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viernes, 5 de febrero de 2021

DANIEL SALZANO: LA PÁGINA DE LOS MUERTOS


De la misma manera que lo hacía mi papá / y el papá de mi papá / yo / como se despereza una rosa / abro el diario por la página de los muertos y paso la yema del pulgar por los retratos de la humanidad inmóvil: Fito / Diego / Eduardo / Julia / Turco / los conozco a todos / nos hemos cruzado en la Municipalidad / hemos jugado al ajedrez en la biblioteca Vélez Sársfield / nos gusta King Kong​ / nos gusta Casablanca / hicimos la primera comunión en barrio Pueyrredón / no me extrañaría haberles cedido el paso en la puerta giratoria del Correo.

Me demoro todo lo que puedo en su página / me fijo en sus edades / las comparo con la mía / después hago la resta / dentro de siete años /calculo / ya habré muerto / ojalá ilustren mi necrológica con la foto en la que estoy mirando a mi mujer / estábamos en la esquina del Jockey / esperando el guiño del semáforo / tendría que haberme muerto en ese instante / hubiera ido al cielo como tiro.

Y ahora me pregunto: / ¿aceptaría vivir 68 años como este Alipio Flores de barrio Los Naranjos? / ¿72 como esta Blanca María viuda de Basavilbaso? / ¿me avendría a vivir 45 años como César Vallejo a cambio de escribir como los dioses? / ¿ 33 como Cristo? / ¿39 como Newbery?

Pasan los muertos / lectores / queda la gente.

La de los muertos es la página más sosegada / más que las farmacias de turno / la cartelera de espectáculos / si las juntásemos a todas / una por una / ordenadamente /obtendríamos el libro de actas de la tribu de la Nueva Andalucía / somos lo que somos porque ellos fueron lo que fueron / joder.

Cuando paso la yema del pulgar como una rosa / por la cara de Fito y Diego y Julia / me asaltan varios pálpitos: / a) los muertos duermen todos en la misma cama / b) entran al cine sin pagar / c) desayunan en el Sheraton y antes de abandonar la mesa roban bolsitas de sacarina.

Hay veces / cuando escribo / que escucho su chamuyo a mis espaldas / ¡Ah! / mirá / acá está escribiendo Daniel / el hijo de Vicente /el ferroviario que trabajaba en el Belgrano / y se casó con una modista de Alta Córdoba.

En una novela de Tarzán / leí que en el corazón de la jungla de Sumatra existe una tribu de pigmeos / que / para que sigan viviendo / entierran a los muertos con nombres cambiados / entonces Ringo Bonavena​ estaría vivo todavía / y como te digo Ringo te digo la señorita Tomasa / la de tercero / un día resbaló en la tabla del ocho / y desapareció.

La página de los muertos / ese sí que es un buen tema para una composición / saquen una hoja / y ajústese los machos / lectores.



Daniel Salzano

ROLANDO REVAGLIATTI ENTREVISTA A PAULINA VINDERMAN

El poema es el lugar donde todo sucede


Paulina Vinderman nació el 9 de mayo de 1944 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Estudió Bioquímica e Historia del Arte. Ha sido incluida en numerosas antologías y traducida parcialmente al italiano, inglés, rumano, francés, catalán y alemán. Tradujo del inglés poemas de Sylvia Plath, John Oliver Simon, Emily Dickinson, James Merrill, Michael Ondaatje, entre otros. Colaboró con Nina Anghelidis en la traducción al castellano de “Votos por Odiseo”, de la poeta griega Iulita Iliopulo. Citamos algunas de las distinciones obtenidas: Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (bienio 2002- 2003) —habiendo antes recibido el Tercero y Segundo Premio (bienios 1988-1989 y 1998- 1999 respectivamente)—; Premio Nacional Regional de la Secretaría de Cultura de la Nación (cuatrienio 1993-1996); Premios Fondo Nacional de las Artes 2002 y 2005; Premio Anillo del Arte a mujeres notables 2006; Premio Literario de la Academia Argentina de Letras, género Poesía, 2004-2006, a trayectoria y por su libro “Hospital de veteranos”; Premio Citta’ di Cremona 2006 al conjunto de su obra. Poemarios publicados entre 1978 y 2014: “Los espejos y los puentes”, “La otra ciudad”, “La mirada de los héroes”, “La balada de Cordelia”, “Rojo junio”, “Escalera de incendio”, “Bulgaria”, “El muelle”, “Hospital de veteranos”, “El vino del atardecer”, “Bote negro” (en 2010 por Alción Editora, en la Argentina, y por Vaso Roto Ediciones, en España-México), “La epigrafista”, “Ciruelo”, además de las antologías “Cónsul honoraria” (2003), “Transparencias” (Arquitrave Ediciones, Bogotá, Colombia, 2005), “Los gansos salvajes” (Universidad Autónoma de Nuevo León, Posdata Ediciones, México, 2010), “Rojo junio y otros poemas” (2011). En 2013 en Francia, Lettres Vives editó de modo bilingüe, con traducción de Jacques Ancet: “Barque noire / Bote negro”, mientras que con traducción de Alessandro Prusso, este poemario apareció en Génova, Italia, a través de Editorial de lo Imposible.

1 — En la Universidad de Buenos Aires te recibiste de bioquímica. ¿Ejerciste? Y supongo que no concluiste la carrera de Historia del Arte. ¿Es así? Te propongo que rememores tus años de estudiante. Y cómo fue transcurriendo tu vida mientras cursabas y aun después, hasta que se socializa “Los espejos y los puentes”. Eso: llevanos hasta los espejos y los puentes.

