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viernes, 10 de enero de 2020

JOSÉ DE LA CUADRA: EL FINAL DE LA TERESITA



Narraba el viejo marino su corta pero emocionante historia, con un tono patético que si bien no convenía al ambiente —un rincón del club no muy apartado de los salones donde la muchachería bailoteaba al compás de un Charleston interminable— convenía sí a lo que él contaba.

—Regresábamos de un crucero hasta las Galápagos, a bordo del cazatorpedero “Libertador Bolivar”, la unidad más poderosa que tenía entonces la armada de la República. Era yo guardiamarina, quizás el más joven entre mis compañeros; porque hace de esto, más o menos, veintitrés años. Habíamos cumplido la primera escala, luego de la travesía del Pacífico en la isla Salango, y después, siguiendo la costa de Manabí, demoramos, para hacer maniobras de artillería, entre Punta Ayampe y las islas de los Ahorcados.

—Mar bravo en esa altura —interrumpió uno de los oyentes.

—¿Usted conoce? Sí; mar bravo —continúo el narrador—, y, justamente por eso escogió el comandante esa zona para que los noveles artilleros hicieran ensayos de puntería, disparando contra blancos movedizos y pequeños: un botecillo viejo, un palo, una boya. Llevábamos dos días en maniobras; al amanecer del tercero hubimos de forzar máquinas con rumbo al norte, no recuerdo por cuál motivo, hasta colocarnos a relativamente escaza distancia arriba de las islas de los Ahorcados, que teníamos a la vista. Por cierto, continuábamos en nuestra tarea. Hacia el mediodía, advertimos que de la costa de una de las islas se separaba un bongo y que una persona avezada sin duda en el manejo del remo, lo dirigía seguramente hacia nuestro buque. Cuando la pequeña embarcación, que a cada momento las olas parecían tragarse, estuvo a suficiente distancia de nosotros, el oficial de toldilla conminó a su pasajero para que la alejara pero éste se afanaba en ademanes que claramente daban a entender que solicitaba permiso para atracar al costado del “Bolivar”. El comandante, que en ese momento estaba junto al oficial de toldilla accedió a las mudas súplicas del hombre del bongo y dio órdenes para que le permitieran abordar. “A lo mejor se trata de cosa que nos interesa”, dijo. Era algo inusitado que el comandante violara el severo reglamento de las naves de guerra, que terminante prohíbe que un civil suba a ellas, o se aproxime más de la cuenta, sin superior permiso o salvo casos de fuerza mayor, peor aún encontrándose la unidad en alta mar; pero el aspecto del hombre del bongo no era como para infundir sospechas, y, además, la República gozaba, por ventura, de completa paz interior y exterior: fue dos años más tarde el conflicto con el Perú. Ciertamente, no había nada que temer, amén de que de ningún modo se le permitiría al visitante conocer el sistema de defensa de la nave: sería recibido en la escala. A poco, había trepado aquél. Era un cholo viejo, como de unos setenta años, baldado de un brazo. Su figura lo señalaba como uno de esos lobos de mar nuestros, que lo mismo saben ordenar una maniobra de velas para desafiar al temporal, que conducir un barco de alto bordo, por entre peligrosas sirtes fluviales —entre Scila y Caribdis— hasta la ría de Guayaquil. Parado en el portalón de babor, con aire encogido, jugando con el jipijapa entre las manos inquietas, preguntó por nuestro comandante. “Soy yo”, manifestó éste.

Un mozo que con una servida de gin se acercó a nuestro grupo interrumpió al narrador.

Así que se hubo hecho honor al aguardientillo, prosiguió el marino:

