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lunes, 24 de junio de 2019

JORGE AMADO: INFANCIA



Apenas me acuerdo de mi padre. Éramos muy chicos yo y mi hermana, ella tres y yo cinco años cuando murió. Sólo me acuerdo de que mi mamá lloraba, los pelos caídos sobre la cara pálida y que mi tío, vestido de negro, abrazaba a la gente con una hipócrita expresión de tristeza. Llovía mucho. Y los hombres que llevaban el cajón caminaban apurados, sin prestar atención al llanto de mamá, que no quería dejarlos que se llevaran a su marido.

Cuando papá venía de la fábrica me hacía sentar sobre sus rodillas y me enseñaba el abecedario con hermosa voz. Era delicado y, según decían, incapaz de matar una mosca. Jugaba con mamá como si todavía fueran novios. Mamá, muy alta, y muy pálida, de manos muy finas y muy largas, tenía una belleza singular, casi de personaje de novela. Nerviosa, a veces lloraba sin motivo. Entonces papá la tomaba entre sus brazos fuertes y le cantaba trozos musicales que la hacían sonreír. 

Nunca nos retaban. Después que él murió, mamá se pasó un año medio enloquecida, echada en un rincón, sin fijarse en los hijos, sin preocuparse por su ropa, fumando y llorando. A veces tenía terribles ataques. Y llenaba de dolorosos gritos las noches calmosas de mi Sergipe. Cuando pasó ese año, mamá volvió a su estado normal y quiso arreglar los negocios de papá; entonces el tío demostró con enorme papelerío que la fábrica era suya, porque papá —lo decía con la cara enrojecida y las manos en alto, con ampuloso gesto de escándalo—papá, medio loco y medio artista, sólo había dejado deudas que el tío habría de pagar para no deshonrar el nombre familiar. Mamá, la pobre, se calló y nos apretó con sus brazos, porque nosotros temblábamos cuando el tío aparecía con su cara colorada, su barriga bien alimentada, su ropa de brin y aquellos ojos chiquitos y perversos. Vivía pasándose las manos por la barriga. El tío... Diez años mayor que papá, temprano se había ido a Río de Janeiro, donde estuvo mucho tiempo sin dar noticias y sin que se supiese qué hacía. Cuando los negocios de papá andaban viento en popa, escribió quejándose de la vida y diciendo que quería volver. Y vino enseguida de la carta. Papá le dio participación en la fábrica. Vino con su esposa, la tía Santa, santa de verdad, pobre mártir de aquel hombre estúpido. Papá vivía para nosotros y para su viejo piano. En la fábrica conversaba con los obreros, escuchaba sus quejas y las solucionaba, si era posible. Vivían en buena armonía él y los obreros, y la fábrica marchaba relativamente bien. Nunca fuimos muy ricos, porque papá era poco hábil en los negocios y dejaba escapar las mejores oportunidades. Se había educado en Europa y tenía costumbres bohemias. Había escudriñado parte del mundo y amaba los objetos antiguos y artísticos, las cosas frágiles y las personas débiles, todo lo que daba idea de convalecencia o de fin próximo. De ahí, tal vez, su pasión por mamá. Con su delgadez pálida de enferma, ella parecía una eterna convaleciente. Papá besaba sus manos firmes, suave, levemente, como con miedo de que aquellas manos se rompieran. Y se quedaban horas perdidas en largos silencios de enamorados que se entienden y se bastan. No recuerdo haberlos oído elaborar proyectos. Nosotros, yo y mi hermana, éramos como muñecos para papá y mamá. Cuando llegó el tío cambió todo. 

No había estado en Europa y se parecía mucho a la abuela, que había hecho de los dieciocho años de vida en común con el abuelo, una de esas tantas tragedias anónimas y horribles que nacen del casamiento de la estupidez con la sensibilidad. Le pegaba a los hijos de los obreros, lo que no era raro, ya que, como se murmuraba en la ciudad, golpeaba a su misma esposa. ¡Pobre tía Santa! Tan buena, amaba tanto a los niños y rezaba tanto que tenía callos en los dedos causados por las cuentas del rosario. Murió y su enfermedad fue el marido. El tío se había ido a vivir públicamente con una obrera. Santa no resistió el disgusto y murió con el rosario entre las manos, pidiéndole a papá que no abandonase al desgraciado. 

La fábrica prosperó mucho. Yo nunca comprendí por qué el salario de los obreros disminuyó. Papá, débil por naturaleza, no tenía coraje para apartar al tío de la fábrica y un día, cuando tocaba al piano uno de sus trozos predilectos, tuvo un síncope y murió. 

