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viernes, 27 de mayo de 2022

ENTREVISTA A EDUARDO MILEO

 “En los hijos por venir somos nuestros padres que están a punto de tenernos”

Por Rolando Revagliatti

Eduardo Mileo nació el 4 de julio de 1953 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, en la Argentina. Fue docente de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en el lapso 1996-2005. Desde 1978 ha ejercido de corrector, jefe de correctores, coordinador editorial y editor de decenas de revistas, diarios y editoriales (“El Péndulo”, “Mutantia”, “Sexhumor”, “Ñ”; “Crítica de la Argentina”, “Página 12”, “Clarín”; Grupo Editor Latinoamericano, Ediciones de la Flor, Fondo de Cultura Económica, Sociedad de Bibliófilos Argentinos, Alfaguara, Taurus, Aguilar, entre otros). Fue jefe y secretario de redacción de las revistas “Juegos & Co.” y “Babel”, respectivamente. Fue miembro del consejo editorial de la revista de poesía “La Danza del Ratón”. Obtuvo el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes en 2001 y el Tercer Premio de Poesía del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en 2014. Con Gabriela Franco y Javier Cófreces fue antólogo y prologuista de “Última poesía argentina” (2008) y “Primeras poetas argentinas” (2009); con Javier Cófreces, lo fue de “Un palmar sin orillas” (poemas de Francisco Madariaga, 2009); y lo mismo, ya como único responsable, de la antología de poetas argentinos del siglo XX, década de 1990, “Otro río que pasa” (2011). Ha sido incluido en “Una antología de la poesía argentina (1970-2008)” (selección de Jorge Fondebrider, 2008) y en “200 años de poesía argentina” (selección de Jorge Monteleone, 2010). Editó los discos “A boca de jarro” (2005) e “Irala, sueño de amor y de conquista” (2010) junto al compositor Raúl Mileo. En 1991 se publicó su pieza teatral “Misa negra” (en coautoría con Alberto Muñoz). Entre 1982 y 2015 publicó los poemarios “Quítame estas cruces”, “Tiendas de campaña”, “Dos épicas” (en coautoría con Alberto Muñoz), “Puerto depuesto”, “Mujeres”, “Poema del amor triste”, “Poemas sin libro”, “Muro con lagartos”, “Poemas del sin trabajo”, “Los frutos del apetito” (en coautoría con Javier Cófreces), “Titanes” (en coautoría con Javier Cófreces y Alberto Muñoz), “Bestias pop” (en coautoría con Rafael Mileo) y “Tinta amniótica” (selección de textos de “Muro con lagartos”, Ediciones Pen Press, Nueva York, Estados Unidos).

1 — Residís en el populoso barrio de Balvanera, pero naciste en el ahora más bien residencial barrio de Villa Pueyrredón.

EM — Y en una Buenos Aires muy diferente de la actual, más tranquila y solidaria. Veo aún la carreta con canastos de mimbre, sillas, plumeros, trastos de todO tipo. Veo los caballos abonando el pavimento, los adoquines afiebrados de sol, la fina hierba creciendo entre las piedras. Terrenos baldíos, como el ocio, enmascarados por el pequeño trajín público, los pocos vecinos, el olor de la noche con grillos y luciérnagas. Parece mentira, pero esto sucedía en la ciudad hace cincuenta años. Ahora el paisaje es más vertiginoso: el elástico neumático reemplazó a la rígida rueda de madera; la fibra óptica cruza a latigazos el cielo ciudadano, las autopistas elevan su sordera sobre el bullicio. Mi padre fue un obrero del vidrio, trabajador en la industria de los letreros de neón. Mi madre, un ama de casa, que había querido ser profesora de francés, pero terminó siendo modista, como quería mi abuelo. Vi el desembarco del hombre en la Luna cuando era un adolescente que recién se iniciaba en los misterios del lenguaje, y en otros misterios no menos lingüísticos. Pero también desembarqué en la tierra cuando descubrí la injusticia, el abandono, la humillación. Desde ese momento luché contra esas formas lamentables de lo humano. Me recibí de bachiller en el Colegio Nacional de Buenos Aires y comencé a estudiar Medicina. Aunque no llegué a recibirme, fui docente de Anatomía durante diez años en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y también en la Universidad de Morón y en la Universidad Austral. Mi relación con la medicina siempre fue una suerte de amor postergado. Tuve que dejar la carrera debido a la muerte prematura de mi padre (tenía 43 años cuando murió), y abandoné la facultad cuando la tristemente célebre dictadura militar de 1976 tomó el poder. Mucho tiempo después volví a retomarla, especialmente para estudiar Anatomía, materia que siempre me apasionó, y para dedicarme allí a la docencia: fui miembro del Departamento de Docencia y coordinador de la Escuela de Ayudantes de la III Cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de la UBA.

2 — ¿Puedo nombrarte a Galeno, Aristóteles, Erasistratus, Andrés Vesalio, Leonardo da Vinci, Paracelso, Pedro Jaime Esteve, Eustaquio…?

EM — Sí, nombres, si bien disímiles entre sí, que tienen un común denominador: su dedicación a la ciencia, en especial a la ciencia médica. Siempre tuve un amor especial por esa profesión, a la que veo, con razón o sin ella, como altruista. El “De humani corporis fabrica”, de Vesalio, debe ser uno de los primeros libros de anatomía publicados. Juan Valverde de Amusco, un contemporáneo suyo nacido en España, es también un destacado anatomista, autor de “Historia de la composición del cuerpo humano”. Los dos tienen en común la presentación de disecciones como si se tratara de una puesta en escena: los cadáveres disecados están dibujados en poses teatrales, apoyados sobre tarimas en algunos casos, o sosteniendo su propia piel como si fuera un abrigo que acaban de sacarse. Artificios para burlar a la muerte, o para prolongar la dignidad del cuerpo vivo en el inerte. Los más modernos son más realistas: el “Tratado de anatomía humana”, de Léo Testut, ya no ofrece esa visión, sino que se destaca por sus descripciones, de una minuciosidad extraordinaria. Es notable, pero su relato te hace ver los rincones más recónditos del cuerpo en tres dimensiones. La “Anatomía de Gray” está en la misma línea, pero se actualiza constantemente, agregando los últimos descubrimientos en histología o en fisiología, especialmente en el apartado de neuroanatomía.

3 — “Tiendas de campaña”, de 1985, según leo en la contratapa, “está basada formalmente en la unidad de los cuatro libros que contiene: ‘Ánforas’, ‘El fuego circular’, ‘Címbalo natal’ y ‘Personas de la sombra’.”