PV — Mi enamoramiento del lenguaje empezó en la infancia, todo empezó allí. Aprendí a leer y escribir antes de la escuela y me salteé un grado. A los ocho años decidí ser escritora; quería ser como esos autores que tanto amaba; era una lectora voraz y precoz. Creí que iba a ser narradora, escribía cuentos y fundé un club literario con mis amiguitas del barrio. A los diez apareció “de la nada” el primer poema y fue un deslumbramiento; no porque creyera que era buenísimo (risas), sino porque descubrí que eso era lo mío; no sabía explicarlo, pero había encontrado mi lugar, mi respiración, mi destino (suena dramático, pero así lo viví). Por supuesto, quería estudiar Letras. Por supuesto, un padre autoritario y una madre enferma, en un contexto de poco dinero, se opusieron con violencia. No tuve ninguna ayuda. Elegí Química porque esa carrera me había seducido y la Biología más aún. El misterio de la vida. Y por otra parte era un mandato familiar. Siempre fui curiosa y estudiante nata. Sufrí mucho de todos modos, pero la carrera fue un salvoconducto: decía que estudiaba por la noche y leía, leía, leía. Y escribía, claro. La carrera me sirvió para independizarme, ganar mi dinero; me dediqué a la bacteriología y era buena, seria, responsable. Adoré el microscopio, el mechero de Bunsen ardiendo en la mesada. Me había convertido en un gato de dos mundos, dos vidas. Cuando publiqué mi primer libro, dejé la profesión; perfeccioné mi inglés, empecé a traducir y crear talleres de lectura y escritura. La ciencia me dio mucho: paciencia, método, mente amplia; me formó, pero el dolor de la incomprensión de mis padres, no se curó jamás. Historia del Arte la estudié en forma privada; en realidad, no dejo de estudiarla: la relación poesía pintura es una de mis obsesiones. Estoy escribiendo un libro que explora ese territorio.

2 — En noviembre de 1990 “confesabas” que Wallace Stevens, William Carlos Williams (“Su realismo no imitativo”, aducías en la revista “Babel”), Elizabeth Bishop, R. L. Stevenson, lograban que Walter Benjamin, Ludwig Wittgenstein y Raymond Carver pudieran esperar. Y a fines de 2014, ¿qué autores logran que otros puedan esperar? ¿Y qué autores ya no deben tener la menor esperanza de que vuelvas a ellos, y por qué?

PV — Estoy leyendo filosofía y ensayo, sobre todo, además de poesía. Supongo que los novelistas y cuentistas me esperan un poco más (risas). Aunque he leído novelas muy buenas de John Banville, de Anne Michaels, de J. M. Coetzee, en los últimos tiempos. Me encanta releer. En los veranos, cuando dejo de dar taller, hago festivales: de León Tolstói, de Antón Chéjov, de Virginia Woolf... Siempre descubro algo nuevo y es muy, muy enriquecedor. No volvería a leer, sospecho, a Ezra Pound, Leopoldo Lugones, Walt Whitman. No me aportarían nada y hay algo de empatía faltante entre ellos y yo.


3 — “Poesía no de atajo sino de ir al grano directamente”, concluye Gabriela De Cicco su comentario a propósito de “Escalera de incendio” (“confirmar un camino”, añade, citando los títulos de tus cinco poemarios precedentes), en “La Capital” de Rosario, Santa Fe, hace diecinueve años. ¿Hasta ahí coincidís? Y a partir de “Bulgaria”, ¿cómo ha seguido indagando tu poesía?

PV — Sí, aunque soy más consciente de lo que no hago que de lo que hago. No balbuceo, no fragmento; en general reúno, a veces en forma de collage, pero casi siempre tratando de lograr fluidez. Un lenguaje de encantamiento para un mundo desencantado. En ocasiones, sin darme cuenta, uso un tono narrativo que va llevando a una epifanía, a una revelación o a una intensificación del pensamiento, o un interrogante que arde más que si fuera una revelación. Después de “Bulgaria”, todos mis libros tuvieron un hilo conductor; no se trataba de poemas aislados sino de cuentas del mismo collar, de la misma preocupación. Desconozco la razón; simplemente obedezco al poema que elige su forma. Y continúo escribiendo de ese modo. El final resulta más claro: la pera cae madura y la veo caer. No sé si es esa la razón; creo que, en el fondo, escribo así, un poema largo, un único poema. Tal vez mi respiración se amplió.

4 — En los ‘50 el español Rafael Alberti publica “A la pintura” y en 2001 la argentina Juana Bignozzi da a conocer “Quién hubiera sido pintada” (cito apenas dos de los numerosos poemarios íntegramente concebidos a partir de la incidencia de la pictórica en los poetas). ¿Qué articulación tendrá el tuyo, el que explora el territorio poesía y pintura? ¿Hay alguna otra colección de poemas en los que estés trabajando?

PV — Además de los citados, recuerdo “Las musas inquietantes” de Cristina Peri Rossi. No estoy escribiendo un homenaje a pinturas o pintores. Es, en realidad, una reflexión sobre la génesis del impulso, sobre la profunda necesidad humana del arte. Y sobre la íntima relación entre poesía y pintura. Georges Braque decía: “El clima: hay que lograr una cierta temperatura que haga las cosas maleables”, entre otras notas reunidas en “El día y la noche”. Wallace Stevens en “Adagia”, lo explicitó: “En gran medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores” y agregó un lema maravilloso: “La lengua es un ojo”. En mi caso no son notas para un ensayo: son poemas; aparecieron, es decir, golpearon a mi puerta y me comprometí con ellos, como suele suceder. El poema para mí es el lugar donde todo sucede, donde se unen lo vivido, lo soñado, lo leído, lo olvidado, lo imaginado. Los pintores que aparecen, en algunos de los poemas, lo hacen sin que me lo haya propuesto. Y con respecto a tu otra pregunta, tengo dos libros inéditos, a la espera.

