos encerramos tanto y yo estaba tan contento que se me pasó la hora de volver a la oficina y cuando miré el reloj brinqué como un resorte y me tuve que despedir.
—¿Seguimos hablando? —me dijo.
—Listo —dije yo.
Quedamos de vernos el miércoles en las escalas de la Cámara de Comercio, a las doce.

El miércoles a las doce yo andaba entregando un paquete y salí pitado a encontrarme con Frank. Ahora que me acuerdo de todo es que digo: “Para qué gastaba tanto afán, si de todas maneras a esta ciudad no le gusta que uno consiga amigos”. Caminé volado. En todo Junín con Colombia había un muerto con su tumulto de gente. A mí me gusta ver los muertos recién muertos. A todos los que conozco también les gusta. Dicen que no, pero dejan que el muchacho acabe de dar el último balazo para ir a verla la cara al muerto. Esa vez ni siquiera paré. Del tumulto salía una quebradita de sangre que llevaba el mismo camino mío. Me le pasé a la quebradita de cabeza roja y redonda y seguí rápido a encontrarme con Frank.

Estaba sentado en las escalas de la Cámara de Comercio. Tenía la camiseta blanca limpiecita, el bluyín desteñido, los zapatos carramplones y el pelo engominado. Estaba igualitico. Como si nos hubiéramos encontrando la vez anterior otra vez. Me saludó muy contento y yo me sentí en confianza. Cuando se paró quedaron varios libros y un cuaderno sobre el peldaño donde estaba sentado. Los recogió y nos fuimos andando por la Oriental, hablando de muchas cosas sin que se me pasara por la cabeza el sol que hacía.

Fuimos a almorzar a un negocio del centro. Mientras comía me fue diciendo sus cosas. A los amigos que tenía se los habían llevado las familias corriéndole a las bombas, trabajaba en una empresa haciendo dibujos en la pantalla de un computador, vivía yendo a cine todas las noches, andaba por el centro viendo a la gente y dándose cuenta de que con él estaba él nomás, mantenía la cabeza llena de palabras para decir y las escribía en un cuaderno. Cogió el cuaderno y me lo pasó. Era lleno de delfines de todos los colores y todas las formas, y había también escritos en todas las hojas.
—Leé tranquilo —me dijo.

Decía cuestiones de los papás que no lo comprendían y de la falta de gente y de qué vaina este país y del amor que tendría que llegar y cosas por el estilo. “Este tan distinto sí que es gualito a mí”, pensé, pero no se lo dije.
—¿Te gustan mucho los delfines? —le dije mirando el cuaderno.
—Me obsesionan —me contestó.
—Vos sos como poeta, ¿cierto? —le dije.

Gagueó un rato y al final me dijo que no, pero que tenía su mundo propio y yo le contesté: “Ah, bueno” sin ponerme a entender mucho. Luego hablamos de las peladas y cuáles nos gustaban más, si las monas o las morenas, y él a cada cosa le sacaba un discurso con su modo de hablar bonito y a mí me gustaba eso. Cuando iba siendo la hora del trabajo nos despedimos y yo me fui para la oficina y me acuerdo que la secretaria me dijo que de dónde había sacado esa sonrisa.

Nos seguimos viendo. Una vez nos encontramos yo iba con el sol y dolorcito de cabeza. Le conté. Dijo que fuéramos a una tienda. Se arrimó al mostrador y volvió donde mí y me entregó dos aspirinas. Otro día apareció con un libro de poesía y me lo regaló. En la primera hoja que tienen los libros donde no hay nada escrito dibujó un delfín azul y escribió una cuestión sobre la amistad y lo buena gente que yo era. Nos empezamos a mantener pa’rriba y pa’bajo. Íbamos al barrio mío a caminar y a los cines de él a ver películas interesantes y a una taberna del Parque del Periodista a tomar cerveza, y a hablar de las peladas y de los problemas y de todo. Esa es la época en que he estado más contento últimamente. Pero todo duró hasta el día en que quedamos de encontrarnos y Frank no llegaba. Por eso es que no me canso de decirme: “A lo de los amigos no hay que hacerle tanta alharaca. Aquí no dejan y listo”.

