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lunes, 24 de junio de 2019

JORGE AMADO: INFANCIA



Apenas me acuerdo de mi padre. Éramos muy chicos yo y mi hermana, ella tres y yo cinco años cuando murió. Sólo me acuerdo de que mi mamá lloraba, los pelos caídos sobre la cara pálida y que mi tío, vestido de negro, abrazaba a la gente con una hipócrita expresión de tristeza. Llovía mucho. Y los hombres que llevaban el cajón caminaban apurados, sin prestar atención al llanto de mamá, que no quería dejarlos que se llevaran a su marido.

Cuando papá venía de la fábrica me hacía sentar sobre sus rodillas y me enseñaba el abecedario con hermosa voz. Era delicado y, según decían, incapaz de matar una mosca. Jugaba con mamá como si todavía fueran novios. Mamá, muy alta, y muy pálida, de manos muy finas y muy largas, tenía una belleza singular, casi de personaje de novela. Nerviosa, a veces lloraba sin motivo. Entonces papá la tomaba entre sus brazos fuertes y le cantaba trozos musicales que la hacían sonreír. 

Nunca nos retaban. Después que él murió, mamá se pasó un año medio enloquecida, echada en un rincón, sin fijarse en los hijos, sin preocuparse por su ropa, fumando y llorando. A veces tenía terribles ataques. Y llenaba de dolorosos gritos las noches calmosas de mi Sergipe. Cuando pasó ese año, mamá volvió a su estado normal y quiso arreglar los negocios de papá; entonces el tío demostró con enorme papelerío que la fábrica era suya, porque papá —lo decía con la cara enrojecida y las manos en alto, con ampuloso gesto de escándalo—papá, medio loco y medio artista, sólo había dejado deudas que el tío habría de pagar para no deshonrar el nombre familiar. Mamá, la pobre, se calló y nos apretó con sus brazos, porque nosotros temblábamos cuando el tío aparecía con su cara colorada, su barriga bien alimentada, su ropa de brin y aquellos ojos chiquitos y perversos. Vivía pasándose las manos por la barriga. El tío... Diez años mayor que papá, temprano se había ido a Río de Janeiro, donde estuvo mucho tiempo sin dar noticias y sin que se supiese qué hacía. Cuando los negocios de papá andaban viento en popa, escribió quejándose de la vida y diciendo que quería volver. Y vino enseguida de la carta. Papá le dio participación en la fábrica. Vino con su esposa, la tía Santa, santa de verdad, pobre mártir de aquel hombre estúpido. Papá vivía para nosotros y para su viejo piano. En la fábrica conversaba con los obreros, escuchaba sus quejas y las solucionaba, si era posible. Vivían en buena armonía él y los obreros, y la fábrica marchaba relativamente bien. Nunca fuimos muy ricos, porque papá era poco hábil en los negocios y dejaba escapar las mejores oportunidades. Se había educado en Europa y tenía costumbres bohemias. Había escudriñado parte del mundo y amaba los objetos antiguos y artísticos, las cosas frágiles y las personas débiles, todo lo que daba idea de convalecencia o de fin próximo. De ahí, tal vez, su pasión por mamá. Con su delgadez pálida de enferma, ella parecía una eterna convaleciente. Papá besaba sus manos firmes, suave, levemente, como con miedo de que aquellas manos se rompieran. Y se quedaban horas perdidas en largos silencios de enamorados que se entienden y se bastan. No recuerdo haberlos oído elaborar proyectos. Nosotros, yo y mi hermana, éramos como muñecos para papá y mamá. Cuando llegó el tío cambió todo. 

No había estado en Europa y se parecía mucho a la abuela, que había hecho de los dieciocho años de vida en común con el abuelo, una de esas tantas tragedias anónimas y horribles que nacen del casamiento de la estupidez con la sensibilidad. Le pegaba a los hijos de los obreros, lo que no era raro, ya que, como se murmuraba en la ciudad, golpeaba a su misma esposa. ¡Pobre tía Santa! Tan buena, amaba tanto a los niños y rezaba tanto que tenía callos en los dedos causados por las cuentas del rosario. Murió y su enfermedad fue el marido. El tío se había ido a vivir públicamente con una obrera. Santa no resistió el disgusto y murió con el rosario entre las manos, pidiéndole a papá que no abandonase al desgraciado. 

