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viernes, 27 de septiembre de 2019

HUGO LINDO: PULVIS ES...



No que hiciera frío propiamente; pero sí había refrescado por la noche, después de un día caluroso. El viejo partero tomó sus precauciones para no resfriarse. Luego de haber gritado con voz aún pastosa por el sueño: “—¡Espere un momentito, ya voy!”…, vistióse de prisa, se colocó un suéter encima de la camisa arrugada y caminó a tranco largo hacia la puerta.

Lo esperaba un hombre que sostenía las bridas de dos mulas:

—¿Dónde es la cosa?…
—Donde don Rigo.
—¿En la hacienda?
—Sí.

Comenzaron a trotar en silencio. Ni un alma en las calles de Metapán. Cruzaron frente a la iglesia colonial, toda hecha de primores barrocos, y enfilaron luego hacia el río de San José. Eran las dos de la mañana, y aquello daba la impresión de cruzar por un cementerio. El doctor Menjívar sintió un calofrío, casi un presentimiento, y quiso matarlo ad portas. Por eso habló. Para escuchar su voz. Para sentirse acompañado.

—¿A qué hora empezaron los dolores?

El hombre que iba a su lado un “¡a saber!” casi imperceptible, y el silencio continuó, no roto, sino acentuado por los cascos de las bestias. Más tarde trató de establecer, nuevamente, un contacto.

—Ha refrescado mucho, ¿no?

Pero el otro hombre no hizo comentario alguno. Era como de palo. O como un muerto ambulante. O como un fantasma —eso, un fantasma— que deambulara por el ancho cementerio de tierras minerales, ricas en cal viva.

Llegaron al patio de la hacienda, frente al caserón de don Rigoberto. Allí se apearon y el mozo comenzó a desensillar las mulas. Desde afuera se escuchaban los gritos de la parturienta, agudos, penetrantes.

El doctor Menjívar apenas si saludó. En la abrigada alcoba se quitó la chaqueta, se lavó someramente las manos y comenzó a palpar el hinchado vientre de Aurora.

El rostro de la mujer estaba más bello que nunca. Aquella ternura virginal de sus facciones, se hallaba ennoblecida por la maternidad y dramatizada por el dolor.

—¿A qué horas comenzó?…
—Hace unas cuatro horas, doctor…
—Está bien… necesito agua caliente.
—Ya está lista…
—…y paños limpios…
—Lo que quiera…

Don Rigoberto, hombre puntual y ordenado, arrancó del calendario la hojita del día que acababa de pasar: 8 de mayo de 1915. El médico siguió esperando, sentado, con una profesional y callada pachorra. A ratos palpaba. Los gritos de Aurora, ya semidormida por la inyecciones, eran más suaves, pero más frecuentes.

—Don Rigo… Sería mejor que usted esperara en el patio.

El propietario de la hacienda salió. Aclaraba el cielo. Se puso el hombre a fumar. Nunca hubiera creído que ese momento lo agitara tan hondamente. Se quebraba los dedos. Caminaba desde la puerta principal hasta los postes en donde se hallaban las mulas amarradas, y volvía a la puerta. Una y otra vez, en tanto daba fuego a un cigarrillo con la colilla del otro.

Por fin se acercó una criada.

—Don Rigo, dice el doctor que ya estuvo.
—¿Ah?…

Era hombrecito. Pesaba siete libras y media, y venía perfectamente normal. Su nombre hallábase impreso en la nueva hoja del calendario: “9 de mayo de 1915. —San Gregorio”.

A don Rigo le temblaban las piernas de la emoción. Tomó asiento, y olvidando acaso su condición de hombre hecho a todas las rudezas de la vida campesina y minera, rompió a llorar.

—Es de alegría… —sintióse en la necesidad de aclarar.
—Bueno… bueno… debería tomarse una copita de coñac…
—Si usted me acompaña, doctor…
—Claro… claro… —respondió el médico riendo golosamente por entre los canosos bigotes.

No pudo el médico marcharse tan pronto. Su propósito era el de tomar desayuno con don Rigo, pedir luego que le ensillaran una mula y regresar cuanto antes a Metapán. Así le quedaría tiempo para reposar siquiera un poco antes de atender su clientela habitual.

Pero temprano de la mañana llegó al salón en donde se hallaba, llevada por una mujer de la hacienda, una mala noticia que venía del dormitorio. Fue a ver.

—No tiene importancia… Es normal… Habrá que darle un poco de vino de quina para reponer las energías.

