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sábado, 28 de abril de 2018

DANIEL SALZANO: BOGART USABA TACOS ALTOS

Bogart usaba tacos altos

Pregunta para cinéfilos especializados en blanco y negro: ¿cómo hizo el actor Humphrey Bogart, que medía exactamente 172 centímetros de altura, para besar en la boca a la longilínea Ingrid Bergman, su compañera de reparto en Casablanca?

Respuesta: montado, como un equilibrista, sobre unas plataformas especiales que le fabricó a la medida el departamento de ingeniería de la Warner, unos botines pintorescos cuyos planos originales deberían figurar, junto a los de Nautilus, en el Museo de Artes Imaginarias de París.

Eran los de Bogey unos zapatos extraordinarios, dotados de unas poderosas plataformas de corcho que le permitían, hop, como por arte de magia, crecer entre 10 y 12 centímetros, exactamente la distancia que la naturaleza había puesto entre sus labios y los de Ingrid Bergman a quien –ya que hablamos de París– las lenguas envenenadas solían comparar con la torre Eiffel, no sólo por su estatura de pivot sino por los mocasines del 43 sobre los que transportaba su nórdica y saludable corpulencia.

Una de amor y de guerra

El éxito inicial de Casablanca, que acabó figurando en la lista de 1943 como una de las cinco películas más taquilleras del año, se debió en realidad a una coyuntural e inesperada carambola: Franklin Roosevelt y Winston Churchill decidieron realizar su primera reunión, justamente, en Casablanca, lo que transformó de inmediato a la ciudad, su nombre, en una especie de contraseña íntimamente relacionada con la caída del imperio nazi, la recuperación de la libertad y la victoria de la causa aliada.

La multitud que, desde su estreno, se agolpó ante los cines donde la daban, lo hizo pensando encontrarse con una película de guerra, sin siquiera sospechar que el conflicto bélico era un funcional telón de fondo sobre el que se movían con notable soltura los dos grandes motores de su historia: el final de un amor imposible y el comienzo de una gran amistad.

Tan bonita y tan bien que se la ve a Casablanca y tan maravillosamente anudadas que parecen las ocho relaciones básicas que contiene su argumento y, sin embargo, en opinión de su legendario productor ejecutivo, Hall B. Wallis, resultó en los hechos una producción “inusualmente caótica, inesperadamente compleja y agotadoramente contradictoria”.

Nadie diría, viendo su memorable final (Humphrey Bogart y Claude Rains se alejan, engullidos por la niebla, mientras suenan los acordes de La Marsellesa), que se trata de una idea traída de los pelos, un manotazo a cuya conclusión se llegó cuando parecía que el fracaso de la película estaba atado y bien atado.

¿Dónde me pongo?

Al final de Bogart y Rains, se llegó tras celebrar un verdadero consejo de guerra. Y al consejo de guerra se llegó por una especial exigencia de Bergman, que podía tolerar que su pareja llevara unos zapatos de tacos altos, pero cuya férrea disciplina nórdica le impedía seguir participando en una historia cuyo final ignoraba.

¿A quién tenía que querer en realidad? ¿Con quién de los dos se tenía que quedar? ¿Con el cínico Bogart, a quien tanto había amado? ¿O con su marido, el patriota Paul Henreid, un líder de la resistencia?

Andaba consecuentemente perdida en la neblina y, como en el juego del compra pan, iba de una a otra esquina. Pero nadie era capaz de darle una respuesta. Ni siquiera se la podían dar los dos autores del guión, los hermanos Julius y Philip Epstein, que iban escribiendo los diálogos sobre la marcha, prácticamente día por día.

Tampoco encontró consuelo cuando fue a pedir explicaciones al director Michael Curtiz, un húngaro socarrón que resolvía sus citas mezclando su lengua materna con la inglesa y soltando frases hechas. “Don’t worry”, fue toda su explicación. “Don’t worry. Be happy”.