La ciudad subía por las laderas y terminaba en lo alto, junto al inmenso convento. Mirando desde arriba, se veía la fábrica al pie del monte por el cual la ciudad se enroscaba como una cobra de cabeza única e innumerables cuerpos. Tal vez no fuera hermosa la vieja San Cristóbal, ex capital de la provincia, pero era pintoresca, con sus casas coloniales y su silencio de fin del mundo. Las iglesias y los conventos ahogaban la alegría de las quinientas obreras que hilaban en la fábrica textil. Pienso que papá había montado la fábrica en San Cristóbal debido a la decadencia de la ciudad, a su paz y a su sosiego, triste ciudad estancada que debía apasionar a sus ojos y a su espíritu cansado de paisajes y de aventuras. Nosotros vivíamos entonces en un enorme y secular edificio, ex residencia particular de los gobernadores, con una pesadísima puerta de entrada, ventanas irregulares, todo pintado de colorado, y grandes habitaciones en las que Elsa y yo nos perdíamos durante el día jugando a las escondidas. De noche, ningún juego nos hacía entrar en ellas, porque temíamos a las almas errantes del otro mundo, almas en pena que soplaban y arrastraban cadenas, según la fidedigna versión de Virgulina, negra centenaria que había criado a mamá y entonces nos criaba a nosotros. Al lado de nuestra casa estaba el ex palacio de gobierno, a punto de caerse, transformado en cuartel donde vivían algunos soldados sucios y perezosos. Enfrente estaba el asilo: seis monjas y ochenta niñas hijas de obreras y de padres desconocidos. Esas niñas no salían. Algunas, al crecer, volvían a la fábrica donde habían nacido, y de donde mandarían al orfanato nuevas niñas sin apellido. Otras, las más blancas, iban a ser monjas y se perderían por el país. Más adelante, el convento de San Francisco, tan grande, tan silencioso, que nunca pude mirar sin cierto recelo. Residían allí cuatro frailes, pero esos cuatro frailes dominaban la ciudad. Decían sermones en los que fantaseaban sobre los colores más negros del infierno. Y esas cosas dichas en aquella lengua medio alemana, medio brasileña, parecían más horribles. Nosotros, los chicos, le teníamos miedo al infierno y mucho más todavía a los frailes. Sinval, mi futuro compañero de correrías, me contaba que obligaban a los obreros a trabajar gratuitamente en la remodelación de la catedral (donde había un gigantesco San Cristóbal, recostado en un cocotero, cargando un minúsculo Niño Jesús, todo bordado en oro) y los que se negaban eran denunciados a mi tío, invitado frecuente a la mesa de los padres, quien los despedía. 

Las casas, todas antiguas y de ladrillos, se extendían por la plaza del convento y se equilibraban por las laderas. A la noche sacaban las sillas a la vereda y las viejas contaban graciosas historias del tiempo de mis abuelos. Los chicos correteaban alrededor de la cruz ennegrecida por los años. Las escasas muchachas ricas se iban al colegio de las monjas de Aracaju y cuando volvían profesoras, siempre tenían un novio bachiller, mucha malicia y, al decir de papá, asesinaban la música moderna en el piano. Por las laderas y por la plaza estaba la gente fina, la élite, la aristocracia. Abajo quedaba la fábrica, el barrio obrero, la plebe. La fábrica era un galpón blanco lleno de ruidos y de vida. Setecientos obreros, de los cuales más de quinientos eran mujeres. Los hombres emigraban, diciendo que "trabajar en tejidos era cosa de mujer". Los más débiles se quedaban y se casaban y tenían legiones de hijas, que ocupaban el lugar de las abuelas y las madres cuando éstas ya no podían trabajar. El nacimiento de una hija se recibía con alegría. Eran dos manos más para el trabajo. Un hijo, en cambio, era un desastre. El hijo comía, crecía y se marchaba a los cafetales de San Pablo o a las plantaciones de cacao de Ilhéus, con incomprensible ingratitud. Saliendo de la fábrica, se cruzaba un tablón sobre un arroyo y se llegaba a la villa Culo con nalga, donde vivían casi todos los obreros. Un gran rectángulo en el cual los fondos de las casas se tocaban. Por eso le habían puesto tan pintoresco nombre. En medio del barrio se hacían notar la sala de primeros auxilios y el consultorio dental. El dentista venía de Aracaju dos veces por semana. Sinval decía: —Un obrero sólo puede tener dolor de dientes los miércoles y viernes. El enfermero residía en San Cristóbal, pero como era puntero electoral de mi tío, perdía mucho tiempo en eso. 

En la villa Culo con nalga, la plebe se divertía por las noches, cuando las guitarras cantaban cocos y la botella de vino pasaba de mano en mano. Los obreros entonces, leían las cartas de los parientes que estaban en Ilhéus y hacían proyectos de una emigración colectiva. El cacao ejercía sobre ellos una fascinación enfermiza. Cada tanto, los frailes bajaban y tratando de no acercarse a los chiquillos piojosos, sonreían a los obreros y les hablaban de un "arreglito en la iglesia o en el convento"... Cuando murió papá y el tío declaró nuestra pobreza, nos fuimos a vivir a una casita al pie de una ladera. Entonces estuve mucho más cerca del proletariado de Culo con nalga que de la aristocracia de la decadente San Cristóbal. Me acostumbré a jugar al fútbol con los hijos de los obreros. La pelota, pobre pelota rudimentaria, se hacía con una vejiga de buey llena de aire. Me hice compinche de Sinval, hijo único de una obrera, cuyo marido había muerto en San Pablo, metido en unos líos policiales, no sé bien por qué. Sé que los obreros hablaban de él como de un mártir. Y Sinval criticaba a los patrones con todas sus fuerzas. Flaco, los huesos sobresalientes, tenía una voz firme y una mirada agresiva. Capitaneaba a los chicos en los robos de mangas y cajús en las quintas vecinas. Y cada vez que pasaba mi tío, escupía de costado. Decía que apenas cumpliese dieciséis años se iría para San Pablo a luchar como su padre. 