5 — El profuso volumen de Alberti, además de abordar los colores, los implementos del artista (incluyendo la mano), las características y condiciones de producción, se detiene, por ejemplo, en Piero Della Francesca, Veronés, Nicolas Poussin, Pedro Berruguete, Lino Spilimbergo, Cândido Portinari, Lino Seoane. ¿Qué pintores, Paulina, “te detienen” más en su contemplación?

PV — Hablo, por lo general, de artistas, no de estilos determinados, así como en poesía me interesan las voces y no tanto los “ismos”. La lista de “mis” pintores es enormísima; enumeraré los que jamás podría olvidar citar: Caravaggio, Rembrandt, Vermeer, Joseph Mallord William Turner, Velázquez, Cezanne, Brueghel el viejo, Braque, Klee, Kandinsky, Magritte, de Chirico, Georges de La Tour, Mark Rothko... Además, en primerísimo lugar, los pintores de las cuevas del paleolítico, que me tienen hechizada.

6 — Si fueras una artista plástica, ¿qué temáticas abordarías, con qué procedimientos?

PV — No lo sé, Rolando, no soy una artista plástica (risas). Me encanta el óleo; pero ¿usaría acrílico para experimentar? Adoro la acuarela, ¿la usaría? Sé que trabajaría el claroscuro. Sé que trataría de dar al color sensualidad, que oliera, además de hablar. Sé que me aproximaría al objeto para diluirme en él; sólo me alejaría para la corrección final, como en el poema. Y como tanto la poesía como la pintura son intemporales, mi obsesión por lo efímero se expresaría también en ese medio. Creo que lo fugaz me acerca a la sensación de eternidad.

7 — Van dos versos de Bignozzi de la breve colección citada: “me han dicho que soy lo único que una mujer de izquierda / llevaría a una isla desierta más un poco de música”; y mi recuerdo de la respuesta de la actriz argentina Amelia Bence a una encuesta de una “revista de actualidad” (más o menos así): “Las dos únicas cosas que me llevaría a una isla desierta serían un cepillo de dientes y a Peter O’Toole.” ¿Qué te resultaría imprescindible en dicha circunstancia?...

PV — Llevaría El Quijote, las obras de Shakespeare y los dos libros de Alicia, de Lewis Carroll. Además de estos ítems tan previsibles, me llevaría a un animalejo de juguete (en lo posible gato, perro, tigre, león) al cual hablar y con el cual compartir la aventura.

8 — ¿Qué autores, qué asuntos abordan los artículos que has ido divulgando en publicaciones periódicas? ¿Prevés la reunión de ese quehacer en algún volumen? Y complementariamente, ¿a quiénes valorás más en el género ensayo?

PV — He escrito sobre Raúl Gustavo Aguirre, sobre Edgar Bayley, sobre “Poesía Buenos Aires”, sobre Joaquín Giannuzzi. He escrito sobre Stevens, sobre Sylvia Plath, sobre Álvaro Mutis, sobre los poetas platenses, sobre Jorge García Sabal. También sobre los pintores contemporáneos Ronaldo Enright y Ariel Mlynarzewicz. Y he escrito sobre Poesía, en ponencias, en el discurso en la Academia Argentina de Letras, etc. Hay mucho más; estoy nombrando todo lo que se acerca al ensayo; has dado en el clavo, Rolando, porque estoy pensando en reunirlos y ampliar algunos trabajos sobre poetas más jóvenes. Admiro los ensayos de Stevens, de W. H. Auden, de Joseph Brodsky, de John Berger, de Pascal Quignard. De nuestro país, además de los ya citados Bayley y Aguirre, admiro a María Negroni, su deslumbrante escritura. “El arco y la lira” de Octavio Paz fue muy importante en mis comienzos.

9 — Precede la última frase de la novela “Varamo”, del bonaerense César Aira, las siguientes: “Si una obra deslumbra por su innovación y abre caminos inexplorados, el mérito no hay que buscarlo en la obra misma sino en su acción transformadora sobre el momento histórico que la engendró. La novedad vuelve nuevas sus causas, las hace nacer retrospectivamente de ella. Si el tiempo histórico nos hace vivir en lo nuevo, el relato que pretende dar cuenta del origen de la obra de arte, es decir de la innovación, deja de ser un relato: es una nueva realidad, y a su vez la misma de siempre y de todos.” ¿Qué te promueve lo que acabás de leer?

PV — No hay progreso en arte. Sí renacimiento, porque la creación es eso: un verdadero renacer. En el caso de la poesía, volver a nombrar el mundo, como si fuera la primera vez, con lucidez y con asombro al mismo tiempo. Bayley hablaba de “estado de inocencia y estado de alerta”, ¿recordás? Por supuesto, coincido con la influencia del tiempo histórico; el poeta es un cronista de su época, lo quiera o no, aun siendo la poesía intemporal, en lo profundo de su corazón (esto no es una paradoja, aunque lo parezca).

10 — ¿Por dónde anda el esbozo del largo ensayo que aspirabas, hace unos años, realizar sobre Hans Christian Andersen? ¿Por dónde andan otros eventuales esbozos?

PV — Ay, quedó en proyecto. Gracias por recordármelo. Espero cumplirlo alguna vez. Andersen es un poeta maravilloso. Y, sí, hay más esbozos. No alcanza la vida (risas), no alcanza. Por otra parte, cuando el poema llega, nunca lo traiciono; lo invito a pasar, le sirvo café, le doy mi mejor sillón (más risas).

