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jueves, 10 de febrero de 2022

LILIANA BODOC: ROJO

Ocurrió cuando el diablo abandonó sus fuegos por una vendedora de manzanas.

En ese tiempo, muy lejano de este día, los mercados callejeros eran el corazón del mundo. Cada ciudad tenía un mercado lleno decolores, olores y ruidos donde la gente se reunía a vender y comprar, a discutir sobre los reyes, los eclipses y las cosechas... Y a enterarse de las últimas noticias.

Pero, entre tantos mercados, hubo uno que se hizo cuento porque allí llegó el diablo enamorado.

Su nombre era Mercado de las Rosas; el más colorido, oloroso y ruidoso de cuantos se conocieron.

El Mercado de las Rosas fue famoso por sus pregones, esas cancioncillas que nos invitan a gastar nuestra última moneda para comprar algo que no necesitamos.

Y los vendedores del Mercado de las Rosas eran realmente buenos para eso.

—Frutillas tengo y más,
tengo frutillas
para pintar la boca, y dulces
tengo frutillas.

—Nunca hemos escuchado pregones más convencedores que estos —decían las buenas personas. Y no se equivocaban.

—¡Hay langostas, langostas!
¡Las de ojos tristes...,
las más sabrosas!

Cuando el color del amanecer separaba la Tierra del cielo, los toscos vendedores se transformaban en poetas. Camarones, grana-das, tomates, sandías...; todo se ofrecía con tanta gracia que resultaba difícil resistir la tentación.

Pero tentación, si de verdadera tentación queremos hablar, fue la que sintió el diablo cuando vio a Rubilda, la vendedora de manzanas.

El puesto de la muchacha era uno de los más concurridos del mercado:

—¡Manzanitas crujientes, compre vecina!
¡Del manzanar del rey, venga y elija!

La bella Rubilda cantaba su pregón girando hacia un lado y hacia otro. Y era tan grato verla con su trenza pelirroja puesta a un costado que no había hombre, mujer, niño, perro o pájaro que no se detuviera a mirarla. Ni hombre, ni mujer, ni niño, ni perro, ni pájaro. ¡Ni el mismísimo y temible diablo!

Desde una ventana de su infierno, el diablo estuvo mirando a Rubilda durante un año entero, de mayo a mayo. Y cada día se enamoraba más.

A causa de tanto amor, el diablo dejó de lado sus obligaciones.

Sin nadie que los atizara y los soplara, los montes de fuego, los mismos que espantaron al hombre de punta a punta del tiempo, comenzaron a perder tamaño y poderío.

Mientras eso ocurría, el pobre diablo no hacía otra cosa que estar sentado a orillas de un río de lava, arrojando pedacitos de brasas y suspirando por Rubilda.

—Esto no puede continuar así —le dijo su madrina.

Y es que el diablo tenía madrina. ¡Las madrinas tienen mucho que ver con los cuentos!

El diablo se puso a temblar de miedo. Su madrina era persona de muy mal carácter. Y a juzgar por el gesto curvo de su boca y el color subido de sus mejillas, estaba de verdad enojada.

—¡Exijo que me expliques de inmediato qué está sucediendo contigo! —El chillido de aquella enfurecida madrina del diablo resonó hasta en los rincones más lejanos del infierno.

El diablo agachó la cabeza, se agarró la larga cola y empezó a retorcerla.

—Y bien... —dijo la madrina—. ¿Vas a decirme de una buena vez por qué este lugar ha perdido su calor de desierto eterno y su olor a estómago de tigre?

—Ru... —balbuceó su ahijado—. Rubil... —respiró profundo para darse ánimo—: Rubilda.

—¿Rubilda? —La madrina perdió la poca paciencia que le quedaba, y dio tal terrible grito que despertó a los volcanes dormidos—. ¿Y puedo yo saber quién es Rubilda?

Como respuesta, el diablo dibujó un corazón justo en el centro de un enorme brasero. Después, utilizando la uña que tenía mejor afilada, trazó la letra “R”.

—“R” de Rubilda —explicó el diablo.Enseguida trazó una “D”.

—“D” de mí —murmuró.

La madrina extendió un dedo acusador. Pero como era muy anciana y no tenía ganas de caminar, hizo que su dedo creciera hasta apoyarse con fuerza en el pecho de su ahijado, que estaba parado a un metro de distancia. Recién entonces le habló:

—Supongo que sabes esto: la palabra “mí” no comienza con “d” sino con “m”.

—Sí, madrinita.

—Entonces, ¿puedo saber, mi ahijado, qué fue lo que quisiste decir?

—La madrina trataba de controlar los escorpiones que avanzaban por su sangre.

—Claro que puede, madrinita.

—¡Pues, dímelo enseguida! —gritó la an-ciana. Y los volcanes del mundo, que estaban retomando el sueño, volvieron a despertarse.

—“D” de “diablo” —dijo el diablo—. Eso quise decir, mi madrinita... “R” de “Rubilda”. “D” de “diablo”.

El dedo acusador de la madrina regresó a su tamaño habitual y su gesto se dulcificó un poco. Llamó a su ahijado y le pidió que se sen-tara a su lado, sobre un tronco encendido.