—Quisiera conocer lo bastante el dialecto de la gente costeña para reproducir el discurso del cholo con las mismas frases, con los mismos modismos por él empleados; pero, como no puedo hacer tal, trataré de, lo más fielmente que me sea posible, repetiros lo que dijo y que tanto nos conmovió: “Vea mi comandante” inició; “ustedes están haciendo tiro al blanco con los cañones y yo quiero ofrecerles un blanco bueno para que mejor aprendan a disparar los muchachos. Es mi balandra mi “Teresita” ¿sabe? Ya está muy vieja y no se puede hacer a la mar. Antes, sí. ¡Era de verla! He ido en ella hasta el Perú; y, varias veces, hasta Colombia. A Galápagos, ni se diga. Una ocasión fui —no lo ha de querer usted creer— hasta Nicaragua, por orden de mi general Alfaro, y traje de allá a veinte oficiales que venían al Ecuador a pelear con los godos. ¡Era de ver a mi “Teresita” cómo jugaba con las olas, como las esquivaba, orzando babor, orzando a estribor siempre ágil, siempre lista! La llamaban “la gata” por lo brincadora. ¡Ah, era de verla! Ahora, no. Ya está vieja; tanto como yo. Ya no puede ni siquiera navegar en bonanza, porque el menor soplo de brisa la pondría en peligro, porque el más insignificante oleaje rompería sus cuadernas y la hundiría… Mis nietos, ¿sabe?, quieren que le meta hacha, que la venda como madera vieja; que venda el palo mayor que como ése si es nuevo, puede servir para otra embarcación; que venda la lona de las velas para otras balandras… Yo no quiero eso, mi comandante; yo no quiero eso. Mi “Teresita” no merece esa muerte. Ella se tiene ganada otra distinta. A usted, mi comandante pongo por caso, ¿le gustaría con lo que ha navegado, con lo que ha peleado, morirse un mal día en su cama, de fiebre? ¿Verdad que no? Pues… lo mismo, más o menos… Y es por esto que yo quiero pedirle a usted un favor: que haga que los muchachos los guardiamarinas ecuatorianos, disparen contra mi “Teresita” para que se hunda en el mar herida de bala; para que así muera, para que así acabe… ¿cómo diría?, de una manera digna …” Lloraba el anciano cholo al pronunciar las últimas palabras. Nuestro comandante estaba francamente emocionado, y, al consultarnos con una mirada, debió leer en nuestros rostros la expresión de una emoción parecida a la suya. Seco y lacónico como era, sólo dijo el cholo: “Está bien. Traiga su balandra y póngala a tiro de cañón. Yo mismo dispararé… para mayor homenaje”. El pobre hombre no sabía cómo demostrar su agradecimiento: Lloraba y reía a su tiempo mismo; y lo peor era que sus sentimientos resultaban contagiosos. Yo — lo confieso — hube de sacarme disimuladamente una rebelde lagrimita que pugnaba por deslizarse sobre mi mejilla… Volvió el cholo a la costa y lo vimos desaparecer tras las rocas de una pequeña caleta. A poco, doblando lentamente una punta, se puso a nuestra vista la “Teresita”. Andaba como una vieja paralítica. El suave nordeste que hinchaba su foque y su trinquetilla, no sé por qué juego de fuerzas tensaba la mayor, haciendo que el barco se inclinara agudamente de proa. Realmente la “Teresita” era una cosa inservible; y, así, causaba asombro que un solo tripulante —su dueño— pudiera maniobrarla. Y tan bien podía hacerlo el viejo marino, que, después de corto tiempo, la había colocado a tiro de cañón, en mar abierto, frente por frente con el “Bolivar”. Largo las cazavelas, dejó los lienzos tendidos, y pairó la nave. Abandónala luego y, a bordo de su bongo, enderezó hacia el costado del “Bolivar” y atracó junto a la escala. Fuele imposible pronunciar palabra cuando estuvo sobre cubierta. Bañada en lágrimas la faz, indicó con un gesto al comandante, la balandra, que allá lejos, era juguete del monstruo de “sonrisa innumerable…”. Nada dijo, tampoco, el comandante. Dirigióse a uno de los cañones de proa, de antemano preparado; acomodó la puntería y disparó… La “Teresita”, magistralmente herida en el metacentro, bajo la línea de flotación, comenzó a hundirse… Llena de líquido toda la capacidad de su casco, desaparecido bajo el agua la obra muerta, quedando tan sólo a la vista el velamen. Inclinóse a babor; inclinóse luego a estribor, hizo juegos de balance de popa a proa, mostrando en uno de los tales la parte posterior de la quilla; y hundiendo primero el bauprés, como una espadilla que se clavara en el lomo de una bestia y alzando al aire la popa, la “Teresita” se perdió en el abismo… Por un momento, la lona del foque, desprendida seguramente de la escolta, flotó sobre la superficie y se movió sobre ella como un pañuelo que se agitara en ademán de despedida… Acodado sobre la borda del “Bolivar”, el viejo cholo, fijos los ojos en el sitio donde quedaba sepultada la “Teresita”, lloraba y reía, todo a una… Lloraba y reía… Créanme ustedes que era un espectáculo capaz de poner angustia en el espíritu…

Al concluir la narración, en verdad que el marino estaba emocionado. Y nosotros, con él.


José de la Cuadra 
(1903 – 1941) fue un escritor y político ecuatoriano que perteneció al Grupo de Guayaquil. Sus cuentos formaron parte de la literatura más destacada del realismo social en el Ecuador.
Desde muy joven se sintió atraído hacia la escritura y las letras. Participó en la redacción de la revista Juventud Estudiosa. Las primeras inclinaciones de Cuadra fueron hacia el modernismo literario.
Durante su vida, Cuadra tuvo varias ocupaciones. Se licenció como abogado y con su tesis obtuvo el grado de Doctor en Jurisprudencia y Ciencias Sociales, también fue periodista, político, profesor y escritor. Mientras estudiaba en la Universidad de Guayaquil tuvo relaciones con grupos estudiantiles de la época.
En cuanto a la carrera de derecho, la ejerció como litigante, juez y también como profesor universitario, pero allí no encontró sus mayores logros.
Su aptitud literaria fue expuesta desde sus primeras historias en 1923, cuando apenas contaba con 20 años de edad. Después, trabajó en el periódico ecuatoriano El Telégrafo. Cuadra militó en las filas del Partido Socialista Ecuatoriano desde que este fue creado a mediados de los años veinte.
Su narrativa no se enfocó en aleccionar al lector en cuanto a doctrinas, pero siempre estuvo presente en la obra de José de la Cuadra la sensibilidad social. También mantuvo un estilo narrativo muy celebrado, incluso por los miembros de su generación que lo consideraban superior.
En 1934 Cuadra fue secretario de la Gobernación de Guayas. Después, trabajó como Agente Consular del gobierno de Alberto Enríquez Gallo a finales de la década del 30. En esta oficina estuvo apuntado a países como Uruguay y Argentina.
Su última obra literaria, que llevó por nombre Guásinton, fue una suerte de compilación de sus trabajos a lo largo de varios períodos de la vida del autor. José de la Cuadra murió temprano, cuando tenía 37 años por una hemorragia cerebral.
Fuente: Lifeder

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