Yo estuve a las ocho de la noche en la taberna donde tomábamos cerveza. Él siempre llegaba antes y ya eran las ocho y media y nada que aparecía. Me puse a reparar a la gente de las otras mesas y me pareció que tenían su parecido con Frank. Había muchos zapatos carramplones y mucho pelo engominado. Hablaban cosas importantes y las decían despacio, pasito y mirando bien al otro. La música era lenta, en inglés y daba frío. Oyéndola me dieron ganas de que lloviera. La luz estaba a media luz y la gente parecía como contenta de estar triste.

Ya iba siendo casi las nueve cuando me cansé de esperar y me paré para irme. Frank apareció en la puerta y me pegó tremendo abrazo. Pidió más trago y nos sentamos. Me dijo que había estado muy nervioso toda la tarde y que se había quedado tomándose unos rones para poder venir. Le pregunté que qué le pasaba, que para eso estábamos los amigos.
—Es una cosa en la que nadie me puede ayudar —me contestó.
Yo estoy acostumbrado a que mis amigos se metan en unos enredos de los que no los saca ni Mandrake, entonces entendí. Brindamos y Frank brindó por el amor aunque tan duro. A los varios rones. Me abrazó y me dijo todo lo que me estimaba.
—He escrito mucho estos días —dijo y me pasó el cuaderno de los delfines— mirá esto.
Levanté el cuaderno para poder ver. En la última página había escrito:

Lo has oído bastante:
“El mundo es un pañuelo”.
Pero tú y yo
Estamos bordados
En las puntas opuestas.
Y este pañuelo, amor,
Permanece tirado al lado de la vía
Y nunca nadie
Se dignará doblarlo.

—Muy bonito. Y luego decís que no sos poeta —le dije y me paré al baño.

Cuando Volví, Frank estaba pensativo mirando el vaso de ron. De un momento a otro se echó otro discurso y me volvió a abrazar. Pero no me soltó rápido sino que me dijo con el tono con que uno pide plata prestada:
—Dame un beso.
Yo me le solté.
—Por favor dame un beso, necesito que me des un beso, yo te amo —me dijo y se le estaban saliendo las lágrimas. Arrancó del cuaderno la hoja del poema y me la pasó. Ahí mismo yo me paré de la mesa.
—Es para vos, recibila por favor —me dijo.

Recibí la hoja sin pensar que la estaba recibiendo y salí caminando rápido con ganas de llorar de la rabia con está puta ciudad a la que se le metió en la cabeza que uno no puede ni siquiera conseguir un amigo. Frank salió detrás de mí tambaleándose.
—¡Manuel! —me gritaba— ¡Tenemos que hablar, tenés que entenderme!

Yo seguí derecho, sin mirar para atrás, haciendo un zurullo con la hoja del poema. Siguió detrás de mí varias cuadras pisando exactamente las mismas aceras que yo pisaba.
—Manuel, por favor —lloraba y decía las cosas con todas las ganas— vos sos la única persona con quien me siento bien, yo te amo, déjame hablarte.

Aumenté el paso y al rato sentí que ya no me seguía. Volteé la cara y lo vi recostado en un poste y llorando. Se separó del poste, le dio una patada y gritó:
—¡Hijueputa…. Lo que nos mató fue este viaje al mundo!
Entonces me paré, me volteé del todo y lo miré ya sin rabia, más bien con desánimo.
—¡Y la quedada! —le grité y seguí caminando a coger el colectivo para mi casa.


Luis Miguel Rivas
(Valle del Cauca, Colombia, 1969). El un libretista de televisión y narrador colombiano. Desde muy joven se trasladó junto con su familia a Antioquia. Estudió Comunicación social en la Universidad Potificia Bolivariana. Ha escrito Los amigos míos se viven muriendo (2007), Tareas no hechas (Finalista del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, 2014), ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? (2015) y Era más grande el muerto (2017). También ha escrito en las revistas Soho y El malpensante (Colombia), Crítica (México), Suelta (Guatemala) y Explorador: Le Monde Diplomatique (Edición latinoamericana). Además de los periódicos El colombiano, El espectador y Universo Centro de Colombia.En 2011 fue nombrado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de Los 25 secretos mejor guardados de América Latina. 

ÁNGELA GARCÍA: POEMAS

 Persona del singular
No tenía lengua en esta tierra,
no tenía hijos,
ni seno familiar.
No tenía recursos,
ni llaves, ni cama propia.
Recibió la comida que le dieron.
Nada tenía para perder.
Pero nunca fue un apéndice, o un bastón,
no fue humilde,
habitó un campo de batalla.

