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domingo, 19 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (28, 29, 30 y 31)



28 Comienza a cambiar el color del agua
Con el remo roto, desesperado por la furia, seguí golpeando el agua. Tenía necesidad de vengarme de los tiburones que me habían arrebatado de las manos el único alimento de que disponía. Iban a ser las cinco de la tarde de mi séptimo día en el mar. Dentro de un momento vendrían los tiburones en masa. Yo me sentía fuerte con los dos pedazos que logré comer, y la ira ocasionada por la pérdida del resto de pescado me daba un extraño ánimo para luchar. Había dos remos más en la balsa. Pensé cambiar por otro el remo partido por el mordisco del tiburón para seguir batallando con las fieras. Pero el instinto de conservación fue más fuerte que el furor: pensé que podría perder los otros remos y no sabía en qué momento podía necesitarlos. El anochecer fue igual al de todos los días. Pero la noche fue más oscura. El mar estaba borrascoso. Amenazaba lluvia. Pensando en que de un momento a otro podría disponer de agua potable me quité los zapatos y la camisa, para tener donde recogerla. Era lo que en tierra firme se llama "una noche de perros". En el mar debe llamarse "una noche de tiburones". Antes de las nueve empezó a soplar el viento helado. Traté de resistir en el fondo de la balsa, pero no fue posible. El frío me penetraba hasta el fondo de los huesos. Tuve que ponerme la camisa y los zapatos, y resignarme a la idea de que la lluvia me tomaría por sorpresa y no tendría en qué recoger el agua. El oleaje era más fuerte que en la tarde del 28 de febrero, día del accidente. La balsa parecía una cáscara en el mar picado y sucio. No podía dormir. Me había hundido en el agua hasta el cuello, porque el aire estaba cada vez más helado. Temblaba. Hubo un momento en que pensé que no podría resistir el frío y empecé a hacer ejercicios gimnásticos, para tratar de entrar en calor. Pero era imposible. Me sentía muy débil. Debía agarrarme fuertemente a la borda para evitar que el fuerte oleaje me arrojara al agua. Tenía la cabeza apoyada en el remo destrozado por el tiburón. Los otros estaban en el fondo de la balsa. Antes de la media noche arreció el vendaval, el cielo se puso denso y de un color gris profundo, y el aire húmedo, pero no había caído ni una sola gota. Pocos minutos después de las doce de la noche una ola enorme -tan grande como la que barrió la cubierta del destructor- levantó la balsa como una cáscara de plátano, la enderezó primero hacia arriba, y en una fracción de segundo la hizo dar una vuelta de campana. Me di cuenta de todo cuando estaba en el agua, nadando hacía arriba, como en la tarde del accidente. Nadé desesperadamente, salí a la superficie y me sentí morir de terror: no vi la balsa. Vi las enormes olas negras sobre mi cabeza y me acordé de Luis Rengifo, un hombre fuerte, un buen nadador bien alimentado que no pudo alcanzar la balsa a dos metros de distancia. Me había desorientado y estaba buscando la balsa por el lado contrario. Detrás de mí, como a un metro de distancia, la balsa apareció en la superficie, liviana, batida por las olas. La alcancé en dos brazadas. Dos brazadas se dan en dos segundos, pero aquellos fueron dos segundos eternos. Tan asustado estaba que de un salto me encontré jadeando, completamente mojado, en el fondo de la embarcación. El corazón me daba tumbos dentro del pecho y no podía respirar.

