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sábado, 25 de agosto de 2018

JOAQUIM MARÍA MACHADO DE ASSIS: MISA DE GALLO



Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.
La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.
A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.
¡Qué buena Concepción! La llamaban santa, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente los olvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sin extremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecía mahometana; bien habría aceptado un harén, con las apariencias guardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonaba todo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.
Aquella noche el escribano había ido al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo debería de estar ya en Mangaratiba de vacaciones; pero me había quedado hasta Navidad para ver la misa de gallo en la Corte. La familia se recogió a la hora de costumbre, yo permanecí en la sala del frente, vestido y listo. De ahí pasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Había tres copias de las llaves de la puerta; una la tenía el escribano, yo me llevaría otra y la tercera se quedaba en casa.
–Pero, señor Nogueira, ¿qué hará usted todo este tiempo? –me preguntó la madre de Concepción.
–Leer, doña Ignacia.
Llevaba conmigo una novela, Los tres mosqueteros, en una vieja traducción del Jornal do Comércio. Me senté en la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz de un quinqué, mientras la casa dormía, subí una vez más al magro caballo de D’Artagnan y me lancé a la aventura. Dentro de poco estaba yo ebrio de Dumas. Los minutos volaban, muy al contrario de lo que acostumbran hacer cuando son de espera; oí que daban las once, apenas, de casualidad. Mientras tanto, un pequeño rumor adentro llegó a despertarme de la lectura. Eran unos pasos en el corredor que iba de la sala al comedor; levanté la cabeza; enseguida vi un bulto asomarse en la puerta, era Concepción.
–¿Todavía no se ha ido? –preguntó.
–No, parece que aún no es medianoche.
–¡Qué paciencia!
Concepción entró en la sala, arrastraba las chinelas. Traía puesta una bata blanca, mal ceñida a la cintura. Era delgada, tenía un aire de visión romántica, como salida de mi novela de aventuras.
Cerré el libro; ella fue a sentarse en la silla que quedaba frente a mí, cerca de la otomana. Le pregunté si la había despertado sin querer, haciendo ruido, pero ella respondió enseguida:
–¡No! ¡Cómo cree! Me desperté yo sola.
La encaré y dudé de su respuesta. Sus ojos no eran de alguien que se acabara de dormir; parecían no haber empezado el sueño. Sin embargo, esa observación, que tendría un significado en otro espíritu, yo la deseché de inmediato, sin advertir que precisamente tal vez no durmiese por mi causa y que mintiese para no preocuparme o enfadarme. Ya dije que ella era buena, muy buena.
–Pero la hora ya debe de estar cerca.
–¡Qué paciencia la suya de esperar despierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedo las almas del otro mundo?
Observé que se asustaba al verme.
–Cuando escuché pasos, me pareció raro; pero usted apareció enseguida.
–¿Qué estaba leyendo? No me diga, ya sé, es la novela de los mosqueteros.
–Justamente; es muy bonita.
–¿Le gustan las novelas?
–Sí.
–¿Ya leyó La morenita?
–¿Del doctor Macedo? La tengo allá en Mangaratiba.
–A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas ha leído?
Comencé a nombrar algunas. Concepción me escuchaba con la cabeza recargada en el respaldo, metía los ojos entre los párpados a medio cerrar, sin apartarlos de mí. De vez en cuando se pasaba la lengua por los labios, para humedecerlos. Cuando terminé de hablar no me dijo nada; nos quedamos así algunos segundos. Enseguida vi que enderezaba la cabeza, cruzaba los dedos y se apoyaba sobre ellos mientras los codos descansaban en los brazos de la silla; todo esto lo había hecho sin desviar sus astutos ojos grandes.
“Tal vez esté aburrida”, pensé.
Y luego añadí en voz alta:
–Doña Concepción, creo que se va llegando la hora, y yo…
–No, no, todavía es temprano. Acabo de ver el reloj; son las once y media. Hay tiempo. ¿Usted si no duerme de noche es capaz de no dormir de día?
–Lo he hecho.
–Yo no; si no duermo una noche, al otro día no soporto, aunque sea media hora debo dormir. Pero también es que me estoy haciendo vieja.
Qué vieja ni qué nada, doña Concepción.
Mi expresión fue tan emotiva que la hizo sonreír. Habitualmente sus gestos eran lentos y sus actitudes tranquilas; sin embargo, ahora se levantó rápido, fue al otro lado de la sala y dio unos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta del despacho de su marido. Así, con su desaliño honesto, me daba una impresión singular. A pesar de que era delgada, tenía no se qué cadencia en el andar, como alguien que le cuesta llevar el cuerpo; ese gesto nunca me pareció tan de ella como en aquella noche. Se detenía algunas veces, examinaba una parte de la cortina, o ponía en su lugar algún adorno de la vitrina; al fin se detuvo ante mí, con la mesa de por medio. El círculo de sus ideas era estrecho; volvió a su sorpresa de encontrarme despierto, esperando. Yo le repetí lo que ella ya sabía, es decir, que nunca había oído la misa de gallo en la Corte, y no me la quería perder.
–Es la misma misa de pueblo; todas las misas se parecen.
–Ya lo creo; pero aquí debe haber más lujo y más gente también. Oiga, la semana santa en la Corte es más bonita que en los pueblos. Y qué decir de las fiestas de San Juan, y las de San Antonio…
Poco a poco se había inclinado; apoyaba los codos sobre el mármol de la mesa y metía el rostro entre sus manos abiertas. No traía las mangas abotonadas, le caían naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros y menos delgados de lo que se podría suponer. Aunque el espectáculo no era una novedad para mí, tampoco era común; en aquel momento, sin embargo, la impresión que tuve fue fuerte. Sus venas eran tan azules que, a pesar de la poca claridad, podía contarlas desde mi lugar. La presencia de Concepción me despertó aún más que la del libro. Continué diciendo lo que pensaba de las fiestas de pueblo y de ciudad, y de otras cosas que se me ocurrían.
Hablaba enmendando los temas, sin saber por qué, variándolos y volviendo a los primeros, y riendo para hacerla sonreír y ver sus dientes que lucían tan blancos, todos iguales. Sus ojos no eran exactamente negros, pero sí oscuros; la nariz, seca y larga, un poquito curva, le daba a su cara un aire interrogativo. Cuando yo subía el tono de voz, ella me reprimía:
–¡Más bajo! Mamá puede despertarse.