Ya hacia la tarde pudo saberse que no era tan sencilla la cosa. El rostro de la enferma había ido palideciendo gradualmente, hasta quedar de un amarillo marfilino que le daba el aspecto de un camafeo delicadamente burilado. El doctor hizo esfuerzos heroicos. Más vino. Café cargado. A los ocho y diez de la noche se detuvo el reloj, inexplicablemente, y el pequeño Gregorio dio en su moisés un grito sin que nadie supiera por qué.

La muerta estaba tan linda, con sus dieciocho años recién florecidos, con los labios pálidos finamente dibujados en el rostro más pálido aún, que el atormentado marido la vistió de novia y se quedó al lado del féretro, con los ojos como perdidos en el vacío.

Así la enterraron en el cementerio, blanquísimo de cales aglomeradas, en donde se alzaba el mausoleo de familia.

Don Rigoberto cultivó la memoria de su mujer durante varios años. Pero al cabo él estaba todavía joven, le pesaba la soledad, y el niño le significaba una serie de problemas que él no hallaba cómo enfrentar.

No había cumplido Gregorio los cinco años, cuando ya su padre contraía nuevas nupcias con una viuda de Metapán, rica como él y como él propietaria de minas de cal.

El niño aprendió a quererla y a llamarla “mamá”.

La vida fluyó. Vinieron los estudios primarios, que Gregorio hizo en Metapán. Ya para los secundarios fue menester enviarlo a Santa Ana, al Liceo San Luis, bajo la tutela directa del inolvidable padre Núñez.

Y cuando el muchacho, ya bachiller, se inclinó por la vida religiosa, encontró en don Rigoberto y su mujer una fuerte oposición que solo le sirvió de acicate. Hubieron después, entre rabietas y apesaradas reconvenciones, de ceder ante el imperativo de la vocación. Gregorio marchó entonces al Seminario Conciliar, en San Salvador, en donde pronto dio muestras de genuinas condiciones para la vida que escogiera.

Una vez al año echaba en una pequeña maleta sus escasas pertenencias de seminarista, y marchaba a la propiedad de su padre. Corría entonces por los llanos, a caballo, y dejaba que el sol lo tostara hasta despellejarlo. Doña Marina volcaba sobre él toda la solicitud de su frustrada maternidad, y lo acompañaba hasta Metapán todos los días, para asistir a la misa.

—A ver tú cuándo dices tu primera misa…
—El año entrante, si Dios quiere…

Llegó el instante de la ordenación. Gregorio se sintió pleno. Temblaron levemente sus manos al consagrar. Temblaron más al elevar la hostia. Y oró por sus padres. ¿Por sus padres?… Luego advirtió que como madre había tomado solo a doña Marina. La otra… bueno… ¡Él no sabía nada de la otra, de la real!…

Pocos días después, un telegrama de don Rigoberto lo llamó con urgencia. El hombre había vuelto a enviudar.

¡Ah, sí!… Gregorio sabía que su madre no era esta mujer a quien amaba como tal, sino la otra, la del retrato de su alcoba de ayer, aquella jovencita, casi niña, que en su recuerdo no significaba nada. Su dolor fue hondo. En sus cavilaciones, no dejó de preguntarse muchas veces cómo habría sido aquella Aurora casi legendaria, cómo habría sido su propia vida si ella no hubiera muerto…

Y el tiempo siguió pasando. Los años llevaron al mausoleo familiar los restos de algunos parientes lejanos. Ya que él no había tenido más hijos, don Rigoberto extendía su protección a quienes se hallaban dentro de su círculo de afectos. Cayó también en la sombra el viejo partero de Metapán, el doctor Menjívar, útil y bondadoso hasta en los últimos días de su vejez. Y el padre Gregorio dijo la misa de sufragio y rezó, conmovido, los responsos. Don Rigoberto comentó:

—¡Es curioso!… Él fue quien te franqueó las puertas de la vida temporal, y tú le ayudas a pasar las de la vida eterna…

Monseñor hizo llamar al padre Gregorio.

Una noche antes de la entrevista, el joven sacerdote hizo un minucioso examen de conciencia. No podía evitar cierta nerviosidad, a pesar de que no hallaba en su propia conducta ningún motivo de recriminación. ¿Había sido, acaso, descuidado en su ministerio?… No: honradamente no. ¿Cuántas veces había tenido que levantarse, cansado y soñoliento, hacia la madrugada, para llevar auxilios a un enfermo?… ¿Cuántas veces había sacrificado su desayuno o su almuerzo, para atender asuntos de la parroquia y evitar al viejo cura titular, esfuerzos superiores a sus energías?…

“Es inútil —se decía— que me torture especulando en el vacío”…

Mas tornaba a la cavilación.

