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viernes, 22 de febrero de 2019

LEONOR MAUVECIN: POEMAS




Los últimos comediantes

Aquí estamos
Entre todos los últimos comediantes.
Entre los socavones del amanecer.
Entre los manifestantes con banderines de plomo.
Entre las innumerables mentiras.
Entre los ingenuos culpables y los malvados.
Entre los que emigran dejándonos una cicatriz de aborto.
Entre los sórdidos mendigos con sus mendrugos agusanados.
Entre los locos

Entre los insaciables que consumen la última hamburguesa
y juegan al polo con caballos de palo y escopetas.
Entre los que devoran bibliotecas con la única finalidad de sí mismos. 

Entre los que miden el último gen del genoma humano
para saber que somos sólo el doble que una lombriz
y menos que un insecto.
Entre los que buscan el primer contacto con el mono
en el mítico eslabón de la historia.
Entre los que deambulan con los pelos rojos
y el rock and roll en sus orgasmos.
Entre los que gritan con Charly
sueñan con Fito o comen langostas aladas
en los recitales nocturnos de los Redondos .
Entre los que miden el compás de un tango abovedado
Y huelen la nostalgia de una calle desierta.
Entre los que no saben volar o no pueden
y usan polvo blanco o jeringas para vivir una vida prestada.
Entre los que ven la muerte.
Entre los que ven la muerte en pantalla chica
y se creen a salvo.
Entre los que viven la vida como una película del Far west
hartos de pochoclo y coca cola y se pegan a la imagen
dejando sus máscaras en las ondas del aire.
Entre los que hablan y leen un lenguaje universal
y buscan la metáfora.
Entre los que hacen dedo en las autopistas
y pagan el módico peaje de la intemperie.
Entre los que aman.
Entre los que venden un cielo de cartón
Con un rey de bastos dispuesto a golpearnos en las dos mejillas.
Entre los que caminan kilómetros para escuchar
al famélico maestro con su magro librito bajo el brazo.
Entre los que descubrieron la ternura.
Entre los que descubrieron la ternura
y golpean las puertas.
Entre los que golpean las puertas buscando la salida
hasta que la sangre florezca en las manos .


Mutaciones

Deberíamos pasar al otro lado del espejo
y escribir en el dorso de la mano.
Deberíamos buscar los fantasmas
para quitarles el polvo
y dar vueltas las sombras para vestirnos
con su otra cara.
Deberíamos sujetar el presente 
para apoyar el rostro
y reclinar el brazo sobre el tiempo que huye.

Acaso deberíamos buscar un día sin retorno
para instaurar la memoria 
y ahuyentar el olvido.
Acaso las telarañas del espejo
me devuelvan mi rostro,
pulido por las cenizas del tiempo.

Pero no será mi rostro.
Será tan sólo un simulacro
que se romperá en pedazos apenas caiga
la primera piedra.



Leonor Mauvecin
Nació en Córdoba, Argentina:(1950) Lic. en Letras, Prof. de Lengua y Literatura. Coordinó ciclos culturales Dicta Cursos y talleres literarios. Obtuvo el Fondo Municipal de Córdoba: 1998, 2000, 2005 , Premio Provincia de Córdoba 1996, Luís de Tejeda 2006. Fundación Argentina para la Poesía 2007.
Invitada a: Poetas del País de las Nubes México, VI Festival de poesía de la feria del libro Buenos Aires, Feria del libro de Córdoba (entre otros) 
Ha participado como expositora en encuentros y congresos literarios
Publicó: La Casa del Aire, 1996 La Huella de la Tarde1998 La piel de la serpiente 2000 La caja de madera. 2005 La casa del amor y de la muerte. 2008 El libro de Elena 2011 Almanaque 2016
Antologías: El Caldero de los Cuenteros .Ciclo de poetas Córdoba poética Siglo XX . Ciclo de escritores cordobeses. La tierra del conjuro. Heptagonal. Poetas en el País de las Nubes México.El Alambique 2011 España Antología de la fundación Argentina para la Poesía 2013 y 2015. Fuente: poetasdelmundo - cainabella - Foto: poesiainexorable.wordpress


CESARE PAVESE: AÑOS



De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella: ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probásemos de nuevo; estaba acostado a su lado y la abrazaba. Ella me dijo:

-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.

