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viernes, 17 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (5 y 6)

5  Un minuto de silencio  
Luis Rengifo me preguntó la hora. Eran las once y media. Desde hacía una hora el buque empezó a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los altavoces se repitió la orden de la noche anterior: "Todo el personal ponerse al lado de babor", Ramón Herrera y yo no nos movimos, porque estábamos de ese lado. Pensé en el cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes había visto a estribor, pero casi en el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con su mareo. En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue. Aguanté la respiración. Una ola enorme reventó sobre nosotros y quedamos empapados, como si acabáramos de salir del mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el destructor recobró su posición normal. En la guardia, Luis Rengifo estaba lívido. Dijo, nerviosamente: 

-¡Qué vaina! Este buque se está yendo y no quiere volver. Era la primera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. 
Junto a mí, Ramón Herrera, pensativo, enteramente mojado, permanecía silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego, Ramón Herrera dijo: 
-A la hora que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero en cortar. Eran las once y cincuenta minutos. 
Yo también pensaba que de un momento a otro ordenarían cortar las amarras de la carga. Es lo que se llama "zafarrancho de aligeramiento". Radios, neveras y estufas habrían caído al agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese caso tendría que bajar al dormitorio, pues en la popa estábamos seguros porque habíamos logrado asegurarnos entre las neveras y las estufas. Sin ellas nos habría arrastrado la ola. 
El buque seguía defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba más. Ramón Herrera rodó una carpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande quela anterior, volvió a reventar sobre nosotros, que ya estábamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza con las manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después carraspearon los altavoces. "Van a dar la orden de cortar la carga", pensé. Pero la orden fue otra, dada con una voz segura y reposada: "-Personal que transita en cubierta, usar salvavidas". Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidas con la otra. Como después de cada ola grande, yo sentía primero un gran vacío y después un profundo silencio. Vi a Luis Rengifo que, con el salvavidas puesto, volvió a colocarse los auriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente el tic-tac de mi reloj. 
Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía. Calculé que debía faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El buque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola. Sentí que la nave se iba del todo y que la carga en que me apoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una fracción de segundo, y el agua me llegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, vi a Luis Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. 
Entonces el agua me cubrió por completo y empecé a nadar hacia arriba. Tratando de salir a flote, nadé hacía arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguí nadando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la carga, pero ya la carga no estaba allí. Ya no había nada alrededor. Cuando salí a flote no vi en torno mío nada distinto del mar. Un segundo después, como a cien metros de distancia, el buque surgió de entre las olas, chorreando agua por todos lados, como un submarino. Sólo entonces me di cuenta de que había caído al agua.

6  Viendo, ahogarse a cuatro de mis compañeros 
Mí primera impresión fue la de estar absolutamente solo en la mitad del mar. Sosteniéndome a flote vi que otra ola reventaba contra el destructor, y que éste, como a 200 metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y desaparecía de mi vista. Pensé que se había hundido. Y un momento después, confirmando mi pensamiento, surgieron en torno a mí numerosas cajas de la mercancía con que el destructor había sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios, neveras y toda clase de utensilios domésticos que saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve en ese instante ninguna idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, me aferré a una de las cajas flotantes y estúpidamente me puse a contemplar el mar. El día era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte oleaje producido por la brisa y la mercancía dispersa en la superficie, no había nada en ese lugar que pareciera un naufragio. De pronto comencé a oír gritos cercanos. A través del cortante silbido del viento reconocí perfectamente la voz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien plantado segundo contramaestre, que le gritaba a alguien: -Agárrese de ahí, por debajo del salvavidas. Fue como si en ese instante hubiera despertado de un profundo sueño de un minuto. Me di cuenta de que no estaba solo en el mar. Allí, a pocos metros de distancia, mis compañeros se gritaban unos a otros, manteniéndose a flote. Rápidamente comencé a pensar. No podía nadar hacia ningún lado. Sabía que estábamos a casi 200 millas de Cartagena, pero tenía confundido el sentido de la orientación. Sin embargo, todavía no sentía miedo. Por un momento pensé que podría estar aferrado a la caja indefinidamente, hasta cuando vinieran en nuestro auxilio. Me tranquilizaba saber que alrededor de mí otros marinos se encontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuando vi la balsa. Eran dos, aparejadas, como a siete metros de distancia la una de la otra. Aparecieron inesperadamente en la cresta de una ola, del lado donde gritaban mis compañeros. Me pareció extraño que ninguno de ellos hubiera podido alcanzarlas. En un segundo, una de las balsas desaparecía de mi vista. Vacilé entre correr el riesgo de nadar hacia la otra o permanecer seguro, agarrado a la caja. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de tomar una determinación, me encontré nadando hacia la última balsa visible, cada vez más lejana. Nadé por espacio de tres minutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré no perder la dirección. Bruscamente, un golpe de la ola la puso al lado mío, blanca, enorme y vacía. Me agarré con fuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sólo lo logré a la tercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante, azotado por la brisa, implacable y helada, me incorporé trabajosamente. Entonces vi a tres de mis compañeros al rededor de la balsa, tratando de alcanzarla. Los reconocí al instante. Eduardo Castillo, el almacenista, se agarraba fuertemente al cuello de Julio Amador Caraballo. Este, que estaba de guardia efectiva cuando ocurrió el accidente, tenía puesto el salvavidas. Gritaba: "Agarrase duro, Castillo". Flotaban entre la mercancía dispersa, como a diez metros de distancia. Del otro lado estaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo había visto en el destructor, tratando de sobresalir con los auriculares levantados en la mano derecha. Con su serenidad habitual, con esa confianza de buen marinero con que decía que antes que él se marearía el mar, se había quitado la camisa para nadar mejor, pero había perdido el salvavidas. Aunque no lo hubiera visto, lo habría reconocido por su grito: - Gordo, rema para este lado. Rápidamente agarré los remos y traté de acercarme a ellos. Julio Amador, con Eduardo Castillo fuertemente colgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho más allá, pequeño y desolado, vi al cuarto de mis compañeros: Ramón Herrera, que me hacía señas con la mano, agarrado a una caja.

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)


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