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viernes, 25 de diciembre de 2020

IBARRECHEA: TAREA PARA HOY


Uno: Preparar un trago 
VODKA CAIPIROSKA 
Ingredientes:
40 ml. vodka 
1/2 limón verde cortado en cuartos
2 cucharadas de azúcar
10 ml. sirope de azúcar (almíbar de agua y azúcar)
Hielo picado
Preparación:
Triturar el limón y el azúcar en el fondo de un vaso, con la mano de un mortero.
Llenar el vaso con hielo picado y agregar suavemente el sirope y el vodka batiendo para evitar que se vaya al fondo del vaso.
Mezclar todos los ingredientes juntos muy bien antes de servir.
Adornar con una rodajita de limón.
Caipirinha, qué le dicen algunos por ahí.

Dos:Poner un CD de buena música
LUIS SALINAS
Escuchar a este guitarrista argentino con el vaso de caipirinha en la mano, sacudiendo el hielo.

Tres: Meditar mirando hacia afuera desde un octavo piso
LUCES
Mirar por la ventana del departamento las luces de la avenida.
Las luces rojas son de los autos que entran al centro.
Las luces amarillas son de los autos que salen del centro.
Las que más tarde surcan el cielo en forma de vuelos de grulla, son anaranjadas.
Sospecho que, seguramente, bajaran algunos alienígenas de esas naves extrañas y se mimetizarán entre nosotros por algún barrio de esta ciudad, a la espera de conocer cómo se viaja en los colectivos de pasajeros. O quizás decidan vengarse de algún mordiscón descuidado de los perritos callejeros, y hasta posiblemente traigan brillantes ideas para nuestros políticos.
Esto que pienso en mis divagues nocturnos es porque no estás aquí, en este octavo piso.

Cuatro: Hora de leer
OLGA SAIN: ATARDECER

"El señor del pijama
se asoma a su balcón del piso ocho
y mira hacia la calle.
Es una visión ritual suspendida en la tarde,
una vivencia simultánea
que indaga sin avidez frente al mundo.
A sus pies todo pugna en la diversidad:
rostros lejanos, cuerpos en fuga
asegurándose el tiempo y el abrigo
de una luz indecisa.
Focos de soledad que se combinan,
disciplinados rumbos de un cansancio
que han reunido sus ojos.

El señor del pijama y el cabello blanco
se asoma a su balcón como todas las tardes.
Y volverá a elegir".

Cinco: Buenas noches.

ESCRIBIR ALGO
Concluido el ritual cotidiano de esta parte de mi vida,
escribiré algo para este blog.
"Algunas mujeres se destacan más por su atormentadora ausencia, que por su impecable rutina de estar a tu lado consolando tus desgracias, amigo..."
Buenas noches.



diceelwalter@gmail.com 

MÚSICA: LUIS SALINAS

 

LUIS SALINAS
"Un clima"




LUIS SALINAS
"Cha cha rock"


Gentileza YouTube

LUCÍA BERLIN: MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA


42–PIEDMONT. Autobús lento hasta Jack London Square. Sirvientas y ancianas. Me senté al lado de una viejecita ciega que estaba leyendo en Braille; su dedo se deslizaba por la página, lento y silencioso, línea tras línea. Era relajante mirarla, leer por encima de su hombro. La mujer se bajó en la calle 29, donde se han caído todas las letras del cartel PRODUCTOS NACIONALES ELABORADOS POR CIEGOS, excepto CIEGOS.

La calle 29 también es mi parada, pero tengo que ir hasta el centro a cobrar el cheque de la señora Jessel. Si vuelve a pagarme con un cheque, lo dejo. Además, nunca tiene suelto para el desplazamiento. La semana pasada hice todo el trayecto hasta el banco pagándolo de mi bolsillo, y se había olvidado de firmar el cheque.
Se olvida de todo, incluso de sus achaques. Mientras limpio el polvo los voy recogiendo y los dejo en el escritorio. 10 A. M. NÁUSEAS en un trozo de papel en la repisa de la chimenea. DIARREA en el escurridero. LAGUNAS DE MEMORIA Y MAREO encima de la cocina. Sobre todo se olvida de si tomó el fenobarbital, o de que ya me ha llamado dos veces a casa para preguntarme si lo ha hecho, dónde está su anillo de rubí, etcétera.
Me sigue de habitación en habitación, repitiendo las mismas cosas una y otra vez. Voy a acabar tan chiflada como ella. Siempre digo que no voy a volver, pero me da lástima. Soy la única persona con quien puede hablar. Su marido es abogado, juega al golf y tiene una amante. No creo que la señora Jessel lo sepa, o que se acuerde. Las mujeres de la limpieza lo saben todo.
Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta. No queremos la calderilla de los ceniceros.
A saber dónde, una señora en una partida de bridge hizo correr el rumor de que para poner a prueba la honestidad de una mujer de la limpieza hay que dejar un poco de calderilla, aquí y allá, en ceniceros de porcelana con rosas pintadas a mano. Mi solución es añadir siempre algunos peniques, incluso una moneda de diez centavos.
En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están los relojes, los anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: «Debajo de su almohada, detrás del inodoro verde sauce». Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia.
Hoy he robado un frasco de semillas de sésamo Spice Islands. La señora Jessel apenas cocina. Cuando lo hace, prepara pollo al sésamo. La receta está pegada en la puerta del armario de las especias, por dentro. Guarda una copia en el cajón de los sellos y los cordeles, y otra en su agenda. Siempre que encarga pollo, salsa de soja y jerez, pide también un frasco de semillas de sésamo. Tiene quince frascos de semillas de sésamo. Catorce, ahora.
Me senté en el bordillo a esperar el autobús. Otras tres sirvientas, negras con uniforme blanco, se quedaron de pie a mi lado. Son viejas amigas, hace años que trabajan en Country Club Road. Al principio todas estábamos indignadas… el autobús se adelantó dos minutos y lo perdimos. Maldita sea. El conductor sabe que las sirvientas siempre están ahí, que el 42 a Piedmont pasa solo una vez cada hora.
Fumé mientras ellas comparaban el botín. Cosas que se habían llevado… laca de uñas, perfume, papel higiénico. Cosas que les habían dado… pendientes desparejados, veinte perchas, sujetadores rotos.
(Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento).
Para meterme en la conversación les enseñé mi frasco de semillas de sésamo. Se rieron a carcajadas.
—¡Ay, chica! ¿Semillas de sésamo?
Me preguntaron cómo aguantaba tanto con la señora Jessel. La mayoría no repiten más de tres veces. Me preguntaron si es verdad que tiene ciento cuarenta pares de zapatos. Sí, pero lo malo es que la mayoría son idénticos.
La hora pasó volando. Hablamos de las señoras para las que trabajamos. Nos reímos, no sin un poso de amargura.
Las mujeres de la limpieza de toda la vida no me aceptan de buenas a primeras. Y además, me cuesta conseguir trabajo en esto, porque soy «instruida». Sé que ahora mismo no puedo buscarme otra cosa. He aprendido a contarles a las señoras desde el principio que mi marido alcohólico acaba de morir y me he quedado sola con mis cuatro hijos. Hasta ahora nunca había trabajado, criando a los niños y demás.

43–SHATTUCK–BERKELEY. Los bancos con carteles de SATURACIÓN PUBLICITARIA están empapados todas las mañanas. Le pedí fuego a un hombre y me dio la caja de cerillas. EVITEMOS EL SUICIDIO. Era de esas que, absurdamente, llevan la banda de fósforo detrás. Más vale prevenir.
Al otro lado de la calle, la mujer de la tintorería estaba barriendo la acera. A ambos lados de su puerta revoloteaban hojas y basura. Ahora es otoño, en Oakland.
Esa misma tarde, al volver de limpiar en casa de Horwitz, la acera de la tintorería volvía a estar cubierta de hojas y porquería. Tiré mi billete de transbordo. Siempre compro billete de transbordo. A veces los regalo, pero normalmente me los quedo.
Ter solía burlarse de esa manía mía de guardarlo siempre todo.
—Vamos, Maggie May, en este mundo no te puedes aferrar a nada. Excepto a mí, quizá.
Una noche en Telegraph Avenue me desperté al notar que me ponía la anilla de una lata de Coors en la palma de la mano y me cerraba el puño. Abrí los ojos y lo vi sonriendo. Terry era un vaquero joven, de Nebraska. No le gustaba ver películas extranjeras. Ahora sé que era porque no le daba tiempo a leer los subtítulos.
Las raras veces que Ter leía un libro, arrancaba las páginas a medida que las pasaba y las iba tirando. Al volver a casa, donde las ventanas siempre estaban abiertas o rotas, me encontraba un remolino de hojas en la habitación, como palomas en un aparcamiento del Safeway.

33–BERKELEY EXPRESS. ¡El autobús se perdió! El conductor se pasó de largo en el desvío de SEARS para tomar la autopista. Todo el mundo empezó a tocar el timbre mientras el hombre, avergonzado, giraba a la izquierda en la calle 27. Acabamos atascados en un callejón sin salida. La gente se asomaba a las ventanas a ver el autobús. Cuatro hombres se bajaron para ayudarle a retroceder entre los coches que había aparcados en la calle estrecha. Una vez en la autopista, empezó a acelerar como un loco. Daba miedo. Hablábamos unos con otros, emocionados por el suceso.
Hoy toca la casa de Linda.
(Mujeres de la limpieza: como norma general, no trabajéis para las amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida. O dejan de caerte bien, por lo mismo).
Pero Linda y Bob son buenos amigos, de hace tiempo. Siento su calidez aunque no estén ahí. Esperma y confitura de arándanos en las sábanas. Quinielas del hipódromo y colillas en el cuarto de baño. Notas de Bob a Linda: «Compra tabaco y lleva el coche a… du-duá, du-duá». Dibujos de Andrea con amor para mamá. Cortezas de pizza. Limpio los restos de coca del jespejo con Windex.
Es el único sitio donde trabajo que no está impecable, para empezar. Más bien está hecho un asco. Cada miércoles subo como Sísifo las escaleras que llevan al salón de su casa, donde siempre parece que estén en mitad de una mudanza.
No gano mucho dinero con ellos porque no les cobro por horas, ni el transporte. No me dan la comida, por supuesto. Trabajo duro de verdad. Pero también paso muchos ratos sentada, me quedo hasta muy tarde. Fumo y leo el New York Times, libros porno, Cómo construir una pérgola. Sobre todo miro por la ventana la casa de al lado, donde viví un tiempo. El 2129 ½ de Russell Street. Miro el árbol que da peras de madera, con las que Ter hacía tiro al blanco. En la cerca brillan los perdigones incrustados. El rótulo de BEKINS que iluminaba nuestra cama por la noche. Echo de menos a Ter y fumo. Los trenes no se oyen de día.