Luego Silvia se durmió y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. 

Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.


Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.

Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:

-Es bonito ser sinceros, como nosotros.

-¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?

Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.

-Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.

Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.

-Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.

Silvia no abrió los ojos.

-¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.

Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.

Luego Silvia me dijo:

-Ya basta. Tengo que levantarme.

Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.

Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.

Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba por recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.

Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.



Cesare Pavese

(San Stefano Belbo, 1908 - Turín, 1950) Escritor italiano. Su infancia y su juventud transcurrieron en Turín, donde se graduó en Letras con una tesis sobre Walt Whitman. Su carácter tímido, los desengaños amorosos y las sucesivas crisis vitales, de orden religioso y político (en un principio vinculado al fascismo, posteriormente fue miembro del partido comunista), lo llevaron hasta un aislamiento que culminó en suicidio.Su vida pública y literaria está relacionada con su actividad en la editorial turinesa Einaudi, de la que fue lector y consejero. Cesare Pavese perteneció a la generación neorrealista italiana y contribuyó a la difusión de los novelistas norteamericanos tanto a través de sus traducciones de Herman Melville, John Dos Passos, William Faulkner, John Steinbeck, Gertrude Stein (tradujo asimismo a James Joyce) como por su colaboración en la antología Americana (1942), junto con Elio Vittorini. Asimismo, sistematizó sus conocimientos sobre literatura estadounidense en La literatura americana y otros ensayos (1951).
Cesare Pavese inició su obra de escritor con la publicación del poemario Trabajar cansa (1936), con el que se opuso a la poesía hermética italiana. Su obra narrativa, de un lúcido realismo, plasma el mundo rural y la vida social contemporánea (Allá en tu aldea, 1941; La playa, 1942; La cárcel, 1938-1939, publicado en 1949; Antes de que el gallo cante, 1949; El bello verano, 1949; Entre mujeres solas, 1949; El diablo en las colinas, 1949; La luna y las fogatas, 1950). Su diario El oficio de vivir (1952) es un extraordinario testimonio sobre la vida y el oficio de un escritor. Fuente: biografiasyvidas - ciudadseva.com - Foto:negratinta.com

THOMAS MANN: ACCIDENTE FERROVIARIO

¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.
Una vez -de esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.
No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como este, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.
Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros.
Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-camas; el día antes había encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.
Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé… no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”… Miren a ese revisor con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham.
Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de sus pequeños cuerpos. El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.
Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.
El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban…
Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo leía y fumaba cómodamente sentado.
El encargado del coche-cama entra servicial, me pide el billete de coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía -aunque por pura obligación-, omite darme las “buenas noches” -saludo estrictamente personal- y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y como el caballero no quería dejar ver a su perro, y además ya se había acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.
Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera.
-¿Que pasa ? -gritó-. ¡Déjeme en paz… rabos de mico!
Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.
Considero por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así, pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.
Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a echarse.
“Oh, gran era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya en Dresde”.
Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida… Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: “Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera”. Así, literalmente. Pensé además: “¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!” Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró.
Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, solo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.
-¡Gran Dios! -gritó-. ¡Omnipotente Dios!
Y para anonadarse todavía más -y tal vez para evitar su completa aniquilación- añadió en tono suplicante:
-¡Amantísimo Dios!…
Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los instrumentos -porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento-. Se abrió paso a través de los viajeros congregados -con unos empujones tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo- y se arrojó fuera del tren.
Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor.
Era un descarrilamiento -explicó el empleado- había descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó mas tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario -aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua- y nos habló con toda familiaridad de su mujer.
-Yo le había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo.
¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón.
Dentro del vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.
Para poder bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, nuestro coche-cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las vías.
Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante… ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros… Al acercarnos, vimos solo los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores se posaban errantes por encima.
Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera de un tren de mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había “salido despedida”, pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.
En estas estaba yo….
Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre los equipajes.
Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.
-¡Ay, ay! -decía-. ¡Ay!
-Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay, señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!
Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra “escapar”. No pensaba tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de que me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy serio y excitado, para preguntarle sobre el equipaje.
-Pues verá, señor, nadie lo sabe…
-¿Cómo está aquello?
Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros ilesos.
-Todo está revuelto. Zapatos de señora… -dijo con un salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de señora.
En esta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo en aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios… Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne… tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil…
Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.
Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado valerosamente y había accionado el freno de alarma en el último instante, evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así -se decía-, todo hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.
¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.
Y todos sentimos.
Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora” había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.
Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado -nuestro padre- logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas. Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren especial.
Yo tenía billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube encontrado mi rinconcito, di con el caballero de las polainas, aquel que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro consigo: se lo habían quitado -en contra de todos sus derechos de caballero- y lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:
-¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!
Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella extraña situación.
Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.
-¿Es de primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también de primera?
Y después que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.

Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.


Thomas Mann
Nació el 6 de junio de 1875 en Lübecken, Alemania, en el seno de una familia de comerciantes.
Fue hermano menor del novelista y dramaturgo Heinrich Mann. Cuando su padre falleció, la familia se radica en Munich.
Fue padre del autor Klaus Mann y de la escritora y actriz Erika Mann.
Fallece el 12 de agosto de 1955 en Zurich, Suiza.



JUAN JOSÉ ARREOLA: CARTA A UN ZAPATERO QUE COMPUSO MAL UNOS ZAPATOS



Estimable señor:

Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.

En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.)

Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.

Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.

Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.

Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.

Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.

Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.

También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.

Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.

Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora…

Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas.

Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar.

A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud… Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.

Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.

Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.

Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.

Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.

Soy sinceramente su servidor.


Juan José Arreola
Nació el 21 de septiembre de 1918 en Zapotlán el Grande —hoy Ciudad Guzmán—, Jalisco, Guadalajara (México).
Estudió en Jalisco y en 1930 empezó a trabajar como encuadernador. En 1937 se marchó a vivir a México D.F. para estudiar en la Escuela Teatral de Bellas Artes.
Publicó, en 1941, su primera obra, Sueño de Navidad. En 1945 colaboró con Juan Rulfo y Antonio Alatorre en la publicación de la revista Pan, de Guadalajara y pudo viajar a París bajo la protección del actor Louis Jouvet. Allí conoció a J. L. Barrault y Pierre Renoir. Un año después regresó a México. A su vuelta empezó a trabajar en Fondo de Cultura Económica como corrector y autor de solapas y obtuvo una beca en El Colegio de México gracias a la intervención de Alfonso Reyes. En 1949 apareció su primer libro de cuentos Varia invención. En 1950 recibió una beca de la Fundación Rockefeller.
Su obra maestra Confabulario fue publicada en 1952 y recibió el Premio Jalisco de Literatura, a este le seguirían el Premio del Festival Dramático del Instituto Nacional de Bellas Artes y el Premio Xavier Villaurrutia.
A partir de 1964 dirigió la colección "El Unicornio", y se inició como profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México.
En 1972 se publicó la edición de Bestiario, que completaba la serie iniciada en 1958, con Punta de plata.
Su prestigio fue ascendiendo y en 1979 fue galardonado con el Premio Nacional en Letras, en la Ciudad de México y en 1992 el Premio Juan Rulfo, al que seguirían el Alfonso Reyes y Premio Ramón López Velarde.
En 1992 participó como comentarista de Televisa para los Juegos Olímpicos de Barcelona.
Murió el 3 de diciembre del 2001. Fuente: escritores.org.

