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viernes, 17 de enero de 2020

EL CUADERNO DE LAS MALAS NOTICIAS

No crea usted señor director que no estoy al tanto de la situación financiera de la editorial, pero si usted me permite y sin más ánimo que el de salvaguardar nuestra fuente de trabajo, coincido plenamente que alguna medida al efecto debemos tomar —decía el señor Agenor Castro mientras miraba por la ventana de su oficina hacia la ciudad—. Tampoco creo necesario que el despido de la gente nueva, la de menor antigüedad, sea el resultado que buscamos. Usted sabe que también la competencia tiene sus problemas y recuerde que el Sindicato aquí es muy fuerte —sacudía la ceniza del cigarrillo que le había caído en el pantalón—. Escúcheme —dijo haciendo una pausa—, le propongo que quitemos letra. Si, si, bajamos el horóscopo diario, la página de artes y espectáculos y nos metemos de lleno en publicar avisos clasificados a mitad de precio y publicamos historias sensacionales —acomodaba la corbata y apagaba el cigarrillo en el cenicero—. Consígame usted un mes más. Es mi propuesta de la cual me hago enteramente responsable. En este mes recortamos un pliego y pongo a trabajar a todos estos diablos en una idea brillante que tengo —hace una pausa, está escuchando el señor Castro mientras mira girar las aspas del ventilador suspendido en el techo—. La publicidad está agotada. Todos ahora están buscando los periódicos a color. De última eche al departamento de publicidad, esos no son del gremio y es muy alto el porcentaje de ganancias que acumulan, pero a mi gente no. Espere a que me jubile si quiere cerrar este diario de noticias y, de paso mata dos pájaros de un tiro —ríe el señor Castro mientras hace girar su sillón y vuelve a mirar por la ventana hacia afuera—.  Le dije tiros ¿No? La idea brillante que tengo es poner a trabajar a los más jóvenes, ellos vienen de otra escuela, pues que se formen como me formé yo. Que caminen las calles en busca de historias —hace otra pausa y parece escuchar atentamente, levanta la vista de unos papeles y me mira fijamente, entonces contesta que si, que podía ser y sigue hablando—.  Está bien, solo le pido un mes, señor, si en un mes nos salvamos pagando al menos los intereses de la deuda, de aquí no se va nadie y empezamos a ser lo que éramos —acomoda los papeles y los guarda en el primer cajón de su escritorio—. Le mando un abrazo, y olvídese de esos subsidios engañosos. Y no se olvide, vaya diciéndole a sus, entre comillas socios, que pueden retirarse. Yo soy su amigo señor Fontana. Deme un mes y saludos cordiales a su señora esposa.

El Señor Jefe de Redacción Don Agenor Castro colgó el teléfono, encendió el cuarto cigarrillo de la mañana y miró la hora en el reloj de pared, llamó a su secretaria y le pidió que reuniera a todo el personal presente en la planta.

—Quédate ahí —me dijo mientras buscaba un cepillo de calzado y repasaba sus zapatos negros. Pronto llegaron los delegados de cada área—. 

—Tengo malas noticias  —no hubo gran asombro entre el personal por la situación financiera del periódico, hasta los mismos delegados de cada sección, se mostraron interesados en mantener la fuente de trabajo con cierto optimismo. La falta de insumos era lo más preocupante y el recorte de cuatro páginas era una solución considerada con cierto desagrado pero finalmente aceptada luego de dos horas de deliberación—.

Una vez finalizada la larga conversación y de escucharlo atentamente, salimos todos, yo fui el último, después de entregarle mis notas a las que él llamó "el cuaderno de las malas noticias", donde estaban cronicados  los diversos accidentes con final triste de la semana.

Al día siguiente me mandó a llamar con la nueva empleada, quería hablar a solas conmigo. Ella me dijo que seguramente el señor jefe de redacción empezaría con una serie de despidos y que lamentaba mucho que yo sea el primero. Mientras simulaba caer en desgracia y forzaba la aparición de alguna lastimosa lágrima.

La puerta hizo un extraño sonido que nunca antes había percibido, cuando ingresé, era como si de repente hubiese envejecido y sus bisagras se quejaban de dolores no denunciados anteriormente.
Don Agenor me dijo que pasara, con un acento triste y abatido me dijo que, sus editoriales de ahora en más serían la de atacar al gobierno y que, se convertiría en un tremendo rival y que yo tenía una gran oportunidad como relator.

—No sólo serás uno de los que salvarán a este diario del diablo, negro feo, sino que salvarás tu pellejo de escribidor, pues seré yo mismo tu corrector, hazme el favor de averiguar qué carajo pasó realmente con este tema, hurga buscando mugre aún donde creas que no la hay y mándame todos los días de tu vida, un informe de lo que has hecho. Ahora vete, ahí tienes todos los datos, los pasajes y escucha bien pendejo, seré yo quién te pague el sueldo, las bonificaciones y tus aportes, porque creo que ya están redactando tu despido, en curiosas letras góticas —me palmeaba la espalda y sonreía—. 

Después de vaticinar mi futuro, fumamos juntos por un rato en silencio y luego hablamos de fútbol y de su conversación con el señor Fontana, el director.

Sin mirar los archivos que me había entregado salí de su despacho, en cuanto los teléfonos empezaron a incomodarlo, y pensé que aquel ruido de la puerta al abrirla, siempre había estado, desde el primer día que la pusieron y que nunca nadie le había prestado atención.

—Es una señal, este ruido infernal de las bisagras es una señal —le dije a Clarita, la secretaria, que sonriente me preguntó cómo había resultado mi conversación con el señor Castro. Le hice un gesto con los dedos que pareció no entender, bajé las escaleras y salí a la calle con los papeles acomodados en mi viejo portafolios de cuero, que me acompaña desde que empecé a buscar trabajo.

Al llegar a mi habitación, en la pensión, busqué una estampita de un santo que me había regalado mi madre en la oportunidad que ella y yo viajamos a conocer a mi madrina en tren y que mi madrina nos llevó a conocer a un señor amigo laico, que nos llevó a conocer al cura de un pueblo que no me acuerdo como se llama y que todo el mundo cree que hace milagros con sus manos temblorosas y viejas apoyándola en la frente de los creyentes. Yo tenía apenas ocho años cuando eso sucedió y me propuse hacer lo mismo, puse la estampita sobre mi frente y luego la besé y la guardé en la billetera que me regaló una ex novia en un paseo por las grandes tiendas y que me hizo jurarle que siempre le escribiría cartas de amor, más aún sabiendo que como un soldado de la nación y vistiendo aquel brillante uniforme, podía ser mandado por mis superiores a una supuesta guerra para recuperar las Islas del Sur. Ella ya estaba muy enojada conmigo. Y la recuerdo cuando nos despedimos en una iluminada esquina, después de un largo beso, una tarde de llovizna y viento que le sacudía la corta pollera y que le mostraba definitivamente las hermosas piernas que tenía. Pero conocí otras tierras, otras sonrisas, otras lágrimas y, nunca más la volví a ver. Hasta le fallé en mis cartas. Ahora mismo se me da por pensar en Ángela. 

La carpeta que me entregó el jefe, tenía además de fechas, una foto con comentarios de lo acontecido, y un enorme título escrito con tinta roja:  "Suicidios en La Capilla".

Y es así que comenzó mi "cuaderno de las malas noticias".



Walter Ricardo Quinteros

Editor

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