29 Mi buena estrella
No tenía nada que decir contra mi suerte. Si aquella vuelta de campana hubiera sido a las cinco de la tarde, me hubieran descuartizado los tiburones. Pero a las doce de la noche los animales están en paz. Y mucho más cuando está el mar picado. Cuando me sentí de nuevo en la balsa tenía fuertemente agarrado el remo que destrozó el tiburón. La cosa ocurrió con tanta rapidez que todos mis movimientos fueron instintivos. Más tarde recordé que al caer al agua el remo me golpeó la cabeza y lo capturé cuando empezaba a hundirme. Fue el único remo que quedó en la balsa. Los otros dos habían quedado en el mar. Para no perder ni siquiera ese pedazo de palo destrozado por los tiburones lo amarré fuertemente con uno de los cabos sueltos del enjaretado. El mar seguía embravecido. Por esta vez había tenido suerte. Tal vez si la balsa volvía a voltearse no lograría alcanzarla. Pensando en eso solté el cinturón y me até fuertemente a los cabos del enjaretado. Las olas siguieron aventando contra la borda. La balsa bailaba en el mar bravo y turbio, pero yo estaba seguro, amarrado con un cinturón al enjaretado. El remo también estaba seguro. Haciendo esfuerzos por no dejar que de nuevo se volteara la embarcación, pensaba que estuve a punto de perder la camisa y los zapatos. De no haber sido por el frío habría estado en el fondo de la balsa cuando esta dio la vuelta de campana, y junto con los dos remos habría caído al mar. Es perfectamente normal que una balsa dé la vuelta de campana en un mar picado. Es una embarcación fabricada de corcho y forrada en una tela impermeabilizada con pintura blanca. Pero el piso no es fijo, sino que cuelga del marco de corcho, como una canasta. La balsa puede dar vueltas en el agua, pero el piso recobra inmediatamente la posición normal. El único peligro es el de perder la balsa. Yo pensaba por eso que mientras estuviera amarrado al enjaretado la balsa podía dar mil vueltas sin peligro de que yo la perdiera. Eso era cierto. Pero había algo que yo no había perdido de vista: un cuarto de hora después de la primera, la balsa dio una segunda y espectacular vuelta de campana. Primero me sentí suspendido en el aire helado y húmedo, azotado por el vendaval. Vi ante mis ojos el abismo y comprendí de qué lado se iba a voltear la balsa. Traté de navegar hacia el otro lado, para equilibrar la embarcación, pero me lo impidió la fuerte correa de cuero amarrada al enjaretado. En un instante comprendí lo que estaba pasando: la balsa se había volteado por completo. Yo estaba en el fondo, amarrado firmemente a la borda. Me estaba ahogando y mis manos buscaban en vano la hebilla del cinturón para soltarla. Desesperadamente, pero tratando de no atolondrarme, traté de abrir la hebilla. Sabía que no disponía de mucho tiempo: en buen estado físico puedo durar más de ochenta segundos bajo el agua. Había dejado de respirar desde el momento en que me sentí en el fondo de la balsa. Iban por lo menos cinco segundos. Corrí la mano alrededor de la cintura y creo que en menos de un segundo encontré el cinturón. En otro segundo encontré la hebilla. Estaba ajustada contra el enjaretado, de manera que yo debía suspenderme de la balsa con la otra mano para aflojar la presión. Tardé mucho en encontrar de donde agarrarme fuertemente. Luego me suspendí a pulso con el brazo izquierdo. La mano derecha encontró la hebilla, se orientó rápidamente y aflojó la correa. Manteniendo la hebilla abierta dejé caer de nuevo el cuerpo hacia el fondo, sin soltarme de la borda, y en una fracción de segundo me sentí libre del enjaretado. Sentía que me estallaban los pulmones. Con un último esfuerzo me agarré de la borda con las dos manos; me suspendí con todas mis fuerzas, todavía sin respirar. Involuntariamente, con mi peso no logré otra cosa que voltear de nuevo la balsa. Y yo volví a quedar debajo de ella. Estaba tragando agua. La garganta, destrozada por la sed, me ardía terriblemente. Pero apenas si me daba cuenta. Lo importante era no soltar la balsa. Logré sacar la cabeza. Tomé aire. Me sentí agotado. No creí que tuviera fuerzas para subir por la borda. Pero estaba al mismo tiempo aterrorizado, metido en el agua que pocas horas antes había visto infestada de tiburones. Seguro de que aquel día sería el último esfuerzo que debía hacer en mí vida, apelé a mis últimos vestigios de energía, me suspendí en la borda y caí exhausto en el fondo de la balsa. No sé cuánto tiempo estuve así, acostado de cara al cielo, con la garganta dolorida y los extremos de los dedos palpitándome profundamente, en carne viva. Sólo sé que tenía dos preocupaciones al mismo tiempo: que me descansaran los pulmones y que no se volviera a voltear la balsa. 