40–TELEGRAPH AVENUE–ASILO DE MILLHAVEN. Cuatro ancianas en sillas de ruedas contemplan la calle con mirada vidriosa. Detrás, en el puesto de enfermeras, una chica negra preciosa baila al son de «I Shot the Sheriff». La música está alta, incluso para mí, pero las ancianas ni siquiera la oyen. Más abajo, tirado en la acera, hay un cartel burdo: INSTITUTO DEL CÁNCER 13:30.
El autobús se retrasa. Los coches pasan de largo. La gente rica que va en coche nunca mira a la gente de la calle, para nada. Los pobres siempre lo hacen… De hecho, a veces parece que simplemente vayan en el coche dando vueltas, mirando a la gente de la calle. Yo lo he hecho. La gente pobre está acostumbrada a esperar. La Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías, cabinas telefónicas, salas de urgencias, cárceles, etcétera.
Mientras esperábamos el 40, nos pusimos a mirar el escaparate de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE. Mill había nacido en un molino, en Georgia. Estaba tumbado sobre una hilera de cinco lavadoras, instalando un televisor enorme en la pared. Addie hacía pantomimas para nosotros, simulando que el televisor se iba a caer en cualquier momento. Los transeúntes se paraban también a mirar a Mill. Nos veíamos reflejados en la pantalla, como en un programa de cámara oculta.
Calle abajo hay un gran funeral negro en FOUCHÉ. Antes pensaba que el cartel de neón decía «touché», y siempre imaginaba a la muerte enmascarada, apuntándome al corazón con un florete.
He reunido ya treinta pastillas, entre los Jessel, los Burn, los McIntyre, los Horwitz y los Blum. En cada una de esas casas donde trabajo hay un arsenal de anfetas o sedantes que bastaría para dejar fuera de circulación a un Ángel del Infierno durante veinte años.

18–PARK BOULEVARD–MONTCLAIR. Centro de Oakland. Hay un indio borracho que ya me conoce, y siempre me dice: «Qué vueltas da la vida, cielo».
En Park Boulevard un furgón azul de la policía del condado, con las ventanas blindadas. Dentro hay una veintena de presos de camino a comparecer ante el juez. Los hombres, encadenados juntos y vestidos con monos naranjas, se mueven casi como un equipo de remo. Con la misma camaradería, a decir verdad. El interior del furgón está oscuro. En la ventanilla se refleja el semáforo. Ámbar DESPACIO DESPACIO. Rojo STOP STOP.
Una hora larga de modorra hasta las colinas neblinosas de Montclair, un próspero barrio residencial. Solo van sirvientas en el autobús. Al pie de la Iglesia Luterana de Sion hay un letrero grande en blanco y negro que dice PRECAUCIÓN: TERRENO RESBALADIZO. Cada vez que lo veo, se me escapa la risa. Las otras mujeres y el conductor se vuelven y me miran. A estas alturas ya es un ritual. En otra época me santiguaba automáticamente cuando pasaba delante de una iglesia católica. Tal vez dejé de hacerlo porque en el autobús la gente siempre se daba la vuelta y miraba. Sigo rezando automáticamente un avemaría, en silencio, siempre que oigo una sirena. Es un incordio, porque vivo en Pill Hill, un barrio de Oakland lleno de hospitales; tengo tres a un paso.
Al pie de las colinas de Montclair mujeres en Toyotas esperan a que sus sirvientas bajen del autobús. Siempre me las arreglo para subir a Snake Road con Mamie y su señora, que dice: «¡Caramba, Mamie, tú tan preciosa con esa peluca atigrada, y yo con esta facha!». Mamie y yo fumamos.
Las señoras siempre suben la voz un par de octavas cuando les hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos.
(Mujeres de la limpieza: nunca os hagáis amigas de los gatos, no les dejéis jugar con la mopa, con los trapos. Las señoras se pondrán celosas. Aun así, nunca los ahuyentéis de malos modos de una silla. En cambio, haceos siempre amigas de los perros, pasad cinco o diez minutos rascando a Cherokee o Smiley nada más llegar. Acordaos de bajar la tapa de los inodoros. Pelos, goterones de baba).
Los Blum. Este es el sitio más raro en el que trabajo, la única casa realmente bonita. Los dos son psiquiatras. Son consejeros matrimoniales, con dos «preescolares» adoptados.
(Nunca trabajéis en una casa con «preescolares». Los bebés son geniales. Puedes pasar horas mirándolos, acunándolos en brazos. Con los críos más mayores… solo sacarás alaridos, Cheerios secos, hacerte inmune a los accidentes y el suelo lleno de huellas del pijama de Snoopy).
(Nunca trabajéis para psiquiatras, tampoco. Os volveréis locas. Yo también podría explicarles a ellos un par de cosas… ¿Zapatos con alzas?).
El doctor Blum está en casa, otra vez enfermo. Tiene asma, por el amor de Dios. Va dando vueltas en albornoz, rascándose una pierna peluda y pálida con la alpargata.La, la, la, la, Mrs. Robinson… Tiene un equipo estéreo de más de dos mil dólares y cinco discos. Simon & Garfunkel, Joni Mitchell y tres de los Beatles.
Se queda en la puerta de la cocina, rascándose ahora la otra pierna. Me alejo contoneándome con la fregona hacia el office, mientras él me pregunta por qué elegí este tipo de trabajo en particular.
—Supongo que por culpabilidad, o por rabia —digo con desgana.
—Cuando se seque el suelo, ¿podré prepararme una taza de té?
—Mire, vaya a sentarse. Ya se lo preparo yo. ¿Azúcar o miel?
—Miel. Si no es mucha molestia. Y limón, si no es…
—Vaya a sentarse —le llevo el té.
Una vez le traje una blusa negra de lentejuelas a Natasha, que tiene cuatro años, para que se engalanara. La doctora Blum puso el grito en el cielo y dijo que era sexista. Por un momento pensé que me estaba acusando de intentar seducir a Natasha. Tiró la blusa a la basura. Conseguí rescatarla y ahora me la pongo de vez en cuando, para engalanarme.
(Mujeres de la limpieza: aprenderéis mucho de las mujeres liberadas. La primera fase es un grupo de toma de conciencia feminista; la segunda fase es una mujer de la limpieza; la tercera, el divorcio).
Los Blum tienen un montón de pastillas, una plétora de pastillas. Ella tiene estimulantes, él tiene tranquilizantes. El señor doctor Blum tiene pastillas de belladona. No sé qué efecto hacen, pero me encantaría llamarme así.
Una mañana los oí hablando en el office de la cocina y él dijo: «¡Hagamos algo espontáneo hoy, llevemos a los niños a volar una cometa!».
Me robó el corazón. Una parte de mí quiso irrumpir en la escena como la sirvienta de la tira cómica del Saturday Evening Post. Se me da muy bien hacer cometas, conozco varios sitios con buen viento en Tilden. En Montclair no hay viento. La otra parte de mí encendió la aspiradora para no oír lo que ella le contestaba. Fuera llovía a cántaros.
El cuarto de los juguetes era una leonera. Le pregunté a Natasha si Todd y ella realmente jugaban con todos aquellos juguetes. Me dijo que los lunes al levantarse los tiraban por el suelo, porque era el día que iba yo a limpiar.
—Ve a buscar a tu hermano —le dije.
Los había puesto a recoger cuando entró la señora Blum. Me sermoneó sobre las interferencias y me dijo que se negaba a «imponer culpabilidad o deberes» a sus hijos. La escuché, malhumorada. Luego, como si se le ocurriera de pronto, me pidió que desenchufara el frigorífico y lo limpiara con amoniaco y vainilla.
¿Amoniaco y vainilla? A partir de ahí dejé de odiarla. Una cosa tan simple. Me di cuenta de que realmente quería vivir en un hogar acogedor, que no quería imponer culpabilidad o deberes a sus hijos. Más tarde me tomé un vaso de leche, y sabía a amoniaco y vainilla.

40–TELEGRAPH AVENUE–BERKELEY. Lavandería de Mill y Addie. Addie está sola dentro, limpiando los cristales del escaparate. Detrás de ella, encima de una lavadora, hay una enorme cabeza de pescado en una bolsa de plástico. Ojos ciegos y perezosos. Un amigo, el señor Walker, les lleva cabezas de pescado para hacer caldo. Addie traza círculos inmensos de espuma blanca en el vidrio. Al otro lado de la calle, en la guardería St. Luke, un niño cree que lo está saludando. La saluda, haciendo los mismos gestos con los brazos. Addie para, sonríe y lo saluda de verdad. Llega mi autobús. Toma Telegraph Avenue hacia Berkeley. En el escaparate del SALÓN DE BELLEZA VARITA MÁGICA hay una estrella de papel de plata pegada a un matamoscas. Al lado, tienda de ortopedia con dos manos suplicantes y una pierna.
Ter se negaba a ir en autobús. Ver a la gente ahí sentada lo deprimía. Le gustaban las estaciones de autobuses, en cambio. Íbamos a menudo a las de San Francisco y Oakland. Sobre todo a la de Oakland, en San Pablo Avenue. Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue.
Él era como el vertedero de Berkeley. Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.
No sé cómo salir adelante ahora que estás muerto, Ter. Aunque eso ya lo sabes.
Es como aquella vez en el aeropuerto, cuando estabas a punto de embarcar para Albuquerque.
—Mierda, no puedo irme. Nunca vas a encontrar el coche.
O aquella otra vez, cuando te ibas a Londres.
—¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie? —repetías sin parar.
—Haré macramé, chaval.
—¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie?
—¿De verdad crees que te necesito tanto?
—Sí —contestaste. Sin más, una afirmación rotunda de Nebraska.
Mis amigos dicen que me recreo en la autocompasión y el remordimiento. Que ya no veo a nadie. Cuando sonrío, sin querer me tapo la boca con la mano.
Voy juntando somníferos. Una vez hicimos un pacto: si para 1976 las cosas no se arreglaban, nos mataríamos a tiros al final del muelle. Tú no te fiabas de mí, decías que te dispararía y echaría a correr, o me mataría yo primero, cualquier cosa. Estoy harta de bregar, Ter.