Y no salía de aquella posición, que me llenaba de gusto, tan cerca quedaban nuestras caras. Realmente, no era necesario hablar en voz alta para ser escuchado; murmurábamos los dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la cabeza un poco torcida. Finalmente se cansó; cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta y vino a sentarse a mi lado, en la otomana. Volteé, y pude ver, de reojo, la punta de las chinelas; pero fue sólo el tiempo que a ella le llevó sentarse, la bata era larga y se las tapó enseguida. Recuerdo que eran negras.
Concepción dijo bajito:
–Mamá está lejos, pero tiene el sueño muy ligero, si despierta ahora, pobre, se le va a ir el sueño.
–Yo también soy así.
–¿Cómo? –preguntó ella inclinando el cuerpo para escuchar mejor.
Fui a sentarme en la silla que quedaba al lado de la otomana y le repetí la frase. Se rió de la coincidencia, también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueños ligeros.
–Hay ocasiones en que soy igual a mamá; si me despierto me cuesta dormir de nuevo, doy vueltas en la cama a lo tonto, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme y nada.
–Fue lo que le pasó hoy.
–No, no –me interrumpió ella.
No entendí la negativa; puede ser que ella tampoco la entendiera. Agarró las puntas del cinturón de la bata y se pegó con ellas sobre las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después habló de una historia de sueños y me aseguró que únicamente había tenido una pesadilla, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La charla se fue hilvanando así lentamente, largamente, sin que yo me diese cuenta ni de la hora ni de la misa. Cuando acababa una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba de nuevo la palabra. De vez en cuando me reprimía:
–Más bajo, más bajo.
Había también unas pausas. Dos o tres veces me pareció que dormía, pero sus ojos cerrados por un instante se abrían luego, sin sueño ni fatiga, como si los hubiese cerrado para ver mejor. Una de esas veces, creo, se dio cuenta de lo embebido que estaba yo de su persona, y recuerdo que los volvió a cerrar, no sé si rápido o despacio. Hay impresiones de esa noche que me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me cuesta trabajo. Una de ésas que todavía tengo frescas es que, de repente, ella, que apenas era simpática, se volvió linda, lindísima. Estaba de pie, con los brazos cruzados; yo, por respeto, quise levantarme; no lo permitió, puso una de sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé que iba a decir alguna cosa, pero se estremeció, como si tuviese un escalofrío, me dio la espalda y fue a sentarse en la silla, en donde me encontrara leyendo. Desde allí, lanzó la vista por el espejo que quedaba encima de la otomana, habló de dos grabados que colgaban de la pared.
–Estos cuadros se están haciendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compremos otros.
Chiquinho era el marido. Los cuadros hablaban del asunto principal de este hombre. Uno representaba a “Cleopatra”; no recuerdo el tema del otro, eran mujeres. Vulgares ambos; en aquel tiempo no me parecieron feos.
–Son bonitos –dije.
–Son bonitos, pero están manchados. Y además, para ser francos, yo preferiría dos imágenes, dos santas. Estas se ven más apropiadas para cuarto de muchacho o de barbero.
–¿De barbero? Usted no ha ido a ninguna barbería.
–Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de señoritas y de enamoramientos, y naturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figuras bonitas. En casa de familia es que no me parece que sea apropiado. Es lo que pienso; pero yo pienso muchas cosas; así, raras. Sea lo que sea, no me gustan los cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción, mi patrona, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en la pared, ni yo quiero, está en mi oratorio.
La idea del oratorio me trajo la de la misa, me recordó que podría ser tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero luego la cerré para escuchar lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal languidez que le provocaba pereza a mi alma y la hacía olvidarse de la misa y de la iglesia. Hablaba de sus devociones de niña y señorita. Después se refería a unas anécdotas, historias de paseos, reminiscencias de Paquetá, todo mezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los asuntos de la casa, de los cuidados de la familia que, desde antes de casarse, le habían dicho que eran muchos, pero no eran nada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años.
Y ahora no se cambiaba de lugar, como al principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía los grandes ojos largos, y empezó a mirar a lo tonto hacia las paredes.
–Necesitamos cambiar el tapiz de la sala –dijo poco después, como si hablara consigo misma.
Estuve de acuerdo para decir alguna cosa, para salir de la especie de sueño magnético, o lo que sea que fuere que me cohibía la lengua y los sentidos. Quería, y no, acabar la charla; hacía un esfuerzo para desviar mis ojos de ella, y los desviaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pareciera que me estaba aburriendo, cuando no lo era, me llevaba de nuevo los ojos hacia Concepción. La conversación moría. En la calle, el silencio era total.
Llegamos a quedarnos por algún tiempo –no puedo decir cuánto– completamente callados. El rumor, único y escaso, era un roído de ratón en el despacho, que me despertó de aquella especie de somnolencia; quise hablar de ello, pero no encontré la manera. Concepción parecía divagar. Un golpe en la ventana, por fuera, y una voz que gritaba: “¡Misa de gallo!, ¡misa de gallo!”
–Allí está su compañero, qué gracioso; usted quedó de ir a despertarlo, y es él quien viene a despertarlo a usted. Vaya, que ya debe de ser la hora; adiós.
–¿De verdad? –pregunté.
–Claro.
–¡Misa de gallo! –repitieron desde afuera, golpeando.
–Vaya, vaya, no se haga esperar. La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.
Y con la misma cadencia del cuerpo, Concepción entró por el corredor adentro; pisaba mansamente. Salí a la calle y encontré al vecino que me esperaba. Nos dirigimos de allí a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción se interpuso más de una vez entre el sacerdote y yo; que se disculpe esto por mis diecisiete años. A la mañana siguiente, en la comida, hablé de la misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin excitar la curiosidad de Concepción. Durante el día la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que hiciera recordar la charla de la víspera. Para Año Nuevo fui a Mangaratiba. Cuando regresé a Río de Janeiro, en marzo, el escribano había muerto de una apoplejía. Concepción vivía en Engenho Novo, pero no la visité, ni me la encontré. Más tarde escuché que se había casado con el escribiente sucesor de su marido.