ARTURO O' FARRILL: MÚSICA


"Junio y Garúa"
de Laura Andrea Leguía




"La Puerta"
de Luis Demetrio
gentileza: YouTube


Arturo O'Farrill nació en la Ciudad de MéxicoMéxico hijo de Lupe Valero y Chico O'Farrill, el 22 de junio de 1960.  Su madre Lupe fue una cantante de México, y su padre Chico era un trompetista de jazz y compositor originario de La Habana, Cuba.  La familia vivió en México hasta 1965, cuando se mudaron a la ciudad de Nueva York.  En esta ciudad, su padre Chico, encontró trabajo como director musical de la CBS, en el programa "Festival de Lively Arts", donde formó relaciones con músicos de jazz como Count BasieDizzy GillespieGerry Mulligan, y Stan Getz. Sin embargo Chico también trabajó con músicos de  música latina de artistas como Tito PuenteMachitoCelia Cruz y La Lupe. 
A la edad de seis años O'Farrill comenzó a tomar clases de piano, a instancias de sus padres. 
Evitando el estilo musical de su padre, O'Farrill optó por centrarse en otras formas de jazz, escuchando a artistas como Bud Powell y Chick Corea.











Arturo O' Farrill
foto:longislandweekly.com

viernes, 15 de febrero de 2019

QUINTEROS: UN AÑO, DOS MESES Y VEINTE DÍAS


I
El fletero, después de bajar los muebles con sus cuatro empleados y, una vez que terminaron de acomodarlos donde les señalé, fue el primero que me dijo que había una señora que hacía limpieza de viviendas y que, si yo quería, le podía hablar para que venga a ayudarme en semejante casa. Le dije que no, que por ahora estaba bien. Se fueron haciendo varias maniobras para no chocar con los pilares del portón de entrada y con la camioneta del Servicio Eléctrico que ese mismo día, vino a instalar la luz.



También los operarios que habían terminado su tarea de colocar la televisión por cable con internet en mi casa, me contaron que conocían una señora que hacía limpieza y que también cocinaba, que si yo quería, uno de ellos le hablaba para que venga. Les dije que no, que así estaba bien. Dispuse una boca de toma para conexión en la sala de estar, otra en mi dormitorio de planta alta y la siguiente quedaría libre entre los dos dormitorios de planta baja.

Luego se presentó el jardinero, dijo que lo enviaba el arquitecto que me había vendido la casa y cortó todo el césped de este amplio terreno, tarea que le llevó unas tres horas, y dos horas más en juntar todo en bolsas. Al día siguiente volvió con la paisajista y acomodaron todo tal cual les pedí. Me hablaron de que si precisaba de una señora para la limpieza, que ellos conocían a una. Los interrumpí diciéndole que así yo estaba bien.

Si, ya me estaban cansando. 

El arquitecto vino por la tarde con la decoradora de ambientes, ella consideraba que debía poner los sillones de la sala de estar así, y no como lo había dispuesto yo, y que las cortinas debían ser así, decía ella, por la luminosidad, por los reflejos del sol y, que el hogar para el invierno debía ser refaccionado y la alfombra, para que no invada otros espacios, debía tener una medida acorde con los sillones y, para ella, la escalera que llevaba a la planta alta, donde estaba mi dormitorio con vestidor, baño y la sala para escribir, debía ser tratada por un carpintero. Me decía que dos manos de laca sobre la madera estaban bien. Me hablaron de pequeños arreglos y que, para que pueda escribir tranquilo, que ellos conocían a una señora que hacía limpieza de casas y que también cocinaba. Y también me dijo lo mismo el señor que puso la bomba de desagote en la pileta que luego pintó y finalmente cercó con esmero. A todos les dije lo mismo. Que no, que por ahora no.

Sin perros ni gatos, escribir, vender, cobrar y nada más, doctor.