58–UNIVERSIDAD–ALAMEDA. Las viejecitas de Oakland van todas al centro comercial Hink, en Berkeley. Las viejecitas de Berkeley van al centro comercial Capwell, en Oakland. En este autobús todos son jóvenes y negros, o viejos y blancos, incluidos los conductores. Los conductores viejos blancos son cascarrabias y nerviosos, especialmente en la zona del Politécnico de Oakland. Siempre paran con un frenazo, gritan a los que fuman o van escuchando la radio. Dan bandazos y se detienen en seco, haciendo que las viejecitas se choquen contra las barras. A las viejecitas les salen cardenales en los brazos, instantáneamente.
Los conductores jóvenes negros van rápido, surcan Pleasant Valley Road pasándose todos los semáforos en ámbar. Sus autobuses son ruidosos y echan humo, pero no dan bandazos.
Hoy me toca la casa de la señora Burke. También tengo que dejarla. Ahí nunca cambia nada. Nunca hay nada sucio. Ni siquiera entiendo para qué voy. Hoy me sentí mejor. Al menos he entendido lo de las treinta botellas de Lancers Rosé. Antes había treinta y una. Por lo visto ayer fue su aniversario de bodas. Encontré dos colillas de cigarrillo en el cenicero del marido (en lugar de la que hay siempre), una copa de vino (ella no bebe) y la botella en cuestión. Los trofeos de petanca estaban ligeramente desplazados. Nuestra vida juntos.
Ella me enseñó mucho sobre el gobierno de la casa. Coloca el rollo de papel de váter de manera que salga por abajo. Abre la lengüeta del detergente solo hasta la mitad. Quien guarda halla. Una vez, en un ataque de rebeldía, rasgué la lengüeta de un tirón con tan mala suerte que el detergente se vertió y cayó en los quemadores de la cocina. Un desastre.
(Mujeres de la limpieza: que sepan que trabajáis a conciencia. El primer día dejad todos los muebles mal colocados, que sobresalgan un palmo o queden un poco torcidos. Cuando limpiéis el polvo, poned los gatos siameses mirando hacia otro lado, la jarrita de la leche a la izquierda del azucarero. Cambiad el orden de los cepillos de dientes).
Mi obra maestra en este sentido fue cuando limpié encima del frigorífico de la señora Burke. A ella no se le escapa nada, pero si yo no hubiera dejado la linterna encendida no se habría dado cuenta de que me había entretenido en rascar y engrasar la plancha, en reparar la figurita de la geisha, y de paso en limpiar la linterna.
Hacer mal las cosas no solo les demuestra que trabajas a conciencia, sino que además les permite ser estrictas y mandonas. A la mayoría de las mujeres estadounidenses les incomoda mucho tener sirvientas. No saben qué hacer mientras estás en su casa. A la señora Burke le da por repasar la lista de felicitaciones de Navidad y planchar el papel de regalo del año anterior. En agosto.
Procurad trabajar para judíos o negros. Te dan de comer. Pero sobre todo porque las mujeres judías y negras respetan el trabajo, el trabajo que haces, y además no se avergüenzan en absoluto de pasarse el día entero sin hacer nada de nada. Para eso te pagan, ¿no?
Las mujeres de la Orden de la Estrella de Oriente son otra historia. Para que no se sientan culpables, intentad siempre hacer algo que ellas no harían nunca. Encaramaos a los fogones para restregar del techo las salpicaduras de una Coca-Cola reventada. Encerraos dentro de la mampara de la ducha. Retirad todos los muebles, incluido el piano, y ponedlos contra la puerta. Ellas nunca harían esas cosas, y además así no pueden entrar.
Menos mal que siempre están enganchadas como mínimo a un programa de televisión. Dejo la aspiradora encendida media hora (un sonido relajante) y me tumbo debajo del piano con un trapo de limpiar el polvo en la mano, por si acaso. Simplemente me quedo ahí tumbada, tarareando y pensando. No quise identificar tu cadáver, Ter, aunque eso trajo muchas complicaciones. Temía empezar a pegarte por lo que habías hecho. Morir.
El piano de los Burke lo dejo para el final. Lo malo es que la única partitura que hay en el atril es el himno de la Marina. Siempre acabo marchando a la parada del autobús al ritmo de «From the Halls of Montezuma…».

58–UNIVERSIDAD–BERKELEY. Un conductor viejo blanco cascarrabias. Lluvia, retrasos, gente apretujada, frío. Navidad es una mala época para los autobuses. Una hippy joven colocada empezó a gritar «¡Quiero bajarme de este puto autobús!». «¡Espera a la próxima parada!», le gritó el conductor. Una mujer de la limpieza gorda que iba sentada delante de mí vomitó y ensució las galochas de la gente y una de mis botas. El olor era asqueroso y varias personas se bajaron en la siguiente parada, como ella. El conductor paró en la gasolinera Arco de Alcatraz y trajo una manguera para limpiarlo, pero lo único que hizo fue echarlo hacia atrás y encharcar aún más el suelo. Estaba colorado y rabioso, y se saltó un semáforo; nos puso a todos en peligro, dijo el hombre que había a mi lado.
En el Politécnico de Oakland una veintena de estudiantes con radios esperaban detrás de un hombre prácticamente impedido. La Seguridad Social está justo al lado del Politécnico. Mientras el hombre subía al autobús, con muchas dificultades, el conductor gritó «¡Ah, por el amor de Dios!», y el hombre pareció sorprendido.
Otra vez la casa de los Burke. Ningún cambio. Tienen diez relojes digitales y los diez están en hora, sincronizados. El día que me vaya, los desenchufaré todos.
Finalmente dejé a la señora Jessel. Seguía pagándome con un cheque, y en una ocasión me llamó cuatro veces en una sola noche. Llamé a su marido y le dije que tengo mononucleosis. Ella no se acuerda de que me he ido, anoche me llamó para preguntarme si la había visto un poco pálida. La echo de menos.
Una señora nueva, hoy. Una señora de verdad.
(Nunca me veo como «señora de la limpieza», aunque así es como te llaman: su señora o su chica).
La señora Johansen. Es sueca y habla inglés con mucha jerga, como los filipinos.
Cuando abrió la puerta, lo primero que me dijo fue: «¡Santo cielo!».
—Uy. ¿Llego demasiado pronto?
—En absoluto, querida.
Invadió el escenario. Una Glenda Jackson de ochenta años. Quedé hechizada. (Mirad, ya estoy hablando como ella). Hechizada en el recibidor.
En el recibidor, antes incluso de quitarme el abrigo, el abrigo de Ter, me puso al día sobre su ida.
Su marido, John, había muerto hacía seis meses. A ella lo que más le costaba era dormir. Se aficionó a hacer puzles. (Señaló la mesita de la sala de estar, donde el Monticello de Jefferson estaba casi terminado, salvo por un agujero protozoario, arriba a la derecha).
Una noche se enfrascó tanto en el puzle que ni siquiera durmió. Se olvidó, ¡se olvidó de dormir! Y hasta de comer, para colmo. Cenó a las ocho de la mañana. Luego se echó una siesta, se despertó a las dos, desayunó a las dos de la tarde y salió y se compró otro puzle.
Cuando John vivía era Desayuno a las 6, Almuerzo a las 12, Cena a las 6. Los tiempos han cambiado, ¡a mí me lo van a decir!
—Así que no, querida, no llegas demasiado pronto —concluyó—. Solo que quizá me vaya de cabeza a la cama en cualquier momento.
Yo seguía de pie en el recibidor, acalorada, sin apartar la mirada de los ojos radiantes y somnolientos de mi nueva señora, como si los cuervos fueran a hablar.
Lo único que tenía que hacer era limpiar las ventanas y aspirar la moqueta; pero antes de aspirar la moqueta, encontrar la pieza que faltaba del puzle. Cielo con unas hojas de arce. Sé que se ha perdido.
Disfruté en el balcón, limpiando las ventanas. Aunque hacía frío, el sol me calentaba la espalda. Dentro, ella siguió con su puzle. Absorta, pero sin dejar de posar en ningún momento. Se notaba que había sido muy hermosa.
Después de las ventanas vino la tarea de buscar la pieza del puzle. Repasar centímetro a centímetro la alfombra verde, encontrar entre las largas hebras migas de biscotes, gomas elásticas del Chronicle. Estaba encantada, era el mejor trabajo que había tenido nunca. A ella le «importaba un rábano» si fumaba o no, así que seguí gateando por el suelo mientras fumaba, deslizando el cenicero a mi lado.
Encontré la pieza lejos de la mesita donde estaba el puzle, al otro lado del salón. Era cielo, con unas hojas de arce.
—¡La encontré! —gritó—. ¡Sabía que se había perdido!
—¡Yo la he encontrado! —exclamé.
Entonces pude pasar la aspiradora, y entretanto ella terminó el puzle con un suspiro. Al irme le pregunté cuándo creía que me necesitaría otra vez.
—Ah… ¿qué será, será? —dijo ella.
—Lo que tenga que ser… será —dije, y las dos nos reímos.
Ter, en realidad no tengo ningunas ganas de morir.