Fue mucho después que yo comprendí qué significaba todo eso. Yo y Elsa íbamos a la escuela. Mamá tejía y sus padres la ayudaban a mantenernos. A los quince años fui a trabajar a la fábrica. Entonces yo era un muchacho fuerte y robusto. El chico anémico que fui se había transformado en un adolescente de músculos duros entrenados en peleas con muchachos bravos. Representaba más edad de la que tenía. Había vivido siempre entre los mozos pobres de la ciudad, pobre yo tanto como ellos. Entonces iba a ser totalmente igual, obrero de la fábrica. Sinval ya no me diría con una sonrisa sobradora: —Niño bien... Aguanté cinco años en la fábrica la brutalidad de mi tío. A los diecisiete, Sinval había vendido sus pertenencias, ropas y objetos, y se había ido a las fábricas o las plantaciones de San Pablo. La primera y última noticia que tuvimos fue dos años después. Estaba metido en una huelga y esperaba que lo detuviesen en cualquier momento. Después ni una carta, ni una nota, nada. Los obreros afirmaban: —Siguió el destino del padre —y cerraban los puños rabiosos. Pero la fábrica pitaba y ellos se doblaban, flacos y silenciosos. Entonces yo tenía las manos callosas y los hombros anchos. 

Me había olvidado mucho de lo aprendido en la escuela, pero en compensación, sentía cierto orgullo de mi condición de obrero. No hubiera cambiado mi trabajo de tejedor por el lugar del patrón. Mi tío, el dueño, estaba bastante más viejo, más colorado y más rico. La barriga era la indicadora de su prosperidad. A medida que el tío enriquecía, se le agrandaba. Y estaba enorme, indecente, monstruosa. Pocas fortunas en Sergipe igualaban la suya por ese tiempo. Sólo hacía donaciones al convento (donde engullía comidas) y al asilo. A éste le daba donaciones y huérfanas. No se podía contar con los dedos, ni sumando los de los pies, la cantidad de obreras seducidas por mi tío. Una pasión tuve a los catorce años, por una puta gastada y sifilítica, con la que inicié mi vida sexual. Un amor, a los dieciocho, platónico, por una rubiecita del asilo que se hizo monja; finalmente, tuve la idea de juntarme con Margarita, obrera como yo. Lo que dio mal resultado. También mi tío había puesto los ojos en ella, que tenía unos pechos altos y blancos y un rostro de criatura traviesa. Margarita me contó un día que el patrón la toqueteaba. Y se reía, cínica. Creo que fue esa risa la que me llevó a enfrentarme con mi tío. Le rompí su cara hipócrita. Me despidió. 

A mi madre y a Elsa, San Pablo les parecía el fin del mundo. Por nada me dejarían ir allá. Empecé a hablar de Ilhéus, tierra del cacao y de la plata, a donde iban cantidades de emigrantes. Y como Ilhéus quedaba a sólo dos días de Aracaju, en barco, aceptaron que me largase una mañana maravillosa de luz, en la tercera clase del Murtinho, rumbo a la tierra del cacao, Eldorado del que los obreros hablaban como de la tierra del Canaán. Mamá lloraba, Elsa lloraba, cuando me abrazaron la tarde en que salí para Aracaju para tomar el barco. Yo miré la vieja ciudad de San Cristóbal con el corazón lleno de nostalgia.

Tenía la certeza de que no volvería nunca más. Los hijos de los obreros jugaban al fútbol con una vejiga de buey llena de aire. 


Jorge Amado
Nos dice el periodista Ernesto Bustos Garrido que Jorge Amado es uno de los más grandes escritores de habla portuguesa. Claro que él es bahiano. Eso marca diferencias. Sabe de bailes, danzas africanas, ritos oscuros emparentados con la macumba. Sabe de cocina, de sabores que mezclan el azúcar con lo salado, de otros aliños y condimentos. La cocina bahiana la tiene en la punta de la lengua. Pica y se hace agua la boca. Sabe de coroneles y de sus queridas, esas mulatas de piel de ambrosía y besos diabólicos, plantadas a todo lujo en una oculta casita en un rincón de San Salvador, esperando la visita del señor.
De todo esto escribió Jorge Amado, y mucho, pero él era abogado. Dicen que nunca ejerció. ¡Para que! Mucho lío, mejor un buen café y un fragante habano, pasándole la mano al vaso de contiene esa cachaza olorosa de Minas. De todo esto hablan sus novelas “Doña Flor y sus dos maridos”, “La tienda de los milagros”, “Capitanes de arena”, “Teresa Batista cansada de guerra”, “Tieta de Agreste” y “Gabriela clavo y Canela”. No son las únicas. Escribió cerca de cien o quizá más. Tuvo más premios que el mismísimo Pelé. Se codeó con Neruda y con el Gabo. Y ellos y muchos más que lo visitaban lo tenían que escuchar en silencio, con la boca abierta cuando Amado les contaba cosas de la cultura bahiana. Sabía tanto y tenía tanto que contar.
Jorge Amado murió en San Salvador, el 6 de agosto de 2001.
Relato extraído de "Cacao" 1933

ISABEL ALLENDE: UNA VENGANZA



El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.