EM — 1984 fue un año de gran producción poética en mi vida. Llevaba una carpeta de cartón, de las que tienen forma de caja y se cierran con un elástico, llena de hojas A4 con poemas, más de quinientos. De esa hipérbole productiva salió “Tiendas de campaña”. Los poemas profesan estéticas diversas y por esa razón fueron agrupados en cuatro libros. Allí ofician como partes de uno solo. Parece que la estrechez económica propende a la unidad. “Ánforas” está compuesto por trece grupos de dos poemas cada uno titulados con números romanos: un poema en página par desarrolla un estado de acción, el modo en que un personaje se enfrenta a su realidad en varias situaciones existenciales; el otro poema, enfrentado en página impar, es una suerte de haiku que sintetiza la acción. “El fuego circular” contiene poemas que navegan en una angustia erótica. El cuerpo se despedaza y vuelve a juntarse en un movimiento ondulante. Las aguas se agitan, se calman, son una y varias en el vaivén. En “Címbalo natal”, la infancia duerme su larga siesta vigilante: el espejo de la paternidad nos refleja, y en los hijos por venir somos nuestros padres que están a punto de tenernos. “Personas de la sombra” trata de la imposibilidad de nombrar; las cosas escapan de las palabras y éstas se ven obligadas a inventar el mundo. En líneas generales, mi primer libro, “Quítame estas cruces”, respondía a la necesidad de enfrentar una época de absoluto oscurantismo, como fue la de la dictadura militar de 1976-1983. Son textos generalmente más largos, más crípticos; gritos que buscan su cuerpo para actuar. “Tiendas de campaña” emerge de esa época y es un cuerpo fragmentado en el tiempo y el espacio, y también —por qué no— mutilado. Un cuerpo que, como el de Túpac, apunta sus miembros deshechos a los cuatro puntos cardinales. Una pregunta que se responde en silencio.

4 — Compartamos con nuestros lectores, Eduardo, del prólogo a “Dos épicas”, su demoledora frase final: “En una época sin ética las virtudes no se celebran: se padecen”.

EM — Un sistema cuya ética es la maximización de la ganancia no puede sostener los valores que su propia clase dirigente —la burguesía— dice cultivar: libertad, igualdad y fraternidad. La burguesía es una clase que dejó de creer en sí misma. En una sociedad explotadora la virtud sólo puede funcionar como ironía o como hipocresía.

5 — “Dos épicas”, informemos, está constituido por tu libro “Cangas de Narcea” (“pretende ser un poema épico cuyo héroe es el paisaje”) y por el titulado “La caza del puma”, de Alberto Muñoz.

EM — “Cangas de Narcea” es un tributo a mis abuelos maternos, asturianos los dos. Es un largo poema en prosa construido por fragmentos que relatan la vida de varios personajes en un pueblo de campesinos. El paisaje tiene una importancia central en el poema y actúa sobre los personajes como uno más. En territorios de escasez, el paisaje, la naturaleza —y la relación que se tenga con él/ella— puede determinar la vida en todos sus aspectos. “Dos épicas” fue el resultado, como también dice el prólogo, de la necesidad: para alguien que vive de su trabajo, publicar no es sencillo, pero si se juntan dos voluntades —y dos amistades— resulta, además, placentero.

6 — En 1989 grabaste un casete que yo oí no menos de cinco o seis veces: “Mujeres”. Recitabas poemas del libro que aparecería un año después (y que tendría segunda edición en 2005).

EM — Ese casete fue editado junto con otros dos: “Historias de la gran boa”, de Javier Cófreces, y “Lo que sale una trompeta”, de Alberto Muñoz, que es un radioteatro. El título, “Mujeres”, que es también el de uno de mis libros, se debe a que, en ese casete leo, fundamentalmente, poemas de ese libro. Siempre me interesó la lectura de poesía en voz alta. La tradición oral de la poesía se mantiene, aún hoy, en muchos sitios en Buenos Aires. Es sugerente que, a pesar de que los libros de poemas tienen una venta fantasma, los ambientes de lectura se mantengan e, incluso, se multipliquen. Hay algo en la presencia, en la voz, en el ritual de la palabra compartida, que impulsa a la reunión. La primera edición de “Mujeres” es de 1990. En 2004 escribí los poemas que se agregaron a la segunda edición. Fue un hallazgo comprobar que podía recuperar el tono de aquellos poemas sin esfuerzo. Hoy creo que podría agregar poemas a ese libro en cualquier momento: ese tono está grabado en mí, ha dejado una huella indeleble.

7 — La edición que yo tengo de “Mujeres” (1990) cuenta con un no anunciado, ni en tapa ni en ninguna página, y por lo tanto inesperado epílogo —“Sonrisa del doblez”—, excelente, de Reynaldo Jiménez. Él afirma, por ejemplo, que tu poesía “se hace abstracta por irradiación de su hiperrealismo”.

EM — Reynaldo Jiménez es uno de mis poetas preferidos. Generosamente, escribió ese epílogo al libro. Además de un gran poeta, es un crítico agudo, con una visión muy personal de la poesía, que se manifiesta también en su propia producción poética. Esa afirmación es desconcertante, pero sólo superficialmente. Cada poema del libro propone una minibiografía de una mujer, pero en su totalidad podría ser leído como varias situaciones en la biografía de una sola mujer. El lenguaje es sintético y puntual, enfocado siempre a un lugar preciso. Eso podría ser el hiperrealismo que ve Reynaldo. Pero esos caracteres aislados se proyectan, irradian, generalizan en su particularidad: uno puede ver en todas esas mujeres a una sola.

8 — No lo encuentro en mi biblioteca, pero lo he leído (no sin dificultad), el libro “Misa negra”.

EM — Esa obra teatral, te comento, estuvo en cartel dos años seguidos en el teatro Babilonia, de nuestra ciudad. Es una obra que creamos Alberto Muñoz y yo. Los textos —salvo una escena— son míos. Alberto compuso las canciones de la obra y la dirigió. No es sencillo escribir teatro, y si se trata de un teatro que no es lineal, algunos de cuyos personajes son pensamientos de un personaje que es mudo, la dificultad crece; y crece más todavía si hay música y canciones que no pueden ser trasladadas al texto. El libro “Misa negra”, entonces, es la transcripción de los textos de la obra, con indicaciones didascálicas que guían al lector sobre los movimientos en la escena. A mí, personalmente, me cuesta mucho leer teatro. Me pierdo fácilmente; tengo que volver una y otra vez para recuperar quién está hablando.

9 — Dos espectáculos has presentado con tu hermano, Raúl Mileo, compositor: “A boca de jarro” e “Irala, sueño de amor y de conquista”.

EM — En muchas oportunidades en Capital y en otras localidades del país: nos presentamos en Pergamino (provincia de Buenos Aires), Paraná y Concepción del Uruguay (Entre Ríos), Villa Mercedes (San Luis), General Pico (La Pampa), entre otras. El CD “A boca de jarro” está compuesto por canciones de amor, muchas compuestas enteramente por Raúl, y otras con letra mía y música de él. “Irala, sueño de amor y de conquista” es una obra integrada por un CD y un libro, que, tomando como idea central la conquista española en América —Domingo Martínez de Irala fue miembro de la tripulación que fundó por primera vez Buenos Aires junto a Pedro de Mendoza—, metaforiza la conquista en general: de tierras, de objetivos, amorosa…

10 — ¿Y el grupo poético La Epopeya, que integraste junto a Alberto Muñoz y Javier Cófreces?