40–TELEGRAPH AVENUE. Parada del autobús delante de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE, que está abarrotada de gente haciendo turno para las lavadoras, pero en un clima festivo, como si esperaran una mesa. Charlan de pie al otro lado de la vidriera, tomando latas verdes de Sprite. Mill y Addie alternan como estupendos anfitriones, dando cambio a los clientes. En la televisión, la Orquesta Estatal de Ohio toca el himno nacional. Arrecia la nieve en Michigan.
Es un día frío, claro de enero. Cuatro motoristas con patillas aparecen por la esquina de la calle 29 como la cola de una cometa. Una Harley pasa muy despacio por delante de la parada del autobús y varios críos saludan al motorista greñudo desde la caja de una ranchera, una Dodge de los años cincuenta. Lloro, al fin.


Lucía Berlín
Lucia Brown Berlin, conocida como Lucia Berlin (Juneau, Alaska, 12 de noviembre de 1936 - Marina del Rey, Los Ángeles, 12 de noviembre de 2004) fue una escritora estadounidense.
Escribió 77 cuentos, con temas conectados con su personalidad y su propia experiencia de una vida compleja que la convirtió, según los críticos literarios, en un personaje maldito y de leyenda. Tuvo una historia sentimental atormentada, alcoholismo, serios problemas económicos que solventó limpiando casas ajenas, problemas de salud, etc. Su obra se ha comparado con la de Hemingway y Carver. En 1991, ganó el American Book Award​ con Homesick. Pero su trabajo quedó olvidado durante años, hasta que en 2015 se publicó a título póstumo Manual para mujeres de la limpieza, un libro considerado como uno de los mejores del año por las principales revistas literarias. Wikipedia / Foto: El País

FRANCISCO GUZMÁN BURGOS: EL CENTÉSIMO NOMBRE DE DIOS


Alguien me mandó un sobre tamaño carta que decía “Señor O. Nájera Rejano, calle de la Tortuga número 66”, y me sorprendí de que hubiese llegado a mis manos porque mi casa era la 99. Además invirtieron mis apellidos y me cambiaron la inicial del nombre. Lo abrí y adentro encontré una revista que se llamaba La sal y cuyo lema era “Tortuga significa yo habito el infierno”.

La portada atrajo mi atención en el acto, pues se trataba de una serpiente que se mordía la cola y que en la piel llevaba, con letras rojas, una frase en inglés: Devil ere here lived. Yo no la pude traducir cabalmente y por eso, días más tarde, fui al Instituto de Investigaciones Filológicas a buscar a algún experto y hallé a una doctora en lenguas modernas que se llamaba Eve Adams.
—Son unas palabras espeluznantes —me dijo—, como para colocarlas a la entrada de una mansión estilo gótico.
—¿Por qué?
—Porque ere es un arcaísmo —me respondió multiplicando las arrugas de su piel.
Como no me traducía la oración tuve que preguntarle:
—¿Qué quiere decir la frase completa?
—El diablo vivió antes aquí –me contestó arqueando las cejas.
Las primeras páginas de la revista hablaban de los palíndromos, y tan pronto me topé con esa palabra, me puse a buscarla en el diccionario y vi que se llaman así las expresiones que se pueden leer de izquierda a derecha y viceversa. Durante mi niñez, gocé horas eternas haciendo palíndromos sin imaginar siquiera que pudieran tener algún nombre. La publicación sólo contenía ese tipo de juegos. Efímera haré mi fe rezaba uno de tantos. La oración en inglés también era palindrómica.
En una hoja centelleaban dos palíndromos enigmáticos, uno de ellos escrito en griego:


De éste se aseguraba que su autor era Dios, y se ofrecía como traducción: “Lávate de tus pecados, no sólo la cara”. El otro palíndromo lo firmaba Satanás, y parecía un reto: Signa te, signa, temere me tangis et angis, es decir: “Persígnate, haz la señal, me tientas y atormentas en vano”.
Algunos palíndromos llegaban a ocupar hojas enteras, e incluso los nombres de sus autores eran palindrómicos: Natán, Sarrás y otros.
Lo que más me impresionó fue un texto largo como un cuento, hablaba de que todos tenemos un doble; para encontrarlo, decía, se debe caminar al revés. Al calce iba la firma: O. Nájera Rejano.
Dominado por el terror, arrojé a la chimenea la revista; pero la extraje casi instantáneamente, quemándome los vellos de la mano. Luego de apagarla a pisotones, quedó a la vista una ilustración que representaba un ave fénix; al pie de ella, radiaba un palíndromo en letras doradas: “Otro ocaso sacó orto”. Más abajo venía el crédito: O. Nájera Rejano. Sólo entonces me di cuenta de que esa sigla y esos apellidos, al igual que A. Rejano Nájera, componen también una frase de doble lectura.
Como estaba sudando, salí a caminar para tranquilizarme, y pese a mis ganas de olvidar todo, algo me impulsó a ir hacia el número 66 de la calle. Era una vieja casona. Sobre su puerta había un escudo con una breve leyenda: Devil lives, Evil Lived… Toqué el aldabón durante 15 ó 20 minutos y no hubo respuesta. Volví a mi casa, pensando en que Evil quizá estaba con mayúscula porque significaba “el Maligno”, en lugar de “el mal”. Además me acordé que ahí estuvo, en otro tiempo, una fábrica de esferas.
En los días siguientes, además de hablar con la doctora Eve Adams para que me tradujera la frase de la portada, fui a la Biblioteca Nacional y casualmente di con un poema de O. Nájera Rejano, que publicó la revista Aérea:

SER ESO
Beso, lodo,
parto, rito,
mito, timo,
tiro, trapo,
dolo, sebo,
seres…

Iba acompañado de una nota adjudicada a un tal Loya Gayol; revisando la publicación me di cuenta de que se trataba del boletín de la Facultad de Filosofía y Letras, a la cual fui tan pronto pude.
No tuve problemas para hallar a Loya Gayol. Es un hombre entregado a la filosofía del lenguaje, su gesto y la manera en que se peina lo hacen parecer un Bertrand Russell, posee innumerables textos ejecutados por O. Nájera Rejano, a los que elogia como si fueran diamantes y de los cuales me proporcionó algunos.
—A mí me gusta llamar a Nájera Rejano simplemente O., porque esa letra es redonda como los palíndromos. O. es una especie de profeta, es el Mahoma de los palindromistas; a través de su boca, Alá nos comunica la perfección. Sé que tiene suficiente dinero como para dedicarse exclusivamente a hacer juegos de palabras. Yo dono oro, oro o no doy. Ahí no muestra la vanidad sino su devoción por lo perfecto. Alguien me comentó que le encanta gozar la redondez del mundo; se la ha de pasar viajando. Debe ser incalculablemente lúcido y soberbiamente viejo. He llegado a creer que sus maravillas lingüísticas las realiza por computadora.
—¿Entonces, usted no conoce a nadie que pueda ayudarme a encontrarlo? —le pregunté. Nájera Rejano se me estaba volviendo una obsesión.
—Si alguien pudiera tener una pista de cómo hallarlo, ya la sabría yo. Lo he buscado por años, sin éxito. Sólo hay noticias vagas que pasan de boca en libro o viceversa. A la mejor O. Nájera Rejano es sólo la firma que un grupo de palindromistas usa para sus trabajos.
—Loya Gayol es palíndromo y usted existe.
—Pero Loya Gayol es incapaz de realizar algo como Adán, Eva y árbol obra Yavé, ¡nada!
—Sí… —suspiré derrotado—. Y tal vez sea sólo el deseo de verlo trabajando en sus grandiosidades lo que me impulsa a encontrarlo.
Hicimos una larga pausa cavilante. Yo prendí un cigarro; él, un puro.
—Roma ni se conoce sin oro, ni se conoce sin amor —dijo por fin—. Es una buena máxima palindrómica. Para saber el nombre sustancial de Roma hay que dar algo. ¡Arriésguese!
—¿Cómo?
—¿Por qué no mediante el azar? Déjelo a los dados, mande un telegrama a la primera dirección que se le ocurra, marque en un teléfono el número indicado en un billete de lotería, o…
—¡Gracias! –le dije interrumpiéndolo y salí de su oficina.
Al correr los meses abandoné la clase de Literatura en el Colegio de Ciencias y Humanidades Sur; algunos jóvenes me llamaron pidiendo que por favor asistiera, ya que, de otra forma, iban a tener dificultades con la aparición de sus calificaciones. Hubiera sido muy fácil solicitar a la Escuela un maestro suplente y sin embargo prometí obsequiarles un nueve o un diez, creyendo quitármelos de encima. Yo ansiaba continuar explorando los alcances de la palindromía; los alumnos empezaron a acusarme, con un lenguaje entre líneas, de corrupto. Pretexté necesitar un regaderazo y quien hablaba insinuó que yo era un burócrata y que debía aprovechar el agua para lavar mis culpas; le dije centenares de maldiciones y le colgué.
Una noche de insomnio quise poner en práctica la sugerencia de Loya Gayol. Iba a utilizar mi teléfono, pero preferí llamar de la calle, así el experimento sería más azaroso; llegando a las esquinas de las avenidas Capricornio y Dragón, extraje mi cartera y de ella una tarjeta en la que escribí el primer número que se me vino a la cabeza: doce millones 345 mil 669. Lo multipliqué por 54 y obtuve 666 millones 666, y me puse a marcar dicho número; sonaba ocupado, colgué y me dirigí al teléfono de la siguiente esquina, pero como no lograba entablar comunicación fui a los del resto de la manzana; al llegar a aquél en donde había empezado, decidí recorrer los cuatro aparatos telefónicos en sentido inverso. En una de tantas vueltas, un policía que se hallaba apostado en el banco Aboumrad, me dijo:
—Ya van tres veces que pasa frente al banco, a la próxima lo detengo por sospechoso.
Volví a mi casa, reprimiendo el ansia de partir en dos a aquel hombre. Revisé los palíndromos que me dio Loya Gayol. El que encabezaba la lista era Sé ver ese revés, y el último El alba, háblale. La coma no podía ser una errata, aquel mensaje estaba destinado para mí, porque justo entonces comenzó a clarear. Salí apresuradamente hacia el teléfono, una llovizna imperceptible iba llenando como de vaho mi cabello, el timbre sonó espaciadamente, aguardé cosa de un minuto, y ya colgaba, cuando una voz femenina dijo:
–Bueno.
Mi reloj tenía nueve minutos para las seis de la mañana, el alba despuntaba, intenté imaginar las justas reclamaciones que aquella mujer me lanzaría por llamar a esa hora, pidiendo hablar con alguien desconocido hasta para mí.
—¿Se encuentra el señor O. Nájera Rejano?
—¿Es usted A. Rejano Nájera? —su voz estaba impregnada de sensuales matices.
—Sí.
—Sabíamos que llamarías.
Me agradó el tuteo, quise saber su nombre, pero terció una voz masculina, superponiéndose a la de ella, como si hablara por una extensión.
—No ha llegado el momento de encontrarnos —el tono del tipo fue macabro—. Cuando usted dé con un palíndromo tridimensional, una luz se encenderá en el 66 de la calle Tortuga.
Una mano morena cortó la llamada, puse la bocina en su lugar y me dejé conducir hacia una patrulla. En la delegación de policía, argüí tener que hablar con un pariente enfermo; mis bigotones interrogadores exigieron el número y les di el de un sobrino lejano. Discaron y como éste llevaba 15 días en Europa porque lo habían becado, según les informó creo que la esposa, me despojaron del reloj y 600 pesos.
Mi celda era muy lúgubre, por lo que casi de inmediato me acosté en el camastro que ahí había. Me dio gusto estar solo y envuelto en la penumbra; a través de la pequeña y alta ventana no se alcanzaba a ver sino el cielo completamente nublado; repasé lo ocurrido mirando a la pared. Nada me hubiera costado exigir mi derecho a telefonear a un abogado o a un amigo; pero me perturbaron tanto los palíndromos y la serie de azares ocurrido, que me estuve quieto como un muerto, tratando de organizar mis pensamientos.
Oí que unos pasos se acercaban, se detuvieron frente a mi celda.
—Éste es —dijo una silueta a la otra.
—Gracias —respondió la mujer.
Quién había hablado inicialmente se fue.
—A., ¿quieres acercarte? —me preguntó y entonces reconocí el timbre de la voz.
Me aproximé a las rejas y nos besamos y estuvimos acariciándonos. Yo me sentía bogando en un sueño; sólo ahí ama y odia uno a gente que nunca ha conocido.
—¿Por qué puedo abrazarte? —le dije.
—Porque tú eres la mitad de O. Ustedes son los elegidos, el principio y el fin de Dios, el alfa y el omega, tú y él lo van a matar.
Iba a pedirle más explicaciones, pero sus labios encarcelaron los míos a besos.
—Toma —dijo repentinamente entregándome un libro—. Si logras pronto el palíndromo de tres dimensiones, O. arreglará tu salida.
—¿Saldré hoy?
—Quizás, en tus manos está realizar el cuerpo palindrómico, o no —musitó zafándose de mí—. Yo ya cumplí con mi parte.
—¿Cómo te llamas? —alcancé a preguntarle.
—Ana —susurró sin detenerse.
Me puse a ver el libro, forzando la vista. Como un paleógrafo, observaba los signos que me salían a cada página. En una de ellas, las letras, además de poderse leer de izquierda a derecha y al contrario, eran legibles de arriba hacia abajo y en sentido opuesto. Como un relámpago fulguró en mi mente el recuerdo de la palabra “abracadabra”. Aquello era un palíndromo abracadábrico, bidimensional.