La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.

El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado si su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.

La última misión de Tadeo Céspedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.

A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.

—El último tomará la llave del cuarto donde está mi hija y cumplirá con su deber —dijo el Senador al oír los primeros tiros.

Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendió por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.

—Es la hora, hija —dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.

—No me mate, padre —replicó ella con voz firme—. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.

El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.

Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres irrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.

—La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.

Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.

Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.

Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazmines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.

—¿Adónde va, don Tadeo? —preguntó el Prefecto—. A reparar un daño antiguo —respondió saliendo sin despedirse de nadie.

No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.

—Por fin vienes, Tadeo Céspedes —dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.

—Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti —murmuró él con la voz rota por la vergüenza.

Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.

En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.

Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.

Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar.


Isabel Allende 
Lima, 1942 Escritora chilena. Hija de un diplomático chileno que le inculcó su afición por las letras, Isabel Allende cursó estudios de periodismo. Mientras se iniciaba en la escritura de obras de teatro y cuentos infantiles, trabajó como redactora y columnista en la prensa escrita y la televisión.
En 1960 Isabel Allende entró a formar parte de la sección chilena de la FAO, la organización de las Naciones Unidas que se ocupa de la mejora del nivel de vida de la población mediante un exhaustivo aprovechamiento de las posibilidades de cada zona. En 1962 contrajo matrimonio con Miguel Frías, del que habría de divorciarse en 1987, después de haber tenido dos hijos: Paula -que falleció, víctima de porfiria, en 1992- y Nicolás. En 1973, tras el golpe militar chileno encabezado por el general Pinochet, en el que murió su tío, el presidente Salvador Allende, abandonó su país y se instaló en Caracas, donde inició su producción literaria.
De: Cuentos de Eva Luna

ROBERTO ARLT: LA LUNA ROJA



Nada lo anunciaba por la tarde.

Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.

Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.

Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.

En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.

Nada lo anunciaba.

Por la noche fueron iluminados los rascacielos.

La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.

Los hombres timoratos pensaban: «¡Qué bien estamos defendidos!», y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus chóferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.

Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, blues oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un smoking, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.

Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo.

Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los dancings económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.

Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como superdread-noughts, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño.

El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del Danubio Azul, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.

Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos.

Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se «lavaban las manos». Tal dijo después un testigo.

Y si hubieran sido ellos solos.

Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos), les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.

Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba.

Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebasaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol.

El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares.

No se registró ningún accidente.

A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.

El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos.

Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección.

Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada.

De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.

Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada.

Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.

En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle.

De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas.

La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo.

Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.

Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio.

De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de la multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración.

De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad.

Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubieran pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.

Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.

Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.

Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.

No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.

Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.

Los hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.

A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.

De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.

La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.

Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.

En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.

El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:

–Amigos, ¡qué pasa amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.

Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.

Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.

En una distancia empalizada de friego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.

Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.

Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:

–¡No queremos la guerra! ¡No…, no…, no!

Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría.



Roberto Arlt
Roberto Godofredo Christophersen Arlt nació en Buenos Aires el 2 de abril de 1900. Era hijo de Karl Arlt y Ekatherine Iostraibitzer. Su infancia transcurrió en el barrio porteño de Flores. A los nueve años de edad fue expulsado de la escuela primaria. Fue un niño de carácter nervioso, la lo que no ayudó la ecuación rigurosa y disciplinada que su padre le brindó.
Ya de adolescente Roberto Arlt descubrió el esperanto y comenzó a frecuentar la biblioteca anarquista de su barrio. Se fue de casa a los diecisiete años y sobrevivió realizando toda suerte de oficios: pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón en una fábrica de ladrillos y estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de la Armada, pero ya en 1920 publicó Las ciencias ocultas Buenos Aires y en 1922, se inició en el periodismo escribiendo en el periódico Patria, que pertenecía a la Liga Patriótica Argentina, organización paramilitar, católica y ultraderechista, por lo que duró poco su colaboración.
Más adelante escribiría para Izquierda, Extrema Izquierda y Ultima Hora. En 1926 apareció publicada su primera novela, El juguete rabioso. Comenzó en esta época a escribir en la revista Mundo Argentino. Dos años después ya era redactor de los diarios El Mundo, Crítica y La Nación. 
En 1929 la editorial Claridad publica su segunda novela, Los siete locos. Sus cuentos se publican en El Hogar, Metrópolis, Azul, mientras sus aguafuertes ya son famosas y esperadas. En 1930 se vincula con la Liga Antiimperialista contra Uriburu, también firmará el manifiesto por la creación de un sindicato de escritores revolucionarios. En 1931 aparece Los lanzallamas, segunda y última parte de Los siete locos. Un año después aparece su última novela, El amor brujo, y empezó a sentirse interesado por el teatro. Estrenó su obra 300 millones. Al mismo tiempo de su actividad como escritor, Arlt buscó constantemente hacerse rico como inventor, con singular fracaso. Formó una sociedad, ARNA (por Arlt y Naccaratti) y con el poco dinero que el actor Pascual Naccaratti pudo aportar instaló un pequeño laboratorio químico en Lanús. Llegó incluso a patentar unas medias reforzadas con caucho, que no llegaron a ser comercializadas. 
También se publicaron sus Aguafuertes porteñas y tras su viaje a España, dos meses antes del inicio de a sublevación, publicó en 1936 las Aguafuertes españolas.
Murió el 26 de julio de 1942 en Buenos Aires, a causa de un infarto.