11 — Tu padre, su autoritarismo (¿su prosaísmo?), “ni sueños ni palabras”, y tu “Bulgaria”, ajuste de cuentas-epílogo poético, y allí el color, aunque “…un cuadro / donde el mar está pintado con tan poca fe / que no sabe si quedarse cuando llegue la noche.” Imagino que el poema que da título a tu libro del ’98 ha de haber conmovido a muchos. ¿De qué otros poemas tuyos te parece que has recibido más comentarios? ¿Acaso de aquellos que estableciste con subtítulos (“óleo sobre papel”, “poema sin adjetivos”, “arte poética matinal”, “una poética urbana”, etc.)?

    PV — Gracias, Rolando, sí, “Bulgaria” fue mi poema aislado
más alabado; otros fueron “La dama del mediodía” (poema sin adjetivos), por ser un tour de force y “La muerte de la imaginación”. También “En ninguna parte”, el poema final de “Escalera deincendio”. No recuerdo mucho más, sólo que después los elogios fueron dirigidos al libro como unidad, tal como había sido escrito. “La balada de Cordelia”, un único poema dividido en cantos a la manera de las antiguas baladas, también tuvo lectores entusiastas, sobre todo jóvenes, algo que me emocionó.

12 — Es a la “viajera incompleta” (ver “Escalera de incendio”) a quien pregunto sobre su condición de viajera: cómo la has ejercido, en qué época, por dónde, con quiénes.

PV — Cuando digo “incompleta” me refiero a una sabiduría anhelada; la de una mirada afilada, que pudiera captar el mundo en sus contradicciones, crueldades y maravillas, en una aceleración de la percepción como es la poesía. El viaje como escritura y la escritura como viaje. No digo nada original. A los ocho años aseveraba que iba a ser escritora y exploradora (risas). Algo se hizo realidad. Recorrí el continente desde la Patagonia hasta México, por tierra: auto, tren, ómnibus, camión. La visión profunda, la de las calles secundarias, no las avenidas de la Historia. Comencé a los veintidós años: con un grupo de locos de la Universidad nos largamos a Cuzco, Perú, con poco dinero. A partir de allí siempre busqué compañeros/as estrafalarios como yo; conocí a mi marido y ya no paramos. En 1991 logramos el “Buenos Aires-Caracas, Caracas-Buenos Aires”, en un Fiat 128. Estuvimos dos veces en el Amazonas. Recorrí en auto Europa hasta Finlandia en 1974; no detallo más a riesgo de aburrir. Ahora la edad nos hizo detener. Siento una nostalgia infinita, natural.

13 — ¿Qué te parece si nos trasmitís cómo ha sido tu modo de colaborar con la poeta griega Nina Anghelidis en la traducción de “Votos por Odiseo” y qué trasunta esa poética? ¿Se editó, tal como atisbé en la Red que llegaría a suceder, la obra de Iulita Iliopulo a través de la Universidad de Granada?

PV — Fue un trabajo muy interesante porque mi aporte era el conocimiento profundo del castellano que Nina no tenía. En realidad, en la traducción, siempre se aprende más del propio idioma que del traducido. Trabajamos a conciencia, rodeadas de diccionarios de griego y de español y mis preguntas eran siempre orientadas a si esa palabra usada por Iulita era sofisticada o cotidiana, etc. También teníamos desplegados sobre la mesa, todos los libros de Odiseas Elytis; el libro era un homenaje a ese magnífico poeta, compañero de Iulita que había muerto recientemente. Sé que se editó, pero perdí el rastro después de tantos años; Nina volvió a su país casi enseguida.

14 — ¿Qué diferencias te encontrás como traductora hoy y como traductora hace… treinta años? ¿La traducción siempre es reinterpretación?

PV — No hay mucha diferencia salvo la experiencia de la acumulación de tiempo. Para mí la traducción es un desafío mayor que el poema. Es interpretación: del espíritu del poeta, de su estilo (sencillo o intrincado), de su lenguaje, sus preocupaciones, su vida. Además del texto a traducir, leo todo sobre el autor/la autora. Y busco una música de nuestro idioma que se aproxime.

15 — Dirijámonos a lo que redactó el también traductor Julio Cortázar, en el primer párrafo de “Permutaciones”, una de las secciones de su “Salvo el crepúsculo”: “¿Por qué en literatura —a semejanza servil de los criterios de la vida corriente— se tiende a creer que la sinceridad sólo se da en la descarga dramática o lírica, y que lo lúdico comporta casi siempre artificio o disimulo? Macedonio [Fernández], Alfred Jarry, Raymond Roussel, Erik Satie, John Cage, ¿escribieron o compusieron con menos sinceridad que Roberto Arlt o Beethoven?” ¿Cómo proseguirías reflexionando, Paulina, a partir de lo encomillado?

PV — Un debate eterno, siempre repetido. La sinceridad no tiene nada que hacer en arte; sí autenticidad. No se deben confundir. Reivindico la ficción para la poesía; sabemos que la ficción suele calar más hondo que la realidad. ¿Qué importa que algo haya sucedido en marzo si suena mejor noviembre? ¿Qué importa que invente una ciudad si es más vívida, más verosímil? Por otra parte, con autenticidad me refiero a la tarea del autor, cabal, honesta con el lenguaje, ese lenguaje que es el que debe ir hacia lo esencial, iluminar los rincones oscuros de la existencia. A veces ese lenguaje puede ser irónico y ser más leal. Una vez llamé a la poesía “un juego mayor”.