¿A quién le quedaba por consultar? En realidad, le quedaba por consultar al verdadero dueño de la cancha y la pelota, Jack Warner, que la atendió vestido (y condecorado) como un general de opereta (en su afán de colaborar con la causa de los aliados, el boss supremo del estudio iba a trabajar vestido con un disfraz de general que se había hecho hacer a la medida en la propia sastrería de su emporio cinematográfico).

El general Warner tampoco supo sacarla del atolladero. Con su pecho cubierto por medallas de chocolate, solucionó la duda de la actriz mediante una frase a lo Platón:

–El final es el final... y todavía estamos en el medio.

¿Cuál Reagan? ¿El presidente?

Basta leer el libro que, antes de morir, Ingrid Bergman se dedicó a sí misma, para advertir que hizo Casablanca en un estado de confusión absoluta, lamentando el momento en que había movido todas sus influencias para quedarse con el papel de Ilsa Lund.

Tenía el presentimiento de que una trama urdida a través de tantas confusiones no podía terminar bien.

El rol de la sufrida Ilsa fue atribuido en un comienzo a la actriz Ann Sheridan, cuyos ojos de gata luminosa parecían ideales para recorrer las oscuras callejuelas de Casablanca. Pero Ann Sheridan fue descabalgada bruscamente en beneficio de la veterana Heddy Lamarr, cuyos ojos eran tan luminosos como los de la Sheridan, pero cuya experiencia le permitía andar en piyamas con la misma naturalidad en Marruecos que en Beverly Hills.

Sin embargo, el papel fue finalmente a poder de Ingrid Bergman, a quien el marketing exigía un compromiso con la causa aliada.

Claro que su llegada al cast de Casablanca hizo tambalear automáticamente la estantería masculina.

El papel de Rick estuvo en un inicio concedido a Ronald Reagan, quien no hubiera necesitado un par de zancos para besar a Bergman, sino un curso intensivo de arte dramático.

Es fascinante imaginar lo que hubiera podido hacer el futuro presidente norteamericano metido en el smoking blanco de Rick Blaine. ¿Hubiera podido dejar de sonreír como un profesional de la sanata junto al piano blanco del pianista negro? ¿O hubiera –como hizo años más tarde con el “Irangate”– negociado en secreto con el enemigo?

Lo cierto es que Reagan ya tenía el papel en el bolsillo y se sentía colocado en el séptimo cielo, cuando la inesperada llegada de Bergman lo sacó de una oreja del reparto. Un motor de Jaguar como el de Bergman era incompatible con el Citroën de Reagan. Para el Jaguar de Bergman, la Warner tuvo que sacar a su Rolls Royce, Humphrey De Forest Bogart.

Loco por un yate

La concepción del final más famoso de la historia del cine fue, en los hechos, un episodio homérico. Así lo recordaría años más tarde Philip Epstein, hermano de Julius.

Philip era el encargado de proponer las ideas y Julius, de escribirlas. Pero a la hora de rematar la trama, los dos quedaron empantanados. Y todo porque, en mitad del desorden, habían ido resolviendo el conflicto sobre la marcha, sin posibilidades de tener una imprescindible perspectiva global.

Los Epstein miraban a Curtiz, Curtiz miraba para otro lado, Ingrid Bergman se paseaba como una tigresa, Jack Warner desfilaba como un general de juguete entre soldaditos de plomo y Bogart... Bueno, Bogart parecía tener otras cosas que hacer. Le habían ofrecido en venta el yate del magnate Thomas Enfield y se la pasaba todo el día consultando planos y hablando por teléfono con los bancos.

Thomas Enfield era un magnate, pero Bogart no. Es imposible saber ahora si su reconcentrada expresión de dolor en Casablanca se debió a sus virtudes histriónicas o al vagón de documentos que debía firmar si quería convertirse en navegante. Al final, no lo hizo.

Románticos, rocambolescos, taquilleros

Las posibilidades del final de Casablanca eran tres, apoyadas cada una por clanes enfrentados entre sí.