Joaquim María Machado de Assis
Joaquim Maria Machado de Assis nació en Río de Janeiro el 21 de junio de 1839. Era hijo de Francisco José de Assis, pintor y descendiente de esclavos libertos, y de Maria Leopoldina Machado, una lavandera portuguesa de las islas Azores. Machado de Assis pasó su infancia en la casa de campo de la viuda de un senador del Imperio, en la Ladeira Nova do Livramento, donde su familia vivía a jornal. 
Era epiléptico y tartamudo, quedó muy pronto huérfano de madre. Su padre murió en 1851 y su madrastra, Maria Inés, que por entonces vivía en San Cristóbal, empezó a trabajar como dulcera en un colegio del barrio, aunque el futuro poeta tuvo que trabajar como vendedor de dulces, el oficio le permitió tener contacto con el con profesores y alumnos. Sin embargo fue autodidacta, estudió francés y alemán, y su falta de formación reglada no le impidió convertirse en el fundador de la literatura brasileña, gracias a su enorme talento y tenacidad. 
Inició su carrera trabajando en periódicos y en la imprenta oficial de Río de Janeiro, donde entabló contacto con el escritor Joaquim Manuel de Macedo. A los quince años publicó su primer poema "Ela" en la revista Marmota Fluminense. En 1864 publicó su primer libro de poesía. 
En 1869 contrajo matrimonio con la portuguesa Carolina Xavier de Novaes, hermana del poeta Faustino Xavier de Novaes y cuatro años mayor que él. En 1873 ingresó en el Ministerio de Agricultura, Comercio y Obras Públicas, como primer oficial. Posteriormente ascendería en la carrera funcionarial y se jubilaría en el cargo de director del Ministerio de Transportes y Obras Públicas.
Su primera obra narrativa era de carácter romántico, pero a partir de 1881, con la publicación de Memorias póstumas de Blas Cubas, marcó el inicio del realismo en Brasil. En la segunda fase, las características principales de sus obras son la introspección, el humor y el pesimismo en relación a la esencia del hombre y su relación con el mundo. 
Fundó la Academia Brasileña de las Letras en 1897.
Murió el 29 de septiembre de 1908, en su vieja casa del barrio carioca de Cosme Velho.
Fuente: Las Historias de Alberto Chimal - escritores - Foto: oexplorador


VICTOR MONTOYA: MICRORELATOS DEL TÍO DE LA MINA

"El Tío de la mina, dios y diablo en la mitología andina, habita en las entrañas de la Pachamama. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole coca, cigarrillos y aguardiente. Es uno de los personajes principales en la obra de este escritor latinoameriano"


Con el Tío

A solas con el Tío, sentados frente a frente ante una mesa llena de dados y botellas, me propuso jugar una partida de cacho.

–No quiero –rechacé–. Juego de manos es de villanos.

–¿Y por qué viniste entonces? –preguntó el Tío.

–Porque quiero que me devuelvas el alma que me has robado...

El Tío hizo chispear los ojos y los dientes, se alisó la barbilla y soltó una sonora carcajada.

En eso, a mis espaldas, escuché que alguien se acercó a la puerta y la aseguró por fuera.

–Nos han encerrado a los dos –le dije.

–No es cierto –replicó el Tío y apareció al otro lado de la puerta.


Advertencia

–Si gracias a Dios se sabe de dónde venimos –dijo el Tío–, gracias a mí se sabe hacia dónde vamos.


Tragedia

El mismo día en que el minero se perdió como tragado por la oscuridad, se escuchó una voz lastimera emergiendo de las entrañas de la tierra.

Sus compañeros de cuadrilla, sin resignarse a darlo por desaparecido, rastrearon la mina palmo a palmo, hasta que lo encontraron desnudo en una galería abandonada, los ojos desorbitados y el cuerpo destrozado como por las garras de una fiera salvaje.

No muy lejos de allí, y antes de que la tragedia se supiera en el pueblo, la madre del minero despertó sollozando: soñó con el Tío de la mina, y en el sueño vio que su hijo se despedía de ella, alejándose en el vagón conducido por la muerte.


El rompe huelga

Se levantó con la sirena del sindicato, vistió su ropa de minero, ganó la calle y avanzó contra las ráfagas del viento.

