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domingo, 19 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (35, 36 y 37)



35 ¡Tierra!
Desesperado por el dolor de la rodilla traté de cambiar de posición. Quise voltearme, pero me fue imposible. Me sentía tan agotado que me parecía imposible ponerme en pie. Entonces moví la pierna herida, me suspendí con las manos apoyadas en el fondo de la balsa y me dejé caer de espaldas, boca arriba, con la cabeza apoyada en la borda. Evidentemente, estaba amaneciendo. Miré el reloj. Eran las cuatro de la madrugada. Todos los días a esa hora escrutaba el horizonte. Pero ya había perdido las esperanzas de la tierra. Continué mirando el cielo, viéndolo pasar del rojo vivo al azul pálido. El aire seguía helado, me sentía con fiebre, y la rodilla me palpitaba con un dolor penetrante. Me sentía mal porque no había podido morir. Estaba sin fuerzas, pero completamente vivo. Y aquella certidumbre me produjo una sensación de desamparo. Habría creído que no pasaría de aquella noche. Y, sin embargo, seguía como siempre, sufriendo en la balsa y entrando a un nuevo día, que sería un día más, un día vacío, con un sol insoportable y una manada de tiburones en torno a la balsa, desde las cinco de la tarde. Cuando el cielo comenzó a ponerse azul miré el horizonte. Por todos los lados estaba el agua verde y tranquila. Pero frente a la balsa, en la penumbra del amanecer, hallé una larga sombra espesa. Contra el cielo diáfano se encontraban los perfiles de los cocoteros. Sentí rabia. El día anterior me había visto en una fiesta en Mobile. Luego, había visto una gigantesca tortuga amarilla, y durante la noche había estado en mi casa de Bogotá, en el colegio La Salle de Villavicencio y con mis compañeros del destructor. Ahora estaba viendo la tierra. Si cuatro o cinco días antes hubiera sufrido aquella alucinación me habría vuelto loco de alegría. Habría mandado la balsa al diablo y me habría echado al agua para alcanzar rápidamente la orilla. Pero en el estado en que yo me encontraba se está prevenido contra las alucinaciones. Los cocoteros eran demasiado nítidos para que fueran ciertos. Además, no los veía a una distancia constante. A veces me parecía verlos al lado mismo de la balsa. Más tarde parecía verlos a dos, a tres kilómetros de distancia. Por eso no sentía alegría. Por eso me reafirmé en mis deseos de morir, antes que me volvieran loco las alucinaciones. Volví a mirar hacia el cielo. Ahora era un cielo alto y sin nubes, de un azul intenso. A las cuatro y cuarenta y cinco se veían en el horizonte los resplandores del sol. Antes había sentido miedo de la noche, ahora el sol del nuevo día me parecía un enemigo. Un gigantesco e implacable enemigo que venía a morderme la piel ulcerada, a enloquecerme de sed y de hambre. Maldije el sol. Maldije el día. Maldije mi suerte que me había permitido soportar nueve días a la deriva en lugar de permitir que hubiera muerto de hambre o descuartizado por los tiburones. Como volvía a sentirme incómodo, busqué el pedazo de remo en el fondo de la balsa para recostarme. Nunca he podido dormir con una almohada demasiado dura. Sin embargo, buscaba con ansiedad un pedazo de palo destrozado por los tiburones para apoyar la cabeza. El remo estaba en el fondo, todavía amarrado a los cabos del enjaretado. Lo solté. Lo ajusté debidamente a mis espaldas doloridas, y la cabeza me quedó apoyada por encima de la borda. Entonces fue cuando vi claramente, contra el sol rojo que empezaba a levantarse, el largo y verde perfil de la costa. Iban a ser las cinco. La mañana era perfectamente clara. No podía caber la menor duda de que la tierra era una realidad. Todas las alegrías frustradas en los días anteriores la alegría de los aviones, de las luces de los barcos, de las gaviotas y del color del agua, renacieron entonces atropelladamente, a la vista de la tierra. Si a esa hora me hubiera comido dos huevos fritos, un pedazo de carne, café con leche y pan -un desayuno completo del destructor-tal vez no me habría sentido con tantas fuerzas como después de haber visto aquello que yo creí que realmente era la tierra. Me incorporé de un salto. Vi, perfectamente, frente a mí, la sombra de la costa y el perfil de los cocoteros. No veía luces. Pero a mi derecha, como a diez kilómetros de distancia, los primeros rayos del sol brillaban con un resplandor metálico en los acantilados. Loco de alegría, agarré mi único pedazo de remo y traté de impulsar la balsa hasta la costa, en línea recta. Calculé que habría dos kilómetros desde la balsa hasta la orilla. Tenía las manos deshechas y el ejercicio me maltrataba la espalda. Pero no había resistido nueve días -diez con el que estaba empezando- para renunciar ahora que estaba frente a la tierra. Sudaba. El viento frío del amanecer me secaba el sudor y me producía un dolor destemplado en los huesos, pero seguía remando.