Para el bando de Julius Epstein (el bando de los románticos), el final debía tener un toque isabelino: Bogart y Bergman debían caer acribillados en el aeropuerto marroquí y facilitar la huida de Paul Henreid a la libertad.

Para el otro Epstein (el bando de los rocambolescos), había que capitalizar la ignorancia de todos y subir al trío (Bergman, Bogart, Henreid) al avión, dejando libre al espectador de sacar sus propias conclusiones.

Y para Jack Warner (el bando de los taquilleros), el final podía ser cualquiera con tal de que Bogart y Bergman permanecieran juntos. Y vivos.

Fue Hal B. Wallis quien salomónicamente convocó a una asamblea deliberante a todas las partes implicadas en el conflicto.

Finalmente, optaron por separar a Bogart de Bergman (después de todo, no estaban casados y la censura podía decir muchas cosas al respecto) y en lugar de dejarlo en soledad sobre la pista mojada del aeropuerto, lo emparejaron con el capitán (Claude Rains) de la policía francesa.

Al piano... Ella Fitzgerald

Curiosamente, no es la frase de Claude Rains la más famosa de Casablanca, sino una que directamente no se dice nunca en la película: “Tócala de nuevo, Sam”.

Se supone que eso es lo que le pide Bogart al pianista de su bar (Dooley Wilson) cada vez que el recuerdo de Bergman le transforma el corazón en un tembladeral. Pero resulta que Bogart “nunca” le pide eso al pianista. Además, aunque en la película se porta como si fuera Art Tatum, Dooley Wilson no tenía la menor idea de tocar el piano. En la columna sonora, fue doblado por un asalariado de la Warner, Elliot Carpenter.

El piano de Casablanca es un surtidor de anécdotas interminables. Como que nunca fue desmentido, ni confirmado, el rumor según el cual el pianista, en sus comienzos, no iba a ser hombre sino mujer y que para ese rol se barajó el nombre de la jovencísima Ella Fitzgerald. Por las dudas, ella grabó la canción fetiche de la película –As time goes by–, acompañada de la orquesta de Tommy Dorsey. 

Le salió bordada.

Hasta el final

El único que parece salir ileso de la quema es Humphrey Bogart, a quien la crítica moderna considera la verdadera clave para comprender la intensidad pasional de la película.

Bogart no participó ni de cerca ni de lejos en los problemas del desenlace de la historia, se puso obedientemente los zapatones de corcho y no anduvo pidiéndole explicaciones al general Jack Warner. Es que en 1942, Bogart ya tenía muy bien aprendida la lección y sabía que lo que debía hacer era lo que había hecho siempre: resistir. 

Esa fue y sigue siendo la clave sobre la que se apoya su mito: resistir. 

Hasta el final.


Daniel Salzano
Daniel Nelson Salzano (Córdoba, 22 de mayo de 1941 - ibídem, 24 de diciembre de 2014) fue un periodista, poeta y escritor argentino.
Sus poemas fueron publicados en distintas revistas literarias: Barrilete, Mitos, Monólogos, Acento, El Lagrimal Trifurca, El Escarabajo de Oro, Horizontes y Crisis, así como en los diarios La Opinión, Clarín de Buenos Aires y Últimas Noticias de Venezuela.
Recibió múltiples premios y distinciones, como la Cruz de la Corte de la Real y Americana Orden de Isabel la Católica, otorgada por el Rey Juan Carlos I de España (2001) y el Premio J.L. de Cabrera (1998).
Durante sus últimos años realizaba la columna Quienes y Cuándo en el diario La Voz del Interior, matutino donde escribía desde 1968. Estos escritos solían estar acompañados por una o dos ilustraciones a cargo de uno de los dibujantes del diario, Juan Delfini.
Junto a Jairo compuso numerosos temas musicales. Fue director del Cine Club Municipal Hugo del Carril de la ciudad de Córdoba. Falleció el 24 de diciembre de 2014 a los 73 años. Fue velado y posteriormente cremado.
Fuente: Quienes y Cuando - La voz del Interior - wikipedia.org - Foto: archivos del blog

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