Como puede ver, la vivienda principal con esta amplia galería y cochera, tiene techo a dos aguas y tejas. después hacia el patio y frente a la pileta rectangular, está el quincho con asador, un horno de barro, y una mesa de madera para 18 personas. Siguiendo hacia el fondo, el departamento para el personal de servicio que tiene comedor, cocina, pasillo, baño y un dormitorio. Todo limpio, recién pintado y las aberturas barnizadas.

Mire, creo que trabajaron 12 días para arreglar todo el parque según las indicaciones de la paisajista y, hasta que la decoradora de ambientes me entregó la casa.

Dos días después, coloqué los libros y los discos en su lugar, y yo estrenaba mi cómoda cama, un sommier amplio, lindo.

En el hotel, antes de retirarme, también me hablaron de una señora que me podía ayudar en la limpieza de semejante casa para un hombre solo "y más de su edad", agregó sin contemplaciones una de las mucamas. De nuevo les dije a todos que por ahora no.

Por cábala, estrené mi casa un día martes. El jueves todos aquí en el barrio, sabían de mi. La señora que vive dos casas hacia abajo, como quién busca el río, me dijo que era enfermera, "por cualquier cosa que necesite" y agregó que conocía a una señora que me podía ayudar en la limpieza. De nuevo dije que muchas gracias, que por ahora no. 

La idea de una persona que me ayude en la casa, nunca merodeó por mi mente doctor.

El viernes, a la tarde compré la camioneta, la retiré por cábala el martes siguiente, con todas las transferencias hechas a nombre de mi hijo, usted sabe porqué. 

Cerca del mediodía volví a casa. Usted vio que para llegar, hay que salir del centro de la ciudad por la calle que lleva al puente sobre el río y que cruza para las sierras, dos cuadras antes de llegar al cruce, hay que doblar a la derecha, allí, el camino es empinado pero asfaltado, si, y complicado por eso se perdió, luego hay que girar hacia la izquierda para entrar por el portón principal, que como verá, esta cruzado. Si, esta vivienda está edificada en un terreno de 2.640 metros cuadrados, según la oficina catastral.

Cuando llegué, había una señora con un bolso, parada en el portón. Su aspecto dejaba mucho que desear, de cabello corto a la altura de la base del cuello, lucía despeinada, gorda, voluminosa, talla grande por decir algo no ofensivo y, a pesar del calor de noviembre, lucía un ajustado saco negro sobre su vestido color marrón.

Hablamos ahí, en la puerta, antes que desactive la abertura electrónica y la alarma. Ella sudaba, quizás por su sobrepeso, por su abrigo, o por un poco de nervios. Me dijo su edad, era dos años mayor que yo. Pasamos y le di dos vasos de agua fresca, tomó con ganas el primero, y con una aspirina el segundo.

Digamos que me convenció su franqueza, me dijo que ya no tenía dónde vivir.
Rosa fue mi empleada doméstica, un año, dos meses y veinte días. 


II
Rosa me dijo que nació en un pueblo de la Provincia de Misiones, que sabía hablar alemán por sus abuelos, y tenía los rasgos arios de su padre, hablaba también portugués, por ser hija de brasilera, algo de guaraní y nuestro idioma español perfectamente, porque sus padres la trajeron a estas sierras cuando ella tenía apenas ocho años, y que hizo aquí todo el primario y el ciclo básico, eso me dijo.

Volvió a la pensión donde vivía para retirar un segundo bolso con ropas. No, no se cual pensión era, pero toda la gente de por aquí debe saber.

A la tarde estuvo nuevamente en casa, la esperábamos Cecilia, la decoradora de interiores de la casa, y Carolina, la paisajista, que acudieron a mi llamado. Al verla, ambas me dijeron que era ella la recomendada. Buena persona, me dijeron.

Entonces la saludaron, y en el auto de Cecilia, volvieron al centro de la ciudad.