36  Pero, ¿dónde está la tierra?
No era un remo para una balsa como aquella. Era un pedazo de palo. Ni siquiera me servía de sonda para tratar de averiguar la profundidad del agua. Durante los primeros minutos, con la extraña fuerza que me imprimió la emoción, logré avanzar un poco. Pero luego me sentí agotado, levanté el remo un instante, contemplando la exuberante vegetación que crecía frente a mis ojos, y vi que una corriente paralela a la costa impulsaba la balsa hacia los acantilados. Lamenté haber perdido mis remos. Sabía que uno de ellos, entero y no destrozado por los tiburones como el que llevaba en la mano, habría podido dominar la corriente. Por instantes pensé que tendría paciencia para esperar a que la balsa llegara a los acantilados. Brillaban bajo el primer sol de la mañana como una montaña de agujas metálicas. Por fortuna estaba tan desesperado por sentir la tierra firme bajo mis pies que sentí lejana la esperanza. Más tarde supe que eran las rompientes de Punta Caribana, y que de haber permitido que la corriente me arrastrara me habría destrozado contra las rocas. Traté de calcular mis fuerzas. Necesitaba nadar dos kilómetros para alcanzar la costa. En buenas condiciones puedo nadar dos kilómetros en menos de una hora. Pero no sabía cuánto tiempo podía nadar después de diez días sin comer nada más que un pedazo de pescado y una raíz, con el cuerpo ampollado por el sol y la rodilla herida. Pero aquella era mí última oportunidad. No tuve tiempo de pensarlo. No tuve tiempo de acordarme de los tiburones. Solté el remo, cerré los ojos y me arrojé al agua. Al contacto del agua helada me reconforté. Desde el nivel del mar perdí la visión de la costa. Tan pronto como estuve en el agua me di cuenta de que había cometido dos errores: no me había quitado la camisa ni me había ajustado los zapatos. Traté de no hundirme. Fue eso lo primero que tuve que hacer, antes de empezar a nadar. Me quité la camisa y me la amarré fuertemente alrededor de la cintura. Luego, me apreté los cordones de los zapatos. Entonces sí empecé a nadar. Primero desesperadamente. Luego con más calma, sintiendo que a cada brazada se me agotaban las fuerzas, y ahora sin ver la tierra. No había avanzado cinco metros cuando sentí que se me reventó la cadena con la medalla de la Virgen del Carmen. Me detuve. Alcancé a recogerla cuando empezaba a hundirme en el agua verde y revuelta. Como no tenía tiempo de guardármela en los bolsillos la apreté con fuerza entre los dientes y seguí nadando. Ya me sentía sin fuerzas y, sin embargo, aún no veía la tierra.
Entonces volvió a invadirme el terror: acaso, ciertamente, la tierra había sido otra alucinación. El agua fresca me había reconfortado y yo estaba otra vez en posesión de mis sentidos, nadando desesperadamente hacia la playa de una alucinación. Ya había nadado mucho. Era imposible regresar en busca de la balsa