   Personas del plural
No por devorar libros y otras
escrituras dirigidas a la inteligencia,
nos facultamos para leer otros signos.
Así, la instrucción tiene poca aplicación
en el cuerpo.
Vamos muriendo sin saberlo.
Nos sonreímos, lo cual hace soportable
la rudeza del mutismo.
Con sonrisa abanicamos el esplín.

   Lo que calla y lo que murmura
El aire toca sin ruido, pero no el viento
que tiene su cámara sinfónica en el bosque.
Semejante al agua en sus percusiones
pero que aligerada como nieve o rocío es muda.
Murmuran las ondinas en el lago,
las orillas de los ríos cosquillean al oído.
El filo del cuchillo silba
como la serpiente ante la víctima.
Son silenciosos la sombra y el guijarro,
pero todavía más la roca.
El fuego crepita, la llamita de la vela calla.

Ángela García
Medellín (Colombia) 1957. Poeta, traductora. Co-fundadora del Festival Internacional de Poesía en Medellín. Directora del documental “Tres preguntas y un poema” sobre poesía sueca. Dirige actualmente Världspoesidagen en Malmö. Vice-presidente del Centro de Escritores del sur de Suecia. Algunos de sus últimos libros publicados: Doce poemas sobre el silencio/ Tolv dikter om tystnaden, Ed. Poesía con C, Malmö 2009; Todo lo que amo nace continuamente, Univ. EAFIT, Medellín 2010. Apuntes para el ejecutante, Ediciones La Otra, México, 2014

Algunos títulos de sus traducciones publicadas son:
En tu boca, de Jasim Mohamed, ed. Zona Tórrida, 2014
Lo Inconstante, Antologia de Lasse Söderberg, Ed. La Otra, México, 2013
En stad utan murar, Magnus William-Olsson, Ed. Libros del Aire, España 2012

MÚSICA: LUIGI LIBRA


"Nun e pecatto"

Subido por: Luigi Libra - Tema
Composer: Carlo Alberto Rossi Author: Ugo Calise Composer: Ugo Calise Auto-generated by YouTube.



"Anema e core"

"Subido por: Luigi Libra - Tema
Composer: Salve d'Esposito Author: Tito Manlio Auto-generated by YouTube.