A
A L A
A L E L A
A L A
A

“A Alá alela…” repite infinitamente desde cualquier esquina, terminando siempre en el centro. Había también espirales, uno de los más sencillos era el siguiente:


Tuve la sensación de que el libro me veía. Debieron haberse enrojecido mis ojos porque sólo gracias a los escasos rayos de luz azul que entraban por la ventana, podía yo penetrar en los textos.
Me taladraron las venas de la cabeza, yo creo que por el cansancio, y probablemente también debido al aire encerrado. Quise llorar. ¿Quién me había destinado a luchar contra Dios?
—¡Yo no he hecho nada malo! —pensé en voz alta, dejando caer el libro y tendiéndome en el camastro.
—Eso lo vamos a ver, maldito —dijo alguien desde afuera—. Estamos averiguando si te han fichado; donde tengas antecedentes penales te carga el demonio.
Yo ni siquiera volteé a mirarlo; me fui quedando dormido. Cuando abrí los ojos tenía hambre y me puse a vaciar los trastos que me llevaron. Después, una voluntad extraña se fue infiltrando en los músculos y en la sangre. Mi cerebro maquinaba cómo transformar aquellas figuras en cuerpos geométricos. Al anochecer, el cuadrado que se refería a Alá estaba convertido en algo similar a un brillante. A pesar del resultado, no me satisfizo que el punto de partida hubiera sido elaborado por manos ajenas.
Durante el resto de la noche, centenares de palabras, como nubes de insectos iban y venían dentro de mi cabeza; a veces me animaba a trazar sobre mi agenda algunas aproximaciones palindrómicas. Horas después tuve una estructura totalmente elaborada por mí, y la dibujé en las hojas de guarda que el libro cargaba.


De haber unido todas las vocales exceptuando la i, mediante líneas, hubiese tenido algo semejante a una piedra preciosa. A Eva aviva, ave; a Eva aviva, ave; a… dice partiendo desde cualquier extremo. Me pregunté si Eva o su pecado iban a surgir de algún modo y me vino a la mente, no supe entonces por qué, el ave fénix casi hecha cenizas que traía La sal.
Había concluido mi tarea y los ojos me punzaban. Pronto arribaron las tinieblas y caí en un nuevo sopor, del que me despertó un carcelero. Eran aproximadamente las seis de la mañana. Salí de ahí, no sin antes recibir mis pertenencias y algunas excusas.
Regresé por avenida Cruz del Sur y cuando estuve en las calles de la Tortuga, fui derecho hasta el número 66. Una luz brillaba en la enorme casona, dando cierta transparencia al polvo de las ventanas. Apenas hube rozado la puerta, ésta rechinó quedando abierta; entré y subí una crujiente escalera en forma de caracol. Al llegar al final tuve frente a mí una gigantesca esfera transparente, llena de andamios; por ella caminaba gente pálida dedicada a colocar letras de madera aquí y allá, como si se preparara un anuncio luminoso. Si alguien insertaba una eme en determinado punto, insertaba una nueva eme en otro, de tal manera que las palabras que integraban todo ese aparato, parecían captadas por invisibles espejos.
De una puerta salió un hombre cuyo cabello era lacio. Su rostro anguloso, la rapidez con que se desplazaba y el brillo siniestro de sus pupilas me hicieron estremecer. Era idéntico a mí.
—Tardaste —dijo—, pero llegas a tiempo para ayudarnos a conformar el palíndromo esférico y el humano.
Ana surgió de entre la sombra y me condujo al interior de la esfera; la mayoría trabajaba en los andamios lejanos al centro; ella me explicó que teníamos que palindromizar el último nombre de Dios; sólo pude ayudarles después de ver el esquema que exponía fragmentariamente la composición de la esfera.
Durante siglos habían buscado el centésimo nombre de Dios, los inicios de la esfera se remontaban a la Edad Media, al año nueve, del siglo IX después de Cristo; Natán aportó la palindromización tridimensional del primer nombre; la esfera fue desarmada y reconstruida en diversos sitios del mundo, según sus necesidades; al obtener los 99 nombres palindrómicos de Dios, lo dominaríamos. Todo eso me lo dijo Ana mientras acomodábamos algunas letras; por momentos se acercaba tanto a mí que a pesar de la escasa luz, yo podía ver mi reflejo en su ojo. Cuando Luzbel peleó contra Elohim, el primero fue vencido y castigado por “soberbio”, por querer ser un dios; Adán y Eva se convirtieron en nada debido a que comieron del árbol de la ciencia, del bien y del mal, pretendían hacerse todopoderosos; con la torre de Babel se quiso subir al cielo, ocupar el pedestal divino.
Al contarme que la historia no era sino la lucha de dios contra los hombres, Ana elevaba la voz y el lugar se cubría de resonancias. Dios iba a ser derrotado esta vez, se contaba para ello con la esfera: el ojo del hombre. Las letras, negras, constituían la pupila; las de alrededor, cafés, el iris; y las restantes, blancas, el limbo. Cada nuevo nombre que se llegaba a saber de Jehová, era palindromizado: así YHVH vino a ser HVH. El centésimo nombre de Dios estaba compuesto por los otros 99, cada uno de los cuales correspondía a un atributo del creador. Cuando concluimos el palíndromo, salimos de la esfera.
Mi doble me llevó hasta una pared en la que había una estrella con un nombre inscrito que se hallaba en la cabeza.
—Anota un número de dos cifras en la pared —dijo O. extendiéndome un gis; puse 85—. Réstale su inverso —al quitarle su inverso quedaron 27—. Al resultado súmale su inverso —27 y 72 me dieron 99—. No importa el número que pienses, sólo hay dos resultados: 99 y cero.
Pensé en que ese número de cabeza era el 66 y en seguida me vino a la memoria el pasaje del Apocalipsis en que Jesús revela la cifra de la bestia.
—Nos hemos encontrado antes, casi estoy seguro —le dijo.
—He andado cerca de ti siempre. Pronto seremos uno solo. Ha habido 99 dobles que se han reunido en torno al ojo del hombre. Tú y yo articularemos, simplemente con nuestra presencia, el último nombre del Señor, sígueme.
Permanecí quieto, pero Ana me tomó del brazo. Caminamos. Ella sonreía jugosamente y la blancura de su piel resaltaba al contrastar con sus ropas oscuras. El eco de nuestros pasos me hacía sentir en una basílica.
O. Nájera Rejano, Ana, los demás y yo, nos congregamos a los pies de la esfera. Se pusieron a cantar un himno en latín; yo trataba de seguir la letra. Cuando todas nuestras voces se fundieron, hubo una gran explosión afuera, la habitación se iluminaba y oscurecía en un abrir y cerrar de ojos. De repente, escuché una vibración que me hizo doblar y una música estentórea, como de trompetas, invadió mis oídos. Luego, pude ver, a través del ojo de palabras, mi cuerpo caído y muerto y también el de O. Nájera Rejano; su espíritu se integró al mío. Yo entré primero al ojo porque soy el alfa; él es el omega; la esfera nos une. Dios se desintegró; ahora, somos dios, controlamos todos los puntos del universo. La omnipotencia, la omnipresencia, la sabiduría y 96 atributos más, están contenidos en la esfera que somos. Poseemos el destino de todos y cada uno de los seres. Yo soy el alfa, Yo soy el omega. Yo soy.