EM — La Epopeya fue una intensa y muy interesante aventura. La idea del grupo era promover la poesía fuera del ámbito del libro; se podría decir: sacar la poesía a la calle. Con el grupo fue que grabamos los casetes de poesía, que se presentaron con un espectáculo en la antigua librería Gandhi —en la calle Montevideo—. En ese “show”, para el cual hicimos afiches que pegatinamos en la calle Corrientes cuyo eslogan era: “La dejaron en cinta”, utilizamos vestuario de distintos personajes: Javier, de cura; Alberto, de pirata, y yo, de torero. Después de esa experiencia, montamos otro espectáculo con poemas teatralizados en Oliverio Mate Bar, que se tituló “Aleluya”. El grupo no duró mucho, pero nos divertimos bastante.

11 — Volvamos a Muñoz: ¿llegaron él y vos a concluir la escritura de “Robacabayos”, título previsto para una novela que encaraban en los noventa?

EM — No. Esa novela fue una experiencia muy novedosa. Escrita a cuatro manos. Nos juntábamos en la casa de Alberto, yo en la máquina de escribir —no teníamos computadora—, e íbamos construyendo situaciones y diálogos. Llegamos a escribir muchas páginas, pero nuestra imaginación divergía en paralelismos, se distraía con pormenores, derivaba en digresiones múltiples. Se podría decir que no tenemos una cabeza novelesca. Nuestra cabeza es poética.

12 — Es al autor de ese único extenso “Poema del amor triste” a quien le pregunto: ¿qué otros poemarios constituidos por un único texto, y de escritores de cualquier época y latitud, recomendarías?

EM — “Fábula de Polifemo y Galatea”, de Luis de Góngora; “Los cantos de Maldoror”, de Isidore Ducasse; “Altazor”, de Vicente Huidobro; “Hospital Británico”, de Héctor Viel Temperley; el “Martín Fierro”, de José Hernández; “Canto a mí mismo”, de Walt Whitman; “Carta a mi madre”, de Juan Gelman… Evidentemente, la lista podría alargarse, pero para empezar ya está bien.

13 — “Zoo de la nueva poesía” es el subtítulo de esa revista fundada en 1981 y que se tituló “La Danza del Ratón”, dirigida inicialmente por Javier Cófreces y Jonio González. Te invito a que nos hables de ella, de su propuesta, y que la describas para quienes no la han conocido.

EM — “La Danza del Ratón” tuvo veinte números. Su última edición fue en el año 2000. Jonio emigró del país en 1982, de modo que la dirección de la revista quedó en manos de Javier. Él fue el alma y motor de la publicación. Yo colaboré con él: corregía las ediciones y escribía algunas cosas. En líneas generales, la propuesta de la revista era el rescate de los poetas ignorados por los medios, con especial acento en los creadores del interior del país. Fue así que “La Danza…” impulsó el conocimiento de Jorge Leonidas Escudero o Juan Carlos Bustriazo Ortiz, entre otros, que ahora son poetas de culto. La revista no tenía una estética cerrada, no representaba a ningún movimiento o grupo estético. Si tuviera que arriesgar una definición, podría decir que era el medio de difusión de los marginados, que, tratándose de poesía —el género literario paradigmático de la marginación—, no es poco.

14 — Detengámonos en un libro de 2015, “Bestias pop”, conformado por dibujos de tu hijo Rafael cuando él tenía ocho años y poemas que creaste a partir de ellos.

EM — “Bestias pop” es, quizá, mi libro más entrañable. Rafa había hecho unos dibujos que mezclaban imágenes que él veía por televisión con otras que salían de su imaginación. El resultado son figuras frankensteinianas, monstruos híbridos con cabeza de Pokémones y cuerpos de animales. Un bestiario tierno, a veces con toques de humor y otras con pretensiones épicas, pero siempre colorido, alegre, emotivo. Ver esos dibujos fue inspirador. Como si brotaran de una revelación, los poemas comenzaron a surgir uno tras otro, y en pocos días estaban terminados. Lo que vino después fue otra inspiración, pero de Gabriela Franco, gran poeta y editora. Para el Día del Padre de 2013, ella se encargó de transformar esos dibujos y poemas en un libro y me regaló un ejemplar a mí y otro a Rafa. Es un día que no voy a olvidar jamás.

15 — Innumerable cantidad de lecturas y participación en mesas redondas y conferencias sobre poesía te han tenido como protagonista en nuestro país y en el exterior. ¿Nos hablarías de lo que te ha dejado el haber formado parte del Festival Internacional de Poesía de Trois Rivière, en Quebec, Canadá?

EM — Fue un acontecimiento extraordinario en varios sentidos. Era la primera vez que iba a separarme de mi compañera y mi hijo Rafael —él tenía entonces cuatro años— por diez días, y ya comenzaba a extrañarlos antes de partir. Después de un viaje interminable e incómodo —el espacio que separa un asiento del inmediatamente anterior en la clase turista de los aviones es mínimo— llegué a Toronto, donde debía trasbordar a otro avión hasta Montreal. Ya en el Canadá francófono me esperaba un hombre muy amable con un cartel con mi nombre —ya estaba viviendo en una película—, y me llevó en auto hasta Trois Rivière. Es una pequeña ciudad, de unos 130 mil habitantes, muy bien cuidada, y atravesada por un bello río, remanso para la vista y regocijo para el oído. Anclé en un hotel muy bueno: mi habitación era como dos o tres ambientes de mi casa. Cerca del hotel había una hermosa plaza; varias veces advertí ardillas negras bajar de alguno de sus árboles. Allí conocí a poetas de todo el mundo: Irán, Angola, México, Uruguay…; conformaban un conjunto que no era Babel porque todos tratábamos de hablar en francés, salvo, claro, con los poetas de habla castellana, con los que armamos un lindo grupo. Leíamos en bares, restaurantes, librerías, al mediodía, a la tarde —allí se cena a las seis de la tarde; la gente que estaba cenando dejaba los cubiertos y las copas y atendía en silencio a la lectura—; teníamos cada uno desde nuestra llegada un cronograma de los sitios y horarios en que nos tocaría leer. Leíamos en nuestra lengua y un poeta quebequense leía la traducción al francés. Como yo algo de francés puedo leer, leía mi poema y la traducción. En fin, una experiencia enriquecedora, rara pero encendida.

16 — Entiendo que la actividad política y gremial se halla entre tus principales compromisos.

EM — Fui tesorero de la Comisión Directiva de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (SEA) en el período 2003-2006, y su secretario general en el lapso 2006-2009. Con esta institución hemos editado el volumen “Palabra viva (Textos de escritoras y escritores desaparecidos y víctimas del terrorismo de Estado. Argentina 1974-1983)”, cuya segunda edición fue publicada en 2007, en el que se recopilan textos y biografías de 116 escritores; y conseguimos que la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sancionara el Régimen de Reconocimiento a la Actividad Literaria, un proyecto de la SEA que otorga un subsidio mensual a los escritores de la ciudad que tengan más de sesenta años. Soy, además, militante del Partido Obrero.

17 — ¿Incursionaste (en solitario) en la narrativa?

EM — Mi única incursión en la narrativa fue el intento de novela que pergeñamos con Alberto Muñoz. Fuera de esa experiencia, sólo las notas periodísticas que escribí quizá puedan inscribirse en el rótulo “narrativa”, aunque de no ficción. Tengo la escritura demasiado volcada a la condensación que requiere la poesía. Envidio la facilidad con que algunos escritores crean historias, o la fluidez con que se dejan llevar por digresiones que luego vuelven a la trama. No, mis historias son mínimas, condensan instantes de vida, les fascina la síntesis. A veces creo que todas las historias ya están escritas, que haría falta otro mundo para ver alguna historia diferente.

