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sábado, 18 de abril de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: RELATO DE UN NÁUFRAGO (17, 18 y 19)



17 Un barco de rescate y una isla de caníbales
Al principio llevaba la cuenta de los días por la recapitulación de los acontecimientos: el primer día, 28 de febrero, fue el del accidente. El segundo el de los aviones. El tercero fue el más desesperante de todos: no ocurrió nada de particular. La balsa avanzó impulsada por la brisa. Yo no tenía fuerzas para remar. El día se nubló, sentí frío y como no veía el sol perdí la orientación. Esa mañana no hubiera podido saber por dónde venían los aviones. Una balsa no tiene popa ni proa. Es cuadrada y a veces navega de lado, gira sobre sí misma imperceptiblemente, y como no hay puntos de referencia no se sabe sí avanza o retrocede. El mar es igual por todos lados.
A veces me acostaba en la parte posterior de la borda, en relación con el sentido en que avanzaba la balsa. Me cubría el rostro con la camisa. Cuando me incorporaba, la balsa había avanzado hacia donde yo me encontraba acostado. Entonces yo no sabía sí la balsa había cambiado de dirección ni si había girado sobre sí misma. Algo semejante me ocurrió con el tiempo después del tercer día. Al mediodía decidí hacer dos cosas: primero, clavé un remo en uno de los extremos de la balsa, para saber si avanzaba siempre en un mismo sentido. Segundo, hice con las llaves, en la borda, una raya para cada día que pasaba, y marqué la fecha. Tracé la primera raya y puse un número: 28. Tracé la segunda raya y puse otro número: 29. Al tercer día, junto a la tercera raya, puse el número 30. Fue otra confusión. Yo creí que estábamos en el día 30 y en realidad era el 2 de marzo.
Sólo lo advertí al cuarto día, cuando dudé si el mes que acababa de concluir tenía 30 o 31 días. Sólo entonces recordé que era febrero, y aunque ahora parezca una tontería, aquel error me confundió el sentido del tiempo. Al cuarto día ya no estaba muy seguro de mis cuentas en relación con los días que llevaba de estar en la balsa. ¿Eran tres? ¿Eran cuatro? ¿Eran cinco? De acuerdo con las rayas, fuera febrero o marzo, llevaba tres días. Pero no estaba muy seguro, por lo mismo que no estaba seguro de si la balsa avanzaba o retrocedía. Preferí dejar las cosas como estaban, para evitar nuevas confusiones, y perdí definitivamente las esperanzas de que me rescataran.
Aún no había comido ni bebido. Ya no quería pensar, me costaba trabajo organizar las ideas. La piel, abrasada por el sol, me ardía terriblemente, llena de ampollas. En la Base Naval el instructor nos había advertido que debía procurarse a toda costa no exponer los pulmones a los rayos del sol. Esa era una de mis preocupaciones. Me había quitado 1a camisa, siempre mojada, y me la había amarrado a la cintura, pues me molestaba su contacto en la piel. Como llevaba cuatro días de sed y ya me era materialmente imposible respirar y sentía un dolor profundo en la garganta, en el pecho y debajo de las clavículas, al cuarto día tomé un poco de agua salada. Esa agua no calma la sed, pero refresca. Había demorado tanto tiempo en tomarla porque sabía que la segunda vez debía tomar menos cantidad, y sólo cuando hubieran transcurrido muchas horas.
Todos los días, con asombrosa puntualidad, los tiburones llegaban a las cinco. Había entonces un festín en torno a la balsa. Peces enormes saltaban fuera del agua y pocos momentos después resurgían destrozados. Los tiburones, enloquecidos, se precipitaban sordamente contra la superficie sanguinolenta. Todavía no habían tratado de romper la balsa, pero se sentían atraídos por ella porque era de color blanco. Todo el mundo sabe que los tiburones atacan de preferencia los objetos blancos. El tiburón es miope, de manera que sólo puede ver las cosas blancas o brillantes. Esa era otra recomendación del instructor: -Hay que esconder las cosas brillantes para no llamar la atención de los tiburones. Yo no llevaba cosas brillantes. Hasta el cuadrante de mi reloj es oscuro. Pero me habría sentido tranquilo si hubiera tenido cosas blancas para arrojar al agua, lejos de la balsa, en caso de que los tiburones hubieran tratado de saltar por la borda. Por si acaso, desde el cuarto día estuve siempre con el remo listo para defenderme, después de las cinco de la tarde.

