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sábado, 18 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (13, 14, 15 y 16)



13  Yo tuve un compañero a bordo de la balsa
Agité la camisa desesperadamente, durante cinco minutos por lo menos. Pero pronto me di cuenta de que me había equivocado: el avión no venía hacia la balsa. Cuando vi crecer el punto negro me pareció que pasaría por encima de mí cabeza. Pero pasó muy distante y a una altura desde la cual era imposible que me vieran. Luego dio una larga vuelta, tomó la dirección de regreso y empezó a perderse en el mismo lugar del cielo por donde había aparecido. De pie en la balsa, expuesto al sol ardiente, estuve mirando el punto negro, sin pensar en nada, hasta cuando se borró por completo en el horizonte. Entonces volví a sentarme. Me sentí desgraciado, pero como aún no había perdido la esperanza, decidí tomar precauciones para protegerme del sol. En primer término no debía exponer los pulmones a los rayos solares. Eran las doce del día. Llevaba exactamente 24 horas en la balsa. Me acosté de cara al cielo en la borda y me puse sobre el rostro la camisa húmeda. No traté de dormir porque sabía el peligro que me amenazaba si me quedaba dormido en la borda. Pensé en el avión: no estaba muy seguro de que me estuviera buscando. No me fue posible identificarlo. Allí, acostado en la borda, sentí por primera vez la tortura de la sed. Al principio fue la saliva espesa y la sequedad en la garganta. Me provocó tomar agua del mar, pero sabía que me perjudicaba. Podría tomar un poco, más tarde. De pronto me olvidé de la sed. Allí mismo, sobre mi cabeza, más fuerte que el ruido de las olas, oí el ruido de otro avión. Emocionado, me incorporé en la balsa. El avión se acercaba, por donde había llegado el otro, pero este venía directamente hacia la balsa. En el instante en que pasó sobre mi cabeza volví a agitar la camisa. Pero iba demasiado alto. Pasó de largo; se fue; desapareció. Luego dio la vuelta y lo vi de perfil sobre el horizonte, volando en la dirección en que había llegado. "Ahora me están buscando", pensé. Y esperé en la borda, con la camisa en la mano, a que llegaran nuevos aviones. Algo había sacado en claro de los aviones: aparecían y desaparecían por un mismo punto. Eso significaba que allí estaba la tierra. Ahora sabía hacía dónde debía dírigirme. ¿Pero cómo? Por mucho que la balsa hubiera avanzado durante la noche, debía estar aún muy lejos de la costa. Sabía en qué dirección encontrarla, pero ignoraba en absoluto cuánto tiempo debía remar, con aquel sol que empezaba a ampollarme la piel y con aquella hambre que me dolía en el estómago. Y sobre todo, con aquella sed. Cada vez me resultaba más difícil respirar. A las 12.35, sin que yo hubiera advertido en qué momento, llegó un enorme avión negro, con pontones de acuatizaje, pasó bramando por encima de mi cabeza. El corazón me dio un salto. Lo vi perfectamente. El día era muy claro, de manera que pude ver nítidamente la cabeza de un hombre asomado a la cabina, examinando el mar con un par de binóculos negros. Pasó tan bajo, tan cerca de mi, que me pareció sentir en el rostro el fuerte aletazo de sus motores. Lo identifiqué perfectamente por las letras de sus alas: era un avión del servicio de guardacostas de la Zona del Canal. Cuando se alejó trepidando hacia el interior del Caribe no dudé un solo instante de que el hombre de los binóculos me había visto agitar la camisa. -¡Me han descubierto!", grité, dichoso, todavía agitando la camisa. Loco de emoción, me puse a dar saltos en la balsa.