La fábrica prosperó mucho. Yo nunca comprendí por qué el salario de los obreros disminuyó. Papá, débil por naturaleza, no tenía coraje para apartar al tío de la fábrica y un día, cuando tocaba al piano uno de sus trozos predilectos, tuvo un síncope y murió. 

La ciudad subía por las laderas y terminaba en lo alto, junto al inmenso convento. Mirando desde arriba, se veía la fábrica al pie del monte por el cual la ciudad se enroscaba como una cobra de cabeza única e innumerables cuerpos. Tal vez no fuera hermosa la vieja San Cristóbal, ex capital de la provincia, pero era pintoresca, con sus casas coloniales y su silencio de fin del mundo. Las iglesias y los conventos ahogaban la alegría de las quinientas obreras que hilaban en la fábrica textil. Pienso que papá había montado la fábrica en San Cristóbal debido a la decadencia de la ciudad, a su paz y a su sosiego, triste ciudad estancada que debía apasionar a sus ojos y a su espíritu cansado de paisajes y de aventuras. Nosotros vivíamos entonces en un enorme y secular edificio, ex residencia particular de los gobernadores, con una pesadísima puerta de entrada, ventanas irregulares, todo pintado de colorado, y grandes habitaciones en las que Elsa y yo nos perdíamos durante el día jugando a las escondidas. De noche, ningún juego nos hacía entrar en ellas, porque temíamos a las almas errantes del otro mundo, almas en pena que soplaban y arrastraban cadenas, según la fidedigna versión de Virgulina, negra centenaria que había criado a mamá y entonces nos criaba a nosotros. Al lado de nuestra casa estaba el ex palacio de gobierno, a punto de caerse, transformado en cuartel donde vivían algunos soldados sucios y perezosos. Enfrente estaba el asilo: seis monjas y ochenta niñas hijas de obreras y de padres desconocidos. Esas niñas no salían. Algunas, al crecer, volvían a la fábrica donde habían nacido, y de donde mandarían al orfanato nuevas niñas sin apellido. Otras, las más blancas, iban a ser monjas y se perderían por el país. Más adelante, el convento de San Francisco, tan grande, tan silencioso, que nunca pude mirar sin cierto recelo. Residían allí cuatro frailes, pero esos cuatro frailes dominaban la ciudad. Decían sermones en los que fantaseaban sobre los colores más negros del infierno. Y esas cosas dichas en aquella lengua medio alemana, medio brasileña, parecían más horribles. Nosotros, los chicos, le teníamos miedo al infierno y mucho más todavía a los frailes. Sinval, mi futuro compañero de correrías, me contaba que obligaban a los obreros a trabajar gratuitamente en la remodelación de la catedral (donde había un gigantesco San Cristóbal, recostado en un cocotero, cargando un minúsculo Niño Jesús, todo bordado en oro) y los que se negaban eran denunciados a mi tío, invitado frecuente a la mesa de los padres, quien los despedía. 