—Así que de amores se trata...

El diablo dijo que sí con la cabeza.

—¡Escuche usted muy bien lo que voy a decirle!

El diablo sabía que cuando su madrina lo trataba de usted, era porque estaba a punto de decir algo importante, pero muy pero tan importante. Así que decidió prestarle atención.

Es bueno aclarar que, según asegura la leyenda, la madrina del diablo era una bruja tan vieja que había nacido antes que las lechuzas. Y antes también que la lluvia.

Y fue ella, esta gran bruja madrina del diablo, quien le explicó a su ahijado que existía un modo de lograr que una mujer, por pelirroja y bonita que fuese, se casara con él para toda la eternidad.

—Te enseñaré el truco de los tres sí. Pero debo advertirte que solamente podrás intentarlo tres veces. Es decir —repitió la madrina—, únicamente puedes probar tres veces el truco de los tres sí.

Nadie va a asombrarse por esta acumulación de tres... Cualquiera que conozca de cuentos sabe que cuando de sortilegios, encantamientos y pócimas se trata, todo sucede tres veces.

A partir de ese momento, la anciana madrina comenzó una lenta y cuidadosa explicación. Lo hizo, en gran parte, porque sabía que su ahijado tenía muy poco talento. Pero también por-que disfrutaba recordando una buena receta.

El secreto para tener boda con una mujer, por pelirroja y bonita que fuese, era lograr que ella le respondiera tres veces seguidas con una sola y sencilla palabra: sí.

—¿Sí? —preguntó el diablo.

—Sí —respondió la madrina.

—¿Solamente sí? —volvió a preguntar el diablo.

—Sí, solamente sí.

Como la madrina seguía desconfiando del talento de su ahijado, repitió todo nuevamente.

Y, para ser sinceros, reconozcamos que esa desconfianza tenía sentido. Porque muy poco talento ha de tener quien, pudiendo ser luz y risa, eligió ser una pesadilla.

Regresando al asunto, la madrina repasó con detalles la receta del encantamiento.

El diablo debía hacer tres preguntas a Rubilda, una detrás de otra. La muchacha debía responder las tres veces con una sola y sencilla palabra: sí.

—Solamente sí —repitió el diablo.

La madrina también le recordó que podía intentarlo tres veces. Si fallaba en los tres inten-tos, era mejor que olvidase para siempre a su pelirroja.

—Pero... —la anciana se frotó las manos—, ¡consigue que esa mujer responda como te lo he indicado, y serás un feliz esposo!

—Sí, sí y sí —volvió a decir el diablo. Y se llenó de aire para silbar un largo rato, como hacía siempre que se sentía optimista.

Al amanecer siguiente, el enamorado estaba listo para partir hacia el Mercado de las Rosas.

Claro que no eligió esa hora por casualidad...

Sucede que el amanecer es la única puerta por la que el diablo tiene acceso a nuestro mundo. Por la grieta que rompe el cielo en la prime-ra mañana, el diablo puede colarse como quien traspasa una verja. Primero pasa una pierna, después el torso, que cabe apenas entre el día que llega y la noche que se va. Por último, pasa la otra pierna, ¡y ya está con nosotros! Peor, ya camina en dirección al puesto de manzanas que atiende Rubilda.

Esa madrugada en el Mercado de las Rosas, nadie sospechó que el diablo andaba ceca, porque el grandioso dueño del fuego había tomado la apariencia de hombre elegante. Sin embargo, todos se apartaban un poco de su camino. Y, al pasar de largo, sentían un escalofrío.

Rubilda, a diferencia de la gente, se le acercó con su mejor sonrisa. El diablo carraspeó nervioso. Sabía que, desde algún lugar de la eternidad, su madrina lo estaba observando.

Entonces, justo en ese momento, lo asaltó una terrible duda. ¿Debía saludar a la vendedora de manzanas, o debía ir directo a las preguntas? Si Rubilda decía “Buenos días”, ¿se arruinaría el truco?

Era una lástima que su adrina no estuviese allí para sacarlo del problema. El diablo, preocupado por las reglas de cortesía, no tuvo mejor idea que pensar en voz alta:

—¿Será apropiado saludar a esta mujer?

—¡Claro que es apropiado, señor! Tenga usted el mejor de los días, con salud y prosperidad.

Para desgracia del encantamiento, Rubilda acababa de responder a la primera pregunta de su enamorado. ¡Su respuesta tenía dieciséis palabras y ningún sí!

Arrinconada en la leyenda, la madrina del diablo ahondó el cráter del volcán más cercano con un violento golpe de puño. Su ahijado acababa de desperdiciar la primera oportunidad.

La madrina estuvo furiosa la mañana entera; pero luego se tranquilizó. Después de todo, quedaban dos oportunidades.

Al siguiente día, el diablo cruzó por segunda vez la verja del amanecer. Y caminó entre los pregones hacia el puesto de Rubilda. La hermosa muchacha se encontraba de espaldas, lustrando las manzanas para que se vieran apetitosas. A causa de eso, el diablo tuvo tiempo de mirarla con detenimiento y suspirar un viento cálido que sacudió todas las lonas del mercado.