Los huelguistas, reunidos en La Plaza del Minero, al verlo pasar rumbo a la bocamina, lo acosaron de cerca, muy de cerca, gritándole al unísono:

–¡Traidor!... ¡Traidor!... ¡Traidor!...

El rompe huelga sintió los gritos como puñales en el alma, pero prosiguió su camino hacia donde lo esperaba el Tío, con la furia encendida en la mirada y dispuesto a quitarle la vida.


El Tío y el Carnaval

Los mineros, akullikando coca y sorbiendo tragos de aguardiente, cuentan que el Tío, deidad del Bien y del Mal, baila en los carnavales con su traje de Lucifer, desafiando al arcángel San Miguel y enamorándose de las chinasupay con sus deseos ardientes como el infierno.

¡Arrr! ¡Arrr! ¡Arrr!, brama a los cuatro vientos, sin dejar de arrear con su capa de luces a los batracios y reptiles de su reino.

El Tío hace chasquear su látigo de vergajo y baila al compás de los músicos, mientras le implora a la Virgen del Socavón que no deje de proteger a los mineros, quienes le bailan también su diablada con fervor, conscientes de que no hay bien que por mal no venga.


La chola

Cuentan que el Tío, en uno de sus arrebatos de lujuria, se hizo el pendejo. Se despojó de su traje de Lucifer y se disfrazó de chola para seducir a los mineros que, sin resistir a la tentación de sus encantos, cayeron como mosquitas en el almíbar de su cuerpo.


¡Tirooo!...

Fermín, el único hijo de una viuda cuyo marido murió en la Guerra del Chaco, era el minero más joven de su cuadrilla. A diferencia de sus compañeros, quienes lo miraban con cierto recelo, conversaba a solas con el Tío. Nadie sabía lo que hablaban, pero todos presentían que un mal presagio lo acechaba en la mina.

Pasado el Carnaval, donde dejó de bailar en la fraternidad de los diablos, se lo vio más triste y meditabundo, hasta que un día, de jornada normal, poco antes de reventar la veta con una carga de dinamitas, alertó a sus compañeros: ¡Tirooo!...¡Tirooo!... ¡Tirooo!...

Los mineros, alejándose del lugar, se refugiaron en una galería cercana.

El tiro sacudió la montaña, el paraje se llenó de polvo y de humo, y Fermín desapareció como por un soplo divino.

Sus compañeros lo buscaron por doquier, pero no encontraron más que la lámpara y el guardatojo entre los escombros de la explosión.

Todos especularon el motivo de su muerte, hasta que el Tío les reveló que Fermín decidió quitarse la vida por voluntad propia, a causa de una desilusión amorosa que no lo dejaba vivir en paz. Se ajustó los cartuchos de dinamita contra la roca, chispeó la pólvora de las guías y, tras pegar tres gritos: ¡Tirooo!... ¡Tirooo!... ¡Tirooo!, dejó que la descarga explosiva lo dejara convertido en nada.

–¡Qué pena, carajo! ¡Pobre Fermín! –lamentaron los mineros–. Era su primer día como lamero y el último día de su vida.


La picardía del Tío 

El viernes de Carnaval, cuando todos podían entrar al interior de la mina, incluso las esposas y las guaguas de los mineros, entró en la galería del Tío una mujer que no podía tener hijos. 

La mujer, hermosa de cara y de cuerpo, se hincó ante el Tío. Le ofreció una botella de alcohol y una ch’uspa de coca. Le encendió dos velas y le dijo: 

–Tiíto, quiero que conviertas a mi marido en un toro, para que así se acabe el infierno en que me hace vivir este maldito pueblo, donde una mujer casada y sin hijos está vista como una perra sin dueño. 

El Tío, nada acostumbrado a este tipo de solicitudes, esbozó una sonrisa pícara y pensó que para una mujer joven debía ser más fácil acostarse sobre un lecho de víboras y cobijarse bajo un manto de fuego, que convivir con un impotente que no podía cumplir con su deber de macho. 

–¿Así que quieres un marido convertido en toro? –le preguntó el Tío, bañándola con su mirada de diablo. 

–Sí, Tiíto –respondió la mujer. 

–Está bien. Haré lo que me pides, pero primero desvístete. 

–¿Y para qué, pues? –preguntó ella. 

–Para comenzar por los cuernos del toro –contestó el Tío.


Víctor Montoya
Nació en La Paz, Bolivia, en 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió desde su infancia en la población minera de Llallagua, al norte de Potosí. Durante la dictadura militar, acusado de organizar actividades subversivas, fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro, escribió su libro de testimonio “Huelga y represión”. Llegó exiliado a Suecia en 1977, tras haber sido liberado por una campaña de Amnistía Internacional. Es autor de más de una decena de libros entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Dirigió las revistas literarias “PuertAbierta” y “Contraluz”. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos. Es redactor responsable de la antología digital de los Narradores Latinoamericanos en Suecia: www.narradores.se. Actualmente radica en El Alto de La Paz. 
Fuente: blogger.com - victormontoyaescritor.blogspot - foto: Letralia



MERCEDES ROFFÉ: POEMAS


Urgencia 

arborescencias


tal el perfil de una nube

desperezándose hasta

desentenderse

de su propia materia



su gris

su luz

su algodonado saberse


no es día un día así


arrebolado batir es

de alas



alas abajo

un río

o una selva


algo que

se precipita:


un cambio de estado un

desmoronarse un

acelerar

caer

desbarrancarse

aquello que


no fuimos nunca


nunca


nunca seremos


ahhh pero hoy…


¿no hubo un color allí

que se quedó prendado

en ese hueco azul cobalto

iridiscente y piedra?