Para promoverlo, para darle una parroquia en propiedad, para llamarlo a servir como familiar en la sede episcopal… ¡era imposible! ¡Él no tenía méritos!… Además, el corazón le decía sordamente que algo sombrío andábase agitando detrás de aquella cita imprevista.

Recurrió al misal. Lo abrió al garete, como preguntando vagamente por algo, y sus ojos cayeron en el introito de la misa de los catecúmenos. Lo sabía de memoria. Dejó nuevamente el libro sobre una mesa desnuda, sentóse en la antigua silla poltrona del párroco titular, y empezó a decir entre dientes las palabras anfitrionales:

“Quia tu es, Deus fortitudo mea: quare me repulisti, et quare tristis incendo…”.

Dios era su fortaleza, ciertamente… ¿Mas por qué ahora sentíase desechado y afligido?… ¿No estaría construyendo un absurdo universo de temores por el solo hecho de que monseñor quería hablarle?…

Echábase en la poltrona hacia adelante y hacia atrás en un dulce balanceo que lo adormecía. El rezongo latino que salía de sus labios estaba lleno de sílabas turgentes, acariciadoras —um, úam, erunt— que lo envolvían en un oleaje sonoro.

Y dormitó.

Su entresueño se pobló de imágenes. Cabalgaba él sobre planicies blancas, interminables. A su lado iba una sombra callada. El viaje no tenía por delante un camino, sino la mano abierta de la llanura, con todos los rumbos posibles e imposibles. Era de noche. No había luna ni estrellas; no obstante, una luz lechosa e indefinida se reflejaba en la tierra mineral, y a ratos desdibujaba la sombra del acompañante para volverla a modelar, casi hosca, sobre una mula paralela… Aquello era como un cemente…

—¡Padre, padre!… ¡Se ha dormido!…

¡La voz del viejo cura!

—¿Quare conturbas me…?

Monseñor tenía razón. No porque él, el padre Gregorio, poseyera méritos para ser promovido, sino porque… efectivamente, desde la parroquia de Metapán podría ahora vigilar la achacosa vejez de don Rigoberto, mal atendido a veces por manos mercenarias, a veces por manos afectuosas, pero ignorantes.

Con qué regocijo volvió a moverse entre las naves silenciosas de la iglesia, ahora con los ojos más abiertos que nunca a las bellezas del detalle. ¡Qué inverosímil talla la de los altares, qué repujados milagrosos en el sólido confesionario, qué muros anchos, de un noble adobe capaz de testimoniar varios siglos de historia!…

Al menos una vez por semana le era dable dirigirse en motocicleta al caserón de su infancia, ahora denso en olores farmacéuticos.

Supo Gregorio que monseñor había atendido una oculta solicitud de don Rigoberto, y comprendió que la decisión de su pastor estaba, como lo presintiera, soportada por algo sombrío. Era que su padre se encontraba en franca decadencia, pero no estaba grave. Los suyos eran achaques, decaimientos, tristezas. A ratos meras enfermedades imaginarias.

—Es que este caserón le queda grande, papá…
—¿Qué puedo hacer?…
—Véngase a vivir conmigo, a la parroquia…
—¿Y cómo dejo esto?
—¿Qué le importa?… Lo que importa es su salud… Esta soledad le está haciendo daño…

Era su herencia. La hacienda. Las minas. Riquezas materiales que el orín corrompe, y que, a su vez, corrompen el alma.

—Es menester que alguien vea nuestros intereses.
—Todo eso es vanidad, papá. Ya usted no necesita de riquezas sino de atenciones, y por lo que a mí…

Don Rigoberto cedió. Al cabo, él también había sido dentro de su vida de hombre de mundo, caritativo y desprendido. No era hora de aferrarse a los bienes terrenales. Lo que debía hacer, por lo contrario, era preparar su viaje, aliviar su carga. Por eso, para eso, había hecho esfuerzos porque su hijo volviera al lar nativo. Además, comprendía que Gregorio, como sacerdote, no deseaba para sí aquella fortuna.

—¿Y si destináramos esto para una escuela parroquial?… ¿O para un hogar de niños vagos?…


El último año se deslizó sin mayores complicaciones. A veces un ataque de asma, o un resfrío, o un dolor reumático que don Rigoberto lamentaba más que otra cosa, porque lo hacía sentirse inválido. Pero nada más. La vida era apacible. Sobre todo, sin esa tremenda soledad que lo estaba aplastando. Ahora sentíase como más aliviado, y en él renacían los ánimos perdidos.