JAN DE JAGER: PIZARRO SE DESPIDE DE SU AMADA

Pizarro se despide de su amada

(o La acumulación primitiva de capital explicada)


Personajes:

FRANCISCO DE PIZARRO
MARíA LA O
CORO AUSTERO DE MONJES BENEDICTINOS

escena de alcoba, PANAMÁ, 1533


MARIA(acariciándose el vientre): Paco...hay algo que debo decirte...

PIZARRO (alarmado): Maruja...hay algo que...debo decirte...
Mañana - mañana debo partir hacia...
el Sur, eso es, hacia el Sur; el deber me llama -
el deber me llama y me fuerza a dejar a mi gentil dama.

MARIA (alarmada): Francisco, no me dejes justo ahora,
que por fuerza deberías hacerme tu señora.
Francisco, Paco, Paquito, no me dejes en un grito, desbordada de llanto,
al filo del espanto -

PIZARRO: Lo siento, palomita mía, el deber -como ya dije- me llama: ciao, María.
Quédate en la cama, que la noche es fría.

MARIA: Oh Pizarro, contemplan mis ojos un futuro de enojos y no atendidos antojos:
no te vayas ahora, que en mi seno late la vida de tu hijo, no dejes
que en un gesto desprolijo tu simiente se torne veneno, se te cuaje el yogur:
no te vayas al Sur..

PIZARRO: Mujer, es la última vez que me ves -
humillado y pobre.

Siguiendo el ejemplo mexicano de Cortés parto al Perú,
a rapiñarle al Inca todo el oro que le sobre.
No lo sabes tú, pero cual su nombre lo indica,
las tierras del Inca valen un Perú, avant la lettre.

MARIA: Francisco, espléndido ejemplar de macho, ¿qué te pica? ¿estás borracho?
¿cómo quieres que responda rimando con «avant la lettre»?

PIZARRO: Mujer tus felaciones - no hay modo que lo niegue –
son muy mejores que tu don de lengua: ¿qué hay de "quiero hablar con el maître",
o ... "déjeuner champêtre"? me extraña, tú que eres mi raison d'être,
se ve que la tristeza tu estro mengua.

MARIA: Oh Francisco.. ¿y si contigo emigro?
(duda) Pero ¿qué hay del peligro de sierpes, amazonas,
acantilados, pestes y venablos con ponzoña?
Caminos de cornisa, meses de misa
de campaña, campamentos en medio de la roña...

PIZARRO: Si las amazonas excitan tus celos, estás en lo cierto,
pues a mí esas damas fragorosas, fogosas,
como que soy el mismísimo Paco que tú amas, me excitan otras cosas,
me paran mucho más que los meros pelos -
Pero a este macho hecho y derecho
aunque a veces - oh vil fuerza de la costumbre -
contigo no se me empina cual tronco de quebracho
no dudes de mi amor ni aun menos de mi machedumbre:
mucho más que el moro... me gusta el oro, dalo por hecho.

MARíA: Demuéstrame tu amor quedándote en mi lecho
¡Oh luchador! ¡Cuando vuelvas, si es que vuelves, volverás maltrecho!

PIZARRO: Mujer no te pongas histérica a qué he venido yo
si no es a hacer la América, a ver, dimeló.

MARIA: ?

PIZARRO (resuelto): Vamos a hacer una cosa práctica
procedo directamente, de forma sintética, a la parte didáctica
de esta velada poética.
Te explico: estamos en milcincotreintipico
sin el oro del Inca no hay futuro, ni nuestro ni de nadie,
habrá futuro sí pero inseguro, oscuro, duro,
como darse la cabeza contra un - peñasco,
una y otra vez, sin asco.

Sin el oro que al inca he de sustraerle,
no cruzarán el Altántico las naves infladas las velas viento en popa,
o arrastradas a remo de galeotes, cargadas de lingotes,
para surtir de fondos a una Europa ávida de circulante contante y sonante...

MARIA: Ay Paco...

PIZARRO: Sin mí
la futura sociedad de consumo habrá de hacerse humo
más que el hereje que la vida pierde, en hoguera de leña verde

¿Qué será de la Krupp, de la Olivetti,de la Fiat,de la AktienGeselschaft Bayer,
de la Societé Générale de Banques, del Crédit Suisse,
de la Banca Internazionale del Lavoro, sin mi oro?

MARIA: Ay Paco...

PIZARRO: Figúrate mujer, si me quedo contigo, no existirán
ni el modo industrial de producción, ni los ferrocarriles, ni los rascacielos,
ni los videojuegos, ni la computación..

MARIA: Ay Paco... Si te sirve de consuelo, nunca me han mentido con tanto vuelo.

PIZARRO: La boca se te haga a un lado: ¡POR PIEDAD!
nadie, nunca, me ha llamado mentiroso, no sin dejar de faltar a la verdad. (?)

Pero sigo: si me quedo contigo, no existirán ni la escuela pública
ni los largometrajes, ni la ciencia experimental, ni la energía atómica,
ni los viajes a la luna, ni la atención médica de la cuna a la tumba, caramba.