Paisaje

Composición (predominantemente) natural
con cierta intención o co(i)nci(d)encia estética
armónica o naïve, romántica o siniestra
vívida o espectral
abigarrada o escueta
--donde la o no excluye: acumula--
en todo caso
pampa con árbol
mar en tempestad
regadío suizo con tractor al fondo
muralla almenada y en sesgo, en ojival recuadro
campo verde ondulado y caserío
roca roja
tierra negra de hulla
hierro
alquitranada autopista
verde olivar intenso / troncos de un marrón calcinado
vaca
puesta de sol
--sobreimpresa quizás
un poco demasiado cerca mi cara
en el cristal--
nubes, nubes
manada morosa por el llano azul
y abajo
como una tela marcada por un sastre
--punto flojo--
trapecios de tierra arada
amarillo reseco
terracota
gris
asfalto
un poco más: granito

¿y el desierto?
¿y las montañas negras como lobas?
¿y las cumbres nevadas, borrascosas?

¿y qué del sueño? ¿y qué
del día que empieza? ¿y qué del resignado
perfil del que termina?

¿Y de los otros,
lunares y estelares, oníricos, suprarreales, submarinos...?
Cuevas de hielo azul y malaquita
horizonte en los ojos del zorro husmeando la próxima presa
o corte vertical del vientre del planeta
¿Y qué de la ciudad? ¿qué
de la reina picuda? Aristas, filos, sombras, puntas de alfiler
y al borde el río
O acaso se ha de tomar à la lettre
aquello de
"verde y arbolado
campestre o inter-
estelar"
—la o no excluye, ni acumula; quizás sea sólo
el resabio
de un gesto de sorpresa demasiado
conciente de sí mismo

paisaje del
país que lleva adentro
oh nido pasajero

pasa seca / muy mayor

peisaj éxodo / a través de los caminos

pisa acción de pisar / porción de aceituno o uva que se estruja de una vez en el molino o
lagar / zurra o tunda de patadas o coces / Germ. casa de mujeres públicas; mancebía

pasaje transición / camino estrecho, oscuro

peaje precio

paja

pija miembro viril / cosa insignificante, nadería

asia

paje

peje pez, pescado / hombre astuto y taimado

pesa

pase

—Pase
(una puerta al vacío)




Todo es miedo
no leer

no escribir

no pintar

no cantar a voz en cuello

no cruzar la ciudad vociferando

por dentro

soy feliz

o quizás podría serlo

o lo he sido

no convocar

no partir

no batir palmas


pero el miedo.




Mercedes Roffé 
Nació en Buenos Aires, en 1954. Ha publicado: Poemas (Madri. Síntesis, 1977), El tapiz (bajo el heterónimo Ferdinand Oziel; Buenos Aires. Tierra Baldía, 1983), Cámara baja (Buenos Aires. Último Reino, 1987 y Chile. Cuarto Propio, 1996), La noche y las palabras (Buenos Aires. Bajo la luna llena, 1996 y Chile. Cuarto Propio, 1998), Definiciones Mayas (New York. Pen Press, 1999), Antología poética (Caracas. Pequeña Venecia, 2000), Canto errante (Buenos Aires, tsé-tsé, 2002), Memorial de agravios (Córdoba. Alción, 2002), la antología Milenios caen de su vuelo (Tenerife. Colección Atlántica de Poesía, 2005), La ópera fantasma (Buenos Aires. Bajo la luna, 2005) y Las linternas flotantes (Buenos Aires. Bajo la luna, 2009). Su obra ha sido traducida en varios países, entre ellos Italia, Canadá, Inglaterra. Además de aparecer en reconocidas revistas literarias y periódicos especializados de España y Latinoamérica Entre otras distinciones, recibió en 2001 una Beca en poesía de la Fundación John Simon Guggenheim. Ha traducido del inglés a los poetas Anne Waldman, Leonard Schwartz, Adrienne Rich, Erín Moure, además editó y tradujo una antología de la poesía de Jerome Rothenberg. Es Profesora de Letras Modernas por la Universidad de Buenos Aires y Doctora en Literatura Española y Latinoamericana por la Universidad de Nueva York. Es autora del ensayo sobre literatura medieval La cuestión del género (Delaware. Juan de la Cuesta, 1996). Ha impartido clases de literatura española y latinoamericana a nivel universitario, y dictado talleres de escritura creativa en Buenos Aires, Madrid, Quebec, los Estados Unidos y Venezuela. Participó como invitada en eventos internacionales en América Latina, Canadá y Europa y realizó lecturas de su obra poética en diversas instituciones literarias y académicas de los Estados Unidos, Latinoamérica y España.
Fuente: escritores.org - vallejo and company - Caina bella - Foto: la-convencion.blogspot.

CLELIA BERCOVICH: POEMAS



El cielo como variable

Cielos furiosos
violentos
truenos y relámpagos
convierten en mar el patio
cielos cóncavos
que abandonan
manzanillas pálidas de las vías

Cielos en graves playas solitarias
en paisajes lunares
en los que predomina el blanco
cielos mudos en el alba de los condenados

En jirones
los cielos del crepúsculo
que no se nombra.

(En La traición de los paraísos. Ed Ruinas Círculares. 2011)


Poema de lluvia I


Llueve desamparo sobre la marquesina
llueve en la plaza de los Dos Congresos
en Lanús
sobre claveles

Llueve en las rotativas
y en abrigo de los diarios

Llueve

Y siempre es ausencia.