Francisco Guzmán Burgos
Escritor mexicano nacido el 5 de julio de 1961. Colaborador de diversos diarios y revistas. Ha escrito varios libros entre los que se encuentran antologías y ensayos. En 1990 escribió «De la risa al llanto. Una senda inexplorada en la obra de Romero», gracias a la beca homenaje a José Rubén Romero, publicado por el Programa Cultural Tierra Adentro (libro 26). Actualmente es director de la revista trimestral “La Creación”. El cuento que publicamos con su graciosa autorización fue el ganador del tercer premio del concurso literario Efraín Huerta, de 1983, que patrocina el Ayuntamiento de Tampico, Tamaulipas. Fuente:lashistorias.com / Foto: Linkedin

SUSY DELGADO: POEMAS



¿Cómo?

Aquí donde ya todo pareciera
ser agua calma,
¿Cómo se nombra la tristeza?
Hubo otro tiempo
en que ella era
el modo de caminar por la vida,
la manera de mirar las cosas,
y era palabra cotidiana,
repetida hasta el cansancio
y más veces aún hasta el llanto.

Aquí desde tan lejos,
después de tantas cosas,
cuando ya todo se ha cubierto
con un grueso manto de pudor,
¿cómo nombrar la tristeza?

Aquí donde ya todo pareciera
ser agua calma,
¿cómo se nombra la poesía?

Hubo otro tiempo
en que ella se acomodaba
en medio de todas las cosas,
las amables, las tristes, las amargas,
aunque, es verdad,
parecía encontrarse más a gusto
con las últimas.

Pero aquí desde tan lejos,
¿cómo llamar a la poesía?


Ojalá así fuera

Ojalá así fuera
mi pequeña vida:
que estuviera asentada
en un buen lugar
sobre esta tierra,
que brillara
como el fuego del sol
y se bañara en el viento...


Ñati'ü

Y si tuviera que hablarles hoy de mi país,
les hablaría de un mosquito,
un ñati’ü
que está haciendo estragos
en las últimas defensas,
las últimas hilachas de aire,
que quedan en este viejo territorio
de viejas incuradas fiebres.


Mosquito
chiquito
mierdita.
Mosquito
flaquito
hambriento
obsesivo
dientudo
atrevido
enloquecido
brasa girando
sobre el escalofrío.

Mosquito
proyecto de animal
sudor de moscardón
figura vana
nada.
Diablo chico
diablo negro
fantasma de diablo
casi diablo.
Prójimo de lo sucio
hijo de la pobreza
filo de la muerte
aguja de la muerte
mosquito.


Tarde callada

La tarde estaba quieta como un cementerio. Sólo se oía de tanto en tanto, el tan tan lejano de un ronco campanario.

La ciudad, envuelta de un rebozo triste, se agachaba, callada. Parecía llorar en silencio, sin lágrimas. Era tal vez, un cementerio.

Pero irrumpió de pronto un torbellino de gritos destemplados, quebrando por completo la paz de aquellos muertos. Y una nube de pájaros se levantó desordenadamente, enredándose en el viento enloquecido que llegó como un amante despechado, violando todos los huecos.

El huracán enloquecido aplastaba con certeros manotazos las flores y las velas, cuando en un trueno más potente, alguien gritó una oración extraña, esparciendo un licor oscuro y maloliente entre las lápidas.

Un ratón escapó hacia los panteones más antiguos buscando refugio y en un segundo que marcó el estruendo, se suspendió un momento, pelusa gris, suave, entre la ocre polvareda.

Un gato puso el eco al grito, transeúnte asustado, fugaz de la tarde.


Susy Delgado
Escritora bilingüe y periodista, nació en San Lorenzo, Paraguay, en 1949. Su obra literaria muestra una clara preeminencia del género de la poesía. Sus cuatro primeros poemarios en guaraní –Tesarái mboyve (Antes del olvido), Tataypýpe (Junto al Fuego), Ayvy membyre (Hijo de aquel verbo) y Ñe’ë jovái (Palabra en dúo)- fueron publicados en versión bilingüe y están reunidos en la antología que lleva este último título. En el 2007 publicó otro poemario con textos originales en guaraní, en versión bilingüe, Jevy ko’ë, que incluye el cuento del mismo título, distinguido con el Premio Cide Hamete Benengeli para relatos escritos en lenguas hispánicas distintas del castellano, de la Universidad Toulouse Le Mirail y Radio Francia Internacional, en el 2005. Algunos de sus poemarios en castellano son Sobre el beso del viento, La rebelión de papel y Las últimas hogueras. Publicó también el volumen de cuentos La sangre florecida, la antología 25 Nombres Capitales de la Literatura Paraguay, y en el campo de la literatura para niños el libro Ñe’ë saraki y los que integran la Colección Che pomimi. Además del premio mencionado, su poemario Tataypýpe fue Primer Finalista en el Premio Extraordinario de Literaturas Indígenas de Casa de las Américas, Cuba, en 1991. Obtuvo también diversas distinciones nacionales como las siguientes: Personaje del Año en 1997, Mención Especial del Premio Municipal en 1998 y 2000, y el año Segundo Premio Municipal de Literatura en 2006. Su obra literaria ha sido difundida en el exterior en diversas antologías, publicaciones especializadas y páginas web de diversos países de América y Europa. Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, el portugués y el alemán. Tiene una extensa trayectoria como periodista cultural en medios de prensa paraguayos y desde hace tres años dirige la revista literaria Takuapu. Dirige igualmente el Taller de Poesía Ara Satï desde el año 2000. Fuente: Antonio Miranda / Foto: La Nación Paraguay

ROLANDO REVAGLIATTI ENTREVISTA A MARÍA TERESA ANDRUETTO

ME DEJO LLEVAR POR LA BRÚJULA DEL AMOR



María Teresa Andruetto nació el 26 de enero de 1954 en Arroyo Cabral, provincia de Córdoba, la Argentina. Reside en un paraje sobre la ladera oriental de las Sierras Chicas de esa provincia, en el barrio Cabana, perteneciente a la ciudad de Unquillo. Obtuvo por concurso la Beca Secretaría de Cultura de la Nación Argentina, la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes, la Beca Anual para Proyectos Grupales del citado Fondo, la Beca de la Internationale Jugendbibliothek (Munich). Ha sido invitada a cátedras de literatura, de literatura y género, de literatura infantil en diversas universidades y espacios de formación de grado y de postgrado de su país y el extranjero, así como a leer sus ponencias y reflexiones en Congresos e Instituciones de la Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Colombia, México, Estados Unidos, España, Alemania, Suiza e Italia. Ha dirigido colecciones informativas y de literatura juvenil y dirige actualmente una colección de rescate de narradoras argentinas. Para niños y adolescentes publicó “Stefano” (novela), “Veladuras” (nouvelle), “El anillo encantado” (cuentos), “Huellas en la arena” (cuentos), “La mujer vampiro” (cuentos), “Benjamino” (cuento ilustrado), “La niña, el corazón y la casa” (novela), “Solgo” (cuento ilustrado), “El país de Juan” (novela), etc. De su bibliografía para adultos citamos las novelas “Tama”, “La mujer en cuestión”, “Lengua madre”; publicó el libro de cuentos “Cacería”, la pieza teatral “Enero”, los poemarios “Palabras al rescoldo”, “Pavese y otros poemas”, “Kodak”, “Pavese/Kodak”, “Beatriz”, “Sueño americano”, la antología poética personal “Tendedero”. Parte de su narrativa ha sido editada en italiano, alemán, portugués, gallego, esloveno, turco y chino. Ha sido incluida en antologías nacionales, latinoamericanas, norteamericanas, francesas, italianas, españolas, portuguesas y lituanas. Recibió, entre otros, el Premio Hans Christian Andersen 2012, el Premio Iberoamericano a la Trayectoria 2009, el Premio Cultura 400 Años de la Universidad Nacional de Córdoba en 2012, el Primer Premio Novela Fondo Nacional de las Artes 2002 y fue finalista del Premio Clarín de novela 2007 y del Premio Novela Rómulo Gallegos 2010.

1 — ¿Siempre viviste en esa provincia tuya que limita con otras siete, la segunda más poblada de nuestro país?

MTA — Salvo un período de casi dos años (1976/1977) que pasé en la Patagonia y tres meses del año 1993 cuando cursé una beca en Munich, he vivido siempre en Córdoba, primero en la llanura profunda, en Oliva, el que considero mi pueblo, también sede de la Colonia de Alienados Doctor Emilio Vidal Abal, todo lo cual (la melancolía, la inmigración, italiana, sobre todo, pero además siria y española, la locura) marcó mi escritura y mi percepción del mundo. A los diecisiete años me trasladé a la capital provincial para estudiar en la universidad, hasta poco antes del Golpe de Estado del ‘76. Para esa fecha ya estaba en la Patagonia. En algún momento de 1977 regresé a Córdoba, viví ahí bastante malamente hasta fines de 1983; después de eso, me quedé en las sierras chicas, veinte años en Villa Allende y desde hace catorce en Cabana.