Las casas, todas antiguas y de ladrillos, se extendían por la plaza del convento y se equilibraban por las laderas. A la noche sacaban las sillas a la vereda y las viejas contaban graciosas historias del tiempo de mis abuelos. Los chicos correteaban alrededor de la cruz ennegrecida por los años. Las escasas muchachas ricas se iban al colegio de las monjas de Aracaju y cuando volvían profesoras, siempre tenían un novio bachiller, mucha malicia y, al decir de papá, asesinaban la música moderna en el piano. Por las laderas y por la plaza estaba la gente fina, la élite, la aristocracia. Abajo quedaba la fábrica, el barrio obrero, la plebe. La fábrica era un galpón blanco lleno de ruidos y de vida. Setecientos obreros, de los cuales más de quinientos eran mujeres. Los hombres emigraban, diciendo que "trabajar en tejidos era cosa de mujer". Los más débiles se quedaban y se casaban y tenían legiones de hijas, que ocupaban el lugar de las abuelas y las madres cuando éstas ya no podían trabajar. El nacimiento de una hija se recibía con alegría. Eran dos manos más para el trabajo. Un hijo, en cambio, era un desastre. El hijo comía, crecía y se marchaba a los cafetales de San Pablo o a las plantaciones de cacao de Ilhéus, con incomprensible ingratitud. Saliendo de la fábrica, se cruzaba un tablón sobre un arroyo y se llegaba a la villa Culo con nalga, donde vivían casi todos los obreros. Un gran rectángulo en el cual los fondos de las casas se tocaban. Por eso le habían puesto tan pintoresco nombre. En medio del barrio se hacían notar la sala de primeros auxilios y el consultorio dental. El dentista venía de Aracaju dos veces por semana. Sinval decía: —Un obrero sólo puede tener dolor de dientes los miércoles y viernes. El enfermero residía en San Cristóbal, pero como era puntero electoral de mi tío, perdía mucho tiempo en eso. 

En la villa Culo con nalga, la plebe se divertía por las noches, cuando las guitarras cantaban cocos y la botella de vino pasaba de mano en mano. Los obreros entonces, leían las cartas de los parientes que estaban en Ilhéus y hacían proyectos de una emigración colectiva. El cacao ejercía sobre ellos una fascinación enfermiza. Cada tanto, los frailes bajaban y tratando de no acercarse a los chiquillos piojosos, sonreían a los obreros y les hablaban de un "arreglito en la iglesia o en el convento"... Cuando murió papá y el tío declaró nuestra pobreza, nos fuimos a vivir a una casita al pie de una ladera. Entonces estuve mucho más cerca del proletariado de Culo con nalga que de la aristocracia de la decadente San Cristóbal. Me acostumbré a jugar al fútbol con los hijos de los obreros. La pelota, pobre pelota rudimentaria, se hacía con una vejiga de buey llena de aire. Me hice compinche de Sinval, hijo único de una obrera, cuyo marido había muerto en San Pablo, metido en unos líos policiales, no sé bien por qué. Sé que los obreros hablaban de él como de un mártir. Y Sinval criticaba a los patrones con todas sus fuerzas. Flaco, los huesos sobresalientes, tenía una voz firme y una mirada agresiva. Capitaneaba a los chicos en los robos de mangas y cajús en las quintas vecinas. Y cada vez que pasaba mi tío, escupía de costado. Decía que apenas cumpliese dieciséis años se iría para San Pablo a luchar como su padre. 

Fue mucho después que yo comprendí qué significaba todo eso. Yo y Elsa íbamos a la escuela. Mamá tejía y sus padres la ayudaban a mantenernos. A los quince años fui a trabajar a la fábrica. Entonces yo era un muchacho fuerte y robusto. El chico anémico que fui se había transformado en un adolescente de músculos duros entrenados en peleas con muchachos bravos. Representaba más edad de la que tenía. Había vivido siempre entre los mozos pobres de la ciudad, pobre yo tanto como ellos. Entonces iba a ser totalmente igual, obrero de la fábrica. Sinval ya no me diría con una sonrisa sobradora: —Niño bien... Aguanté cinco años en la fábrica la brutalidad de mi tío. A los diecisiete, Sinval había vendido sus pertenencias, ropas y objetos, y se había ido a las fábricas o las plantaciones de San Pablo. La primera y última noticia que tuvimos fue dos años después. Estaba metido en una huelga y esperaba que lo detuviesen en cualquier momento. Después ni una carta, ni una nota, nada. Los obreros afirmaban: —Siguió el destino del padre —y cerraban los puños rabiosos. Pero la fábrica pitaba y ellos se doblaban, flacos y silenciosos. Entonces yo tenía las manos callosas y los hombros anchos. 