El enamorado ya había tomado una decisión. Era preferible pasar por maleducado a tener que soportar una nueva derrota. ¡No iba a saludarla! Con las ideas firmes, se sacudió unas pelusas de fuego que tenía en el traje, y avanzó con paso fuerte.

—¿Son dulces las manzanas?

Lo preguntó con tanta brusquedad que Rubilda giró asustada, y apenas pudo balbucear una tímida respuesta:

—Sí.

El diablo no le dio tiempo a continuar.

—¿Y son jugosas? —Le clavaba los ojos para dejarla sin palabras.

—Sí —murmuró Rubilda.

—¿Me vende usted un kilo?

Silencio en la Tierra y en el cielo. Se callaron los pájaros y los grillos, los vientos se detu-vieron para escuchar la respuesta. Rubilda separó los labios, Rubilda iba a hablar. Los bosques palidecieron, y la bruja madrina hizo crujir su dedos... Rubilda estaba a punto de responder.

El diablo suplicó en sus pensamientos: “Dime sí, Rubilda. ¡Nada más que sí!”.

—¿Solamente un kilo, señor? —dijo Rubilda, intentando mejorar la venta—. Yo en su lugar me llevaría dos. Estas manzanas son las mejores del mercado.

La madrina dio tal tremendo arañazo que abrió cinco nuevos ríos, uno por cada uña. La segunda oportunidad acababa de perderse a causa de la necedad de ese ahijado suyo. Ahora quedaba una sola posibilidad, la última y definitiva.

El tercer amanecer fue de omingo. El Mercado de las Rosas estaba más concurrido y ruidoso que de costumbre. Rubilda voceaba su mercancía con especial simpatía.

—¡Manzanitas crujientes, compre vecina!
¡Del manzanar del rey, venga y elija!

Sin embargo, cuando vio a aquel hombre acercándose por tercera vez, Rubilda se puso un poco nerviosa. Perdió el buen tono de su voz. Y por hacer algo que la tranquilizara, se llevó una manzana a la boca y le dio un mordisco.

La bella masticaba con la boca llena y las mejillas avergonzadas en el momento en que el diablo se acercó y le arrojó la primera pregunta.

El diablo no quería darle ni un segundo.—¿Su nombre es Rubilda?

Entre la sorpresa y el bocado de manzana, que todavía no había tragado, Rubilda contestó como pudo:

—Sí.

El diablo no quería darle niunsegundo...

—¿Es usted la dueña de este puesto?—Sí.

El diablo no quería darleniunsegundo:

—¿Me permite hacerle una pregunta acer-ca de un asunto comercial?

Eldiablonoqueríadarleniunsegundo.

—Sí...

”¡Detente allí, bella Rubilda, no digas más!”, el diablo pensaba con tono de enamorado. “¡Si tu boca callara ahora, mi corazón cantaría para siempre!”.

Pero Rubilda no escuchó ninguno de aquellos apasionados pensamientos, y terminó su frase como le dio la gana.

—Sí..., claro que se lo permito. Pero si acaso se trata del puesto, señor mío, quíteselo usted de la cabeza. ¡No está en venta!

La tercera oportunidad estaba perdida. ¡Adiós esperanzas de casamiento!

La madrina estaba demasiado abatida como para ocasionar destrozos. El diablo, por su parte, dio la vuelta y comenzó a caminar con la cabeza gacha de regreso a su infierno.

—¿Ya se va usted? —se lamentó Rubilda, a quien la conversación le estaba resultando interesante.

—Sí.

—El diablo, triste a más no poder, se encogió de hombros.

—¿Perdió usted interés en la compra del puesto?

El diablo sacudió la cabeza.

—Sí —respondió con desgano. Y, a varios pasos de Rubilda, hizo un ademán de despedida.

—Disculpe —Rubilda casi tuvo que gritar para hacerse oír—. ¿Viene usted desde muy lejos?

El diablo ya empezaba a enojarse. Era mejor que aquella mujer lo dejara irse en paz a llorar todas sus lágrimas. Giró para decirle que no estaba dispuesto a continuar con aquella charla descolorida. Pero cuando miró la carita de Rubilda, se le derritió el alma de hierro.

—Sí —respondió con voz de mermelada de cerezas.

En ese momento, Rubilda lanzó una sonora carcajada. Una inconfundible carcajada de bruja que acababa de atrapar a un elegante hombre para que fuera su esposo por toda la eternidad.

Rubilda había utilizado con éxito el truco de los tres sí. ¡Y en el primer intento!

La madrina del diablo abandonó su decaimiento, y se pasó al absoluto asombro

.¿De dónde había salido aquella joven bruja? Ella nunca la había visto. Ni siquiera había escuchado hablar de una hechicera pelirroja.

—En realidad, es muy buena para ser aprendiz —aceptó con una sonrisa

Al día siguiente, R y D cruzaron juntos la verja del amanecer. Y jamás volvimos a tener noticias sobre ellos, porque las leyendas se detienen un paso antes del horizonte.

Liliana Bodoc

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