Las instrucciones eran, llevarla a la peluquera, que le depilen las piernas, comprarle ropa para uso diario, dos juegos de ropa de cama, toallas y uniformes de trabajo. Volvieron a las once de la noche.

Hubo que hacer algunos arreglos en sus uniformes, debían ser XXL, según su talle.
Rosa se instaló agradecida en la vivienda de servicio, la acomodó a su gusto.

Después, recuerdo que salí a cenar con mis nuevas amigas, Carolina que es soltera y Cecilia que es casada, a ella le dije "llamá a tu marido y a tu niño", compartimos una agradable cena mirando el río. Al regresar, ya de madrugada, Rosa me esperaba despierta. Así, fue siempre, aunque le haya pedido lo contrario, no, no había caso.

No voy a negar que a veces la detestaba. Especialmente cuando escuchaba en la radio, todo el día, la misma emisora de Córdoba, y cantaba esas horribles canciones típicas de esta provincia. Pero todo, absolutamente todo, estaba impecable. Cocinaba riquísimo, gastaba menos que yo en las compras y le puso días y horarios al jardinero. 

Almorzábamos juntos, a veces, yo cenaba afuera. Me cebaba mates y café mientras escribía, y cuando salía a pagar deudas y servicios, iba de uniforme, los lucía orgullosa dicen que siempre hablaba muy bien de mi y de las señoras que me visitaban.

Bueno, de eso no quería contarle doctor, pero mis amigas me frecuentaban cada tanto, previo llamado que muchas veces ella atendía, y se quedaban conmigo dos o tres días. Pero de eso no hablemos. Hablemos de Rosa, doctor.

Rosa tuvo su televisor a los quince días de estar conmigo, pero el de ella era de antena satelital, un radio reloj, y le compré también un placard.

Era, dicen, la mejor paga de las llamadas "domésticas cama adentro", y nunca quiso tener el dinero de su sueldo con ella, le abrí una cuenta en el Banco Nación, aprendió a depositar y a hacer uso de los cajeros automáticos. Aquí está, ¿ve? otro documento para agregar. 

Rosa era la que alegraba la casa, la que cantaba espantosas canciones, la que bailaba mientras cocinaba, la que siempre se dirigió hacia mi como "señor" y a mis amigas como "señora". La que atendía con esmero a mis invitados, la que asaba la carne en el quincho.

Pocas veces se tomaba días franco. No quería faltar en mis días más bulliciosos, los sábados, domingos y feriados. Siempre estaba conmigo y, cuando salía, era por algún cumpleaños de alguna conocida, según ella.

Esta es una confidencia doctor, y le pido que no lo comente, en su cumpleaños, el 14 de septiembre, cenamos por primera vez juntos en el salón comedor, los dos solos, luego bailamos y ella tomó demasiado. Por primera vez, se fue a dormir antes que yo y quedó la vajilla sin lavar en la mesada de la cocina. Por primera vez, esa noche pensé en ella, no como mi "empleada", sino como una amiga, recuerdo que más tarde bajé las escaleras para decírselo, la puerta de su vivienda estaba abierta. 

No se, realmente no se qué me pasó, pero entré y avancé hasta su dormitorio, estaba acostada, totalmente desnuda, con sus curvas anchas, blandas y blancas, con mucho vello en sus partes íntimas, la areola marrón de sus pezones y un ronquido suave y prolongado. Miré la hora en los grandes números rojos del radio reloj y salí, salí maldiciéndome. Eran las 4:30 de la madrugada.

Al día siguiente, por primera vez, entró a mi dormitorio a despertarme. Me despertó con un café bien caliente y me dijo que "debía terminar el capítulo de la bomba que había que desactivar para que no mueran esos pobres hombres atrapados en la trinchera húmeda, y que a la tarde venía la señora Raquel, la judía, a quedarse un día nada más. Menos mal, porque es la que menos me gusta para usted".

Si, estaba en todos los detalles.

