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viernes, 16 de agosto de 2019

QUINTEROS: LA JALAPEÑA



—Habíamos armado el campamento a dos kilómetros del paso a Montoya, en un bajo del terreno, estaba bien escondidito, desde la huella del camino no se veía. Fonseca nos hizo cubrir a los centinelas con lonas, y con el follaje de las ramas en lugares estratégicos, ellos debían avisarnos mediante hilos atados con pequeñas campanitas colgadas en la primera carpita. Es cierto que ellos estaban cansados, pero todos estábamos cansados. Había sido un día terrible, correr esas ocho horas a machetazos por la selva tupida, desde Manvatará hasta el campamento, con Miguel Ojeda herido de un balazo en la panza y gritando de dolor, con Anicio Almada arrastrándolo por la espesura de los montes para no dejarlo abandonado, pobrecito, casi muertito. Pero habíamos matado al Coronel Iparraguirre, a su mujer a su hija, al custodio y hasta a su perro. Habíamos vengado a nuestros camaradas fusilados. Pero en el tiroteo le dieron al Anicio y, esos cuatro tiros lo fueron desangrando, hasta que al final cayó muertito, cerca de la lagunilla. Fonseca nos dijo que lo dejáramos y mandó al Ramón Zarza a buscar al doctor Cabanillas a Naranjillos, para que venga urgente pero con cuidado y le salve al Miguel, que era muy buen tirador, hombre fiel a la causa, y que tenía un solo tiro, pegao aquí en la panza, bien dentrito, y dándole vueltitas, como buscando por dónde carajo salir, y eso lo hacía gritar del dolor. A la nochecita yo atendí a los otros hombres en sus necesidades de machos, para que así descansen tranquilos, con sus deseos saciados y, después, cuando llegó el doctor, fui a la carpa preparada para operar al Miguelito Ojeda. Eran las cuatro de la madrugada, Marcela da Silva tomaba una infusión de hierbas que le preparó el doctor Cabanillas para cortarle la fiebre, en una taza que agarraba con las dos manos para espantar el frío de esa hora. Ella y Fonseca le preguntaron a Zarza y al doctor si estaban seguros que nadie los había seguido, dijeron que se demoraron un poquito, para estar seguro de eso y, que así fueron avanzando hasta llegar. Yo le ayudé al doctor un poco, le sostenía la lámpara por encima de su cabeza para que pueda ver mejor y pueda encontrar la bala, cuando sentimos los tiros. El doctor se cortó el dedo con el bisturí, asustado. Los demás tomaron las pocas armas que teníamos y salieron en la oscuridad. Cuando volvieron, a eso de las seis, desanimados y llenos de picaduras de mosquitos y otros insectos, nos dijeron que allá todo era silencio, niebla y una humedad de mierda y, que no habían encontrado a nadie más que a los centinelas muertos, colgados de los árboles, los cuatro pobrecitos, y que los hilos de las campanillas estaban todos cortaditos. Les dimos la sepultura y nos fuimos todos a Naranjillos. Después, mucho después, me contaron que los habían matado los soldados de Tavares, aquel sargento hijo de puta que nos persiguió toda la vida, así, de a poquito, de a dos o tres de los nuestros por día, o por semana, nos seguía como nos sigue nuestra sombra, nos aparecía en nuestros sueños, nos enseñó a tener miedo, y lo hizo por cuarenta años, y eso es toda una vida para nosotros. Hasta en las épocas de paz, nos persiguió. Ése muerto de allá, no, no es él. Y se lo que le digo, porque él también estuvo en mi cama, como si fuese un cliente más. No, no le tengo más nada pa' contá.

Me dijo Florinda, la jalapeña, la que nació en Jalapa, el último pueblo de la selva, por el camino a las arenas.

Walter Ricardo Quinteros
©2013 "La  Jalapeña"












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