Paulina Vinderman selecciona poemas de su “Bote negro” para acompañar esta entrevista:

3)

¿Qué terror es éste, enraizado en la escritura
como oficio y deber, como espinas en la niebla de marzo
que ella no puede quitar y sin embargo canta?

La dulzura de la fe en las palabras que escapan
de su cárcel es semejante a nuestra supervivencia
en esta ciudad sin ángeles.

Vendrá el sol como siempre, a romperse frente
a mi asombro y vendrá la noche como una hilera
infatigable de hormigas.

Y cerraré este cuaderno, y soñaré con árboles
rugosos pero sin heridas.
Y con la clemencia de la luz.


5)

Ahora, tarde en la tarde, marzo sonará en la
palabra púrpura, al borde de la métrica,
inclinada en su terraplén.
Escribo dentro de un grabado mientras la palmera
izquierda (la pequeña) espera su salud perdida
y el encanto del cielo sobre sus nuevas hojas:
un mosquitero de encaje.

Mi mente está calma como un lago
escuchando la voz del hombre que anoche
en mi sueño me preguntaba por las constelaciones.

¿Era ésa la voz del lenguaje?
¿Por qué rompí mi poema del tiburón?

Si viene la lluvia será un exilio, un intervalo
en el teatro de mi pobre, pálida memoria.
Montañas azules, pueblos silenciosos, cardos al sol,
palomos que arrullan las siestas y un humo (¿la voz?)
en la carretera.

9)

Invento el jardín que no tuve y me fotografío
bajo un toldo de cielo.
Cuando menos lo espere, la palabra jardín
me abandonará, y volveré a mis pueblos con
calles de tierra y corazón dorado.

Me dedico a barrer sombras alargadas como cangrejos raros,
sombras de siglos en ciudades inquisidoras, dulcemente
hostiles a mi curiosidad y a mis robos.
¿Robar para el poema, no para la corona, tendrá perdón?

Hasta que la luna salga en mi búsqueda
le quito Groenlandia a los daneses y escribo
en esta página una carta al viejo Erik el Rojo.
En borrador, sobre mi río y mis piedras, mi canción
y mi Sur. Y las tribus diezmadas, y una oscura
mancha de petróleo sobre la palabra justicia.


10)

El hombre de maíz diría que el espíritu de
la palmera enferma se adueñó de mí.
Y que debo dedicarle la nube del próximo poema
en que aparezca la palabra nube.

Le pregunto por la tristeza.

Dice que debo acomodarme al viento de la vida.

Y que le cante en rima a mi raíz.

Porque a la suya —la de la palmera— le cantará
la tierra, la cobijará como me cobija el día que se va,
página a página, cobalto sobre blanco, como el recuerdo
de esa foto mojada por la lluvia que cerró el incendio.


12)

El pasado es un país extranjero, donde no sé nombrar
mi desajuste con el mundo ni los árboles frondosos
de las riberas de los ríos secretos (secretos-ríos),
que corren hacia la eternidad llamada mar.

No, no hablaré del porvenir: es un cuarto oscuro
donde sólo puedo votar por la muerte. Sus afiches
son bellos, pero irritantes de tan verosímiles.

“¿Y el presente?”

Ah, María, el presente es una piedra azul, opaca, libre,
cubierta de polvo, que me recuerda al poema
balbuceado anoche en mi libreta, que deshilaché después,
sin fiebre y sin compasión.


13)

Puedo oír los perros a la distancia, antes de dormir.
Y ellos me consuelan, consuelan a mi corazón cojo
y me hablan de lo único que tiene valor.

Testimonios austeros de la vida, un sacudir de
ramas en los días obedientes.
Como el sonido de una flauta en la noche débil,
como un humo herido por la ausencia de luz.

Viajaré por la página de la noche sin mentir,
viajaré otra vez por mi río barroso que se cree mar.

Y mañana, en mi taza de niebla en la cocina,
como todos los días oscurecidos por la lentitud,
veré la simetría.

Entrevista realizada a través del correo electrónico por Rolando Revagliatti.

SILVINA OCAMPO: ÉL PARA OTRA

Esperaba verlo pero no inmediatamente, porque hubiera sido demasiado grande mi perturbación. Siempre postergaba nuestro encuentro, por algún motivo que él entendía o no. Un simple pretexto para no verlo o para verlo otro día. Y así pasaron los años, sin que el tiempo se hiciera sentir, salvo en la piel de la cara, en la forma de las rodillas, del cuello, del mentón, de las piernas, en la inflexión de la voz, en el modo de caminar, de escuchar, de colocar una mano en la mejilla, de repetir una frase, en el énfasis, en la impaciencia, en lo que nadie se fija, en el talón que aumenta de volumen, en las comisuras de los labios, en el iris de los ojos, en las pupilas, en los brazos, en la oreja escondida detrás del pelo, en el pelo, en las uñas, en el codo, ¡ay, en el codo!, en la manera de decir ¿qué tal? o realmente o puede ser o ¿a qué horas? o no le conozco. No, Brahms no, Beethoven, bueno, algunos libros. El silencio, que era más importante que la presencia, tejía sus intrigas. Ningún encuentro, que no fuera totalmente absurdo, se producía: un montón de paquetes me cubría y él, comiendo pan y empuñando una botella de vino y una de Coca-cola, pretendía estrecharme la mano. Invariablemente alguien tropezaba y el adiós resultaba anterior al ¿qué tal? El teléfono llamaba, equivocado siempre, pero la respiración de alguien correspondía exactamente a su respiración, y surgían entonces, en la oscuridad del cuarto, los ojos de él, en el color aparecía el timbre de aquella voz sin fondo, una voz que la comunicaba con el desierto o con algunas ramificaciones de un río que corre entre las piedras sin llegar jamás a su desembocadura, un río cuyo nacimiento, en las más altas montañas, atraía a los pumas o a los fotógrafos que venían de muy lejos a ver esas maravillas. Me agradaba ver a personas parecidas a él. Algunas que tenían mirada casi idéntica, si entrecerraban los ojos; o un modo de cerrar totalmente los párpados, como si algo doliera. Me agradaba también hablar con personas que solían hablar con él o que lo conocían mucho o que irían a verlo en esos días. Pero ya el tiempo corría, como un tren que tiene que llegar a destino, cuando el guarda golpea la puerta del pasajero que está durmiendo o anuncia la estación próxima, el término del viaje. Teníamos que encontrarnos.