18 — ¿Te llevaría a alguna consideración o asociación si yo te dijera que “la voz de un escritor puede gastarse inútilmente”, que puede malgastarse?

EM — La única manera en que puede malgastarse la voz de un escritor es obligándola a decir lo que no quiere. La antigua, pero siempre remozada idea platónica de que los poetas deben “cantar a los dioses y a los hombres ilustres” o ser desterrados de la República es el modo que tiene el Estado para malgastar la voz de los escritores. La cooptación actual trata de seducir con dinero y presencia en los medios a los artistas para que no saquen los pies del plato. Y el castigo por sacarlos es, salvo excepciones, el anonimato y la obligación de trabajar en otra cosa que no sea el arte que se profesa.

19 — ¿De qué autores hay mucho o bastante en tu poética?

EM — La manera más honesta de responder a esa pregunta es decir que no tengo la menor idea. Porque las lecturas que uno hizo no necesariamente se reflejan en lo que uno escribe. Leí mucho, entre los poetas, a Jorge Luis Borges, a José Lezama Lima, a José Martí, a César Vallejo, a Antonio Machado, a Federico García Lorca, a Octavio Paz… y, entre los narradores, a Italo Calvino, a Marguerite Yourcenar, al mismo Borges, a Julio Cortázar, a Gabriel García Márquez… Pero no reconozco a ninguno de ellos en mi poética. Quizá sea una mezcla de todo lo leído, revuelto en el caldo de todo lo vivido, lo que defina mi poética.

20 — ¿Y “Los Mileo” como grupo musical?

EM — Pasa un poco lo mismo que con los escritores. Escuchamos mucho a cantautores, como Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez, Paco Ibáñez, Patxi Andión, pero también música instrumental: Paco de Lucía, Keith Jarret, o grupos de rock: los Beatles, Génesis, Deep Purple, Creedence, Luis Alberto Spinetta, Charly García, o tangueros: Aníbal Troilo, Roberto Goyeneche, Astor Piazzolla, Osvaldo Pugliese, Carlos Di Sarli, o folcloristas: Atahualpa Yupanqui, el “Cuchi” Leguizamón… Seguramente, como en la respuesta anterior, queden más sin nombrar que nombrados. Y también como en la respuesta anterior, ninguna de estas expresiones podría definirnos.

21 — ¿Qué influencia tuvo, fue teniendo tu oficio de corrector sobre tu vida literaria? ¿Escribiste, o intentaste producir algo a partir de esa condición?

EM — Entiendo que el oficio de corrector influye en la escritura en función de mantener una normativa lingüística, y en ese sentido detectar errores, ya sean de ortografía, de gramática o de sintaxis. Pero la escritura de poesía a veces exige la transgresión de la normativa. La creatividad no puede reducirse —o encorsetarse— a normas “fijadas, pulidas y que dan esplendor”. De todos modos, como pasa con cualquier arte o disciplina, para transgredir la norma hay que conocerla. De lo contrario, no se trataría de transgresión, sino de ignorancia. Mi escritura, en general, respeta las normas lingüísticas. En la lectura, tengo el vicio profesional de ir detectando erratas, pero soy bastante abierto a formas nuevas que me movilicen.

22 — ¿Escritores con los que te hayas apenas cruzado y de los que te hubiera agradado hacerte amigo? ¿Descuidaste uno o más lazos amistosos que hayas sostenido durante un cierto lapso?

EM — No tuve amores a primera vista con escritores, de modo que no me quedaron asignaturas pendientes al respecto. Mis amistades con escritores son bastante firmes. Soy una persona de afectos estables, no suelo irritarme con mis amigos. Y aunque a veces no nos veamos por un tiempo, podemos retomar las relaciones rápidamente.

23 — ¿En qué basás tu juicio —sensibilidad, gusto estético— cuando leés un poema apuntando a seleccionar para una antología? 

EM — Elegir poemas para una antología es una actividad compleja. Si se trata de un poeta conocido, hay poemas ya elegidos por la crítica o por los lectores como insoslayables y otros que a uno le interesan ya sea por sensibilidad o gusto estético, o porque difieren del estilo general del poeta o porque lo ratifican o porque conforman una constelación de sentido que a uno lo atrae. Si se trata de poetas poco conocidos, suelo elegir según este último criterio. Pero siempre trato de elegir poemas que me hayan emocionado.

24 — ¿Un poeta cambia con los años? ¿Qué poetas con trayectorias valorables dirías que no han cambiado?

EM — Creo que todas las personas cambian con los años, de modo que también los poetas. Y esos cambios se verán en la poética indefectiblemente. No hay más que ver cómo los poetas que se inscribieron en alguna estética con duros manifiestos —surrealistas, neorrománticos, neobarrocos, objetivistas, etc.— la van abandonando, van mutando su escritura, en general, hacia una forma más simple, menos afectada por un dogma. Pero hay algunos poetas que han mantenido un estilo a lo largo de los años —pienso, por ejemplo, en Irene Gruss—, lo que no significa que no hayan cambiado: se afina la sensibilidad, se ahondan los afectos —los positivos y los negativos—, cambia la historia y, con ella, nuestra manera de ver el mundo.

25 — ¿Coincidirías con Enrique Anderson Imbert respecto de que la sociedad, al menos en las últimas décadas, ha sido carnívora con sus intelectuales?

EM — Todas las sociedades basadas en la explotación del hombre por el hombre son carnívoras: con los obreros, los empleados, los peones rurales, las amas de casa, los profesionales… y los intelectuales. Obviamente, si hablamos de intelectuales independientes, porque los hay también oficialistas, y éstos son los cómplices del vampirismo social con que el capitalismo trata a los asalariados. La condición para que un intelectual no sea canibalizado es que exista una sociedad sin explotadores ni explotados, donde la creatividad social sea un bien para la humanidad, y no una mercancía de la que se apropia un patrón.

26 — Hay quienes sostienen que lo experimental en literatura siempre va, aunque más no sea un poco en algunos casos, de la mano del esnobismo. ¿Estarías de acuerdo? También están los que afirman que el esnobismo es una virtud, puesto que la encarnaría una persona que, si bien probablemente no podría crear nobleza, sabe qué es la nobleza (a diferencia del resentido).