14 ¡Me habían visto!
Antes de cinco minutos, el mismo avión negro volvió a pasar en la dirección contraria, a igual altura que la primera vez. Volaba inclinado sobre el ala izquierda y en la ventanilla de ese lado vi de nuevo, perfectamente, al hombre que examinaba el mar con los binóculos. Volví a agitar la camisa. Ahora no la agitaba desesperadamente. La agitaba con calma, no como si estuviera pidiendo auxilio, sino como lanzando un emocionado saludo de agradecimiento a mis descubridores. A medida que avanzaba me pareció que iba perdiendo altura. Por un momento estuvo volando en línea recta, casi al nivel del agua. Pensé que estaba acuatizando y me preparé a remar hacía el lugar en que descendiera. Pero un instante después volvió a tomar altura, dio la vuelta y pasó por tercera vez sobre mi cabeza. Entonces no agité la camisa con desesperación. Aguardé que estuviera exactamente sobre la balsa. Le hice una breve señal y esperé que pasara de nuevo, cada vez más bajo. Pero ocurrió todo lo contrario: tomó altura rápidamente y se perdió por donde había aparecido. Sin embargo, no tenía por qué preocuparme. Estaba seguro de que me habían visto. Era imposible que no me hubieran visto, volando tan bajo y exactamente sobre la balsa. Tranquilo, despreocupado y feliz, me senté a esperar. Esperé una hora. Había sacado una conclusión muy importante: el punto donde aparecieron los primeros aviones estaba sin duda sobre Cartagena. El punto por donde desapareció el avión negro estaba sobre Panamá. Calculé que remando en línea recta, desviándome un poco de la dirección de la brisa llegaría aproximadamente al balneario de Tolú. Ese era más o menos el punto intermedio entre los dos puntos por donde desaparecieron los aviones. Había calculado que en una hora estarían rescatándome. Pero la hora pasó sin que nada ocurriera en el mar azul, limpio y perfectamente tranquilo. Pasaron dos horas más. Y otra y otra, durante las cuales no me moví un segundo de la borda. Estuve tenso, escrutando el horizonte sin pestañear. El sol empezó a descender a las cinco de la tarde. Aún no perdía las esperanzas, pero comencé a sentirme intranquilo. Estaba seguro de que me habían visto desde el avión negro, pero no me explicaba cómo había transcurrido tanto tiempo sin que vinieran a rescatarme. Sentía la garganta seca. Cada vez me resultaba más difícil respirar. Estaba distraído, mirando el horizonte, cuando, sin saber por qué, di un salto y caí en el centro de la balsa. Lentamente, como cazando una presa, la aleta dé un tiburón se deslizaba a lo largo de la borda. 

15 Los tiburones llegan a las cinco
Fue el primer animal que vi, casi treinta horas después de estar en la balsa. La aleta de un tiburón infunde terror porque uno conoce la voracidad de la fiera. Pero realmente nada parece más inofensivo que la aleta de un tiburón. No parece algo que formara parte de un animal, y menos de una fiera. Es verde y era como la corteza de un árbol. Cuando la vi pasar orillando la borda, tuve la sensación de que tenía un sabor fresco y un poco amargo, como el de una corteza vegetal. Eran más de las cinco. El mar estaba sereno al atardecer. Otros tiburones se acercaron a la balsa, pacientemente, y estuvieron merodeando hasta cuando anocheció por completo. Ya no había luces, pero los sentía rondar en la oscuridad, rasgando la superficie tranquila con el filo de sus aletas. Desde ese momento no volví a sentarme en la borda después de las cinco de la tarde. Mañana, pasado mañana y aún dentro de cuatro días, tendría suficiente experiencia para saber que los tiburones son unos animales puntuales: llegarían un poco después de las cinco y desaparecerían con la oscuridad. Al atardecer, el agua transparente ofrece un hermoso espectáculo. Peces de todos los colores se acercaban a la balsa. Enormes peces amarillos y verdes; peces rayados de azul y rojo, redondos, diminutos, acompañaban la balsa hasta el anochecer. A veces había un relámpago metálico, un chorro de agua sanguinolenta saltaba por la borda y los pedazos de un pez destrozado por el tiburón flotaban un segundo junto a la balsa. Entonces una incalculable cantidad de peces menores se precipitaban sobre los desperdicios. En aquel momento yo habría vendido el alma por el pedazo más pequeño de las sobras del tiburón. Era mi segunda noche en el mar. Noche de hambre y de sed y de desesperación. Me sentí abandonado, después de que me aferré obstinadamente a la esperanza de los aviones. Sólo esa noche decidí que con lo único que contaba para salvarme era con mi voluntad y con los restos de mis fuerzas. Una cosa me asombraba: me sentía un poco débil, pero no agotado. Llevaba casi cuarenta horas sin agua ni alimentos y más de dos noches y dos días sin dormir, pues había estado en vigilia toda la noche anterior al accidente. Sin embargo yo me sentía capaz de remar. Volví a buscar la Osa Menor. Fijé la vista en ella y empecé a remar. Había brisa pero no corría en la misma dirección que yo debía imprimirle a la balsa para navegar directamente hacia la Osa Menor. Fijé los dos remos en la borda y comencé a remar a las diez de la noche. Remé al principio desesperadamente. Luego con más calma, fija la vista en la Osa Menor, que, según mis cálculos, brillaba exactamente sobre el Cerro de la Popa. Por el ruido del agua sabía que estaba avanzando. Cuando me fatigaba cruzaba los remos y recostaba la cabeza para descansar. Luego agarraba los remos con más fuerza y con más esperanza. A las doce de la noche seguía remando.