Los metales preciosos, para decirlo de una buena vez
"no solo son negativamente lo superfluo, vale decir objetos prescindibles, sino que sus cualidades estéticas, que los convierten en el material del boato, del adorno, de la esplendidez, hacen de ellos formas positivas de lo superfluo o medios para la satisfacción de apetitos que van más allá de lo cotidiano y de la desnuda necesidad natural"

¿Entiendes, María? ¿O es que tu bella cabecita está vacía?

El oro y la plata "tienen en sí valor de uso, independientemente de su función en cuanto dinero. Pero así como son representantes naturales de relaciones puramente cuantitativas, en su uso individual son los representantes inmediatos de lo superfluo y por tanto de la riqueza en cuanto tal, a causa de sus cualidades estéticas naturales así como de sus elevados precios"


MARIA: Claro, claro.

PIZARRO: Tus tataratataratataranietasno podrán lucir coquetasbaratijas de Taiwán,
ni tus tataratataratataranietosratonear inquietos el Doom, el Tetris o el Pacmán,

si yo no voy y esquilmo al Inca.

Ay mujer, confía en Paco, no es mi juramento hueco, volveré famoso y rico,
no te creas que estoy loco, que esto no es ningún truco: No te faltará ni un arrumaco,
tus palabras de amor - tendrán eco, nos recordarán hasta el dosmilypico,
todo lo que te traiga será poco, vivirás en palacio de estuco, veranearás en Pernambuco,no le tendrás miedo al cuco,
no comerás más ossobucco, ni vulgares fideos
con tuco.

MARIA + CORO AUSTERO DE MONJES BENEDICTINOS

Paco no te vayas Paco vení
quereme otro poquito no seas así.

PIZARRO: Mujer, te pagaré con creces tus meses de añoranza:
te lo mereces. Y...cuida la panza.
(pícaro) No hay mejor afrodisíaco...que el poder y la riqueza,
nuestro reencuentro será sin asomo de tristeza,
será más bien un desparramo dionisíaco,
no sentirás en mi amor, ni la menor flaqueza, te serviré - hasta quedar cardíaco,
serás la menos virgo del zodíaco; vivirás rodeada de lujo y de grandeza,
el jardín de tu palacio será paradisíaco, y las gentes te llamarán "Su Alteza".

Adiós. Adiós.

PIZARRO se retira

(aparte) Cada vez meter un verso me cuesta más esfuerzo.
¡Abur! Según parece - que la he dejado encinta.
Me voy con los muchachos para el Sur, a ver qué pinta.

MARIA: Baratijas de Taiwán - ya no saben qué inventar.
Qué verseros estos tipos, qué tacaños ... sacarles algún mango, ni en diez años.
Estos gallegos, para soltar un cobre son la muerte.

Qué trago tan amargo, qué trámite tan largo
hmm -no me sirve esta rima-
ehm -qué resultado magro...
Me falta estar preñada, encima.
Veré de probar suerte con Dieguito de Almagro.



Jan de Jager

Nació en Buenos Aires en 1959. Vivió y estudió en la Argentina y en los Países Bajos. Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y ha realizado estudios de análisis del discurso y literatura neerlandesa en la Universidad de Amsterdam.
Se ha desempeñado como docente de idiomas, traductor independiente y profesor del traductorado de la Universidad de Buenos Aires.
Su obra literaria abarca los géneros de novela, cuento corto, poesía y teatro.
Ha publicado Trío, Buenos Aires 1997; Juego de Copias, Buenos Aires 2002; Casa de Cambio Vol. I, II y III, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2004, 2005, 2006; Noticias del ’75, Nuevo Hacer, Buenos Aires, 2009; Relampagos Vol. I y II, Viajera Editorial, Buenos Aires, 2014, 2016; Los Cantos de Ezra Pound, Editorial Sexto Piso, Madrid, 2018.
Fuente y foto:Jandejager.com 


PHILIPPE TANCELIN: POEMAS


1

El gran oscuro
posee esas profundidades de las que no regresa
ningún abismo
penetramos en él
por la feliz promesa
de una noche reparadora
de sueños engañosos
solo escapamos de él por las cimas
de infancia
que desbordan lo imposible
la belleza de un solo instante
sobre la arena
entre los infinitos

2

¿Qué signos surgidos de las profundidades rechazamos en lo impenetrable?
¿Cómo de la evidencia tan solo retenemos una palidez amarga?
Es cierto que a veces solo vemos de lo que se alza lo incompartible que nos concierne
Es cierto que es a menudo en su manera de apartarse de nosotros donde medimos el extremo ardor de la verdad
Solo comprendemos del mundo su deflagración en nosotros…
un pájaro que hace estallar nuestro sueño de emprender el vuelo

3

¿Por qué hemos agotado la sed
herido lo insurgido del cielo
entre claridad exangüe
y palidez patética de los excluidos?
¿Qué hemos hecho
de las palabras excavadas
plegadas en el quicio de la negación
entre el miedo al paso de más
y la gran bahía del aislamiento
entre la ante-cara del compromiso
y el cuerpo inexplorado de un combate?