Tan acostumbrados a no vernos estábamos que no nos vimos. Aunque no estoy segura de no haberlo visto, siquiera por la ventana. En aquella luz tenebrosa de la tarde, sentí que algo me faltaba. Pasé frente a un espejo y me busqué. No vi dentro del espejo sino el armario del cuarto y la estatua de una Diana Cazadora que jamás había visto en ese lugar. Era un espejo que fingía ser un espejo, como yo inútilmente fingía ser yo misma.

Entonces sintió miedo de que se abriera la puerta y que él apareciera en cualquier momento y que terminaran las postergaciones que mantenían vivo su amor. Se echó al suelo sobre la rosa de una alfombra y esperó, esperó a que dejara de sonar el timbre de la puerta de la calle, esperó, esperó y esperó. Esperó que se fuera la última luz del día, entonces abrió la puerta y entró el que no esperaba. Se tomaron de la mano. Se echaron sobre la rosa de la alfombra, rodaron como una rueda, unidos por otro deseo, por otros brazos, por otros ojos, por otros suspiros. Fue en ese momento cuando la alfombra empezó a volar silenciosamente sobre la ciudad, de calle en calle, de barrio en barrio, de plaza en plaza, hasta que llegó a los confines del horizonte, donde empezaba el río, en una playa árida, donde crecían las totoras y volaban las cigüeñas. Amaneció lentamente, tan lentamente que no advirtieron el día ni la falta de noche, ni la falta de amor, ni la falta de todo por lo que habían vivido esperando ese momento. Se perdieron en la imaginación de un olvido —él para otra, para otro ella— y se reconciliaron.



Silvina Ocampo

TONI MORRISON: DULZURA


No es mi culpa, así que no pueden culparme. Yo no hice nada y no tengo idea de cómo pasó. Me tomó menos de una hora darme cuenta de que algo andaba mal. Muy mal. Era tan negra que me dio miedo. Negro medianoche, negro sudanés. Mi piel es clara, tengo buen pelo, soy lo que llaman “cobriza”, lo mismo que el padre de Lula Ann. No hay nadie en mi familia que se acerque a ese color. La brea es lo más parecido que se me ocurre. Pero su pelo no va con la piel. Es diferente –liso, pero con rizos, como el de esas tribus desnudas de Australia–. Podrían pensar que es cuestión de herencia, ¿pero herencia de quién? Deberían haber visto a mi abuela: pasaba por blanca. Se casó con un blanco y no le volvió a dirigir la palabra a ninguna de sus hijas. Todas las cartas que recibía de mi madre o mis tías las devolvía enseguida, sin abrir. Finalmente, entendieron el mensaje de “no más mensajes”, y la dejaron tranquila. Casi cualquier mulato o cuarterón hacía eso en aquella época (si tenía el pelo adecuado). ¿Se imaginan cuántos blancos andan por ahí con sangre de negro escondida en sus venas? Adivinen. Escuché que un veinte por ciento. Mi propia madre, Lula Mae, podría haber pasado por una fácilmente, pero decidió no hacerlo. Me contaba el precio que pagó por esa decisión. Cuando fue con mi padre al juzgado para casarse había dos Biblias, y ellos tuvieron que poner la mano en la que estaba reservada para los negros. La otra era para manos blancas. ¡La Biblia! ¿Pueden creerlo? Mi madre era empleada en la casa de una pareja rica de blancos. Se comían todo lo que les preparaba, insistían en que les restregara la espalda cuando se metían a la bañera, y solo Dios sabe qué otras cosas íntimas la ponían a hacer, pero no podían tocar la misma Biblia.

Puede que alguno de ustedes piense que está mal separarnos por tonos de piel (entre más claro mejor) en clubes sociales, barrios, iglesias, hermandades, incluso escuelas segregadas. ¿Pero de qué otra forma podríamos aferrarnos a un poco de dignidad? ¿De qué otra forma podríamos evitar que nos escupan en una farmacia, recibir un codazo en la parada del bus, tener que caminar por la zanja para dejar a los blancos todo el andén, que en la tienda nos cobren un centavo por una bolsa de papel que es gratis para los clientes blancos? Sin mencionar los insultos. Yo supe de todo aquello y mucho, mucho más. Pero, gracias al tono de su piel, a mi madre no le impedían probarse un sombrero o usar el baño de damas en un almacén. Y mi padre podía probarse unos zapatos en la parte delantera de la zapatería en vez de la trastienda. Aun muriéndose de sed, ninguno de los dos se hubiera permitido tomar agua de una fuente “solo para gente de color”.

