7 ¡Sólo tres metros!
Si hubiera tenido que decidirlo, no habría sabido por cuál de mis compañeros empezar. Pero cuando vi a Ramón Herrera, el de la bronca en Mobile, el alegre muchacho de Arjona que pocos minutos antes estaba conmigo en la popa, empecé a remar con desesperación. Pero la balsa tenía casi 2 metros de largo. Era muy pesada en aquel mar encabritado y yo tenía que remar contra la brisa. Creo que no logré hacerla avanzar un metro. Desesperado, miré otra vez alrededor y ya Ramón Herrera había desaparecido de la superficie. Sólo Luis Rengifo nadaba con seguridad hasta la balsa. Yo estaba seguro de que la alcanzaría. Lo había oído roncar como un trombón, debajo de mi tarima, y estaba convencido de que su serenidad era más fuerte que el mar. En cambio, Julio Amador luchaba con Eduardo Castillo para que no se soltara de su cuello. Estaban a menos de tres metros. Pensé que si se acercaban un poco más podría tenderles un remo para que se agarrasen. Pero en ese instante una ola gigantesca suspendió la balsa en el aire y vi, desde la cresta enorme, el mástil del destructor, que se alejaba. Cuando volví a descender, Julio Amador había desaparecido, con Eduardo Castillo agarrado al cuello. Solo, a dos metros de distancia, Luis Rengifo seguía
nadando serenamente hacia la balsa. No sé por qué hice
esa cosa absurda: sabiendo que no podía avanzar, metí el
remo en el agua, como tratando de evitar que la balsa se
moviera, como tratando de clavarla en su sitio. Luis Rengifo, fatigado, se detuvo un instante, levantó la mano como
cuando sostenía en ella los auriculares, y me gritó otra vez:
-¡Rema para acá, gordo!
La brisa venía en la misma dirección. Le grité que no
podía remar contra la brisa, que hiciera un último esfuerzo,
pero tuve la sensación de que no me oyó. Las cajas de
mercancías habían desaparecido y la balsa bailaba de un
lado a otro, batida por las olas. En un instante estuve a más
de cinco metros de Luis Rengífo, y lo perdí de vista. Pero
apareció por otro lado, todavía sin desesperarse, hundiéndose contra las olas para evitar que lo alejaran. Yo estaba
de pie, ahora con el remo en alto, esperando que Luis
Rengifo se acercara lo suficiente como para que pudiera
alcanzarlo. Pero entonces noté que se fatigaba, se desesperaba. Volvió a gritarme, hundiéndose ya: -¡Gordo... Gordo...
Traté de remar, pero seguía siendo inútil, como la primera vez. Hice un último esfuerzo para que Luis Rengifo
alcanzara el remo, pero la mano levantada, la que pocos
minutos antes había tratado de evitar que se hundieran los
auriculares, se hundió en ese momento para siempre, a
menos de dos metros del remo... No sé cuánto tiempo estuve así, parado, haciendo equilibrio en la balsa, con el
remo levantado. Examinaba el agua. Esperaba que de un
momento a otro surgiera alguien en la superficie. Pero el
mar estaba limpio y el viento, cada vez más fuerte, golpeaba contra mi camisa con un aullido de perro. La mercancía había desaparecido. El mástil, cada vez más distante, me indicó que el destructor no se había hundido,
como lo creí al principio. Me sentí tranquilo: pensé que
dentro de un momento vendrían a buscarme. Pensé que
alguno de mis compañeros había logrado alcanzar la otra
balsa. No había razón para que no lo hubieran logrado. No
eran balsas dotadas, porque la verdad es que ninguna de
las balsas del destructor estaba dotada. Pero había seis en
total, aparte de los botes y balleneras. Pensaba que era
enteramente normal que algunos de mis compañeros
hubieran alcanzado las otras balsas, como alcancé yo la
mía, y que acaso el destructor nos estuviera buscando. De
pronto me di cuenta del sol. Un sol caliente y metálico, del
puro mediodía. Atontado, todavía sin recobrarme por
completo, miré el reloj. Eran las doce clavadas.
8 Solo
La última vez que Luis Rengifo me preguntó la hora, en
el destructor, eran las once y media. Vi nuevamente la
hora a las once y cincuenta, y todavía no había ocurrido la
catástrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doce
en punto. Me pareció que hacía mucho tiempo que todo
había ocurrido, pero en realidad sólo habían transcurrido
diez minutos desde el instante en que vi por última vez el
reloj, en la popa del destructor, y el instante en que alcancé
la balsa, y traté de salvar a mis compañeros, y me quedé
allí, inmóvil, de pie en la balsa, viendo el mar vacío, oyendo el cortante aullido del viento y pensando que transcurrirían por lo menos dos o tres horas antes de que vinieran a
rescatarme. "Dos o tres horas", calculé. Me pareció un
tiempo desproporcionadamente largo para estar solo en el
mar. Pero traté de resignarme. No tenía alimentos ni agua
y pensaba que antes de las tres de la tarde la sed seríaabrasadora. El sol me ardía en la cabeza, me empezaba a
quemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en la
caída había perdido la gorra, volví a mojarme la cabeza y
me senté al borde de la balsa, mientras venían a rescatarme. Sólo entonces sentí el dolor en la rodilla derecha. Mi
grueso pantalón de dril azul estaba mojado, de manera que
me costó trabajo enrollarlo hasta más arriba de la rodilla.