Luigi Libra

Luigi Riccio ( también conocido como Luigi Libra ; Nápoles , 16 de marzo de 1975 ) es un cantautor italiano. Hizo su debut a una edad muy temprana a la edad de 15 años junto con la banda que fundó "I under the rain" actuando en varios eventos de canto en la costa del Adriático y en muchos eventos locales de acuerdo con la tradición napolitana consolidada.
En 1996 participó en el "Festival de músicos italianos emergentes" organizado por CGD Music & Company, ganando el premio de revelación con la canción "Amore Maledetto". En 1999, Luigi participó en la II edición del Festival de Nápoles transmitido en horario estelar en Rete 4 con la canción "Piccerella" clasificada entre las mejores posiciones del festival, una canción aclamada por la prensa y considerada uno de los mejores textos literarios del evento. En 2000, en el mismo evento, presentó el interesante "Succederà" y los penetrantes "Latidos en el corazón" interpretados en el festival por Sabrina Canzano.
Conocido y apreciado por Paolo Limiti, se unió el mismo año como invitado habitual del popular programa RAI 1 "See you on TV", donde interpreta magistralmente canciones del repertorio clásico napolitano e italiano.
En 2001, en colaboración con el propio Limiti, grabó la canción "Ddoje Parole" que, presentada en la 6ª edición del Festival de Cine de Nápoles, ganó el premio de la crítica. La canción se convierte en el tema final del programa "Nos vemos en la televisión", edición 2001-2002, un sencillo muy exitoso que se presentó en una gira por Italia.
Considerado por la prensa como uno de los mejores autores del Mediterráneo, en 2003 fue galardonado en el Festival de las Termas de Rapolano en el contexto del festival "Cuando las rosas se marchitan" por Guido Bocci.
También en el mismo año, Libra se volvió a confirmar en el elenco del programa de televisión "Paolo Limiti Show" transmitido en horario estelar en Rai 2, dedicado a la música pop internacional y al cine de Hollywood de los años 50-60. El artista regresó de gira en 2004 tocando las principales ciudades de la península, actuando también en varias ocasiones con Tiziana Rivale, Il Giardino dei Semplici, Peppino di Capri y otros artistas importantes.
En una crítica dedicada a Black Music, él conoce y construye fuertes relaciones con el actor, el rapero afro-francés Alasko; La pasión por este género lleva a los dos a colaborar.
En 2005, Libra fue uno de los artistas que recibió el Premio Fuorigrotta organizado por el distrito territorial.
En 2006, en colaboración con Luciano Liguori y Gianfranco Caliendo del Giardino dei Semplici, creó el álbum "Ddoje Parole tra Napoli e Marechiaro" publicado y producido por el sello histórico La canzonetta records - distribuido por Self, la producción artística y el prefacio, son comisariados por Paolo Limiti. El CD contiene 13 piezas clásicas de la cultura napolitana, así como 7 obras inéditas que ven al artista como autor y compositor. El sencillo del álbum es "Quiero recurrir a Marechiaro" en un dueto con Tiziana Rivale.
En septiembre de 2007, cuando, después de 25 años, uno de los eventos musicales y culturales italianos más importantes "La Piedigrotta" regresa a Nápoles, presentando a Libra con el nuevo sencillo "Cammina", una canción con una gran atmósfera etno-popular que pronto recibió elogios de la crítica. En noviembre de 2008, Luigi Libra grabó con Peppino di Capri "Amare di Meno" (por P. Limiti-U. Balsamo). El single, acompañado de otras 2 canciones, es producido por Splash y distribuido por Lucky Planets.
En 2010 salió el nuevo trabajo de grabación "Amarsi a po", un EP de 5 pistas producido por Sergio Ferraiulo para la Agencia Dop en el sello Universo Multimedia. En el mismo año, Libra es un invitado principal en Rai 2 en el especial "Minissima 2010" dirigido por Paolo Limiti. En 2012 y Libra es el creador y productor artístico de su último álbum titulado "Luigi Libra Napoli Duets", que lo ve debatiendo con grandes artistas de la escena musical italiana que de alguna manera han marcado su carrera artística. Albano, Peppino Di Capri, Tullio De Piscopo, Audio2, Il Giardino Dei Semplici, Francesca Alotta, Tiziana Rivale, Manuela Villa, la artista cubana Alina Izquierdo, solo por nombrar algunos. El álbum es un viaje musical para redescubrir con nuevos arreglos de los grandes éxitos internacionales de la canción clásica napolitana. El trabajo también incluye cinco canciones inéditas, siempre en el idioma, de las cuales Libra es el autor y compositor. El disco es producido una vez más por la editorial '' La Canzonetta '' 2012 también marca el regreso de Luigi Libra en TV al elenco de la nueva transmisión de Paolo Limiti "E-stay with us on TV", que se transmite de lunes a viernes en RAI. También en septiembre, dentro del "Premio Fabula 2012" celebrado en Bellizzi , Libra es premiada por el CD que celebra el centenario del nacimiento de La Canzonetta. Motivación del premio: su último CD, Luigi Libra Napoli Duets, con importantes firmas de música italiana es un extraordinario homenaje a la "canción napolitana".El 22 de diciembre, precisamente el sábado, recibe el "premio especial Mia Martini 2012". Motivación del premio antes mencionado: Nueva voz de la canción napolitana, a través de su alma reinterpreta las melodías atemporales de la inmensa tradición clásica con gusto y modernidad. Durante su carrera, ha realizado fuertes colaboraciones con grandes músicos italianos, siempre favoreciendo la calidad y la profundidad artística. En su nuevo CD, Napoli Duets, entre clásicos y canciones inéditas, destaca esa auténtica e inspirada "pasión napolitana" que golpea directamente al corazón.
En diciembre de 2014 fue nombrado Embajador de la Canción Napolitana en el mundo por el Consejo Regional de Campania. Junio ​​de 2015 Se publican Luigi Libra Napoli y L'incanto Melodico de los años 50. Libro / DVD / Cd Graus Editore. Escrito por Serena Albano, prefacio de Paolo Limiti. Marzo de 2016 y esta vez y el alcalde de Nápoles, Luigi De Magistris, quien con motivo del concierto que se celebró en el Teatro Mediterráneo de Nápoles el 16/03/2016 " Luigi Libra Napoli y El encanto melódico de los años 50 " para conferir al cantautor napolitano Nominación de Embajador de la Canción Napolitana en el Mundo. Fuente: Wikipedia / YouTube / Foto: ilsudonline