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viernes, 28 de febrero de 2020

QUINTEROS: DOS HISTORIAS, NEGRADA Y CONSECUENCIAS

NEGRADA 

No se si esta historia tiene un final feliz.
O no.
No se si esta historia tiene final.
Pero es la historia de la niña Enriqueta y el negro Zé Lucio.
Ellos se enamoraron.
Lo conversaron conmigo a escondidas, porque yo era el caporal.

Ella dijo que fue cuando lo vio a Zé Lucio bañándose desnudo en el río.
Él dijo que fue de tanto llevar a la niña en el auto, a la escuela para maestras.
Guardé el secreto.
No se porqué.
Por eso siempre digo que no se si esta historia tiene un final feliz, o si tiene final.
Zé Lucio era uno de los nuestros, de la negrada que trabajaba en la finca.
Alto, atlético, medio bruto que apenas sabía leer.

En cambio, ella tenía 17 años, era la única hija de los patrones.
Delgada, menuda, de muy buenos modales, saludaba y le sonreía a toda la negrada del campamento. Muito bonita.
Un día le pidió a su madre que sea Zé Lucio quién la lleve a la escuela, porque conducía mejor que el otro negro.
El dueño de la finca, el señor Clemente Ledesma, su padre, consintió el pedido de su esposa de trasladar a Zé Lucio del taller de vehículos a chófer de la familia.
En reemplazo me mandó a Luí Buba, un negro laborioso, pulcro, delicado, fofo, medio amanerado, que venía de las cocinas.
La niña Enriqueta me agradeció que vistiera bien a Zé Lucio, que lo acostumbrara a usar zapatos y, que lo obligara a bañarse todos los días antes de subir al automóvil.
Una noche encontré a Luí Buba y al negro Zé Lucio peleando desnudos, en la oscuridad del galpón, se escabulleron por los fondos cuando encendí una luz.
(Por lo menos, eso me pareció)
Era mi obligación informar al señor Clemente de cosas raras, pero no lo hice.
No se porqué. 
La negrada que trabajaba en la finca era un poco revoltosa, barullera, rebelde.
Había en las barracas poco para comer, pero mucho para beber.
A la mañana siguiente, la niña Enriqueta y Zé Lucio, salieron, no volvieron.
Yo sabía que eso iba a suceder, pero no lo dije.
El patrón llamó a la policía, mandó a buscarlos.
A ella viva.
Al negro muerto.
Largó los perros rastreadores al camino.
Por la tarde me hizo azotar a Olivia, la nodriza, que entre llantos clamaba que, 
"sepa el señor Clemente que el amor es una cosa pasajera, hasta que por fin llega".
Se escuchaban gritos de rabia y de dolor.
Y también me dijo que azotara a los guardias de los portones y, a toda la negrada que estaba en fila, bajo los rayos del sol, esperando el castigo de rigor.
Yo les pegaba, veinte latigazos, a cada uno.
No se porqué.
Hasta que el negro Luí Buba rompió en llanto.
Salió de la fila.
Corrió hasta don Clemente y se arrojó a sus pies.
Le imploraba que los encuentre, que los traiga vivos,
"porque nadie amará tanto a mi Zé Lucio, como lo amo yo".
Así le dijo, así le suplicó aquel negro viado.
¡Qué lo parió!


Segunda parte:

CONSECUENCIAS

La historia que contaba este hombre llamado Geraldo, el mayoral, no tiene nada de ficción, pues según pude saber mucho tiempo después, que aquella Fazenda existió. 

Hablando con el jornalista Paulo Fábio, que siguió por un tiempo los acontecimientos, me dijo que él pudo saber que los perros se llamaban; Azuí, Kené, Jeta y Copó, que le contaron que los cuatro corrieron día y noche, que debe haber sido con la lengua afuera, mostrando los dientes filosos, con esa mirada temeraria que tenían y olfateando en el camino, el aroma de la piel de la niña Enriqueta. Eran animales de temer, le señalaron.