Aquel día, Hugo el jardinero, llegó temprano. La escuché decirle que, "esa planta de ahí no la podés porque hay un nido de pajaritos, mejor no podés nada, bajá la máquina a dos centímetros y cortá de aquí para allá, después ayudame con el barrefondo en la pileta".

Hugo la vio caer, dice que Rosa se tomó el pecho, que cerró fuerte los ojos y cayó. "Pegó primero con esta parte en el piso, tocándose la parte derecha, después quedó boca abajo, quietecita", nos contaba a todos. Nos dijo que conversaba con los vecinos mientras cortaba el césped, y que les pidió a ellos que llamen al servicio de emergencia, inmediatamente subió hasta mi escritorio y me dijo "venga, venga rápido, Rosa se cayó y no se mueve".

Lo supe apenas la vi, Rosa había muerto.

La ambulancia llegó, el médico, intentó reanimarla, el enfermero, algunos vecinos y Hugo, subieron su pesado cuerpo a la ambulancia. El paramédico también tuvo que hacer tres maniobras para no chocar con los pilares del portón cruzado. 

Así es doctor, Rosa se iba para siempre, un año dos meses y veinte días después que entrara por ese portón.


III
Bueno, ahora hablemos de mi doctor. Cuando revisé sus cosas para entregar su documento, encontré en uno de los bolsos, toda esa documentación que tiene a la vista, fotos familiares, botones de uniforme de soldado alemán de la segunda guerra, medallas, condecoraciones, cartas, pasajes, mapas y estos papeles que parecen ser partidas de nacimiento. Rosa sería la menor de cuatro hermanos, hija de este supuesto criminal nazi que era buscado por toda sudamérica.
No se qué opina usted, qué hago, qué digo.

No, Rosa nunca me dijo que tenía dos hijas y cinco nietos.


Walter Ricardo Quinteros
Nació en Deán Funes, Córdoba, Argentina en noviembre de 1955.
Escorpiano.
Difunde cultura.
Cuenta cuentos. No le gustan los títulos, las distinciones, los premios, los reconocimientos honoríficos y de los otros, los Currículum Vitae, los tiempos impuestos para leer, los negociados, los fundamentalistas de la poesía y los plagios en la cultura.
Cuando no lee, escucha.
En los tiempos libres, escribe.
Foto: Rubén Capodaqua




CURIOSIDADES: BESOS DE PELÍCULAS





El primer beso de la historia del cine fue en el cortometraje (47 segundos) "The Kiss", que recreó la escena final del musical de "The Widow Jones", en 1896. Fue dirigido por William Heise por pedido de Thomas Alba Edison.


Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, "Casablanca" 

Lady y Tramp "La Dama y el Vagabundo", de Disney

Macaulay Culkin y Anna Chlumsky. "My Girl"

Tobey Maguire y Kirsten Dunst en "Spider-Man" 

Richard Burton y Elizabeth Taylor "Taming of the Shrew".

Leonardo Dicaprio y Kate Winslet en "Titanic"

Michael Douglas y Sharon Stone "Bajos Instintos"

Harrison Ford y Sean Young, "Blade Runner"

Charlton Heston y Kim Hunter, "The Planet of the Apes"

Patrick Swayze yDemi Moore "Ghost".


Deborah Kerr, Burt Lancaster "De aquí a la eternidad"


Sean Connery y Honor Blackman, "Goldfinger"


Ryan Gosling y Rachel McAdams "The Notebook"

Heath Ledger y Jake Gyllenhaal, "Brokeback Mountain"

Leonardo DiCaprio y Claire Danes, "Romeo y Julieta."

Margot Kidder y Christopher Reeve."Superman"

Clark Gable y Vivien Leigh, "Gone with the Wind" (Lo que el viento se llevó)

Jack Nicholson y Jessica Lange, "El cartero llama dos veces" 


Las imágenes para ilustrar este post han sido extraídas de las siguientes fuentes: 
www.elperiodicodetudia.com - www.taringa.net - www.listas.eleconomista.es