Aproximándose la Semana Santa de 1957, el padre Gregorio tomó las providencias del caso para inaugurar el hogar de niños vagos. Llegó el momento de hacerlo. Hacia el solar antiguo se dirigió con su padre. Don Rigoberto quiso ir a lomo de bestia. Estaba mejor que nunca de salud, y deseaba rememorar sus días juveniles. Se hizo la inauguración con toda la pompa que los recursos permitieron. Gregorio bendijo la obra, y bendijo también a su padre, que la hacía posible. Y cuando ya declinaba el sol, ambos emprendieron el regreso.

Llegó temprano el padre Gregorio a la iglesia de Metapán. Su viejo, lógicamente, había de tardar aún. Entretúvose el padre leyendo textos piadosos. Pero el reloj caminaba, y don Rigoberto no daba trazas de llegar.

Lo llevaron en camilla. Un mal paso de la mula. Una fractura. Varios días en los cuales Gregorio hubo de repartir sus afanes entre los oficios de la temporada y la atención de don Rigoberto. La muerte puso punto final a la congoja el dia 5 de marzo.

Empinándose heroicamente sobre su dolor, alcanzó Gregorio un tipo extraño de desdoblamiento: no faltó a ninguno de sus deberes como cura de la parroquia, ni escatimó lágrimas junto al féretro de su padre. Había que enterrar el cadáver.

Con alarma, al atender el papeleo burocrático, notó el sacerdote que en el mausoleo familiar ya no había sitio disponible.

¿Qué hacer? ¿Cómo despojar de su nicho a los parientes pobres, al doctor Menjívar, a gentes que habían sido recogidas allí por ley de caridad?…

Al sordo ruido de la piqueta cayó por fin la losa grande que recubría las sepulturas. Cada nicho ostentaba, a su vez, una pequeña plancha de mármol con su inscripción.

Y entonces Gregorio vaciló.

¿Su madre?… ¿Cuál de las dos?…

“Aurora de Retes, n. el 12 de Enero de 1897; m. el 9 de Mayo de 1915”… “Marina de Retes, n. el 12 de Noviembre de 1900; m. el 10 de Agosto de 1942”…

La primera era su madre, su madre auténtica, y había muerto para darle la vida… ¿Cómo podía hacerlo?… Pero la otra también en distinto sentido, era su madre. Y más aún. A su lado había discurrido la propia infancia. Con sus ternuras y so comprensión se había alimentado la juventud. Con su recuerdo estaban llenos los recintos del alma… ¡Imposible!…

—¿Abrimos, padre?…

Casi instintivamente respondió:

—La más vieja.

Pensó: a los cuarenta y dos años, ya solo sera un puñadito de tierra, que cabe en una bolsa pequeña.

A los pies del nuevo ataúd, apareció el cajón. Inexplicablemente, Gregorio sintió vivos impulsos. No sabía si era un movimiento emotivo, debido a la nerviosidad y al dolor del instante, o si era una simple actitud de curioso. Sí, sabía que era irrefrenable la inquietud. Él mismo hizo girar con prisa los tornillos que afirmaban la tapa y la levantó con decisión.

Adentro estaba, incorrupta, una dulce muchacha de dieciocho años, vestida de novia. Las facciones finas. El rictus un poco seco, pero transido de una rara beatitud. Era como si sonriera al hijo, desde la hondura de los tiempos.

Tampoco pudo el padre Gregorio refrenar un nuevo impulso: alargó las manos para tocar aquel rostro que habría podido amar tanto, y de cuyos labios hubiera podido recibir todo el milagro de la infancia. Pero al tocarla, como si un viento atroz soplara sobre un hacinamiento de pavesas, voló un polvillo gris. El mismo que tiñó los dedos del sacerdote.

Este trazó sobre su frente una línea vertical con la ceniza, diciendo:

—Pulvis es…

En su tribulación alcanzó a recordar que era Miércoles de Ceniza, y completó la cruz:

—et in pulverem reverteris…

Y sollozó, mordido por una jauría de dolores. 


Hugo Lindo
La Unión, 1917 - El Salvador, 1985. Poeta, novelista y cuentista salvadoreño cuya poesía se caracteriza por su impronta religiosa y metafísica, como en el poema Católica biografía del dolor (1943). La mirada comprometida define su obra narrativa y ensayística.
Fuente: Buscabiografias / literaturas.famdon.com





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