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viernes, 20 de marzo de 2020

VÍCTOR MONTOYA: POR QUÉ EL DIABLO SE LLAMÓ TÍO



Los hombres más viejos de la mina cuentan que el diablo salta por el ojo de la cerradura y se mete en el cuarto oscuro de las mujeres. Las seduce con sus poderes sobrenaturales y las penetra sin que ellas lo noten, pues este personaje feroz, temido y respetado por los mineros, tiene la facultad de transformarse en tierra, aire, agua y fuego.

Así es como un día, bailando como Lucifer en el Carnaval, dejó embarazada a una chola de buen parecer, a quien los hombres la tenían por mujer digna y prodigiosa, porque se levantaba con el canto de los gallos y se acostaba apenas sus energías se perdían con la noche.

Cuando nació el hijo del diablo, la cola de sierpe, las extremidades contrahechas, las orejas puntiagudas y el cuerpo escamoso, causó espanto entre los vecinos que, al verlo tendido sobre el aguayo, lo confundieron con una iguana.

El cura del pueblo, al saber que el niño no era el hijo de Dios sino del diablo, decidió quemarlo vivo junto a su madre, quien, según los sermones del cura, merecía el castigo de arder en la hoguera por haber copulado con el demonio. La gente acudió a la procesión como cuando acudía a la iglesia. Madre e hijo fueron conducidos a la plaza principal, ubicada en lo alto de una loma. Allí los desnudaron y ataron de pies y manos en un poste. El cura exhortó a la calma, leyó la sentencia y, enseñando un crucifijo de plata, impartió órdenes de encender el fuego. Madre e hijo ardieron como antorchas en la hoguera. Al menguar las llamas, los hombres molieron los cuerpos carbonizados en el batán y las mujeres esparcieron las cenizas en dirección al viento.

Esa misma noche, el diablo salió de sus dominios echando lumbres por los ojos y babas por la boca. Arrojó su manto hecho de fuego y se vengó del pueblo. Desvió el curso de los ríos, hizo desaparecer los filones de estaño y desató una tormenta que, en poco tiempo y con la violencia más grande que imaginarse pueda, arrasó con la iglesia y dejó las casas reducidas a escombros. Los techos volaron por los aires y los árboles fueron arrancados de cuajo. Las aguas se vaciaron en torrentes y el cielo se iluminó de relámpagos.

Los pobladores, envueltos en una ola de pánico y confusión, huyeron hacia las galerías de la mina, donde rogaron a Dios que les devolviera la calma y suplicaron perdón al diablo, quien, látigo en mano y furia en la mirada, decidió llamarse Tío y hacerse dueño de las minas y los minerales.

Desde ese día, en que todo volvió a ser como antes, los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofreciéndole hojas de coca, k’uyunas y botellas de aguardiente.



Víctor Montoya

Nació en La Paz, Bolivia, en 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió desde su infancia en la población minera de Llallagua, al norte de Potosí. Durante la dictadura militar, acusado de organizar actividades subversivas, fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro, escribió su libro de testimonio “Huelga y represión”. Llegó exiliado a Suecia en 1977, tras haber sido liberado por una campaña de Amnistía Internacional. Es autor de más de una decena de libros entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Dirigió las revistas literarias “PuertAbierta” y “Contraluz”. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos. Es redactor responsable de la antología digital de los Narradores Latinoamericanos en Suecia. Actualmente radica en El Alto de La Paz. 

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