18 ¡Barco a la vista!
Durante la noche cruzaba un remo en la balsa y trataba de dormir. No sé si eso ocurriría solamente cuando estaba dormido o también, cuando estaba despierto, pero todas las noches veía a Jaime Manjarrés. Conversábamos breves minutos, sobre cualquier cosa, y luego desaparecía. Ya me había acostumbrado a sus visitas. Cuando salía el sol me imaginaba que eran alucinaciones. Pero de noche no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés estaba allí, en la borda, conversando conmigo. El también trataba de dormir, en la madrugada del quinto día. Cabeceaba en silencio, recostado en el otro remo. De pronto se puso a escrutar el mar. Me dijo:
-¡Mira! Yo levanté la vista. Como a 30 kilómetros de la balsa, avanzando en el mismo sentido de la brisa, vi las intermitentes pero inconfundibles luces de un barco. Hacía horas que no me sentía con fuerzas para remar. Pero al ver las luces me incorporé en la balsa, sujeté fuertemente los remos y traté de dirigirme hacia el barco. Lo veía avanzar lentamente, y por un instante no sólo vi las luces del mástil, sino la sombra del mismo avanzando contra los primeros resplandores del amanecer. La brisa me ofrecía una fuerte resistencia. A pesar de que remé con desesperación, con una fuerza que no me pertenecía después de más de cuatro días sin comer ni dormir, creo que no logré desviar la balsa ni un metro de la dirección que le imprimía la brisa. Las luces eran cada vez más lejanas, empecé a sudar. Empecé a sentirme agotado. A los veinte minutos, las luces habían desaparecido por completo. Las estrellas empezaron a apagarse y el cielo se tiñó de un gris intenso. Desolado en medio del mar, solté los remos, me puse de pie, azotado por el helado viento de la madrugada, y durante breves minutos estuve gritando como un loco.
Cuando vi el sol de nuevo, estaba otra vez recostado en el remo. Me sentía completamente extenuado. Ahora no esperaba la salvación por ningún lado y sentía deseos de morir. Sin embargo, algo extraño me ocurría cuando sentía deseos de morir: inmediatamente empezaba a pensar en un peligro. Ese pensamiento me infundía renovadas fuerzas para resistir. En la mañana de mi quinto día, estuve dispuesto a desviar la dirección de la balsa, por cualquier medio. Se me ocurrió que si continuaba en dirección a la brisa, llegaría a una isla habitada por caníbales. En Mobile, en una revista cuyo nombre he olvidado, leí el relato de un náufrago que fue devorado por los antropófagos. Pero no era en ese relato en lo que pensaba. Pensaba en "El Marinero Renegado", un libro que leí en Bogotá, hace dos años. Esa es la historia de un marinero que durante la guerra, después de que su barco chocó contra una mina, logró nadar hasta una isla cercana. Allí permanece 24 horas, alimentándose de frutas silvestres, hasta cuando lo descubren los caníbales, lo echan en una olla de agua hirviendo y lo cuecen vivo. Comencé a pensar instantáneamente en esa isla. Ya no podía imaginarme la costa sino como un territorio poblado de caníbales. Por primera vez durante mis cinco días de soledad en el mar, mi terror cambió de dirección: ahora no tenía tanto miedo al mar como a la tierra. Al medio día estuve recostado en la borda, aletargado por el sol, el hambre y la sed. No pensaba en nada. No tenía sentido del tiempo ni de la dirección. Traté de ponerme en pie, para probar las fuerzas, y tuve la sensación de que no podía con mi cuerpo. "Este es el momento", pensé. Y, en realidad, me pareció que ese era el momento más temible de todos los que nos había explicado el instructor: el momento de amarrarse a la balsa. Hay un instante en que ya no se siente la sed ni el hambre. Un momento en que no se sienten ni los implacables mordiscos del sol en la piel ampollada. No se piensa. No se tiene ninguna noción de los sentimientos. Pero aún no se pierden las esperanzas. Todavía queda el recurso final de soltar los cabos del enjaretado y amarrarse a la balsa. Durante la guerra muchos cadáveres fueron encontrados así, descompuestos y picoteados por las aves, pero fuertemente amarrados a la balsa. Pensé que todavía tenía fuerzas para esperar hasta la noche sin necesidad de amarrarme. Me rodé hasta el fondo de la balsa, estiré las piernas y permanecí sumergido hasta el cuello varias horas. Al contacto del sol, la herida de la rodilla empezó a dolerme. Fue como si hubiera despertado. Y como sí ese dolor me hubiera dado una nueva noción de la vida. Poco a poco, al contacto del agua fresca, fui recobrando las fuerzas. Entonces sentía una fuerte torcedura en el estómago y el vientre se me movió, agitado por un rumor largo y profundo. Traté de soportarlo, pero me fue imposible. Con mucha dificultad me incorporé, me desabroché el cinturón, me desajusté los pantalones y sentí un grande alivio con la descarga del vientre. Era la primera vez en cinco días. Y por primera vez en cinco días los peces, desesperados, golpearon contra la borda, tratando de romper los sólidos cabos de la malla.