30 El sol del amanecer
Así amaneció mi octavo día en el mar. Fue una mañana tempestuosa. Si hubiera llovido no hubiera dispuesto de fuerzas para recoger el agua. Pero sentía que la lluvia me habría tonificado. Sin embargo, no cayó ni una gota, a pesar de que la humedad del aire era como un anuncio de la lluvia inminente. El mar seguía picado al amanecer. No se calmó hasta después de las ocho de la mañana. Pero entonces salió el sol y el cielo recobró su color azul intenso. Completamente agotado me incliné sobre la borda y tomé varios sorbos de agua de mar. Ahora sé que es conveniente para el organismo. Pero entonces lo ignoraba, y sólo recurría a ella cuando me desesperaba el dolor en el cuello. Después de siete días sin tomar agua, la sed es una sensación distinta, es un dolor profundo en la garganta, en el esternón y especialmente debajo de las clavículas. Y es la desesperación de la asfixia. El agua de mar me aliviaba el dolor. Después de la tormenta el mar amanece azul, como en los cuadros. Cerca de la costa se ven flotar mansamente troncos y raíces, arrancados por la tormenta. Las gaviotas salen a volar sobre el mar. Esa mañana, cuando cesó la brisa, la superficie del agua se volvió metálica y la balsa se deslizó suavemente en línea recta. El viento tibio me reconfortó el cuerpo y el espíritu. Una gaviota grande, oscura y vieja voló sobre la balsa. Entonces no pude dudar de que me encontraba cerca de tierra. La gaviota que había capturado unos días antes era un animal joven. A esa edad tienen un formidable alcance de vuelo. Se les puede encontrar a muchas millas en el interior. Pero una gaviota vieja, grande y pesada como la que volaba sobre la balsa en mi octavo día era de aquellas que no se alejaban cien millas de la costa. Me sentí con renovadas fuerzas para resistir. Lo mismo que los primeros días, me puse a escrutar el horizonte. Grandes cantidades de gaviotas se acercaban por todos lados. Me sentí acompañado y alegre. No tenía hambre. Con más frecuencia que antes tomaba sorbos de agua de mar. Me sentía acompañado en medio de aquella cantidad de gaviotas que volaban en torno a mi cabeza. Me acordé de Mary Address. ¿Qué habrá sido de ella?", me preguntaba, recordando su voz cuando me ayudaba a traducir los diálogos de las películas. Precisamente ese día lo único que me acordé de Mary Address sin ningún motivo, apenas porque el cielo estaba lleno de gaviotas. Mary estaba en el templo católico de Mobile ordenando una misa por el descanso de mi alma. Aquella misa -según me escribió Mary a Cartagena- se dijo el octavo día de mi desaparición. Fue por el descanso de mi alma. Y ahora también creo que fue por el descanso de mi cuerpo, pues aquella mañana, mientras yo me acordaba de Mary Address y ella asistía a una misa en Mobile, yo me sentía dichoso en el mar, viendo las gaviotas que anunciaban la cercanía de la tierra. Durante casi todo el día estuve sentado en la borda, escrutando el horizonte. El día era de una asombrosa claridad. Estaba seguro de que habría visto la tierra desde una distancia de cincuenta millas. La balsa había cobrado una velocidad que no habrían podido imprimirle dos hombres con cuatro remos. Navegaba en línea recta, como impulsada por un motor, en una superficie lisa y azul. Después de estar siete días en una balsa, uno -es capaz de advertir el cambio más imperceptible en el color del agua. El siete de marzo, a las 3.30 de la tarde, advertí que la balsa entraba en una zona donde el agua no era azul, sino de un verde oscuro. Hubo un instante en que vi el límite: de este lado, la superficie azul que había visto durante siete días; del otro, la superficie verdosa y aparentemente más densa. El cielo estaba lleno de gaviotas que pasaban volando muy bajo. Yo sentía los fuertes aletazos sobre mi cabeza. Eran indicios inequívocos; el cambio en el color del agua, la abundancia de las gaviotas, me indicaron que esa noche debía permanecer en vela, listo a descubrir las primeras luces de la costa.