37 Una resurrección en tierra extraña
Sólo después de estar nadando desesperadamente durante quince minutos empecé a ver la tierra. Todavía estaba a más de un kilómetro. Pero no me cabía entonces la menor duda de que era la realidad y no un espejismo. El sol doraba la copa de los cocoteros. No había luces en la costa. No habla ningún pueblo, ninguna casa visible desde el mar. Pero era tierra firme. Antes de veinte minutos estaba agotado, pero me sentía seguro de llegar. Nadaba con fe, tratando de no permitir que la emoción me hiciera perder los controles. He estado media vida en el agua, pero nunca como esa mañana del nueve de marzo había comprendido y apreciado la importancia de ser buen nadador. Sintiéndome cada vez con menos fuerza, seguí nadando hacia la costa. A medida que avanzaba veía más claramente el perfil de los cocoteros. El sol había salido cuando creí que podría tocar fondo. Traté de hacerlo, pero aún había suficiente profundidad. Evidentemente, no me encontraba frente a una playa. El agua era honda hasta muy cerca de la orilla, de manera que tendría que seguir nadando. No sé exactamente cuánto tiempo nadé. Sé que a medida que me acercaba a la costa el sol iba calentando sobre mi cabeza, pero ahora no me torturaba la piel sino que me estimulaba los músculos. En los primeros metros el agua helada me hizo pensar en los calambres. Pero el cuerpo entró en calor rápidamente. Luego, el agua fue menos fría y yo nadaba fatigado, como entre nubes, pero con un ánimo y una fe que prevalecían sobre mi sed y mi hambre. Veía perfectamente la espesa vegetación a la luz del tibio sol matinal, cuando busqué fondo por segunda vez. Allí estaba la tierra bajo mis zapatos. Es una sensación extraña esa de pisar la tierra después de diez días a la deriva en el mar. Sin embargo, bien pronto me di cuenta de que aún me faltaba lo peor. Estaba totalmente agotado. No podía sostenerme en pie. La ola de resaca me empujaba con violencia hacia el interior. Tenía apretada entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen. La ropa, los zapatos de caucho, me pesaban terriblemente. Pero aun en esas tremendas circunstancias se tiene pudor. Pensaba que dentro de breves momentos podría encontrarme con alguien. Así que seguí luchando contra las olas de resaca, sin quitarme la ropa, que me impedía avanzar, a pesar de que sentía que estaba desmayándome a causa del agotamiento. El agua me llegaba más arriba de la cintura. Con un esfuerzo desesperado logré llegar hasta cuando me llegaba a los muslos. Entonces decidí arrastrarme. Clavé en tierra las rodillas y las palmas de las manos y me impulsé hacia adelante. Pero fue inútil. Las olas me hacían retroceder. La arena menuda y acerada me lastimó la herida de la rodilla. En ese momento yo sabía que estaba sangrando, pero no sentía dolor. Las yemas de mis dedos estaban en carne viva. Aun sintiendo la dolorosa penetración de la arena entre las uñas clavé los dedos en la tierra y traté de arrastrarme. De pronto me asaltó otra vez el terror: la tierra, los cocoteros dorados bajo el sol, empezaron a moverse frente a mis ojos. Creí que estaba sobre arena movediza, que me estaba tragando la tierra. Sin embargo, aquella impresión debió de ser una ilusión ocasionada por mi agotamiento. La idea de que estaba sobre arena movediza me infundió un ánimo desmedido -el ánimo del terror-y dolorosamente, sin piedad y por mis manos descarnadas, seguí arrastrándome contra las olas. Diez minutos después todos los padecimientos, el hambre y la sed de diez días, se habían encontrado atropelladamente en mi cuerpo. Me extendí, moribundo, sobre la tierra dura y tibia, y estuve allí sin pensar en nada, sin dar gracias a nadie, sin alegrarme siquiera de haber alcanzado a fuerza de voluntad, de esperanza y de implacable deseo de vivir, un pedazo de playa silenciosa y desconocida. 

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)

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