Odio decirlo, pero sentí vergüenza de Lula Ann desde el comienzo, en la sala de maternidad. Su piel era pálida, como la de todos los bebés al nacer (incluso los africanos), pero cambió rápidamente. Pensé que me estaba volviendo loca cuando se puso azul oscura frente a mis ojos. Sé que enloquecí por un momento porque, solo por unos segundos, puse una manta sobre su cabeza y presioné. Pero no pude hacerlo, no importa cuánto hubiera querido que ella no naciera con ese terrible color. Incluso se me ocurrió dejarla en algún orfanato. Pero temí ser uno de esos monstruos que dejan a sus bebés en las escaleras de una iglesia. Hace poco escuché de una pareja en Alemania (ambos blancos como la nieve) que tuvo un hijo de piel oscura que nadie pudo explicar. Gemelos, creo, uno blanco y uno negro. Pero no sé si es cierto. Lo que sé es que para mí amamantarla era como tener un pigmeo succionando mi pezón. Pasé a darle tetero apenas volví a la casa.



Mi esposo Louis es maletero, y cuando regresó de las vías me miró como si en serio me hubiera vuelto loca, y miró a la bebé como si viniera de Júpiter. No era hombre de decir groserías, así que cuando dijo “Maldita sea, ¿qué demonios es eso?”, supe que estábamos en problemas. Esa fue la razón, lo que comenzó las peleas entre nosotros. Rompió nuestro matrimonio en pedazos. Habíamos tenido tres buenos años, pero cuando ella nació él me echó la culpa, y trataba a Lula Ann como si fuera una intrusa, o mucho peor, una enemiga. Nunca la tocó.

No pude convencerlo de que jamás, jamás me había metido con otro hombre. Estaba rotundamente seguro de que le estaba mintiendo. Discutíamos y discutíamos hasta que le dije que esa negrura tenía que provenir de su familia, no de la mía. Ahí fue que todo se puso peor, tan mal, que simplemente se paró y se fue, y yo tuve que buscar un lugar más barato donde vivir. Hice lo mejor que pude. No era tan ingenua como para llevarla conmigo cuando me entrevistaban los arrendadores, así que la dejaba con una prima adolescente para que la cuidara. De todas formas, no la sacaba mucho, porque cuando la paseaba en el coche la gente se agachaba para mirar y decir algo lindo pero enseguida saltaban hacia atrás y arrugaban la frente. Eso dolía. Si los colores de nuestra piel se invirtieran, hubieran creído que yo era su niñera. Para una mujer de color –incluso siendo cobriza– ya era bastante difícil rentar algo en un lugar decente de la ciudad. En los noventa, cuando Lula Ann nació, la ley prohibía discriminar a los arrendatarios, pero pocos propietarios le prestaban atención. Se inventaban razones para excluirte. Sin embargo, tuve suerte con el señor Leigh, aunque sé que le aumentó siete dólares al precio que pedía en el anuncio y le daba un ataque si te retrasabas un minuto con el pago del alquiler.

Le dije que me llamara “Dulzura” en vez de “madre” o “mamá”. Era más seguro así. Era tan negra y tenía esos labios, que me parecían excesivamente gruesos, y si me hubiera dicho “mamá” eso habría confundido a la gente. Además, el color de sus ojos era extraño: negros como un cuervo, con un matiz azulado –había algo de bruja en ellos–.

Así que por un largo rato solo fuimos las dos, y no necesito decirles lo duro que es ser una esposa abandonada. Supongo que Louis se sintió un poquito mal después de dejarnos así porque, unos meses más tarde, averiguó a dónde nos habíamos mudado y empezó a mandarme dinero una vez al mes, aunque yo nunca se lo pedí, ni fui a la Corte para que lo hiciera. Los cincuenta dólares que me enviaba y mi trabajo nocturno nos sacaron a Lula Ann y a mí de la asistencia social. Eso fue bueno. Ojalá dejaran de decirle asistencia social y volvieran a la palabra que usaban cuando mi madre era una niña; en aquel tiempo se llamaba “alivio”. Suena mucho mejor, como si sólo fuera un breve respiro mientras te vuelves a poner en pie. Además, tratar a los empleados de la asistencia social es como recibir un escupitajo. Cuando finalmente encontré trabajo y no los necesité más, estaba ganando más plata de la que ellos habían ganado nunca. Supongo que su tacañería provenía de los suelditos mezquinos que recibían, y por eso nos trataban como mendigas. Sobre todo cuando miraban a Lula Ann, y luego me miraban a mí (como si estuviéramos tratando de hacer trampa o algo así). Las cosas mejoraron, pero todavía debía tener cuidado, mucho cuidado de cómo la educaba. Debía ser estricta, muy estricta. Lula Ann tenía que aprender a comportarse, a agachar la cabeza y no dar problemas. No me importa cuántas veces se cambie el nombre, su color es una cruz que siempre va a cargar. Pero no es mi culpa. No es mi culpa. No lo es.

Pues sí, a veces me siento mal por cómo traté a Lula Ann cuando era pequeña. Pero entiendan: tenía que protegerla. Ella no conocía el mundo. Con esa piel no tenía sentido ser difícil o presumido, incluso si tenías razón. No en un mundo en el que te podían mandar a una correccional por ser impertinente o por pelearte en el colegio; un mundo en el que te contratan de último y te despiden de primero. Ella no sabía nada de eso, ni de que su piel negra asustaría a los blancos, o haría que se rieran de ella y trataran de hacerle bromas pesadas. Una vez vi cómo un niño de un grupo de chicos blancos le hacía zancadilla a una niña que no podía tener más de diez años, cuya piel no estaba ni cerca de ser tan oscura como la de Lula Ann. Y cuando ella se intentó levantar, otro niño le puso un pie sobre la espalda y la tumbó de nuevo. Los chicos se partían de la risa. Mucho después de que se les escapó, algunos seguían con risitas, tan orgullosos de sí mismos. Si no hubiera estado mirando a través de la ventana del bus la habría ayudado, alejándola de esa gentuza blanca. Miren: si no hubiera adiestrado a Lula Ann correctamente, ella no habría sabido que siempre debía cruzar la calle y evitar a los chicos blancos. Pero las lecciones que le di dieron frutos, y a fin de cuentas ahora estoy muy orgullosa.