Me había olvidado mucho de lo aprendido en la escuela, pero en compensación, sentía cierto orgullo de mi condición de obrero. No hubiera cambiado mi trabajo de tejedor por el lugar del patrón. Mi tío, el dueño, estaba bastante más viejo, más colorado y más rico. La barriga era la indicadora de su prosperidad. A medida que el tío enriquecía, se le agrandaba. Y estaba enorme, indecente, monstruosa. Pocas fortunas en Sergipe igualaban la suya por ese tiempo. Sólo hacía donaciones al convento (donde engullía comidas) y al asilo. A éste le daba donaciones y huérfanas. No se podía contar con los dedos, ni sumando los de los pies, la cantidad de obreras seducidas por mi tío. Una pasión tuve a los catorce años, por una puta gastada y sifilítica, con la que inicié mi vida sexual. Un amor, a los dieciocho, platónico, por una rubiecita del asilo que se hizo monja; finalmente, tuve la idea de juntarme con Margarita, obrera como yo. Lo que dio mal resultado. También mi tío había puesto los ojos en ella, que tenía unos pechos altos y blancos y un rostro de criatura traviesa. Margarita me contó un día que el patrón la toqueteaba. Y se reía, cínica. Creo que fue esa risa la que me llevó a enfrentarme con mi tío. Le rompí su cara hipócrita. Me despidió. 

A mi madre y a Elsa, San Pablo les parecía el fin del mundo. Por nada me dejarían ir allá. Empecé a hablar de Ilhéus, tierra del cacao y de la plata, a donde iban cantidades de emigrantes. Y como Ilhéus quedaba a sólo dos días de Aracaju, en barco, aceptaron que me largase una mañana maravillosa de luz, en la tercera clase del Murtinho, rumbo a la tierra del cacao, Eldorado del que los obreros hablaban como de la tierra del Canaán. Mamá lloraba, Elsa lloraba, cuando me abrazaron la tarde en que salí para Aracaju para tomar el barco. Yo miré la vieja ciudad de San Cristóbal con el corazón lleno de nostalgia.

Tenía la certeza de que no volvería nunca más. Los hijos de los obreros jugaban al fútbol con una vejiga de buey llena de aire. 


Jorge Amado
Nos dice el periodista Ernesto Bustos Garrido que Jorge Amado es uno de los más grandes escritores de habla portuguesa. Claro que él es bahiano. Eso marca diferencias. Sabe de bailes, danzas africanas, ritos oscuros emparentados con la macumba. Sabe de cocina, de sabores que mezclan el azúcar con lo salado, de otros aliños y condimentos. La cocina bahiana la tiene en la punta de la lengua. Pica y se hace agua la boca. Sabe de coroneles y de sus queridas, esas mulatas de piel de ambrosía y besos diabólicos, plantadas a todo lujo en una oculta casita en un rincón de San Salvador, esperando la visita del señor.
De todo esto escribió Jorge Amado, y mucho, pero él era abogado. Dicen que nunca ejerció. ¡Para que! Mucho lío, mejor un buen café y un fragante habano, pasándole la mano al vaso de contiene esa cachaza olorosa de Minas. De todo esto hablan sus novelas “Doña Flor y sus dos maridos”, “La tienda de los milagros”, “Capitanes de arena”, “Teresa Batista cansada de guerra”, “Tieta de Agreste” y “Gabriela clavo y Canela”. No son las únicas. Escribió cerca de cien o quizá más. Tuvo más premios que el mismísimo Pelé. Se codeó con Neruda y con el Gabo. Y ellos y muchos más que lo visitaban lo tenían que escuchar en silencio, con la boca abierta cuando Amado les contaba cosas de la cultura bahiana. Sabía tanto y tenía tanto que contar.
Jorge Amado murió en San Salvador, el 6 de agosto de 2001.
Relato extraído de "Cacao" 1933

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