(En Intemperie Buenos Aires 2013)




Hablar poema

Qué importa la sed de las bocas 
la orgullosa arquitectura de los cuerpos 
o una invariable piel húmeda 
¿Acaso permanecen? 
Hay tanto despliegue inútil de palabras. 
Que el poema hable de lo que se pudre 
de lo que está aún sin descubrir 
Que hable de la inminencia de un desborde 
en la tranquilidad del campo 
De caminos solos desde el comienzo al fin 
Del mar que llega y retrocede 
De todo lo que se mueve en silencio 
- No quiero fuegos de artificio.








Nació en Carlos Casares, provincia de Buenos Aires, República Argentina.Estudió Licenciatura en Psicología en la Universidad de Buenos Aires (UBA) . Es Especialista en Estudios de la Mujer (Carrera de Posgrado UBA). Experta en Violencia en Base al Género. Como tal, ha participado en numerosos trabajos de su especialidad, de investigación, y docencia. Ha participado en libros y diversas publicaciones con otros especialistas. Coordina el Equipo de Profesionales de la Fundación Alicia M. de Justo, especializado en Violencia en base al Género. Recibió distinciones en certámenes de poesía y participó e diversas antologías en Argentina (Editorial Ruinas Circulares 2010, 2011, 2012 ) y en España: “Arando versos” (Ed Acen. 2012) y en “Cosecha de Invierno”.( Unaria Ediciones 2013) Ha publicado dos poemarios: “La traición de los paraísos”. Ed Ruinas Circulares.( 2011 ) “Intemperie Buenos Aires” Editorial Imaginante. (2013) 
Actualmente escribe un tercer poemario que tiene su título en construcción. 
Fuente: agnesyelnomeolvides.blogspot.com - albordedelapalabra - poesia. blogspot.com - 
Foto: Hacedores del arte

FERNANDO AITA: POEMAS

La lucha

Carisma bruto y los brazos de un oso.
Pensaba ganarse la vida sin gastarse
el lomo como los trabajadores:
a los golpes. Pero no se llega
sin disciplina, sin obediencia:
el que madruga y acata, sirve;
y el que no, está en la lona.

Hizo guantes, le daban
unos pesos, y se ganó la simpatía
de Don Chicho. Las canas doradas,
dos dientes, la joyería, como un señor feudal,
distribuía la riqueza entre los necesitados
para tomar el bombo, la bandera, la calle.
Y apadrinó al crédito local
en un plantel de lucha libre.

Peleó con falsos titanes
por la periferia. La fama,
ajena: una máscara roja.
Nombre doble y doble vida.
Comienzo entre abucheos,
que bancan el espectáculo, con los malos
ventajistas y mañosos. Hasta los buenos
gestos, y la frecuencia en el triunfo,
que todos adoran. Bueno y malo
es una lucha de matices.

Miden sus fuerzas los rivales,
los compañeros en el ring,
saludo desde orillas,
y al centro de un salto,
retumbar de maderas,
choque calculado,
danza forzuda,
giros de colores,
vuelcos, estrépitos
de tablas, barullo de tribuna,
cuenta, contra, cuenta,
las manos arriba.

Admirado del tumulto infantil,
atrás del telón, sin disfraz,
se convierte en lo que es:
uno
entre tantos, en la lucha privada
de público, que busca ganar
algo.


De Épica chusma (2007)

Forastero

Estoy en Babia, llevo lentes de sol
y auriculares: la tarde está blanca
de luz y ensordece el barullo.
Traigo las suelas flacas,
en la ropa el polvo de los caminos,
la piel de la cara quemada.

Quiera o no, subrayo la frontera.
Soy el que alienta los deseos
de traspasarla y el argumento
del que monta guardia.
Lo diferente nos tira
como temor o deseo.
Pero ¿me van a repeler o asimilarme?
¿Soy una amenaza? ¿Un mensaje
de invasores? ¿Un pionero del exilio?
Uno que desafía la armonía:
¿qué nos une y nos iguala?
¿Qué nos distingue?

Me buscan rasgos familiares,
me interrogan centinelas:
“¿Qué dejaste atrás?"
Tierra.
“¿Qué se te dio por meterte en esta?"
La vida cuesta menos,
se ve más horizonte.
“¿Tan fuerte es la esperanza
para mandarte a territorio ajeno?"
¿La esperanza es quedarse?
Yo le tengo fe a mis pasos.
“¿Qué llevás en la mochila?"
Papeles, unas frutas, un licor.

Diviértanse con los apodos,
con los ademanes que tapan
los huecos entre mis palabras,
con la tonada antes de que se diluya
y se me pegue la música de su dialecto.

El futuro me reclama
la memoria,
lo mismo que el pasado,
que se borra
y se reescribe.



Intemperie

El canillita se refugia en su puesto,
su gorro y su bufanda.
Las lágrimas no son del frío.
Acaba de recibir noticias.
Un mensajito de su novia.
“Tenemos que hablar”.



Adiós

Salimos del café y de nuestras vidas,
con sonrisas resignadas y un abrazo.
Cada uno con dos juegos
de llaves propias.

De Lengua extranjera (inédito).