No fui una mala madre, sépanlo, pero puede que haya lastimado a mi única hija por tener que protegerla. Tenía que hacerlo. Todo por privilegios de piel. Al principio no pude ver a través de todo ese negro para entender quién era ella y simplemente amarla. Pero la amo. En serio que sí. Creo que ella lo entiende ahora. Eso creo.

Las últimas dos veces que la vi, me pareció que estaba… bueno, despampanante. Atrevida y segura de sí misma. Cada vez que me venía a visitar olvidaba lo negra que en realidad era porque ella lo usaba a su favor con hermosas ropas blancas.

Me enseñó algo que debí haber sabido desde siempre. Lo que le haces a un niño es importante. A veces nunca olvidan. Apenas le fue posible, me abandonó en ese horrible apartamento. Se alejó tanto de mí como pudo; se emperifolló y se consiguió un trabajo superimportante en California. Ya no llama, ni me visita. Me manda plata y cosas de vez en cuando, pero no sé hace cuánto no la veo.

Prefiero este lugar, la Casa Winston, a esos grandes y costosos ancianatos en las afueras de la ciudad. El mío es más pequeño, casero, menos costoso, con enfermeras las veinticuatro horas y un doctor que nos visita dos veces por semana. Solo tengo sesenta y tres años –muy joven para andar retirada–, pero resulté con una enfermedad crónica en los huesos, así que es vital un buen cuidado. El aburrimiento es peor que la debilidad o el dolor, pero las enfermeras son adorables. Una me acabó de besar en la mejilla cuando le dije que voy a ser abuela. Su sonrisa y sus felicitaciones fueron como para alguien a punto de ser coronada. Le mostré la nota en papel azul que recibí de Lula Ann –bueno, firmó “La novia”, pero nunca le presto atención–. Sus palabras suenan atolondradas: “Adivina qué D., estoy tan, pero tan feliz de dar esta noticia. Voy a tener un bebé. Estoy muy, muy emocionada, y espero que tú también lo estés”. Supongo que la emoción es por el bebé y no por el padre, porque no lo menciona en absoluto. Me pregunto si es tan negro como ella. Si es así, no necesita preocuparse como lo hice yo. Las cosas han cambiado un tris desde que yo era joven. En televisión, revistas de modas, comerciales, por todos lados hay negros-azules, incluso protagonizando películas.

No hay dirección del remitente en el sobre. Así que supongo que sigo siendo la mala madre, por siempre castigada hasta que muera, por la manera bien intencionada y, de hecho necesaria, como la crié. Sé que me odia. Nuestra relación consiste en que ella me envía dinero. Tengo que admitir que se lo agradezco, porque así no tengo que rogar por cosas extras, como algunos de los otros pacientes. Si quiero un mazo de cartas nuevecito para jugar solitario puedo comprarlo, y no tengo que jugar con el sucio y gastado que hay en el salón. Y puedo comprar mi crema especial para la cara. Pero no me engaño. Sé que la plata que me envía es una forma de mantenerse alejada y acallar el poco de conciencia que aún le queda.

Si sueno amargada, desagradecida, es en parte porque en el fondo hay arrepentimiento. Todas esas pequeñas cosas que no hice o hice mal. Recuerdo la primera vez que le llegó el período y cómo reaccioné. O cómo le gritaba cuando se tropezaba o dejaba caer algo. Es cierto. Me molestaba, incluso me repelía su piel negra cuando nació y al principio pensé en… no. Tengo que alejar esos recuerdos, rápido. No tiene caso. Sé que hice lo mejor para ella dadas las circunstancias. Cuando mi esposo huyó de nosotras, Lula Ann era una carga, y pesada. Pero la llevé bien.

Sí, fui dura con ella, pueden apostarlo. Cuando tenía doce años e iba para trece tuve que ser aún más dura. Andaba respondona, no quería comer lo que le preparaba, se hacía peinados. Yo le trenzaba el pelo, y cuando se iba al colegio ella se lo destrenzaba. No podía dejar que se me dañara. Me planté fuerte y le advertí cómo la llamarían. En todo caso, algo de lo que le enseñé debió pegársele. ¿Ven en qué se convirtió? Una chica rica y con estudios. ¿Qué tal?

Ahora está embarazada. Buena jugada, Lula Ann. Si piensas que la maternidad es puro arrullo, zapatitos y pañales, te espera una gran sorpresa. Bien grande. A ti y al anónimo de tu novio, esposo, amante –lo que sea–. Imagínate, “Oh, ¡un bebé! ¡Cuchi cuchi cu!”.

Ponme atención. Estás a punto de darte cuenta de lo que se necesita, de cómo es el mundo, cómo funciona, y cómo cambia cuando te conviertes en madre.

Buena suerte, y que Dios ayude a la criatura.


Toni Morrison
Chloe Ardelia Wofford, conocida por su nombre de pluma Toni Morrison (Lorain, Ohio; 18 de febrero de 1931 - Nueva York, 5 de agosto de 2019)​ fue una escritora estadounidense,ganadora del Premio Pulitzer en 1988 y del Premio Nobel de Literatura en 1993.

En sus obras, Morrison habla de la vida de la población negra, en especial de las mujeres. Era una combatiente a favor de los derechos civiles y comprometida con la lucha en contra de la discriminación racial.

MÚSICA: STARGAZER

 



"Eastend"

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"Rouge Anglais"

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