19 Siete gaviotas
La visión de los peces, brillantes y cercanos, me revolvía el hambre. Por primera vez sentí una verdadera desesperación. Por lo menos ahora tenía una carnada. Olvidé la extenuación, agarré un remo y me preparé a agotar los últimos vestigios de mis fuerzas con un golpe certero en la cabeza de uno de los peces que saltaban contra la borda, en una furiosa rebatifia. No sé cuántas veces descargué el remo. Sentía que en cada golpe acertaba, pero esperaba inútilmente localizar la presa. Allí había un terrible festín de peces que se devoraban entre si, y un tiburón panza arriba, sacando un suculento partido en el agua revuelta. La presencia del tiburón me hizo desistir de mí propósito. Decepcionado, solté el remo y me acosté en la borda. A los pocos minutos sentí una terrible alegría: siete gaviotas volaban sobre la balsa. Para un hambriento marino solitario en el mar, la presencia de las gaviotas es un mensaje de esperanza. De ordinario, una bandada de gaviotas acompaña a los barcos, pero sólo hasta el segundo día de navegación. Siete gaviotas sobre la balsa significaban la proxímídad de la tierra. Si hubiera tenido fuerzas me habría puesto a remar. Pero estaba extenuado. Apenas sí podía sostenerme unos pocos minutos en pie. Convencido de que estaba a menos de dos días de navegación, de que me estaba aproximando a la tierra, tomé otro poco de agua en la cuenca de la mano y volví a acostarme en la borda, de cara al cielo, para que el sol no me diera en los pulmones. No me cubrí el rostro con la camisa porque quería seguir viendo las gaviotas que volaban lentamente, en ángulo agudo, internándose en el mar. Era la una de la tarde de mi quinto día en el mar. No sé en qué momento llegó. Yo estaba acostado en la balsa, como a las cinco de la tarde, y me disponía a descender al interior antes de que llegaran los tiburones. Pero entonces vi una pequeña gaviota, como del tamaño de mi mano, que volaba en torno a la balsa y se paraba por breves minutos en el otro extremo de la borda. La boca se me llenó de una saliva helada. No tenía cómo capturar aquella gaviota. Ningún instrumento, salvo mis manos y mi astucia, agudizada por el hambre. Las otras gaviotas habían desaparecido. Sólo quedaba esa pequeña, color café, de plumas brillantes, que daba saltos en la borda. Permanecí absolutamente inmóvil. Me parecía sentir por mi hombro el filo de la aleta del tiburón puntual que desde las cinco debía de estar allí. Pero decidí correr el riesgo. Ni siquiera me atrevía a mirar la gaviota, para que no advirtiera el movimiento de mi cabeza. La vi pasar, muy baja, por encima de mi cuerpo. La vi alejarse, desaparecer en el cielo. Pero yo no perdí la esperanza. No se me ocurría cómo iba a despedazarla. Sabía que tenía hambre y que si permanecía completamente inmóvil la gaviota se pasearía al alcance de mi mano. Esperé más de media hora, creo. La vi aparecer y desaparecer varias veces. Hubo un momento en que sentí, junto a mi cabeza, el aletazo del tiburón, despedazando un pez. Pero en lugar de miedo sentí más hambre. La gaviota saltaba por la borda. Era el atardecer de mi quinto día en el mar. Cinco días sin comer. A pesar de mí emoción, a pesar de que el corazón me golpeaba dentro del pecho, permanecí inmóvil, como un muerto, mientras sentía acercarse la gaviota. Yo estaba estirado en la borda, con las manos en los muslos. Estoy seguro de que durante media hora ni siquiera me atreví a parpadear. El cielo se ponía brillante y me maltrataba lavista, pero no me atrevía a cerrar los ojos en aquel momento de tensión. La gaviota estaba picoteándome los zapatos. Había transcurrido una larga e intensa medía hora, cuando sentí que la gaviota se me paró en la pierna. Suavemente me picoteó el pantalón. Yo seguía absolutamente inmóvil cuando me dio un picotazo seco y fuerte en la rodilla. Estuve a punto de saltar a causa de la herida. Pero logré soportar el dolor. Luego, se rodó hasta mi muslo derecho, a cinco o seis centímetros de mi mano. Entonces corté la respiración e imperceptiblemente, con una tensión desesperada, empecé a deslizar la mano.

Gabriel García Márquez
(Relato de un náufrago)

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