Fernando Aíta 
Nació en Avellaneda, Buenos Aires, en 1975. Estudió Letras e Inglés. Escribe. Publicó Épica chusma (Ediciones del Dock, 2007). Participó en Poesía en tierra (FCE, 2005) y Antología de Ensayos En Vivo Vol. 1 (Ensayos en libro, 2009). Colabora con textos e ideas en distintos proyectos: GraFiTi -escritos en la calle-, Ñusléter – 24 hs. de literatura, Ñuspéiper, Cámara Flashera, Adonde va la lluvia, Ensayos en vivo, LosMalllevados.
Fuente: poetasaltuntun.blogspot - Foto: Caina bella

MÚSICA: VELVET LOUNGE PROJECT


"Contigo"
Subido por: Sublimenso's Channel
Vídeo: Emanuel
Gentileza: YouTube




"Somos amigos"
Subido por: Pierre Allard
Vídeo: Pierre Allard
Gentileza: YouTube 


Velvet Lounge Proyecto

Velvet Lounge Proyect

Teclados, Rodas: M. Wehrstedt
DJing, Teclados: N. Radzio
Vocales: Nedime Ince, Marga Sol, Lazy
Hammock, Vadim Kapustin, Nidia Ortiz,
Brook Sapphire
Guitarra: Anthony Island, Eric Driven,
Sven Dillenburger
Trompeta: Pete Dingon
Productores: m.mix, DJ Sleeptalker
Velvet Lounge Project fue fundado a principios de 2008 por los músicos Matthias
Wehrstedt y normandos Radzio, para hacer realidad sus ideas y pasión en el género
de la sala de estar-pop. Desde el principio, tanto era importante colaborar con artistas
de todo el mundo. El resultado es una experiencia musical sin límites.
Fuente:http://www.tyranno.de

viernes, 17 de agosto de 2018

WALTER R. QUINTEROS: BAJO ESTE MISMO CIELO

Juanito Paniagua había nacido en Mapuyo, el segundo día del mes de Mayo, y Lucinda Leonor López lo hizo al décimo día del mismo mes lluvioso en el mismo pueblo de la sierra.

No había nacimientos desde hacía tres años en el lugar, pues dicen que era porque los hombres se fueron todos a pelear al lado del comandante don Juan Penerguido contra los intentos de invasión del gobierno central, en la rica región minera de las sierras nevadas.

Cuentan que Juanito y Lucinda crecieron tomando de las mismas tetas, soportando las mismas enfermedades de la niñez, los mismos juegos de niños, los mismos golpes, las mismas aventuras y hasta cuentan que ellos decían haber soñado lo mismo, aunque nunca coincidían con el final de cada sueño.

Una vez, dijeron que habían soñado que el comandante don Juan Penerguido, pasaba caminando por las calles de tierra embarradas de Mapuyo, con un envoltorio de paños blancos en sus manos. 

Dicen que los niños, con grandes certezas en sus apreciaciones y detalles contaban de la vestimenta del comandante, al que en realidad nunca vieron y que a ellos, los mayores, no les constaba que alguna vez haya visitado aquellos lugares, pero que lo describieron tal cual se sabía que era el glorioso comandante, un hombre grande, de casi un metro noventa de alto, corpulento, de cabello blanco y largo, con bigotes amarillentos por el tabaco y botas hasta las rodillas. 

Dicen que los niños contaban que en el sueño él los llamaba y que les mostraba lo que llevaba envuelto entre sus manos, y que les decía que era un presente que el gran Cacique Mapuyo le había dado allá, en la sierra nevada a tres mil cuatrocientos metros de altura y que Juanito decía que era la momia de una niña y que Lucinda decía que era una niña todavía viva que lloraba y que allí se despertaban.

Pero fue otro sueño que ambos contaron, en que los escasos habitantes de Pueblo Mapuyo se decidieran a separarlos por un tiempo.
Dicen que ellos tendrían entre ocho o nueve años y que cada uno en su casa a la hora del café de la mañana relataban a su familia el sueño de la calurosa noche pasada. Juanito comenzó diciendo que aparecían grandes carros de metal vomitando fuego y enormes balas de cañón contra todas las casas al lado de un río y que las costas se llenaban de peces muertos y que un enorme pájaro de metal brilloso habría su panza y dejaba caer bombas que mataban a todas las personas. 

En su casa, casi a la misma hora Lucinda contaba que un monstruo de metal color verde escupía fuego contra las gentes de un pueblo y contra los peces del río y desde el aire un enorme pájaro les lanzaba bombas a los que huían. 

Juanito Paniagua dijo que en el sueño veía junto a los peces muertos, la momia de la niña que llevaba el comandante Penerguido. Lucinda Leonor López, en cambio dijo que la niña nadaba escapando entre las aguas rojas de sangre.
  
Cuentan que ambas familias vecinas se fueron de Pueblo Mapuyo por el descontento de la población ante el conocimiento de los sueños agoreros de los niños que infundían cierto temor y, que a los nuevos novios les indicaban sacar cuentas antes de acostarse para evitar que no haya más nacimientos en el mes de Mayo. Decían eso.

Juanito y Lucinda crecieron del otro lado de la Amazonía y lejos de Peremerimbé y cuentan que la distancia les quitó los sueños a ambos, siempre, cada uno en su nueva casa, decían no recordar si algo habían soñado.
A los quince años Lucinda, era educada por severas monjas que nunca habían sentido nombrar a Peremerimbé. A los quince años Juanito era tomado como ayudante en los hornos de una fundición de metales para hacer sonoras campanas, y flejes de metal para soportar las cargas de los carros y otros elementos que serían posteriormente comprados por los enemigos de Peremerimbé. Juanito desertó y salió a buscar a Lucinda. Ella espiaba por las altas ventanas hacia afuera, como buscándolo entre la gente.

En los registros del convento se encuentra la notificación al Obispo de la desaparición por abandono voluntario y sin el conocimiento de sus padres y tutores, de la niña Lucinda López, acompañada por una escueta nota: "El Señor me guía" que la niña dejó en su almohada. Tendría diecisiete años entonces.