2 — ¿Podrías establecer para nosotros cuál ha sido tu formación literaria, además de tu paso por la Universidad Nacional de Córdoba?


MTA — Estudié Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba, entre 1970 y 1975. Después, la vida, lo que aprendí trabajando en algunos periódicos y revistas de escasa circulación. En el año 1984, al terminar la dictadura me integré a un grupo de personas interesadas en los libros para niños y fundamos el CEDILIJ (Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil), donde estuve hasta 1995. Ése fue para mí un espacio formidable de formación grupal y a la vez de enseñanza de literatura, construcción de lectores y aprendizaje acerca de la relación entre literatura y escuela. En esa institución di clases en seminarios y cursos de capacitación a docentes, fui secretaria de redacción de la revista “Piedra Libre”, en su tiempo una de las dos revistas especializadas en Literatura Infantil en Hispanoamérica, coordiné talleres con adolescentes y un ateneo de discusión, entre otras actividades. A partir de 1983 di clases de literatura en escuelas secundarias y luego en institutos de formación docente (maestros de grado, maestros de nivel inicial, profesores de teatro) y coordiné talleres literarios en ámbitos diversos, con niños, adolescentes, adultos; además en geriátricos, y a jóvenes en situación de riesgo en instituciones carcelarias y clubes. También di clínicas de escritura de cuentos, poemas, novelas, todo lo cual fue, a la vez que un espacio de docencia, un intenso espacio de aprendizaje. Me considero en permanente proceso de formación literaria, sigo leyendo literatura y sobre literatura como antes, como siempre, como una estudiante.

3 — Entre 2005 y 2013 has escrito libros en co-autoría: “La escritura en el taller”, “El taller de escritura en la escuela”, “Ribak/Reedson/Rivera. Conversaciones con Andrés Rivera” (con Lilia Lardone) y “Mujeres, artes & oficios” (con Silvia Barei).

MTA — “Mujeres, artes & oficios” no es en rigor un libro escrito en co-autoría; se trata de la reunión de mis poemas de “Palabras al rescoldo” y de una serie de poemas de la poeta cordobesa Silvia Barei que giran en torno a la vida doméstica. Los reunimos en un volumen, con reproducciones de obras de artistas plásticas argentinas, a instancias de una editorial. Los otros tres títulos sí responden a proyectos de co-autoría. Con Lilia Lardone somos amigas y ambas hemos coordinado talleres literarios; en cierta ocasión alguien nos preguntó por qué no llevábamos nuestras experiencias a un libro y así hicimos, a lo largo de un año preparamos esos dos libros: uno, concebido como de apoyo a un maestro o profesor que quiera organizar un taller en la escuela; el otro, dirigido hacia un posible coordinador de taller por fuera de la escuela. El tercero, “Ribak/Reedson/Rivera. Conversaciones con Andrés Rivera” es, en efecto, un libro de conversaciones con el querido, admirado escritor que nos distinguió con su amistad y nos permitió entrar en su pensamiento, su historia personal, sus sentimientos, en sucesivos encuentros grabados a lo largo de un verano. Facilitó la tarea que lo conociéramos y nos conociera mucho, que hubiera un piso afectivo común. Como las dos habíamos leído profundamente su obra, buscamos en ella fragmentos que nos pareció que dialogaban con sus conversaciones.

4 — Dos son los volúmenes en el género ensayo que has publicado “en solitario”: “Hacia una literatura sin adjetivos” (2009) y a través del Fondo de Cultura Económica, “La lectura, otra revolución”.

MTA — Son libros que reúnen conferencias leídas en diversos congresos, en Argentina o fuera del país. Ensayos escritos a partir de proposiciones concretas, que me han llevado a pensar sobre algunas cuestiones como la lengua, los procesos de escritura, la voz narrativa, la relación entre literatura y escuela, entre literatura y memoria y entre literatura e identidad… Los ensayos han circulado antes en espacios virtuales, revistas y actas de congresos, y en cada caso una editorial me propuso organizarlos para un libro.

5 — ¿Hay otros en el mismo género o en narrativa o en poesía o en dramaturgia que preveas, más o menos en lo inmediato, socializar?

MTA — No hace tanto apareció “Trece modos de mirar a un niño”, un poema en homenaje al poema antológico de Wallace Stevens, en una colección infantil, y la novela “Los manchados”. También están saliendo traducciones de mis libros a otras lenguas y ediciones en castellano en otros países de Latinoamérica. En cuanto al teatro, hay varias obras circulando o en preparación que diversos teatristas programaron a partir de mis cuentos o novelas.

6 — “Narradoras Argentinas” es una iniciativa tuya, y sos co-directora del blog de ese Sitio y de una colección.

MTA — Desde hace ya muchos años me interesa revisar la tradición o diversas tradiciones en la narrativa de mujeres en Argentina, tal vez en el deseo de insertarme ahí de algún modo; algo así como el rastreo de posibles madres de escritura, un gesto de agradecimiento a varias de ellas. Y empecé a colaborar con artículos sobre narradoras argentinas para el diario “La Voz del Interior”. Después alguien me sugirió que colgara las notas en un blog. Más tarde invité a otras mujeres (Juana Luján y Carolina Rossi) a organizar una colección de rescate de narradoras argentinas y le propusimos el proyecto a EDUVIM / Editorial Universitaria de Villa María. Se trata de una modesta contribución, no más de dos o tres títulos al año. Hemos publicado la narrativa completa de Andrea Rabih, una novela que dejó inédita Libertad Demitrópulos, otra también inédita de Paula Wajsman, hemos reeditado un libro de cuentos de Fina Warschaver, la primera novela de Elvira Orphée, está al salir un libro de cuentos de la gran Amalia Jamilis…, todos con un prólogo que explora esa obra.

7 — ¿Ya habrás terminado de procesar, seguramente, que te fue otorgado el más prestigioso premio a nivel mundial de la literatura infantil y juvenil?

MTA — Sí, ya me acomodé. Agradezco mucho ese premio, tan inesperado. Me trajo traducciones a lenguas inimaginadas, muchos nuevos lectores, numerosas invitaciones a ferias y congresos internacionales. Igual siempre supe que era algo que sucedía desde mi persona hacia afuera y que debía cuidar que no dañara mi relación más íntima con la escritura. A esta altura puedo decir que por fortuna ha sido así.

8 — Has traducido, además de cuentos, poemas de la escritora ítalo-brasileña Marina Colasanti, y has antologado a la poeta uruguaya Circe Maia.

MTA — Se trata de gestos de amor, amores de lectora. La traducción de los textos de “Ruta de colisión” (Ediciones del Copista, 2004) sucedió de modo azaroso; era en principio algo para mí, para compartir con los míos, en casa; después Marina misma me instó a que lo ofreciera a un editor; tardé varios años en conseguir que alguien se arriesgara a editarla, son poemas deliciosos… Me ha dado tantas satisfacciones ese libro. Primero y sobre todo, fue el comienzo de mi amistad con ella, quien al cabo de los años tradujo mis novelas al portugués; la invitaron al Festival de Poesía de Rosario, al Festival de Poesía de Córdoba, nos vimos en tantos lugares… Tengo en la memoria un patio colonial con ella leyendo sus poemas, magia pura, y tantos de nosotros acompañándola. Antes y después hubo muchos lectores, muy buenas críticas y el libro incluido en la Colección Juan Gelman. Del mismo modo sucedió mi encuentro con Circe Maia, a quien no he dejado de leer desde que la descubrí, como todo en la vida, también de modo azaroso, en los primeros años ochenta. Leía sus poemas a mis alumnos de taller, hasta que, después de mucho tiempo, uno de esos alumnos se convirtió en editor y me propuso que preparara una antología. Entonces viajé a Tacuarembó a conocerla, a conversar con ella, para incluir esa conversación en “La pesadora de perlas” (Viento de Fondo, 2012). Ella es de una profundidad y de una sencillez extraña, extrema…; fueron días inolvidables. En cuanto a la traducción, mi experiencia es muy pequeña, no me considero, no soy una traductora.

9 — ¿Qué es lo que más te preocupa en la traducción de tus propias obras?

MTA — Me preocupa todo: el sentido, el lenguaje y muy particularmente el tono. He sido, sin embargo, muy afortunada: al portugués fui traducida por Colasanti, quien tiene un manejo muy fino de la lengua, al italiano por una traductora excepcional como es Ilide Carmigiani, recibí muy buenos comentarios de las traducciones al alemán, especialmente de la compleja traducción de “La mujer en cuestión”, y al esloveno… En cuanto al resto, las traducciones al chino, al turco, desconozco los resultados, aunque no dejo de preguntarme, sobre todo en las versiones al chino, hasta dónde se habrá podido trasmitir lo que escribí.

10 — “Beatriz” es un homenaje a Beatriz Vallejos (1922-2007). Seguramente la has conocido personalmente. ¿Cómo está estructurado tu libro?

MTA — Beatriz es también un gesto de amor, en este caso hacia la persona y la poesía de Beatriz Vallejos. Aunque nos hablamos muchas veces por teléfono, nos mandamos libros, tarjetas y cartas, nos vimos sólo en dos ocasiones. Una en su casa de Rincón, provincia de Santa Fe, cuando ella estaba todavía muy bien, un fin de semana precioso. La otra, unos años más tarde, en un departamento de la ciudad de Rosario, a donde fue cuando ya no podía vivir sola. El libro refleja esos dos encuentros, ese “Ayer” cerca del río Ubajay, y ese “Hoy” en Rosario, y luego una coda, a la manera de una elegía con cierre musical.

11 — ¿Y Pavese? Un poemario tuyo lleva el apellido del gran piamontés. ¿“Pavese / Kodak” está conformado con la segunda edición de esos libros? ¿Efectuaste correcciones?