16 Un compañero en la balsa
Casi a las dos me sentí completamente agotado. Crucé los remos y traté de dormir. En ese momento había aumentado la sed. El hambre no me molestaba. Me molestaba la sed. Me sentí tan cansado que apoyé la cabeza en el remo y me dispuse a morir. Entonces fue cuando vi, sentado en la cubierta del destructor al marinero Jaime Manjarrés, que me mostraba con el índice la dirección del puerto. Jaime Manjarrés, bogotano, es uno de mís amigos más antiguos en la marina. Con frecuencia pensaba en los compañeros que trataron de abordar la balsa. Me preguntaba si habrían alcanzado la otra balsa, si el destructor los había recogido o si los habían localizado los aviones. Pero nunca había pensado en Jaime Manjarrés. Sin embargo, tan pronto como cerraba los ojos aparecía Jaime Manjarrés, sonriente, primero señalándome la dirección del puerto y luego sentado en el comedor, frente a mí, con un plato de frutas y huevos revueltos en la mano. Al principio fue un sueño. Cerraba los ojos, dormía durante breves minutos y aparecía siempre, puntual y en la misma posición, Jaime Manjarrés. Por fin decidí hablarle. No recuerdo qué le pregunté en esa primera ocasión. No recuerdo tampoco qué me respondió. Pero sé que estábamos conversando en la cubierta y de pronto vino el golpe de la ola, la ola fatal de las 11.55, y desperté sobresaltado, agarrándome con todas mis fuerzas al enjaretado para no caer al mar. Pero antes del amanecer se oscureció el cielo. No pude dormir más porque me sentía agotado, incluso para dormir. En medio de las tinieblas dejé de ver el otro extremo de la balsa. Pero seguí mirando hacia la oscuridad, tratando de penetrarla. Entonces fue cuando vi perfectamente, en el extremo de la borda, a Jaime Manjarrés, sentado, con su uniforme de trabajo: pantalón y camisa azules, y la gorra ligeramente inclinada sobre la oreja derecha, en la que se leía claramente, a pesar de la oscuridad: "A. R. C. Caldas". -Hola -le dije sin sobresaltarme. Seguro de que Jaime Manjarrés estaba allí. Seguro de que allí había estado siempre. Sí esto hubiera sido un sueño no tendría ninguna importancia. Sé que estaba completamente despierto, completamente lúcido, y que oía el silbido del viento y el ruido del mar sobre mi cabeza. Sentía el hambre y la sed. Y no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés viajaba conmigo en la balsa. -¿Por qué no tomaste bastante agua en el buque? -me preguntó. -Porque estábamos llegando a Cartagena -le respondí, Estaba acostado en la popa con Ramón Herrera. No era una aparición. Yo no sentía miedo. Me parecía una tontería que antes me hubiera sentido solo en la balsa, sin saber que otro marinero estaba conmigo. -¿Por qué no comiste? -me preguntó Jaime Manjarrés. Recuerdo perfectamente que le dije: -Porque no quisieron darme comida. Pedí manzanas y helados y no quisieron dármelos. No sé dónde los tenían escondidos. Jaime Manjarrés no respondió nada. Estuvo silencioso un momento. Volvió a señalarme hacia donde quedaba Cartagena. Yo seguí la dirección de su mano y vi las luces del puerto, las boyas de la bahía bailando sobre el agua. "Ya llegamos", dije, y seguí mirando intensamente las luces del puerto, sin emoción, sin alegría, como si estuviera llegando después de un viaje normal. Le pedí a Jaime Manjarrés que remáramos un poco. Pero ya no estaba ahí. Se había ido. Yo estaba solo en la balsa y las luces del puerto eran los primeros rayos del sol. Los primeros rayos de mi tercer día de soledad en el mar.

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)

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