Pero cuando lo logré me sentí sobresaltado: tenía una herida honda, en forma de medialuna, en la parte inferior de la
rodilla. No sé sí tropecé con el borde del barco. No sé si
me hice la herida al caer al agua. Sólo sé que no me di
cuenta de ella sino cuando ya estaba sentado en la balsa, y
que a pesar de que me ardía un poco, había dejado de sangrar y estaba perfectamente seca, me imagino que a causa
de la sal marina. Sin saber en qué pensar, me puse a hacer
un inventario de mis cosas. Quería saber con qué contaba
en la soledad del mar. En primer término, contaba con mi
reloj, que funcionaba a precisión y que no podía dejar de
mirar a cada dos, tres minutos. Tenía, además de mi anillo
de oro, comprado en Cartagena el año pasado, mi cadena
con la medalla de la Virgen del Carmen, también comprada en Cartagena a otro marino por treinta y cinco pesos.
En los bolsillos no tenía más que las llaves de mi armario
del destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacén
de Mobile, un día del mes de enero en que fui de compras
con Mary Address. Como no tenía nada que hacer, me
puse a leer las tarjetas para distraerme mientras me rescataban. No sé por qué me pareció que eran como un mensaje en clave que los náufragos echan al mar dentro de una
botella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido una
botella, hubiera metido dentro una de las tarjetas, jugando
al náufrago, para tener esa noche algo divertido que contarles a mis amigos en Cartagena.
9 Mi primera noche solo en el Caribe
A las cuatro de la tarde se calmó la brisa. Corno no veía nada más que agua y cielo, como no tenía puntos de referencia, transcurrieron más de dos horas antes de que me diera cuenta de que la balsa estaba avanzando. Pero en realidad, desde el momento en que me encontré dentro de ella, empezó a moverse en línea recta, empujada por la brisa, a una velocidad mayor de la que yo habría podido imprimirle con los remos. Sin embargo, no tenía la menor idea sobre mi dirección ni posición. No sabía sí la balsa avanzaba hacia la costa o hacia el interior del Caribe. Esto último me parecía lo más probable, pues siempre había considerado imposible que el mar arrojara a la tierra alguna cosa que hubiera penetrado 200 millas, y menos si esa cosa era algo tan pesado como un hombre en una balsa.
Durante mis primeras dos horas seguí mentalmente, minuto a minuto, el viaje del destructor. Pensé que si habían telegrafiado a Cartagena, habían dado la posición exacta del lugar en que ocurrió el accidente, y que desde ese momento habían enviado aviones y helicópteros a rescatarnos. Hice mis cálculos: antes de una hora los aviones estarían allí, dando vueltas sobre mi cabeza. A la una de la tarde me senté en la balsa a escrutar el horizonte. Solté los tres remos y los puse en el interior, listo a remar en la dirección en que aparecieran los aviones. Los minutos eran largos e intensos. El sol me abrasaba el rostro y las espaldas y los labios me ardían, cuarteados por la sal. Pero en ese momento no sentía sed ni hambre. La única necesidadque sentía era la de que aparecieran los aviones. Ya tenía mi plan: cuando los viera aparecer trataría de remar hacia ellos, luego, cuando estuvieran sobre mí, me pondría de pie en la balsa y les haría señales con la camisa. Para estar preparado, para no perder un minuto, me desabotoné la camisa y seguí sentado en la borda, escrutando el horizonte por todos lados, pues no tenía la menor idea de la dirección en que aparecerían los aviones. Así llegaron las dos. La brisa seguía aullando, y por encima del aullido de la brisa yo seguía oyendo la voz de Luis Rengifo: "Gordo, rema para este lado". La oía con perfecta claridad, como si estuviera allí, a dos metros de distancia, tratando de alcanzar el remo. Pero yo sabía que cuando el viento aúlla en el mar, cuando las olas se rompen contra los acantilados, uno sigue oyendo las voces que recuerda. Y las sigue oyendo con enloquecedora persistencia: "Gordo, rema para este lado".
A las tres empecé a desesperarme. Sabía que a esa hora el destructor estaba en los muelles de Cartagena. Mis compañeros, felices por el regreso, se dispersarían dentro de pocos momentos por la ciudad. Tuve la sensación de que todos estaban pensando en mí, y esa idea me infundió ánimo y paciencia para esperar hasta las cuatro. Aunque no hubieran telegrafiado, aunque no se hubieran dado cuenta de que caímos al agua, lo habrían advertido en el momento de atracar, cuando toda la tripulación debía de estar en cubierta. Eso pudo ser a las tres, a más tardar; inmediatamente habrían dado el aviso. Por mucho que hubieran demorado los aviones en despegar, antes de medía hora estarían volando hacía el lugar del accidente. Así que a las cuatro -a más tardar a las cuatro y medía- estarían volando sobre mi cabeza. Seguí escrutando el horizonte, hasta cuando cesó la brisa y me sentí envuelto en un inmenso y sordo rumor. Sólo entonces dejé de oír el grito de Luis Rengifo.
Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)
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