MTA — No hice correcciones en la reedición de esos libros; los reuní en un volumen porque las primeras ediciones, pequeñas, ya no se conseguían. En cuanto a Cesare Pavese es un mojón para mí, por su escritura, ciertamente, pero también por un modesto mito familiar: mi papá era de un pueblo vecino a Santo Stefano y recordaba un encuentro con él, una breve conversación, en la calle. Luego en Pavese hay muchas marcas de “lo piamontés”, la cultura de mis abuelos maternos en Argentina, cierto modo de hacer y de sentir que se me vuelve muy familiar, que me conmueve.

12 — Además de la construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura en nuestro país y el universo femenino, ¿qué otros ejes insisten en tu narrativa? ¿Qué tratamientos son los que preponderan en ella?

MTA — Me interesa mucho la oralidad, lo conversacional, la diversidad de voces. El amor también o el desamor, dos caras de la misma cosa, ese pequeño mundo íntimo que nos sostiene o nos destruye o las dos cosas al mismo tiempo.

13 — Oigamos a un novelista, Milan Kundera, en su “La vida está en otra parte”: “La imagen fantástica que has depositado en el poema ¿puede haber sido el resultado de tus meditaciones? De ninguna manera: se te ocurrió de repente, inesperadamente; el autor de esa imagen no eres tú, sino más bien alguien dentro de ti; alguien que hace poesía dentro de ti. Ese alguien que hace poesía es la poderosa corriente del inconsciente que atraviesa a cada hombre; no es ningún mérito tuyo particular el que esta corriente, dentro de la cual todos somos iguales, te haya elegido a ti como instrumento.” Y oigamos ahora una reflexión, algo que añadir, María Teresa.

MTA — Aceptaría la idea de “alguien que escribe dentro de uno”, si pudiera quitarle a esa idea toda sensación de trascendencia. Los escritores trabajamos con un material prestado, la lengua. Creo que, en los mejores escritores, en los momentos más luminosos de esos escritores, quien escribe es una sociedad, un pueblo. Las voces de los otros, haciendo eco en un hombre, una mujer, que toma esas voces y las devuelve enriquecidas al lugar de origen.


14 — ¿Viste que uno en ciertos casos quiere a personas que no valora o valora poco, y que en otros casos valora a personas que no quiere? ¿Esto te perturba, te entristece, te desacomoda? ¿Cómo “lo resolvés”?

MTA — Sí, hay de todo, pero al menos yo, a las personas que valoro termino de algún modo queriéndolas, y a las personas que quiero, más temprano que tarde las valoro. Me dejo llevar por la brújula del amor, pero ese amor, creo yo, no es ciego.

15 — De un suceso o personaje histórico, un escritor construye una novela o un cuento o una pieza teatral o…; de la novela o…, un cineasta filma un largometraje; del largometraje, un poeta concibe un soneto; del soneto, otro cineasta concreta un cortometraje; del cortometraje, otro artista… ¿Qué te provoca compartir con nosotros lo que acabo de formular?

MTA — Los escritores somos grandes recicladores. Cada obra está alimentada por otra que estuvo antes y esa por otra y así, y si tenemos suerte, esa obra servirá de alimento a otras que vendrán más tarde. Eugenio Montale dijo alguna vez que hacen falta muchos hombres para hacer a un hombre…; en fin, hacen falta muchos escritores para hacer a un escritor.


María Teresa Andruetto selecciona poemas de “Sueño americano” para acompañar esta entrevista:

Lección de piano

Brilla el asfalto como un vestido de seda
bajo las luces de un teatro. Otra vez marzo
en la avenida que lleva a la maestra de piano.
La llovizna humedece los silos, la alameda,
la resaca de la noche en el billar. Alguien
seca al sol las fachadas de laja en las casas
del centro. Levantan puntos de media,
las chicas de Los Vascos y el verano
peina el pelo en colas de caballo. Cuando
sea grande, seré concertista, dice a todos
la niña que va a piano. Serás profesora,
dice la madre a la vuelta de los años. Piensa
en eso la niña mientras muerde la madera
del piano. Va su pensamiento lejos del pueblo,
más allá de la maestra y del verano.


Películas

En mi pueblo había un cine. El dueño saludaba
a los vecinos como un cura a la entrada de su iglesia
y era el cine, en verdad, como una iglesia
a la que íbamos, por la tarde, los domingos. Estaba
sobre la ruta, frente a los trenes que cruzaban
la llanura. Por el veredón paseaban las parejas
con cucuruchos de helado y escuchaban los hombres
el partido en pantalón de baño y camiseta. En el atrio
había un kiosco y en el kiosco una mujer vendía
titas y rodhesias. Con vestidos de piqué, los domingos
por la tarde las dos íbamos al cine, a ver a Marisol,
a Doris Day, a Joselito. Un día no llegaron
las películas y pasaron un drama en blanco y negro.
Recuerdo a la salida la cabeza borracha, el veredón
donde arrastraban su tedio las parejas, los hombres
traspirando sus camisetas de tira y los camiones
que rugían por la ruta, con las luces encendidas,
las primeras de la noche que llegaba.


Patricia Lee

Flota Patricia Lee sobre la vereda, como un poema
de Rimbaud. Es de oro la luz y sin embargo ella sabe
que puede no alumbrar. Cuando era chica quería ser
poeta. Tenía al niño genio de la mano, pasaba con él
su temporada en el infierno. Saludaba el ojo bizco
camino del templo a los vecinos, pensando
que su palabra no era para esa gente. Algún día volveré
y seré millones, se decía, cantaré en estadios,
estudios, festivales, y aplaudirán los músicos del mundo,
no esta gentuza de pueblo. Cuando era chica quería ser
famosa. Más tarde quiso ser la monja de Calcuta.
No la maldita, no la artista consumida, no la puta,
sino la que llora al hermano muerto, al marido muerto,
a los amigos. Ya no hay distancia entre los sueños
y la vida. Por eso canta en la noche en los estadios,
los estudios, los rincones de su casa. Canta Patricia Lee
y mientras canta la maldicen los bizcos y los genios,
gritan camino del templo los poetas, Volvé a tu casa,
Patti, volvé a tu casa. Pero Patti Lee,
Patti Lee…

Hostería en las sierras/ Otoño de 2007

“Mi música es para esta gente”
Ludwig van Beethoven

Tras la ventana del hotel caen las hojas amarillas,
flotan semimuertas sobre el agua de la piscina, como
en un cuento de Cheever. En la memoria alguien
arrastra una silla hacia el agua sucia, sin embargo
es de oro esta luz y ella sabe que puede no verla más.
Cuando era chica quería ser pianista. Iba con otra
de la mano, iba con El clave bien temperado
bajo el brazo, hacia una casa de la calle Francia.
Saludaba camino del conservatorio a los vecinos,
pensando que su música era para esa gente.
Alguna vez tocaré preludios en un teatro, se decía,
y aplaudirán los vecinos, la buena gente
del pueblo.

Historia de vida suya, pero remota.

Más tarde quiso ser como la puta de Fassbinder,
ésa que hacía feliz a todo el mundo. No la maldita,
no la estrella incandescente, no la artista consumida,
sino la monja de clausura, la que alivia al peregrino,
la que no le quita a nadie nada. No hay distancia
entre lo íntimo y lo público, las calamidades
históricas convergen con las privadas. La buena
gente asesina a los débiles y mantener abierta
la herida es la única esperanza.

Historia de vida remota, pero suya.

Cuando escribe en la noche, crece el murmullo
de tantos y tantos que vienen llegando, un torrente
que avanza y se dilata, que grita Go Home,
Go Home, necesito un lugar en el mundo. ¡Y ella
que no quería quitarle a nadie nada!


Muchacha de Ucrania / 2003

¿Cómo van en tu tierra las cosas?,
pregunto. Siempre peor, me responde,
es todo una mafia. Mi prima allá abajo
levanta la mano. La chica se llama Alexandra
y va a trabajar a Gerona. Tiene a su padre
en Valencia y a su madre limpiando
un albergue en Milano.
Su hermano,
que cumple catorce, se ha quedado en Ucrania
cuidando la casa. Hablo tres lenguas, me dice,
ucraniano, moldavo y rumano, pero eso no sirve
en España. En el bus van gitanos, letones
y húngaros, y esta chica que tiene a su madre
en Milano. También va una mujer de Trujillo
que no tiene papeles, me lo dijo comprando
el pasaje. Hay un sitio mejor
y está lejos.

(Por la tarde
he llamado a mis hijas.
No estaban)

Yo quería quedarme
cuidando la casa, me dice la chica de Ucrania,
pero es mejor que se quede mi hermano.
Conversando, he olvidado que estoy todavía
en Torino, que el bus no ha arrancado,
que mi prima allá abajo levanta
la mano.

Los hermanos García / 1978-1983

A Juan, Antonio y Mary

Por la ventana que da a la Escuela Alberdi, veo pasar
hacia la noche a chicas como yo y a los muchachos.
Los escucho reír en la vereda, bajo esta ventana pequeña.
Es noche de sábado y los hermanos cocinan puchero
de falda y de quijada. Sé que otros se han escondido
en el Tigre, en la Patagonia o en Longchamps. Algunos
mandan señas, flores sobre la falda, desde Oslo,
Gotinga o Ámsterdam. Yo vivo tras este ojo de buey,
con la quijada contra el marco, mirando a las chicas
y muchachos que cruzan la avenida. Es también sábado
en la pieza del hotel, sobre los techos de esta casa
de citas, junto a la comisaría, donde alquilan
los camioneros sus siestas de amor con los colimbas
o las mujeres de la Humberto Primo. Aquí, tras el vidrio
de esta raja de luz, bajo el ala de unos gallegos venidos
de Inriville, espero que pasen los meses o los años.
García quiere decir Smith y el más común de los mortales
se llama Juan. Sube cada mañana la precaria escalera
con su manojo de llaves y comida y como una lonja
de sol me abre paso entre putas, milicos y viajantes.


Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.