EM — La experimentación es una condición del ser humano: porque ignoramos qué sucederá mañana, vivimos experimentando. Y esa experiencia nos sirve para poder predecir, en los casos en que podamos hacerlo, qué sucederá mañana. Es el fundamento de la ciencia. La experimentación en arte no tiene el objetivo de predecir, pero sí el de hallar nuevas formas de enunciación, formas que nos permitan expresar un mundo siempre cambiante. En literatura, como en cualquier arte, se experimenta cuando se tiene la necesidad, cuando las formas resultan ineficaces, obsoletas, insuficientes, para decir. Pero no hay que confundir experimentación con esnobismo. En un ensayo publicado en el nº 1 de la revista francesa “Favorables París Poema”, César Vallejo aborda el tema de esta manera: “Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras ‘cinema’, ‘motor’, ‘caballos de fuerza’, ‘avión’, ‘radio’, ‘jazz-band’, ‘telegrafía sin hilos’ y, en general, de todas las voces de las ciencias e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras. Pero no hay que olvidar que esto no es poesía nueva ni antigua, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad. El telégrafo sin hilos, por ejemplo, está destinado, más que a hacernos decir ‘telégrafo sin hilos’, a despertar nuevos temples nerviosos, profundas perspicacias sentimentales, amplificando videncias y comprensiones y densificando el amor; la inquietud entonces crece y se exaspera y el soplo de la vida se aviva. Ésta es la cultura verdadera que da el progreso, éste es su único sentido estético, y no el de llenarnos la boca con palabras flamantes”. Creo que es bastante elocuente.

27 — ¿Cuáles de los siguientes encomillados te llegan más? T. S. Eliot (1988-1965): “(La poesía) no es la expresión de la personalidad, sino una evasión de la personalidad”. Vladislav Jodasévich (1856-1939): “...está vivo sólo aquel poeta que respira el aire de su siglo”. Odysséas Elýtis (1911-1996): “La poesía es el Arte de aproximarse a lo que nos supera”.

EM — En la cita de Eliot veo una condición a la que aspira toda poesía, o toda literatura. “Yo es otro”, dijo Rimbaud, y con ello expresó el anhelo de la voz poética. Pessoa se travistió de —si recuerdo bien— seis heterónimos. La voz poética tiende a ser una voz común, a multiplicarse. La evasión de la personalidad creo que apunta en ese sentido: evadirse de uno es poder ser los otros. La cita de Jodasévich me hace acordar a la respuesta que daba Borges a quien le preguntaba si era un escritor contemporáneo. Decía que es imposible no serlo; aun sin desearlo, aun deseando haber nacido en otro siglo, nadie puede escapar a las condiciones sociales existentes. Si alguien actualmente escribiera como Góngora, la crítica lo tomaría probablemente como una ironía. Por otra parte, la velocidad de los cambios en la sociedad actual deja el pensamiento de Jodasévich muy atrás: ¿respiro el aire de mi siglo en sus postrimerías o en sus comienzos? Elýtis abreva en lo sublime kantiano: si somos capaces de representar lo que nos supera, absorbemos —aunque sea parcialmente— su condición, nos empapamos de su naturaleza. La emoción que nos provoca nos convierte un poco en dioses de nosotros mismos.

Eduardo Mileo selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

Irala medita frente al mar

Oscura como Dios es esta noche
más alta y más profunda por umbría.
Un gran temor que hace desear el día.
Un trueno que maldice su derroche.

Me asfixia como un puño su alegría
de negro mar y soledad ansiosa,
y crece de su vientre, poderosa,
la mitad que completo con la mía.

Nada me dice, nada le respondo.
Es de silencio el lazo que nos ata
a un abismo a la vez crecido y hondo.

Los dos como de hielo y en las olas
nunca seremos el fuego enamorado
que nos disuelva como un agua sola.

(de la obra poético-musical “Irala, sueño de amor y de conquista”, edición independiente, 2008)


La raya muerta

A Raúl Mileo

En su ademán inmóvil suspendida,
aparición en el alud de espuma,
esperando ya no,
desesperada,
la raya muerta.

Encadenada a su espejo de arena
como los astros a su elipse, quieta,
cielo de bocas entreabiertas,
la raya muerta.

Muerta sin fin, sin alas, ciega.

Pájaro de tierra.
El mar la cubre y la descubre. Juega
con esa niña sin muñecas.

Para la luz del sol.
Para una catedral de luz desierta.
Para la vida sin la vida. Huella.
Vuelo de hondura de la raya muerta.

Raya no de diálogo.
De fin.
Página suelta.

Rumor de mar.
Amores en América
desaparecen de su puerta.
Brilla el frío solar y apaga el cielo.      

Abre los ojos la raya muerta.

No raya de pasión.
No de quimera.
Ni de alegría ni de esperma.
Virtud del agua que en el agua queda.

A su salud postrera,
el ojo del crepúsculo se incendia.

Raya sin alas.
Pájaro de guerra.
Murió de un pescador que vive en pena.
En el fondo del mar
la vida late.
Pero es del aire lo que vuela.

(de “Poemas sin libro”, Ediciones en Danza, 2002)

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

RAYMOND CARVER: VECINOS


Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.

Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.

Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.

—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.

Arlene asintió con la cabeza.

Jim le guiñó un ojo.

—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.

Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.

—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.

Después de cenar Arlene dijo:

—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.

Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.

Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.

Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.

—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.

Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.

—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.

Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.

—Vámonos a la cama — dijo él.
—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill

Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.

—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.

Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.

—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad — dijo ella.
—Tuve que ir al baño — dijo él.
—Tienes tu propio baño — dijo ella.
—No me pude aguantar — dijo él.

Aquella noche volvieron a hacer el amor.

Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.

En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.

Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.

Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.

En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.

No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.

—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.

Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.

—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.

Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.

—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.

La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.

—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.

Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.

—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.

Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:

—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.

Él se paró en medio del vestíbulo.

—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención
—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?
—En un cajón — dijo ella.
—No bromeas — dijo él.

Y entonces ella dijo:

—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.

Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.

—La llave — dijo él — Dámela.
—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.
—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.
—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.

Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

Raymond Carver

TUNUNA MERCADO: ANTIEROS


Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acom­pañar ese tránsito desde la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una pri­mera vez al terminar la primera recámara y así sucesivamente con las otras. Regresar a la primera recámara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con una franela húmeda pero no mojada. Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del durmiente.
Poner en orden las sillas y otros ob­jetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspe­ra (siempre hay una víspera que "produce" una marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos, tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero. Pasar al segundo cuarto que ya ha­brá sido barrido como los otros, el pasillo, y los baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior: sa­cudir el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas bien estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla, entrar bien las sábanas y cobi­jas debajo del colchón; en el ángulo de cada uno de los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas, primero ha­cia la derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del lado en cuestión– para formar un pico que se correspon­derá geométricamente con el ángulo. El estado óptimo: la ten­sión del lienzo debe ser como la de los bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para eco­nomizar el máximo de tiempo posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda sábana debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de plegarlas juntas produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en un lado antes de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las recáma­ras echar un visto a cada una para ajustar cualquier detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un instante, por turno, en el vano de la puer­ta de cada habitación, el quieto resplandor que segrega el in­terior en la semipenumbra. En los baños, tallar con pulidores especiales todo lo que sea mayólica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor limpiador de es­pejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con pro­ductos especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones, jaboneras, botellas de cham­pú, de acondicionadores, potes de crema y cosméticos, dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente las toallas, combinando entre la de ba­ño y la de la cara, el color más afín. (Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño, ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté tirado, barrer con un escobillón y pasar des­pués una franela con algún lustrador, solamente para rectifi­car el encerado (tarea que debe realizarse una vez por mes en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); qui­tar con un plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también requieren una limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar, meticulosamente dar cier­ta armonía a la disposición de los objetos sobre los estantes, los aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobilia­rio; sacudir los cortinados, darles aire para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines, estirar perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cui­dado en regar las plantas sin desparramar agua. Quitar el pol­vo de los marcos de los cuadros; si hubiera una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pa­sar encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles una pasadita con Silvo; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión, levantarlas con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cor­tinas a medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y los linos, una brisa llena de aromas. En­tretanto habráse puesto en el fuego a hervir un agua, no cual­quier agua, sino la justa y necesaria para echar los huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo, hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta cerrada, lejos de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a cada lado del ventanal, en bandeaux.
Sa­carse los zapatos para sentir la frescura cálida del terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfec­tamente competir con la pana; no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y dejar unos momentos los pechos al ai­re, erguirse y, con la mano en jarras, mirarse el perfil en el es­pejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, aboto­narla y reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal.
Entrar en la cocina, humeante por los huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es sólo convertirse en ba­se para algún otro manjar. Echar el polvo detergente en un re­cipiente de plástico, el que se usa de costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del desa­yuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los días, que es una lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos, pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote pequeño, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa grande de plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar el trapo por el piso; una y dos veces, escu­rriendo y chaguándolo cada vez.
Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera; reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una beren­jena, como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como bola de toro de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico, arrojadas a la puerta de un lu­panar y recubiertas de un opaco preservativo; que los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la morilla que el profesor de lingüística fran­co ruso le propuso a su colega franco alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes, nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles an­chos, pasillas y mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para ciertas prácticas que responden a vicios particulares.
Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascien­den al tuérdano, aunque ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires que le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebo­lla, la reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos más diminutos con ese sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo; rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates, los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el alma, la sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desapa­recer? ¿por qué?), las hierbas, ajedrea predominante, y la copi­ta que se bebe a medida que con ella y otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación, macera­ción, "mijotage". El tiempo transcurre agigantando los granos del arroz, creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose invadir por los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia, meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se les exprime. Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo se hace por hábito pero en la que cada detalle em­pieza de pronto a cobrar un sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia, para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del cuchillo deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente, produce una segregación salival en la boca; el limón despide sus jugos apretado por los dedos; la piel de los garban­zos se desliza entre los dedos y el grano sale despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la pal­ma de la mano; al calamar le salta, por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin mu­chos preámbulos, como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño el belfo de un ternero, cu­brir con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin restablecer diferencias entre los reinos, mez­clando incluso las especies y las especias por puro afán de ve­rificación, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos. Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación de la materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en cada si­tio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún proveedor a quien no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta; quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el delantal, mientras, con diferentes cucha­ras, probar una y otra vez, de una olla y la otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas, las piernas, las pan­torrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la preste­za de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aún más los fuegos, casi hasta la extinción y, como vestal, pa­rarse en medio de la cocina y considerar ese espacio como un anfiteatro; añorar la alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con mayor meti­culosidad, hendiduras de diferentes profundidades y carácter, depresiones y salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino, el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los sentidos y transformando en danza los pasos cada vez más cadenciosos y dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y fragancias.


Tununa Mercado

CHARLES BUKOWSKI: TRES MUJERES


Linda y yo vivíamos justo frente al parque McArthur, y una noche que estábamos bebiendo vimos por la ventana que caía un hombre. una visión extraña, parecía un chiste, pero no era ningún chiste pues el cuerpo se estrelló en la calle. «dios mío», le dije a Linda, «¡se espachurró como un tomate pasado! ¡no somos más que tripas y mierda y material pegajoso! ¡ven! ¡ven! ¡míralo! ». Linda se acercó a la ventana, luego corrió al baño y vomitó. luego volvió. me volví y la miré. «te lo digo de veras, querida, es exactamente igual que un gran cuenco de espaguettis y carne podrida, aderezado con una camisa y un traje rotos!». Linda volvió corriendo al baño y vomitó otra vez.

Me senté y seguí bebiendo vino. pronto oí la sirena. lo que necesitaban en realidad era el departamento de basuras. bueno, qué coño, todos tenemos nuestros problemas. yo no sabía nunca de dónde iba a venir el dinero del alquiler y estábamos demasiado enfermos de tanto beber para buscar trabajo. cuando nos preocupábamos, lo único que podíamos hacer para eliminar nuestras preocupaciones era joder. esto nos hacía olvidar un rato. jodíamos mucho y, para suerte mía, Linda tenía un polvo magnífico. todo aquel hotel estaba lleno de gente como nosotros, que bebían vino y jodían y no sabían después qué. De vez en cuando, uno de ellos se tiraba por la ventana. Pero el dinero siempre nos llegaba de algún sitio; justo cuando todo parecía indicar que tendríamos que comernos nuestra propia mierda, una vez trescientos dólares de una tía muerta, otra un reembolso fiscal demorado. Otra vez, iba yo en autobús y en el asiento de enfrente aparecen aquellas monedas de cincuenta centavos. Yo no sabía, ni lo sé todavía, qué significaba aquello, quién lo había dejado allí, me cambié de asiento y empecé a guardarme las monedas, cuando llené los bolsillos, apreté el timbre y bajé en la primera parada. nadie dijo nada ni intentó detenerme. En fin, cuando estás borracho, sueles ser afortunado; aunque no seas un tipo de suerte, puedes ser afortunado.