Calculan que para llegar al pueblo de Embarcación Alegre, debieron haber navegado tres días con sus noches, y deben haber sido alojados, escondidos y alimentados a lo largo del río, pues hay registros de una pareja que se ganaba el sustento contando sueños y el reporte de una canoa robada con sus remos, red para pesca y ancla respectiva.

Dicen que todos les hablaban en Guaraní y que allí aprendieron el idioma y que ella le contó a sus nuevas amigas que la noche que quedó embarazada fue en el río, porque llovía tanto que se guarecieron bajo un árbol costero y que en la oscuridad se abrazaron para darse calor y que se quitaron la ropa y sin decirse nada lo hicieron entre cuatro o cinco veces en la misma canoa porque amaneció y, allí empezaron a reírse sobre lo que les había sucedido y que decidieron quedarse desnudos entre el follaje mientras las prendas se secaban al fuerte sol del mediodía. Una de ellas recuerda que Lucinda Leonor les contaba así: "Mira Juanito, si es así como se hace esa cosa que tu le llamas de amor, entonces estamos casados" y, que Juanito le contestó "Bajo este mismo cielo soy tu hombre y bajo este mismo cielo, tu eres mi mujer, negra Lucinda".

Contaba que al anochecer llegaron cansados, amarraron la canoa lejos del muelle, fueron seguidos por unos cuantos perros que les ladraban y que una familia de pescadores les dio alojamiento, comida y abrigo.

Hay registros que dicen que contrajeron matrimonio ante el prefecto una semana después, y luego entraron a la Iglesia, se tomaron de la mano y se juramentaron amor para siempre, en una digna soledad, bajo el poder solemne de las palabras de los enamorados.

Juanito, en el mismo acto, juramentó que volverían a la región Peremerimbina, porque allí habían nacido y allí deseaban morir.

No es preciso en los informes encontrados tiempo después, como es que el Prefecto de Embarcación Alegre, don Odilio Oviedo, devolvió la canoa con todos sus elementos ni cómo es que ocultó a la nueva pareja habitante del pueblo. Se supo más adelante que el herrero Juanito fue contratado para hacer los carteles señaléticos de las calles, y que Lucinda trabajase en el plan de vacunas obligatorias mientras su vientre crecía.

Cuando Teresa Paniagua López cumplió sus dieciocho años, conoció el mar.
Su padre Juanito y su madre Lucinda viajaban en el camarote vecino siempre hablando sobre lo mismo. Porqué Dios quiso que sólo tuviesen una hija y que en este viaje de regreso lo intentarían de nuevo, no una, sino varias veces sobre las aguas.

Aparentemente, y coincidiendo con las fechas de otros relatos, desde el puerto tomaron el tren que pasaba por el nuevo dique de Imbuté. Lo que había sido la bella y exótica ciudad de Peremerimbé, del fallecido comandante Juan Penerguido, ahora dormía bajo las aguas del enorme lago y cientos de soldados armados ocupaban algunos vagones del tren, conversando sobre el loco que se arrojó a las aguas para rescatar un féretro que flotaba desconsoladamente. 

Bajaron en Manvatará y dos meses después moraban en Naranjillos.
Desde las ventanas de la casa que Juanito Paniagua y Lucinda López le habían comprado a los pescadores Virasolo, se veía el caudaloso río, la calle principal que desembocaba en el muelle de los fruteros y el techo de chapa de la estafeta, desde la galería, hacia el este, se veía el puente angosto.
Juanito se consideraba un hombre joven para emprender nuevamente su oficio de herrero, y Lucinda perdía por quinta vez su embarazo, como siempre, antes de los dos meses.
Teresa consiguió trabajo con el doctor Cabanillas para atender la sala de atención primaria a la salud y dicen que atendía más a las putas de la casa de "La Rosa Blanca" y a los bandidos de los hermanos Fonseca, Fontana, los Barragán Puebla, a los hombres de Kindelán y a los de Teófilo Cabanillas, que a los niños.

Dicen los últimos testigos de Pueblo Mapuyo, que después de la masacre de Naranjillos, donde el sargento Cipriano Tavarez, alias "el cúter" y el cabo primero Guillermo Jensen, que mataron como a veinte revolucionarios Peremerimbinos y se llevaron a su hija, la Teresa Paniagua al río; que Juanito y Lucinda Leonor volvieron a Mapuyo.
Dicen que no pudieron haber visto que dos días después los tanques de guerra y un avión del gobierno bombardearon todo y que las costas se llenaron de peces muertos en las aguas de color rojo sangre. Y dicen que ante tal desgracia, ellos ahora decían que entendían aquellos sueños que habían tenido de niños, y que los repetían ante el pueblo y que los habitantes del pueblo les pidieron nuevamente que se vayan y que los vieron subir el camino a la Sierra Nevada del Indio Muerto, un día antes de la llegada de la bella niña Rosario Kindelán al pueblo, huérfana de padre y madre y con un fuerte ataque de tos. 
    
Nunca más nadie supo de los padres de Teresa Paniagua López, los nacidos en el pueblo Mapuyo, los que vivieron con nosotros, bajo este mismo cielo.


Walter R. Quinteros
del libro "Cúter"

HORACIO QUIROGA: EL HIJO



Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

***
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.


Horacio Quiroga

(Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias. Las tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando.

Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899), marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900). A su regreso fundó el Consistorio del Gay Saber, que pese a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.
Ya instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica (1901), seguidos de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos(1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera hasta la frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio (1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), la obra teatral Las sacrificadas (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados(1926). Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.

Fuente: biografiasyvidas.com - Literatura us - Foto: archivos del blog