4

A menudo la pena…
espejo de la noche
saciándose de desaparición
esposa errante
en la usura del gesto
de fundirse
A menudo esta marea
de ausencias ascendiendo
del país de arrecifes
escondidos tras
la barca de las palabras tiernas
A menudo un rumor de horizonte
infiltrándose en las líneas
del dejar vivir
donde el sueño cae en notas
falsas
a menudo…a menudo
Siempre
alguna figura insoslayada
de lo inmutable

5

Camino-Plegaria
La colonización del silencio produce un ruido ensordecedor
para superar la incapacidad de silencio del hombre
Dadnos un árbol para erigir las palabras en la cima de la tierra
dadnos en esta tierra un hombre que hablaría sin ley
dadnos un camino de hombre en una arquitectura nómada
donde los amantes se lanzan unidos
sin temor al regreso
Oh líneas de horizonte
venid a nosotros en marea
tended nuestras manos sorprendidas
zahoríes solitarias de las cumbres de sí mismo
en el camino último
Dadnos la fuerza del camino de sombra
que restituye profundidad a su huella
extendiéndola a su constelación
Caminante
que pasas bajo la lluvia batiente

por esa sonrisa que dice
que me has esperado hasta este punto supremo
de nuestra estrella
por encima de nosotros

6

Cuando el alba ha concluido
y a nuestros ojos
aparece
la amplitud de otras orillas
hay un camino que se ofrece
para reunirnos todos
al borde de la inmensa serenidad
Vamos por él
en todo lo que la luz herida
de un solo amor
aguarda de eternidad
Oímos con él
por ese doble lenguaje
del cielo y de los fondos
que lo preceden
Creemos en él
por todos los sentidos
del tiempo que se desliza
entre las piedras
La muerte particular
no pertenece a cualquiera
es nuestra
juntos
como este cuerpo interior de pasados desconocidos
este presente oscuro
en el relámpago de silencio
ese futuro
signo disyunto de su luz
La sentimos en cada partida
en la pureza de cada desaparición
en esa manera que tiene
De abandonar nuestro enigma
dE enrolar nuestra noche
como se retira el mar
que sabría de dónde vienes


**********************************************************************************


Urgencia urgente. 

Nuestra lucidez se pierde a los pies de las ruinas.
en el abismo cuna de juramentos imaginarios
Solo escuchamos las hordas de imágenes y ruidos que asaltan nuestra inteligencia en el amor.
Ponlo en un paso de realismo.

urgencia de urgencia las caras de nuestros hombres
Ya no escuchamos lo último que precede a cada evento en cada momento de alegría.
El simulacro actúa implacablemente matando a la carne de ver.

urgencia de urgencia caras de nuestro hombre
todo lo que nos queda es esta discordancia de palabras con nuestro pensamiento
actuar precisamente eso es una locura

urgencia de emergencia nuestras caras caras caras caras
queremos un mundo en el cielo
en el dia atentos a todo
Con un soplo de pureza al viento de la súplica.
Buscamos en el bosque oscuro que enciende la idea del hombre.
un pensamiento sutil
Devorando la noche preguntas invencibles.
Percibimos los colores en presencia de los demás.
Oímos el coraje de las palabras comprometidas en el ascetismo.
Y mantener la vida atada al cuerpo que habla la insubordinación.
contra la mediocridad
Perseguimos el destino solitario de una palabra activa.
Urgencia somos la hierba alta de la infancia de los siglos.
La hierba salvaje entre los adoquines, en los intersticios de los dioses y el hombre.

urgencia de emergencia nuestras caras hechas por el hombre
Nuestra escena es esta libertad fluyendo bajo el sol de mil historias del encuentro.
entre el hombre y su rostro el rostro del hombre
Hoy más que nunca no nos mentimos
Tenemos alma rebelde sin huellas en los libros.
Sin números en la absurda competencia de la existencia y el ser.
Somos los felices huérfanos de fronteras incultas y salvajes.
Somos una temporada de mujeres masculinas que regresan a sus cuerpos desde el árbol.
con frutas despertando

emergencia
La urgencia de decir las sombras de las cosas.
La canción de la innumerable esperanza.
Venimos debajo de nuestro luto debajo de nuestras quejas.
plantar el lenguaje de los excluidos en el corazón del primer significado de la vida

urgencia urgencia urgencia nuestras caras hechas por el hombre
La urgencia de quien da y no retiene.
Urgencia de cualquier asilo proponiendo un reinado.
La urgencia de compartir como manifiesto.
donde el verbo está siempre a tiempo para hacer la noche de un sueño para los hombres
Urgencia de la llama ayudando a las brasas.
Urgencia del fin de los impostores de dominadores.
Urgencia del cariño que no lastima al árbol para castigar a la savia.

emergencia urgencia emergencia
De este grito que sube al ritmo del mundo.
grita más de lo que puede ya no lo sabe
llora ... escribiendo de vuelta desde el invernadero de los justos
Donde el hombre es devuelto al hombre por su poema.