Pasábamos siempre parte del día en el parque mirando los patos. te aseguro que cuando andas mal de salud por darle sin parar a la botella y por falta de comida decente, y estás cansado de joder intentando olvidar, no hay como irse a ver los patos. Quiero decir, tienes que salir del cuarto, porque puedes caer en la tristeza profunda profunda y puedes verte en seguida saltando por la ventana. Es más fácil de lo que te imaginas. así que Linda y yo nos sentábamos en un banco a mirar los patos. a los patos les da todo igual, no tienen que pagar alquiler, ni ropa, tienen comida en abundancia, les basta con flotar de aquí para allá cagando y graznando. picoteando, mordisqueando, comiendo siempre. De cuando en cuando, de noche, uno de los del hotel captura un pato, lo mata, lo mete en su habitación, lo limpia y lo guisa. Nosotros lo pensamos pero nunca lo hicimos. Además es difícil cogerlos; en cuanto te acercas ¡Sluuuusch! una rociada de agua y el cabrón se fue… nosotros solíamos comer pastelitos hechos de harina y agua, o de vez en cuando robábamos alguna mazorca de maíz (había un tipo que tenía un plantel de maíz) no creo que llegase a conseguir comer ni una mazorca, y luego robábamos siempre algo en los mercados al aire libre… me refiero a las tiendas que tienen mercancías expuestas a la puerta; esto significaba un tomate o dos o un pepino pequeño de cuando en cuando, pero éramos ladronzuelos, raterillos, y nos basábamos sobre todo en la suerte. Los cigarrillos era más fácil, te dabas un paseo de noche y siempre alguien dejaba la ventanilla de un coche sin subir y un paquete o medio paquete de cigarrillos en la guantera. En fin nuestros auténticos problemas eran la bebida y el alquiler. Y jodíamos y nos preocupábamos por esto.
Y como siempre llegan los días de desesperación total, llegaron los nuestros. No había vino, no había suerte, ya no había nada. no había crédito de la casera ni de la bodega. Decidí poner el despertador a las cinco y media de la mañana y bajar al Mercado de Trabajo Agrícola, pero ni siquiera el despertador funcionó bien. Se había estropeado y yo lo había abierto para arreglarlo. Tenía un muelle roto y el único medio que se me ocurrió de arreglarlo fue romper un trozo y enganchar de nuevo el resto, cerrarlo y darle cuerda. ¿queréis saber lo que les pasa a los despertadores, y supongo que a toda clase de relojes, si les pones un muelle más pequeño? os lo diré: cuanto más pequeño sea el muelle, más deprisa andan las manecillas. era una especie de reloj loco, os lo aseguro, y cuando nos cansábamos de joder para olvidar las preocupaciones, solíamos contemplar aquel reloj e intentar determinar la hora que era realmente. y veías correr aquel minutero… nos reíamos mucho.
Luego, un día, tardamos una semana en adivinarlo, descubrimos que el reloj andaba treinta horas por cada doce horas reales de tiempo. y había que darle cuerda cada siete u ocho, porque si no se paraba. A veces despertábamos y mirábamos el reloj y nos preguntábamos qué hora sería.
—¿te das cuenta, querida? —decía yo— el reloj anda dos veces y media más deprisa de lo normal. es muy fácil.
—sí, pero ¿qué hora era cuando pusiste el reloj por última vez? —me preguntó ella.
—que me cuelguen si lo sé, nena, estaba borracho.
—bueno, será mejor que le des cuerda porque si no se parará.
—de acuerdo.
Le di cuerda, luego jodimos.
Así que la mañana que decidí ir al Mercado de Trabajo Agrícola no conseguí que el reloj funcionase. Conseguimos en algún sitio una botella de vino y la bebimos lentamente. yo miraba aquel reloj, sin entenderlo, temiendo no despertar. simplemente me tumbé en la cama y no dormí en toda la noche. Luego me levanté, me vestí y bajé a la calle San Pedro. Había demasiada gente por allí, paseando y esperando. vi unos cuantos tomates en las ventanas y cogí dos o tres y me los comí. había un gran cartel: Se Necesitan Recogedores De Algodón Para Bakersfield. Comida Y Alojamiento. ¿qué demonios era aquello? ¿algodón en Bakersfield, California? pensé en Eli Whitney y el motor que había eliminado todo aquello. Luego apareció un camión grande y resultó que necesitaban recogedores de tomates. Bueno, mierda, me fastidiaba dejar a Linda en aquella cama tan sola. No la creía capaz de dormir sola mucho tiempo. Pero decidí intentarlo. Todos empezaron a subir al camión. yo esperé y me aseguré de que todas las damas estaban a bordo, y las había grandes. Cuando todos estaban arriba, intenté subir yo. Un mejicano alto, evidentemente el capataz, empezó a subir el cierre de la caja: «¡lo siento, señor, completo»! y se fueron sin mí.
Eran casi las nueve y el paseo de vuelta hasta el hotel me llevó una hora. Me cruzaba con mucha gente bien vestida y con expresión estúpida. estuvo a punto de atropellarme un tipo furioso con un Caddy negro. No sé por qué estaba furioso. Quizás el tiempo. hacía mucho calor. Cuando llegué al hotel, tuve que subir andando porque el ascensor quedaba junto a la puerta de la casera y ella andaba siempre jodiendo con el ascensor, limpiándolo y frotándolo, o simplemente allí sentada espiando.
Eran seis plantas y cuando llegué oí risas en mi habitación. La zorra de Linda no había esperado mucho. En fin, le daré una buena zurra y también a él. Abrí la puerta.
Eran Linda, Jeannie y Eve.
—¡querido! —dijo Linda. Se acercó a mí, estaba toda elegante, con zapatos de tacón alto, me dio un montón de lengua cuando nos besamos.
—¡Jeannie acaba de recibir su primer cheque del desempleo y Eve está en la ayuda a los desocupados! ¡estamos celebrándolo!
Había mucho vino de Oporto, entré y me di un baño y luego salí con mis pantalones cortos. Me gusta mucho enseñar las piernas. Nunca he visto unas piernas de hombre tan grandes y vigorosas como las mías, el resto de mi persona no vale demasiado, me senté con mis raídos pantalones cortos y posé los pies en la mesita de café.
—¡mierda! ¡mirad esas piernas! —dijo Jeannie. —sí, sí —dijo Eve.
Linda sonrió.
Me sirvieron un vaso de vino.
ya sabéis cómo son esas cosas, bebimos y hablamos, hablamos y bebimos. Las chicas salieron por más botellas. Más charla. El reloj daba vueltas y vueltas, pronto oscureció, yo bebía solo, aún con mis raídos pantalones cortos. Jeannie había ido al dormitorio y se había derrumbado en la cama. Eve se había derrumbado en el sofá y Linda en otro sofá de cuero más pequeño que había en el vestíbulo, delante del baño. yo seguía sin entender por qué me había dejado en tierra aquel mejicano, me sentía desgraciado, entré en el dormitorio y me metí en la cama con Jeannie, era una mujer grande, estaba desnuda. empecé a besarle los pechos, chupándolos.
—eh, ¿qué haces?
—¿qué hago? ¡joderte! le metí el dedo en el coño y lo moví arriba y abajo.
—¡voy a joderte!
—¡no! ¡Linda me mataría!
—¡nunca lo sabrá!
La monté y luego muy lenta lenta quedamente para que los muelles no rincharan, pues no debía oírse el menor rumor, entré y salí y entré y salí siempre despacio despacio y cuando me corrí pensé que nunca pararía. Uno de los mejores polvos de mi vida. Mientras me limpiaba con las sábanas, se me ocurrió este pensamiento: quizás el hombre lleve siglos jodiendo mal.