Dicen, los que fueron testigos de aquella tragedia en la Fazenda Ledesma, que los cuatro perros se alejaron hasta casi cincuenta kilómetros de la casa, que parece que perdieron el rastro de la niña en el muelle del puerto de Nossa Senhora dos Navegantes. 
Que Jeta y Kené, enloquecidos, se arrojaron a las aguas y que allí murieron.
Que Copó cayó exhausto y para siempre, más allá del muelle, al lado del automóvil de su amo. Azuí fue el único que volvió. Muito magrinho, con las patas sangrantes y una caracola en su boca que entregó en la mano ancha de don Clemente. Y que murió en sus brazos.

Un tiempo después de la huída de su hija Enriqueta con el negro Zé Lucio y, del repentino abandono de su caporal Geraldo, dicen que el señor Clemente Ledesma montó su caballo, cruzó en la espalda su machete y galopó con firmeza por el cañaveral. Que cruzó el arroyo como un relámpago oscuro y que, por eso, se produjo como una leve llovizna fresca sobre la plantación. Que trepó los morros y que, el sol del amanecer, cada tanto, hacía resplandecer el filo de su arma. El galope incansable del animal, por el sendero lejano, se escuchaba en el silencio de las noches. Por muchas noches, como lejanos truenos amenazantes. Y durante el día, dicen, que más allá de los morros, una nube de tierra señalaba por dónde cabalgaba. Aseguraban algunos, haber visto una pequeña figura, lejos, bien lejos, que se perdía entre la espesura del espanto, para siempre. 

Cuarenta años después y, viviendo en las ruinas, ellas habían quedado solas. A sus setenta y seis años, la señora  Dorotea Belinha Falkner viuda de Ledesma, se empeñaba en usar sus viejos vestidos de fina tela, y los zapatos de charol de los días domingo. Y "a velha" Olivia Araullo, la que fue nodriza, que era cuatro años mayor que la señora y que, un poco por compasión y otro por no tener adónde ir, se había quedado a su lado.

La antigua y esplendorosa Fazenda Ledesma, se desmoronaba de vieja y de deudas. Solo el sendero de ingreso no tenía malezas.

Me contó Paulo Fábio que pudo contactar a uno de los funcionarios del banco Estadual que, piadosamente, les había otorgado el último adelanto del valor del inmueble antes de que fuese a remate. Dice que este escuchó el siguiente diálogo entre aquellas ancianas. 

— Pronto vendrán buenas noticias, negra.
— Ya no es tiempo de noticias señora, ni de las buenas, ni de las malas.
— Sírvele algo de comer al funcionario del banco, negra.
— Solo nos queda esa papa hervida señora, cómala usted. 

Dice que Dorotea pasaba sus manos huesudas y temblorosas sobre el mantel de la mesa, que miraba sin ver, las pocas cortinas y algunos cuadros que colgaban en las paredes, como antiguos vigilantes de la casa. 

Apoyada en su bastón, Olivia lo acompañó hasta la galería y le dijo que,  aquel día, el caporal llamó a toda la negrada, repartió diez canastos entre todos y nos ordenó que los llenáramos de cuánta piedra encontrásemos cerca de la casa y de las barracas. Al volver todos con los canastos llenos, lo encontramos desnudo, apoyado contra el tronco potro de los látigos. Y nos habló con ese tono desafiante que tenía. 

— Cada uno tome una piedra y me la arroja con fuerza y luego otra y otra y otra, hasta que se vacíen los canastos, aunque ya haya muerto, desde el infierno, quiero ver los canastos vacíos.

Pero que nadie lo hizo. Que le dieron la espalda y en silencio, se retiraron al cobijo de los galpones. 

Dice que entonces sentían como el caporal lloraba de rabia y de vergüenza. Y que así, humillado, se fue para siempre. Dos días después la negrada también se fue.

—¡Negra! —dice que gritaba la señora Dorotea desde la sala— ¡Seu preta! Va para dentro, ya te dije que no hables con extraños.


©Walter Ricardo Quinteros 
/ htpps://diceelwalter.blogspot.com

Editor.

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