Urgencia de emergencia de la fiesta de las sombras sobre nuestros ojos.
La fiesta de los humildes en nuestras manos.

urgencia de emergencia de una casa al amanecer
Una huelga donde vamos diez mil amantes contra la precaria.
La urgencia de una noche encendida por el fuego de nuestros mercados.
a la sublime frente de compañeros camaradas
cuyo amor está en manos de las madres de las niñas de las hermanas que cavan los escombros
Con sus dedos de plumas para encontrar al hijo, el padre, el amante enterrado.

urgencia de hablar el exceso
pertenecer a una sonrisa
el laberinto de sus misterios
La urgencia de gritar impaciencia se dirigió hacia el horizonte.
sin máscara en la voz
por el único lugar de la voz de oro en la palabra

Urgencia para abrir la pajarera de quejas.
Tener los gestos de todo lo que no espera la primavera mientras se espera el frío.

La urgencia de este hambre rebelde en el banquete de la escritura.

La urgencia de este lenguaje del poema que nos enseña la profesión de la inocencia.

emergencia nuestras caras del hombre emergencia urgente

Si no queremos ser una víctima al amanecer.
Entonces será necesario cantar antes que los pájaros.
Tendremos que estar desnudos con toda la desnudez de lo indecible.
tener palabras asustadas
palabras del corazón
palabras desde el momento de silencio
palabras del frente con canto
terribles palabras de exceso
nunca escuchado
Nunca nos atrevimos en nuestras gargantas de emergencia.
Palabras temblorosas de los rostros de nuestro hombre.
caras caras caras de hombres hombres hombres hombres hombres hombres.


Philippe Tancelin

Philippe Tancelin, nacido el 29 de marzo de 1948, es un poeta y filósofo francés. Ha publicado numerosos trabajos entre poemas y reflexiones filosóficas, y comparte su vida de escritura e investigación entre Ardèche y París. 

Philippe Tancelin es un doctorado en filosofía estética y profesor de universidades. Enseña en la Universidad de París VIII la filosofía estética. También es presidente de los "poetas internacionales". Optó por un enfoque poético de la historia y la relación testigo-evento. Sus actividades de investigación se centran en el tema de la oralidad poética. Dirige numerosos talleres de creación poética transdisciplinarios. 
Desde la década de 1970, sus escritos resuenan con sus reuniones en los frentes de la resistencia contra la exclusión, la explotación de los pobres, el apoyo a los pueblos oprimidos (tercer mundo, Palestina ...) En el transcurso de la década de 1990, creó e impartió muchos talleres de creación poética en círculos: académico, escolar y marginado. Insiste en la dimensión oral de la poesía y es parte de la larga tradición de los poetas "proférateurs". 
Con Geneviève Clancy (su hermana), fundó el CICEP (Centro Internacional e Interuniversitario para la Creación de Espacios Poéticos), que reúne a unos cincuenta investigadores y artistas universitarios para enfrentar y apreciar la brecha entre la poesía y otros. artes. 
Desde 2005 (año de la muerte de Geneviève Clancy), Philippe Tancelin dirige, con Emmanuelle Moysan, la colección de Poetas de los cinco continentes a Éditions L'Harmattan. Fuente: Wikipedia / Foto: Strikingli

MARK FARINA: MÚSICA


"Suite for Beaver"
 Parte 1
Artistas: People Under the Stairs
Subido Por: dwell
Gentileza: YouTube estándar



"Dream Machine"
Canta: Sean Hayes
Subido por: Xee Shan
A Melodious Song "Dream Machine" By Mark Farina, with video by Andreas Salaff & lyrics,editing by Xeeshan Akram
Gentileza: YouTube estándar




Mark Farina (nacido el 25 de marzo de 1969 en Chicago, Illinois, EE.UU.) es un disc jockey y músico, conocido por sus obras en música house, el acid jazz y downtempo. Publicaciones notables incluyen el estado de ánimo (KMS Records, 1989) y el jazz de la seta serie ( OM registros , 1996-2011) y, recientemente, también conocidos por la compilación de house de El Divinio .Se le identifica principalmente con la música house en San Francisco, California, donde reside, pero es un DJ ampliamente reconocido en todo el mundo. Poco después de que Mark se hizo amigo Derrick Carter en 1988 en una tienda de discos en Chicago, desarrolló un interés en la música House. Marck experimentó con un estilo más profundo, cayendo De La música Soul, clásicos del disco y otros estilos que no se están reproduciendo en las principales salas de discotecas. Mientras exploran formas puristas de la música house, la marca desarrolló su estilo característico, conocido como "Mushroom Jazz":. Acid jazz infundido con las producciones de jazz, orgánicos de la Costa Oeste, junto con ritmos urbanos. Los aficionados se abrazaron al estilo downtempo de Mark, y comenzó en 1992 un programa semanal de Mushroom Jazz club nocturno en San Francisco con Patty Ryan. Se establecieron por 3 años en el club. Cuando el club cerró, Farina continuó la tradición mediante la liberación de una serie de CDs con el mismo nombre, el champiñón Jazz. Desde entonces, la marca ha estado llevando a cabo cientos de programas en todo el mundo cada año. Sus sets de la vivienda han sido descritos como el lado de jazz de Chicago House, mezcla de estilo de San Francisco. Algunos de sus juegos han llegado a durar hasta 8 horas. Farina ha sabido jugar en dos habitaciones diferentes en la misma fiesta. URB, MUZIK y BPM han tenido en él como uno de sus mejores DJ en las listas mundiales.

Fuente: wikipedia.org - Foto: tribalmixes.com