Luego salí de allí, me senté en la oscuridad, bebí un poco más. No recuerdo cuánto tiempo estuve allí sentado, bebí bastante, luego me acerqué a Eve. Eve la de la ayuda a los desocupados, era una cosa gorda, un poco arrugada, pero tenía unos labios muy atractivos, obscenos, feos, muy cachondos. Empecé a besar aquella boca terrible y bella. no protestó en absoluto, abrió las piernas y entré. Se portó como una cerdita, gruñendo y tirando pedos y sornando y retorciéndose. No fue como con Jeannie, largo y emocionante, fue sólo plaf plaf y fuera. Salí de allí. y antes de que pudiese llegar a mi sillón otra vez la oí roncar de nuevo. Sorprendente… jodía igual que respiraba… no le daba la menor importancia. Cada mujer jode de un modo distinto, y eso es lo que mantiene al hombre en movimiento. Eso es lo que mantiene a un hombre atrapado.
Me senté y bebí algo más pensando en lo que me había hecho aquel sucio mejicano hijo de puta. No merece la pena ser cortés. Luego empecé a pensar en la ayuda a los desocupados. ¿podrían acogerse a ella un hombre y una mujer que no estuviesen casados? por supuesto que no. Que se muriesen de hambre y amor era una especie de palabra sucia, pero eso era algo de lo que había entre Linda y yo: amor. por eso pasábamos hambre juntos, bebíamos juntos, vivíamos juntos. ¿qué significaba matrimonio? matrimonio significaba un Joder santificado y un Joder santificado siempre y finalmente, sin remisión, significa Aburrimiento, llega a ser un Trabajo. Pero eso era lo que el mundo quería: un pobre hijo de puta, atrapado y desdichado, con un trabajo que hacer. bueno, mierda, me iré a vivir al barrio chino y traspasaré a Linda a Big Eddie. Big Eddie era un imbécil, pero al menos compraría a Linda algo de ropa y le metería filetes en el estómago, que era más de lo que yo podía hacer.
Bukowski Piernas de Elefante, el fracasado.
terminé la botella y decidí que necesitaba dormir un poco, di cuerda al despertador y me acosté con Linda. Se despertó y empezó a frotarse conmigo.
—oh mierda, oh mierda —dijo—. ¡no sé que me pasa!
—¿qué hubo, nena? ¿estás mala? ¿quieres que llame al Hospital General?
—oh no, mierda, sólo estoy ¡Caliente! ¡Caliente! ¡Muy Caliente!
—¿qué?
—¡digo que estoy muy caliente! ¡Jódeme!
—Linda…
—¿qué? ¿qué? —estoy cansadísimo. Llevo dos noches sin dormir, ese largo paseo hasta el mercado de trabajo y luego la vuelta, treinta y dos manzanas, con aquel sol… es inútil. no hay nada que hacer, estoy hecho migas.
—¡yo te ayudaré!
—¿qué quieres decir?
Se arrastró por el sofá y empezó a chupármela, gruñí agotado.
—querida, treinta y dos manzanas con aquel sol… estoy liquidado.
Ella siguió, tenía una lengua como papel de lija y sabía usarla.
—querida —le dije— ¡soy una nulidad social! ¡no te merezco! ¡déjalo, por favor!
Como digo, ella sabía hacerlo. unas pueden; otras no. La mayoría sólo conocen el viejo chup chup. Linda empezó con el pene, lo dejó, pasó a las bolas, luego las dejó, volvió otra vez al pene, fue subiendo en espiral, despertando un maravilloso volumen de energía, y dejando siempre el capullo propiamente dicho, intacto. Por último, yo me disparé y me lancé a decirle las diversas mentiras sobre lo que haría por ella cuando consiguiese por fin enderezar el culo y dejar de ser un golfo.
Entonces ella atacó el capullo, colocó la boca a un tercio de su longitud, hizo esa pequeña presión con los dientes, el mordisquito de lobo y yo me corrí otra vez… lo cual significaba cuatro veces aquella noche. Quedé completamente agotado. Hay mujeres que saben más que la ciencia médica.
Cuando desperté estaban todas levantadas y vestidas, y con buen aspecto. Linda, Jeannie y Eve. intentaron destaparme, riendo.
—¡bueno, Hank, vamos a divertirnos un poco! ¡y necesitamos un trago! ¡estaremos en el bar de Tommi-Hi!
—¡vale, vale, adiós! salieron las tres meneando el culo.
Todo el Género Humano estaba condenado para siempre.
Cuando ya iba a dormirme sonó el teléfono interior.
—¿sí?
—¿señor Bukowski?
—¿sí?
—¡vi a esas mujeres! ¡venían de su casa!
—¿y cómo lo sabe? tiene usted ocho pisos y unas siete u ocho habitaciones por piso.
—conozco a todos mis inquilinos, señor Bukowski. aquí no hay más que gente trabajadora y respetable.
—¿sí?
—sí, señor Bukowski, llevo regentando este lugar veinte años, y nunca jamás había visto cosas como las que pasan en su casa. Siempre hemos tenido aquí gente respetable, señor Bukowski.
—sí, son tan respetables que cada poco un hijo de puta se sube a la terraza y se tira de cabeza a la calle y va a caer a la entrada entre esas plantas artificiales que tienen ustedes allí.
—¡le doy de plazo hasta el mediodía para irse, señor Bukowski!
—¿qué hora es en este momento?
—las ocho.
—gracias.
colgué..
Busqué un alka-seltzer. Lo bebí en un vaso sucio. luego busqué un poco de vino. Corrí las cortinas y miré el sol. Era un mundo duro, no me decía nada, pero odiaba la idea de volver otra vez al barrio chino. Me gustan las habitaciones pequeñas, sitios pequeños donde poder pelearse un poco. Una mujer, un trago. Pero nada de trabajo diario. No podía soportarlo, no era lo bastante listo, pensé en tirarme por la ventana pero no podía, me vestí y bajé a Tommi-Hi’s. Las chicas reían al fondo del bar con dos tipos. Marty, el encargado, me conocía, le hice una seña, no hay dinero, me senté allí.
apareció ante mí un whisky con agua y una nota.
«reúnete conmigo en el Hotel Cucaracha, habitación 12, a medianoche, la habitación será para nosotros. amor, Linda.»
Bebí el whisky, salí de allí, fui al Hotel Cucaracha a medianoche.
—no, señor —me dijo el recepcionista—, no hay ninguna habitación 12 reservada a nombre de Bukowski.
Volví a la una, había estado todo el día en el parque, toda la noche, allí sentado. Lo mismo.
—no hay ninguna habitación 12 reservada para usted, señor.
—¿ninguna habitación reservada para mí a ese nombre o a nombre de Linda Bryan?
comprobó sus libros.
—nada, señor.
—¿le importa que mire en la habitación 12?
—no hay nadie allí, señor, se lo aseguro.
—estoy enamorado, amigo, lo siento. ¡déjeme echar un vistazo, por favor!
Me echó una de esas miradas que se reservan para los idiotas de cuarta categoría y me dio la llave.
—si tarda más de cinco minutos en volver, tendrá problemas. abrí la puerta, encendí las luces.
—¡Linda!
Las cucarachas, al ver la luz, volvieron todas corriendo a meterse debajo del empapelado. había miles. cuando apagué la luz, las oí corretear saliendo otra vez. el propio empapelado no parecía más que una gran piel de cucaracha.
volví a bajar en ascensor.
—gracias dije—, tenía usted razón. no hay nadie en la habitación 12.
por primera vez, su voz pareció adoptar un vago tono amable.
—lo siento, amigo.
—gracias —dije.
Salí del hotel y giré a la izquierda, es decir hacia el Este, es decir, hacia el barrio chino. Mientras mis pies me arrastraban lentamente hacia allí, me preguntaba, «¿por qué mienten las personas?» ahora ya no me lo pregunto, pero aún recuerdo, y ahora, cuando mienten, casi lo sé mientras están mintiendo, pero aún no soy tan sabio como el recepcionista del Hotel Cucaracha que sabía que la mentira estaba en todas partes, o la gente que pasaba volando ante mi ventana mientras yo bebía oporto en cálidas tardes de Los Ángeles frente al parque McArthur, donde aún cazan, matan y devoran a los patos, y a la gente.
El hotel aún sigue allí, y también la habitación en la que parábamos, y si algún día te molestas en venir, te lo enseñaré, pero eso tiene poco sentido, ¿verdad? digamos sólo que una noche jodí a tres mujeres, o me jodieron ellas. Y cerremos con esto la historia.


Charles Bukowski