31 Perdidas las esperanzas hasta la muerte
No tuve necesidad de forzarme para dormir durante mi octava noche en el mar. La vieja gaviota se posó en la borda desde las nueve, y no se separó de la balsa en toda la noche. Yo estaba recostado en el único remo que me quedaba: el pedazo destrozado por el tiburón. La noche era tranquila y la balsa avanzaba en línea recta hacia un punto determinado. "¿A dónde llegaría?", me preguntaba, convencido por los indicios del color del agua y la vieja gaviota, de que al día siguiente estaría en tierra firme. No tenía la menor idea del lugar hacia donde se dirigía la balsa impulsada por la brisa. No estaba seguro de que el bote hubiera conservado la dirección inicial. Sí había seguido el rumbo de los aviones era probable que llegara a Colombia. Pero sin una brújula era imposible saberlo. De haber estado viajando hacia el sur, en línea recta, llegaría sin duda a las costas colombianas del Caribe. Pero también era posible que hubiera estado viajando hacia el norte. En ese caso no tenía la menor idea de mi posición. Antes de la media noche, cuando caía vencido por el sueño, la vieja gaviota se acercó a picotearme la cabeza. No me hacía daño. Me picoteaba suavemente, sin maltratarme el cuero cabelludo. Parecía como si estuviera acariciándome. Me acordé del jefe de armas del destructor, el que me dijo que era una indignidad de un marino dar muerte a una gaviota, y sentí remordimiento por la pequeña gaviota que maté inútilmente. Escruté el horizonte hasta la madrugada. Esa noche no hubo frío. Pero no pude descubrir ninguna luz. No había señales de la costa. La balsa se deslizaba por un mar claro y tranquilo, pero no había en torno a mí una luz diferente a la de las estrellas. Cuando permanecí perfectamente quieto la gaviota parecía dormir. Bajaba la cabeza, parado en la borda, y permanecía ella también inmóvil durante largo tiempo. Pero tan pronto como yo me movía daba un salto y se ponía a picotearme la cabeza. En la madrugada cambié de posición. Dejé a la gaviota del lado de los pies. La sentí picotearme los zapatos. Luego la sentí acercarse por la borda. Permanecí inmóvil. La gaviota se quedó completamente inmóvil. Luego se posó junto a mi cabeza, también inmóvil. Pero tan pronto como moví la cabeza empezó a picotearme el cabello, casi con ternura. Aquello se volvía un juego. Cambié varias veces de posición. Y varias veces la gaviota se movió al lado de mi cabeza. Ya al amanecer, sin necesidad de proceder con cautela, extendí la mano y la agarré por el cuello. No pensé en darle muerte. La experiencia de la otra gaviota me indicaba que sería un sacrificio inútil. Tenía hambre, pero no pensaba saciarla en aquel animal amigo, que me había acompañado durante toda la noche, sin hacerme daño. Cuando la agarré extendió las alas, se sacudió bruscamente y trató de liberarse. En un instante le crucé las alas por encima del cuello, para prívarla de su movilidad. Entonces levantó la cabeza y a las primeras horas del día vi sus ojos, transparentes y asustados. Aunque en algún momento hubiera pensado en descuartizarla, al ver sus enormes ojos tristes hubiera desistido de mi propósito. El sol salió temprano, con una fuerza que puso a hervir el aire desde las siete. Yo seguía acostado en la balsa, con la gaviota fuertemente agarrada. El mar era todavía verde y espeso, como el día anterior, pero no había por ningún lado señales de la costa. El aire era sofocante. Entonces solté a mi prisionera, que sacudió la cabeza y salió disparada hacia el cielo. Un momento después se había incorporado a la bandada. El sol fue esa mañana -mi novena ma-ñana en el mar- mucho más abrasador que en todos los días anteriores. A pesar de que me había cuidado de que no me diera nunca en los pulmones, tenía la espalda ampollada. Tuve que quitar el remo en que me apoyaba y sumergirme en el agua, porque ya no podía resistir el contacto de la madera en la espalda. Tenía quemados los hombros y los brazos. Ni siquiera podía tocarme la piel con los dedos, porque sentía como si fueran brasas al rojo vivo. Sentía los ojos irritados. No podía fijarlos en ningún punto, porque el aire se llenaba de círculos luminosos y cegadores. Hasta ese día no me había dado cuenta del lamentable estado en que me encontraba. Estaba deshecho, llagado por la sal del agua y el sol. Sin ningún esfuerzo me arrancaba de los brazos largas tiras de piel. Debajo quedaba una superficie roja y lisa. Un instante después sentía palpitar dolorosamente el espacio pelado y la sangre me brotaba por los poros. No me había dado cuenta de la barba. Tenía once días de no afeitarme. La barba espesa me llegaba hasta el cuello, pero no podía tocármela, porque me dolía terriblemente la piel, irritada por el sol. La idea de mi rostro demacrado, de mi cuerpo ampollado, me hizo recordar lo mucho que había sufrido en aquellos días de soledad y desesperación. Y volví a sentirme desesperado. No había señales de la costa. Era el mediodía y volví a perder las esperanzas de llegar a tierra. Por mucho que avanzara la balsa era imposible que llegara a la playa antes del anochecer, si no habían aparecido a esa, por ningún lado, los perfiles de la costa.

Gabriel garcía Márquez
(Relato de un náufrago)

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